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CAPÍTULO XIV. LAS CORTES DISCUTEN EL ESTATUTO DE CATALUÑA
Después
de la lectura en las Cortes del dictamen redactado por la Comisión del Estatuto
(8 de abril), y al anuncio de su próxima discusión, Cataluña entró en
apasionado hervor político. Se decía con gritos de alarma que el Estatuto, tal
como lo votó en plebiscito el pueblo catalán, iba a ser escamoteado. Los
periódicos catalanistas y los tribunos de la Esquerra y de sus grupos satélites
se expresaban en términos virulentos, ofensivos para España. Se volvió a
enconar la úlcera separatista. Con ocasión del aniversario de la proclamación
dele «República catalana» (14 de abril), se dio el nombre de Maciá a la antigua
Plaza Real. Los himnos aceptados como voz auténtica del irredentismo eran «Els Segadors» y «La Santa
Espina». Los diputados catalanes, reunidos en Asamblea en Barcelona (19 de
abril), acordaron por unanimidad mantener frente al dictamen de la Comisión
parlamentaria el voto particular que reproducía casi íntegramente el Estatuto
aprobado en plebiscito. «Este Estatuto, decía Maciá, es el que tiene obligación
de mantener como ponencia el Gobierno, según el Pacto de San Sebastián, Entre
los diputados autonomistas figuraba el ministro de Hacienda, pues «al aceptar
la cartera lo hizo con la condición de no tener intervención en cuanto hiciera
referencia a las cuestiones de Hacienda que debían resolverse en el Estatuto
catalán». «Si no se aprueba nuestro Estatuto —afirmaba Maciá—, ni en España ni
en Cataluña será posible gobernar», y añadió: «Todo lo subordinamos al Estatuto
y nuestras adhesiones más o menos gubernamentales están supeditadas a su
aprobación».
Sin
embargo, para Francisco Cambó el proyecto de la Comisión parlamentaria era
«plenamente aceptable como base de discusión y casi plenamente satisfactorio en
una gran parte de su contenido, aunque el proyecto no está muy de acuerdo con
lo que los catalanes votaron en plebiscito, ni tampoco con el proyecto que
aprobaron los partidos y municipalidades en 1929. El problema catalán —añadía—
no se planteó nunca en condiciones tan favorables como hoy para ser resuelto, y
si la solución normal y armónica no se produce ahora, será difícil resolverla
en el porvenir».
Francisco
Cambó, de cincuenta y seis años, abogado, escritor y estadista, había sido el
colaborador más eficaz de Prat de la Riva, organizador e impulsor del
nacionalismo catalán, que más tarde en buena parte derivaría hacia fórmulas
radicales y extremistas. Con Prat de la Riva fundó la Lliga Regionalista (año 1900), eje sobre el que giraría durante treinta años la
política catalana. Aspiraba por entonces a un federalismo utópico por la
catalanización de España. Los agudos problemas que planteaban a la burguesía
las violentas convulsiones del proletariado catalán, obligaron a los promotores
de la Lliga a buscar la protección del poder central.
Cambó fue por dos veces ministro con la Monarquía en Gobiernos presididos por
Antonio Maura, que admiraba y distinguía con particular estima al líder
regionalista. Alternaba éste su labor política con su actividad financiera.
Apasionado por la pintura de los grandes maestros, a su protección se debía
también el desarrollo de la Fundación Bernal Metge,
para la versión al catalán de los clásicos latinos y griegos. Indiferente ante
las formas de Gobierno, y puesta toda su vocación política en Cataluña,
propugnaba la concordia como solución al que denominaba «problema diferencial».
De Cambó dijo Alcalá Zamora, que pretendía ser Bolívar en Barcelona y Bismarck
en Madrid.
No
parecía fácil esa solución por la concordia. De un lado, las Cortes habían
aprobado una Constitución algunos de cuyos artículos la hacían incompatible con
el Estatuto votado en Cataluña. De otro, el clamor de los intransigentes era
cada vez más bronco y fuerte y su actitud más violenta. El Centro Autonomista
de Dependientes de Comercio y una entidad titulada «Palestra» organizaron en
Barcelona una manifestación separatista (24 de abril), en la que figuraban
carteles con inscripciones injuriosas como ésta: «La enseñanza en lengua
forastera es una imposición colonial». Maciá aplacó las voces de los
manifestantes fanáticos diciéndoles: «Prometo defender solamente lo que
vosotros queráis». Animados por el ejemplo de los dirigentes, oradores y
periodistas se propasaban a todos los excesos en su frenesí separatista. Y
sobrevino la reacción. El Ayuntamiento de Palencia (27 de abril) protestó
contra las injurias a España y pidió la retirada del Parlamento de los
diputados castellanos. La Diputación de Burgos hizo público «que prefería la
separación de Cataluña a la aprobación del Estatuto». «Se va a los debates del
Estatuto, escribía A B C, sin consulta de los partidos, sin mandato de
los partidos a sus representantes en las Cortes, y los grupos parlamentarios se
conceptúan plenipotenciarios para ellos decidir. Al pueblo republicano no se le
dijo nada concreto sobre el Estatuto al llamarle a los comicios, ni se le ha
preguntado después absolutamente nada, «Jamás Cataluña —decía el diputado
Antonio Royo Villanova, en una conferencia en la Unión Mercantil de Madrid (29
de abril)— llegará a una fusión con España, porque los catalanes, ellos mismos
lo dicen, no se sienten españoles. ¿Es posible una fórmula jurídica que dé
cauce a sus aspiraciones?» «El Pacto de San Sebastián no obliga a otra cosa
sino a que la voluntad de Cataluña, concretada en un Estatuto, se examine por
las Cortes. Entonces, ¿por qué se ha creado esta situación tan violenta? Porque
entre el Pacto de San Sebastián y el advenimiento de la República hay algo
trascendental, y es que los catalanes proclaman la República catalana y
consideran que Cataluña es un Estado independiente que presenta un tratado de
concierto con otro Estado independiente también.» «El Pacto de San Sebastián
—decía Miguel de Unamuno en el Ateneo de Madrid (29 de abril)— fue convenido
entre personas que apenas representaban a nadie. Cierto ministro dijo que
asistió al pacto representando a Galicia. Nadie sabe quién le dio esa
representación.»
*
* *
Después de la guerra religiosa y de la guerra social empezaba la de secesión. Como todos los males que aquejaban a España, este del secesionismo también lo achacaban a herencia de la Monarquía. La idea de que la Monarquía fue tradicionalmente enemiga de todas las autonomías, y en particular de la catalana, había sido hábilmente explotada. Se olvidaban intencionadamente los esfuerzos de Silvela, Maura y Canalejas, tres gobernantes monárquicos, autores de proyectos encaminados a robustecer el poder y la personalidad de Municipios y Diputaciones. No se permitía ni respetaba en el Rey la prudencia ni el temor, siempre muy justificado en un monarca ante un problema que podía poner en peligro la integridad nacional y de consecuencias imprevistas, pues necesariamente había de conmover la unidad geográfica e histórica de España. Tampoco merecía atención por parte de muchos ardientes partidarios del Estatuto el comportamiento de los catalanes separatistas, cada vez más exasperados en su aversión a España, a la que miraban con desprecio, como a un conglomerado de regiones inferiores, rutinarias, enemigas y opresoras de Cataluña, de cuya riqueza se lucraban. En la fragorosa campaña que precedió a la caída de la Monarquía, los adalides republicanos, incluidos los más doctos y sensatos, garantizaban que un régimen de convivencia fraternal como el que se gestaba tendría soluciones para todos los problemas políticos planteados, y concretamente para el de Cataluña, que alguien lo calificó de simple «diferencia emocional» mientras para otros era una consecuencia natural de la falta de libertad en que se había vivido en España. Todos coincidían en que el conflicto había sido cordial y hábilmente zanjado con el Pacto de San Sebastián y la solución estaba en llevar a la práctica lo convenido. Paro
a medida que se conocían las pretensiones de los autonomistas catalanes crecía
en las restantes regiones españolas el disgusto y la alarma contra lo que se
proyectaba. El Estatuto para la inmensa mayoría de los españoles no era lo que
se les había dicho o lo que se habían imaginado, sino cosa bien distinta. Una
situación de privilegio otorgada libérrimamente por el Estado en favor de
determinados españoles con perjuicio para los restantes. Una autonomía
financiada por el Tesoro nacional en premio a un servicio político prestado a
la República; pactado en San Sebastián, en una atmósfera de clandestinidad por
unos emisarios cuyos poderes no tenían el aval del pueblo.
