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CAPÍTULO XVII.BATALLA EN TORNO AL ESTATUTO CATALÁN
Desvanecida
la polvareda que levantó el debate político, continuó la discusión del Estatuto
su penosa marcha. El artículo VI quedó aprobado (20 de julio) por 135 votos
contra 72. Prosiguieron los laboriosos cabildeos entre gobernantes y diputados
de la Esquerra en busca de fórmulas conciliatorias. La cuestión de la enseñanza
se presentaba muy espinosa, y siendo grande el empeño del Gobierno por arbitrar
un arreglo, no lograba sus deseos. Tampoco había armonía en el seno de la
Comisión dictaminadora. Su presidente, Luis Bello, proponía a las Cortes (21 de
julio) que así como se aprobó la cooficialidad del idioma, de igual manera
debía aceptarse la de la enseñanza. Los radicales, y en su nombre hablaba
Guerra del Río, coincidían con los catalanistas cuando éstos pedían «dos
Universidades, dos Instintos y dos escuelas». Y de paso enteró a la Cámara de
lo que se hacía en Cataluña, sin esperar la aprobación del Estatuto: Maciá, el
7 de abril del año anterior, se había dirigido a un grupo de catedráticos
encomendándoles la organización de la Universidad catalana a la vez que eran
destituidos los decanos. En Barcelona —añadió— los catedráticos dan la clase en
catalán y al final preguntan a los alumnos si han entendido la lección para
traducírsela al que no haya comprendido. No existe un propósito de noble
bilingüismo; de lo que se trata —decía el orador— es de ahogar a la enseñanza
del Estado español, y esto no se puede tolerar.
La petición hecha por Royo Villanova de que la Universidad de Barcelona dependiese del Estado en las mismas condiciones que la Universidad de Madrid, fue desechada por 148 votos contra 67, a pesar de haberla apoyado muchos radicales. Pugnaba la minoría catalana por arrancar el artículo VII con atribución a la Generalidad de la enseñanza en todos los grados y órdenes, y la validez en todo el territorio de la República de los certificados de estudios expedidos por los centros de enseñanza de la Generalidad, y la Comisión luchaba por retener unas parcelas donde prevaleciera la autoridad del Estado, con arreglo a una enmienda redactada por Francisco Barnés. Enemigo de todo particularismo político, Ortega y Gasset se mostró (27 de julio) partidario de una descentralización administrativa en lo referente a enseñanza, y contrario a la Universidad bilingüe. «Lo que no se puede hacer —decía— es dejar como a los gallos a los idiomas, luchando en la Universidad única. ¿Cómo va a ser la Universidad bilingüe si el Estado no lo es? Lo que no puede hacer el Estado es abandonar su lengua en ninguno de los órdenes, y menos en el universitario. Y lo que se proponen los catalanes con este artículo es mermar las facultades del Estado». Barnés
se creyó en el caso de explicar cómo podría crearse la Universidad y su
desenvolvimiento, pero a los catalanes no les convencían sus explicaciones, y
por boca del diputado de la Esquerra Lluhí declararon
que no aceptaban su enmienda. Menudearon los votos particulares de las
oposiciones, favorables a las dos enseñanzas, la del Estado y la de la
Generalidad, en la región autónoma, pero no obtuvieron éxito. Unamuno presentó
una propuesta (2 de agosto) redactada en los siguientes términos: «Es obligatorio
el estudio de la lengua castellana, que deberá emplearse como instrumento de
enseñanza en todos los centros de España. La Generalidad de Cataluña podrá, sin
embargo, organizar enseñanzas en su lengua regional, pero el Estado mantendrá
también en Cataluña las instituciones de enseñanza de todos los grados en el
idioma oficial de la República». Unamuno se lamentaba de que los diputados
distraídos por mil atenciones no reparasen en la importancia del tema. «Si se
les preguntara: ¿Qué hay que votar?, nadie sabría responder concretamente. En
estas condiciones la tarea es inútil.» «A nadie se le debe dar lo que pide,
sino lo que le convenga. No he de repetir lo que siempre dije sobre las
lenguas; éstas no se rigen por leyes: crecen, se desarrollan, viven y mueren
sin que se les imponga pauta. Creo, por tanto, que se incurre en un grave error
al persistir en la aprobación de estos preceptos en un momento en que a la
Cámara domina, más que otra cosa, la más completa confusión. El Gobierno no
puede hacerlo así porque sí, tenga los compromisos que tuviere. El país no
puede suscribir compromisos que no ha contraído.»
