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CAPÍTULO XVIII.

CONJURAS CONTRA EL GOBIERNO

 

La ola de huelgas desarticulaba la economía nacional y hacía imposible el normal desarrollo de la vida española. En el mes de junio la nación era un hervidero de conflictos; se producían huelgas, con su cortejo de colisiones y desórdenes, en Lebrija (Sevilla), Algeciras, Quesada (Jaén), Castro del Río, Almería, Antequera, Sabiñánigo, Mollina (Málaga), Cartagena, Gijón, Valencia, Torredonjimeno, Talavera, Reus —aquí los huelguistas asaltaron la cárcel y libertaron a sus compañeros detenidos—, Villamayor de Santiago, Jerez de la Frontera, Tenerife... Tan fuerte y extenso era el estrago, que la Unión General de Trabajadores creyó oportuno dirigirse a las secciones para «orientarles en los momentos difíciles que estamos atravesando». «Con una frecuencia que nos apena — decía en un manifiesto (25 de junio)—, viene produciéndose en nuestro país una serie de huelgas que no responden, que no pueden responder a un plan seriamente meditado.» No se referían a los conflictos producidos por los profesionales del desorden, «sino a los que de buena fe pretenden resolver la crisis del trabajo por medio de huelgas». «La huelga, añadía, distrae la atención de quienes se encuentran entregados a la búsqueda de soluciones para los múltiples problemas sometidos a su estudio.» Los daños producidos eran incalculables. Una huelga general que duró veinte días en la Constructora Naval del Ferrol había arruinado a la ciudad, dejándola incluso sin alimentos, pues los huelguistas impedían el abastecimiento. Los obreros, a fin de resistir a lo numantino, confiaron sus mujeres e hijos a la generosidad de los camaradas de otras poblaciones. Toda Galicia acabó solidarizándose con los huelguistas, y el paro fue rubricado con explosiones terroristas en El Ferrol, Coruña y Túy. Por fin el 8 de junio terminó el conflicto «por traición de los socialistas», según los sindicalistas.

El terrorismo iba de la mano con las huelgas: estallaron bombas en Granada, Huelva, Valladolid, Gijón, Bilbao, Logroño, Cádiz, Almería y Alcoy. Se descubrieron depósitos de explosivos en Barcelona, Zaragoza, Santander, Logroño y Madrid. El capítulo de atentados personales correspondiente a junio era muy prolijo: el director de la cárcel de Barcelona, Alfonso de Rojas, y su secretario fueron acribillados a tiros: resultaron gravísimos. Al ganadero de Sevilla Juan Alvarez Rueda, atacado cuando se dirigía al Matadero, le despojaron de 40.000 pesetas y quedó con el pecho atravesado de un balazo; un recluso asesinó al doctor Tomás Llaguno en el Reformatorio de Adultos de Alicante; un colono agredió a tiros a Miguel Sánchez Dalp y Calonge, en Utrera (Sevilla). Éstos fueron, entre otros de la misma índole, los sucesos más salientes.

Colisiones sangrientas hubo en Archidona, Medina Sidonia —dos muertos y cinco heridos—; en Vélez Rubio (Málaga) resultó muerto el alcalde, Girao; en Mollina (Málaga), tres heridos; en Hinojosa del Valle (Badajoz), dos muertos y varios heridos; en Pomer (Zaragoza), dos mujeres heridas; en Collados (Cuenca), un muerto; en Molacillos (Zamora), un muerto y un herido. Los comunistas promovieron desórdenes en Madrid, y en un choque con la fuerza, un teniente de Seguridad resultó herido. En Bilbao se manifestaron al grito de «¡Vivan los soviets!» ante el consulado francés. En el tiroteo con la fuerza cayeron un guardia muerto, otro herido y tres comunistas heridos graves. También hubo disturbios comunistas en Santander, Valencia y Almería.

Continuaron las invasiones de fincas en Andalucía y en Extremadura: los incendios de cortijos en Pueblonuevo de Cortella (Córdoba) y de maquinaria agrícola y cosechas en pueblos de Badajoz, Málaga y Ciudad Real; los destrozos de fincas en Valdemorales (Cáceres). Grupos de desalmados quisieron incendiar la iglesia de la Merced, en Algeciras; la parroquia, en Mairena del Alcor; la iglesia de Santa Clara, en Osuna; la parroquia de Reboreda (Vigo). Se amotinaron los presos en las cárceles de Melilla y Zaragoza.

En el mes de julio irrumpieron en la vida social con violencia los obreros parados. Eran como manchas en la piel de la economía nacional, reveladoras de una grave dolencia: la crisis. Los parados en Vitoria, Bilbao, Melilla, Granada, Reinosa, Sevilla, Ávila, Almería, Yeste (Albacete), Murcia, Jaén, se presentaban a las autoridades para pedir ocupación, y al no ser atendidos invadían tajos, fábricas, talleres, obras y minas y se entregaban a la labor hasta que la fuerza pública los desalojaba. ¿No era bochornosa semejante anomalía en una república de trabajadores? El trabajo disminuía porque una política de embriaguez demagógica había socavado el capital y la técnica, pilares de la economía, con lo cual sobrevino la parálisis. Cegadas las fuentes de producción, perseguida la iniciativa privada, faltaban los estímulos, resortes esenciales de la actividad productora. Huelgas, vandalismo y terror daban como resultado la ruina. Unas bases de trabajo desorbitadas, ahuyentaban a los patronos del campo. La continua guerra al capital retraía a éste de emprender nuevas obras. La Federación Patronal Madrileña de la construcción hacía público (24 de julio) que «en la capital existen veinte mil cuartos desalquilados y es de todo punto imposible pensar en levantar viviendas económicas, dado el excesivo coste que alcanzan los jornales y los materiales». Los alcaldes de la provincia de Córdoba emprendían (4 de agosto) «una marcha sobre Madrid», con el propósito de solicitar recursos para conjugar la crisis de trabajo, pues había 25.000 obreros parados y de no ser atendidos «declinaban toda responsabilidad por lo que pueda ocurrir». En la provincia de Sevilla el número de parados se elevaba a 65.000 y en Bilbao la crisis llevaba la miseria a millares de hogares.

Todo lo cual contribuía a enconar la lucha social. En el mes de julio se registraron motines y disturbios en Baterno (Badajoz), donde el vecindario intentó el asesinato del juez municipal y del secretario, en Villalba de los Barros (Badajoz), en Carlos (Valencia), en Higuera de Arjona (Jaén) y en Bustillo del Monte (Santander). Aquí el vecindario se negó a pagar los tributos y acometió al recaudador de contribuciones con ánimo de lincharle. Salió en su defensa la Guardia Civil y en la colisión que se produjo murieron dos mujeres. La mayoría de los vecinos huyeron al monte.

Pero donde los sucesos alcanzaron máxima gravedad fue en Villa de Don Fadrique (Toledo). Con el pretexto de apoyar a los obreros parados, estalló (8 de julio) un motín comunista, con incendios de cosechas, corte de comunicaciones telefónicas, telegráficas y ferroviarias y combates con las fuerzas de la Guardia Civil y de Asalto que acudieron presurosas de Toledo y de Madrid. Allí se personó también el director general de la Guardia Civil, general Cabanellas. Hubo un guardia muerto y varios heridos. Los comunistas, que en total eran seiscientos, tuvieron dos muertos y varios heridos. Murió también un patrono, asesinado por los revoltosos.

Abundaron los atracos y atentados; en Burgos fue asaltado el industrial Benito Ezquerra; en un solo día (15 de julio) fueron desvalijados tres comercios sevillanos; en Carrión de los Céspedes, el vicepresidente de la U. G. T. asesinó al presidente de la Patronal, Juan Ramírez Cruzado; en Avilés, la Banca de Maribona y Compañía fue asaltada por siete pistoleros: uno de éstos, que resultó herido, decía mientras le curaban: «Total, dentro de ocho días estaremos en la calle». En Bilbao, un obrero despedido de la Babcock Wilcox daba alevosa muerte al jefe de taller Pascual Ramírez; en Nerva (Huelva) era atracado y herido el director de una sucursal de Banca; en Atarfe (Granada) (6 de agosto) el presidente del Sindicato Agrario, Mi­guel Jiménez, caía asesinado a balazos.