Tampoco
se trataba de resolver por la concordia, como pedía Francisco Cambó, sino de
negociar de igual a igual, de soberanía a soberanía una independencia,
proclamada desde un balcón de Barcelona después de la jornada electoral del 14
de abril. Las aspiraciones iban más lejos: «Hacia un pancatalanismo que se alimentaría lógicamente a expensa de una España minada en los supuestos
todos de su pasado histórico y de los mandatos de su porvenir. Rovira y
Virgili, combatiendo en «La Nao» el artículo 13 de la Constitución —muy atinado
y oportuno éste, porque no admite la federación de regiones autónomas—, se
dolía de que «la Cataluña magna, territorialmente magna, es decir, la mayor, no
tomase carne de realidad en la estructura política de los pueblos de Iberia».
Por si no bastase la incorporación de Valencia y Baleares al redondeo de la
pretendida personalidad, aún pedía el mismo Rovira —y los textos a este
respecto no eran escasos ni de una sola firma— «la agregación al Principado de
la amplia faja del territorio de lengua catalana comprendido entre los ríos
Cinca y Noguera-Ribagorzana, y que forma parte de las provincias aragonesas».
Por
todo esto, antes de ventilarse el Estatuto en las Cortes, empezó a ser
discutido en la calle. La protesta de los descontentos adquirió rápidamente un
aire tempestuoso. Millares de Ayuntamientos, entidades industriales y
mercantiles, dirigían mensajes al jefe del Gobierno, al presidente de las
Cortes y a los diputados, oponiéndose a la concesión del Estatuto. Prosa
inflamada, con toques a rebato, desbordaban las columnas de los periódicos de
las provincias españolas no catalanas, heridos en sus fibras patrióticas. La
mayoría de los diarios de Madrid arremeten también contra el Estatuto. Al grito
de ¡Muera Maciá! y ¡abajo el Estatuto! estudiantes de la Universidad Central y
después los de las Facultades de Derecho y Medicina de Sevilla, Granada, Valencia,
e incluso los de la Facultad de Medicina de Barcelona, ocupaban posiciones de
vanguardia en medio de los torbellinos de indignación que se levantaban en casi
todas las regiones de España.
Así
de revuelto y enardecido estaba el ambiente cuando se inició en las Cortes (6
de mayo) la discusión del dictamen sobre el Estatuto de Cataluña con unas
palabras previas del presidente de la Comisión, Luis Bello. El primero en
hablar fue Miguel Maura. «E1 problema catalán, dijo, fue heredado de la
Monarquía, no ya envenenado, sino podrido. Pero este problema quedó resuelto
con el Pacto de San Sebastián». «Creo poder afirmar sin contradicción posible
que el compromiso de aquel Pacto fue: primero, que Cataluña, proclamada la
República, no se tomaría nada por su mano; segundo, que Cataluña redactaría su
Estatuto, el cual sería traído a la Cámara para que ésta discutiera sobre él
libremente; tercero y último, que Cataluña aceptaría lo que las Cortes resolvieran,
sin ninguna apelación. Esto fue lo pactado». A las Cortes, según el orador, les
correspondía estudiar: primero, la capacidad de Cataluña para la autonomía.
Segundo, oportunidad del traspaso de los servicios que se le entregaban.
Tercero, de qué forma el Estado habrá de conservar su derecho a amparar el de
todos los ciudadanos, y cuarto, impedir que se rompa la unidad orgánica del
Estados. El problema de Cataluña —concluyó Maura —, que ha llegado «a la
entraña misma de la vida española, debe ser discutido con alteza de miras y
cordialidad y es seguro que los electores habrán de pedir cuenta a los
diputados del uso que hagan de su mandato». El jefe de la Esquerra, Companys,
afirmó que no era admisible la desconfianza sobre la capacidad de Cataluña. «Nuestra
región autónoma, dijo, afirmará la unidad de España y logrará la perfecta
unión, no conseguida bajo la Monarquía.»
El
diputado José Calvo Sotelo, ausente de España, en una carta enviada a los
periódicos desde París explicaba su voto. La legítima voluntad nacional iba a
ser adulterada por un parlamento agonizante con abuso de confianza y prórroga
arbitraria de mandato. La Generalidad intentaba, con la colaboración de un
Gobierno «que para vivir necesitaba los 40 votos catalanes enrolados al señor
Maciá, una expoliación de soberanía y el despojo del patrimonio». «La primera
estriba en arrebatar al Estado las principales contribuciones directas, esto
es, los instrumentos inexcusables de toda política social y tributaria. La
segunda consiste en arrancar a la Hacienda Pública más de 240 millones de
pesetas por año, compensando tan sólo 70 u 80.» «Si Cataluña aspira a la independencia
y la consigue, hará suyos todos los impuestos estatales; no sólo los que pide,
sino también los que rehúsa. Más aún: tendrá que liquidar la unidad
económico-financiera en que vivió durante siglos con las demás regiones
españolas y compensar de algún modo las cargas permanentes de deuda que España
creó por necesidades y con anuencias nacionales». Si sólo se trata de
autonomía, «Cataluña reconocerá la necesidad de que subsista un Estado, que no
sólo es sujeto pasivo de cargas pretéritas, sino también sujeto activo de
cargas futuras». «De tal premisa se deduce que la posición tributaria de
Cataluña ha de definiese en función de las necesidades del Estado». «Habrá,
pues, que fijar el volumen de los servicios que el Estado reserva y acomodar a
él los ingresos». «En el presupuesto de 1930 los gastos generales a carga del
Estado importaban 2.555.000.000 de pesetas. En la de 1932 pasaban de 2.650
millones. Pues bien; los impuestos que el Estatuto reserva al Estado produjeron
en 1930 únicamente 2.044, y producirán en 1932 poco más de 2.100. La
insuficiencia de los recursos estatales atestigua que la autonomía catalana va
a ser financiada por las 42 provincias de régimen común en gran parte. En otros
términos, que en lo sucesivo Cataluña contribuirá a los gastos invisibles del
Estado con cuota inferior a la que le corresponde por su censo y su riqueza.»
