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CAPÍTULO 26.ESTALLA UNA REVOLUCIÓN ANARCO
SINDICALISTA
Los repetidos anuncios del Gobierno de que sería inflexible
con el desorden allí donde se produjere no impresionaban a sindicalistas y
comunistas, que en el mes de agosto (1932) y siguientes continuaron
entorpeciendo la vida de España con huelgas y disturbios. Agentes activos de la
perturbación eran los parados; en especial, los braceros del campo, en su
mayoría hambrientos, que invadían fincas, destrozaban cosechas y asaltaban cortijos.
La clausura de centros sindicales no bastaba para atajar la
propagación de la anarquía. En Puertollano (2 de septiembre) los parados
saquearon comercios y se enfrentaron con la fuerza pública, que produjo dos
muertos y cuatro heridos graves. En Valencia de Don Juan, la prohibición por
parte de los socialistas, de dar trabajo a obreros no asociados, costó dos
muertos y un herido grave. En Fuensalida (Toledo), un choque de la Guardia
Civil con los huelguistas produjo un muerto y seis heridos. En Arroyomolinos de
León (Huelva), afiliados a la F. A. I., capitaneados por una mujer, se
adueñaron del pueblo, y en la lucha entablada con la fuerza, dos anarquistas
quedaron heridos.
En septiembre y octubre, las huelgas constituyeron una
plaga: las hubo en Toledo, de carácter general, organizada por los
sindicalistas contra la U. G. T.; en Bilbao y en las zonas fabriles de Vizcaya,
incluso en Altos Hornos; en Córdoba, Denia, Onteniente, Carmona y Dos Hermanas;
en los astilleros de Vigo; en Cuenca, con desórdenes, provocados por la
Federación Local de Sociedades Obreras. Holgaron los metalúrgicos de Valencia;
los obreros del campo de Llerena, Azuaga y Zafra (Badajoz); los de la construcción,
en Zaragoza; los obreros textiles y los presos de Barcelona. Textiles y
metalúrgicos paralizaron varias fábricas de la ciudad condal y de Tarrasa. El
gobernador de Salamanca clausuró el local del Bloque Agrario y Campesino y
encarceló a los directivos al descubrir que planeaban un movimiento sedicioso
en toda la provincia. Se registraron atracos en Sevilla, Bilbao, Valencia y
Barcelona. Estallaron bombas en Barcelona, Zaragoza, Valencia y Madrid, una de
ellas en la Standard Eléctrica.
La furia de los desalmados se proyectó contra las iglesias y
las manifestaciones del culto: incendiadas fueron la parroquia mayor de San
Pablo de Aznalcázar (Sevilla) y la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción en
Doña Mencía (Córdoba), joya del siglo XV. Pretendieron quemar el Buen Suceso,
en Madrid. En Cogollos de la Vega (Granada) atentaron a tiros contra una
procesión; produjeron la muerte a una mujer e hirieron a varios fieles.
Prendieron fuego a la iglesia parroquial de Hinojosa del Valle (Badajoz) y a la
de Gerena (Sevilla), de mucho valor artístico, con esculturas del siglo XIV. La
ermita de Tauste fue desvalijada y desapareció la escultura de Sancho Abarca.
Quemaron, en parte, la iglesia parroquial de Marchena (Sevilla); los templos de
San Gil y el convento de las Descalzas, de Écija; el de San Felipe de Neri, en
Cádiz, y la parroquia del barrio de San Pedro de Abanto y Ciérbana (Vizcaya).
Muchos Ayuntamientos votaban disposiciones para restringir y entorpecer la vida
religiosa. El de Salamanca (28 de octubre) reglamentó el toque de campanas,
«que no se efectuaría antes de las ocho de la mañana ni después de las ocho de
la noche, sin que en ningún caso pudiera exceder de doce campanadas». El de
Ávila creó un arbitrio municipal sobre campanas; el de Almería, sobre los
entierros católicos, y el de Zamora impuso un horario para el campaneo. «Contra
la acción de los salvajes incendiarios — escribía Ahora— es menester
reaccionar. Lo exige el decoro de la República y el crédito de España en el
mundo.» «También es necesario acabar —añadía— con los innumerables conflictos
promovidos por las autoridades, sobre todo por las rurales, a cuenta o pretexto
de procesiones, entierros y viáticos; autoridades que interpretan el laicismo
de la Constitución como persecución y vejamen de los sentimientos y prácticas
religiosas.»
Fueron frecuentes en estos últimos meses de 1932 los
crímenes políticos y los encuentros sangrientos entre afiliados a distintos
partidos. En una reyerta entre nacionalistas y socialistas en San Salvador del
Valle (Vizcaya), resultó muerto un marxista y dos nacionalistas heridos. En San
Bartolomé de Pinares (Ávila) los socialistas asaltaron el Ayuntamiento. En
Cantalapiedra (Salamanca), patronos y obreros se tirotearon; hubo tres heridos.