«El
señor Unamuno antepone su pasión al respeto que debieran inspirarle las
aspiraciones de Cataluña» —replicó Ventura Gassol,
delegado de Cultura de la Generalidad, que en un discurso de exaltación lírica
y patriótica, después de cantar las excelencias que prometía la autonomía a
Cataluña y a los otros pueblos de la República, enumeró lo hecho por la
Generalidad en el terreno de la cultura, y el vasto programa para el futuro.
«Yo —afirmó—, que he predicado la cordialidad, mejor aún, la inteligencia he oído
con tristeza cómo no se quiere armonizar cosa tan universal como la cultura, y
por eso propendo hacia el radicalismo, porque espero que un día Cataluña tendrá
todas aquellas libertades y facultades que ha ido conquistando, como las
tendrán Galicia, Euzkadi, Aragón y Valencia, lo cual constituye la meta de mis
ilusiones, porque representa la única solución que puede modernizar la
República española, una República federal en la cual el único peso muerto está
constituido por ciertos intelectuales que han coincidido, por un sarcasmo de la
suerte, con los monárquicos, con la Iglesia y con los defensores de March.»
«El
señor Gassol entiende que España es una federación de
pueblos, y yo entiendo que es una nación», exclamó Royo Villanova al responder
a ciertas alusiones. El diputado castellano creía que la algarada de los catalanes
carecía de motivos lógicos, y que bastaría nombrar capitán general de Cataluña
al general Barrera para que no pasara nada. Tan seguro estaba de lo artificial
del alboroto separatista. Para definir oficialmente la posición de la minoría
nacionalista catalana, habló su jefe, Companys. «El triunfo doctoral de la
Esquerra —dijo— significó la fe puesta en la República. Hoy Cataluña es el más
firme sostén del régimen.» La autonomía era, por otra parte, una promesa de los
hombres más destacados de la República, conocedores del problema catalán y dispuestos
a las soluciones más halagüeñas. «Pero la discusión del Estatuto nos apena.
¿Para esto se quería conocer la opinión de Cataluña, cuyos electores, en un 90
por 100, votaron el Estatuto?« A raíz del plebiscito «una persona bien
significada y muy elevada por cierto —alusión a Alcalá Zamora— lo calificó de
mesurado, discreto y prudente». «Ese Estatuto ha descendido tanto, que puede
llegar un día en que a Cataluña no le interese.» «El dictamen de la Comisión
no nos satisface, ni puede satisfacernos, y yo os digo que nada ganáis con eso,
ni nadie saldrá beneficioso. No niego que existe un estado sentimental en gran
parte del pueblo contrario al Estatuto; pero también digo que a ello no son
ajenos los elementos monárquicos, triturados el 14 de abril, y que esgrimen
este problema para combatir a la República. La minoría catalana, ante esta
situación, se abstendrá de votar el dictamen y seguirá luchando dentro de la
Constitución para que a nuestros centros docentes se les dé el rango que
merecen.» La noticia de la abstención contrarió amargamente a los
gubernamentales.
Ninguno
de los que habían intervenido para justificar la Universidad única bilingüe
había convencido a Sánchez Román, según dijo éste al explicar su voto. «Por lo
demás —agregó—, todos sabemos cómo interpretan hoy mismo el bilingüismo en la
Universidad de Barcelona: tres cuartos de hora en catalán y uno en castellano;
o cinco días en catalán y uno en castellano.» «El propósito de los catalanes de
dirigir desde su Universidad la cultura catalana y desarrollarla es inaceptable
si se reconoce, como afirmó el presidente del Consejo, que no existe más
cultura que la española.» «Para mí una Universidad catalana con alientos
políticos que la sacaran fuera de su propio cometido significaría algo funesto
para el porvenir de España.» Concedida esa Universidad, nadie podría
restituirla al Estado, porque «conozco de lo que es capaz el sentimentalismo
escolar, tenga o no razón en momento dado». «Tener en cuenta que los catalanes
consideran la Universidad bilingüe como el tránsito adecuado para lograr la
Universidad catalana.»
