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CAPÍTULO 27.LA MATANZA DE CASAS VIEJAS EN EL PARLAMENTO
Bien se advertía, por el animado aspecto que presentaba el
Parlamento el día 1.° de febrero, el interés de los diputados porque se
planteara el tema de Casas Viejas. El diputado radical-socialista Ortega y
Gasset (E.) inició el debate con un relato confuso de la tragedia y muchos
detalles espeluznantes. Pedía esclarecimiento, exigencia de responsabilidades a
las fuerzas que actuaron y acusaba al Gobierno: «Cuando después de dos años de
República ha dejado a los campesinos sin campo y a los jornaleros sin jornal,
en situación de hambre y desesperación, habiendo encendido sus esperanzas con
promesas que luego ha matado por falta de actos, esta corriente de hostilidad
ha estallado.» La denuncia, a juicio del diputado De la Villa ponía en grave
trance «el decoro de la República y el del Gobierno». Según sus noticias, la
fuerza pública reprimió con violencia los desórdenes, pero no se produjeron los
excesos que algunos atribuían, ni era cierto que hubiera fusilamientos en masa.
La represión tuvo que ser violenta, porque los 450 obreros del Sindicato Único
sublevados, que dominaban el pueblo, «querían establecer una situación que
debían impedirla los defensores de la Ley y de la República». El radical Guerra
del Río acusaba de crueldad y de imprevisión al Gobierno: «Vosotros gobernáis
contra la ley o por leyes de excepción, y ya es hora de que la República sea lo
que hemos ofrecido.» Censuraba el comportamiento de los guardias de Asalto,
«fuerza bisoña, acabada de crear, con cierto espíritu jacarandoso y chulón, muy
valientes, pero nerviosos». «Hay un indicio revelador de lo ocurrido: en Casas
Viejas no hubo heridos, ni prisioneros. No hubo más que muertos... Y tenemos la
convicción de que si la fuerza pública procedió así, si no fue por orden del
ministro de la Gobernación, que no lo creemos, fue consecuencia lógica del
espíritu y de las instrucciones que había recibido.»
También para censurar duramente al Gobierno intervino el
diputado Barriobero, simpatizante del anarcosindicalismo, cuyas violencias
disculpaba «porque la República los ha tratado exactamente igual que los
trataba la Monarquía». «Esas organizaciones han llegado a tener un millón de
afiliados, y contra ese millón habéis desplegado todas las fuerzas del régimen.
Ese no es el camino.» De los guardias de Asalto decía haberlos visto
enfrentarse con el público en Gijón, lanzando los vocablos más repugnantes y
acusaba a la Policía de aplicar tormentos en la Jefatura de Policía de
Barcelona. El remedio para atajar estos excesos proletarios estaba —según
Barriobero— «en la concesión de una libertad absoluta de propaganda, en vez de
apelar a represiones y leyes de excepción». En ausencia del ministro de la
Gobernación, el subsecretario Esplá medió para decir que consideraba ilícito en
un debate parlamentario «acusar a hombres de cuyo republicanismo, bondad y
nobleza de sentimientos no se podía dudar, nada menos que de criminales o de
dictar órdenes de fusilamiento o de dejar éstos impunes». «No han existido las
cosas que aquí se han denunciado. Las únicas órdenes dadas por el ministro de
la Gobernación eran las de que a quien se levantase en armas contra la
República se le considerase como combatiente.» «Se han llevado hasta el límite
los sentimientos de humanidad; se ha agotado la paciencia para no hacer ninguna
represión, para no causar ningún daño innecesario.» Contra el subsecretario se
levantó el diputado radical Moreno Mendoza: «Si para esto ha venido la
República —exclamaba—, será necesario decir que quizá estábamos mejor con
aquellos Gobiernos tiránicos, que, por lo menos, si no aplacaban todas las
necesidades, tampoco las hacían más graves, acudiendo, como ahora, a favorecer
a un sector de la clase obrera en perjuicio de otro sector.»
Se consumió el resto de la sesión en insistir unos y en
negar otros, y en la siguiente (2 de febrero) se reprodujo el debate, con una
intervención de Lerroux, que pidió al Gobierno respuesta a las interpelaciones
que sobre los sucesos de Casas Viejas se le habían dirigido. Se sumaron varios
oradores al ruego, y el deseo cristalizó en una proposición incidental que
expresaba el disgusto de la Cámara «por la omisión de explicaciones del
Gobierno respecto a la represión de los sucesos iniciados el 8 de enero». «En
Casas Viejas —dijo, al fin, Azaña— no ha ocurrido sino lo que tenía que
ocurrir.» «Ha sido una cosa inevitable, y yo quisiera saber quién sería el
hombre que puesto en el Ministerio de la Gobernación o en la Presidencia del
Consejo hubiera encontrado otro procedimiento para que las cosas se deslizaran
en Casas Viejas de distinta manera como se han deslizado.» Había que tener
presente «que los sucesos ocurrieron al día siguiente de haber sido dominado el
movimiento anarquista en Barcelona y de haber conseguido que la revolución no
estallase, entre otros sitios, en Madrid y en Zaragoza.» Tampoco era un secreto
que en la misma noche, en las campiñas de Jerez, gran núcleo de campesinos
comenzaban una marcha sobre aquella ciudad andaluza, para repetir en ella las
escenas de horror, multiplicado quizá con los medios modernos, de los días de
«la Mano Negra». «En cuanto a la rebeldía de Casas Viejas si hubiera durado un
día más, tendríamos inflamada toda la provincia de Cádiz. No hubo más remedio,
para impedir males mayores, que reducir por la fuerza el levantamiento.» Los
propósitos de los rebeldes «eran producir una subversión social que no podía
conducir más que al desorden, al caos y a la indisciplina, y al amparo de este
desorden introducir otra vez en la vida política española un régimen que se
presentara como el fiador de la paz y del orden social: éste era el plan». «No
afirmo ninguna conexión directa ni personal; pero que el aprovechamiento del
desorden hubiera venido en favor de otro bando es una cosa innegable». «Lo que
ha salido a luz es un leve entremés comparado con lo que tenían en proyecto y
que el Gobierno ha hecho abortar.» «Nos encontramos —concluyó Azaña— en una
situación de holgura, de diafanidad, de respiro, como nunca nos hemos
encontrado desde que se formó el Gobierno.» A los radicales no les convencieron
las explicaciones del presidente del Consejo. «Creemos — afirmó Guerra del Río—
que la responsabilidad de esta represión cruel e ilegal corresponde
exclusivamente al Gobierno.» Un grupo de diputados afectos al
anarcosindicalismo propuso a la Cámara protestar «contra los excesos de la
fuerza pública en Casas Viejas». «El crimen cometido por los guardias de
Asalto, republicanos, en Casas Viejas —decía el diputado Balbontín— no ha sido
perpetrado nunca por la Guardia Civil del Rey.» «Son infinitamente más
brutales, más criminales, que la Monarquía derribada; porque quemar una choza
con mujeres y chiquillos dentro no lo hizo nunca don Alfonso de Borbón.» Por si
no fuese bastante, se dio lectura a otra proposición, que encabezaba Ortega y
Gasset (E.), declarando llegada la hora «de rectificar los aspectos de la
política del Gobierno con relación a los problemas de orden público». Las dos
proposiciones fueron derrotadas.