La Guardia Civil disparó contra los rabassaires amotinados en Tarragona y
ocasionó cinco heridos. Un guardia civil fue asesinado en Valencia, y un cabo
de la guardia municipal muerto en Villar del Arzobispo (Valencia). El alcalde
de Sesma (Navarra) se defendió a tiros de un grupo que intentaba lincharlo e
hirió de gravedad a uno de los agresores. El secretario del Ayuntamiento de
Hinojosa del Duque (Córdoba) asesinó al teniente alcalde socialista, Blas
Tebas, p resentimientos políticos. El juez municipal de Pedro Abad (Córdoba)
fue muerto a tiros; contra el de Palacios de Goda (Ávila) atentó un huelguista.
El ex torero Emilio Torres (Bombita) y su administrador fueron víctimas de un
atentado en Sevilla. Un sargento de la Guardia colonial asesinó al gobernador
general de la Guinea, Gustavo Sostoa y Sthamer, ministro plenipotenciario,
cuando visitaba la isla de Annobón. El asesor jurídico de la Sociedad de
Armadores de Vigo, Valentín Paz Andrade, quedó herido muy grave en un atentado.
En Carrajo (Orense), el vecindario acometió a un agente ejecutivo, y resultaron
dos guardias civiles heridos. En Barcelona fue asesinado un maestro de obras El
secretario del Ayuntamiento de Cabezas Rubias (Huelva) resultó herido en una
agresión. Un dependiente hizo siete disparos contra el diputado socialista y
farmacéutico, doctor Mouriz, al reclamarle aquél ciertos atrasos; el doctor
resultó herido. El Castellar de Santiago (Ciudad Real), el vocal de la Casa del
Pueblo Aurelio Franco y el secretario de la Casa del Pueblo fueron sacados de
sus domicilios y muertos a tiros. La Guardia Civil impidió una matanza de
socialistas, tras dura refriega que costó cinco heridos, dos de los cuales
fallecieron poco después. En Beninar (Almería) atentaron contra el alcalde y el
juez municipal. En Toledo el diputado y concejal socialista Fernando
Villarrubia hirió de un tiro a un comunista. En Ceclavín (Cáceres), un
huelguista confesó que le habían ofrecido 2.000 pesetas por matar al alcalde.
En Plasencia fue asesinado el encargado de obras de Salto del Tajo.
La impunidad para crímenes y delitos de carácter social y
político la garantizaban los Jurados que administraban justicia. Al verse en el
Tribunal de San Sebastián la causa contra un obrero que mató al ingeniero señor
Medinaveitia, director de una papelera de Tolosa, penetró en la sala un tropel
de gente con la pretensión de libertar al asesino. El Jurado de Barcelona
condenó a un año y un día al sindicalista Domingo Delgado, que había dado
muerte por la espalda al encargado de una fábrica metalúrgica. En Benamejí
(Córdoba), las turbas pusieron en libertad a un concejal que atentó contra el
secretario del Ayuntamiento. El Jurado de Logroño dictó veredicto de
inculpabilidad a favor del alcalde de Casalarreina y de dos serenos, acusados
de homicidio por rivalidades políticas.
En los meses de noviembre y diciembre hubo invasiones de
fincas en Uncastillo (Zaragoza), Olivenza (Badajoz), Viso del Alcor (Sevilla),
Villatobas (Toledo), Castuera (Badajoz), Mironcillo (Ávila), Villanueva del Rey
(Córdoba) y en Almonte (Huelva). Aquí los invasores desfondaron noventa
bocoyes, mataron el ganado y cortaron las conducciones de agua, en venganza por
haber admitido el propietario, Francisco Vallejo, a un obrero de otro pueblo.
En el capítulo de asaltos se registraron: de comercios, en Bilbao, Granollers y
Cádiz. En un túnel del ferrocarril de Orconera a Ortuella, fue atracado y
herido grave el empleado portador de los jornales y muerto el guarda que le
custodiaba.
En Badalona atracaron al dueño y cajero del Café París. A la
salida de Madrid, los condes de Ruidoms hubieron de entregar a los salteadores
joyas y 100.000 pesetas. En Arenas de San Pedro (Ávila) saquearon la sucursal
de un Banco; en Barcelona, la oficina del Catastro; en Reinosa, el centro de
recaudación de contribuciones; en Valencia, las oficinas de la Yutera Española;
en Pedrosa de San Esteban (Valladolid) y en Mazaleón (Teruel), las Casas
Municipales, (en este último punto, como protesta contra las tarifas abusivas
que regían para los matrimonios civiles). En una calle céntrica de Barcelona,
dos empleados de los Ferrocarriles Catalanes fueron despojados de importe de
40.0000 pesetas, importe de la recaudación, En las carreteras de Granada, de
Málaga a Algeciras, y de Murcia eran frecuentes los actos de bandolerismo, y en
Alicante, Vizcaya, Córdoba, Logroño, Valencia y Barcelona, los atracos llegaron
a ser endémicos.