«Lo más grave del estrago es que nazca irreparable. Según el Estatuto y el
dictamen, no podrá modificarse el nuevo régimen sin la previa anuencia del
pueblo catalán». «Se había ponderado líricamente la pureza virginal de la
revolución de 1931, nacida libre de cargas financieras e hipotecas. Si prosperase
el engendro estatutario, amén de los morales de imposible valoración, España
sufriría daños materiales en su economía por millares de millones de pesetas. Y
así la revolución pacífica de abril costaría por lo menos a 42 provincias
españolas tanto como la guerra del 70 a Francia.» «Cataluña sólo tiene derecho
a recibir los recursos que siéndole precisos para sus fines no lo sean al
Estado para la realización de los que éste conserva. El traspaso de medios debe
hacerse sin detrimento de la soberanía estatal, ni de la igualdad fiscal entre
todos los españoles. El Estado debe desprenderse, no de impuestos, sino de rendimientos,
y puede delegar la cobranza, pero no la administración de lo que conserve. Si
el Estado cediese sus principales contribuciones directas, el arancel exigiría
inmediatamente enmiendas y la moneda escaparía al control del poder central».
Sánchez
Román impugnó el dictamen de la Comisión del Estatuto (12 de mayo), por
considerarlo anticonstitucional. En el proyecto —afirmó — se hacen cesiones que
la Constitución no tolera. «No se trata de discutir la capacidad política de
Cataluña, sino de saber si después de cedidas determinadas atribuciones a
Cataluña el Estado español queda con bastantes facultades para desenvolver sus
fines». «La región autónoma es compatible con el Estado español, según la
Constitución la cual en otro párrafo dice que aquélla ha de estar dentro del
Estado, y éste tiene un indiscutible derecho de control que debe ejercitarse
sobre la región para ver si ésta cumple las funciones que le competen. Esto,
que parece un principio que va contra la autonomía de la región, es tan claro,
tan explícito, que ni el mismo Estatuto lo ha podido negar. Dice el Estatuto
que la representación del Gobierno de la República en la región la encarna el
Presidente de la Generalidad, quien a su vez es el representante de Cataluña en
el Estado. En este precepto estatutario está contenido el derecho de vigilancia
del Estado sobre la región». «El Estatuto presentado por los catalanes ha
tomado una posición defensiva y desconfiada cuando dice, en el artículo 37: «La
iniciativa de las Cortes no podrá promover la revisión del Estatuto». La
gravedad del caso salta a la vista. La cuarta parte de los diputados de la
Cámara pueden proponer la reforma de la Constitución y todo el Parlamento no
puede tener, no ya la libertad para modificar el Estatuto, sino la iniciativa
de promover su modificación. Las Cortes españolas no pueden desprenderse de sus
derechos y atribuciones, porque acceder a ello sería tanto como hipotecar todo
el porvenir de la vida política española. Los parlamentarios de hoy no podemos
impedir que el Parlamento de mañana pueda deshacer o rectificar cualquier
imprudente cesión hecha con la inexperiencia propia de nuestra juventud
política. El caso del Estatuto es el caso de toda ley general que en cualquier
momento puede ser reformada por el legislador. Y como lo que aquí se debate no
es sólo el problema catalán, sino el de la autonomía regional, vamos a abordar
de la mejor manera posible la resolución del problema regional de España,
dentro de las normas regional.» «Evitemos que los enemigos de la República
puedan enarbolar la bandera de que la concesión tiene un vicio de nulidad por
no ajustarse a la Constitución». «El problema ofrece una gravedad extrema,
porque vamos a inaugurar un método de organización autonómico-político de las
regiones; es grave porque las restantes regiones podrían pretender iguales
autonomías con iguales atribuciones. Y entonces sí que el camino emprendido por
la República sería peligroso».
Mientras
el Estatuto capea en las Cortes galernas oratorias, Araña y Carner negocian en
secreto. Aquél fija los límites de las concesiones a que puede llegar el
Gobierno. Carner transmite a los diputados esta información, que se refiere
especialmente a la enseñanza, nudo gordiano de la discusión. El Gobierno se
opone a la doble Universidad, deja a salvo los centros de segunda enseñanza del
Estado y asegura en la primaria la enseñanza del castellano, así como la
asistencia de los no catalanes a las escuelas castellanas. La mayoría de los
diputados autonomistas no aceptan la propuesta y ofrecen otra con variantes que
se presta a las mayores confusiones.
A
todo esto, el hervor contra el Estatuto iba en aumento. Llovían los mensajes de
protesta procedentes de toda España. Una asamblea celebrada en Palencia por
iniciativa del Ayuntamiento y con asistencia de alcaldes de las poblaciones de
Castilla y León y de muchos diputados y representantes de entidades económicas
declaraba que el Estatuto era inadmisible y, caso de implantarse, pedía la
liquidación de las relaciones económicas y financieras de todas las provincias
españolas con las catalanas. El propio jefe del Gobierno reconocía (12 de mayo)
«la gran amplitud del movimiento de protesta y que éste no era artificial». «El
90 por 100 de los que protestan —exclamó — lo hacen por un sentimiento muy
noble, pero equivocado; el problema hay que resolverlo constitucionalmente». Y
terminó: «Habrá Estatuto, pues el Gobierno no caerá ni por la actitud de un
partido ni por la actitud de la gente de la calle».
*
* *
José Ortega y Gasset se levantó (13 de mayo), en medio de la expectación que siempre producía su intervención: «Se nos ha dicho: —exclamó— hay que resolver el problema catalán y hay que resolverlo de una vez para siempre, de raíz. La República fracasaría si no lograse resolver este conflicto que la Monarquía no acertó a solventare. Y el profesor preguntaba: «¿Qué es eso de proponernos
conminatoriamente que resolvamos de una vez para siempre y de raíz un problema,
sin parar en las mientes de si ese problema, el por sí mismo, es soluble,
soluble en su forma radical y fulminante? ¿Qué diríamos de quien nos obligase
sin remisión a resolver de golpe el problema de la cuadratura del círculo?
Sencillamente, diríamos que con otras palabras nos había invitado al suicidio».
«Yo sostengo, prosiguió, que el problema catalán, como todos los parejos a él
que han existido y existen en otras naciones, es un problema que no se puede resolver, que sólo se puede conllevar, y al decir esto conste que significo con
ello, no sólo que los demás españoles tenemos que conllevarnos con los
españoles, sino que los catalanes también tienen que conllevarse con los demás
españoles». El problema catalán «es un problema perpetuo que ha sido siempre
antes de que existiese la unidad peninsular y seguirá siendo mientras España
subsista, el problema catalán es un caso corriente de lo que se llama «nacionalismo
particularista», sentimiento de intensidad variable, pero de tendencia
sumamente clara, que se apodera de un pueblo o colectividad y le hace desear
ardientemente vivir aparte de los demás pueblos o colectividades». Éste es el
caso doloroso de Cataluña, «algo de que nadie es responsable: es el carácter
mismo de ese pueblo: es su terrible destino, que arrastra angustiado a lo largo
de toda su historia». «Muchos, muchos catalanes quieren vivir con España, pues
aun sintiéndose muy catalanes, no aceptan la política nacionalista, ni siquiera
el Estatuto que acaso han votado. Pueden coincidir en el sentimiento, pero no
coinciden en las fórmulas políticas». «¿Que van a hacer los que discrepan?
Serán arrollados». «Pero hay de sobra catalanes que, quieren vivir aparte de
España». «Y frente a ese sentimiento de una Cataluña que no se siente española,
existe el otro sentimiento de todos los demás españoles que sienten a Cataluña
como un ingrediente y trozo esencial de España, de esa gran unidad histórica».
