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CAPÍTULO 25.

LAS CORTES DISCUTEN Y APRUEBAN LOS PRESUPUESTOS DEL ESTADO

 

Las Cortes comenzaron a partir del 1.° de diciembre a discutir presupuesto: «el único posible en estos momentos, hecho con prudencia y moderación», según advirtió el ministro de Hacienda. El capítulo concerniente a Deuda pública y Clases pasivas aparecía incrementado por las reformas militares de Azaña. Ascendía para los retirados de Guerra y Marina a 220 millones de pesetas y a 6o para los funcionarios civiles. En la discusión del presupuesto del Ministerio de Estado (10 de diciembre), Ortega y Gasset (E.) se significó en el examen de las distintas partidas sobre coches, gastos de representación, pago en oro y costo de las Legaciones. Se oponía a la denominación de «Obra Pía de Jerusalén»: su verdadero nombre debía ser «Obra Laica». Zulueta explicó la imposibilidad de tal cambio, y en cuanto a la importancia de los gastos de su departamento, dijo que no suponía ni el 1 por 100 de los generales del Estado.

Como paréntesis en la discusión de presupuestos, Gil Robles interpeló al Gobierno sobre la anarquía imperante en Extremadura, Sevilla y Jaén. En estas regiones se multiplicaban los saqueos, pillajes e incendios de cosechas: no pocas veces los revoltosos eran alentados por las propias autoridades. «Se roban las cosechas, son asaltadas las fincas y se sortea entre los obreros para designar a los que tienen que apalear a los patronos.» A estos últimos les hacía responsables el ministro de la Gobernación de lo que sucedía, por su resistencia a obedecer las órdenes del Gobierno. Cosas graves sucedían en el sur de España y, sobre todo, en Extremadura, que desazonaban a los ministros. «Como resultado de propagandas demagógicas irresponsables —se decía en un editorial de Ahora —, se ha producido en el campo extremeño un estado de verdadera anarquía que imposibilita el normal desarrollo de las faenas agrícolas. Choques sangrientos e incidentes cotidianos hacen ilusoria la propiedad en las comarcas de Extremadura. La autoridad pierde cada día más prestigio y aumenta la audacia de los fautores del desorden.» En las Casas del Pueblo se organizaba la invasión, roturación y reparto de fincas. La Guardia Civil tenía instrucciones de permanecer impasible. Hubo día en que fueron roturadas más de cuarenta fincas. El Gobierno no acertaba con el remedio, y la proyectada Reforma Agraria naufragaba antes de navegar.

El Instituto de Reforma Agraria había sido creado por decreto de 23 de octubre de 1932. Se componía de un Consejo Ejecutivo y una Asamblea General integrada por propietarios, arrendatarios, técnicos y obreros, con la misión de orientar los problemas originados por la implantación de las leyes agrarias. Su órgano financiero sería el Banco Nacional Agrario.

En la sesión del 18 de noviembre, el diputado Gomariz solicitó la revisión del contrato del Estado con la Compañía Telefónica, por no someterse ésta a las cláusulas contractuales. Le alarmaba al diputado el crecimiento de la Deuda del Estado con la Compañía, que en 31 de diciembre de 1931 alcanzaba la suma de 800 millones de pesetas.

Se sumó a esta petición Balbontín, con la lectura de un discurso pronunciado en el Ateneo por Indalecio Prieto meses antes del advenimiento de la República, que contenía acusaciones gravísimas sobre el convenio de teléfonos. ¿Cómo los hombres que así abominaban antes de un contrato calificado de leonino y afrentoso para la soberanía del país, se mostraban ahora impasibles e indiferentes? En este punto la discusión, el diputado Pérez Madrigal solicitó de la Cámara que se reuniera en sesión secreta para hacer denuncias concretas que afectaban a la honorabilidad de un diputado. Se accedió a la petición y Pérez Madrigal acusó entonces a Melquíades Álvarez, asesor jurídico de la Compañía Telefónica, a quien señalaba como inspirador del contrato vigente. «Mi relación con la Telefónica —contestó Melquíades Álvarez— es la de cualquier abogado frente a cualquier empresa que solicita informes de un técnico, cosa que no está reñida con la dignidad y la independencia de un diputado, que en ningún momento defendería en el ejercicio de un mandato los intereses de la Compañía.»

Martínez Barrio aseguraba que al abandonar el Ministerio de Comunicaciones había dejado un proyecto de ley referente a la revisión del contrato, que equivalía a su anulación, y Casares Quiroga achacó a falta de tiempo y sobra de asuntos urgentes el que no hubiese traído a la Cámara el mencionado proyecto. Respecto al proceder de la Telefónica hablaban unos y otros; pero nadie aclaraba por qué y cómo se había sepultado en el olvido la antigua acusación revolucionaria.

Así estaban las cosas, cuando trascendió el rumor de que el embajador de Estados Unidos, Mr. Laughlin, había presentado una reclamación al Gobierno español con motivo de la discusión entablada en las Cortes. «No se trata de ningún problema grave —se decía en nota facilitada al terminar un Consejo de ministros (3 de diciembre) —, sino únicamente de unas negociaciones que se llevan por la vía diplomática y, como es natural, en terreno amistoso. El Gobierno de Estados Unidos ha creído oportuno pedir respeto para los intereses económicos de unos súbditos norteamericanos, que se consideran amparados por el orden jurídico que los estableció. El Gobierno español, por la índole jurídica y política de la materia, ha querido asesorarse de los jefes de los partidos republicanos y de algunas autoridades en Derecho, y después de examinadas las observaciones formuladas por los Estados Unidos ha entablado conversaciones que siguen un curso satisfactorio, manteniendo siempre los principios del interés nacional.»