Consideraban los radicales al Gobierno muy comprometido y
apurado para salir del terreno pantanoso en que se había metido y bueno el
fomento para darle a aquél el empujón final. Lerroux lo interpeló sobre la
política general, para lo cual reprodujo lo tantas veces dicho en la Cámara y
en los mítines, sobre las perturbaciones que en la vida social y en la
económica de la nación producía la presencia de los socialistas en el Gobierno;
la decepción y el desánimo de los entusiastas del 14 de abril, defraudados en
sus ilusiones y en sus esperanzas. «Se ha legislado —decía — como si España se
compusiera exclusivamente de obreros socialistas. El número de parados crece:
el valor de la propiedad agrícola ha disminuido en un 50 por 100; las
transacciones comerciales han descendido otro tanto; las industrias producen la
mitad... El fracaso del Gobierno ha sido económico, social y político.» Como
consecuencia de todo esto, se veía en el doloroso trance de anunciar la
resolución inquebrantable de la minoría radical «de acudir a todos los medios
que dé el reglamento de la Cámara para imposibilitar la obra del Gobierno».
Recordó Azaña a Lerroux su participación en el primer Gobierno de la República
y le hizo comprender que lo que el jefe radical llamaba desorden atribuible a
los socialistas era mal endémico desde que se derribó la Monarquía. «Los meses
de abril a diciembre de 1931 no fueron el edén de los republicanos, sino todo
lo contrario.» La situación económica, a juicio del presidente del Gobierno,
era buena: se habían restablecido las finanzas públicas, la situación monetaria
también. La liquidación del presupuesto resultaba modelo de buena
administración. «¿Qué historia es ésa —preguntaba Azaña— de la política
socialista y de la entrega de la República a los socialistas?» Los socialistas
hacían el sacrificio de su propia política de clase para colaborar en una
política parlamentaria.
Al anuncio de Lerroux de que el Gobierno caería en breve y
Azaña se retiraría a su casa con las banderas del antimilitarismo y el
anticlericalismo, respondía éste: «No soy militarista ni antimilitarista, ni
nada; yo no soy anticlerical, ni clerófobo: soy republicano de la Constitución.
Nunca me he sentido con más cabal salud ministerial, ni el Gobierno más
robusto.»
Terció en el debate Prieto, y después de rechazar las
imputaciones hechas a los socialistas —acusándoles de elementos perturbadores
de la vida social y económica del país—, declaró: «A los socialistas nos
interesa retirarnos cuanto antes del Gobierno, y estamos dispuestos a
retirarnos en el mismo momento en que los republicanos, coaligados, con la
concordia indispensable, constituyan un instrumento de Gobierno que aleje al
país la duda de una gobernación inestable.» Las oposiciones interpretaron que
tal confesión equivalía a declarar al Gobierno en crisis. Y después de que
Lerroux aclarase que los radicales, en su anunciada obstrucción a las leyes del
Gobierno, exceptuarían la de congregaciones religiosas, «para salir al paso de
cualquier malignidad», se sucedieron los oradores, y entre ellos se destacó
Maura, que denostó al Gobierno «por incapaz, ineficaz, gastado y pernicioso
para el país». «Yo no comprendo —decía el diputado federal Niembro— cómo
después de las palabras pronunciadas aquí por el señor Prieto seguimos discutiendo,
porque todo lo que digamos es baldío.» «El problema ha llegado a un punto
—afirmaba Alba— que sólo se puede resolver ante el Presidente de la República.»
Azaña opinó que los diputados que pensaban en la crisis sufrían una
alucinación. Y añadía: «El Gobierno, tal como está constituido, guste o no
guste, mientras tenga votos en la Cámara y al presidente del Consejo no se le
diga por quien puede que ha cesado en su misión, se mantendrá tal como está.»
«Nosotros tenemos que gobernar, cualquier Gobierno tiene que gobernar, como si
tuviera delante de sí años o quinquenios enteros: así es como hay que estar en
el «Gobierno, no bajo una condición suspensiva.»
Estos alardes de firmeza y de salud política no convencían a
las oposiciones, persuadidas de que el Gobierno estaba herido de muerte. En la
sesión del 7 de febrero, el diputado Ortega y Gasset (E.) invirtió más de tres
horas en acumular acusaciones contra Prieto, «defensor de la burguesía
bilbaína», «en intimidad poco honesta con sus víctimas», cuyas negociaciones
con los rusos, a propósito del petróleo, eran oscuras, censurables, de tal
manera, que después de firmado el contrato, «Su señoría será muy honrado, pero
no lo parece». Le acusaba también por la forma dictatorial como había resuelto
las reformas para engrandecer Madrid, por su inclinación a favorecer con cargos
muy pingües a sus amigos y por su desenfrenada vanidad. Se revolvió el ministro
de Obras Públicas contra el orador y le sacó a relucir los sueldos y
subvenciones que extraía de contratistas y del Ayuntamiento de Irún a título de
gestor de negocios. Y se convino por todos que con la sesión no había ganado el
decoro de la Cámara ni el de los diputados. Casi toda una tarde (8 de febrero)
consumió Prieto en explicar su gestión en el Ministerio de Hacienda, el
contrato del petróleo ruso y su intervención en los planes de engrandecimiento
de Madrid y de intensificación de comunicaciones con la Sierra. Pero al final
de la sesión reapareció el fantasma de Casas Viejas en forma de proposición
incidental, firmada por republicanos de todos los matices y defendida por el
diputado Algora, pidiendo el nombramiento de una Comisión parlamentaria para
esclarecer lo sucedido. «El Gobierno y las Cortes saben lo que allí ha pasado»,
replicó Azaña. Y la proposición fue rechazada por 123 votos contra 81.
* * *
La discusión de la Ley de Congregaciones religiosas podría,
en opinión de algunos, apartar la atención de la Cámara de los sucesos de Casas
Viejas. El día 9 inició la oposición a dicha ley el diputado agrario Cid,
combatiendo el dictamen de la Comisión por anticonstitucional y sectaria.