«Si el sentimiento de los unos es respetable, no lo es menos el de los otros, y
como son dos tendencias perfectamente antagónicas, no comprendo que nadie en
sus cabales logre creer que problema de tal condición pueda ser resuelto de una
vez para siempre. Pretenderlo sería la mayor insensatez, sería llevarlo al
extremo del paroxismo, sería como multiplicarlo por su propia cifra, sería, en
suma, hacerlo más insoluble que nunca». «La concesión a Cataluña de cuanto los
más exacerbados postulan los dejaría satisfechos, pero quedaría insatisfecho el
resto del país». «Yo creo que debemos renunciar a la pretensión de curar
radicalmente lo incurable. En cambio, es posible conllevarlo. Llevamos muchos
siglos juntos los unos con los otros, dolidamente, no lo discuto; pero eso,
conllevarlo es nuestro común destino. Después de todo, no es cosa tan triste
eso de conllevar. La vida es esencialmente eso. Este problema catalán y ese
dolor común a los unos y a los otros es un factor continuo en la Historia de
España, que aparece en todas sus etapas, tomando en cada una el cariz
correspondiente...» «Y si hay algunos en Cataluña, o hay muchos que quieren
desjuntarse de España, que quieren escindir la soberanía, que pretenden
desgarrar esa raíz de nuestro añejo convivir, es mucho más numeroso el bloque
de los españoles resuelto a continuar reunidos con los catalanes en todas las
horas sagradas de esencial decisión».
En
la última parte de su discurso Ortega y Gasset expuso la opinión de su minoría
sobre las líneas generales del proyecto presentado por la Comisión. «Ante todo,
dijo, es preciso raer del proyecto todos los residuos que en él quedan de
equívocos con respecto a la soberanía». Y luego de pedir al Gobierno y a las
Cortes que no abdicasen de su autoridad para rearmar el Estatuto cuando fuera
necesario, coincidió con el dictamen de la Comisión en lo tocante a enseñanza y
al orden público. Respecto a la justicia, «debe dejarse a los catalanes su
justicia municipal y todo lo contencioso administrativo sobre los asuntos que
queden inscritos en la órbita de actuación que emana de la Generalidad, pero
nada más». En lo que se refiere a Hacienda, «no es posible entregar a Cataluña
ninguna contribución importante íntegra, porque eso la desconectaría de la
economía general del país». Quedaba la parte irreductible del problema catalán:
el nacionalismo. La solución de este problema no es cuestión de una ley, ni
siquiera de un Estatuto. «El nacionalismo requiere un alto tratamiento
histórico; un estado en decadencia fomenta los nacionalismos; un estado en
buena ventura los desnutre y los reabsorbe». «Lo importante es movilizar a
todos los pueblos españoles en una misma empresa común. Tenemos delante la
empresa de hacer un buen estado español... La República tiene que ser para
nosotros el nombre de una magnífica, de una difícil tarea, de un espléndido
quehacer, de una obra que pocas veces se puede acometer en la Historia y que es
a la vez la más divertida y la más gloriosa: hacer una nación mejor».
El
discurso de Ortega y Gasset fue más bien un ensayo literario y una conferencia
académica que una pieza parlamentaria. Sus recomendaciones no convencieron a
nadie. La conclusión del profesor era que el problema no tenía solución. La
autonomía, afirmó el catalán-socialista Campalans,
«no servirá para que Cataluña se desentienda de las demás regiones, sino para
mejor servir al resto de los españoles». El diputado de la «Lliga Regionalista», Abadal, recordó que la «Lliga» fue la iniciadora del movimiento en favor de la
autonomía. «La «Lliga», dijo, ha trabajado siempre
por la consecución de la autonomía de Cataluña dentro del Estado español, y
hoy, como ayer, sostenemos aquel afán autonómico dentro de la más rígida unidad
del Estado español.»
Tres
diputados, Xirau, de la Esquema; Franchy Roca,
federal, y el de Acción Catalana, Nicoláu d'Olwer, abogaron en favor del Estatuto (día 19). Otro
diputado, García Gallego, de la agrupación «Al Servicio de la República», se
pronunció en contra. «Los catalanes se lanzaron a la revolución — dijo Nicoláu d'Olwer— seguros de que
la República representaba la solución de todos los pleitos de autonomía, o sea
de todos los pleitos de libertad. Hemos colaborado con toda lealtad, creyendo
que aquélla era compatible con nuestros ideales de catalanes. Si no es
compatible, o somos unos mentecatos o unos traidores: mentecatos, si nos hemos
dejado engañar; traidores, si hemos tratado de engañar a los demás». El
catalanista Amadeo Hurtado (día 20) desbordó los cauces de normalidad por los
que hasta entonces discurría el debate, para significarse por su estridente y
violento lenguaje. Presentó el Estatuto como un pacto entre el Estado y
Cataluña. Ni las Cortes ni el Parlamento catalán podían, cada uno por sí, pedir
la revisión del Estatuto. «¿Que ha sido — preguntaba- la unidad española
durante tantos años? Esta unidad no ha sido castellana, ni valenciana, ni
extremeña. Hemos sido —afirmó— súbditos de la unidad de una dinastía
imperialista». El Estatuto era consecuencia de un movimiento de expansión
ciudadana incontenible.
Y
llegó el momento Lerroux. Había mucha curiosidad por oír al jefe radical y la
ansiedad se reflejaba en los rostros de los diputados y del público que llenaba
escaños y tribunas. En hacer historia minuciosa del Pacto de San Sebastián y de
su intervención en el mismo empleó el orador la primera parte del discurso. Los
puntos del pacto de San Sebastián se habían cumplido. Otra larga digresión,
para decir que la historia de España era un proceso constante de integración y
desintegración. «Estamos —añadió— en una fase de ese proceso, con un Estatuto
apoyado por la masa popular». «No podemos soslayar el problema, porque unas
Cortes que tal hicieran incurrirían en delito de lesa Patria, A su juicio, por
falta de una buena propaganda, «el Estatuto que despertaba recelos por ser
«maximalista, no era conocido»; de otro modo se hubiera calmado mucho la
excitación nacional. Pero si el problema quedase sin resolver, «tal vez hubiera
necesidad algún día de apelar a las armas, abriendo un abismo que ya no podría
cerrarse». «El Estatuto es maximalista, y ¿quiénes serán mañana sus
intérpretes? Las multitudes acechan con el propósito de desbordar siempre a sus
representantes». Lerroux creía que en los asuntos de Justicia y Enseñanza el
dictamen ofrecía posibilidades para llegar a un acuerdo. El tema trascendental
era el de orden público. «Vais —afirmó— a reemplazar a la Guardia Civil, de
Seguridad y a la Policía con nuevos individuos que no tendrán experiencia, y os
veréis obligados a aumentarlos, pertrechándolos y militarizándolos. ¿Sabéis lo
que pensará la opinión? Que os fabricáis con ello un Ejército, que el día de
mañana, aun contra vuestra voluntad, podrá levantarse contra la integridad de
la Patria». «El dictamen expresa cuándo, cómo y de qué manera la Generalidad
tendrá derecho a hacer uso del Ejército para reprimir las alteraciones de orden
público. El Ejército tendrá que reprimir, y entonces se pondrá de manifiesto
una odiosidad que no hay que provocar. Se corre el peligro de que si ese
Ejército fuese vencido en la lucha, se levantará el país para vengar tal
vejación. Todo esto es muy peligroso. Yo no puedo entregar el Ejército de mi
país a un poder regional.» Entendía Lerroux que la parte referente a Hacienda
aparecía en el dictamen como redactada con ánimo alegre. «Habéis planteado esta
cuestión, catalanistas, con un poco o, mejor dicho, con un mucho de egoísmo.
