CAPÍTULO
XVIII.
CONJURAS CONTRA EL GOBIERNO
La
ola de huelgas desarticulaba la economía nacional y hacía imposible el normal
desarrollo de la vida española. En el mes de junio la nación era un hervidero
de conflictos; se producían huelgas, con su cortejo de colisiones y desórdenes,
en Lebrija (Sevilla), Algeciras, Quesada (Jaén), Castro del Río, Almería,
Antequera, Sabiñánigo, Mollina (Málaga), Cartagena, Gijón, Valencia,
Torredonjimeno, Talavera, Reus —aquí los huelguistas asaltaron la cárcel y
libertaron a sus compañeros detenidos—, Villamayor de Santiago, Jerez de la
Frontera, Tenerife... Tan fuerte y extenso era el estrago, que la Unión General
de Trabajadores creyó oportuno dirigirse a las secciones para «orientarles en
los momentos difíciles que estamos atravesando». «Con una frecuencia que nos
apena — decía en un manifiesto (25 de junio)—, viene produciéndose en nuestro
país una serie de huelgas que no responden, que no pueden responder a un plan
seriamente meditado.» No se referían a los conflictos producidos por los
profesionales del desorden, «sino a los que de buena fe pretenden resolver la
crisis del trabajo por medio de huelgas». «La huelga, añadía, distrae la
atención de quienes se encuentran entregados a la búsqueda de soluciones para
los múltiples problemas sometidos a su estudio.» Los daños producidos eran
incalculables. Una huelga general que duró veinte días en la Constructora Naval
del Ferrol había arruinado a la ciudad, dejándola incluso sin alimentos, pues
los huelguistas impedían el abastecimiento. Los obreros, a fin de resistir a lo
numantino, confiaron sus mujeres e hijos a la generosidad de los camaradas de
otras poblaciones. Toda Galicia acabó solidarizándose con los huelguistas, y el
paro fue rubricado con explosiones terroristas en El Ferrol, Coruña y Túy. Por fin el 8 de junio terminó el conflicto «por
traición de los socialistas», según los sindicalistas.
El
terrorismo iba de la mano con las huelgas: estallaron bombas en Granada,
Huelva, Valladolid, Gijón, Bilbao, Logroño, Cádiz, Almería y Alcoy. Se
descubrieron depósitos de explosivos en Barcelona, Zaragoza, Santander, Logroño
y Madrid. El capítulo de atentados personales correspondiente a junio era muy
prolijo: el director de la cárcel de Barcelona, Alfonso de Rojas, y su
secretario fueron acribillados a tiros: resultaron gravísimos. Al ganadero de
Sevilla Juan Alvarez Rueda, atacado cuando se dirigía
al Matadero, le despojaron de 40.000 pesetas y quedó con el pecho atravesado de
un balazo; un recluso asesinó al doctor Tomás Llaguno en el Reformatorio de
Adultos de Alicante; un colono agredió a tiros a Miguel Sánchez Dalp y Calonge, en Utrera (Sevilla). Éstos fueron, entre
otros de la misma índole, los sucesos más salientes.
Colisiones
sangrientas hubo en Archidona, Medina Sidonia —dos muertos y cinco heridos—; en
Vélez Rubio (Málaga) resultó muerto el alcalde, Girao;
en Mollina (Málaga), tres heridos; en Hinojosa del Valle (Badajoz), dos muertos
y varios heridos; en Pomer (Zaragoza), dos mujeres
heridas; en Collados (Cuenca), un muerto; en Molacillos (Zamora), un muerto y un herido. Los comunistas promovieron desórdenes en
Madrid, y en un choque con la fuerza, un teniente de Seguridad resultó herido.
En Bilbao se manifestaron al grito de «¡Vivan los soviets!» ante el consulado
francés. En el tiroteo con la fuerza cayeron un guardia muerto, otro herido y
tres comunistas heridos graves. También hubo disturbios comunistas en
Santander, Valencia y Almería.
Continuaron
las invasiones de fincas en Andalucía y en Extremadura: los incendios de
cortijos en Pueblonuevo de Cortella (Córdoba) y de maquinaria
agrícola y cosechas en pueblos de Badajoz, Málaga y Ciudad Real; los destrozos
de fincas en Valdemorales (Cáceres). Grupos de
desalmados quisieron incendiar la iglesia de la Merced, en Algeciras; la
parroquia, en Mairena del Alcor; la iglesia de Santa Clara, en Osuna; la
parroquia de Reboreda (Vigo). Se amotinaron los
presos en las cárceles de Melilla y Zaragoza.
En
el mes de julio irrumpieron en la vida social con violencia los obreros
parados. Eran como manchas en la piel de la economía nacional, reveladoras de
una grave dolencia: la crisis. Los parados en Vitoria, Bilbao, Melilla,
Granada, Reinosa, Sevilla, Ávila, Almería, Yeste (Albacete), Murcia, Jaén, se presentaban a las autoridades para pedir
ocupación, y al no ser atendidos invadían tajos, fábricas, talleres, obras y
minas y se entregaban a la labor hasta que la fuerza pública los desalojaba.
¿No era bochornosa semejante anomalía en una república de trabajadores? El
trabajo disminuía porque una política de embriaguez demagógica había socavado
el capital y la técnica, pilares de la economía, con lo cual sobrevino la
parálisis. Cegadas las fuentes de producción, perseguida la iniciativa privada,
faltaban los estímulos, resortes esenciales de la actividad productora.
Huelgas, vandalismo y terror daban como resultado la ruina. Unas bases de
trabajo desorbitadas, ahuyentaban a los patronos del campo. La continua guerra
al capital retraía a éste de emprender nuevas obras. La Federación Patronal
Madrileña de la construcción hacía público (24 de julio) que «en la capital
existen veinte mil cuartos desalquilados y es de todo punto imposible pensar en
levantar viviendas económicas, dado el excesivo coste que alcanzan los jornales
y los materiales». Los alcaldes de la provincia de Córdoba emprendían (4 de
agosto) «una marcha sobre Madrid», con el propósito de solicitar recursos para
conjugar la crisis de trabajo, pues había 25.000 obreros parados y de no ser
atendidos «declinaban toda responsabilidad por lo que pueda ocurrir». En la
provincia de Sevilla el número de parados se elevaba a 65.000 y en Bilbao la
crisis llevaba la miseria a millares de hogares.
Todo
lo cual contribuía a enconar la lucha social. En el mes de julio se registraron
motines y disturbios en Baterno (Badajoz), donde el
vecindario intentó el asesinato del juez municipal y del secretario, en
Villalba de los Barros (Badajoz), en Carlos (Valencia), en Higuera de Arjona
(Jaén) y en Bustillo del Monte (Santander). Aquí el vecindario se negó a pagar
los tributos y acometió al recaudador de contribuciones con ánimo de lincharle.
Salió en su defensa la Guardia Civil y en la colisión que se produjo murieron
dos mujeres. La mayoría de los vecinos huyeron al monte.
Pero
donde los sucesos alcanzaron máxima gravedad fue en Villa de Don Fadrique
(Toledo). Con el pretexto de apoyar a los obreros parados, estalló (8 de julio)
un motín comunista, con incendios de cosechas, corte de comunicaciones
telefónicas, telegráficas y ferroviarias y combates con las fuerzas de la
Guardia Civil y de Asalto que acudieron presurosas de Toledo y de Madrid. Allí
se personó también el director general de la Guardia Civil, general Cabanellas.
Hubo un guardia muerto y varios heridos. Los comunistas, que en total eran
seiscientos, tuvieron dos muertos y varios heridos. Murió también un patrono,
asesinado por los revoltosos.
Abundaron
los atracos y atentados; en Burgos fue asaltado el industrial Benito Ezquerra;
en un solo día (15 de julio) fueron desvalijados tres comercios sevillanos; en
Carrión de los Céspedes, el vicepresidente de la U. G. T. asesinó al presidente
de la Patronal, Juan Ramírez Cruzado; en Avilés, la Banca de Maribona y Compañía fue asaltada por siete pistoleros: uno
de éstos, que resultó herido, decía mientras le curaban: «Total, dentro de ocho
días estaremos en la calle». En Bilbao, un obrero despedido de la Babcock Wilcox
daba alevosa muerte al jefe de taller Pascual Ramírez; en Nerva (Huelva) era
atracado y herido el director de una sucursal de Banca; en Atarfe (Granada) (6
de agosto) el presidente del Sindicato Agrario, Miguel Jiménez, caía asesinado
a balazos.