Los
agrarios veían en el artículo sobre enseñanza, tal como lo presentaba la
Comisión, «un medio para desespañolizar a Cataluña», según dijo Gil Robles al
exponer el criterio de su minoría. Esta votaría en contra porque el dictamen no
garantizaba libertad de enseñanza, ni respondía a sus íntimas convicciones.
Terminaba
la discusión sin que el ministro de Instrucción ni los socialistas hubiesen
expuesto su parecer en asunto de tanta trascendencia. ¿Por qué callan?,
preguntó el diputado Santiago Alba. ¿Por qué callaba Azaña y ocultaba el
criterio del Gobierno? Están obligados a hablar, añadió Alba, quien preveía el
efecto que produciría en el país la conducta de estas Cortes al votar frívola y
ligeramente el artículo.
De
visible mala gana el jefe del Gobierno, tan directamente aludido, hubo de
intervenir, y en tono despectivo dijo dirigiéndose a Santiago Alba: «El
Gobierno no tiene interés en que su Señoría vote el dictamen». «Eso es una
impertinencia» —contestó el diputado—. Y Miguel Maura apostilló: «Con
argumentos de esa clase sobran las oposiciones». «Quiero decir — aclaró Azaña—
que no tenemos la pretensión de imponer que se vote este dictamen. Aquí no hay
dos partes litigantes: una la minoría catalana y otra el resto de las Cortes.
Aquí hay unos diputados y unos partidos que se esfuerzan por buscar una
solución a un problema político.» «Ahora los señeros catalanes no están
conformes con el dictamen. Yo lo deploro: pero así como antes no era un
obstáculo que otras cosas les gustaran para que fuesen aceptadas por el
Gobierno y votadas por la mayoría, ahora el que, a ellos no les guste tampoco
puede constituir un obstáculo para que lo aceptemos y votemos.» Azaña entendía
que era un error cercenar atributos de la autonomía, pero el Gobierno había
dicho «que daría los pasos necesarios para que el mayor número de republicanos
pudieran adherirse a la solución del Estatuto». Dirigióse a los catalanes: «Cuando se haya votado todo el Estatuto debéis mirar no lo que
os falta para llegar a la cumbre de vuestras aspiraciones, sino la enorme
pendiente que hemos ascendido», porque además «detenernos sería el fracaso de
la República y de España entera en el nuevo camino». Circunscribiéndose al
artículo séptimo, motivo de la polémica, el orador expuso: «Podrán establecerse
dos Universidades o una con Patronato, pero el Gobierno no pretende hacer una
concesión para siempre, sino para mientras unas Cortes no la deroguen u otro
Gobierno no la derogue o el mismo Gobierno proponga a las Cortes su supresión
si la Universidad fracasa». «Nuestros más vivos deseos de gobernantes es llevar
al país, no la alarma, sino la tranquilidad y el convencimiento de que se hace
una obra útil para toda España.»
La
explicación dada por Azaña aumentó la confusión. Ya nadie sabía a ciencia
cierta cuál era el criterio ni los verdaderos propósitos del Gobierno. «¿Se va
a permitir —preguntaba Alba— que se hagan unos ensayos, y si fracasan, el
Estado salga al paso para remediarlo? Pues tampoco eso figura en el dictamen.
Permítame su Señoría —terminó el diputado— un consejo: en Filosofía y en
Historia tiene derecho a ser estoico; pero a lo que no tiene derecho en política
es a parecer un cínico».
Así
acabó la discusión y el artículo quedó aprobado por 129 votos contra 64. De
haberse opuesto los radicales, el Gobierno hubiese sido derrotado. Pero
prefirieron ausentarse, y de este modo salvaron al Gobierno del percance. Los
catalanes se abstuvieron, y con ellos el ministro de Hacienda, Carnes.
El
artículo octavo se refería al orden público: comenzó a discutirse el 3 de
agosto y quedó aprobado en la sesión siguiente por 130 votos contra 59, con muy
corta oposición, resumida en varios votos particulares.
Se
puso a discusión y fue aprobado (9 de agosto) el artículo noveno, segundo del
capítulo sobre el orden público. Un voto particular de Royo Villanova no
prosperó.