Pese a estas palabras amortiguadoras, se sabía que la nota estaba redactada en términos enérgicos; el ministro Albornoz la calificó de «brutal, descortés y humillante». Azaña, al comentarla en sus papeles íntimos, escribe (5 de diciembre): «Esto es una cuestión de poder económico y político. Si yo tuviese mil millones o quince acorazados en El Ferrol, se resolvería de otro modo». Sánchez Román, presidente de la Comisión de Comunicaciones, opinaba en El Sol (3 de diciembre) que «la Compañía Telefónica no podía estar protegida por un pabellón extranjero, a menos que se hubiese disfrazado de Compañía española». Con todo esto, los opuestos a que prevaleciese el contrato se envalentonaron, y en sesión de Cortes (6 de diciembre) presentaron una proposición incidental. Encabezaba las afirmas el radicalsocialista Botella Asensi. Pedían, entre otras cosas, que se declarase ilegal y nula la concesión del monopolio de la Compañía, otorgado por real decreto el 25 de agosto de 1929. A continuación se leyó otra, para que hubiese lugar a deliberar sobre la primera. Azaña, que antes de la sesión había informado a los jefes de minorías del estado de la cuestión, justificó en la Cámara la negativa a discutir el asunto. Y la razón era «la amplitud e importancia que había adquirido la cuestión». «Este asunto —añadió— no lleva en sí una amenaza contra nada vital de los intereses españoles, ni en el orden moral, ni en el económico, ni en el jurídico, y es menester que todos, en la Cámara y fuera de ella se tranquilicen y que se den cuenta que cualquiera que sea el rumbo que tome este problema y la solución que el Gobierno tenga que proponer o abordar no es para producir en ninguno de estos intereses, catástrofes de ninguna especie.» Creía llegado el momento de que el Gobierno tomara de la mano el asunto para llevarlo a una conclusión, y se acordó, por 181 votos contra 11, que no había lugar a deliberar. En definitiva, las cosas y el contrato continuarían como estaban.

Quedó aprobado (25 de noviembre) el presupuesto de Estado, dilapidándose muchas horas en minucias. El ministro de Estado, Zulueta, aseguró que se había acentuado todo lo posible el carácter secularizador de la Obra Pía de Jerusalén, que tenía un sentido religioso y otro nacionalista. No se concedía una sola peseta para conservar el carácter religioso de la obra; «pero el Gobierno estima que el Parlamento debe apoyar aquello que, aparte de la labor confesional, significa expansión nacional de nuestra lengua y de nuestra cultura». A España —decía también el ministro— no le conviene abandonar el influjo que los eclesiásticos españoles pueden tener en Jerusalén. Si un español abandonase su puesto, sería sustituido por un extranjero. Leyó a continuación los nombres de las personas que componían el Patronato de la Obra Pía: Tenreiro, Marañón, Sánchez Albornoz y Nicolau d'Olwer, y como director en el Ministerio, Torroba, «cuyo espíritu laico no podía ser sospechoso para nadie».

Los constantes desafueros cometidos al amparo de leyes de excepción, cesantías, expropiaciones, detenciones y deportaciones, impulsaron a radicales y agrarios a presentar (23 de noviembre) sendas proposiciones incidentales. La de los radicales, para pedir se diese prelación a la ley de creación del Tribunal de Garantías Constitucionales. Los agrarios querían el nombramiento de una Comisión parlamentaria ante la cual se pudiesen formular las reclamaciones pertinentes, por parte de los sancionados en virtud de leyes de excepción en tanto se constituía el Tribunal de Garantías.

El jefe del Gobierno opuso un no rotundo a las dos proposiciones. Se negaba a admitir que se llamasen inconstitucionales o anticonstitucionales leyes que había votado el Parlamento para la Defensa de la República. «El nombramiento, separación o jubilación de empleados y las órdenes que dictan los ministros con facultades extraordinarias se hacen en virtud de leyes votadas por el Parlamento.» «Se dirá que estas cosas no le gustan a todo el mundo: con que les gusten a los republicanos me basta.» «Por ejemplo, se hacen ciertas protestas contra las modificaciones en el personal de la Magistratura y se dice: «Se pone en peligro la independencia del poder judicial.» No. ¿Por qué? En primer lugar, yo no sé lo que es el poder judicial. Aquí está la Constitución. Yo no gobierno con libros de texto, ni artículos, ni con tratados filosóficos y doctrinales. Gobierno con este librito —la Constitución— y digo que se me busque en este libro el poder judicial, a ver si lo encuentran. Va mucha e importante diferencia de decir «poder judicial» a decir «administración de justicia»: va todo un mundo en el concepto del Estado. ¿Independencia del poder judicial? ¡Según! ¿Independencia de qué?

Gil Robles: Del Gobierno, de las intromisiones del Gobierno.

Azaña: Pues yo no creo en la independencia del poder judicial.

Gil Robles: Pero lo dice la Constitución.

Azaña: Dirá lo que quiera la Constitución; lo que yo digo...

Gil Robles: Artículo 94.

Azaña: Lo que yo digo, que ni el poder judicial, ni el legislativo, ni el ejecutivo pueden ser independientes del espíritu público nacional, y menos hostil al espíritu público que penetra a todo el Estado.

Alba: Eso lo dijo ya Primo de Rivera.

Azaña: Pues alguna vez tenía que acertar Primo de Rivera. Lo que no se puede consentir a los funcionarios de todo orden, vistan o no toga, es que se sienten ante una mesa a despachar con el ánimo de contrariar la voluntad del espíritu público y del Estado. Nadie puede creer que las eliminaciones en las carreras del Estado se hayan hecho pensando o fundándose en actos profesionales de los funcionarios que hayan desagradado al Gobierno.

Gil Robles: No lo sabemos todavía. Cuando vengan los expedientes...

Azaña: ¡Qué más quisiera Su señoría que vinieran!

Gil Robles: ¡Eso es lo que no quiere el Gobierno, que se sepa la verdad! Vengan aquí, señor Azaña, todos los expedientes. Mientras no vengan, tenemos derecho a decir que todo lo que se hace es pura arbitrariedad. Demuestre Su señoría lo contrario.