Se sucedían las huelgas, las explosiones de bombas; se agitaban los comunistas en Madrid, en Valencia, en Bilbao y en otras poblaciones en la preparación del Día Rojo. Y cuando llegó éste (1 de agosto), celebraron mítines y manifestaciones en Gijón, Vizcaya, Zaragoza, Barcelona, Toledo y Madrid. Las precauciones policíacas fueron tan grandes, que aplastaron en su iniciación los desórdenes.

El diputado radical por Sevilla, Miguel G. Bravo Ferrer, hizo en las Cortes (9 de junio) una acabada descripción de lo que era la vida de la capital andaluza desde la proclamación de la República. «La ciudad —dijo— se halla estremecida, conturbada, abatida en su espíritu, hondamente quebrantada en su economía, empobrecida, casi en ruinas en su industria y en su comercio; en perpetuo asedio, a veces en serio peligro, casi en trance de perecer, los principios de orden y de autoridad, que socavados o arrollados pueden llevarnos, aunque no fuera más que por unas horas, a un estado de anarquía.» Contaba cómo a las veinticuatro horas de proclamado el nuevo régimen masas de exaltados asaltaban la cárcel, ponían en li­bertad a los presos y chocaban sangrientamente con la fuerza pública. Desde el 15 de abril de 1931 «empieza Sevilla a ser teatro de agitaciones terroristas, escenario donde se ensayan todas las tácticas de una revolución, capital de una república soviética o colectivista, cuya hegemonía se la disputan la C. N. T. de una parte y de otra los comunistas».

«Desde la instauración de la República no ha pasado una semana en Sevilla sin huelgas revolucionarias o generales, seguidas de agresiones violentas, atentados, petardos, asaltos a mano armada y en cuadrilla, y ofensivas generales revolucionarias.» «De los labios de los sevillanos brotan palabras de enérgica censura y condenación para este Gobierno, y, lo que es peor, con un criterio simplista, de ofuscación muy disculpable, para este régimen, porque no acierta a poner remedio a tan triste situación.» «Durante el trimestre de octubre a diciembre Sevilla ha padecido trescientas huelgas parciales. He aquí un resumen de conflictos: huelgas que afectan a servicios públicos, en septiembre, siete; explosiones de bombas o petardos, tres; robos y atracos, tres; víctimas en total, ocho. En octubre: huelgas, seis; explosiones de bombas o petardos, una; robos y atracos, 22; atentados personales, cuatro; víctimas, nueve. En noviembre: huelgas, cinco; robos y atracos en pandilla, 40; atentados y víctimas, 17.»

«Sevilla ha perdido en un año todo lo que había ganado en un espacio de diez. En Sevilla existen ahora de diez a quince mil obreros en paro forzoso; casi todas las industrias, grandes o pequeñas (pequeñas las que quedan, muchas terminaron para siempre), trabajan tres días a la semana; el consumo de pan ha aumentado considerablemente, pero ha disminuido en más de 400.000 kilos el consumo de carne; en lo que va de año se han solicitado más de 600 bajas en la contribución industrial; la baja de la recaudación ha sido tan alarmante que la Dirección del Tesoro ha pedido informes a la Delegación de Hacienda. La propiedad en Sevilla no tiene cotización. No quiero hablar de la pequeña industria, porque los restaurantes, los hoteles, los taxistas, están arruinados y las profesiones liberales sólo apremian a una porción de hombres cesantes que pasan por la tragedia de no poder llevar a sus hogares siquiera aquello que puedan obtener los simples obreros. Donde se refleja este estado de postración de la economía es en el puerto. En el año 1922 el movimiento del puerto de Sevilla fue de 987.000 toneladas; en 1930 llegó a 1.437.000 toneladas (años más espléndidos ha tenido en 1928 y 1929); en 1931 la cifra del año anterior se reduce a 455.000 toneladas, la misma cifra del año 1922, es decir, que el puerto de Sevilla pierde en un año todo lo ganado en un decenio.»

Con la lectura de unas proclamas suscritas por un titulado «Comité de obreros y soldados», Bravo Ferrer probaba a la Cámara los extremos de ferocidad a que había llegado la campaña de excitación al crimen y al asesinato de la fuerza pública. Proclamas repartidas libremente por las calles sevillanas e incluso a la vista de los delegados de la autoridad. «Queremos —concluyó el diputado— que en Sevilla haya paz y respeto a la ley; que nuestros hijos puedan atravesar la calle para ir a la escuela; que desaparezca el estado de anarquía y se restablezca la paz.»

Las denuncias del diputado radical las suscribía el ex gobernador de Sevilla Sol Sánchez, ampliadas con nuevos pormenores que produjeron sensación. Dio a conocer la existencia de un Sindicato de parados con re­glamento aprobado por el Gobierno Civil, pero cuya finalidad verdadera era el asalto de Bancos y tiendas. Los anarquistas dominaban la C. N. T., y ésta, con pistoleros a sueldo, imponía por el terror unas condiciones de trabajo que desbarataban la vida económica de la ciudad y de la provincia. Enormes cantidades de explosivos se almacenaron para la revolución del 29 de mayo, con el propósito de incendiar las cosechas y «destruir los monumentos públicos, entre ellos la catedral». Una literatura corrosiva exasperaba a los campesinos. En una hoja muy difundida en la provincia se decía entre otras cosas: «¡Campesinos hermanos! Pronto, muy pronto, la burguesía y la autoridad republicana te llevarán al terreno de la violencia... Y la batalla, campesino andaluz, es el máuser de la Guardia Civil, la cárcel, la deportación y la muerte... La batalla es contra la revolución que bulle en la entraña popular y que pronto estallará con todas sus consecuencias... Andalucía se estremecerá de una punta a otra. Los trabajadores sufrirán la embestida de los sicarios del capital. La sangre proletaria salpicará la cosecha sagrada de la República. Habrá víctimas proletarias. Pero estamos seguros de que no se trillará este año en las eras de Andalucía». Frente al oleaje anárquico, el único baluarte y sostén de los derechos y de la vida de la República, terminaba diciendo Sol Sánchez, «son las fuerzas de la Guardia Civil, de Vigilancia y Seguridad».

La interpelación sobre la situación continuó el día 17. El diputado Fernández Castillejo completó la pintura con nuevas pinceladas trágicas. Todavía Sol Sánchez hubo de insistir en otra sesión (día 23) para puntualizar sobre el carácter anarquista de los conflictos. En las tres veces que se habló de la situación de Sevilla menudearon entre los diputados Balbontín, Pérez Madrigal, Ortega y Gasset (Eduardo), Casas, Menéndez y Gordón Ordás los desafíos verbales, atacándose mutuamente a insulto limpio, con alusiones insidiosas a su pasado, «impropias de la seriedad y soberanía de las Cortes», al decir del Presidente de éstas.

La pregunta que se hacían todos los españoles era si tal estado de cosas podía perdurar mucho tiempo.