Las
sesiones transcurrían muy desanimadas. La ilusión del Gobierno de contar con
una adhesión en las Cortes que refrendaran casi por aclamación el Estatuto
como obra nacional se había desvanecido. Apenas una cuarta parte de los
sufragios de la Cámara apoyaban el proyecto. Por eso éste salía a tirones. «El
Estatuto Catalán constituye una dificultad muy considerable, declaraba
Indalecio Prieto. La protesta tiene una base fuerte, efectiva e indudable. El
problema aparece enconadísimo».
*
* *
En
la otra vertiente, la que daba a la calle, el Estatuto levantaba tempestades
de indignación, de protestas, tanto en el lado catalán, como en el opuesto. En
los mítines y conferencias el tema de la autonomía era obligado y blanco
preferido para los ataques contra el Gobierno. Los propios ministros
participaban en la propaganda. El Estatuto dividía a los partidos, a las clases
sociales, a las regiones y en definitiva impulsaba a los españoles unos contra
otros, con apasionamiento cada día más fuerte. Ante la actitud contraria al
Estatuto del diputado Algora se escindieron los socialistas
aragoneses y ochenta organizaciones de la U. G. T. se solidarizaron con el
disidente. Los médicos titulares de Cataluña se separaron de la Asociación
Nacional. En Barcelona las asociaciones nacionalistas apelaban a toda suerte de
procedimientos ofensivos o molestos para España. En el Centro de Dependientes
de Comercio se celebró (20 de julio) un acto de homenaje a Galicia en la
persona de los diputados Otero Pedrayo y Castelao, «huéspedes de honor de la
nación catalana.» Rovira Virgili expuso en dicho acto cuál sería la futura
estructuración de España: «La Península quedará dividida en cuatro grandes
nacionalidades: Portugal y Galicia, el País Vasco, Castilla y la República
mediterránea». «Hay que formar —añadía— la alianza del mar contra Castilla, que
representa el sentimiento hegemónico y opresor.» En nombre de los separatistas
vascos, un orador llamado Duñabeitia habló en vascuence, y a continuación dio
una versión de su discurso en catalán, «pues se sentiría avergonzado si tuviera
que hacerlo en castellano para entenderse con gallegos y catalanes». Los
«huéspedes de honor» se expresaron en gallego y dijeron que los ideales de
libertad de Galicia eran idénticos a los de Cataluña.
La
propaganda antiespañola se proyectaba también hacia el extranjero: la «Unión
Catalanista» lanzaba un manifiesto en varios idiomas, dirigido principalmente a
la Sociedad de Naciones de Ginebra y a la «Unión Internationale des Associations pour la S.
de N.» implorando el apoyo de éstas y otras entidades, a fin de que Cataluña no
continuase sometida contra su voluntad a la dominación que le impuso la
Monarquía de los Borbones», y de que el Gobierno de la República española
cumpliese la promesa hecha «cuando se proclamó la República catalana de
reconocer a ésta la personalidad estatal, conviniendo con el Gobierno de
Cataluña las condiciones de un Estatuto». Hasta de los menores detalles se
extraían substancia política: en un anuncio insertado en los diarios de
Barcelona se convocaba a concurso para cubrir la plaza de subdirector de la
Banda Municipal; una de las condiciones decía: «los aspirantes habrán de saber
y hablar y escribir el catalán correctamente».
Del
otro lado, quien se distinguió por sus duros ataques contra el Estatuto, y más
concretamente contra el Gobierno, fue Melquiades Alvarez.
Recorría España en una intensa campaña predicando hostilidad a los gobernantes.
Del conjunto de actos destacó el mitin de Oviedo (24 de julio), tanto por la
masa de concurrentes como por la energía del orador, que sentó los siguientes
principios: «Las formas de Gobierno son transitorias y precarias»; «no somos
partido de derechas, pero reconocemos la autoridad y fuerza de éstas»; «no
prometemos al país lo que no hemos de realizar»; «la revolución no existió;
hubo un acto comicial contra la Dictadura, asociada a las responsabilidades del
régimen monárquico»; «la Constitución es contradictoria, ineficaz e
impracticable»; «el Estado debe amparar y proteger todas las creencias: y lo
triste del caso —dijo— es que este problema que se llama religioso hemos podido
resolverlo satisfactoria y definitivamente, sin menoscabo de los derechos del
Estado y aprovechándonos del espíritu propicio de la alta autoridad pontifical
que representa a la Iglesia. Jamás estuvo ésta tan dispuesta a reconocer el
derecho del Estado Español». «La propiedad en España ha perdido el 43 por 100
de su valor»; «la República ha envejecido cien años»; «las Cortes, divorciadas
del país, no responden a sus anhelos; pensar que las Cortes se disuelvan por su
voluntad es delirar; el Poder sólo se puede ejercer con decoro». Melquiades Alvarez terminó con estas palabras: «Nosotros somos
burgueses que no participan de los egoísmos y de las codicias de la burguesía
clásica: no retrocederemos ante ninguna reforma, por radical y atrevida que
parezca. Yo nací en las capas más humildes del pueblo. Y tengo orgullo en decir
que mi familia fue familia de trabajadores, y he de invocar a la fortuna que
sacándome de ese hogar humilde me ha ennoblecido y elevado».