Rey Mora: España entera lo pide.

Azaña: No tengo que demostrar nada. Esta es una cuestión de orden político. El Gobierno, mientras tenga las facultades que tiene, las aplicará. El Gobierno ha restablecido el orden y la autoridad de las leyes. De esta política no hay quien nos aparte ni un ápice. ¿No os gusta? Pues decidnos que nos vayamos. Otros vendrán que lo harán mejor o gobernarán con otro criterio. Hasta entonces, el Gobierno hará uso de esas facultades con el apoyo de la mayoría republicana de la Cámara. En lo fundamental todos estamos de acuerdo.»

¿Todos? La proposición quedó rechazada por 142 votos contra 100, y entre los votantes a favor de la proposición figuraban los radicales. Quedó aprobado el presupuesto de Justicia con la declaración por parte del ministro Albornoz de que «no se había suprimido todavía el presupuesto de culto y clero; pero había continuado la reducción que la Constitución marca, esperando la extinción total cuando la ley especial fuese aprobada». En cuatro sesiones se discutió el presupuesto de Obras Públicas. Prieto, al explicar el criterio que había presidido su redacción (30 de noviembre) se mostró limpio de su anterior fobia ferroviaria; pero perseveraba en su hostilidad a los técnicos, «causantes de las más graves dificultades con que tropiezo en el Ministerio que regento: porque la burocracia técnica, cuanto más alta, es peor». Consideraba fundamentales las obras hidráulicas y los ferrocarriles, y después de realizar varios viajes por España, «había rectificado de criterio», convencido de que «es un crimen de lesa patria contemplar con los brazos cruzados las tierras de secano». Prometía dedicar cuanto quedase en el presupuesto de libre disposición a obras hidráulicas.

El ministro de Marina, Giral, al iniciarse el examen del presupuesto de su departamento (7 de diciembre), anticipó que la Marina de guerra no servía absolutamente para nada, dada la escasez de los medios, y su propósito era perfeccionar los escasos elementos, de modo que fueran eficaces. El presupuesto de Trabajo apenas mereció atención de la Cámara. Largo Caballero (9 de diciembre) justificaba la falta de innovaciones «porque no era partidario de planear fantasías, que dan una sensación juvenil y luego no pueden llevarse a la práctica». En el presupuesto no figuraba el subsidio a las familias numerosas, «porque el Estado no tiene control sobre él y, dado el número de intermediarios, no llegaban a los beneficiados las cantidades consignadas».

El presupuesto del Ministerio de la Gobernación presentaba un aumento de 65 millones de pesetas. De este incremento correspondía a la Dirección General de Seguridad 36 millones. Los gastos secretos, que en la época de la Monarquía eran de 500.000 ó 600.000 pesetas, se elevaban a 2.500.000. Gil Robles (13 de diciembre) examinó con minuciosidad los gastos relativos a coches oficiales: el servicio, en total, importaba 11.295.000 pesetas. «Se han comprado últimamente —decía— 31 coches «Chrysler», por valor de 950.000 pesetas; de ellos, ocho, modelo «Imperial», de ocho cilindros, a 70.000 pesetas cada uno. Estos coches ofrecen todos los refinamientos, incluso una magnífica instalación de radio, cuya utilidad no he podido averiguar. ¿Son necesarios para los ministros unos coches de tanto lujo? El gasto de gasolina «viene a ser, aproximadamente, de 3.000 litros diarios». El diputado Balbontín consideraba también excesivas algunas partidas del presupuesto: «el último, en época de la Monarquía, sumaba 291.698.291 pesetas; el de ahora, 416.831.584. Para Policía y Guardia Civil se destinan 225.747.064 pesetas; el último presupuesto de la Monarquía consignaba para la misma finalidad 150 millones.» En su respuesta, el ministro de la Gobernación explicó que gran parte de los aumentos de la Dirección de Seguridad «dimanaban del sostenimiento de 5.000 guardias de Asalto, la nueva fuerza creada por la República para garantizar el orden». Reconocía que los presupuestos de la Monarquía eran, en efecto, más reducidos, «pero fácilmente modificables sus cifras a través del cómodo sistema de los créditos ampliables». En cuanto al servicio de coches oficiales, «cuando nosotros llegamos al Ministerio había 58 coches oficiales en Madrid. Y cuando se adquieran los estipulados en la cantidad consignada en el presupuesto, serán, en total, 741, con 760 conductores.»

Con facilidad se aprobó el proyecto de ley creando el impuesto sobre la renta.

El presupuesto de Agricultura defraudó a todos. Marcelino Domingo justificaba los retrasos de las prometidas reformas por falta de tiempo. «Ahí está —dijo— el ejemplo de Rusia, donde los hombres que idearon el plan quinquenal necesitaron cuatro años de labor silenciosa y paciente para planearlo.»

Fue el presupuesto de Guerra el que tuvo más recios impugnadores. Estelrich, de la Lliga Regionalista, veía una contradicción entre los artículos de la Constitución y la política militar de la República. Ortiz de Solórzano advertía que los aumentos consignados en el presupuesto estaban reñidos con las promesas del ministro en algunos de sus discursos sobre reformas militares. Pedía Peire, radical, la supresión del servicio obligatorio, que debía ser sustituido por la instrucción militar obligatoria. Mientras la señorita Campoamor, también radical, iba más lejos y reclamaba el desarme total. En favor del presupuesto hablaron Moreno Mateos, por la minoría socialista, y Gabriel Franco, por Acción Republicana. Pero las razones de más peso las expuso Azaña. «Es rigurosamente necesario saber — dijo — qué nos proponemos hacer en España con la defensa nacional, y una vez que sepamos lo que quieren los más de los españoles, ir rectamente por este camino, diciéndole al país toda la verdad.» Cabían dos políticas: el desarme total y absoluto o lo que aconsejaban las precauciones necesarias para asegurar al país, en cualquier momento, su libertad interior y exterior en el mundo. Azaña se adscribía a la segunda. Esta actitud no estaba — según decía — en pugna con la renuncia a la guerra, promulgada en la Constitución. Porque el día «en que de algún modo la independencia de España pudiera estar subyugada o sojuzgada por un poder extranjero, ése es el día de la guerra para España; es decir, el día de ponerse enfrente de un poder que la pretendiera humillar». Una política de defensa nacional concebida de esta manera ofrecía tres fases, no sucesivas, sino simultáneas: la fase internacional, que constituía la dirección de la política internacional de la República; después, en el orden lógico, la política de guerra de la República, y, por último, la política militar de la República. «La política militar conjuga los intereses nacionales, los de la política de guerra, los económicos, los sociales y los morales de la nación, y entonces la política militar es propuesta por el Gobierno a las Cortes; porque ésa es la función estrictamente política del Gobierno, diciendo: éste es el sistema de defensa nacional. Y como uno de los sistemas de defensa es el Ejército, dice: ésta es la clase de Ejército que yo opino que debe tener el país.»