Se
sucedían las huelgas, las explosiones de bombas; se agitaban los comunistas en
Madrid, en Valencia, en Bilbao y en otras poblaciones en la preparación del Día
Rojo. Y cuando llegó éste (1 de agosto), celebraron mítines y manifestaciones
en Gijón, Vizcaya, Zaragoza, Barcelona, Toledo y Madrid. Las precauciones
policíacas fueron tan grandes, que aplastaron en su iniciación los desórdenes.
El
diputado radical por Sevilla, Miguel G. Bravo Ferrer, hizo en las Cortes (9 de
junio) una acabada descripción de lo que era la vida de la capital andaluza
desde la proclamación de la República. «La ciudad —dijo— se halla estremecida,
conturbada, abatida en su espíritu, hondamente quebrantada en su economía,
empobrecida, casi en ruinas en su industria y en su comercio; en perpetuo
asedio, a veces en serio peligro, casi en trance de perecer, los principios de
orden y de autoridad, que socavados o arrollados pueden llevarnos, aunque no
fuera más que por unas horas, a un estado de anarquía.» Contaba cómo a las
veinticuatro horas de proclamado el nuevo régimen masas de exaltados asaltaban
la cárcel, ponían en libertad a los presos y chocaban sangrientamente con la
fuerza pública. Desde el 15 de abril de 1931 «empieza Sevilla a ser teatro de
agitaciones terroristas, escenario donde se ensayan todas las tácticas de una
revolución, capital de una república soviética o colectivista, cuya hegemonía
se la disputan la C. N. T. de una parte y de otra los comunistas».
«Desde
la instauración de la República no ha pasado una semana en Sevilla sin huelgas
revolucionarias o generales, seguidas de agresiones violentas, atentados,
petardos, asaltos a mano armada y en cuadrilla, y ofensivas generales
revolucionarias.» «De los labios de los sevillanos brotan palabras de enérgica
censura y condenación para este Gobierno, y, lo que es peor, con un criterio
simplista, de ofuscación muy disculpable, para este régimen, porque no acierta
a poner remedio a tan triste situación.» «Durante el trimestre de octubre a
diciembre Sevilla ha padecido trescientas huelgas parciales. He aquí un resumen
de conflictos: huelgas que afectan a servicios públicos, en septiembre, siete;
explosiones de bombas o petardos, tres; robos y atracos, tres; víctimas en
total, ocho. En octubre: huelgas, seis; explosiones de bombas o petardos, una;
robos y atracos, 22; atentados personales, cuatro; víctimas, nueve. En
noviembre: huelgas, cinco; robos y atracos en pandilla, 40; atentados y
víctimas, 17.»
«Sevilla
ha perdido en un año todo lo que había ganado en un espacio de diez. En Sevilla
existen ahora de diez a quince mil obreros en paro forzoso; casi todas las
industrias, grandes o pequeñas (pequeñas las que quedan, muchas terminaron para
siempre), trabajan tres días a la semana; el consumo de pan ha aumentado
considerablemente, pero ha disminuido en más de 400.000 kilos el consumo de
carne; en lo que va de año se han solicitado más de 600 bajas en la
contribución industrial; la baja de la recaudación ha sido tan alarmante que la
Dirección del Tesoro ha pedido informes a la Delegación de Hacienda. La
propiedad en Sevilla no tiene cotización. No quiero hablar de la pequeña
industria, porque los restaurantes, los hoteles, los taxistas, están arruinados
y las profesiones liberales sólo apremian a una porción de hombres cesantes que
pasan por la tragedia de no poder llevar a sus hogares siquiera aquello que
puedan obtener los simples obreros. Donde se refleja este estado de postración
de la economía es en el puerto. En el año 1922 el movimiento del puerto de
Sevilla fue de 987.000 toneladas; en 1930 llegó a 1.437.000 toneladas (años más
espléndidos ha tenido en 1928 y 1929); en 1931 la cifra del año anterior se
reduce a 455.000 toneladas, la misma cifra del año 1922, es decir, que el
puerto de Sevilla pierde en un año todo lo ganado en un decenio.»
Con
la lectura de unas proclamas suscritas por un titulado «Comité de obreros y
soldados», Bravo Ferrer probaba a la Cámara los extremos de ferocidad a que
había llegado la campaña de excitación al crimen y al asesinato de la fuerza
pública. Proclamas repartidas libremente por las calles sevillanas e incluso a
la vista de los delegados de la autoridad. «Queremos —concluyó el diputado— que
en Sevilla haya paz y respeto a la ley; que nuestros hijos puedan atravesar la
calle para ir a la escuela; que desaparezca el estado de anarquía y se
restablezca la paz.»
Las
denuncias del diputado radical las suscribía el ex gobernador de Sevilla Sol
Sánchez, ampliadas con nuevos pormenores que produjeron sensación. Dio a
conocer la existencia de un Sindicato de parados con reglamento aprobado por
el Gobierno Civil, pero cuya finalidad verdadera era el asalto de Bancos y
tiendas. Los anarquistas dominaban la C. N. T., y ésta, con pistoleros a
sueldo, imponía por el terror unas condiciones de trabajo que desbarataban la
vida económica de la ciudad y de la provincia. Enormes cantidades de explosivos
se almacenaron para la revolución del 29 de mayo, con el propósito de incendiar
las cosechas y «destruir los monumentos públicos, entre ellos la catedral».
Una literatura corrosiva exasperaba a los campesinos. En una hoja muy
difundida en la provincia se decía entre otras cosas: «¡Campesinos hermanos!
Pronto, muy pronto, la burguesía y la autoridad republicana te llevarán al
terreno de la violencia... Y la batalla, campesino andaluz, es el máuser de la
Guardia Civil, la cárcel, la deportación y la muerte... La batalla es contra la
revolución que bulle en la entraña popular y que pronto estallará con todas sus
consecuencias... Andalucía se estremecerá de una punta a otra. Los trabajadores
sufrirán la embestida de los sicarios del capital. La sangre proletaria
salpicará la cosecha sagrada de la República. Habrá víctimas proletarias. Pero
estamos seguros de que no se trillará este año en las eras de Andalucía».
Frente al oleaje anárquico, el único baluarte y sostén de los derechos y de la
vida de la República, terminaba diciendo Sol Sánchez, «son las fuerzas de la
Guardia Civil, de Vigilancia y Seguridad».
La
interpelación sobre la situación continuó el día 17. El diputado Fernández
Castillejo completó la pintura con nuevas pinceladas trágicas. Todavía Sol
Sánchez hubo de insistir en otra sesión (día 23) para puntualizar sobre el
carácter anarquista de los conflictos. En las tres veces que se habló de la
situación de Sevilla menudearon entre los diputados Balbontín, Pérez Madrigal,
Ortega y Gasset (Eduardo), Casas, Menéndez y Gordón Ordás los desafíos
verbales, atacándose mutuamente a insulto limpio, con alusiones insidiosas a su
pasado, «impropias de la seriedad y soberanía de las Cortes», al decir del
Presidente de éstas.
La
pregunta que se hacían todos los españoles era si tal estado de cosas podía
perdurar mucho tiempo.
*
* *
Pocos
meses de vida llevaba la República, cuando comenzaron a inquietarla con gran
desasosiego las amenazas de complots fraguados indistintamente por los
monárquicos o por las extremas izquierdas. A partir de julio de 1931, no hubo
mes sin la correspondiente conspiración. El Director General de Seguridad, fiel
a los consejos de Fouché, siempre tenía a mano el oportuno complot, que además
de permitirle gran lucimiento personal era muy útil para justificar medidas
arbitrarias y confinamientos de personas no gratas al régimen. En el verano de
1931 llegaban con frecuencia a las alturas del Gobierno confidencias sobre
maquinaciones de algunos generales. Los que más sonaban eran Orgaz y Barrera.