Entre
gritos de ¡Muera el Estatuto! Miguel Maura afirmaba en Valencia (24 de julio):
«El Estatuto se da a un partido separatista y no a Cataluña. Hay que defender a
los españoles no catalanes que viven en Cataluña».
El
pueblo de Madrid exteriorizó su protesta en un mitin celebrado en la Plaza de
toros (27 de julio). Treinta mil personas concurrieron al acto organizado por
las entidades mercantiles, y el comercio en pleno se adhirió con el cierre de
los establecimientos. También en este mitin Royo Villanova fue quien dio la
tónica con su irreductible oposición al Estatuto: «Estad seguros —dijo— de que
no se aprobará. Sólo por la fuerza perderá España su soberanía y Madrid su
capitalidad. Muchos siglos y mucha sangre costó hacer la unidad nacional y
muchos siglos y mucha sangre costará deshacerla». Y antes, al elogiar a Madrid,
«crisol donde se funden todos los deseos y anhelos del alma nacional», advirtió
que en «este Madrid tan calumniado los que menos mandan son los madrileños». «A
Madrid —decía — se le llama sede del poder opresor, y el diputado recordaba:
«El ministro de Hacienda es un catalán y el de Agricultura también, y lo es el
de Estado y el director de Industria y el de Comercio. Si los catalanes se
quejan del Poder central, deben quejarse de sus paisanos».
En
las conclusiones se pedía la renovación y modificación de la Junta de
aranceles, la dimisión de los que regían en aquel momento, la organización de
un plebiscito nacional para conocer el pensamiento de España sobre el Estatuto.
Se reclamaba asimismo un inmenso plan de industrialización de todo el país y
otras cosas más, conducentes a anular la hegemonía industrial de Cataluña y a
perjudicarla en sus intereses más vitales.
Este
mitin y el disgusto por la forma en que estaba redactado el artículo sobre
enseñanza, provocaron efervescencia en los sectores del catalanismo. «El mitin
de Madrid —exclamó Maciá ha sido contra Cataluña. Se ve que en Madrid lo que
les preocupa es perder todo aquello que desde un punto de vista material puede
sustraerles la implantación del Estatuto. Se confirma —añadió — que persiste
entre los madrileños la mentalidad heredada de la dominación austríaca y
borbónica que quiso ahogar todas las iniciativas de los otros pueblos. Cataluña
obtendrá sus libertades forzosamente.» Ante un numeroso grupo de profesores y
alumnos y en representación del presidente de la Generalidad, el diputado Puig
y Ferrater se expresó así (1 de agosto): «Las simpatías de los catalanes van
hacia Francia, y de ella nos separan los Pirineos menos, con ser tan altos, que
las llanuras castellanas nos alejan de Madrid. Madrid es el símbolo de la
opresión, mientras Francia es el país de la libertad y de la cultura y hacia
ella van las miradas y los amores de Cataluña».