Cataluña no ha mirado más que a sí misma, olvidando el interés nacional, aunque
no hayáis ido deliberadamente contra él». «Yo no he venido —concluyó— a pronunciar
un discurso de oposición ni a pedir el poder, que está en buenas manos. Veo una
mayoría cada día más disciplinada, aunque se da la paradoja de que la minoría
radical, estando en la oposición, cuenta con la mayoría de la opinión del país.
El día que se nos requiera para el poder, lo aceptaremos. Para el Estatuto
nuestros votos, con la condición de que en ningún momento se apruebe nada que
vaya contra la unidad de la patria».
*
* *
La
incógnita quedó despejada. El Gobierno podría contar con los votos de los
radicales. Desde este momento el horizonte gubernamental se iluminó de
esperanzas. El Estatuto sería un hecho. Se le censuró a Lerroux por no haber
dicho apenas nada con tal de quedar bien con todo el mundo. Participante del
Pacto de San Sebastián, no podía desdecirse sin agraviar al Gobierno, a los
partidos republicanos y a los catalanes. No surgía en el hemiciclo
parlamentario el tribuno que interpretase el sentimiento de la opinión pública,
cada día más resuelta en su oposición contra el proyecto. Los estudiantes en
Madrid, Salamanca, León y Sevilla seguían en actitud levantisca. En Zaragoza
(10 de mayo) los disturbios escolares originaron un fuerte tiroteo; cayeron un
teniente de Seguridad y dos estudiantes heridos, y el Rector ordenó la clausura
de la Universidad. En Valladolid se sucedían las manifestaciones contra el
Estatuto, que la fuerza pública trataba de evitar con energía. Cerró el
comercio en señal de protesta y los disturbios ocasionaron un muerto y dos
heridos. El corresponsal en Madrid de Le Petit Parisien baja el título «España entera rechaza el Estatuto Catalán», comunicaba a su
periódico; «Del norte al mediodía un clamor suena en España: Santander no
comprará más a Barcelona; Granada se revuelve; Burgos pide una frontera
aduanera para Cataluña; en Salamanca y Sevilla se quema el Estatuto en efigie
mientras que en Madrid se grita: ¡Abajo Maciá! ¡Uno, dos, tres: muera Maciá! La
explosión popular que un once de mayo prendió fuego a los conventos, tuvo menos
importancia y fue mucho menos justificada. Cualquiera que sea el resultado del
debate en las Cortes, el Estatuto catalán ha suministrado la ocasión de
comprobar que si el pueblo español es generalmente indiferente en materia
política no lo es cuando se trata de la dignidad nacional. Su historia nos da
numerosos ejemplos de ello. La votación del Estatuto de Cataluña repugna a la
nación entera, que entrevé una disgregación de su unidad. Que se someta la
cuestión a plebiscito y todo el mundo saldrá de dudas. El grito unánime es:
¡Viva España, una e indivisible!» «Debemos procurar —recomendaba Unamuno en una
conferencia en el Liceo Andaluz de Madrid (7 de mayo) — que todo ciudadano
español sea buen español, y después, que sea universal. Hay que defender a los
mismos catalanes contra su error, aclarándoles la conciencia, aunque sea
violentándoles. Hay que salvar el alma de cada uno y de todos las que gritan
«Nos altres sols», porque
el día que se queden solos ya no serán nadie».
El
debate de la totalidad continuó en la sesión del 26 de mayo. En defensa del
Estanco habló el radical Lara, de la Comisión, y Jiménez, vocero del
sindicalismo, y los contradictores fueron los diputados Pi y Arsuaga, Jaén y
Martínez de Velasco. Por su parte Ossorio y Gallardo se limitó a pedir una
solución cordial. «Pongamos el alma en una solución armónica —dijo—, ahogando
el mal en la abundancia del bien». En contra también del Estatuto se pronunció
en la sesión del día 27, entre continuas interrupciones, risas y protestas, el
diputado agrario Amurrio Royo Villanova, tenaz e irreductible adversario de la
autonomía, que desarrollaba inflamada actividad en la Prensa, en los mítines y
en la Cámara. Insistió en las objeciones expuestas en su discurso por Sánchez
Román, pues no habían sabido desvanecer sus dudas ni sus temores sobre los
peligros que encerraba el dictamen los diputados de la Comisión. «Habéis
cometido la falta de cordialidad —dijo dirigiéndose a los catalanes— de traer
un Estatuto a una República que acaba de nacer, sin haberos atrevido a
presentarlo a la Monarquía en otro tiempo». Se oponía el orador a que se
mantuviera en el dictamen el artículo en virtud del cual una competencia
concedida a la Generalidad no podría ser retirada sin la reforma de la
Constitución. A su juicio, ésta era una autorización que correspondía
plenamente a la libre iniciativa de las Cortes. «Una formación de Estado
unitario con descentralización es lo que está escrito en la Constitución. No
puedo creer —concluyó— que ni uno solo de los diputados sea capaz de traicionar
su conciencia para servir un imperativo electoral. Siendo yo el último de
todos, y nunca el ejemplo de nadie, he venido impulsado por mi pasión
revolucionaria sólo amenguada en este momento en que Cataluña se alza frente a
frente del Estado español».
* * *
Puso
fin al debate sobre la totalidad del proyecto, Azaña, con un interminable
discurso en el que expresó el criterio del Gobierno sobre el problema. Se
congratuló del giro que había llevado la discusión. La agitación, la protesta y
la alarma de las gentes respecto al Estatuto le parecían «mucho más extensas
que profundas». «El 90 por 100 de los que protestan contra el Estatuto no lo
han leído». Afirmaba que en la agitación pública había «e1 espanto de la
novedad: el que más y el que menos preferiría seguir con la rutina anterior.
Una gran parte de la protesta se hace en nombre del patriotismo: el patriotismo
no es un código de doctrina, sino una disposición del ánimo que nos impulsa,
como quien cumple un deber, a sacrificarnos en aras del bien común; ningún
problema político tiene escrita su solución en el código del patriotismo».
«Nadie tiene derecho en una polémica a decir que su solución es mejor porque es
la más patriótica: se necesita que además de patriótica sea acertada».
Por
primera vez —afirmaba Azaña— en el Parlamento español se plantea en toda su
amplitud el problema de los particularismos locales ante un proyecto
legislativo que aspira a resolver aquél. Disentía el jefe del Gobierno de
Ortega y Gasset, pues éste había dicho que el problema era insoluble y tampoco
aceptaba su descripción del pueblo catalán. «Los hombres de talento exageran
aunque no se lo propongan». Azaña no admitía el concepto sobre el destino
trágico atribuido al pueblo catalán: le parecía, por el contrario, «un pueblo
pletórico, satisfecho, deseoso de porvenir, pero impaciente, inquieto y
discorde, en cuya historia se observaban grandes silencios». «Nos ha tocado
vivir —afirmaba Azaña— en una época en que Cataluña no está en silencio...