Los sarpullidos de huelgas fueron singularmente violentos
durante noviembre y diciembre. Ninguna provincia se libró del mal: holgaban los
obreros de la ciudad y de los pueblos, los de la industria, los del campo y los
portuarios, los panaderos y los obreros de la limpieza. En Fabero (León), los
huelguistas ocuparon una mina. En unos sitios el conflicto afectaba a un gremio
o profesión y en otros adquiría carácter general; transcurría sin incidentes, o
con el menor pretexto degeneraba en motín, con disturbios y luchas a tiros con
la fuerza pública. Huelgas generales hubo en Sevilla, con desórdenes y clausura
de Sindicatos (16 de noviembre); en Granada, promovida por la C. N. T. (23 de
noviembre), y en San Sebastián, Córdoba, Murcia y Toledo. Los estudiantes, en
especial los de Barcelona, Madrid y Sevilla, promovían alborotos con los más
variados pretextos.
El suceso social más importante en esta interminable letanía
fue la huelga general de mineros asturianos, ordenada por el Sindicato Minero,
afecto a la U. G. T. Era la primera huelga declarada, desde la proclamación de
la República, por una organización poderosa, orientada y regida por
socialistas. El 14 de noviembre, 30.000 obreros de la Hullera Española, Duro
Felguera, Minas de Langreo, Turón, Mieres y Olloniego abandonaron el trabajo.
El conflicto sobrevino por la difícil situación de las empresas ante las
enormes montañas de carbón amontonado en bocamina, a consecuencia de la
paralización industrial y económica del país. En 350.000 se calculaba el número
de toneladas acumuladas, en espera de ser vendidas. Las empresas anunciaron
despido de mineros, y éstos respondieron con la huelga, secundada en el acto
por los obreros metalúrgicos de la Duro Felguera. Atemorizado el Gobierno por
las proporciones del conflicto y sus consecuencias, llamó a Madrid a una
Comisión del Sindicato Minero y encomendó al Consejo Ordenador de la Economía
Nacional el estudio del problema y su solución. El día 18, el Consejo
Ordenador, bajo la presidencia del ministro de Agricultura, y con asistencia de
los representantes del Sindicato, elaboró unas bases de arreglo. Consistían éstas
en la adquisición por el Estado de 100.000 toneladas de menudos para su consumo
en estado natural o en forma de briquetas por los servicios de los Ministerios
de Marina, Guerra y Obras Públicas. Se complementaba este acuerdo con un
aumento de producción de briquetas, importación de chatarra y concesión de
mayores facilidades para la exportación de cemento, pues bastantes fábricas
instaladas durante la Dictadura habían cerrado, debido a la disminución
registrada en el mercado español, como consecuencia de la crisis de la
construcción, pues estaban en condiciones de producir veinte veces más cemento
que el necesario para abastecer al mercado nacional. El ministro de Obras
Públicas trataba de reanimar dichas fábricas, ayudándolas a colocar cemento en
el extranjero. Apeló además a otros remedios urgentes: por decreto se ordenaba
la adquisición de utillaje destinado a puertos, por valor de 50 millones de
pesetas, con el fin de fomentar el consumo de carbón, «porque puede calcularse
que por cada tonelada de hierro hacen falta tres de carbón». Una vez más se
probaba, cómo se había desfigurado en provecho de la propaganda revolucionaria,
la verdadera situación de la economía nacional.
Por solidaridad con los mineros, además de los metalúrgicos
de la Duro Felguera, se declararon en huelga los de Gijón; huelgas que tuvieron
por acompañamiento tiroteos, voladuras de transformadores, sabotajes que
obligaron a parar otras industrias y propagaron el paro a las minas de León y
Palencia, todo ello coronado con una huelga general en Gijón y en la cuenca de
Langreo (7 de diciembre), a pesar de las insistentes exhortaciones del
Sindicato Minero para que todos se reintegrasen al trabajo, pues las huelgas
iban en perjuicio de los intereses obreros. Las recomendaciones del Sindicato
cayeron en el vacío. Los disturbios, las explosiones de bombas, las colisiones
con la fuerza pública —en un choque ocurrido en Ujo, cuatro mineros cayeron
heridos—, se prolongaron hasta el día 13 de diciembre, en que terminaron los
conflictos, previa liberación de todos los mineros detenidos. No obstante, el
día 19 estallaron cuatro cartuchos de dinamita en la casa de los ingenieros de
La Felguera.
También revistió gravedad la huelga general declarada en
Salamanca por la Federación Obrera (5 de diciembre) y que se propagó a toda la
provincia. El gobernador mandó encarcelar a los directivos, por entender que el
paro era ilegal. A los tres días, la huelga degeneró en motín, con pedreas del
comercio, tiroteos con la fuerza pública y asaltos de fincas. La ciudad estaba
a oscuras e incomunicada. A pesar de los llamamientos a la cordura hechos por
el partido socialista desde Madrid, la huelga proseguía, favorecida por el
enorme número de parados, tanto en la ciudad como en el campo, y las
excitaciones del diputado socialista José Andrés Manso, profesor de la Escuela
Normal. En Grijuelo, Babilafuente, Macotera, Santi-Spíritu, Armenteros y
Peñaranda se produjeron desórdenes que causaron víctimas. Los revoltosos
asaltaron fincas en Matilla de los Caños, Peñaranda, García Hernández y
Valdelosa, y las asolaron. «En supremo interés de la República —clamaba el
gobernador de Salamanca, en un bando—, se exige respeto a las fuentes de
riqueza nacional.» Mediante la liberación de los detenidos y la promesa de
socorros a los parados, se solucionó la huelga el 1,6 de diciembre.