Alguna vez los informadores unían a éstos el nombre del general Franco. Por dos
veces Azaña recoge en su «Diario» este rumor y se limita a escribir: «Franco
es el más temible», «Franco es el único temible». Pero nada añade que pruebe la
participación de Franco en tales confabulaciones. A partir de septiembre de
1931, el nombre sobresaliente en la conspiración es el del general Sanjurjo, al
que no le dejan en paz entre unos y otros. Los confidentes lo sitúan unas veces
en inteligencia con Maura y otras con Lerroux. Todo pura fábula. En el mes de
mayo de 1932, los anuncios de un próximo golpe militar en connivencia con los
monárquicos se hacen más insistentes. El estallido se va a producir de un
momento a otro. El complot está en todas partes: en los cuartos de banderas y
en las sacristías; en la Bolsa y en las oficinas ministeriales; en los salones
y en los sótanos; en los palacios y en los caseríos de Navarra... «Están
prohibidos los complots», dijeron a dúo el ministro de la Gobernación y el jefe
del Gobierno (9 de junio), para tranquilizar los ánimos. Poco después la
policía practicaba (15 de junio) muchas detenciones en Madrid y en provincias,
entre ellas la de José Antonio Primo de Rivera. En Barcelona era detenido el
teniente general Emilio Barrera y trasladado a Madrid, para su ingreso en
Prisiones Militares, y en Santa Cruz de Tenerife el general Orgaz, que cumplía
destierro desde hacía un año.
Intervenía
el ministro de Justicia, Alvaro de Albornoz, en un
mitin radical-socialista que se celebraba en el Teatro Principal, de Ávila (19
de junio), y, como estaba en el ambiente el rumor de conspiraciones monárquicas
y la inquietud despertada por los viajes de ciertos generales, quiso el ministro
burlarse de semejantes peligros con frases despectivas. «En tiempos de la
Monarquía —dijo— bastaba que un general estornudase para hacer temblar las
altas esferas del Poder. Ahora los generales no estornudan, y si se atreven,
les sucede lo que al general Barrera.»
Semejantes
palabras mortificaron a ciertos elementos militares. El general Barrera, desde
Prisiones Militares, donde había sido trasladado, se dirigió al ministro de la
Guerra (22 de junio), para protestar enérgicamente contra las frases de
Albornoz. Le secundaron en su actitud el general Miláns del Bosch, con una carta al ministro de la Guerra, y el general marqués de Cavalcanti, con otra al director de A B C. «Cuando
con intención o sin ella —decía Cavalcanti— se roza
el prestigio de nuestra clase, no sólo «estornudo», empleando el lenguaje del
señor Albornoz, sino que toso muy alto y muy fuerte.»
El
ministro de Justicia negó en las Cortes (25 de julio) que hubiese dicho nada
molesto para el Ejército. «Para los militares —dijo— he tenido siempre no sólo
respeto, sino cariño.» Dos días antes el ministro de la Guerra, después de
imponer arresto de un mes al general Cavalcanti en el
fuerte de Guadalupe, en respuesta a una pregunta formulada en las Cortes, se
había anticipado a dar satisfacción a los agraviados. «Estos días pasados
—dijo—, han circulado de boca en boca rumores fantásticos, suponiendo que la
República estaba amenazada por éste o el otro peligro, implicándose en la
confección de estos rumores y en la participación de estos peligros a éstas o
las otras personas, más o menos significadas en el Ejército. Todos estos
rumores carecen en absoluto de fundamento. Ningún peligro ha existido nunca en
la República ni existe en estos instantes.» «Es necesario —agregó— que se tenga
pulcritud y cuidado cada vez que se traiga y se lleve el nombre o los intereses
del Ejército. Las investigaciones de la policía han venido a probar,
confirmando la presunción y la convicción del Gobierno, que en modo alguno
elementos que tengan a su cargo la defensa del país o una responsabilidad
especial por su posición, están complicados en nada, ni colectiva, ni
personalmente. Es una política funesta: mejor dicho, no es política; es el acto
más impolítico que se puede cometer el proferir palabras, hacer insinuaciones
que puedan tender a socavar o menoscabar la autoridad de los jefes del
Ejército; porque además de no poder legal ni profesionalmente salir a su
defensa personal ni colectiva, puesto que les está prohibido por la ley y para
eso está aquí el ministro de la Guerra, además de eso, cuando estas campañas
toman cierto cuerpo, se socava la autoridad de los jefes del Ejército delante
de sus subordinados, y quebrantar la disciplina del Ejército sería la mayor
catástrofe que podría ocurrir en España.»
Aún,
los comentarios a estos incidentes, sobre los cuales el Gobierno había querido
tender el manto del olvido, cuando se producía en el campamento de Carabanchel
(27 de junio) otro más grave. Fue a la terminación de unas maniobras, con
motivo de un desayuno de despedida a la oficialidad ofrecido por los alumnos de
todas las Academias participantes en las prácticas. Habían pronunciado unas
palabras de saludo y felicitación los generales Caballero y Villegas, y a
requerimiento de algunos jefes se levantó a hablar el jefe del Estado Mayor
Central, general Goded. Exaltó éste la disciplina, «esencia y nervio de los
institutos armados», pidió a la oficialidad «que se alejara de las luchas
políticas, que empequeñecían la misión del militar», y terminó: «Ahora sólo me
resta dar un viva a España, y nada más». Contestaron todos, a excepción del
teniente coronel de Infantería, Mangada, que hizo público alarde de su silencio
y de su enojo. Y como Goded le censurara por su comportamiento, Mangada replicó
en forma descompuesta y con palabras ofensivas, oído lo cual por el jefe de la
División, general Villegas, le ordenó, por medio de un ayudante, que se
constituyera arrestado en su residencia del campamento.
El
teniente coronel Mangada, al escuchar la orden, se despojó airadamente de su
guerrera, la arrojó al suelo junto con el gorro y dirigiéndose a un grupo de
soldados próximo, gritó:
—¡Mirad
cómo tratan a un jefe vuestro!
El
ministro de la Guerra confirmó el arresto de Mangada en Prisiones Militares y
ordenó la instrucción de sumario por un juez especial.
Los
incidentes de Carabanchel tuvieron gran resonancia. La prensa republicana elevó
sobre un pedestal de virtudes cívicas a Mangada, después de elogiar su gesto
«viril y digno». Un grupo de diputados pidió al Gobierno (28 de junio)
referencias de lo ocurrido, y el ministro de la Guerra hubo de complacerles.
Refirió la fiesta de fraternidad después de las maniobras, el discurso del
general jefe de la primera brigada de Infantería, Caballero, «en el que se
hacían apreciaciones en ningún caso delictivas, pero probablemente inoportunas
y fuera de lugar»; otro discurso del general jefe de la Primera Brigada de
Infantería, Villegas, «con alusiones a estados de ánimo más o menos
satisfactorios de la oficialidad del Ejército», y un tercero del general Goded,
jefe del Estado Mayor Central, que pronunció «palabras mucho más discretas que
los anteriores»; el incidente promovido a continuación por el jefe de
Infantería (Mangada) y la «situación sumamente desagradable y deplorable». «El
juez, en su jurisdicción, dirá qué es lo que hay en el fondo de este asunto, en
sus orígenes y en sus móviles, quién es el responsable, por qué y cuánto.»
Pero
el ministro de la Guerra no estaba satisfecho por lo de Carabanchel, y unas
horas después de lo ocurrido el general Villegas era sustituido en la jefatura
de la Primera División por el general Virgilio Cabanellas. El general Manuel
Romerales reemplazó al general Caballero en el mando de la primera Brigada de
Infantería, y el general Masquelet se encargó de la
jefatura del Estado Mayor Central por cese del general Goded, persona, decía Azaña,
«de autoridad y capacidad que nadie le va a discutir; pero cuando un
funcionario se encuentra en situaciones de esa delicadeza, interviene el
superior, el mando, la autoridad y establece las sanciones correspondientes».