Cataluña dice: Queremos vivir de otra manera dentro del Estado español. La
pretensión es legítima. La Ley fija los trámites que debe seguir esta
pretensión y quién y cómo debe resolverse sobre ella». Además, el problema no
es de ahora: el año 1892 había ya un movimiento catalanista, y unas «Bases de
Manresa» que repulsaba la opinión española. Después vino el Movimiento de
Solidaridad Catalana, «muy anterior, por cierto, al Pacto de San Sebastián».
Más tarde se creó la Mancomunidad Catalana y hubo la Asamblea de Parlamentarios;
a continuación de la Dictadura vino la restauración de la Generalidad y ahora
el Estatuto.» «La política española o la política de Madrid frente al
catalanismo consistió en negar su existencia. La experiencia probó a todos los
catalanes que sólo en la República podían tener cauce legal sus aspiraciones».
Estimaba Azaña que el Estatuto «sería la mayor obra de la República cuando
estuviese conseguida y el sueño más alto para su ambición haber prestado o
contribuido a prestar al país este servicio».
Al
llegar aquí creyó necesario el jefe del Gobierno referirse al Pacto de San
Sebastián, «del cual se han proferido doscientos mil disparates». «Alrededor
del Pacto de San Sebastián se ha forjado un mito». «Por lo mismo que el Pacto
es tan claro, tan sensato, tan evidente y a la larga tan inocuo, se ha supuesto
que allí había algún misterio terrible y que los ocho o diez españoles que
estábamos allí habíamos firmado, quizá con nuestra sangre, algún secreto
destructor de la patria española». «Allí, sostenía Azaña, no quedó comprometida
la autoridad del régimen». «Con Pacto y sin él, la República hubiera venido por
voluntad del pueblo y el problema catalán estaría ahora sobre la mesa: la
República lo que ha hecho es elevar al rango de problema capital y fundamental
en la organización del Estado estos problemas de particularismos regionales y
locales». «No podemos seguir empleando el Estado para los mismos fines y
propósitos que se empleaban durante la Monarquía en relación con este problema
orgánico del Estado español...» Debemos «encararnos con la organización del
Estado español del que venimos y rectificarlo en su estructura y en su
funcionamiento, en sus fines, en sus medios y en sus líneas históricas»... El
orador interpretaba la acción de la Corona de España como consagrada a lo largo
de los siglos «a quebrantar, a romper las franquicias, los fueros, las
libertades propias de cada estado, con el propósito de destruir los obstáculos
que se oponían al poder ascendente y progresivamente despótico de la Corona, que
era una tendencia histórica que venía desde la Edad Media». E interpretaba las
guerras carlistas como un movimiento fuerista, en el que la cuestión dinastía
era un pretexto, y no la razón fundamental. El liberalismo parlamentario,
aliado en Madrid con la Corona, tuvo que combatir al mismo tiempo que el
pretendiente a la Corona el movimiento fuerista en que el pretendiente se
apoyaba». «La Corona hasta sus últimos días de permanencia en España ha sido
una argolla para esclavizar pueblos. Ya la hemos roto. Se equivocan los
teorizantes autonomistas que atribuyen a Castilla la agresión o la confiscación
de libertades de nadie. La primera confiscada y esclavizada por la Corona fue
la región castellana. Las ciudades castellanas en el siglo XVI hicieron una
revolución contra el rey cesáreo».
También
hay que combatir —añadía Azaña— el prejuicio de la dispersión. «La unidad
española, la unión de los españoles bajo un estado común la vamos a hacer
nosotros, y probablemente por primera vez: porque los Reyes Católicos no han
hecho la unidad española, y no sólo no la hicieron, sino que el viejo Rey, en
los últimos días de su vida, hizo todo lo posible por deshacer la unidad
personal realizada entre él y su cónyuge y además por dejarnos envueltos en una
hermosa guerra civil. Por fortuna se lo estorbaron».
«Mientras
nos mantengamos dentro de los límites de la Constitución, hablar de la
dispersión española, por la votación de los Estatutos, es una insensatez.
Votada la Constitución, todas las funciones y poderes del Estado tienen una
esfera propia, limitada por la Constitución misma, sin que ningún poder dentro
de su esfera pueda preponderar sobre los otros y entrometerse en ellos: es una
cosa manifiesta que todo lo que haya de hacerse en España por una ley, o que
necesite una ley para hacerse, cae por pleno derecho y por virtud de la
definición constitucional dentro de la potestad absoluta de las Cortes. De
suerte que, por haberse producido la voluntad de Cataluña en un plebiscito, de
acuerdo con el Estatuto que se quiere presentar a la soberanía de las Cortes,
por este camino de la voluntad de Cataluña se llega a la soberanía plena y
absoluta de las Cortes y a una política autonomista dentro de la Constitución».
«Ahora bien, en la Constitución se establecen límites para las autonomías.
Votadas las autonomías, el organismo de Gobierno de la región es una parte del
Estado español, no es un organismo rival».
«Es
preciso también tener presente que la implantación de la autonomía requiere un
período transitorio, que será largo. No se puede montar un Gobierno
instantáneamente. Algunas servicios de los que se van a transferir a Cataluña
se tardará años en poderlos montar con perfección, pues todos estamos
interesados en que la autonomía catalana funcione bien. Es cosa indudable que
las regiones autónomas hay que dotarlas de una hacienda propia. Los recursos
con que se las dote han de poder dilatarse y crecer a medida que la economía de
la región lo permita, lo impulse o lo consienta. Cualquier sistema que se
implante en materia de Hacienda para la región autónoma ha de ser un sistema
sujeto a rectificación periódica ante las Cortes».
El
orador proponía hacer del presupuesto de la República dos partes. «En la
primera se habrían de consignar los gastos ocasionados por los servicios que
retiene el Estado central, los gastos generales del Estado o los gastos no
cesibles ni cedidos a las regiones autónomas. Y a cubrir los gastos de estos
servicios se atribuirían los rendimientos y los tributos no cedidos ni cesibles
a las regiones autónomas. En la segunda parte del presupuesto se consignarían
los gastos ocasionados al Estado central por los servicios en los territorios
no estatutarios y correspondientes a los servicios cedidos a las regiones
autónomas y se haría la misma atribución de los tributos. El Gobierno admite el
principio de la cesión de tributos y está bien seguro de que al aceptarla no
cede parte ni toda la soberanía nacional».
«En
materia de orden público el Gobierno se inclina a la solución de que no puede
separarse la función de mando de la función de responsabilidad de hacer
cumplir las órdenes de mando». «Habrá que crear en Cataluña un órgano de
enlace, porque no se puede admitir la idea de una duplicidad de servicios
paralelos». En materia de legislación social, «nos encontramos con una barrera
que es la Constitución. En este problema corresponde al Estado la legislación y
a las regiones autónomas la ejecución. En cuestión de enseñanza, «es en este
punto donde los catalanes se sienten más poseídos de su sentimiento y donde la
República debe ser más generosa y comprensiva con el sentimiento catalán.» «La
competencia lingüística en el territorio español no puede estar sometida en su
victoria o en su derrota al régimen político... No puedo suponer que los
catalanes o los vascos, o quien fuese autónomo en España, quieran dejar de
hablar en castellano, y si dejaran, allá ellos: la mayor desgracia que le
pudiera ocurrir a un ciudadano español sería atenerse a su vascuence o a su
catalán y prescindir del castellano.» «Además, la expansión de la lengua
castellana en las regiones españolas no se ha hecho nunca de real orden». «No
somos partidarios ni creemos que se pueda aceptar el sistema de la doble
Universidad. Nosotros estimamos que la Universidad única y bilingüe es el foco
donde pueden concurrir unos y otros; en vez de separarlos, hay que asimilarlos,
juntarlos y hacerles aprender a estudiar y a estimarse en común».