Los dirigentes socialistas no ocultaban su alarma ante esta
indisciplina del elemento obrero, con visible pérdida de la autoridad e
influencia de las Casas del Pueblo, cuyas órdenes no eran acatadas. Con las
firmas del presidente de la U. G. T., Julián Besteiro, y del secretario, Trifón
Gómez, el 10 de diciembre se publicaba una nota, en la que se decía: «La U. G.
T. ha llegado a la conclusión triste, pero rigurosamente cierta, de que
elementos sediciosos, sindicalistas y comunistas, se empeñan de una manera
sistemática en combatir al régimen republicano sin el menor atisbo de procurar
en España otro régimen político-social más conveniente al interés general, ni
tampoco al más reducido, aunque primordial para todos, de la clase obrera. El
Comité Nacional recomienda la conveniencia —la necesidad, mejor— de no declarar
la huelga general en una localidad, provincia, comarca o régimen, sin antes
poner el hecho en conocimiento de la Comisión Ejecutiva de la U. G. T., a fin
de escuchar su consejo.» Las recomendaciones resultaban inútiles allí donde
hervía la desesperación de los obreros parados. ¿En qué pueblo o ciudad no los
había? La Casa del Pueblo de Madrid reclamaba (1 de diciembre) que se
estableciera el subsidio de paro forzoso hasta el 75 por 100 del salario; la
reducción de la jornada de trabajo a cuarenta horas; que el Ayuntamiento de
Madrid facilitara, por créditos a las Sociedades obreras, el 50 por 100 de lo
que éstas abonaban a los parados en concepto de socorro. Pero el Ayuntamiento
se hacía el sordo, porque este problema no era de su incumbencia.
En los primeros días de diciembre asomó otra amenaza. Una
Asociación titulada Federación de la industria Ferroviaria, compuesta por
elementos disidentes del sindicato Nacional Ferroviario, dependiente éste de la
U. G. T., acordó en una asamblea celebrada en un círculo del partido
radical-socialista, presentar una lista de mejoras al Gobierno, y, caso de no
ser atendidas, ir a la huelga general ferroviaria en toda España. En este
acuerdo vieron los radicales una oportunidad para reproducir la ofensiva contra
los ministros socialistas, y a tal fin, en la sesión del Parlamento del 16 de
diciembre, presentaron una proposición incidental para pedir que el Gobierno
procediera a resolver la situación de los obreros ferroviarios, mejorándola,
pues, según decía el diputado Diego Hidalgo, «en quince meses la República no
se había preocupado ni del problema ferroviario ni de los obreros de este
ramo». «La República —replicó el ministro de Obras Públicas— ha hecho cuanto ha
podido. Y yo me veo en la paradoja —afirmó Prieto— de ser un ministro
socialista que tengo que tomar una actitud conservadora frente a la actitud
demagógica de un sector político que se dice representante de la economía
nacional... Y yo digo que cualquier obrero que se tratara de amparar en mi
condición de ministro socialista para provocar actos de sabotajes, ya
iniciados, ése tardará en dejar de pertenecer a la Compañía lo que yo tarde en
enterarme, sea amigo o enemigo, de un lado u de otro. Y lucharé contra ellos,
si es preciso, hasta el final, como mi partido si me sigue. Y si no, solo
contra todos; porque yo antepongo a todo la defensa de los intereses de mi
patria.» Sorprendió por lo insólito, este lenguaje de tono nacional y
patriótico en labios de Prieto; pero era fácil descubrir que el ministro
socialista defendía ante todo la preponderancia del Sindicato Ferroviario
adscrito a la Casa del Pueblo, contra los disidentes, que querían suplantar a
los dirigentes de la U. G. T. para manejar a los ferroviarios a su guisa. Un
manifiesto del Comité Nacional del Sindicato Ferroviario terminaba por aclarar
la verdadera razón de su actitud: «ante el panorama desolador que ofrece el
país en el orden económico, declarar una huelga general sería desplazarse del
terreno a que obliga la realidad».
* * *
Pesaban la inquietud y graves augurios de próximos males
cuando España se preparaba para festejar las segundas Navidades republicanas.