* * *

Pocos meses de vida llevaba la República, cuando comenzaron a in­quietarla con gran desasosiego las amenazas de complots fraguados in­distintamente por los monárquicos o por las extremas izquierdas. A partir de julio de 1931, no hubo mes sin la correspondiente conspiración. El Director General de Seguridad, fiel a los consejos de Fouché, siempre tenía a mano el oportuno complot, que además de permitirle gran luci­miento personal era muy útil para justificar medidas arbitrarias y confi­namientos de personas no gratas al régimen. En el verano de 1931 llegaban con frecuencia a las alturas del Gobierno confidencias sobre maquinaciones de algunos generales. Los que más sonaban eran Orgaz y Barrera. Alguna vez los informadores unían a éstos el nombre del general Franco. Por dos veces Azaña recoge en su «Diario» este rumor y se limita a escribir: «Franco es el más temible», «Franco es el único temible». Pero nada añade que pruebe la participación de Franco en tales confabulaciones. A partir de septiembre de 1931, el nombre sobresaliente en la conspiración es el del general Sanjurjo, al que no le dejan en paz entre unos y otros. Los confidentes lo sitúan unas veces en inteligencia con Maura y otras con Lerroux. Todo pura fábula. En el mes de mayo de 1932, los anuncios de un próximo golpe militar en connivencia con los monárquicos se hacen más insistentes. El estallido se va a producir de un momento a otro. El complot está en todas partes: en los cuartos de banderas y en las sacristías; en la Bolsa y en las oficinas ministeriales; en los salones y en los sótanos; en los palacios y en los caseríos de Navarra... «Están prohibidos los complots», dijeron a dúo el ministro de la Gobernación y el jefe del Gobierno (9 de junio), para tranquilizar los ánimos. Poco después la policía practicaba (15 de junio) muchas detenciones en Madrid y en provincias, entre ellas la de José Antonio Primo de Rivera. En Barcelona era detenido el teniente general Emilio Barrera y trasladado a Madrid, para su ingreso en Prisiones Militares, y en Santa Cruz de Tenerife el general Orgaz, que cumplía destierro desde hacía un año.

Intervenía el ministro de Justicia, Alvaro de Albornoz, en un mitin radical-socialista que se celebraba en el Teatro Principal, de Ávila (19 de junio), y, como estaba en el ambiente el rumor de conspiraciones monárquicas y la inquietud despertada por los viajes de ciertos generales, quiso el ministro burlarse de semejantes peligros con frases despectivas. «En tiempos de la Monarquía —dijo— bastaba que un general estornudase para hacer temblar las altas esferas del Poder. Ahora los generales no estornudan, y si se atreven, les sucede lo que al general Barrera.»

Semejantes palabras mortificaron a ciertos elementos militares. El general Barrera, desde Prisiones Militares, donde había sido trasladado, se dirigió al ministro de la Guerra (22 de junio), para protestar enérgicamente contra las frases de Albornoz. Le secundaron en su actitud el general Miláns del Bosch, con una carta al ministro de la Guerra, y el general marqués de Cavalcanti, con otra al director de A B C. «Cuando con intención o sin ella —decía Cavalcanti— se roza el prestigio de nuestra clase, no sólo «estornudo», empleando el lenguaje del señor Albornoz, sino que toso muy alto y muy fuerte.»

El ministro de Justicia negó en las Cortes (25 de julio) que hubiese dicho nada molesto para el Ejército. «Para los militares —dijo— he tenido siempre no sólo respeto, sino cariño.» Dos días antes el ministro de la Guerra, después de imponer arresto de un mes al general Cavalcanti en el fuerte de Guadalupe, en respuesta a una pregunta formulada en las Cortes, se había anticipado a dar satisfacción a los agraviados. «Estos días pasados —dijo—, han circulado de boca en boca rumores fantásticos, suponiendo que la República estaba amenazada por éste o el otro peligro, implicándose en la confección de estos rumores y en la participación de estos peligros a éstas o las otras personas, más o menos significadas en el Ejército. Todos estos rumores carecen en absoluto de fundamento. Ningún peligro ha existido nunca en la República ni existe en estos instantes.» «Es necesario —agregó— que se tenga pulcritud y cuidado cada vez que se traiga y se lleve el nombre o los intereses del Ejército. Las investigaciones de la policía han venido a probar, confirmando la presunción y la convicción del Gobierno, que en modo alguno elementos que tengan a su cargo la defensa del país o una responsabilidad especial por su posición, están complicados en nada, ni colectiva, ni personalmente. Es una política funesta: mejor dicho, no es política; es el acto más impolítico que se puede cometer el proferir palabras, hacer insinuaciones que puedan tender a socavar o menoscabar la autoridad de los jefes del Ejército; porque además de no poder legal ni profesionalmente salir a su defensa personal ni colectiva, puesto que les está prohibido por la ley y para eso está aquí el ministro de la Guerra, además de eso, cuando estas campañas toman cierto cuerpo, se socava la autoridad de los jefes del Ejército delante de sus subordinados, y quebrantar la disciplina del Ejército sería la mayor catástrofe que podría ocurrir en España.»

Aún, los comentarios a estos incidentes, sobre los cuales el Gobierno había querido tender el manto del olvido, cuando se producía en el campamento de Carabanchel (27 de junio) otro más grave. Fue a la terminación de unas maniobras, con motivo de un desayuno de despedida a la oficialidad ofrecido por los alumnos de todas las Academias participantes en las prácticas. Habían pronunciado unas palabras de saludo y felicitación los generales Caballero y Villegas, y a requerimiento de algunos jefes se levantó a hablar el jefe del Estado Mayor Central, general Goded. Exaltó éste la disciplina, «esencia y nervio de los institutos armados», pidió a la oficialidad «que se alejara de las luchas políticas, que empequeñecían la misión del militar», y terminó: «Ahora sólo me resta dar un viva a España, y nada más». Contestaron todos, a excepción del teniente coronel de Infantería, Mangada, que hizo público alarde de su silencio y de su enojo. Y como Goded le censurara por su comportamiento, Mangada replicó en forma descompuesta y con palabras ofensivas, oído lo cual por el jefe de la División, general Villegas, le ordenó, por medio de un ayudante, que se constituyera arrestado en su residencia del campamento.

El teniente coronel Mangada, al escuchar la orden, se despojó airadamente de su guerrera, la arrojó al suelo junto con el gorro y dirigiéndose a un grupo de soldados próximo, gritó:

—¡Mirad cómo tratan a un jefe vuestro!

El ministro de la Guerra confirmó el arresto de Mangada en Prisiones Militares y ordenó la instrucción de sumario por un juez especial.

Los incidentes de Carabanchel tuvieron gran resonancia. La prensa republicana elevó sobre un pedestal de virtudes cívicas a Mangada, des­pués de elogiar su gesto «viril y digno». Un grupo de diputados pidió al Gobierno (28 de junio) referencias de lo ocurrido, y el ministro de la Guerra hubo de complacerles. Refirió la fiesta de fraternidad después de las maniobras, el discurso del general jefe de la primera brigada de Infantería, Caballero, «en el que se hacían apreciaciones en ningún caso delictivas, pero probablemente inoportunas y fuera de lugar»; otro discurso del general jefe de la Primera Brigada de Infantería, Villegas, «con alusiones a estados de ánimo más o menos satisfactorios de la oficialidad del Ejército», y un tercero del general Goded, jefe del Estado Mayor Central, que pronunció «palabras mucho más discretas que los anteriores»; el incidente promovido a continuación por el jefe de Infantería (Mangada) y la «situación sumamente desagradable y deplorable». «El juez, en su jurisdicción, dirá qué es lo que hay en el fondo de este asunto, en sus orígenes y en sus móviles, quién es el responsable, por qué y cuánto.»

Pero el ministro de la Guerra no estaba satisfecho por lo de Carabanchel, y unas horas después de lo ocurrido el general Villegas era sustituido en la jefatura de la Primera División por el general Virgilio Cabanellas. El general Manuel Romerales reemplazó al general Caballero en el mando de la primera Brigada de Infantería, y el general Masquelet se encargó de la jefatura del Estado Mayor Central por cese del general Goded, persona, decía Azaña, «de autoridad y capacidad que nadie le va a discutir; pero cuando un funcionario se encuentra en situaciones de esa delicadeza, interviene el superior, el mando, la autoridad y establece las sanciones correspondientes». Se esforzó el jefe del Gobierno por quitar importancia al incidente: «no hay, yo lo aseguro, cosa alguna grave, ni profunda, ni temerosa, detrás de lo sucedido». Y añadió: «Del Ejército no tengo que decir sino alabanzas: acerca de su situación moral y espiritual no puedo hacer otra cosa que elogios».