«Royo
Villanova: ¿Pero de quién va a depender la Universidad?
Azaña: Pues de la Generalidad.
Royo
Villanova:
¿Quién la va a pagar?
Azaña: Cataluña. ¡Quién la va a
pagar!
Royo
Villanova:
Entonces le digo a S. S. que la Universidad no será bilingüe, sino catalanista
y antiespañola».
Azaña
prosiguió: «Los Institutos de Segunda Enseñanza y Escuelas Normales que ahora
tiene allí el Estado conservarán su sistema, su plan nacional actual y estarán
servidos por funcionarios del Estado. La Generalidad, en uso de su derecho,
creará cuanto guste y habrá dos clases de escuelas: las que la Generalidad
constituya, organice y mantenga, y las que hay ahora en Cataluña del Estado,
que seguirán enseñando en castellano: enseñarán el catalán a quien lo pida,
pero enseñarán en castellano, tendrán maestros del escalafón general del
Magisterio y los maestros serán nombrados por el Ministerio de Instrucción».
«Se trata después de determinar la unidad administrativa de los distintos
grados de enseñanza que pueda tener la Generalidad partiendo del supuesto de
que la Generalidad reembolsará al Estado español todos los gastos que el Estado
realice por los establecimientos de enseñanza que sostenga en Cataluña. Quedará
siempre a salvo la potestad del Estado para crear en Cataluña todos los
establecimientos de enseñanza que le plazca».
El
jefe del Gobierno procuró tranquilizar a los alarmados por la intangibilidad
del Estatuto. «Habiendo nacido el Estatuto de la Constitución como nacen de un
tronco las extremidades, cuando la Constitución caiga o se reforme en los
artículos XIV y XV, el Estatuto cae o se modifica». Con esto quería decir que
era revisable.
El
criterio que Azaña acababa de exponer no era personal, sino el de todos los
partidos representados en el Gobierno. «Y si a ellos se sumaba algún otro
partido republicano sería recibido con júbilo y con gratitud», porque prefería,
por tratarse de un problema nacional, que lo votase una mayoría lo más amplia
posible». «El señor Lerroux —añadió el Jefe del Gobierno— en su discurso
determinó una posición que desembaraza el horizonte de la República y aleja da
nosotros, los gobernantes de hoy, toda especie de preocupación por el
porvenir». «La actitud del señor Lerroux, importante siempre, lo es más aún
ahora, porque si este Gobierno normalmente viniese a desaparecer después de
cumplida su misión o desapareciese inopinadamente por cualquier percance de la
vida parlamentaria, la continuidad política republicana está asegurada por la
noble y desinteresada actitud del señor .Lerroux y de su partido, sumándose al
criterio del Gobierno.» Con una invitación al Parlamento y a los partidos
republicanos a que se sumaran a esta empresa política de pacificación y de buen
gobierno y una apelación a todos los españoles, terminaba Azaña, después de
recordar a republicanos y socialistas la grave responsabilidad que habían
contraído, porque sobre ellos pesaba el presente y el porvenir de España.
Durante
tres horas Azaña, feliz de palabra, dio rienda suelta a su imaginación para
dedicarse a divagaciones políticos-históricas, caprichosas, disparatadas y
erróneas en muchas de sus apreciaciones. Con todo, cautivó a la mayoría y
obtuvo un gran triunfo parlamentario. Exasperó a los adversarios del Estatuto y
enardeció a sus partidarios. «Nos ha explicado una historia para nosotros
desconocida», exclamó el jefe agrario Martínez de Velasco. «Tres horas en un
ladrido» comentó Ortega y Gasset. El jefe del Gobierno salió de las Cortes
arrebatado en una nube de parabienes, aclamaciones y abrazos. Companys con
lágrimas en los ojos le estrechó entre sus brazos y gritó: ¡Viva España! Azaña
sin perder su indiferencia replicó: ¡Visca Catalunya!
«¡Que manden los castellanos como usted!», acentuó el ministro de Hacienda,
Carner.
El
discurso tuvo repercusiones. Al día siguiente el diputado agrario Royo
Villanova dimitió su cargo en la comisión de Responsabilidades. «Creo, decía en
la carta al Presidente de la Comisión, que ninguna de las que hemos enjuiciado
ni de las que podemos enjuiciar, es tan grave como la que asumirá el Gobierno y
las Cortes si entregasen la Instrucción pública en Cataluña al nacionalismo
antiespañol». De América llegaban conmovidos mensajes de las sociedades
españolas protestando contra el propósito de desintegrar a la patria. Se
celebraban manifestaciones callejeras y los oradores Goicoechea, Vallellano,
Pradera, Balparda, Emiliano Iglesias y otros, al combatir en sus conferencias
los proyectos secesionistas, eran aclamados por muchedumbres.
La
contrariedad y disgusto de unas provincias españolas se trocaba en alegría y
esperanza en Cataluña. Los catalanistas, sin experimentar satisfacción
completa, se mostraban contentos porque Azaña había partido en su discurso de
la aceptación del principio nacionalista. Los afiliados a la «Lliga Regionalistas más ponderados y cautos, no ocultaban,
sin embargo, su complacencia al ver el buen rumbo que llevaba el Estatuto. En
una conferencia en el salón Victoria de Barcelona, Juan Ventosa y Calvell (22 de mayo) enjuiciaba el problema con estas
palabras: «Me limitaré únicamente a subrayar que el Estatuto no es fruto
súbito, sino el resultado de una larga actuación que ha tenido un doble
carácter: la catalanización de nuestro pueblo y la intervención en los problemas
generales españoles. En este aspecto nadie puede arrebatarnos la primacía. Sin
una y otra habría sido imposible el Estatuto. Por esto, aun cuando a la «Lliga Regionalista» se le haya apartado de toda
intervención en la confección del Estatuto, podremos decir que éste es obra
nuestra. Y si el Estatuto votado por el parlamento se acomoda a las exigencias
del momento actual, si es razonable y viable, contará con la adhesión de una
gran masa de opinión catalana dispuesta a implantarlo legalmente para cooperar
al progreso y a la grandeza de España.»
Al
día siguiente de explicar Azaña cómo concebía el Gobierno el Estatuto y la
forma de realizarlo, Lerroux se manifestaba contrario a la Universidad
bilingüe, tanto si la costeaba el Estado, como la Generalidad. El Ministro de
Obras Públicas, Prieto, siempre indeciso e indefinido frente al problema,
descubría hábilmente —sin quebrantar el riguroso silencio que guardaba el
partido socialista— sus intenciones. «El Estatuto no debe ser, declaraba, una
obra de Gobierno, sino de la República, y por eso es indispensable que tenga la
aprobación «semiaclamatoria» que tuvo la
Constitución». «El Estatuto —añadía— no se puede sacar por la violencia de una
votación mayoritaria». Tres conferencias dedicó Antonio Goicoechea en Acción
Popular de Madrid a examinar el Estatuto. En la tercera (31 de mayo) calificó
el discurso de Azaña como «blasfematorio de la Historia de España». «Soy,
afirmaba, convencido regionalista y tan enemigo de desgarrar cuerpos vivos como
de fabricarlos en los moldes de la Gaceta. El Estatuto no es el programa
máximo de la autonomía, sino el programa mínimo del separatismo». «Lo que
quiere la Esquerra, escribía Víctor Pradera, es poder disponer de los fondos
del Estado español para asentar su dominación sobre la noble Cataluña, víctima
atormentada de esos trufaldines, y para mantener su
influencia terrorista sobre el Gobierno central, sea monárquico o republicano».