Se esforzó el jefe del Gobierno por quitar importancia al incidente: «no hay,
yo lo aseguro, cosa alguna grave, ni profunda, ni temerosa, detrás de lo
sucedido». Y añadió: «Del Ejército no tengo que decir sino alabanzas: acerca de
su situación moral y espiritual no puedo hacer otra cosa que elogios».
Al
diputado radical socialista Eduardo Ortega y Gasset no le convencieron las
manifestaciones del jefe del Gobierno. Calificaba de «arengas monárquicas» los
discursos de los tres generales en el campamento de Carabanchel y pedía se
pusiera término de un modo radical a los actos de indisciplina, pues dudaba que
la República estuviese defendida con ciertos mandos. «No tenemos por qué
soportar —añadía— que rueden en murmuraciones anuncios de complots que muchos
de nosotros conocemos hasta sus mínimos detalles. Por eso no compartimos la
seguridad de los hombres del Gobierno.»
*
* *
¿Era
efectiva la confianza de que alardeaba el Gobierno? No. El día 22 de junio el
jefe de la minoría radical, Diego Martínez Barrio, se trasladaba a Baños de
Montemayor, en la provincia de Cáceres, donde descansaba Lerroux. A su regreso
se apresuró a convocar a Maura, Ortega y Gasset y Sánchez Román, para
notificarles un importante encargo recibido de su jefe político. Se concedió
mucha importancia a esta reunión, pero nadie supo explicar por el momento su
significado. «Como todos los años por aquellos días —cuenta Lerroux—, me
trasladé al balneario de Montemayor y allí fui visitado por el general
Sanjurjo.» ¿Qué dijo el general en esta entrevista? Podemos deducirlo por la
preocupación que deja la conversación en el ánimo de Lerroux. «Me quedé —dice
éste— con el convencimiento de que se estaba preparando algo subversivo, por lo
menos en la intención de algunos militares que debían sentir, pensar y querer
lo mismo que Sanjurjo. Y se me presentaba el dilema de prevenirle al Gobierno
en defensa de la República, en cuyo caso podía suponerse desleal al amigo, o de
callarme y dejar hacer, en cuyo caso yo me consideraría desleal a la
República, que podría correr peligro de muerte aun contra la voluntad de los
conspiradores».
Llamó
Lerroux a Martínez Barrio y le informó de su «situación espiritual». «Le
comisioné —añade— para que volviese a Madrid, visitase oficialmente en mi
nombre a Azaña y le comunicase mi convencimiento de que en el Ejército existía
un gran disgusto que podría manifestarse el día menos pensado en forma de
movimiento militar. Martínez Barrio cumplió el encargo fielmente, añadiendo
que, en todo caso, el partido radical estaría al lado de la República y de su
Gobierno. La respuesta fue como para arrepentirme de haber dado ocasión a ella.
Azaña pretendió que una advertencia amistosa y digna, suficiente para prevenir
a un gobernante celoso de su deber, se convirtiese en una delación vil, de
confidente policíaco. «Pues, si don Alejandro sabe eso —dijo—, también debe
saber quiénes preparan y dirigen ese intento. Y si no me lo dice, no hace
ningún favor ni a mí ni a la República,
«—Yo
no estoy autorizado para decirle a usted más— le replicó el mensajero.
»—Pues
recabe usted la autorización.
»Volvió
Martínez Barrio a Baños de Montemayor y me dio cuenta de la entrevista.
Comprendí la trampa en que había caído creyendo que se trataba de un
caballero, y me puse a la defensiva. Por especial encargo mío, Martínez Barrio
regresó a Madrid, se reunió con los señores Ortega y Gasset (don José), Sánchez
Román y Maura. Les dio referencia detallada de todo lo que precede y les
formuló la siguiente consulta: Después de haber informado al jefe del Gobierno
de lo esencial y objetivo, ¿está obligado el señor Lerroux a denunciar nombres
y personas? La respuesta fue unánime: Dígale al señor Lerroux que ha cumplido
con su deber y no está obligado a más». El jefe radical, primero en el mitin de
Zaragoza (10 de julio) y luego en las Cortes denunció «que se estaban gestando
actos de rebeldía», de lo cual estaba enterado por la conversación amistosa con
Sanjurjo.
El
general confirmaría más tarde el objeto de la entrevista con estas palabras.
«En vísperas del mitin de Zaragoza, hablé a Lerroux y le pedí que salvase a
España oponiéndose al desgarrón de la unidad nacional en Cataluña con el
Estatuto, respondiendo a sus tradiciones españolistas; que atajase la ola
demagógica, anárquica, desatada por la amenaza de la dictadura socialista
lanzada públicamente por Largo Caballero; los vejámenes del Ejército, los
constantes ataques injuriosos a la Guardia Civil y los anuncios de su
disolución: sucesos como los de Castilblanco, todo lo que desnaturalizaba el
voto popular del 14 de abril y disolvía y ensangrentaba a España. Aquella no
era la República traída por la voluntad nacional, a la que en momentos
decisivos acaté como era mi deber, poniéndome a su servicio... Yo proponía que
ahora salvasen a España los hombres del régimen y entre ellos Lerroux, el más
autorizado por su historia y por su valor».
Ya
se ha visto cómo Lerroux se negaba a seguirle por esos caminos. El propósito de
sublevarse contra el Gobierno latía en el cerebro de Sanjurjo desde poco
después de proclamada la República y se manifestó de una manera clara a raíz de
los sucesos de Castilblanco (enero de 1932). El general se sentía alentado por
grupos de conspiradores, los cuales creían que aquél, por su prestigio y por
ejercer mando de fuerzas, podía ser el jefe de una sublevación. Uno de esos
grupos, integrado por monárquicos, acataba la dirección del general Luis Orgaz,
quien poco después de ocurrir la quema de conventos, comenzó activas gestiones
para buscar la adhesión de elementos, especialmente militares, con el fin de
crear una organización de resistencia para caso de que sobreviniese una
situación anárquica. Pero el general Orgaz, estrechamente vigilado por la
policía, vio trabados sus movimientos y por sus sospechosas andanzas el
Gobierno le deportó a Canarias (agosto de 1931).
*
* *
Otro
grupo de conspiradores seguían las orientaciones del ex ministro conservador
entre los años 1915 a 1919 Burgos y Mazo y de Melquiades Álvarez, antiguos
constitucionalistas, cuyo republicanismo incipiente empezó a marchitarse al
comprobar que el nuevo régimen no era «la República conservadora que se nos
había prometido por los más conspicuos personajes republicanos y principalmente
por el que fue el magistrado supremo o presidente de ella». «Era empresa
patriótica y republicana —escribe el señor Burgos y Mazo— recoger y encauzar
esos sentimientos de desesperanza, de hostilidad al Gobierno, de protesta
contra el carácter que éste imponía a la República, de anhelo de un cambio
radical en la procelosa marcha de ésta, para crear una fuerza o un núcleo, cuanto
más poderoso mejor, que no buscara el remedio de tantos males fuera del régimen
republicano, sino que tratara de depurar y de convertir la República en lo que
habían «ofrecido» sus caudillos que sería, en lo que debía ser para no engañar
a los ciudadanos y para poderse mantener, arraigar y hacerse amable. Y ésta fue
la labor a que nos dedicamos los antiguos constitucionalistas en su mayor parte
y muy especialmente Melquiades Álvarez y yo».
Refiere
el ex ministro conservador que desde el primer momento contaron los
conspiradores con muchas adhesiones, «hasta el punto de que nunca fue tan
grande nuestra fuerza, ni siquiera en los días de mayor auge, cuando
combatíamos a la Dictadura» y todos se comprometían a «defender y sostener la
institución republicana, de suerte que algunos monárquicos que pretendieron
entablar relaciones con nosotros fueron rechazados, sin que entráramos siquiera
en conversación con ellos». Los conspiradores tuvieron que vencer grandes
dificultades, «sobre todo por la falta de dinero, ya que nadie quiso contribuir
a los gastos indispensables... Don Juan Match, que algún dinero había
facilitado a don Miguel Villanueva durante la conspiración de la Dictadura, se
comprometió con Benítez de Lugo a darnos alguno; pero luego no cumplió su
promesa. También Bergamín me anunció que un conocido banquero amigo suyo le
había ofrecido unas trescientas mil pesetas, si no recuerdo mal la cifra.