Al diputado radical socialista Eduardo Ortega y Gasset no le conven­cieron las manifestaciones del jefe del Gobierno. Calificaba de «arengas monárquicas» los discursos de los tres generales en el campamento de Carabanchel y pedía se pusiera término de un modo radical a los actos de indisciplina, pues dudaba que la República estuviese defendida con ciertos mandos. «No tenemos por qué soportar —añadía— que rueden en mur­muraciones anuncios de complots que muchos de nosotros conocemos hasta sus mínimos detalles. Por eso no compartimos la seguridad de los hombres del Gobierno.»

* * *

¿Era efectiva la confianza de que alardeaba el Gobierno? No. El día 22 de junio el jefe de la minoría radical, Diego Martínez Barrio, se trasladaba a Baños de Montemayor, en la provincia de Cáceres, donde descansaba Lerroux. A su regreso se apresuró a convocar a Maura, Ortega y Gasset y Sánchez Román, para notificarles un importante encargo recibido de su jefe político. Se concedió mucha importancia a esta reunión, pero nadie supo explicar por el momento su significado. «Como todos los años por aquellos días —cuenta Lerroux—, me trasladé al balneario de Montemayor y allí fui visitado por el general Sanjurjo.» ¿Qué dijo el general en esta entrevista? Podemos deducirlo por la preocupación que deja la conversación en el ánimo de Lerroux. «Me quedé —dice éste— con el convencimiento de que se estaba preparando algo subversivo, por lo menos en la intención de algunos militares que debían sentir, pensar y querer lo mismo que Sanjurjo. Y se me presentaba el dilema de prevenirle al Gobierno en defensa de la República, en cuyo caso podía suponerse desleal al amigo, o de callarme y dejar hacer, en cuyo caso yo me consideraría desleal a la República, que podría correr peligro de muerte aun contra la voluntad de los conspiradores».

Llamó Lerroux a Martínez Barrio y le informó de su «situación espiritual». «Le comisioné —añade— para que volviese a Madrid, visitase oficialmente en mi nombre a Azaña y le comunicase mi convencimiento de que en el Ejército existía un gran disgusto que podría manifestarse el día menos pensado en forma de movimiento militar. Martínez Barrio cumplió el encargo fielmente, añadiendo que, en todo caso, el partido radical estaría al lado de la República y de su Gobierno. La respuesta fue como para arrepentirme de haber dado ocasión a ella. Azaña pretendió que una advertencia amistosa y digna, suficiente para prevenir a un gobernante celoso de su deber, se convirtiese en una delación vil, de confidente policíaco. «Pues, si don Alejandro sabe eso —dijo—, también debe saber quiénes preparan y dirigen ese intento. Y si no me lo dice, no hace ningún favor ni a mí ni a la República,

«—Yo no estoy autorizado para decirle a usted más— le replicó el mensajero.

»—Pues recabe usted la autorización.

»Volvió Martínez Barrio a Baños de Montemayor y me dio cuenta de la entrevista. Comprendí la trampa en que había caído creyendo que se tra­taba de un caballero, y me puse a la defensiva. Por especial encargo mío, Martínez Barrio regresó a Madrid, se reunió con los señores Ortega y Gasset (don José), Sánchez Román y Maura. Les dio referencia detallada de todo lo que precede y les formuló la siguiente consulta: Después de haber informado al jefe del Gobierno de lo esencial y objetivo, ¿está obligado el señor Lerroux a denunciar nombres y personas? La respuesta fue unánime: Dígale al señor Lerroux que ha cumplido con su deber y no está obligado a más». El jefe radical, primero en el mitin de Zaragoza (10 de julio) y luego en las Cortes denunció «que se estaban gestando actos de rebeldía», de lo cual estaba enterado por la conversación amistosa con Sanjurjo.

El general confirmaría más tarde el objeto de la entrevista con estas palabras. «En vísperas del mitin de Zaragoza, hablé a Lerroux y le pedí que salvase a España oponiéndose al desgarrón de la unidad nacional en Cataluña con el Estatuto, respondiendo a sus tradiciones españolistas; que atajase la ola demagógica, anárquica, desatada por la amenaza de la dictadura socialista lanzada públicamente por Largo Caballero; los vejámenes del Ejército, los constantes ataques injuriosos a la Guardia Civil y los anuncios de su disolución: sucesos como los de Castilblanco, todo lo que desnaturalizaba el voto popular del 14 de abril y disolvía y ensangrentaba a España. Aquella no era la República traída por la voluntad nacional, a la que en momentos decisivos acaté como era mi deber, poniéndome a su servicio... Yo proponía que ahora salvasen a España los hombres del régimen y entre ellos Lerroux, el más autorizado por su historia y por su valor».

Ya se ha visto cómo Lerroux se negaba a seguirle por esos caminos. El propósito de sublevarse contra el Gobierno latía en el cerebro de Sanjurjo desde poco después de proclamada la República y se manifestó de una manera clara a raíz de los sucesos de Castilblanco (enero de 1932). El general se sentía alentado por grupos de conspiradores, los cuales creían que aquél, por su prestigio y por ejercer mando de fuerzas, podía ser el jefe de una sublevación. Uno de esos grupos, integrado por monárquicos, acataba la dirección del general Luis Orgaz, quien poco después de ocurrir la quema de conventos, comenzó activas gestiones para buscar la adhesión de elementos, especialmente militares, con el fin de crear una organización de resistencia para caso de que sobreviniese una situación anárquica. Pero el general Orgaz, estrechamente vigilado por la policía, vio trabados sus movimientos y por sus sospechosas andanzas el Gobierno le deportó a Canarias (agosto de 1931).

* * *

Otro grupo de conspiradores seguían las orientaciones del ex ministro conservador entre los años 1915 a 1919 Burgos y Mazo y de Melquiades Álvarez, antiguos constitucionalistas, cuyo republicanismo incipiente empezó a marchitarse al comprobar que el nuevo régimen no era «la República conservadora que se nos había prometido por los más conspicuos personajes republicanos y principalmente por el que fue el magistrado supremo o presidente de ella». «Era empresa patriótica y republicana —escribe el señor Burgos y Mazo— recoger y encauzar esos sentimientos de desesperanza, de hostilidad al Gobierno, de protesta contra el carácter que éste imponía a la República, de anhelo de un cambio radical en la procelosa marcha de ésta, para crear una fuerza o un núcleo, cuanto más poderoso mejor, que no buscara el remedio de tantos males fuera del régimen republicano, sino que tratara de depurar y de convertir la Re­pública en lo que habían «ofrecido» sus caudillos que sería, en lo que debía ser para no engañar a los ciudadanos y para poderse mantener, arraigar y hacerse amable. Y ésta fue la labor a que nos dedicamos los antiguos constitucionalistas en su mayor parte y muy especialmente Melquiades Álvarez y yo».

Refiere el ex ministro conservador que desde el primer momento contaron los conspiradores con muchas adhesiones, «hasta el punto de que nunca fue tan grande nuestra fuerza, ni siquiera en los días de mayor auge, cuando combatíamos a la Dictadura» y todos se comprometían a «defender y sostener la institución republicana, de suerte que algunos monárquicos que pretendieron entablar relaciones con nosotros fueron rechazados, sin que entráramos siquiera en conversación con ellos». Los conspiradores tuvieron que vencer grandes dificultades, «sobre todo por la falta de dinero, ya que nadie quiso contribuir a los gastos indispensables... Don Juan Match, que algún dinero había facilitado a don Miguel Villanueva durante la conspiración de la Dictadura, se comprometió con Benítez de Lugo a darnos alguno; pero luego no cumplió su promesa. También Bergamín me anunció que un conocido banquero amigo suyo le había ofrecido unas trescientas mil pesetas, si no recuerdo mal la cifra. Cuando quisimos disponer de ellas, Bergamín, con gran desencanto, nos dijo que su amigo se habla vuelto atrás y no daba nada».