Entre
muchos catalanes empezaba a extenderse la duda de si el Gobierno de Maciá
convenía o no a Cataluña y si significaba o no un peligro para el futuro. Sobre
este tema discurría en «La Veu de Catalunya» (29 de junio) Durán y Ventosa, uno de los más conspicuos personajes de la Lliga Regionalista. «Maciá —decía— ha cometido una falta
muy grave que le convierte en el verdadero responsable de la situación difícil
en que hoy se encuentra Cataluña: En sus manos estuvo dar a Cataluña una plena
autonomía y por su culpas no queda otro remedio que seguir este amargo regateo
a que va quedando reducida la discusión del Estatuto.» «En el momento de
triunfo —añadía—, Maciá pudo implantar el proyecto de Estatuto de Autonomía de
1919 que él había suscrito y que llevaba además las firmas de los señores
Lerroux, Largo Caballero y Domingo.» Era ya tarde para rectificar. El mito
Maciá empezaba a disolverse en el ácido de las polémicas. La desilusión
ocasionaba las primeras víctimas. El diputado catalán Dolcet se separaba de la Esquerra, y en una nota proclamaba (27 de julio) que la
política de la Esquerra «era dictatorial, antiliberal y antidemocrática». «La
gran equivocación de Maciá y de sus satélites — agregaba— es creer que
representan a Cataluña». La división en el seno de la Esquerra crecía a medida
que se debilitaba su poder y se cuarteaba el edificio levantado sobre arena
movediza. Luz, que se titulaba «diario de la República», enjuiciaba (5
de agosto) la falta de diputados a las sesiones y la fundamentaba «en la inhabilidad
con que han sido enfocados los problemas básicos del régimen». La situación se
agravaba rápidamente «por la carencia de fervor, de adhesión y de fe de la
mayoría respecto a la labor del Gobierno). Están a punto de agotarse —decía—
«las posibilidades del emplazamiento que este Gobierno ha dado a los problemas
nacionales y en la cuestión del Estatuto de Cataluña se observa mejor que en
otra alguna tal agotamiento». El periódico recogía la opinión muy extendida de
la disolución de las Cortes «para dar oportunidad a la opinión pública a que se
decante y concrete en torno a cuestiones de primera magnitud, dando un viraje
en la política republicana para buscar los temas capaces de reunir la adhesión
positiva y entusiasta del país y de completar la fusión del pueblo español con
su Estado». De síntoma grave se podía calificar un escrito que la Asociación
Profesional de Estudiantes de Medicina (F. U. E.) dirigió (5 de agosto) al
Presidente de la Cámara para que comunicase al Parlamento «su disconformidad
por la solución dada al problema de la Enseñanza que planteó el Estatuto de
Cataluña».
Sobre
si Ortega y Gasset (José) había rebajado el cupo de atribuciones
correspondientes a la región, cosa que le reprochaba Luis Bello, contestó aquél
en Luz (8 de agosto) que consideraba «en total incompatibilidad sus
ideas autonomistas con el lamentable federalismo de casino suburbano que
circulaba por España, y que antes y ahora él se oponía «a la concesión de una
prima al nacionalismo».
El
9 de agosto la nave del Estatuto, con grandes brechas por las que penetraba el
agua, avanzaba con tal lentitud y con tan serias dificultades, que muy pocos
creían que pudiera llegar a puerto. Pero su fracaso sería también el del
Gobierno, e incluso el de la República, según Azaña. En estas circunstancias
sólo algo inesperado e imprevisible podía sacar al Gobierno y al Estatuto del
proceloso mar en que se hundían.
*
* *
Paralela
a la discusión del Estatuto seguía la del proyecto de Reforma Agraria. En el
mes de julio comenzó a ser estudiada la Base II. El ministro de Agricultura se
dirigió a las oposiciones, y concretamente a la minoría agraria, la más
interesada en la ley, para solicitar su colaboración, con la promesa por parte
de la Comisión dictaminadora de un trato benévolo, pues el ministro quería que
la reforma pudiera presentarse «como ejecutoria del régimen». Creyeron de buena
fe los agrarios lo que se les decía, y se dispusieron a participar como
colaboradores en el examen y redacción de la ley. Pero su asombro no tuvo
límites cuando vieron que todas sus enmiendas a la Base II eran rechazadas
sistemáticamente. Cosa inexplicable para el jefe de los agrarios, Martínez de
Velasco: «el espíritu de transigencia y de concordia que se nos ofreció
—decía—, no aparece por ninguna parte». La explicación era fácil: los ministros
socialistas habían ordenado que ciertas bases impuestas por el Comité del
partido se mantuvieran íntegras y sobraban los buenos oficios y las efusiones
del ministro de Agricultura. La base II quedó aprobada (6 de julio) por 117
votos contra 60. Las Bases III y IV se aprobaron sin oposición. Se refería una
a la constitución del Instituto de Reforma Agraria y la otra a las comunidades
de campesinos.