Cuando quisimos disponer de ellas, Bergamín, con gran desencanto, nos dijo que
su amigo se habla vuelto atrás y no daba nada».
La
primera vez que Burgos y Mazo habla con Sanjurjo de un posible movimiento
contra el Gobierno es en Huelva (noviembre de 1931), con ocasión de un homenaje
a la Guardia Civil. «Se mostró el general completamente de acuerdo con la
conducta de los constitucionalistas y afirmó rotundamente su propósito decidido
de contribuir con todas sus fuerzas a consolidar la República y a impedir
cualquier intento de restauración monárquica, dándome por razones hasta alguna
relacionada con su especial situación personal. A poco marchó a Madrid, y un
Fraternal amigo mío, ex ministro de la monarquía, pero a honesta distancia del
último rey, me manifestó que Cavalcanti le había
hablado de que los monárquicos tuvieron preparado en aquel verano que acababa
de pasar un golpe de mano contra la República y que creían contar con Sanjurjo.
Como no hacía mucho que acababa yo de mantener con éste la conversación a que
he aludido, lo negué rotundamente, atribuyendo esta creencia a las ilusiones
que se forjan alegremente los conjurados todos. Pero a poco me comunicó la
misma noticia Melquiades Álvarez. Todos se referían a un tiempo anterior al día
en que mantuvimos el general Sanjurjo y yo la conversación en Huelva; así y
todo, había una contradicción manifiesta entre aquellas manifestaciones suyas y
la actitud que se le atribuía en los meses de verano y quise averiguar cuál era
el verdadero estado de su ánimo. Tuve el gusto de visitar al general y le
expuse como rumores que llegaban hasta mí, a los que no había querido yo dar
crédito, la noticia mencionada. Su respuesta no fue categórica, pero deduje que
habían abusado de su bondad y que en alguna debilidad había incurrido; volvió a
afirmar su perfecto republicanismo, su deseo de coadyuvar al mantenimiento de
la República y su propósito de no dejarse embaucar por los monárquicos ni de
intervenir en sus conspiraciones».
Burgos
y Mazo, requerido «por elementos muy importantes civiles y militares, visitó a
Lerroux para exponerle la necesidad de que diera la batalla, respondiendo así
cumplidamente a lo que había ofrecido en sus discursos». El jefe radical, con
muy buenas palabras, «manifestó que se ratificaría con más ahínco en su
campaña» pero yo, en lo más íntimo de mi alma, no quedé satisfecho. A través de
las palabras llenas de esperanza y energías del caudillo radical, no obstante
las terminantes declaraciones de sus propósitos, parecíame vislumbrar falta de decisión suficiente para concluir con aquella farsa
gubernamental que entraba ya de lleno en el cuadro de la tragedia». Perdieron
los conspiradores constitucionalistas la confianza en Lerroux, y entonces ese
convino por todos en que fuera Sanjurjo quien asumiera el mando militar y determinara
el día en que hubiera de efectuarse el movimiento, una vez aquilatadas por
nosotros todas las probabilidades del éxito. Era Sanjurjo hombre caballeroso y
valiente como pocos, de mucho corazón, pero de escaso entendimiento; y tanto
por esto como por haber notado algunas veces en él ciertas vacilaciones que
provenían de corrientes puramente emotivas, actuábamos directa y constantemente
sobre él, y colocamos a su lado, con diplomacia suficiente para que no se
molestara, creyéndose mediatizado, al general Goded. Ambos generales se
completaban: Goded era la cabeza privilegiada que concebía, organizaba y
trazaba los planes militares: Sanjurjo, el brazo de hierro y heroico para realizarlos».
Dos
momentos hubo en que los conspiradores estimaron posible d movimiento. Uno,
cuando lo de Castilblanco. Sanjurjo, director general de la Guardia Civil,
marchó al pueblo con el propósito de juzgar a los asesinos en Consejo de Guerra
sumarísimo y fusilarlos sin atender para nada las órdenes del Gobierno. Tal
hecho provocaría la caída de éste o la sublevación militar. El general Goded
visitó a Burgos y Mazo para prevenirle «que estuviera dispuesto para intervenir
en los acontecimientos que probablemente se iban a desarrollar con aquel
motivo». Burgos y Mazo en aquella fecha contaba setenta años. La segunda vez
fue en los primeros días de julio. Sanjurjo hizo una visita a Sevilla, se
entrevistó con Burgos y Mazo en el Hotel Cristina y convinieron «que sólo había
que esperar para iniciar el movimiento a que el general realizara algunas
gestiones que seguramente no exigirían muchos días». Sanjurjo pidió a Burgos y
Mazo que le preparase una entrevista con las fuerzas comprometidas en Sevilla,
y el ex ministro, en unión del segundo jefe de la base aérea de Tablada, Felipe
Acedo Colunga, y el comandante Delgado Serrano, del regimiento de Soria,
cumplieron el encargo. «Toda la guarnición estaba comprometida y todos los
convocados, aunque a distintas horas, acudieron a la cita». No pudieron
Sanjurjo y Burgos y Mazo entrevistarse por la tarde para un nuevo cambio de
impresiones, pues el general se fue a los toros; pero al día siguiente,
Sanjurjo se presentó de improviso en Moguer, residencia del ex ministro, en
ocasión de hallarse éste de caza. Le dejó el encargo de que procurase verle lo
antes posible en Madrid, pues lo consideraba necesario. Y para Madrid salió en
el primer tren Burgos y Mazo: «Mi propósito, escribe, era fijar la fecha del
alzamiento y completar todos los pormenores con los generales Goded y
Cabanellas, este último a la sazón Inspector de la Guardia Civil y también
comprometido conmigo, a decir verdad no muy del agrado de Sanjurjo, por lo cual
yo me entendía directamente con aquél». El viajero no consiguió
entrevistarse con ninguno de los tres, por hallarse vigiladísimos, y se
comunicó con ellos por medio sus amigos Luis Zabala y Luis Armiñán. Las cosas,
según declaraba Sanjurjo, marchaban muy bien. Se proponía salir para Navarra y
Galicia, con el pretexto de realizar una visita de inspección, y ultimar
algunos puntos con las guarniciones respectivas. Entendía que al regreso podría
señalarse definitivamente la fecha del movimiento.
«Yo
redacté, escribe Burgos y Mazo, el manifiesto que debía dirigir en aquel acto
Sanjurjo al país, y después de consultarlo con Melquiades Alvarez y Alba, que lo aprobaron en toda su integridad, se lo mandé al general con
Zabala, encargándole mucho acentuara el propósito, expuesto ya en el
manifiesto, de mantener el régimen republicano y de purificar la República,
única manera de salvar a ésta de una ruina cierta, pues de no hacer esto para
disipar toda sospecha de restauración monárquica, era seguro que el alzamiento
fracasaría ruidosamente».
Así
se desarrollaba la conspiración tramada por los constitucionalistas. La visita
de Sanjurjo a Andalucía se verificó en julio. El día 1 estuvo en Cádiz; el 2,
en Sevilla; el 3, en Huelva, y ese mismo día salió para Extremadura y Madrid.
Poco después emprendió el viaje hacia el Norte. El día 14 estaba en San
Sebastián. Se encontró aquí con Tirso Escudero, empresario del teatro de la
Comedia de Madrid, con el que le unía gran amistad, y le confesó «que ya había
concretado su propósito de sublevación contra la injusticia, la violencia, la
incapacidad y la inmoralidad de la administración pública».
* * *
Sanjurjo
alternaba las conversaciones con los constitucionalistas, con el trato de
militares, muchos de ellos amigos y compañeros que fraguaban un complot. Los
comprometidos del primer grupo estimaban que el movimiento había de ser
republicano, mientras que para los militares esta condición era accidental. En
los primeros días de julio Sanjurjo optó, como lo demostraría su
comportamiento, por sus compañeros de profesión, convencido de que si triunfaba
podía tenerse por descontada la adhesión y colaboración de los otros.