Las Navidades de 1932 no eran como las de otros tiempos, cuando la paz y
alegría iluminaba los hogares españoles. Medio millón de parados y millares de
hombres cautivos en las cárceles o en el destierro constituían un pesado lastre
que abrumaba el ánimo de infinidad de familias. El Debate se lamentaba de que
diarios y revistas de Madrid publicaran dibujos y caricaturas «injuriosos para
los más sagrados y venerados misterios de la Religión, afrenta que no se da en
ningún país civilizado». Hasta el sorteo de la Lotería de Navidad, la fiesta
máxima de la ilusión, sufrió los efectos del descenso del nivel de vida de los
españoles. La Administración General de Lotería, «para evitar la excesiva
devolución de billetes», redujo éstos a dos series de 35.000 números: diez mil
menos que el año 1931, y aún así sobraron. El comercio evitó las acostumbradas
y tentadoras exhibiciones, porque el aspecto triste de la calle estaba reñido
con alardes de abundancia. El día 25 un incendio casual destruyó en pocas horas
los almacenes de «El Siglo», el mayor comercio de Barcelona, instalado en la
rambla de los Estudios. En treinta millones se calcularon las pérdidas y más de
mil personas quedaron sin trabajo.
* * *
El terrorismo crecía a compás de la anarquía reinante.
Estallaban bombas y petardos en Vigo, Zaragoza, Valencia, Granada, Córdoba,
Alcoy, Gijón y Sevilla. En Barcelona, una de las bombas explotó a las puertas
del Orfeó Catalá, y otra, que causó siete heridos, en el Paseo de Gracia.
Parecía indudable que el anarquismo preparaba sus batallas. En Zaragoza y San
Sebastián se descubrieron talleres clandestinos para la fabricación de
explosivos; en Vitoria, un depósito de armas y de dinamita; en Barcelona, en el
domicilio de dos comunistas, 27 bombas. El hallazgo más importante lo procuró
un hecho fortuito: la explosión de un detonador en un almacén de la calle de
Mallorca, de Barcelona, llevó a la Policía al descubrimiento de un complot
revolucionario, con ramificaciones en toda España: lo urdía la F. A. I.,
secundada por los comunistas. En el domicilio de un complicado se encontraron
25 bombas en una maleta, y en la casa de otro confabulado, 95 cartuchos, planos
y reseñas de los depósitos de armas y explosivos en muchas localidades
españolas. El 3 de enero, la Guardia Civil descubría en un garaje de la calle
del Milagro, de Barcelona, cinco cajas llenas de bombas, dispuestas para ser
remitidas a diversas localidades; un «auto» cargado con bombas y cartuchos, y en
varias estancias, artefactos, cargadores, mecha y 10 carabinas. Como dueño del
arsenal figuraba el anarquista José Balart; la compañera de éste declaró que el
dinero para la fabricación de bombas procedía de las organizaciones comunistas
de Francia. De Manresa se recibió una tonelada de dinamita, sustraída de los
polvorines de las minas. A juicio de la Policía, se trataba del complot
terrorista más considerable de todos los tramados hasta el día. Se supo que
varios millares de bombas habían sido distribuidos entre los centros
sindicalistas de Cataluña, Aragón y Valencia. Los rumores de próximas
convulsiones sociales coincidían con el descubrimiento de una insurrección que
proyectaban los indígenas de Bat-Tazza (Ceuta) y con un Consejo de guerra
celebrado en Alcalá de Henares contra seis soldados y varios paisanos acusados
de participar en una conspiración comunista.
También en esta ocasión el Gobierno estaba bien informado de
lo que se preparaba y apercibido. Sabía que desde el mes de noviembre los
afiliados a la F. A. I. traficaban con armas en el norte de España. El 6 de
diciembre el director general de Seguridad creía que el estallido podría
producirse de un momento a otro «y que posiblemente tendría repercusiones en
los cuarteles».
No faltaban ningún día noticias sobre el complot, que ya
maduro, estaba próximo a estallar. Como anticipo a la gran apoteosis
revolucionaria que se preparaba, hubo un estruendo de explosiones en La
Felguera y Gijón, al pie de los postes eléctricos, con el fin de paralizar las
industrias.
Desórdenes y asaltos en la provincia de Sevilla, con
incendio de la iglesia de Real de la Jara; motines en pueblos de Lérida y
Ávila; una intentona contra el aeródromo de Prat de Llobregat; la ocupación por
los socialistas del Ayuntamiento de Pedro Muñoz (Toledo), donde fueron heridos
el alcalde y el secretario, y el estallido de bombas en varias localidades
andaluzas, levantinas y norteñas...
¿Qué reservaba a los españoles el año 1933, que despuntaba
con tan negros presagios? El 8 de enero, Azaña escribe: «Esta mañana, a las
once, me telefoneó Casares que, según todos los indicios, el movimiento
anarquista que estamos esperando estallaría hoy, al caer de la tarde. En el
programa figuraba el asalto a los cuarteles de Barcelona, Zaragoza., Sevilla y
Bilbao y otros puntos. También se esperaba algo en Madrid, aunque de menos
importancia. Envío instrucciones a los generales de las divisiones».