La
Comisión decidió la suspensión de la Base V del dictamen por haberla refundido
con la III, y el día 13 se puso a discusión la VI, que se refería a las
expropiaciones; el nudo gordiano de la Reforma. Han presentado, dijo el
presidente, cuatro votos particulares y 70 enmiendas. (El océano me parece
poco, exclamó, en comparación del mar de papel que hemos de atravesar para
llegar al puerto.» En la sesión del día 15 el diputado radical Álvarez
Mendizábal, en un voto particular, pedía se señalasen como tierras susceptibles
de expropiación las pertenecientes a las iglesias, Comunidades religiosas y
Corporaciones, Asociaciones y fundaciones de carácter confesional o civil
afectadas por las leyes desamortizadoras de 1885 y complementarias, que no
cumplieran un fin social. Sobre las medidas que se debían aplicar para la
expropiación de las tierras de señorío y la interpretación de varios apartados
del artículo se consumieron dos sesiones sin que prevaleciera ningún criterio.
Por otra parte, los socialistas, inspiradores y redactores de la Base tan
discutida, no accedían a ninguna modificación en el texto. Los socialistas
tomaban para las expropiaciones la unidad «propietario» y no la unidad «finca»
y pedían la acumulación de todas las tierras de un mismo dueño, aunque
estuvieran repartidas por distintas provincias, para expropiarles aquella
porción que excediese de los límites fijados. La expropiación afectaría también
a tierras llevadas en arrendamiento durante más de doce años. Los radicales,
agrarios y diputados de otros grupos pedían que la expropiación se
circunscribiera siempre a una sola finca. Derrotados los socialistas en la
Comisión parlamentaria, modificaron su propuesta en el sentido de limitar la
expropiación a las tierras de un mismo propietario en un término municipal.
Entre rectificaciones y retoques el proyecto de ley agraria se había atascado,
y el ministro de Agricultura invitó a los socialistas a una avenencia con los
otros miembros de la Comisión parlamentaria. Y como no consiguiera nada, Azaña
se creyó obligado a intervenir «decisivamente, para que no injertasen los
socialistas una enmienda en el proyecto que era un disparate. Fernando (de los
Ríos) está despechado por eso...» Y al día siguiente, Azaña escribía: «Esta
mañana me comunicó Fernando que los socialistas se conformaban. Lo que
pretendían destruía totalmente el crédito territorial. Fernando, que no conoce
esto, se puso muy rabiosillo cuando ayer le llamé para decirle que me oponía a
sus propósitos. Lucio Martínez (socialista) ha venido cortésmente a preguntarme
qué quería yo que hiciese. Le he dicho que procedan a su gusto: votar en contra
o abstenerse, con tal que la enmienda no prospere, pues la rechazarán todos los
republicanos».
Sobre
los daños y perturbaciones que produciría a la economía nacional la aprobación
de la Base VI, tal como la presentaban los socialistas, habían argumentado
hasta el agotamiento diputados agrarios y de grupos republicanos, sin que sus
palabras merecieran atención ni respeto. Un mes largo había transcurrido en la
discusión de la citada Base y ésta seguía estacionada cuando decidió intervenir
el jefe del Gobierno para sacarla del marasmo.
*
* *
Sin
esperar a la aprobación de la Reforma Agraria, los aparceros y «rabassaires» se sublevaron en Cataluña. Muchos retenían la
integridad de la cosecha, sin entregar a los propietarios la cantidad convenida
en los contratos. Agentes de la Esquerra propagaban por el campo que con la República,
los contratos de aparcería eran nulos mientras no se hiciera una revisión de
los mismos. Ahí estaba la verdadera raíz y origen de la perturbación. El
gobernador de Barcelona, Moles, repetía que no estaba dispuesto a consentir
abusos, pero lo cierto era que la situación no se modificaba. Todavía ocurría
más; muchos alcaldes y jueces, reunidos en San Sadurní de Noya (13 de julio),
decidieron suspender la tramitación de denuncias de los propietarios y no hacer
efectivas las multas impuestas por el Gobernador a los aparceros y «rabasaires»
por incumplimiento de contrato, lo cual equivalía a garantizar impunidad a los
rebeldes.