La
noticia de que el general Sanjurjo preparaba un alzamiento militar, era casi
del dominio público. A los partidarios de ir por la tremenda y de resolver con
terapéutica militar los males que afligían al país les entusiasmaba la idea, y
procuraban alentar al general, dándole ánimos y ofreciéndole ayuda. «Usted es
el único que puede salvar a España.» Esta era la frase sacramental que
unánimemente brotaba de todos los labios. Algunos añadían: «Está usted en la
obligación moral de hacerlo, y ante la Historia tendrá que dar cuenta de su
pasividad y de ese dejar hacer en momentos tan graves para la Patria». Tal vez
no habría llegado a adoptar mi postura del 10 de agosto, declaraba Sanjurjo,
sin los continuos requerimientos que me llegaban de todas partes de España y de
los más diversos elementos sociales. Eran gritos angustiados que pedían
reparación a tantos males».
Adelante
siguió Sanjurjo en su empresa, sin que pueda elogiarse ésta por la discreción
cautela y sigilo de sus agentes. No sabemos si puede llamarse conspiración a
una serie ininterrumpida de entrevistas, viajes, sobremesas muy poco recatadas,
según lo confiesa uno de los testigos. «Se celebraron, dice éste, fraternales
comidas en la piscina de «La Isla» de Madrid, en las que se reunían Sanjurjo y
Goded en conferencias y a las que asistíamos el hijo del primero, Justo, y yo,
como escuderos. A todas ellas asistía, desde lejos, un jefe de la Policía de
Madrid».
En
los últimos días de julio y primeros de agosto las reuniones de los jefes de la
conspiración fueron más frecuentes y se celebraron unas veces en casa del
general Sanjurjo; otras, en el saloncito del teatro de la Comedia, en el
domicilio de Tirso Escudero, en la finca «La Viñuela», propiedad del duque del
Infantado; en un chalet del general Barrera, en las afueras de Madrid y en la
mansión del conde de Moriles, en el paseo de la Castellana.
A
estas reuniones concurrieron los generales Cavalcanti,
Barrera, Fernández Pérez, Goded, González Carrasco, Villegas Montesinos (que
mandaba la división de Madrid) y Alfredo Coronel. También se creía contar con
la adhesión de los generales Orgaz y Ponte y del coronel Varela. Había sido
designada una Junta encargada de dirigir la sublevación y le fue ofrecida la
presidencia de la misma al teniente general Emilio Barrera, por ser el más
antiguo de los de su clase. «Un buen día, cuenta el general, se presentó en mi
domicilio una persona, para mí de alta consideración, muy conocida en el mundo
de las letras y del periodismo, en el que alcanzó grandes prestigios por sus
brillantes campañas, para hablarme de ciertos trabajos que se estaban
realizando con intención de acabar con aquel Gobierno funesto del bienio, que
tanto daño hacía a España, y como hablaba a un convencido, poco esfuerzo le
costó persuadirme para que yo ayudase a los planes. Así lo hice. Había formado
una Junta iniciando los trabajos necesarios, y se me encargó de la dirección y
organización del movimiento. La cosa marchaba con una lentitud extraordinaria,
y más bien parecía que en lugar de hacer algo serio estábamos jugando a las
conspiraciones. Se fue dando forma a aquello, más que por el trabajo que se
realizaba, por la propia actuación del Gobierno, con sus errores y
arbitrariedades». El propio general Barrera refiere que las cantidades
recaudadas para el movimiento fueron insignificantes, «pues no cree que
llegaran a las 300.000 pesetas».
Por
las declaraciones y escritos de algunos de los más destacados participantes en
los preparativos de la sublevación se deduce que ésta nunca cristalizó en un
plan concreto y acabado, con programa, horarios, normas para la acción y
coordinación de operaciones. Sólo se pensaba en un golpe por sorpresa dado por
un general de gran popularidad, cuyo gesto encontraría inmediato eco y
adhesión, lo mismo en las guarniciones que en las masas sociales. «Nunca se
creyó que llegaría el momento de combatir», escribe el ayudante de Sanjurjo,
teniente coronel Esteban Infantes. En evitar el choque sangriento consistía el
verdadero arte de esta conspiración, y para conseguirlo se contaba con crecido
número de partidarios en todos los Cuerpos y con la promesa de otro gran número
de no empuñar las armas en contra, aunque negara su cooperación para tomar la
iniciativa en los primeros momentos. Creían firmemente los conspiradores contar
además con la colaboración decidida de monárquicos y tradicionalistas, y de
otros grupos políticos antirrepublicanos, cuya ayuda a la sublevación daban por
descontada; otras colaboraciones como la de los carlistas navarros, las
consideraban, sin razón, seguras. Incluso se llegaron a hacer gestiones con el
ministro del Aire italiano, mariscal Balbo, para solicitar cierta ayuda de
aviación que se estimaba indispensable No tuvieron ningún éxito.
*
* *
No
era posible mantener en secreto una conspiración que había adquirido tanta
amplitud y vuelo. El Gobierno estaba enterado desde el mes de mayo de lo que se
preparaba. El 20 de julio refiere Azaña en sus Memorias la visita del
comandante Vidal, representante del Gobierno en la Compañía Telefónica, y el
director general de la misma Gumersindo Rico, para contarle las conversaciones
que han oído desde la «mesa» que tienen dispuesta. Escribe Azaña: «En suma,
preparan un movimiento por la noche del domingo al lunes. No tienen esperanzas
de triunfar en Madrid; pero creen contar con las guarniciones de Zaragoza,
Sevilla y Valencia, que marcharían sobre Madrid. Aquí se apoderarían de la
Telefónica, de Correos y Telégrafos y del ministerio de la Guerra. No quieren
sublevarse contra la República, sino contra el Parlamento y el Gobierno. El
general retirado Coronel y el comandante Jareño parecen ser los principales
directores. Comentan entre sí los conspiradores algunas supuestas afirmaciones
mías acerca de los militares retirados. Me entero de otros detalles que
coinciden con los que sabemos por Vicente Sol».
«Terminada
la conversación con Rico, he venido al ministerio. Llamo al subsecretario y le
doy instrucciones para el general Sánchez Ocaña, que manda en Zaragoza. No le
digo al subsecretario todo lo que se avecina, pero está muy asustado. Escribo
una carta reservada con instrucciones para el general Batet y otra para el
comandante Sandino, que manda la escuadra de aviación de Barcelona. Ambas
cartas las llevará el capitán Tourné, que sale ahora
en coche. He llamado también a Ruiz Trillo para que se vaya mañana a Sevilla. Y
envío a Cádiz al comandante retirado Manuel Muñoz, diputado radical-socialista,
con instrucciones para el general Mena. Dice Muñoz que todo esto es un
movimiento dirigido contra mí personalmente. Llamo al Director General de
Seguridad y adoptamos para Madrid las disposiciones convenientes. Mañana se
distribuyen ametralladoras y fusiles-ametralladores a los guardias de Asalto.
Saravia cree que no pasará nada. Menéndez dice lo mismo. Quizá opinen así
delante de mí creyendo que me quitan preocupaciones. Yo creo que, ese día u
otro, el grano va a reventar, y cuanto más pronto, mejor. La única probabilidad
de vencer que tienen es tomarnos de improviso y desprevenidos, pero eso es
imposible».
Los
días de julio están inflamados del calor propio del verano madrileño y de
rumores fantásticos que son puros disparates. Unas veces circula el anuncio del
inminente asalto al Congreso o al Palacio de la Presidencia para dar muerte al
jefe del Gobierno; otras la sublevación de tropas aquí o allá, o la reunión de
generales en ésta o en otra capital para señalar la fecha del estallido. «Los
conspiradores —escribe Azaña (3 de julio)— hablan por teléfono con una
imprudencia que me parecería increíble si yo no conociera lo que hacían algunos
conspiradores republicanos. Los conspiradores lo cuentan todo en el café,
aunque no sea nada más que para darse importancia ante los amigos. Lo mismo
hacíamos nosotros. Todo Madrid habla ya del complot». Azaña reflexiona: «Vencer
un pronunciamiento fortificaría a la República, sanearía al Ejército, dando una
lección a sus caudillos, y contribuiría al progreso de las costumbres
políticas. Tal como están las cosas me parece que no voy a tener opción».