Atropellaba derechos sagrados y en el orden de la enseñanza produciría estragos
en una parte importante de la población escolar, que quedaría desamparada. «Es
una ley —decía Gil Robles— que va contra el principio de independencia de la
Iglesia, atributo suyo como sociedad divina y como sociedad perfecta.» «Votamos
contra todos y cada uno de los artículos de la ley, y mientras esa ley exista
no podréis pedir a las fuerzas de las derechas ninguna actitud conciliadora, ni
colaboración.» «Yo, que siempre combato dentro de la más estricta legalidad,
cuando se trata de una ley como ésta, injusta, no tengo inconveniente en decir
que haré todo lo posible y todo lo que esté en mi mano para desobedecerla y
para predicar su desobediencia individual y colectivamente.» Y como sus
palabras levantaran protestas y rumores, Gil Robles concluyó así: «Para mí la
tesis es clara: cuando una ley es injusta, cuando la ley va contra los
principios morales y contra la propia conciencia, esa conciencia obliga a la
desobediencia, sea como sea, afrontando todas las consecuencias, no como
diputado, sino como hombre, y para ello pondría mi acta, si necesario fuera, a
disposición de la Cámara.» Se perdían todas las votaciones suscitadas por los
votos particulares; pero los diputados de los grupos de derecha continuaban la
obstrucción. «Este proyecto —afirmaba el señor Guallar— es la negación de la
libertad de asociación, de la libertad de cátedra, de enseñanza, de palabra y
de la independencia de la Iglesia.» «Lo creo injusto, antiliberal, inoportuno y
violento en demasía, y demuestra que los partidos republicanos tienen un
especial y rencoroso interés en negar la virtud, el beneficio y la eficacia de
la vida religiosa», opinaba el diputado del partido galleguista Otero Pedrayo.
A juicio de José Antonio Aguirre, que declaraba ser «sólo vasco y ciudadano de
la República», la ley era «atentatoria a la conciencia religiosa de mi pueblo y
a su libertad». Y decía también: «El mundo actual, desde el tratado de las grandes
potencias con Polonia, después de la guerra europea, va derechamente hacia el
reconocimiento de las nacionalidades y de los derechos minoritarios. El mundo
va a pasos agigantados hacia esa liberación... Queremos libertad para nuestro
pueblo y por ella daremos la vida si es preciso.» Otro diputado vasco, el
sacerdote Pildain, con textos de Jaurés, Waldek Rousseau, Hubbard y de otros
políticos y estadistas, combatió la ley de Congregaciones, por ser ley de
excepción, impropia de un régimen civilizado. «Yo siento —decía el orador— una
simpatía especial por los socialistas, y aun siendo incompatible la doctrina
integral católica con la doctrina integral socialista, hay muchos puntos en que
pueden ir juntas... ¿Por qué no vais a hacer vosotros lo que otros socialistas
no han dejado de hacer? ¿Por qué no vais a hacer vosotros lo que han hecho los
socialistas alemanes?»
El diputado Bravo Ferrer entendía posible una ley «en la que
quedasen a salvo y no se rozasen aquellos principios que constituyen el derecho
público de la Iglesia, sobre los cuales la propia Iglesia no puede transigir, y
en forma que no se impida para el día de mañana llegar a una inteligencia en
cualquiera de las fórmulas concordatarias para las relaciones de la Iglesia y
el Estado».
Como no se disipaban los recelos que despertaron las frases
de Prieto respecto a la disposición de los socialistas a abandonar el Poder,
consideraron los gubernamentales necesario celebrar un acto que patentizara
públicamente la firmeza de la alianza de los grupos políticos que integraban el
Gobierno. A tal fin, se celebró la noche del 14 de febrero un banquete en el
Frontón Madrid, al que asistieron dos mil comensales. Fueron únicos oradores
Prieto y Azaña. El ministro declaró que los socialistas se consideraban
«solemnemente comprometidos a cooperar desde el Poder hasta el momento mismo en
que Azaña crea que no es necesaria nuestra cooperación».
Por su parte, Azaña exaltó con encendida oratoria la bondad
de la política que el Gobierno practicaba: política con espíritu nuevo para
fundar un orden nuevo; encaminada a inspirar en los ciudadanos confianza en el
esfuerzo propio, en el cumplimiento del deber social y de la disciplina
política. «Este Gobierno —decía— está dando la prueba de la pulcritud moral, de
la rectitud de conciencia, de la austeridad en las costumbres, de limpieza y de
prestigio, sacados precisamente de su honradez, como no se ha visto ninguno en
España.» Con respecto a la alianza gubernamental, Azaña afirmaba: «Podremos
separarnos de los socialistas un día; pero será para volvernos a juntar en el
Gobierno o en la oposición, para dar cima a la obra que juntos hemos
emprendido.»
Al día siguiente (15 de febrero) los radicales comenzaron en
el Congreso la obstrucción con que amenazó Lerroux para entorpecer y paralizar
la labor legislativa. Les sirvió de pretexto un proyecto de ley facultando al
ministro de Obras Públicas para el estudio y construcción de dos carreteras en
la provincia de Alicante. Llovieron los votos particulares y los oradores
rellenaban sus discursos con las más variadas inutilidades y despropósitos, con
tal de perder el tiempo y empantanar la labor parlamentaria. Modelo en este
género de oratoria vacía era este comienzo de discurso del diputado Rey Mora
(sesión del 16 de febrero): «Los clásicos tratadistas que se han ocupado de las
manifestaciones oratorias eran partidarios de una clásica división en los
discursos: exordio, proposición, confirmación y epílogo. Esta tradicional
división no obedecía a propósitos caprichosos ni venía inspirada por móviles de
originalidad. Venía exigida fundamentalmente por razones que pudiéramos llamar
de lógica intelectual, por razones metodológicas de centrar y enfocar los
problemas en toda su extensión, en toda su amplitud y en su profundidad, y yo,
lector asiduo de esas obras de hombres ilustres, comulgo igualmente con ese
pensamiento. Y por ello, si no he de plasmar en estas palabras mías en toda su
extensión la concepción clásica del discurso, sí necesito subrayar la
importancia fundamental que tiene el exordio. Porque el exordio es el punto
fundamental donde el orador o el que habla vuelca su pensamiento en forma
sintética; es donde el orador plasma su rapidísima concepción primera de un
problema, y después de enfocado, centrado, dirigido, examinado, sintética y
rapidísimamente, entra a banderas desplegadas en las restantes partes de su
oración...» Y así, con semejante garrullería, se pasaban las horas en el templo
de la soberanía popular.
A veces, la contienda parlamentaria se hacía más chabacana:
«El diputado señor Pazos: Señor presidente, que se
aclare lo de «momia» dirigido a un diputado.