Para consolidar la política militar «habrá de dictarse una ley orgánica para la oficialidad de complemento, de que tenemos gran necesidad. Al mismo tiempo, por disposiciones ministeriales se establecerá entre los Estados Mayores el enlace necesario para que las fuerzas de tierra, de aire y de mar tengan un pensamiento director común, y habrá de crearse un órgano que mantenga la continuidad de la política de guerra de la República, de la misma manera que el Consejo Superior de la Guerra, presidido por el ministro, mantiene en conexión con el Gobierno la continuidad de la política militar.» «El desarrollo orgánico de todos estos problemas será muy lento. El Gobierno sabe que para tener este Ejército de defensa nacional formado por la movilización general de los ciudadanos necesita unos cuadros de mando, y va a traer a las Cortes una ley para organizarlos. Y habrá de pasar muchísimo tiempo hasta que ese Ejército adquiera la agilidad y la posibilidad de movilizarse, de ser útil para algo.»

Azaña afirmaba que el Ejército creado conforme a sus reformas y leyes «puede existir y cumplir su misión, cualquiera que sea el destino político de la República». Y añadía: «Será para muchos una sorpresa si digo que en caso de ocurrir en España (no sé si va a ocurrir o no) una transformación social mucho más profunda de la a que estamos asistiendo, de todas las organizaciones del Estado, la que menos tendría que reformarse sería el Ejército, tal como va a quedar después de su organización en curso.» Hasta ese punto pensaba Azaña desvincularlo de toda idea política, para transformarlo en una máquina que funcionaría, automáticamente, con cualquier régimen.

Y con explicar cuáles habían sido las reducciones y los aumentos introducidos en el presupuesto —aumentos que, según sus cálculos, sumaban 15 millones de pesetas, mientras sus impugnadores los ascendían a 80—, acabó su discurso con un elogio al progreso alcanzado en la solución del problema militar. «Nos hemos enfrentado con un Ejército que en tiempos de la Monarquía no servía más que para mantener el orden y para sostener el régimen, y ahora la República vive con su propia fuerza y el Ejército ya no lo empleamos para mantener el orden público, sino para prepararse a ejercer su estricta misión».

El ministro de Instrucción Pública, De los Ríos, se lamentaba de que, debido al criterio de restricciones económicas imperante, el presupuesto de su departamento hubiese sufrido rigurosas podas. «De un hachazo le quitaron veinte millones, y de otro hachazo, veintiuno.» A pesar de tales mutilaciones, el ministro no se sentía decepcionado, pues la creación de escuelas continuaba. La fórmula de los cursillos pedagógicos para seleccionar el magisterio era una verdadera solución pedagógica. Sin embargo, el problema de elevar el sueldo a los maestros no había podido resolverse aun.

En la segunda enseñanza las dificultades eran mayores. Sólo en Madrid, 22.000 niños no tenían acceso a la enseñanza oficial. Faltaban Institutos y, por consiguiente, profesores. En cuanto al problema universitario, «creo un profundo error —afirmaba el ministro— continuar con la organización universitaria actual, y quise llegar a la supresión de Universidades, cosa que aprobó el Consejo de ministros y que no se llevó a cabo por el ruego de los representantes políticos de las regiones respectivas. Pero he rogado a esos representantes que preparen a sus regiones para convencerles de la necesidad de la supresión. Y no es problema de coste, que en definitiva eso es lo que menos importa; es que el exceso de titulares y profesionales es trágico, porque hay, por ejemplo, 20.000 médicos en ejercicio. Además, la dispersión del Estado en este orden obstaculiza la creación de los grandes centros universitarios, sobre los que hay que concentrar toda la cultura nacional. Y este problema no hay forma de resolverlo si no es limitando el acceso a la Universidad o haciéndole de tal modo exigente que sólo salgan de ella los que tengan una alta capacitación.» En cuanto a las Escuelas especiales, estudiaba con los elementos rectores de aquéllas una reforma mediante la cual se capacitaran primero los alumnos en la técnica para estudiar después la teoría.

La idea de suprimir Universidades no tuvo contradictores y sí partidarios: Sánchez Román censuraba al Gobierno por la sensación de debilidad al no afrontar con gallardía este problema, sobreponiéndose a los intereses regionales. «El número de Universidades es excesivo —razonaba —, porque España no cuenta con los cuadros de profesores suficientes que las Universidades exigen.»

Como había vacantes ocho actas de diputados, el Gobierno dejó al criterio de la Cámara el decidir si las elecciones parciales debían celebrarse en enero, con la ley electoral antigua, o en abril, con la nueva. Oída la opinión de las minorías (21 de diciembre), se acordó aplazarlas hasta que surtiera sus efectos la ley de incompatibilidades, que produciría algunas vacantes, y cubrir entonces todas con intervención del voto femenino. A una petición de Gil Robles para que mientras durase el período electoral quedara en suspenso la ley de Defensa de la República, respondió el jefe del Gobierno que no estaba dispuesto a ello, «porque la ley no molestaba a nadie para sus propagandas».