Los
propietarios agricultores, reunidos en asamblea en el Instituto Agrícola
Catalán, de Barcelona, exponen al Gobierno los abusos de que son víctimas, la
situación anárquica de la comarca catalana y le piden el cumplimiento de las
disposiciones legales; que los Tribunales resuelvan sobre los contratos en
vigor y sanciones para los ladrones de cosechas. Reclaman también «el castigo
de los inductores de la rebeldía, aunque tuviesen inmunidad parlamentaria o
fueran funcionarios públicos.» El Gobernador, para imponer la ley, envió
fuerzas de la Guardia Civil a la comarca de Villafranca del Panadés y a otros términos. En el acto los «rabasaires» declararon la huelga general en
Villafranca (día 29) y al día siguiente en San Sadurní de Noya y provocaron
disturbios en varios pueblos, donde los huelguistas se dedicaron a incendiar
las cosechas.
El
pleito de estos arrendatarios movilizó autoridades, comisiones y llegó hasta
las Cortes. Resultado de múltiples gestiones fue la creación de dos Jurados
mixtos de la propiedad rústica en Villafranca del Panadés y en Igualada, con plenitud de atribuciones. Desde este momento el Gobernador
de Barcelona calificó de correcta la actitud de los «rabasaires» y Companys la
consideró «ejemplar»: «En efecto —explicaba el Diario de Barcelona (4 de
agosto)—, desde hace días los «rabassaires» en
algunas comarcas imponen el reparto de la cosecha en la proporción que creen
conveniente, si es que no se la quedan totalmente. Impiden a los propietarios
que se acerquen a los campos e imponen la justicia por su mano, poniendo en
práctica lo que públicamente les han aconsejado sus dirigentes, dándoles la
seguridad de que nada les habrá de pasar. La Guardia Civil ha observado una
actitud pasiva, permitiendo la correcta expoliación de los propietarios y
acatando el nuevo poder de los «rabassaires». El
Gobernador ordenó poco después que los guardias abandonaran el campo y se
retirasen a sus cuarteles. La noticia fue dada a conocer desde pizarras
colocadas en las plazas de los pueblos».
*
* *
Las
Cortes discutieron durante el mes de julio un dictamen de anulación del
Decreto de 6 de abril de 1925, que autorizaba la modificación y prórroga del
contrato del Estado con la Compañía Trasantlántica, y
examinaron un proyecto de ley de reclutamiento y ascensos de la oficialidad
del Ejército, que motivó incongruentes y virulentas censuras a los militares,
unas veces del comandante sindicalista Jiménez y otras del diputado
radical-socialista Pérez Madrigal. Los diputados Fanjul, Peire y Fernández Castillejo lo combatieron con ponderada crítica, por estimado
perjudicial para el Ejército. Las Cortes se ocuparon también de la situación de
los deportados sindicalistas en Villa Cisneros, sin que el ministro de la
Gobernación «pudiera fijar la fecha de su regreso». Por unanimidad aprobaron
los diputados una elevación de las tarifas ferroviarias en un 3 por 100.
El
diputado radical Manuel Marraco hubo de dimitir la
vicepresidencia segunda de la Cámara, porque en polémica con un diputado azañista escribió lo siguiente: «Algún día hemos de hacer
el cómputo de lo que cada partido extrae a la nación por mano de sus diputados.
Y aparecerá, con la brutalidad de los números, que por exactos no admiten
réplica, que la conducta de la mayoría ministerial, haciéndose el sordo para no
interrumpir la colecta, es ni más ni menos que indecente».
Entristeció
a los españoles la pérdida del crucero «Blas de Lezo», cuando, con otras
unidades de la Escuadra, realizaba maniobras en las cercanías de Finisterre (II
de julio). El crucero tocó en los bajos denominados Centoya,
y se le abrió una vía de agua. Puesto a flote por un remolcador, no pudo ser
varado en la playa y se hundió rápidamente. La tripulación fue salvada.
El
barco, construido en el Ferrol en 1923, desplazaba 4.725 toneladas. Lo mandaba
el capitán de Navío Antonio Gutián, hermano del
almirante jefe de la Escuadra de operaciones, Alvaro.
Pocos días después, por decreto del ministro de Marina, se autorizaba a los
almirantes, generales, jefes, oficiales, asimilados y auxiliares de todos los
cuerpos de la Armada el derecho a solicitar el pase a la situación de segunda
reserva o retiro.
El
jefe del Estado huyó del calor madrileño y se refugió en el palacio de La
Granja. Proyectaba para más adelante pasar unas semanas de reposo en Santander
y San Sebastián.
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