El señor Presidente: Un señor diputado me pide que se aclare la palabra «momia».
El señor Alvarez Angulo:
Es una cosa egipcia envuelta en trapos».
La mayor parte de las sesiones se malgastaban en discutir el
proyecto de las dos carreteras de Alicante, con oratoria forzada, insustancial
y de acarreo, para perder el tiempo. Como oasis en este desierto parlamentario,
una viva polémica entre el diputado Bello, de Acción Republicana, y el diputado
Llopis, socialista, director general de Primera Enseñanza, con motivo de unos
artículos publicados por aquél en el diario Luz (25 de enero), contra la
política suntuaria del ministro de Instrucción Pública en la construcción de
escuelas, perjudicial para los intereses nacionales. Decía el diputado
socialista que las aseveraciones de Bello eran injuriosas y falsas. Insistía
éste en que había despilfarro y que el coste a que resultaba la enseñanza en
las escuelas madrileñas era, por excesivo, insostenible.
Continuó la discusión del dictamen sobre el proyecto de ley
de Confesiones y Congregaciones religiosas. García Valdecasas, del grupo al
Servicio de la República, «por su cuenta y riesgo rigurosamente personales»,
consideraba enfermedad de la política dominante «la pasión y la incomprensión,
reveladas al abordar el problema religioso». Debía atenderse a los intereses
nacionales «sin tratar de imponer una determinada concepción filosófica, que es
lo que late en el fondo de toda esta legislación». «Temo, por el ambiente en
que se formaron las fuerzas políticas que hoy dominan en España, que no pueden
estar influidas por un criterio de suficiente equidad. Pero estoy seguro de que
será una tercera generación la que vuelva a tener fe y esperanza en España y
sienta la calidad universal de España, la que pueda resolver todas estas
cuestiones.»
En las réplicas a los diputados que combatían el proyecto
alternaban discursos oficiosos de los miembros de la Comisión con los de
carácter erudito, como los de Fernando Valera, densos de anticlericalismo, y
los del radical-socialista Botella-Asensi, de desaforado sectarismo, que
combatía la ley por «ultra conservadora», pues «no llega a cumplir el artículo
26 de la Constitución ni en sus mínimas exigencias». «Estoy seguro —afirmaba —
que a cada artículo que se aprobara inspirado en el espíritu de este proyecto,
ardería un convento; porque el país está decidido de una vez a dar solución al
problema religioso, y si no lo dais aquí, en la Cámara, lo dará en la calle.»
«El firmante de este proyecto reaccionario es el ministro de Justicia, que en
el campo de Mestalla, en Valencia, ante más de cincuenta mil ciudadanos, dijo
que las órdenes religiosas eran hordas mendicantes de frailes harapientos e
incultos, que había que barrerlas de España.» El ministro de Justicia
interrumpió: «Yo no he dicho nunca eso.» El diputado: «Pues lo han reproducido
los periódicos de Valencia. Se lo dije a su Señoría en una ocasión y no lo
rectificó. Y en un Congreso Nacional de nuestro partido la única excusa que
pudo dar es que Su Señoría tenía una personalidad como ministro y otra como
diputado en función de propaganda.»
Si las Cortes guardaban silencio para la tragedia de Casas
Viejas, en cambio los periódicos llenaban muchas columnas con referencias de
los testigos del drama, agigantado cada día con atroces y macabros detalles. En
vista de la oposición de la Cámara a que una Comisión oficial de parlamentarios
investigara en el pueblo la verdad de lo ocurrido, los diputados Rodríguez
Piñero, Rodrigo Soriano, Sediles, Algora, Cordero Bel, Muñoz y general Fanjul
decidieron hacer la visita investigadora por su cuenta. A su regreso, en la
sesión del día 23, fue el estallido. El diputado Sediles, portavoz de las
organizaciones sindicalistas, hizo un relato de tonos mesurados de lo sucedido.
Apoyándose en los testimonios de los vecinos, describió la razzia efectuada por
las fuerzas de Asalto y cómo fueron arrancados algunos hombres de sus casas
para ser fusilados. El relato ofrecía tales garantías de veracidad, que nadie
lo puso en duda. «No es posible que la República —exclamó— siga con esta mancha
encima.» Azaña, que al plantearse por primera vez el asunto en las Cortes dijo
que en Casas Viejas pasó lo que tenía que ocurrir, rectificó: «Si resulta que
se han cometido hechos culpables y condenables, la República tomará ocasión de
ellos para mostrar cuál es su entereza moral, su amor y su devoción a los
deberes de la justicia. Todo lo que ocurrió de anómalo, de abusivo, de cruel y
de inhumano no podía proceder de instrucciones del Gobierno. Un juez especial
se ha hecho cargo de las actuaciones, y los Tribunales o las autoridades competentes
lo van a sancionar, y el Gobierno va a excitar para que se haga cuanto antes.»
Las promesas del presidente del Consejo no convencieron a
los diputados interesados en exigir responsabilidades. El radical Rodríguez
Piñero reprodujo el relato, con nuevas aportaciones y detalles inéditos.
También había estado en Casas Viejas, donde habló con los médicos forenses,
familiares de las víctimas y el delegado gubernativo: los testimonios
irrefutables confirmaban que la matanza se hizo por gentes poseídas de furor
sanguinario.
La acusación del diputado Algora, antiguo socialista, iba
directa contra los ministros de la Guerra y de la Gobernación, que desde el
primer momento conocieron lo ocurrido en Casas Viejas, informados por personas
que estaban en el lugar del suceso. «Para mí, un pequeño espacio del banco azul
está manchado de sangre, y esa sangre debe limpiarse, para decoro de la
República.» Para probar lo dicho, el diputado Algora aportó testimonios del
alcalde de Medina Sidonia, de dos médicos forenses, del alcalde pedáneo y del
cura de Casas Viejas, don Andrés Vara. A juicio de éste, «la causa de los
sucesos era el hambre»; la propiedad estaba muy poco repartida, pues sólo había
cuatro propietarios en el pueblo y algunos forasteros: todos los demás eran
jornaleros, que ganaban jornal muy pocos días al año. Los diputados socialistas
Muñoz Martínez y Alonso González, que participaron en la Comisión extraoficial,
no negaban los hechos; pero creían que los radicales los deformaban
utilizándolos para su maniobra contra el Gobierno. Y buscando responsables
endosaban la culpa de lo sucedido «a los propietarios, a los terratenientes, a
los jesuitas y a los radicales, en connivencia con los enemigos del
socialismo».