Se aprobaron los presupuestos de Hacienda y Marruecos (22 de diciembre). El total de tropa en Marruecos, según la nueva organización, sería de 34.715 hombres; de ellos, 25.405 europeos y 9.184 indígenas. Los efectivos de la Legión sumarían 4.004 hombres. El Ejército peninsular se compondría de 145.000 soldados.

Las sesiones de la tarde y noche del día 23 se dedicaron íntegras a discutir el articulado de la ley de presupuestos. Proponía el artículo 44 que el Gobierno presentara a las Cortes un proyecto de ley en virtud del cual se mantendría dentro del capítulo de «obligaciones a extinguir» el 80 por 100 de la dotación asignada en el presupuesto del año 1931 para el mantenimiento del clero rural. Socialistas y radicales-socialistas de la Comisión de Justicia pidieron la supresión de este artículo. «No se puede equiparar al sacerdote —dijo el ministro Albornoz— con los demás funcionarios públicos. Además, estoy convencido de que la Iglesia, en España, dispone de recursos suficientes para mantener a sus ministros. Lo que sucede es que la administración de esos bienes, en manos de los obispos, es mala e injusta.» La minoría agraria llegó a la obstrucción, pero no consiguió evitar la supresión del artículo.

Los presupuestos generales del Estado quedaron aprobados en la sesión del 28 de diciembre, por 236 votos contra 20. Sólo cinco votos salvaron el quorum. Importaban los gastos 4.727.283.292 pesetas, y los ingresos, 4.722.156.870. Todavía en la sesión anterior la autorización al ministro de Hacienda para hacer el traspaso de servicios a la Generalidad dio motivo a largas y prolijas discusiones, que reprodujeron la hostilidad al Estatuto, manifestada en los debates iniciales.

La Cámara fue informada (22 de diciembre) del propósito del Gobierno de Méjico de contratar la construcción de varios barcos en España. Consistía el encargo en cuatro cañoneros de 160 toneladas cada uno y una serie de lanchas para la vigilancia de costas. En total, importarían 65 millones de pesetas. En la nota oficiosa del Consejo se aseguraba que estas construcciones resolverían la crisis de los astilleros españoles y que con ellas se iniciaba «la ejecución de un plan naval proyectado por el Gobierno mejicano, que comprendía la construcción de una flota de guerra, cuyo importe sería de más de 400 millones de pesetas». Pero la verdad de este asunto la sabía Azaña y la archivaba en sus Memorias: «Se ha resuelto velozmente en las Cortes —escribía— el asunto del tratado con Méjico para construir en España una pequeña flota por cuenta de aquel país. Las negociaciones han durado meses. Las ha llevado el embajador Álvarez del Vayo. La única falla que esto tiene, o puede tener, es que Méjico no pague; pero en tal caso, además de colocarnos en situación de acreedores, nos daría derecho a pedir una compensación justa; la pérdida no sería mayor que otros gastos comprendidos para remediar el paro obrero, sin fruto alguno. Y siempre quedaría el efecto político de la reaparición de España en América con otros medios y otros métodos que el del conferenciante pedigüeño».

Las activas gestiones de Álvarez del Vayo culminaron en una invitación hecha por el Gobierno de Méjico al Presidente de la República para que visitase aquel país. Se alborozó mucho la prensa gubernamental con el encargo de Méjico, alivio para la crisis de los astilleros paralizados.

También con el mismo propósito de buscar trabajo donde emplear a los obreros en paro forzoso por el cierre de fábricas y talleres, arruinados por la subversión anárquica, el ministro de Obras Públicas se lanzó a una gran empresa que prometía labor para muchos años.

Sin embargo, Azaña recababa para sí el honor de esta iniciativa, de la cual Prieto era mero colaborador. Exhumó el ministro de Obras públicas unos proyectos del ingeniero industrial Fernando Reyes que dormían en los archivos del Ministerio y los puso en ejecución con carácter de urgencia. El día 8 de noviembre, en presencia de varios ingenieros, técnicos municipales y representantes de entidades económicas, Prieto explicó el proyecto, que consistía en la construcción en el Paseo del Prado de una estación subterránea, donde confluirían los trenes procedentes del Norte y Mediodía. El túnel atravesaría la plaza de la Cibeles y continuaría por los paseos de Recoletos y de la Castellana, que entonces se denominaban Avenida de la República, hasta los altos del Hipódromo. De aquí, donde se construiría otra estación subterránea, partiría una línea férrea hasta Fuencarral, desviándose después al Oeste para unirse con la línea del Norte en Las Matas. Complemento de estos proyectos era la prolongación de la Castellana por los terrenos del antiguo Hipódromo, hasta empalmar en el límite de Chamartín con la carretera de Francia y la cons­trucción de nuevos ministerios, emplazados en la prolongación dicha, más la creación de pueblos satélites.

La iniciativa de poner en marcha la obra de los enlaces ferroviarios obtuvo muy buena acogida, descontadas las críticas de los censores apasionados, que desestimaron desde el principio la gigantesca obra, motejándola de «tubo de la risa». El 11 de noviembre se creaba, por decreto de Obras Públicas, la Comisión técnica «encargada de estudiar y proponer la solución más conveniente al interés público para enlazar las líneas ferroviarias y electrificar aquellos trayectos en extensión bastante para establecer un buen servicio de cercanías de Madrid». Por otro decreto también del Ministerio de Obras Públicas (13 de diciembre) se creaba el Gabinete técnico de Accesos y Extrarradio de Madrid, «para estudiar la ampliación de las carreteras que parten de la capital, creación de otras nuevas, los problemas urbanísticos y proponer el emplazamiento del nuevo Ministerio de Obras Públicas». Finalmente, por un proyecto de ley presentado al Parlamento, se declaraban de urgencia estas obras en Madrid, «que sentía la pesadumbre del paro en angustiosas circunstancias», pues «la provincia de Madrid es de las más azotadas por esa crisis». El Gobierno estaba muy interesado en acelerar las obras, y un decreto de Hacienda ponía a disposición del Ministerio de Obras Públicas los terrenos del Hipódromo (en total, 125.000 metros), que, perteneciendo al Estado, fueron cedidos al Ayuntamiento de Madrid por decreto de 10 de agosto de 1925. El arquitecto don Secundino Zuazo, ayudado por los arquitectos señores Arniches y Domínguez, fue el autor del proyecto y vaticinó que tocante a construcción urbana madrileña no se había hecho nada parecido a lo proyectado desde los tiempos de Carlos III. En cuanto a los enlaces, aseguró «que se trataba de un proyecto de importancia histórica, sólo comparable a lo que fue para Madrid la construcción de los canales de Lozoya».