La primera vez que Burgos y Mazo habla con Sanjurjo de un posible movimiento contra el Gobierno es en Huelva (noviembre de 1931), con ocasión de un homenaje a la Guardia Civil. «Se mostró el general completamente de acuerdo con la conducta de los constitucionalistas y afirmó rotundamente su propósito decidido de contribuir con todas sus fuerzas a consolidar la República y a impedir cualquier intento de restauración monárquica, dándome por razones hasta alguna relacionada con su especial situación personal. A poco marchó a Madrid, y un Fraternal amigo mío, ex ministro de la monarquía, pero a honesta distancia del último rey, me manifestó que Cavalcanti le había hablado de que los monárquicos tuvieron preparado en aquel verano que acababa de pasar un golpe de mano contra la República y que creían contar con Sanjurjo. Como no hacía mucho que acababa yo de mantener con éste la conversación a que he aludido, lo negué rotundamente, atribuyendo esta creencia a las ilusiones que se forjan alegremente los conjurados todos. Pero a poco me comunicó la misma noticia Melquiades Álvarez. Todos se referían a un tiempo anterior al día en que mantuvimos el general Sanjurjo y yo la conversación en Huelva; así y todo, había una contradicción manifiesta entre aquellas manifestaciones suyas y la actitud que se le atribuía en los meses de verano y quise averiguar cuál era el verdadero estado de su ánimo. Tuve el gusto de visitar al general y le expuse como rumores que llegaban hasta mí, a los que no había querido yo dar crédito, la noticia mencionada. Su respuesta no fue categórica, pero deduje que habían abusado de su bondad y que en alguna debilidad había incurrido; volvió a afirmar su perfecto republicanismo, su deseo de coadyuvar al mantenimiento de la República y su propósito de no dejarse embaucar por los monárquicos ni de intervenir en sus conspiraciones».

Burgos y Mazo, requerido «por elementos muy importantes civiles y militares, visitó a Lerroux para exponerle la necesidad de que diera la batalla, respondiendo así cumplidamente a lo que había ofrecido en sus discursos». El jefe radical, con muy buenas palabras, «manifestó que se ratificaría con más ahínco en su campaña» pero yo, en lo más íntimo de mi alma, no quedé satisfecho. A través de las palabras llenas de esperanza y energías del caudillo radical, no obstante las terminantes declaraciones de sus propósitos, parecíame vislumbrar falta de decisión suficiente para con­cluir con aquella farsa gubernamental que entraba ya de lleno en el cuadro de la tragedia». Perdieron los conspiradores constitucionalistas la confianza en Lerroux, y entonces ese convino por todos en que fuera Sanjurjo quien asumiera el mando militar y determinara el día en que hubiera de efectuarse el movimiento, una vez aquilatadas por nosotros todas las probabilidades del éxito. Era Sanjurjo hombre caballeroso y valiente como pocos, de mucho corazón, pero de escaso entendimiento; y tanto por esto como por haber notado algunas veces en él ciertas vacilaciones que provenían de corrientes puramente emotivas, actuábamos directa y constantemente sobre él, y colocamos a su lado, con diplomacia suficiente para que no se molestara, creyéndose mediatizado, al general Goded. Ambos generales se completaban: Goded era la cabeza privilegiada que concebía, organizaba y trazaba los planes militares: Sanjurjo, el brazo de hierro y heroico para realizarlos».

Dos momentos hubo en que los conspiradores estimaron posible d movimiento. Uno, cuando lo de Castilblanco. Sanjurjo, director general de la Guardia Civil, marchó al pueblo con el propósito de juzgar a los asesinos en Consejo de Guerra sumarísimo y fusilarlos sin atender para nada las órdenes del Gobierno. Tal hecho provocaría la caída de éste o la sublevación militar. El general Goded visitó a Burgos y Mazo para prevenirle «que estuviera dispuesto para intervenir en los acontecimientos que probablemente se iban a desarrollar con aquel motivo». Burgos y Mazo en aquella fecha contaba setenta años. La segunda vez fue en los primeros días de julio. Sanjurjo hizo una visita a Sevilla, se entrevistó con Burgos y Mazo en el Hotel Cristina y convinieron «que sólo había que esperar para iniciar el movimiento a que el general realizara algunas gestiones que seguramente no exigirían muchos días». Sanjurjo pidió a Burgos y Mazo que le preparase una entrevista con las fuerzas comprometidas en Sevilla, y el ex ministro, en unión del segundo jefe de la base aérea de Tablada, Felipe Acedo Colunga, y el comandante Delgado Serrano, del regimiento de Soria, cumplieron el encargo. «Toda la guarnición estaba comprometida y todos los convocados, aunque a distintas horas, acudieron a la cita». No pudieron Sanjurjo y Burgos y Mazo entrevistarse por la tarde para un nuevo cambio de impresiones, pues el general se fue a los toros; pero al día siguiente, Sanjurjo se presentó de improviso en Moguer, residencia del ex ministro, en ocasión de hallarse éste de caza. Le dejó el encargo de que procurase verle lo antes posible en Madrid, pues lo consideraba necesario. Y para Madrid salió en el primer tren Burgos y Mazo: «Mi propósito, escribe, era fijar la fecha del alzamiento y completar todos los pormenores con los generales Goded y Cabanellas, este último a la sazón Inspector de la Guardia Civil y también comprometido conmigo, a decir verdad no muy del agrado de Sanjurjo, por lo cual yo me entendía directamente con aquél». El viajero no consiguió entrevistarse con ninguno de los tres, por hallarse vigiladísimos, y se comunicó con ellos por medio sus amigos Luis Zabala y Luis Armiñán. Las cosas, según declaraba Sanjurjo, marchaban muy bien. Se proponía salir para Navarra y Galicia, con el pretexto de realizar una visita de inspección, y ultimar algunos puntos con las guarniciones respectivas. Entendía que al regreso podría señalarse definitivamente la fecha del movimiento.

«Yo redacté, escribe Burgos y Mazo, el manifiesto que debía dirigir en aquel acto Sanjurjo al país, y después de consultarlo con Melquiades Alvarez y Alba, que lo aprobaron en toda su integridad, se lo mandé al general con Zabala, encargándole mucho acentuara el propósito, expuesto ya en el manifiesto, de mantener el régimen republicano y de purificar la República, única manera de salvar a ésta de una ruina cierta, pues de no hacer esto para disipar toda sospecha de restauración monárquica, era seguro que el alzamiento fracasaría ruidosamente».

Así se desarrollaba la conspiración tramada por los constitucionalistas. La visita de Sanjurjo a Andalucía se verificó en julio. El día 1 estuvo en Cádiz; el 2, en Sevilla; el 3, en Huelva, y ese mismo día salió para Extremadura y Madrid. Poco después emprendió el viaje hacia el Norte. El día 14 estaba en San Sebastián. Se encontró aquí con Tirso Escudero, empresario del teatro de la Comedia de Madrid, con el que le unía gran amistad, y le confesó «que ya había concretado su propósito de sublevación contra la injusticia, la violencia, la incapacidad y la inmoralidad de la administración pública».

* * *

Sanjurjo alternaba las conversaciones con los constitucionalistas, con el trato de militares, muchos de ellos amigos y compañeros que fraguaban un complot. Los comprometidos del primer grupo estimaban que el movimiento había de ser republicano, mientras que para los militares esta condición era accidental. En los primeros días de julio Sanjurjo optó, como lo demostraría su comportamiento, por sus compañeros de profesión, convencido de que si triunfaba podía tenerse por descontada la adhesión y colaboración de los otros.