Las predicciones se cumplen. Al atardecer del día 8, grupos
de anarco-sindicalistas intentaron aproximarse a los cuarteles de Carabanchel,
Cuatro Vientos, de la Montaña y de María Cristina, en Madrid, de donde fueron
ahuyentados a tiros. A la misma hora, en Barcelona, anarquistas situados en las
esquinas del Arco del Teatro y apostados en terrados y balcones disparaban
contra la fuerza pública, propagándose los tiroteos por las calles de
Mercaderes, Carders y Portal Nuevo, y a las inmediaciones del cuartel de San
Agustín. A de la vez se oía estruendo de bombas; una de ellas estalló junto a
la Jefatura de Policía. Un mozo de escuadra y un guardia de Seguridad fueron
asesinados cuando transitaban por las calles. El balance de bajas dio ocho
muertos y varias docenas de heridos. Graves sucesos se produjeron también en
Sardañola, Ripollet, Sallent, Tarrasa y Lérida. En esta última, un intento de
asalto al cuartel de Infantería número 25 fue rechazado a tiros y la defensa
costó un sargento muerto y siete sargentos y cabos heridos. Cinco asaltantes
pagaron con la vida su osadía. En Ripollet y Sallent desalojar del Ayuntamiento
y de los Sindicatos a los anarquistas supuso también muertos y heridos.
Los anarquistas de Levante se asociaron a la revuelta. Los
conjurados probaron sus recursos dinamiteros con gran derroche de bombas: más
de veinte, de diversa potencia, estallaron en Valencia en menos de dos horas en
la noche del 8. La fuerza pública impidió el incendio de iglesias. Algunos
pueblos cayeron, por pocas horas, en poder de los anarcosindicalistas. En la
lucha entablada en Bugarra murieron cinco guardias civiles y de Asalto y siete
resultaron heridos. En Pedralba, Tabernes de Valldigna y Gandía, los combates
fueron sangrientos.
Repercutió la revolución con desórdenes y huelgas, o
estallidos de bombas, en Zaragoza, Cuenca, Málaga, Sevilla, Oviedo y Gijón. «El
movimiento —declaró el ministro de la Gobernación (día 9) — es netamente
anarquista. Ha sido preparado con mucho tiempo y abundancia de elementos. Sólo
en Barcelona se han recogido 266 bombas, 23 pistolas y muchas municiones».
«Vamos hacia el comunismo libertario —decía uno de los pasquines subversivos—.
Como un caballo encendido, la C. N. T. avanza por el mapa de España. Es la ola
de la revolución: los esclavos se levantan.»
Parecía contenida la subversión. Pero «por si algún nuevo
hecho se produjese», el Gobierno, reunido en Consejo, acordó «declarar el
estado de guerra en los lugares afectados por la sedición», someter a la
jurisdicción militar a los detenidos, «presentar a las Cortes un proyecto de
ley para sustraer al conocimiento del Jurado varios delitos como los
perpetrados con ocasión de este movimiento» y crear una penitenciaría en el
África Occidental para esta clase de delincuentes. Ordenó el ministro de la
Gobernación la clausura de todos los Sindicatos de la C. N. T. y la Federación
de Sindicatos Únicos de Barcelona protestó contra la medida, pues «aun
simpatizando con el movimiento, la organización del mismo correspondía
exclusivamente a los grupos anarquistas». La perturbación social —huelgas,
motines, bombas y desmanes— prosiguió el día 9 en Valencia y su provincia: en
Castellón, con un intento de incendio de las Escuelas Pías; en Bétera
(Valencia), el vecindario, amotinado, incendió el archivo municipal, y en Monteagudo
(Murcia), los revoltosos se adueñaron del pueblo. En Granada se declaró la
huelga general. En Sevilla los sindicalistas impidieron el tráfico rodado y
agredieron a la fuerza pública. En La Rinconada, los sindicalistas, dirigidos
por el secretario del Sindicato, apodado Cinco reales, proclamaron el comunismo
libertario sin disparar un tiro. Cuando llegaron fuerzas de la Guardia Civil
los rebeldes arriaron la bandera roja y negra del Ayuntamiento y se fueron a
sus casas.
En conjunto, la situación, el día 11, acusaba mejoría.
Surgían brotes revolucionarios en algunos pueblos de Sevilla, Córdoba y
Valencia. La Policía y la Guardia Civil encontraban en Levante y, sobre todo en
Cataluña, enormes depósitos de bombas: uno, en Igualada, almacenaba varios
millares de artefactos. Sólo había un punto en el horizonte, entenebrecido con
el humo de un incendio, que no dejaba ver claro lo que allí sucedía. Ese punto
correspondía a la provincia de Cádiz y se llamaba Casas Viejas. Hacia allí
envió el Gobierno fuertes contingentes de guardias de Asalto.