* * *

La exigencia de responsabilidades por el golpe de Estado del general Primo de Rivera en 1923, junto con la acusación contra el Rey por prevaricador y perjuro, constituyeron los dos pilares más fuertes sobre los cuales asentó la República sus razones, y utilizó especialmente en sus propagandas. Ya se dijo a lo que se redujo la acusación contra el Rey. Se trataba ahora de descubrir las inmoralidades, escándalos y corruptelas de los años «ignominiosos» de la Dictadura. Tan decepcionada estaba la gente por la experiencia de los veinte meses republicanos, y era tanta la fatiga mental producida por las desaforadas e insensatas campañas, que la noticia del comienzo de la vista de la causa (22 de noviembre) se recibió sin un gesto de interés o de curiosidad. El acto se celebró en el Senado, ante los veintiún diputados de la Comisión de Responsabilidades, constituidos en Tribunal, presidido por el diputado Franchy Roca.

Estaban encartados en el proceso todos los generales que integraron el primer Directorio militar y los personajes civiles y militares que desempeñaron cargos de ministros en los Gobiernos de la Dictadura. Declarados en rebeldía figuraban: Martínez Anido, Yanguas Messía, Calvo Sotelo, Callejo, Aunós y los condes de Guadalhorce y de los Andes. El general Saro llegó desde Manila para comparecer en el juicio. El acta acusatoria del fiscal, diputado González López, era farragosa y confusa. En ella calificaba a los procesados de «auxiliares necesarios del delito de alta traición, que como fórmula jurídica resumió todos los del acta acusatoria formulada contra el que fue rey de España, don Alfonso de Borbón.» Solicitaba para todos la pena de veinte años de confinamiento, con inhabilitación absoluta y perpetua. Los generales Saro y Cavalcanti y el señor Castelo se defendieron personalmente. El diputado Pita Romero defendió a don Federico Berenguer; Gil Robles, a los generales del segundo Directorio; José Antonio Primo de Rivera, a don Galo Ponte; el diputado Arranz al almirante Cornejo y Martínez de Velasco al general Aizpuru. El letrado defensor del general Martínez Anido renunció a informar.

Ni en la lectura del apuntamiento ni en las declaraciones de los procesados y de los testigos se dijo nada que significase novedad sobre lo tantas veces repetido. Los defensores apoyaron sus informes en estos argumentos: los generales encartados no intervinieron en la preparación del golpe militar, que fue de la exclusiva iniciativa e incumbencia de don Miguel Primo de Rivera. No se sublevaron, por cuanto que no hubo levantamiento armado, ni conminación, y sí únicamente una reclamación del Poder, atendida por el Rey y apoyada con entusiasmo por la opinión pública. La debilidad de la acusación se transparentaba en el informe del fiscal al excusarse con palabras como éstas: «Se enjuician responsabilidades que no se pueden sospechar. No hay definidas responsabilidades para el gran traidor, el gran rebelde y sus colaboradores. Por eso las Cortes dijeron: he aquí una alta traición.»

De las defensas, sobresalió la de José Antonio Primo de Rivera, y no fue en realidad alegato en favor de un procesado, sino intervención emocionada del hijo para reivindicar la memoria y la obra de su padre, «calumniado con la saña más implacable que se recuerda, después de volcar sobre su nombre todas las aguas sucias de la difamación». Sin embargo, el pueblo lo sintió como suyo, «y, por eso, en el fondo del alma, donde ningún soborno penetra, siempre estuvo con él». «Mas el pueblo solo, sin intermediarios, no basta para sostener un régimen. ¡Ah, si hubiesen querido los intelectuales! Pero los intelectuales —¿sólo por culpa suya? ¿por culpa, en parte, del dictador?— se divorciaron pronto del nuevo régimen. Fue un movimiento de antipatía que aún está por explicar. Los intelectuales se replegaron en sí con un mohín de repugnancia y desdeñaron el penetrar todo el sentido profundo, revolucionario, del pensamiento de Primo de Rivera. Se detuvieron en dimes y diretes rituarios y no quisieron entender. ¡Qué coyuntura despreciaron ellos, los más sensibles al dolor de España, para haber encauzado aquel magnífico torrente optimista, de brío popular, que desbordaba el espíritu de Primo de Rivera! Así, acabó entrándose sólo con un grupo de colaboradores leales, el general Primo de Rivera. Entre él y el pueblo pasivo, un desierto de silencio hostil, cuando no de calumnias. De este modo, Primo de Rivera padeció el drama que España reserva a todos sus grandes hombres: el drama de que no los entiendan los que quieren y no los quieren los que los podrían entender...»

Refiriéndose concretamente a su defendido, don Galo Ponte, decía Primo de Rivera que no pudo delinquir contra la Constitución del 75, ya derrocada cuando aquél fue nombrado ministro, ni se le podía envolver en el delito de alta traición; «porque si la alta traición consistió en subvertir desde la primera magistratura el orden constitucional, es indudable que la subversión quedó consumada en un momento sólo y que de ahí en adelante empezó a imperar para todos, con razón o sin ella, el orden nuevamente implantado.» ¿Y de las demás cosas? «De los negocios, de los atropellos, de las iniquidades, no hay ni rastro de prueba en el sumario, a pesar de las facultades que para instruirlo ha tenido la Comisión.»