La noticia de que el general Sanjurjo preparaba un alzamiento militar, era casi del dominio público. A los partidarios de ir por la tremenda y de resolver con terapéutica militar los males que afligían al país les entusiasmaba la idea, y procuraban alentar al general, dándole ánimos y ofreciéndole ayuda. «Usted es el único que puede salvar a España.» Esta era la frase sacramental que unánimemente brotaba de todos los labios. Algunos añadían: «Está usted en la obligación moral de hacerlo, y ante la Historia tendrá que dar cuenta de su pasividad y de ese dejar hacer en momentos tan graves para la Patria». Tal vez no habría llegado a adoptar mi postura del 10 de agosto, declaraba Sanjurjo, sin los continuos requerimientos que me llegaban de todas partes de España y de los más diversos elementos sociales. Eran gritos angustiados que pedían reparación a tantos males».

Adelante siguió Sanjurjo en su empresa, sin que pueda elogiarse ésta por la discreción cautela y sigilo de sus agentes. No sabemos si puede lla­marse conspiración a una serie ininterrumpida de entrevistas, viajes, sobremesas muy poco recatadas, según lo confiesa uno de los testigos. «Se celebraron, dice éste, fraternales comidas en la piscina de «La Isla» de Madrid, en las que se reunían Sanjurjo y Goded en conferencias y a las que asistíamos el hijo del primero, Justo, y yo, como escuderos. A todas ellas asistía, desde lejos, un jefe de la Policía de Madrid».

En los últimos días de julio y primeros de agosto las reuniones de los jefes de la conspiración fueron más frecuentes y se celebraron unas veces en casa del general Sanjurjo; otras, en el saloncito del teatro de la Comedia, en el domicilio de Tirso Escudero, en la finca «La Viñuela», propiedad del duque del Infantado; en un chalet del general Barrera, en las afueras de Madrid y en la mansión del conde de Moriles, en el paseo de la Castellana.

A estas reuniones concurrieron los generales Cavalcanti, Barrera, Fernández Pérez, Goded, González Carrasco, Villegas Montesinos (que mandaba la división de Madrid) y Alfredo Coronel. También se creía contar con la adhesión de los generales Orgaz y Ponte y del coronel Varela. Había sido designada una Junta encargada de dirigir la sublevación y le fue ofrecida la presidencia de la misma al teniente general Emilio Barrera, por ser el más antiguo de los de su clase. «Un buen día, cuenta el general, se presentó en mi domicilio una persona, para mí de alta consideración, muy conocida en el mundo de las letras y del periodismo, en el que alcanzó grandes prestigios por sus brillantes campañas, para hablarme de ciertos trabajos que se estaban realizando con intención de acabar con aquel Gobierno funesto del bienio, que tanto daño hacía a España, y como hablaba a un convencido, poco esfuerzo le costó persuadirme para que yo ayudase a los planes. Así lo hice. Había formado una Junta iniciando los trabajos necesarios, y se me encargó de la dirección y organización del movimiento. La cosa marchaba con una lentitud extraordinaria, y más bien parecía que en lugar de hacer algo serio estábamos jugando a las conspiraciones. Se fue dando forma a aquello, más que por el trabajo que se realizaba, por la propia actuación del Gobierno, con sus errores y arbitrariedades». El propio general Barrera refiere que las cantidades recaudadas para el movimiento fueron insignificantes, «pues no cree que llegaran a las 300.000 pesetas».

Por las declaraciones y escritos de algunos de los más destacados participantes en los preparativos de la sublevación se deduce que ésta nunca cristalizó en un plan concreto y acabado, con programa, horarios, normas para la acción y coordinación de operaciones. Sólo se pensaba en un golpe por sorpresa dado por un general de gran popularidad, cuyo gesto encontraría inmediato eco y adhesión, lo mismo en las guarniciones que en las masas sociales. «Nunca se creyó que llegaría el momento de combatir», escribe el ayudante de Sanjurjo, teniente coronel Esteban Infantes. En evitar el choque sangriento consistía el verdadero arte de esta conspiración, y para conseguirlo se contaba con crecido número de partidarios en todos los Cuerpos y con la promesa de otro gran número de no empuñar las armas en contra, aunque negara su cooperación para tomar la iniciativa en los primeros momentos. Creían firmemente los conspiradores contar además con la colaboración decidida de monárquicos y tradicionalistas, y de otros grupos políticos antirrepublicanos, cuya ayuda a la sublevación daban por descontada; otras colaboraciones como la de los carlistas navarros, las consideraban, sin razón, seguras. Incluso se llegaron a hacer gestiones con el ministro del Aire italiano, mariscal Balbo, para solicitar cierta ayuda de aviación que se estimaba indispensable No tuvieron ningún éxito.

* * *

No era posible mantener en secreto una conspiración que había adquirido tanta amplitud y vuelo. El Gobierno estaba enterado desde el mes de mayo de lo que se preparaba. El 20 de julio refiere Azaña en sus Memorias la visita del comandante Vidal, representante del Gobierno en la Compañía Telefónica, y el director general de la misma Gumersindo Rico, para contarle las conversaciones que han oído desde la «mesa» que tienen dispuesta. Escribe Azaña: «En suma, preparan un movimiento por la noche del domingo al lunes. No tienen esperanzas de triunfar en Madrid; pero creen contar con las guarniciones de Zaragoza, Sevilla y Valencia, que marcharían sobre Madrid. Aquí se apoderarían de la Telefónica, de Correos y Telégrafos y del ministerio de la Guerra. No quieren sublevarse contra la República, sino contra el Parlamento y el Gobierno. El general retirado Coronel y el comandante Jareño parecen ser los principales directores. Comentan entre sí los conspiradores algunas supuestas afirmaciones mías acerca de los militares retirados. Me entero de otros detalles que coinciden con los que sabemos por Vicente Sol».

«Terminada la conversación con Rico, he venido al ministerio. Llamo al subsecretario y le doy instrucciones para el general Sánchez Ocaña, que manda en Zaragoza. No le digo al subsecretario todo lo que se avecina, pero está muy asustado. Escribo una carta reservada con instrucciones para el general Batet y otra para el comandante Sandino, que manda la escuadra de aviación de Barcelona. Ambas cartas las llevará el capitán Tourné, que sale ahora en coche. He llamado también a Ruiz Trillo para que se vaya mañana a Sevilla. Y envío a Cádiz al comandante retirado Manuel Muñoz, diputado radical-socialista, con instrucciones para el general Mena. Dice Muñoz que todo esto es un movimiento dirigido contra mí personalmente. Llamo al Director General de Seguridad y adoptamos para Madrid las disposiciones convenientes. Mañana se distribuyen ametralladoras y fusiles-ametralladores a los guardias de Asalto. Saravia cree que no pasará nada. Menéndez dice lo mismo. Quizá opinen así delante de mí creyendo que me quitan preocupaciones. Yo creo que, ese día u otro, el grano va a reventar, y cuanto más pronto, mejor. La única probabilidad de vencer que tienen es tomarnos de improviso y desprevenidos, pero eso es imposible».