* * *
Casas Viejas, agregado al Ayuntamiento de Medina Sidonia,
contaba poco más de 2.000 habitantes y 6.000 hectáreas de tierra laborable. El
año que más se labraba no llegaban a 2.000. El censo de braceros era de unos
500 hombres, y de éstos, apenas 100 con ocupación segura y sólo durante medio
año. El resto vivían de un socorro del Ayuntamiento: una peseta a los solteros
y dos a los casados. La mayoría de las familias de Casas Viejas habitaban en
chozas y sufrían hambre endémica. Llegó la orden de la F. A. I. de secundar un
movimiento anarquista que se produciría en toda España, y algunos braceros de
Casas Viejas buscaron las escopetas y pistolas que tenían escondidas y se
consideraron, con sólo colocar una bandera rojinegra en la Casa del Sindicato
Único, dueños del pueblo. Hecho esto, se presentaron al alcalde pedáneo, Juan
Bascuñana, y le dijeron: «Vete a decirle a la Guardia Civil que se ha
proclamado el comunismo libertario y que todos somos iguales.» El sargento
respondió: «He jurado fidelidad a la República y la defenderé hasta morir.» Al
conocer la negativa, los amotinados se estacionaron frente al cuartelillo, y en
el momento de asomarse el sargento a una ventana le hicieron una descarga, que
produjo a él y a otros dos guardias que estaban a su lado heridas gravísimas,
de las cuales el sargento y uno de los guardias murieron poco después. Todo
esto sucedió durante las primeras horas de la mañana del día 11 de febrero. De
una a dos de la tarde hicieron su aparición doce guardias civiles procedentes
de Medina Sidonia, que entraron en el pueblo a tiro limpio, tomaron las
bocacalles de la entrada de Casas Viejas y ocuparon el cuartel, donde prestaron
socorro a los guardias. Durante tres horas no sonaron más tiros. A las cinco de
la tarde llegaron doce guardias de Asalto y cuatro guardias civiles enviados
por el gobernador de Cádiz. Procedían de San Fernando y los mandaba el teniente
de Asalto Gregorio Fernández Artal. Estas fuerzas se internaron en un laberinto
de chozas por caminos empinados bordeados de chumberas y ocuparon el Sindicato.
Únicamente encontraron resistencia seria en una choza, desde la que hacían
fuego de escopeta: era la casa de un vecino apodado Seisdedos, sesentón,
endurecido y enérgico, que se había encerrado con cinco parientes y amigos, dos
mujeres y un joven de trece años. La mayoría de los sediciosos se habían
dispersado y sólo queda como nido de resistencia la choza de Seisdedos. Quiso
el jefe de los guardias parlamentar con los anarquistas, y como mediador se
ofreció el guardia de Asalto Martín Díaz. Al aproximarse éste a la puerta de la
choza, una descarga derribó al guardia: el cabecilla y su gente se apoderaron
rápidamente del herido y lo encerraron con ellos como rehén.
Tal era el panorama al comenzar la noche. El teniente
Fernández Artal, desde una posición próxima a la choza, pidió a los sitiados
que salieran con los brazos en alto. Pero los conminados respondieron a tiros.
Decidió entonces el oficial enviar a un detenido, que tenía esposado, llamado
Manuel Quijada, para que hiciese saber a los rebeldes la inutilidad de su
resistencia, pues no tenían escape. En cuanto se acercó Quintana a la choza, se
adentró en ella y se sumó a los rebeldes. Una mujer le limó las esposas, con lo
cual recuperó la libertad de sus manos. ¿Qué hacer? El teniente se opuso a que
fuese incendiada la choza, por miedo a que las llamas se propagaran. Notificó
por telegrama su situación al gobernador de Cádiz y pidió el envío de bombas de
mano para atacar el reducto.
Sobre las once de la noche llegaron dos cabos y varios
números de Asalto, portadores de una ametralladora y de bombas de mano. El
teniente, acompañado de dos cabos, se acercó cuanto pudo a la choza para lanzar
algunas bombas, que no estallaron, amortiguadas por la techumbre de paja.
Volvieron a exigir la rendición a los sitiados, y éstos respondieron con
descargas, de las que resultaron heridos los dos cabos. Entonces el oficial
decidió suspender el ataque hasta que amaneciera.
A las dos de la madrugada llegó a Casas Viejas una compañía
formada por noventa guardias de Asalto. Procedía de Madrid y había pasado el
día dedicada a reprimir desórdenes en Jerez de la Frontera, donde se había
anunciado una jornada sangrientísima. Mandaba la compañía el capitán Manuel
Rojas y tenía a sus órdenes al teniente Santos. Distribuyó Rojas a las fuerzas
y dispuso el ataque a la choza, cuyos moradores, aunque ya se ha dicho que sólo
eran ocho, parecían multiplicados por la desesperación. En este momento se
presentó un delegado del gobernador de Cádiz, llamado Fernando Arrigunaga,
empleado en la Junta de Obras de aquel puerto, portador de un mensaje que
decía: «Es orden terminante ministro Gobernación se arrase casa donde se han
hecho fuertes los revoltosos.» Al saber esto, el capitán ordenó incendiar la
casa, y para ello lanzaron piedras envueltas en algodones impregnados en
gasolina extraída de los coches. La choza, cubierta de ramas secas y hojarasca,
se convirtió pronto en una hoguera. Los fusiles de los guardias enfilaban la
puerta, por a donde no tardarían en aparecer los sitiados. Se abrió: salieron
una mujer y un niño, envuelto en una bocanada de llamas y de humo. Los
acechantes contuvieron sus impulsos y los respetaron. Luego se dibujó una silueta
humana, y a continuación otra: a ambas las enfilaron los fusiles. No salió
nadie más. La choza fue pronto una inmensa hoguera, que se extinguió, por
consunción, a las seis y media de la mañana. Fuera de la choza, calcinados,
estaban los cadáveres de una mujer y un hombre, y, a su lado, el de un guardia
de Asalto. El resto de la vivienda era un montón informe de escombros Humeantes
que sepultaba a Seisdedos y a sus compañeros.