La sentencia se hizo pública el día 8 de diciembre. El fallo era condenatorio y las penas oscilaban entre seis y ocho años de confinamiento o destierro, más la inhabilitación absoluta por veinte años. Resultaban condenados: don Severiano Martínez Anido, don Luis Aizpuru Mondéjar, don Diego Muñoz Cobo, don Federico Berenguer, don José Cavalcanti, don José Calvo Sotelo, don José Yanguas Messía, don Eduardo Callejo, don Rafael Benjumea Burín, don Eduardo Aunós Pérez, don Francisco Moreno Zuleta, don Galo Ponte, don Honorio Cornejo, don Julio Ardanaz, don Mateo García de los Reyes, don Sebastián Castedo Palero, don Antonio Magaz, don Adolfo Vallespinosa, don Luis Hermosa, don Luis Navarro y Alonso de Celada, don Dalmiro Rodríguez Pedré, don Mario Muslera y Planes, don Antonio Mayendía, don Francisco Ruiz del Portal y don Francisco Gómez Jordana.

La causa por las responsabilidades terminó como había comenzado, en medio de la glacial indiferencia de la opinión pública. El Tribunal entendió que con las condenas pronunciadas había salvado el compromiso revolucionario. No se advirtió interés por dar categoría jurídica al proceso, y sus promotores se sintieron aliviados como quien sale de un laberinto.

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Los generales que estaban en Prisiones Militares quedaron en libertad, y el juez instructor de la causa, diputado Peñalva, les conminó para que en un plazo de setenta y dos horas salieran para los lugares de confinamiento o destierro señalados. También recobró la libertad el teniente general Dámaso Berenguer, preso a resultas de la revisión de la causa por los sucesos de Jaca (1930).

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La esperanza de las fuerzas de derecha, compartida a veces por los radicales, estaba puesta en el Tribunal de Garantías Constitucionales, y el correspondiente proyecto de ley orgánica se dio a conocer el 23 de diciembre. Confiaban aquéllas que el Tribunal, sería valladar o freno contra las arbitrariedades, desafueros y atentados a los derechos ciudadanos.

Del bajo nivel a que había descendido el sentido de la justicia se lamentaba Ossorio y Gallardo al leer los fragmentos de un prólogo que el doctor don Gregorio Marañón había puesto a un libro de Fernando Valera. «Me alarma —decía Ossorio— el desdén con que el doctor trata a la juridicidad, contagiado de una infección muy generalizada... Acaso me arguya usted que los políticos directores no se separan de las vías jurídicas por capricho, sino en servicio de altos intereses públicos. ¡Pero eso es lo que han dicho y sentido, con absoluta buena fe, todos los tiranos!». El doctor Marañón explicaba lo que Ossorio y Gallardo denominaba su antijuridicidad de esta forma: «La revolución es también una guerra. Puede no aceptarse o no desearse. Pero si se ha encendido, hay que transigir con sus anormalidades jurídicas, llámense o no antijuridicidad. Si este hecho, el que yo trataba de justificar —que la revolución no se detenga ante ciertos aspectos de la ley—, no se llama antijuridicidad, sino otra cosa, declaro mi error y tengo el mayor gusto en cantar la palinodia. Defiendo, pues, esa otra cosa que usted también defiende, o, por lo menos, trato de explicarla: el que «un Gobierno revolucionario no se pare, si se ve forzado a ello, ante los artificios de la ley, sin perjuicio de protestar con igual vehemencia que usted de que se atropellen sin razón —si así ha ocurrido— los derechos intangibles del hombre individual o colectivamente... Al Gobierno se va como a una expedición por países ignotos e incivilizados, sin saber si alguna vez se tendrá que comer carne humana. Por eso hay hombres que no quieren gobernar. Temerosos de verse en el trance de ser caníbales a la fuerza... Pero lo menos que pueden hacer los que, como yo, no se atreven con la antropofagia, es comprender la conducta de los que, a veces, para atreverse, han tenido que amputarse en beneficio de los demás algo de su propia alma».

Estimaban muchos que el doctor Marañón se excedía en su deseo por justificar los errores y arbitrariedades de los gobernantes, y entre aquéllos se contaba un grupo de académicos que decidieron oponerse al ingreso en la Academia de la Lengua, de Marañón, cuando se presentó candidato para cubrir la vacante del marqués de Figueroa. El candidato de los académicos contrarios era Luis Araujo Costa, escritor erudito, poco relevante y monárquico. Tan fuerte fue la pugna y tan agitada se vio la Academia por el fragor político, que su presidente, el eminente cervantista Francisco Rodríguez Marín, hizo pública su decisión, de acuerdo con el consejo de su médico, de votar en blanco, pues «convaleciente de una enfermedad, había experimentado un retroceso en su salud a causa del disgusto que me están causando los preliminares de la elección». El doctor Marañón fue elegido académico. Pocas semanas antes (15 de diciembre) lo había sido don Miguel de Unamuno. En este caso la política jugó menos. Con el rector de Salamanca los propios republicanos no sabían a qué carta quedarse. Unos días antes de la elección, había dicho en un artículo de Ahora que no se acostumbraba a la bandera republicana «con un tercer color, impuro, mestizo». Y en una conferencia en el Ateneo, pródiga en alborotos (28 de noviembre), declaró: «Yo no soy político, sino español.» «No trajimos nosotros la República, sino que fue ésta la que nos trajo a nosotros.» «Me parece mal la quema de conventos, la disolución de la Compañía de Jesús y la confiscación de los bienes por el subterfugio del cuarto voto: todas estas cosas son represalias, y este modo de producirse concluye siempre en hechos sangrientos.» «La desdichada ley de Defensa de la República resume toda la arbitrariedad de un Gobierno revolucionario que está en el poder con corruptelas.» «Perduran hoy todos los males del antiguo régimen.» «No me importa que me tachen de derechista, porque no se sabe lo que es derecha ni izquierda, términos bien confusos que nadie conoce ni entiende».