Los días de julio están inflamados del calor propio del verano madri­leño y de rumores fantásticos que son puros disparates. Unas veces circula el anuncio del inminente asalto al Congreso o al Palacio de la Presidencia para dar muerte al jefe del Gobierno; otras la sublevación de tropas aquí o allá, o la reunión de generales en ésta o en otra capital para señalar la fecha del estallido. «Los conspiradores —escribe Azaña (3 de julio)— hablan por teléfono con una imprudencia que me parecería increíble si yo no conociera lo que hacían algunos conspiradores republicanos. Los conspiradores lo cuentan todo en el café, aunque no sea nada más que para darse importancia ante los amigos. Lo mismo hacíamos nosotros. Todo Madrid habla ya del complot». Azaña reflexiona: «Vencer un pronunciamiento fortificaría a la República, sanearía al Ejército, dando una lección a sus caudillos, y contribuiría al progreso de las costumbres políticas. Tal como están las cosas me parece que no voy a tener opción». «Recibo informes reservados, dice, (27 de julio) sobre los manejos de González Carrasco en Sevilla y Granada. También Rico y Vidal me traen noticias sobre el aplazamiento del golpe. El Gobierno está enterado, dicen los conspiradores. Despacho con Masquelet: es hombre silencioso, capaz, adicto. Es el anti-Goded en cuanto al modo de pensar sobre el Ejército y sus «príncipes». En impresión del día 28 asegura que Lerroux trata de pactar con él y de que se jacta de haber separado a Sanjurjo de la conjura de los generales. Azaña comenta: «Como Lerroux ha perdido la batalla en la que quiso hacerme polvo, trata de penetrar en la plaza para tenernos a su merced y derribarnos desde dentro».

En los primeros días de agosto la policía desplegaba gran actividad. Las detenciones practicadas de monárquicos sospechosos eran numerosas. Cuarenta y siete personas, sorprendidas en un Círculo Nacionalista de la calle de Covarrubias, de Madrid, fueron conducidas a la cárcel. El ministro ordenó la clausura de los centros albiñanistas de Burgos, Vigo y Bilbao. El general Orgaz fue trasladado desde Canarias a Madrid e ingresó en Prisiones Militares. El Centro de «Acción Española» quedó clausurado, y para justificar la medida se dijo que la policía había hallado copias de cartas pidiendo dinero para hacer la restauración monárquica. El Socialista, con el título «Psiquiatría militar», publicó un artículo que tenía todos los caracteres de una provocación premeditada para encolerizar a la oficialidad e impulsarla a la respuesta violenta. El día 5 de agosto el nombre del general Sanjurjo aparece ya en el «diario» de Azaña como participante en la conspiración; pero «contra Sanjurjo, dice, no conviene hacer ahora nada, puesto que no tenemos ni asomo de pruebas contra él. Si mandase fuerzas del Ejército le quitaría el mando; pero en la Dirección General de Carabineros no puede hacer más daño que el que haría desde su casa. No va a sublevar a los carabineros de las aduanas. La fuerza de Sanjurjo es personal, por sus amistades y por su prestigio; es lo que aquí se llama aun glorioso caudillo.» Meterlo en prisiones cortaría por el momento su acción. Pero, ¿cómo justifico su prisión? ¿Con la honrada convicción del Gobierno? No basta. Armaríamos un escándalo, surgiría una protesta, incluso de los republicanos, por los servicios que prestó el 14 de abril; se pondría la venda de perseguido, etc., y tendríamos que ponerlo en libertad, como a Barrera (todavía hay menos indicios contra Barrera), sin haber conseguido nada, como no consiguiéramos hacerle más simpático en el Ejército y provocar algún incidente enojoso. No hay sino estar vigilante y vencerlos. La Policía no da más de sí. Ni averigua nada, ni sabe introducirse entre los conspiradores, para poder convencerlos de culpas antes de que den el golpe. Todo esto es peligroso; pero no nos queda otro camino. Por otra parte, conviene escarmentarlos».

A última hora de la tarde del día 8 el Director de Seguridad visita al Presidente del Consejo y le da noticias del complot. «Parece, escribe, que todo está cuajado y a punto. Examino los recursos con que cuenta la Dirección General y le digo a Menéndez  que no hay que echar mano del Ejército, sino en caso muy apurado. Mejor es arreglárselas con la Policía, los de Asalto y la Guardia Civil.»

En efecto, el día 8 todo está dispuesto y fijada por la Junta Directiva la fecha para la sublevación; ésta será el 10 de agosto. «Se celebró, refiere Esteban Infantes, en los alrededores de Madrid una última reunión clandestina para ultimar detalles de ejecución. En ella (a la que acudieron personas cuya sola enunciación sería bastante para comprender que el 10 de agosto no fue una aventura insensata) se hizo un retenido recuento de fuerzas y elementos disponibles; este examen dio por resultado poner de manifiesto la necesidad de un nuevo aplazamiento —como ya se había hecho en varias ocasiones— para perfeccionar trabajos realizados en varias poblaciones; extender la acción sobre otras, modificar el procedimiento a seguir en Madrid y despistar a la Policía. Pero era ya muy difícil. El Estatuto estaba para aprobarse; una poderosa agrupación, capaz ella sola de producir graves trastornos, daba un plazo conminatorio, transcurrido el cual tomaría la iniciativa: las órdenes para el levantamiento habían empezado a circular e incluso se tenían dispuestos los relevos de guardias y servicios; y ante motivos todos tan poderosos, se ratificó el acuerdo de echarse a la calle el día 10 de agosto a las cuatro de la madrugada. El general Sanjurjo —ferviente partidario del aplazamiento a toda costa— no ejercía la suprema dirección. Su misión era la de ponerse al frente de la guarnición de Sevilla y extender su acción con el apoyo de otras guarniciones del Sur a la totalidad de la región andaluza. Con todas las fuerzas disponibles, organizaría una columna con la que emprendería la marcha sobre Madrid, si para entonces aún no había entregado los poderes el muy funesto Gabinete Azaña.»

Para el desarrollo de la sublevación se preveía, según Esteban Infan­tes, el «levantamiento en armas de dos guarniciones del Norte, tres del Sur y los elementos heterogéneos de Madrid, organización ésta última la más débil de todas y de la que no se esperaba otra cosa que entretener a las tropas gubernamentales, mientras las guarniciones sublevadas, organizadas en definitiva en dos columnas, una del Norte y otra del Sur, se dirigían sobre Madrid». La distribución de mandos se había hecho del modo siguiente: «El teniente general Barrera dirigía el alzamiento en Madrid. Sanjurjo, en Sevilla; González Carrasco, en Granada; Varela, en Cádiz; Ponte, en Valladolid; el coronel Sanz de Lerín, en Navarra. El general Fernández Pérez se pondría al frente del grupo de la Remonta, de Tetuán de las Victorias y de los regimientos 2 y 3 acantonados en Alcalá de Henares. El teniente coronel Martín Alonso se haría cargo del regimiento número 31; al coronel Serrador, que mandaba la Caja de Reclutas de Salamanca, se le encomendaron las tropas acuarteladas en San Francisco el Grande; el teniente coronel Borbón, duque de Sevilla, saldría con su regimiento. Se creía contar también con la adhesión del coronel Osuna, con mando en la Guardia Civil de Madrid».

Otra prueba de que el día 8 todo estaba preparado la ofrece Tirso Escudero en sus Memorias: «Yo vi a Sanjurjo el 8 de agosto. Me dijo que al día siguiente almorzaría en el restaurante de «La Isla»; que yo fuera a recogerle allí con mi automóvil para marchar a Sevilla» (. En efecto, de allí partió el día 9, a las cuatro de la tarde, en compañía de su hijo Justo y del empresario Tirso Escudero. En otro coche le seguían su ayudante, teniente coronel Esteban Infantes, y Ricardo Goizueta, gran amigo del general. Inquirió el dueño del automóvil si no había más viajeros, y el general respondió negativamente, pues «el general Goded, dijo, tiene otro lugar». Sanjurjo iba meditativo y silencioso, y al pasar por Cardona rompió su silencio para exclamar, como una deducción de sus reflexiones: «Creo que yo he debido quedarme en Madrid. Me parece que era allí donde tenía mi puesto».