El capitán Rojas, acompañado del delegado gubernativo,
convocó a todas las fuerzas de Asalto en la plaza pública. Eran las siete de la
mañana de un día que se anunciaba radiante. Cuando estuvieron reunidos, el
capitán les arengó: «Es preciso que ahora mismo, en media hora, hagáis una
razzia.» Los guardias salieron en patrullas en distintas direcciones rompiendo
puertas a culatazos y sacaron de sus casas a viva fuerza a doce hombres, que
fueron llevados a las inmediaciones de la choza. Una vez allí, esposados con
cuerdas, pasaron a la corraleta de la choza de Seisdedos, donde se encontraba
el capitán Rojas. Éste les dijo: «Pasad a ver el cadáver del guardia.»
«Pasaron, fiados en esto, y a la voz de «¡Fuego!», dada por el capitán ,
dispararon algunos guardias de Asalto y dos guardias civiles repetidas veces,
siendo meros testigos presenciales los oficiales Artal y Álvarez Rubio, además
del delegado del Gobierno». Por su parte, el capitán Rojas explicaba lo
sucedido con las siguientes palabras: «Como la situación era muy grave, yo
estaba completamente nervioso y las órdenes que tenía eran muy severas, advertí
que uno de los prisioneros miró al guardia que estaba en la puerta y le dijo a
otro una cosa, y me miró de una forma.... que, en total, no me pude contener de
la insolencia, le disparé e inmediatamente dispararon todos y cayeron los que
estaban allí mirando al guardia que estaba quemado. Y luego hicimos lo mismo
con los otros que no habían bajado a ver al guardia muerto, que me parece que
eran otros dos. Así cumplía lo que me habían mandado y defendía a España de la
anarquía que se estaba levantando en todos lados de la República».
En la información de los sucesos dada por el ministro de la
Gobernación, se especificaban las bajas de Casas Viejas de este modo:
Revoltosos muertos: 18 ó 19. Bajas de las fuerzas: un sargento de la Guardia
Civil, grave; un guardia de Asalto, muerto; dos cabos y dos guardias de Asalto,
heridos.
Que la fuerza había procedido conforme a las severas órdenes
recibidas del Gobierno, era indudable. Azaña escribe en su Diario (día 11): «Se
han mandado —a Cádiz— muchos guardias con órdenes muy severas. Espera —Casares—
acabarlo todo esta misma noche.» El día 12: «Casares me contó la conclusión de
la rebeldía de Casas Viejas, de Cádiz. Han hecho una carnicería, con bajas en
los dos bandos... Fernando de los Ríos me dice que lo ocurrido en Casas Viejas
era muy necesario, dada la situación del campo andaluz y los antecedentes
anarquistas de la provincia de Cádiz. Por su parte, Largo Caballero declara que
mientras dure la refriega el rigor es inexcusable».
* * *
Los sucesos de Casas Viejas produjeron estupor. Las
informaciones literarias y gráficas dadas por los periódicos provocaron
indignación en unos y en otros asombro. Se sacaba en claro que en la represión
del pueblo gaditano no había habido heridos ni prisioneros. Los míseros
revoltosos habían sido exterminados. Como era menester dar alguna explicación
de aquel fenómeno, la prensa gubernamental se apresuró a salir por el registro
más fácil y cargó a la cuenta de los monárquicos y al dinero de la reacción la
responsabilidad de lo ocurrido. «La huella anarquista está bien patente
—escribía El Socialista (11 de enero) —. Más que la violencia, caracteriza al
movimiento sindicalista su torpeza. Se trata de un movimiento inconfundible,
típico... La consideración de los medios económicos es lo que más influye a la
hora de considerar posible una aportación monárquica.»
Pero el periódico socialista reconocía «que era temprano
para conocer lo que hubiese de exacto en tales hipótesis».
Las oposiciones, y con más impaciencia que ninguna otra los
radicales, esperaban la apertura del Parlamento para pedir explicaciones al
Gobierno por unos sucesos en que cada día aparecía más tenebrosa y más definida
la culpabilidad de algunos ministros. La amenaza que sobre éstos pesaba era
cierta y grave. Pero no a todos afectaba por igual. Casares Quiroga, enfermo,
se trasladó a Ronda, para reponer su salud. El ministro de Agricultura,
Marcelino Domingo, en pleno fragor político, reunió a los directores generales
y jefes de su departamento en el teatro Español para leerles un drama titulado
Doña María de Castilla, escrito, al decir de Azaña, en lenguaje
radical-socialista.
CAPÍTULO 27.LA MATANZA DE CASAS VIEJAS EN EL PARLAMENTO
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