El Consejo de Ministros autorizó, (29 de noviembre) la reaparición de ABC, suspendido por el Gobierno a raíz de los sucesos del 10 de agosto, El acuerdo no fue fácil ni adoptado por unanimidad. «Marcelino Domingo —cuenta Azaña — torció el gesto y dijo que el ABC hacía mucho daño y no debía reaparecer aún. Lo mismo Fernando de los Ríos: «Tengo muy en crisis el concepto político de libertades de imprenta», explico un día. Albornoz opinó que sentaría mal a los republicanos. Largo también se mostró inclinado a negar la autorización; pero no insistió». Prevaleció, al fin, el criterio de Azaña, favorable a la reaparición. «Ni en los tiempos de Calomarde, ni en los de Narváez, ni en los de Primo de Rivera —escribía A B C —, durante todos los Gobiernos de seis reinados y de dos Repúblicas, se aplicó jamás a un periódico una sanción gubernativa tan dura, sin justificación legal.» Las pérdidas sufridas en las semanas de suspensión sumaban 2.391.438 pesetas.

El público dispensó al periódico una cariñosa acogida, adhesión que les era negada, en cambio, a los diarios republicanos y en especial a los más afectos a Azaña.

En algunas regiones se fomentaba el fervor regionalista con ánimo de conseguir un Estatuto a semejanza del catalán. En una asamblea de alcaldes celebrada en Valencia (1 de noviembre) se hizo patente la voluntad de 229 Ayuntamientos, de los 263 que componían la provincia, de proceder al estudio de un proyecto de Estatuto para Valencia, Alicante y Castellón. La mayor parte de los oradores —algunos de éstos, tradicionalistas— se expresaron en valenciano. En Santiago de Compostela, los autonomistas gallegos se reunieron (17 de diciembre) para discutir la redacción de un de resultó borrascosa y no hubo acuerdo sobre cuál debería de ser la capital de la región. «Éste es el momento —dijo el alcalde de Santiago— de liberar a Galicia». El 23 de noviembre fue izada en el Ayuntamiento de Sevilla por primera vez la bandera andaluza, que ostentaba dos franjas verdes y una blanca en el centro, en sentido horizontal, a los acordes del pasodoble La Giralda, adoptado como himno regional. Todos estos actos habían sido preparados por un grupo de partidarios del Estatuto andaluz. Puede decirse que no había región española que no sintiera la comezón autonomista.

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Nota destacada de la labor gubernamental en los meses finales de año fue el proyecto de ley de arrendamiento rústico, redactado por el ministro de Agricultura, que suprimía los subarriendos y proponía medidas para acabar con el latifundio y el absentismo. Concedía a los propietarios un plazo de doce años para la venta de las fincas a los arrendatarios o Asociaciones obreras, exceptuándolas del impuesto de derechos reales y timbre. Proponía también la creación de un modelo de contrato oficial. El decreto organizando el Instituto de Reforma Agraria se publicó el 15 de diciembre. Pero «ante los continuos excesos de los que por iniciativa propia o por instigación de carácter sectario atentan un día y otro contra el uso de la propiedad rústica —se decía en la parte expositiva de un proyecto de ley presentado a las Cortes por el ministro de Agricultura (28 de diciembre) —, se les privará de los beneficios de la Reforma Agraria a los invasores de fincas rústicas, roturadores de las mismas, que dañen los sembrados o se apropien de los productos del suelo o vuelo, o talen los árboles, maltraten el ganado o destrocen la maquinaria». Éstas eran las fechorías más corrientes.

El ministro de Justicia había dispuesto por decreto, como se dijo, la jubilación forzosa de varios centenares de magistrados, fiscales y jueces, con los más peregrinos pretextos, el más corriente, haber desempeñado cargos en época de la Dictadura. El Gobierno desestimó casi todos los recursos interpuestos por los sancionados.

El ministro de Instrucción Pública dio a conocer el texto del proyecto de bases de reforma de la Primera y Segunda Enseñanza. Dividía el Bachillerato en siete cursos, bifurcándose después del quinto en dos ramas: literaria y científica. Suprimía los exámenes de fin de curso y establecía exámenes de conjunto. Creaba el certificado de estudios primarios. La formación del Magisterio comprendía tres períodos: cultura general (bachillerato), preparación profesional y práctica docente.

El ministro de Estado se trasladó a París (20 de diciembre), portador de las insignias de la gran cruz de la Orden de la República, concedida a don Eduardo Herriot durante su visita a España. Herriot había dimitido la presidencia del Gobierno francés pocos días antes.

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El día 30 de diciembre, al despachar el jefe del Gobierno con el Presidente de la República, le dijo aquél que, una vez votado el presupuesto y no habiendo ningún asunto apremiante, estaba a su disposición, por si creía llegado el momento de cambiar de política.

—No, no; de ninguna manera —contestó Alcalá Zamora—. ¿Quieren marcharse los socialistas?

—No.

—Pues, entonces, adelante.

Era una ratificación de confianza por parte del Presidente de la República. No era esto lo que necesitaba Azaña. Lo que había perdido el jefe del Gobierno era la confianza en sí mismo. Nadie arriesgó más en la empresa política, y, en apariencia, ninguno poseía su fe en la virtualidad de la República y en el logro de sus esfuerzos personales. Sin embargo, cuando Azaña confía sus pensamientos íntimos a su Diario, deslíe en sus páginas el cansancio, el pesimismo y aquella terrible incógnita que le tortura, sobre el destino de la República. Monólogos de un Segismundo que había perdido la paz y la libertad íntima porque estaba convencido de que la vida del régimen estaba supeditada a su persona.

 

 

CAPÍTULO 26.

ESTALLA UNA REVOLUCIÓN ANARCO SINDICALISTA