Asintió su acompañante a esta confesión, y llegó a sospechar si aquel viaje no habría sido sugerido por alguien, deseoso de alejarlo de Madrid. Pero el general no dijo nada más a este respecto. Sin embargo, hay indicios para suponer que el alejamiento de Sanjurjo de Madrid fuese deliberado por parte de los dirigentes monárquicos de la conspiración, que, conocedores de la inclinación republicana de Sanjurjo, temían que en caso de triunfo, diese aquél carácter republicano a la victoria. No sería la primera vez que ocurriese algo parecido. La revolución de 1854, más conocida por la «Vicalvarada», la hicieron los moderados de la Unión Liberal, acaudillados por O'Donnell y los progresistas de Espartero. Pero como los vencedores en Madrid fueron los últimos, éstos administraron el triunfo, obli­gando al general moderado a suscribir el manifiesto de Manzanares, que le impuso una hipoteca progresista durante años, rota al fin con la espada.

Los apellidos del general —Sanjurjo y Sacarell— corresponden a antepasados que fueron jefes de las guerras dinásticas. Su padre, coronel carlista, participó en la batalla de Eraul y murió en acción de guerra. José Sanjurjo nació en Pamplona el 28 de marzo de 1872; huérfano desde muy niño, apenas salido de la adolescencia, se inclinó hacia la milicia, para la que demostró verdadera vocación. Hizo la guerra de Cuba y defendió como oficial el fuerte de Matanzas. Desde el año 1909 sirvió en Marruecos, donde puede decirse que hizo su vida militar, premiada con la Cruz laureada de San Fernando y otras muchas condecoraciones. Le correspondió el honor de redactar el último comunicado de la guerra con los marroquíes en 1926. Tenía a gala ser solamente soldado. Prestó su concurso decidido al golpe de Estado de septiembre de 1923 y la guarnición de Zaragoza, donde Sanjurjo desempeñaba el Gobierno militar, fue la primera que secundó el gesto de la de Barcelona. A su actitud como Director General de la Guardia Civil se debió que la República se instaurase sin lucha y sin sangre. Sus ilusiones de liberal decayeron al ver los desenfrenos anárquicos favorecidos por la política republicana. Era en aquel momento el general más visible para la contrarrevolución, y en el que ésta ponía su esperanza.

* * *

En las primeras horas del día 9 empieza a preocuparse el jefe del Gobierno en averiguar el paradero de Sanjurjo. Con motivo de unas denuncias formuladas por el ministro de Hacienda en el Consejo, relativas al contrabando que se hace en el puerto de Barcelona, Azaña, al terminar la reunión, llamó a Sanjurjo. Eran las dos de la tarde. Le respondieron que cinco minutos antes el Director General de Carabineros había abandonado su despacho. Pensó en verle por la tarde al regreso de las Cortes. Al llegar a éstas, «Casares —escribe Azaña en sus cuadernos— me dijo que estaba allí el Director de Seguridad y que necesitaba hablarme. Nos reunimos los tres solos; serían las seis de la tarde. Menéndez, que es muy locuaz y acalorado, me refirió que, según las últimas confidencias, el «golpe» es para esta noche, en Madrid. Se proponen asaltar el ministerio de la Guerra y la Telefónica. La confidencia procede de una mujer, amante de uno de los oficiales comprometidos: no es la vez primera, a lo que entiendo, que se relaciona con la Dirección de Seguridad. La mujer ha delatado «para que a su amigo no se le haga ningún daño». Recibida hoy mismo la última confidencia, se han practicado algunas comprobaciones que demuestran ser ciertos los informes. Por ejemplo: la mujer dijo que esta tarde, a las cinco, tenían una reunión en un café varios conspiradores, algunos conocidos, cuyos nombres dio. La Policía ha observado que, en efecto, se han reunido quienes y donde dijo. No es, pues, una embustera. También ha anunciado que esta noche, a las doce, se reúnen en un piso del número 9 de la calle Bárbara de Braganza cuatro o cinco personas que vienen para este asunto; esto es fácil de comprobar. Sabemos también la hora del golpe: las cuatro de la madrugada. Los directores son Barrera, González Carrasco, Cavalcanti, Fernández Pérez, el coronel Benito, etc. La fuerza principal se compone de oficiales retirados; pero creen contar con algunas unidades de la guarnición de Madrid. Tienen, respecto de mi persona, las peores intenciones (Dios se lo pague). No suena el nombre de Sanjurjo. Recapitulados todos los datos que no añaden nada a lo que ya sabíamos, más que la precisión del día y la hora (que no es poco, ciertamente), acordamos lo necesario para dominar el golpe».

A primera hora de la noche Azaña abandona las Cortes, y cuando los periodistas le abordan, exclama a modo de saludo.

—¿Qué hay?

—Mucho calor, señor Presidente.

Y Azaña responde con estas palabras cabalísticas para unos y reveladoras para otros:

— Sí, hace mucho calor. Tal vez esta madrugada salgan algunos señoritos a tomar el fresco.

Al llegar el jefe del Gobierno al ministerio de la Guerra anuncia que no piensa salir. «Me encuentro, escribe, con que Saravia está hoy de servicio de guardia en el ministerio, y me alegro, porque así todo queda en esta Casa bajo la jefatura de un hombre de mi confianza. Saravia, a quien he puesto al corriente de lo que se espera, me dice que a primera hora de la tarde le han comunicado de la Dirección General de Seguridad que han perdido de vista a Sanjurjo, y preguntaban si sabíamos dónde estaba. Saravia les contestó lo que sabíamos de su presencia aquí, por la mañana. Como yo había dicho al volver del Consejo que necesitaba ver a Sanjurjo, habían estado buscándole por la tarde. Saravia envió un funcionario del Gabinete militar a casa del general y le dijeron que había almorzado fuera de casa y que estaría en el campo. También se preguntó por teléfono a El Escorial y a varios lugares próximos a Madrid, pero no sabían nada. Hemos preguntado a Sevilla y desde el Gabinete Telegráfico nos dicen que allí no ha ido el general. Se dan órdenes para que lo busquen en Sevilla y se telefonea a varias poblaciones de camino para que, si llega a alguna de ellas, le den orden de volver. Ha venido el Director General de Seguridad. Examinamos la situación y las disposiciones tomadas, que el Director me enumera prolijamente. Quería meter en el ministerio una Compañía de Guardias de Asalto; pero yo me he negado. La fuerza está mejor en la calle. Hay una incógnita que puede encerrar un peligro: lo que dan de sí los Guardias de Asalto. Es un cuerpo nuevo, todavía no probado y vamos quizá a someterlo a la durísima prueba de tener que batirse con oficiales y tropas del Ejército, si los sublevados consiguen sacar algunas de sus cuarteles. Menéndez asegura que los de Asalto responderán bien».

Desde este momento las noticias confirmatorias de lo que se prepara se suceden sin interrupción. Azaña envía al general Carnicero a Getafe para que tome el mando de los dos Regimientos. Ya avanzada la noche se sabe que en los cafés de Recoletos hay muchos oficiales que deben estar esperando la hora señalada. A las dos y media, Azaña le dice a Saravia «que levanten a la tropa y la preparen en el jardín del ministerio, distribuyéndola, y que apaguen las luces exteriores, que hasta ahora estaban encendidas». «Además, escribe, le dije a Saravia que se hiciera cargo personalmente de toda la fuerza que hubiera y de todos los servicios, lo mismo interiores que exteriores... Ya está la tropa distribuida por los jardines del ministerio. Disponemos de unos ochenta soldados y ocho o diez guardias civiles. Saravia me informa de todo. Me asomo al balcón. El jardín principal, como todo, está en tinieblas. Veo el bulto de unos grupos de soldados que pasan. Nos llegan noticias de que en la puerta de una casa de Recoletos hay oficiales vestidos de uniforme».

Así estaba de enterado y apercibido el Gobierno para rechazar el golpe, que se produjo con puntualidad matemática a las cuatro de la madrugada del 10 de agosto.

 

CAPÍTULO XIX.

EL DIEZ DE AGOSTO