«Casas Viejas —afirmó el diputado agrario general Fanjul— es
un Annual político; el fracaso de un sistema: el Annual del Gobierno,
consecuencia de la política de un régimen que no se puede llamar republicano,
sino régimen de barbarie.» «Casas Viejas es un pueblo donde hay una masa
proletaria de más de quinientos hombres, todos ellos de una bondad y de una
honradez acrisolada, donde jamás se ha registrado ni un robo, ni un crimen, con
muchos obreros sin trabajo y hambrientos...» Creía que las fuerzas de Asalto
procedieron con imprudencia y alocamiento, debido, sin duda, a las órdenes
terminantes que tenían de actuar con energía y acabar rápidamente con la
subversión. «En Casas Viejas se interpretaron con todo rigor, con execrable
rigidez, las órdenes terminantes del presidente del Consejo y del ministro de
la Gobernación, que debían reconocer sus yerros y dimitir.» «Si los hechos que
se han relatado —dijo Maura— no tienen sanción inmediata, por negligencia del
Gobierno, la República se deshonra, queda ante el pueblo de España como un
régimen que no tiene ni siquiera noción de su propio decoro.» Martínez Barrio
se esmeró en resaltar las contradicciones y contumacias del Gobierno. «Si no
repugnáramos colectivamente los procedimientos empleados en Casas Viejas, ¿qué
sería de la República? ¿Cómo podremos presentarnos ante la consideración de
propios y extraños haciendo ostentación de haber implantado un régimen que es
ludibrio, bochorno, vergüenza e indignidad?» «La función más delicada del
Estado, la de conservar el orden público, ha de estar en manos que no sean
crueles o incapaces.» «Realizar un acto de crueldad deshonra al Poder
público... Porque creo que hay algo peor un régimen se pierda, y es que ese
régimen caiga enlodado, maldecido por la Historia, entre vergüenza, lágrimas y
sangre.» Se esforzó de nuevo Azaña en asegurar que el Gobierno ignoraba lo
ocurrido en Casas Viejas. No hubo, por tanto, ocultación ni engaño a las
Cortes. «No sé cómo calificar que se puedan decir semejantes cosas a unas
personas como nosotros.» «Nadie tiene derecho a meter una blasfemia semejante
contra mi honradez y mi honorabilidad. No hubo instrucciones crueles y
bárbaras.» «Cuando yo dije que en Casas Viejas había ocurrido lo que tenía que
ocurrir no estaba en mi pensamiento que hubiese ocurrido algo que una persona
honorable no puede aprobar.» El Gobierno estaba resuelto a poner de su parte
cuanto fuese necesario para el total y absoluto esclarecimiento de los hechos y
en averiguación de las responsabilidades.
Con esta promesa terminaba su discurso Azaña. Pero lejos de
acabar aquí el conflicto político podía decirse que comenzaba entonces.
En efecto, gran parte de la siguiente sesión (24 de febrero)
la acaparó Casas Viejas. En una proposición firmada por diputados de todas las
minorías republicanas que formaban la oposición se pedía del Gobierno «con
imperiosa urgencia una confesión del error cometido y una inmediata
rectificación de conducta». «El proceso de Ferrer —afirmaba el diputado
Soriano—, con Consejo de guerra, y unos hombres condenados injustamente, pero
dentro de las leyes, no se puede comparar con este monstruoso caso, en que se ha
prescindido de la ley y ha imperado la barbarie.» «Esa proposición —replicó
Azaña— por lo que significa, por lo que promete, por lo que censura, marcará
probablemente, y durante mucho tiempo, hondos surcos en la política de la
República.» En el acto, representantes de los partidos de la mayoría
contraatacaron con otra proposición para expresar «su plena confianza en que el
Gobierno estimularía la acción ya iniciada por los Tribunales de Justicia».
Pedían también «el nombramiento de una Comisión parlamentaria, que, lejos de
estorbar las actuaciones judiciales, pueda facilitarlas mediante la aportación
al sumario de cuantos datos reúna al verificar un minucioso y completo
esclarecimiento de los hechos». Defendió esta proposición el diputado Santaló
de manera tan desdichada, que provocó, en frase del presidente de las Cortes,
«espectáculos que nada favorecían a la República», y hubo de acudir en su ayuda
el propio Azaña. «Hemos tenido la desgracia —dijo— de estar en el Gobierno
cuando ha ocurrido este hecho lamentabilísimo. ¿Es que un Estado, ni un
Gobierno, pueden en todo momento responder de la serenidad, de la ecuanimidad,
de la fuerza moral de sus agentes? Quien tiene que funcionar en este asunto son
los Tribunales de Justicia.» Por 173 votos contra 130 ganaron la votación los
partidarios del Gobierno y se designó la Comisión parlamentaria compuesta por
los diputados Muñoz Martínez, Puig y Ferrater, Gabriel Franco, Poza Juncal,
Fernando González Uña, Jiménez Asúa, García Bravo Ferrer, Lara, Botella y Casanueva,
para visitar la aldea de Casas Viejas y esclarecer lo ocurrido. La otra
proposición, firmada por representantes de las minorías republicanas, discutida
el día 2 de marzo, fue rechazada por 190 votos contra 128.
La Comisión parlamentaria había salido para Casas Viejas,
pero derivaciones insospechadas mantenían el drama como tema preferente de
discusión en la Cámara. La minoría radical (3 de marzo) invitaba al Presidente
del Consejo de Ministros a poner a disposición de las Cortes «los documentos
que dice tener en su poder», a los que se había referido aquél en una
declaración a la prensa. En la misma fecha, encabezada por el diputado Ortega y
Gasset (E.) y suscrita por diputados de varias minorías, se pedía en un escrito:
«Dadas las noticias publicadas en la Prensa respecto a medidas adoptadas contra
los capitanes de guardias de Asalto por haber declarado éstos, cuáles fueron
las órdenes dictadas por el Gobierno para reprimir el movimiento del pasado mes
de enero, y las que concretamente se referían al pueblo de Casas Viejas,
consideran urgente anteponer a toda labor de la Cámara, pedir explicaciones al
Gobierno sobre tan graves incidentes.» ¿Sería exacto, como se decía, que un
abultado sobre que tuvo a mano Azaña en la sesión anterior contenía gravísimos
documentos acusatorios contra los radicales? «Brindamos ocasión al Gobierno —
exclamaba Guerra del Río— para que los dé a conocer.» «Yo no he hecho —contestó
Azaña— declaración de ningún género sobre el valor polémico que pudieran tener
tales papeles.»