«Recibo informes reservados, dice, (27 de julio) sobre los manejos de González
Carrasco en Sevilla y Granada. También Rico y Vidal me traen noticias sobre el
aplazamiento del golpe. El Gobierno está enterado, dicen los conspiradores.
Despacho con Masquelet: es hombre silencioso, capaz,
adicto. Es el anti-Goded en cuanto al modo de pensar sobre el Ejército y sus
«príncipes». En impresión del día 28 asegura que Lerroux trata de pactar con él
y de que se jacta de haber separado a Sanjurjo de la conjura de los generales.
Azaña comenta: «Como Lerroux ha perdido la batalla en la que quiso hacerme
polvo, trata de penetrar en la plaza para tenernos a su merced y derribarnos
desde dentro».
En
los primeros días de agosto la policía desplegaba gran actividad. Las
detenciones practicadas de monárquicos sospechosos eran numerosas. Cuarenta y
siete personas, sorprendidas en un Círculo Nacionalista de la calle de
Covarrubias, de Madrid, fueron conducidas a la cárcel. El ministro ordenó la
clausura de los centros albiñanistas de Burgos, Vigo
y Bilbao. El general Orgaz fue trasladado desde Canarias a Madrid e ingresó en
Prisiones Militares. El Centro de «Acción Española» quedó clausurado, y para
justificar la medida se dijo que la policía había hallado copias de cartas
pidiendo dinero para hacer la restauración monárquica. El Socialista,
con el título «Psiquiatría militar», publicó un artículo que tenía todos los
caracteres de una provocación premeditada para encolerizar a la oficialidad e
impulsarla a la respuesta violenta. El día 5 de agosto el nombre del general
Sanjurjo aparece ya en el «diario» de Azaña como participante en la
conspiración; pero «contra Sanjurjo, dice, no conviene hacer ahora nada, puesto
que no tenemos ni asomo de pruebas contra él. Si mandase fuerzas del Ejército
le quitaría el mando; pero en la Dirección General de Carabineros no puede
hacer más daño que el que haría desde su casa. No va a sublevar a los
carabineros de las aduanas. La fuerza de Sanjurjo es personal, por sus
amistades y por su prestigio; es lo que aquí se llama aun glorioso caudillo.»
Meterlo en prisiones cortaría por el momento su acción. Pero, ¿cómo justifico
su prisión? ¿Con la honrada convicción del Gobierno? No basta. Armaríamos un
escándalo, surgiría una protesta, incluso de los republicanos, por los
servicios que prestó el 14 de abril; se pondría la venda de perseguido, etc., y
tendríamos que ponerlo en libertad, como a Barrera (todavía hay menos indicios
contra Barrera), sin haber conseguido nada, como no consiguiéramos hacerle más
simpático en el Ejército y provocar algún incidente enojoso. No hay sino estar
vigilante y vencerlos. La Policía no da más de sí. Ni averigua nada, ni sabe
introducirse entre los conspiradores, para poder convencerlos de culpas antes
de que den el golpe. Todo esto es peligroso; pero no nos queda otro camino. Por
otra parte, conviene escarmentarlos».
A
última hora de la tarde del día 8 el Director de Seguridad visita al Presidente
del Consejo y le da noticias del complot. «Parece, escribe, que todo está
cuajado y a punto. Examino los recursos con que cuenta la Dirección General y
le digo a Menéndez que no hay que echar
mano del Ejército, sino en caso muy apurado. Mejor es arreglárselas con la
Policía, los de Asalto y la Guardia Civil.»
En
efecto, el día 8 todo está dispuesto y fijada por la Junta Directiva la fecha
para la sublevación; ésta será el 10 de agosto. «Se celebró, refiere Esteban
Infantes, en los alrededores de
Madrid una última reunión clandestina para ultimar detalles de ejecución. En
ella (a la que acudieron personas cuya sola enunciación sería bastante para
comprender que el 10 de agosto no fue una aventura insensata) se hizo un
retenido recuento de fuerzas y elementos disponibles; este examen dio por
resultado poner de manifiesto la necesidad de un nuevo aplazamiento —como ya se
había hecho en varias ocasiones— para perfeccionar trabajos realizados en
varias poblaciones; extender la acción sobre otras, modificar el procedimiento
a seguir en Madrid y despistar a la Policía. Pero era ya muy difícil. El
Estatuto estaba para aprobarse; una poderosa agrupación, capaz ella sola de
producir graves trastornos, daba un plazo conminatorio, transcurrido el cual
tomaría la iniciativa: las órdenes para el levantamiento habían empezado a
circular e incluso se tenían dispuestos los relevos de guardias y servicios; y
ante motivos todos tan poderosos, se ratificó el acuerdo de echarse a la calle
el día 10 de agosto a las cuatro de la madrugada. El general Sanjurjo
—ferviente partidario del aplazamiento a toda costa— no ejercía la suprema
dirección. Su misión era la de ponerse al frente de la guarnición de Sevilla y
extender su acción con el apoyo de otras guarniciones del Sur a la totalidad de
la región andaluza. Con todas las fuerzas disponibles, organizaría una columna
con la que emprendería la marcha sobre Madrid, si para entonces aún no había
entregado los poderes el muy funesto Gabinete Azaña.»
Para
el desarrollo de la sublevación se preveía, según Esteban Infantes, el
«levantamiento en armas de dos guarniciones del Norte, tres del Sur y los
elementos heterogéneos de Madrid, organización ésta última la más débil de
todas y de la que no se esperaba otra cosa que entretener a las tropas
gubernamentales, mientras las guarniciones sublevadas, organizadas en
definitiva en dos columnas, una del Norte y otra del Sur, se dirigían sobre
Madrid». La distribución de mandos se había hecho del modo siguiente: «El
teniente general Barrera dirigía el alzamiento en Madrid. Sanjurjo, en Sevilla;
González Carrasco, en Granada; Varela, en Cádiz; Ponte, en Valladolid; el
coronel Sanz de Lerín, en Navarra. El general Fernández Pérez se pondría al
frente del grupo de la Remonta, de Tetuán de las Victorias y de los regimientos
2 y 3 acantonados en Alcalá de Henares. El teniente coronel Martín Alonso se
haría cargo del regimiento número 31; al coronel Serrador, que mandaba la Caja
de Reclutas de Salamanca, se le encomendaron las tropas acuarteladas en San
Francisco el Grande; el teniente coronel Borbón, duque de Sevilla, saldría con
su regimiento. Se creía contar también con la adhesión del coronel Osuna, con
mando en la Guardia Civil de Madrid».
Otra
prueba de que el día 8 todo estaba preparado la ofrece Tirso Escudero en sus
Memorias: «Yo vi a Sanjurjo el 8 de agosto. Me dijo que al día siguiente
almorzaría en el restaurante de «La Isla»; que yo fuera a recogerle allí con mi
automóvil para marchar a Sevilla» (. En efecto, de allí partió el día 9, a las
cuatro de la tarde, en compañía de su hijo Justo y del empresario Tirso
Escudero. En otro coche le seguían su ayudante, teniente coronel Esteban
Infantes, y Ricardo Goizueta, gran amigo del general. Inquirió el dueño del
automóvil si no había más viajeros, y el general respondió negativamente, pues
«el general Goded, dijo, tiene otro lugar». Sanjurjo iba meditativo y
silencioso, y al pasar por Cardona rompió su silencio para exclamar, como una
deducción de sus reflexiones: «Creo que yo he debido quedarme en Madrid. Me
parece que era allí donde tenía mi puesto».