Replicó Guerra del Río que en aquel momento todo Madrid
conocía una carta suscrita por cinco capitanes de otras tantas compañías de
guardias de Asalto, compañeros del capitán Rojas, que mandó la fuerza de Casas
Viejas, en la que afirmaban haber recibido de sus autoridades superiores
órdenes de reprimir aquel movimiento «sin hacer heridos ni prisioneros entre
los que se encontraran con armas haciendo uso o con señales de hacer uso de las
mismas». Insistió Azaña en que «los dichosos papeles no afectaban a nadie
personalmente». Eran documentos oficiosos «con datos, hechos o relaciones de
hechos que importaban al Gobierno para una posición polémica». Y respecto a lo
ocurrido con los oficiales de Asalto, habían suscrito un acta sobre las órdenes
recibidas de sus superiores». El capitán Rojas se había negado a firmarla.
Otros compañeros y varios jefes declaraban que tales órdenes no existieron. A
juicio de Azaña, el documento era irregular y consideraba monstruoso «pretender
una probanza de una declaración personal, hecha sin contradicción y sin
examen». «El camino elegido por los capitanes no era legal.» «No puedo creer
nunca que unos partidos republicanos se arrojaran a la ventura de querer
confrontar al Gobierno con una declaración hecha por cinco subordinados suyos
y, además, militares.» «Yo no censuro a nadie; pero yo, político, en la
posición más extrema, antes de tender la mano a recibir un papel semejante, me
la hubiera dejado caer en el suelo, por no hacer daño a mi país ni a la
República.»
La humareda que envolvía el drama de Casas Viejas se hacía
por momentos más densa e irrespirable. Azaña confirmaba en la Cámara (7 de
marzo) un rumor que circulaba por la Prensa: la dimisión del director general
de Seguridad, Arturo Menéndez, como consecuencia de unas declaraciones
prestadas por el teniente de Asalto, Artal, ante el asesor jurídico de la
Dirección General de Seguridad, según las cuales «en Casas Viejas se habían
cometido ejecuciones fuera de toda legalidad, por orden del capitán allí presente».
El Consejo de ministros había acordado «que el teniente Artal y el capitán
Rojas, acompañados de sus respectivas declaraciones, fuesen enviados a
disposición del juez que instruía el sumario en Medina Sidonia». A
continuación, el diputado Ortega y Gasset daba lectura al acta de los capitanes
de Asalto y a una serie de documentos de otros oficiales del mismo Cuerpo
sobre el rigor implacable con que debían conducirse frente a los
revolucionarios, «no haciéndoles heridos ni prisioneros e incluso aplicándoles
la ley de fugas», y a un relato escrito del capitán Rojas, la prueba máxima y
sensacional en este proceso, que descubría los manejos y estratagemas para
encubrir o desfigurar los hechos. «Son altas órdenes —afirmaba Ortega y Gasset
(E.) — mientras otra cosa no se demuestre las que han engendrado el crimen de
Casas Viejas.» Azaña, sobre el que gravitaba todo el peso de este debate, pues
el ministro de la Gobernación continuaba ausente, se esforzaba por desautorizar
a los capitanes de Asalto; negaba la presencia en Casas Viejas de un delegado
gubernativo y estimaba que lo único interesante era averiguar si existieron
órdenes severísimas de represión, quién las dio, y demostrar entonces cuál fue
el comportamiento del Gobierno. «Lo que no puede hacer un régimen —exclamaba
Martínez Barrio— es permanecer con autoridad si se solidariza con los actos
torpes de ineptitud, de incapacidad y de pasión de cualquier Gobierno.» «Es
preciso que nos acostumbremos —replicó Azaña— a no traer y llevar continuamente
el prestigio supremo de la República y la subsistencia de la República o la
autoridad moral de la República como un talismán para poner fin o persistir en
nuestros debates.»
El director de Seguridad fue sustituido por Manuel Andrés
Casaus, que desempeñaba el Gobierno civil de Zaragoza. Andrés Casaus,
republicano de San Sebastián, donde había dirigido el diario La Prensa, se
había significado por su energía y su pasión revolucionaria. Complicado en los
sucesos revolucionarios de diciembre de 1930, fue detenido y procesado por el
asesinato de un guardia Seguridad, en la capital donostiarra. El fiscal pidió
para él la pena de muerte. Al advenimiento de la República quedó en libertad.
Tan pronto como se posesionó de la Dirección de Seguridad, llamó a su despacho,
a las tres de la madrugada, a los once tenientes del tercer grupo de Asalto
para pedirles que desmintieran públicamente el acta de los capitanes.
Los oficiales se negaron, diciendo que únicamente prestarían
declaración ante el juez. Quedaron arrestados y al día siguiente fueron
destituidos.
La Comisión parlamentaria regresó de Casas Viejas, y en la
sesión del 1.° de marzo se dio lectura al dictamen. La investigación había
servido para comprobar la veracidad de muchas de las acusaciones formuladas:
hubo órdenes severísimas para «meter al pueblo en cintura, como fuese»; hubo
fusilamientos y presenció los sucesos un delegado del gobernador de Cádiz,
llamado Arrigunaga, el cual, como epílogo a la tragedia dolorosísima, «ordenó
formar en la plaza a todas las fuerzas, la Guardia Civil en cabeza y los
tenientes en formación, y dijo que, en cumplimiento, según él, de órdenes del
gobernador —que éste negaba haber transmitido y que el propio delegado no
acertaba a explicar por conducto de quién las recibió— les dirige la palabra,
arengándolas; les da las gracias en nombre del Gobierno y les pide que guarden
un minuto de silencio por los muertos, terminando con un viva a España y otro a
la República.» Afirmaba la Comisión «que en todo lo actuado no existe prueba
que le permita insinuar siquiera que la fuerza pública actuaba en la represión
a virtud de órdenes de los miembros del Gobierno», ni «había constancia de que
ningún miembro del Gobierno interviniera en dar o transmitir órdenes a la
fuerza».
Como en el transcurso de la discusión entablada a
continuación de la lectura del dictamen se hiciesen notar las contradicciones
entre las declaraciones del capitán Rojas y las del director general de
Seguridad, Menéndez, pidió la Cámara que la Comisión ampliara su informe. Así
lo hizo, y en la sesión del día 15 lo dio a conocer.
Las nuevas declaraciones prestadas por algunos oficiales de
los guardias de Asalto y el examen de los copiadores de telegramas existentes
en las Comisarías de los distritos confirmaban el carácter draconiano de las
órdenes: «A todos los que hicieran resistencia a la fuerza pública llevasen
armas, bombas o explosivos y que no debía haber heridos ni detenidos.» (Órdenes
del coronel Panguas al teniente Alvarez Urruaela.) «Que de orden del
excelentísimo señor Director general se prevenga a la fuerza que preste servicio
en los registros de luz y electricidad que si arrojan alguna bomba y no se
detiene al autor y autores o se les da muerte por el que preste servicio, será
declarado cesante en el acto.» (Libro registro del Cuerpo de Seguridad de
Madrid, segundo grupo, séptima compañía, 15 enero 1933.)