Asintió
su acompañante a esta confesión, y llegó a sospechar si aquel viaje no habría
sido sugerido por alguien, deseoso de alejarlo de Madrid. Pero el general no
dijo nada más a este respecto. Sin embargo, hay indicios para suponer que el
alejamiento de Sanjurjo de Madrid fuese deliberado por parte de los dirigentes
monárquicos de la conspiración, que, conocedores de la inclinación republicana
de Sanjurjo, temían que en caso de triunfo, diese aquél carácter republicano a
la victoria. No sería la primera vez que ocurriese algo parecido. La revolución
de 1854, más conocida por la «Vicalvarada», la hicieron los moderados de la
Unión Liberal, acaudillados por O'Donnell y los progresistas de Espartero.
Pero como los vencedores en Madrid fueron los últimos, éstos administraron el
triunfo, obligando al general moderado a suscribir el manifiesto de
Manzanares, que le impuso una hipoteca progresista durante años, rota al fin
con la espada.
Los
apellidos del general —Sanjurjo y Sacarell—
corresponden a antepasados que fueron jefes de las guerras dinásticas. Su
padre, coronel carlista, participó en la batalla de Eraul y murió en acción de guerra.
José Sanjurjo nació en Pamplona el 28 de marzo de 1872; huérfano desde muy
niño, apenas salido de la adolescencia, se inclinó hacia la milicia, para la
que demostró verdadera vocación. Hizo la guerra de Cuba y defendió como oficial
el fuerte de Matanzas. Desde el año 1909 sirvió en Marruecos, donde puede
decirse que hizo su vida militar, premiada con la Cruz laureada de San Fernando
y otras muchas condecoraciones. Le correspondió el honor de redactar el último
comunicado de la guerra con los marroquíes en 1926. Tenía a gala ser solamente
soldado. Prestó su concurso decidido al golpe de Estado de septiembre de 1923 y
la guarnición de Zaragoza, donde Sanjurjo desempeñaba el Gobierno militar, fue
la primera que secundó el gesto de la de Barcelona. A su actitud como Director
General de la Guardia Civil se debió que la República se instaurase sin lucha y
sin sangre. Sus ilusiones de liberal decayeron al ver los desenfrenos
anárquicos favorecidos por la política republicana. Era en aquel momento el
general más visible para la contrarrevolución, y en el que ésta ponía su
esperanza.
*
* *
En
las primeras horas del día 9 empieza a preocuparse el jefe del Gobierno en
averiguar el paradero de Sanjurjo. Con motivo de unas denuncias formuladas por
el ministro de Hacienda en el Consejo, relativas al contrabando que se hace en
el puerto de Barcelona, Azaña, al terminar la reunión, llamó a Sanjurjo. Eran
las dos de la tarde. Le respondieron que cinco minutos antes el Director
General de Carabineros había abandonado su despacho. Pensó en verle por la
tarde al regreso de las Cortes. Al llegar a éstas, «Casares —escribe Azaña en
sus cuadernos— me dijo que estaba allí el Director de Seguridad y que
necesitaba hablarme. Nos reunimos los tres solos; serían las seis de la tarde.
Menéndez, que es muy locuaz y acalorado, me refirió que, según las últimas
confidencias, el «golpe» es para esta noche, en Madrid. Se proponen asaltar el
ministerio de la Guerra y la Telefónica. La confidencia procede de una mujer,
amante de uno de los oficiales comprometidos: no es la vez primera, a lo que
entiendo, que se relaciona con la Dirección de Seguridad. La mujer ha delatado
«para que a su amigo no se le haga ningún daño». Recibida hoy mismo la última confidencia,
se han practicado algunas comprobaciones que demuestran ser ciertos los
informes. Por ejemplo: la mujer dijo que esta tarde, a las cinco, tenían una
reunión en un café varios conspiradores, algunos conocidos, cuyos nombres dio.
La Policía ha observado que, en efecto, se han reunido quienes y donde dijo. No
es, pues, una embustera. También ha anunciado que esta noche, a las doce, se
reúnen en un piso del número 9 de la calle Bárbara de Braganza cuatro o cinco
personas que vienen para este asunto; esto es fácil de comprobar. Sabemos
también la hora del golpe: las cuatro de la madrugada. Los directores son
Barrera, González Carrasco, Cavalcanti, Fernández
Pérez, el coronel Benito, etc. La fuerza principal se compone de oficiales
retirados; pero creen contar con algunas unidades de la guarnición de Madrid.
Tienen, respecto de mi persona, las peores intenciones (Dios se lo pague). No
suena el nombre de Sanjurjo. Recapitulados todos los datos que no añaden nada a
lo que ya sabíamos, más que la precisión del día y la hora (que no es poco,
ciertamente), acordamos lo necesario para dominar el golpe».
A
primera hora de la noche Azaña abandona las Cortes, y cuando los periodistas le
abordan, exclama a modo de saludo.
—¿Qué
hay?
—Mucho
calor, señor Presidente.
Y
Azaña responde con estas palabras cabalísticas para unos y reveladoras para
otros:
—
Sí, hace mucho calor. Tal vez esta madrugada salgan algunos señoritos a tomar
el fresco.
Al
llegar el jefe del Gobierno al ministerio de la Guerra anuncia que no piensa
salir. «Me encuentro, escribe, con que Saravia está hoy de servicio de guardia
en el ministerio, y me alegro, porque así todo queda en esta Casa bajo la
jefatura de un hombre de mi confianza. Saravia, a quien he puesto al corriente
de lo que se espera, me dice que a primera hora de la tarde le han comunicado
de la Dirección General de Seguridad que han perdido de vista a Sanjurjo, y
preguntaban si sabíamos dónde estaba. Saravia les contestó lo que sabíamos de
su presencia aquí, por la mañana. Como yo había dicho al volver del Consejo que
necesitaba ver a Sanjurjo, habían estado buscándole por la tarde. Saravia envió
un funcionario del Gabinete militar a casa del general y le dijeron que había
almorzado fuera de casa y que estaría en el campo. También se preguntó por
teléfono a El Escorial y a varios lugares próximos a Madrid, pero no sabían
nada. Hemos preguntado a Sevilla y desde el Gabinete Telegráfico nos dicen que
allí no ha ido el general. Se dan órdenes para que lo busquen en Sevilla y se
telefonea a varias poblaciones de camino para que, si llega a alguna de ellas,
le den orden de volver. Ha venido el Director General de Seguridad. Examinamos
la situación y las disposiciones tomadas, que el Director me enumera
prolijamente. Quería meter en el ministerio una Compañía de Guardias de Asalto;
pero yo me he negado. La fuerza está mejor en la calle. Hay una incógnita que
puede encerrar un peligro: lo que dan de sí los Guardias de Asalto. Es un
cuerpo nuevo, todavía no probado y vamos quizá a someterlo a la durísima prueba
de tener que batirse con oficiales y tropas del Ejército, si los sublevados
consiguen sacar algunas de sus cuarteles. Menéndez asegura que los de Asalto
responderán bien».
Desde
este momento las noticias confirmatorias de lo que se prepara se suceden sin
interrupción. Azaña envía al general Carnicero a Getafe para que tome el mando
de los dos Regimientos. Ya avanzada la noche se sabe que en los cafés de
Recoletos hay muchos oficiales que deben estar esperando la hora señalada. A
las dos y media, Azaña le dice a Saravia «que levanten a la tropa y la preparen
en el jardín del ministerio, distribuyéndola, y que apaguen las luces
exteriores, que hasta ahora estaban encendidas». «Además, escribe, le dije a
Saravia que se hiciera cargo personalmente de toda la fuerza que hubiera y de
todos los servicios, lo mismo interiores que exteriores... Ya está la tropa
distribuida por los jardines del ministerio. Disponemos de unos ochenta
soldados y ocho o diez guardias civiles. Saravia me informa de todo. Me asomo
al balcón. El jardín principal, como todo, está en tinieblas. Veo el bulto de
unos grupos de soldados que pasan. Nos llegan noticias de que en la puerta de
una casa de Recoletos hay oficiales vestidos de uniforme».
Así
estaba de enterado y apercibido el Gobierno para rechazar el golpe, que se
produjo con puntualidad matemática a las cuatro de la madrugada del 10 de
agosto.
|