Manifestaba también la Comisión que dos oficiales del
Ejército estaban dispuestos a deponer ante ella para informar sobre las órdenes
recibidas de sus superiores encaminadas a reprimir los sucesos de enero. Uno de
los oficiales, el capitán Bartolomé Barba, que desempeñaba funciones de la
peculiar confianza de mando, había recibido las órdenes directamente del
ministro de la Guerra, y para deponer debía ser relevado del secreto de su
misión, a fin de no incurrir en responsabilidad. Solicitada del Ministro, por
vía reglamentaria, la autorización correspondiente, respondió Azaña «que él no
autorizaba ni desautorizaba nada, y el capitán vería la responsabilidad que
contraía». ¿De qué género fueron aquellas órdenes cuando con tanto rigor
prohibía el ministro su divulgación? El capitán Barba aseguró que fueron éstas:
«Ni heridos, ni prisioneros. Los tiros, a la barriga.» A la lectura de la
ampliación del informe de la Comisión siguieron cinco horas de torrencial
oratoria. Los diputados Botella, Lara, García Bravo, Ferrer y Balbontín
centraron sus ataques contra el Gobierno, acusándole de inepto, arbitrario,
negligente, y haciéndole responsable de lo ocurrido. El socialista Jiménez
Asúa, que había presidido la Comisión, arrojó al Gobierno náufrago el cabo que
había de salvarle: «En todo lo actuado por nosotros no hay ni el menor indicio
de responsabilidad del Gobierno.» Pero, a su juicio, quedaba por esclarecer
unas incógnitas, que se resumían en estas preguntas: «¿Debió el Gobierno
enterarse de los acontecimientos de Casas Viejas? Sí. ¿Pudo el Gobierno
enterarse de los acontecimientos de Casas Viejas? Éste es el gran problema por
averiguar.»
El debate de Casas Viejas se encaminaba a su fin. Otros
diputados: Soriano, Rodríguez Piñero, Samper, Barriobero, Casanueva, Alberca
Montoya, reproducían (16 de marzo) los ataques contra el Gobierno. Balbontín,
que en esta sesión hablaba «en nombre del partido comunista», porque «yo me he
hecho comunista en esta casa», insistía en que los gobernantes habían incurrido
en responsabilidad criminal.
El oleaje oratorio languidecía. Azaña se dispuso a clausurar
una polémica que había durado veinte días, sin que se modificase el criterio
sustentado por las oposiciones ni el del Gobierno. «Hemos averiguado — decía el
presidente del Consejo— una cosa importante: que los hechos ocurridos en Casas
Viejas después que se restableció él orden material del pueblo y cuando las
fuerzas allí presentes realizaron estas o las otras extralimitaciones, no se
deben directa ni indirectamente a las órdenes del Gobierno.» «Venimos a parar
en que no hay para el Gobierno ni asomo de responsabilidad —digámoslo
crudamente— criminal. Si se trata de exigirnos responsabilidad política, sobre
eso no acepto ni el debate.»
Azaña concluyó: «A veces se forja uno la ilusión, en las
horas de fatiga, de creer que se han acabado las obligaciones, que ya ha hecho
uno bastante, que ya es harto lo que uno ha tenido que tragar y pasar. Pero
llega un amanecer y la obligación renace y se presenta tan viva como el primer
día y uno renace también a la misma vida y al mismo rigor... Y esta obligación
que me renace hoy estoy pronto a aceptarla, y mi obligación de hoy es hacer
cara a todo lo que viene contra el Gobierno. El Gobierno está cabalgando y con
las riendas en la mano y no piensa desertar... Desertaremos después de la
victoria o después de la derrota; pero antes, nunca... Las Cortes han de decir,
tomando pie del dictamen o del informe que ha hecho esta Comisión, si saben o
creen que los hechos ocurridos en Casas Viejas en aquella mañana se deben o no
a las órdenes del Gobierno. Esto tienen que declararlo las Cortes de una manera
expresa. Y si no estáis convencidos de ello, tened el valor de votar en
contra.» La estratagema consistió en plantear la votación en un terreno
distinto al elegido por las oposiciones. Decían éstas que por parte del
Gobierno hubo negligencia, ineptitud, incuria, dificultad para que se
esclarecieran los hechos y falta de veracidad en los informes. Respondía la mayoría
con una proposición condenatoria de los sucesos, «que no ocurrieron como
consecuencia de orden alguna del Gobierno», y de ratificación de confianza para
éste. Era una propuesta incongruente. Las oposiciones se abstuvieron de votar y
el Gobierno obtuvo la confianza por 210 votos contra uno. Triunfo precario. Los
diputados independientes Ossorio y Gallardo y Pittaluga rubricaron el
resultado, al que habían contribuido con sus votos, con unas frases de encomio
para la estabilidad republicana.
Así acabó en las Cortes el turbulento debate sobre la
tragedia de Casas Viejas. Fuera, en la prensa y en los mítines, el nombre del
pueblo gaditano era aireado como símbolo de una política. De ahora en adelante
el Gobierno de Azaña sería «el Gobierno de Casas Viejas»; membrete indeleble,
nombre escrito con llamas y teñido de sangre. Un nombre que actuará como
corrosivo de una política.
El acta, firmada por los capitanes de Asalto decía lo
siguiente:
«En Madrid, a 26 de febrero de 1933.—Los capitanes de
Seguridad que mandaban el día 11 del pasado mes de enero las compañías de
Asalto residentes en aquella fecha en esta capital, certifican lo siguiente:
«Que por el prestigio y dignidad del Cuerpo de Asalto, al que se honran
pertenecer, manifiestan que en la citada fecha les fueron transmitidas desde la
Dirección General de Seguridad, por conducto de sus jefes, las instrucciones
verbales de que, en los encuentros que hubiese con los revoltosos con motivo de
los sucesos que se avecinaban en aquellos días, el Gobierno no quería ni
«heridos» ni «prisioneros», dándolas el sentido manifiesto de que únicamente le
entregásemos muertos a aquellos que se les encontrase haciendo frente a la
fuerza pública o con muestras evidentes de haber hecho fuego sobre ellas. »
Y para que conste, lo firman por duplicado el presente
escrito. ¡Viva la República!—Félix F. Nieto, Gumersindo de la Gándara, Faustino
Ruiz, Jesús Loma, José Hernández Lacayos.
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He aquí la declaración escrita del capitán Rojas:
«En Madrid, a 1.º de marzo de 1933, hago este documento, por
si las estratagemas y promesas sobre el Gobierno y la República que el Director
general de Seguridad, don Arturo Menéndez, me dice para sostenerlos no fueran
verdad y sí todo esto una mentira o falsedad para salvarse él, lo comunico en
estos papeles para su conocimiento y efectos.»
El día 10 de enero anterior me llamó a su despacho para
darme órdenes respecto a un movimiento monárquico, o análogo al del 10 de
agosto, que estallaría en Jerez de la Frontera, que por lo menos sería con
dinero monárquico, y que como tenía confianza en mí, me mandaba con la compañía
para que lo solucionase. Que las órdenes que me daba eran que tan pronto se
manifestasen en cualquier sentido, no tuviera miedo a nada ni a
responsabilidades de ninguna clase, pues no había más remedio que obrar así.
Que no quería que hubiese ni heridos ni prisioneros, pues éstos podían declarar
lo sucedido, y para evitarlo empleara hasta la ley de fugas y todo lo que fuese
necesario y análogo. Que a todos los que tuvieran armas o estuvieren
complicados, les tirara a la cabeza, «que no dejara títere con cabeza». Que
aunque me sacaran pañuelos blancos, no les hiciera caso y les contestara con
descargas, pues ya se habían dado muchos casos parecidos y al acercarse nos
habían hecho bajas. En fin, que no tuviera compasión de ninguna clase, pues por
bien de la República no tenía más remedio que hacerlo y dar un ejemplo para que
no se repitieran más estos casos. Yo le dije que me parecían un poco fuertes
estas órdenes, contestándome que no había más remedio que hacerlo y que tuviera
la conciencia tranquila; además, él se hacía responsable de todo. »
Con estas órdenes me fui con la Compañía a la estación de
Atocha, para salir en el expreso de Sevilla. Una vez en la estación y con la
fuerza montada para salir, nos reunió a todos los oficiales para repetirnos que
no quería ni heridos ni prisioneros y que me recordaba las órdenes: «Tú ya
sabes lo que te he dicho», me dijo. Y salimos para Jerez. »
A mi regreso a Madrid le conté todo lo sucedido y me dijo
que no convenía para el Gobierna que dijera la forma en que habíamos matado los
prisioneros y que no se enterara absolutamente nadie, pues correría la voz por
ahí. Me exigió la palabra de honor de que no se lo diría absolutamente a nadie,
cosa que hice, dándole la palabra de honor. »
Cuando el ministro de la Gobernación me llamó a su despacho
para que le contase lo sucedido, estaba el señor Menéndez con él, que fue quien
me presentó, y al entrar en el despacho me acerqué a Menéndez y le dije que si
le contaba al señor ministro todo, refiriéndome a los fusilamientos,
contestándome que le dijera todo menos eso; como así lo hice, teniendo la
felicitación del señor ministro. »
Fui a ver a Menéndez a su despacho y le dije que temía que
el teniente Artal, dado su carácter, me figuraba que se lo contaría a todo el
mundo, y entonces me dijo Menéndez que fuese en seguida a Sevilla con el carnet
militar; que dijera que era para ver lo que hacían en Jerez de los cuarteles de
Asalto y viera al teniente Artal para animarle en su decaimiento y que no
dijera a nadie la verdad. Así lo hice, regresando aquella misma noche para
Madrid. Para el viaje, como yo no tenía dinero le dije al señor Gainza, su
secretario, que me diera veinte duros, y así lo hizo, dinero con el cual viajé.
A mi llegada a Madrid, estaba en la estación esperándome el señor Gainza con
dos agentes. Nos montamos el señor Gainza y yo en su coche, y me dijo que
desayunáramos juntos; cosa que hicimos en un café de la calle de Alcalá, junto
a la Puerta del Sol. Mientras desayunábamos, me habló de muchas cosas,
diciéndome al final que había ido a esperarme porque el Gobierno estaba en
peligro, pues por los sucesos de Casas Viejas tenía que caer; que para que no
cayera el señor Presidente, tenía que caer el ministro de la Gobernación, y que
para que no cayera éste, tenía que caer el Director de Seguridad. Que venía
para decirme que si yo, como amigo de él, compañero y director mío que era, y
en vista de lo que hacían los demás, si yo me prestaba a sacrificarme por él.
En seguida le contesté que sí, que estaba dispuesto a todo, y que haría lo que
él me dijese o quisiera. Del café a Pontejos, a dejar el maletín, y en seguida
a la Dirección, donde todos me dijeron que ya sabían que yo era un hombre, etc.
Me dijo Menéndez que hiciera una información de todo según Gainza me fuera
escribiendo y dictando, con relación a lo que yo también le decía, y que no
pusiese nada de las órdenes que me había dado, cuya copia de información
entregara con este escrito. Al enterarse los capitanes de esta faena me dijeron
todos la mar de cosas del Director, que no daba crédito a ellas, pero que me
abrieron los ojos. Y como en el transcurso del informe sucedió que una noche me
presentaron a la señora de Menéndez, la cual, entre unas cosas y otras, me dijo
que para eso estábamos; que unas veces nos tocaba sacrificarnos a unos y otras
a otros, y que cuando viniera otro Gobierno a mí me harían santo. Y como otro
día, estando escribiendo el señor Gainza, a mi izquierda, me dijo que ahora a
mí me darían un mes de permiso para que fuera donde quisiera y un montón de
billetes para que me los gastase alegremente. Y como la otra noche, en el baile
de «Miss Voz», organizado por el diario de este nombre, el jefe superior de
Vigilancia, acompañado del señor Lorda y del abogado del Estado señor
Franqueira me dijeron que no me preocupara de nada; que si ahora me pasaba
algo, que en seguida ellos me lo quitarían y me darían un buen destino, es por
lo que por todo esto he comprendido la mala faena que están haciendo tanto al
Gobierno como a mí, y es por lo que me he negado a firmar la información si no
pongo todas las órdenes que me dieron.
«Por este motivo es por lo que hago esta declaración de mi
puño y letra, para que una persona la guarde, y si es verdad todo lo que dice
el señor Menéndez, para bien de España, de la República y del Gobierno, se
rompa; pero si es para lo contrario, sirva esto para esclarecer los hechos y,
como principio del trabajo que estoy haciendo, para descubrir a los traidores
que así luchan en contra de la República. »¡Ojalá tengan estos pliegos que
romperse porque fuera verdad mi sacrificio por España y por el bien de la
República; pero si todo lo que está sucediendo lo trama un hombre solamente por
conservar su bien, sin mirar el mal que hace, que salgan estas cuartillas a la
luz del día para que se juzgue con justicia.
«Hoy, 1.º de marzo de 1933.—El capitán de Asalto, Miguel
Rojas Feijenspan. (Rubricado.)»
CAPÍTULO 28.ES APROBADA LA LEY DE CONFESIONES Y CONGREGACIONES RELIGIOSAS
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