Unamuno, en unas declaraciones a Elma Mann Mahlan,
corresponsal en Madrid de La Gaceta de Colonia, decía: «La Constitución,
que es un papel, no tiene valor y algún día se reformará. Lo mismo ocurrirá con
el Estatuto. Su concesión será el principio de las grandes batallas. Lo
prudente sería no concederlo. Tal como se plantea el problema del Estatuto
puede dar lugar a algo trágico, y es que en una parte de España estén sometidos
los españoles a una doble ciudadanía. Soy contrario —agregaba Unamuno— a la
enseñanza bilingüe, porque no se puede exigir de ningún español que, aparte del
castellano, aprenda los dialectos de cada región... Ni con el vascuence ni con
el catalán se pueden pensar cosas de elevado sentido. El catalán tuvo
literatos, cronistas, poetas maravillosos: pero esto se perdió en el siglo XVI
y la lengua ha estado muerta cuatro siglos hasta que en el principio del pasado
un grupo de entusiastas empezó a prestarle vida».
¿Había
hablado Azaña realmente de la Historia de España cuando decía que los reyes no
hicieron más que aprovecharse de los valores del genio español para ocupar una
página en aquélla? Ramiro de Maeztu, respondía: «Los Reyes de España, en
efecto, como los de Francia, Inglaterra y demás naciones, sacaron a su pueblo
de la vida natural para hacerle escribir páginas de Historia. Unos lo aplauden,
otros lo censuran. Pero la Historia es eso: estandartes, banderas, grandes
causas, misiones, batallas, concilios, creaciones de la ciencia y del arte, lo
que está por encima de la biología. Pero también, gracias a los reyes, alcanzó
nuestro pueblo las dignidades de la Historia. ¿Qué sería España si Isabel no
hubiera costeado el primer viaje de Colón y si Carlos V no hubiera ordenado a
Magallanes descubrir el paso al mar del Sur? Los soldados de Lepanto llevaron a
sus casas la persuasión de haberse batido «en la más alta ocasión que vieron
los siglos pasados» Un poco de sangre derramada en una página de historia
ennoblece a la familia más humilde por el tiempo que dure el general recuerdo.
Lo esencial es que arda en la proeza la llama de la vida».
Dentro
de los mismos partidos gubernamentales germinaba la disparidad de criterios.
Por no estar conforme en lo expuesto por Azaña se apartaba de Acción
Republicana el diputado Gonzalo Figueroa, y la Juventud Socialista de
Barcelona, haciéndose intérprete del modo de pensar de las juventudes
socialistas españolas, «se definía en favor de la enseñanza en castellano
contra el bilingüismo».
*
* *
La
oposición parlamentaria contra el Estatuto tomó proporción y consistencia. En
la sesión del día 2 de junio volvió a intervenir para rectificar José Ortega y
Gasset. En respuesta a los diputados catalanes impugnadores de su anterior
discurso sobre el Estatuto, Ortega y Gasset retrotrajo la polémica a sus
principios; es decir, al concepto de soberanía. «La soberanía, afirmó, es la
facultad de las supremas decisiones, el poder que crea y anula todos los demás
poderes. Vemos también que dentro de nuestras propias convicciones democráticas
esa facultad reside en la voluntad colectiva del pueblo, que en todo instante
crea y recrea el Estado, el cual no es sino la organización de los poderes. Esa
voluntad colectiva es precisamente la soberanía y es, por tanto, algo
preestatal y prejurídico; es la raíz subterránea, la
energía profunda e histórica de que vive todo Estado y toda Ley, porque ella lo
lleva, lo alimenta y lo dirige constantemente. Pero en nuestro caso, ¿cuál es
la voluntad colectiva española? ¿Es el conjunto indiviso y compacto de todos
los españoles, desde Finisterre hasta Málaga, desde la Maladetta hasta Calpe, desde Port Bou hasta Palos de Moguer? En efecto, ese conjunto, esa
enorme masa, enteriza y sólida para adoptar todas las resoluciones esenciales
en que históricamente se sienten juntos, resueltos a tener un destino común,
favorable o adverso, alborozado o trágico, pero sin reservas, sin condiciones,
es lo que la inmensa mayoría del pueblo español entiende cuando sencillamente
dice: «Nosotros los españoles».
«Pero
esta unidad compacta, unitaria, en que se toman las resoluciones esenciales
puede muy bien imaginarse que se divide y se quiebra en trozos y que disociada
en innumerables y pequeñas colectividades, cada una de las cuales resuelve por
sí, independiente e insolidariamente. Éste es el deseo del federalismo: que la
unidad nacional se forme por las ramas y no por la raíz... Lo que importa es
averiguar si la inmensa mayoría del pueblo español sigue resuelta a ser esa
voluntad unitaria y no admite oscuridad, confusión y equívoco alguno en cuanto
afecte, o aun de lejos amenace, a la unidad de esa soberanía. Esa
incontrastable mayoría de españoles, se siente inquieta «porque tras el
dictamen de la Comisión existen artículos por lo menos amenazadores de esa unidad
de soberanía» y oye hablar «de un pacto entre la región autónoma y el Estado»,
como dos organismos de Derecho, dos personalidades jurídicas que pueden y deben
pactar y que, según la Constitución, «son las que realmente pueden y deben
pactar». «Yo creía que para que dos pudieran pactar era menester por lo menos
que fuesen dos y además que preexistiesen al pacto, y la región no existe antes
de ser engendrada por el Estado: el Estado, al engendrarse, engendra las
regiones autónomas».
«Nada
de esto que digo permite que nadie me presente como enemigo de las aspiraciones
catalanas, «Discutimos sobre el Estatuto y las funciones que implica. Y sólo
con la discusión puede intentarse una sincera coincidencia». «Después de año y
medio de vida republicana conviene qua hagamos balance sobre la situación del
país con respecto al régimen. Yo lo vengo haciendo públicamente una y otra vez
desde su advenimiento... Y pienso que, casi desde el principio, la política
republicana cometió un tremendo error, que es éste: hay enorme masa de
españoles que votaron la República sin condiciones; por tanto, que la votaron
por ella misma y sin más... Pero he de decir que en el conjunto de la
gobernación en vez de haberse preocupado casi exclusivamente de constituir esa
república incondicionada lo que se ha venido haciendo más bien en muchos casos
ha sido arrojar pedazos de aquel entusiasmo colectivo, que trajo el régimen, a
los grupos que habían puesto condiciones, y no voy ahora a enumerar cuáles
pueden ser ellos, porque yo no vengo a poner rencillas, sino todo lo
contrario». «No se ha hecho una política republicana nacional». El orador
quería entrever en el discurso de Azaña deseos del Gobierno por mostrar una
gran flexibilidad en sus posiciones con respecto al problema del Estatuto, y
ello le complacía. En tres puntos debía el Gobierno ejercer ese máximo de
flexibilidad: en el bilingüismo universitario, en la redacción del artículo
referente a la reforma del Estatuto y en el proyecto de dislocación de las
haciendas presentado por el Presidente del Consejo de Ministros. Es preciso,
concluyó Ortega y Gasset, que al terminar esta discusión del Estatuto podamos
volvernos al país para decirle: «En este asunto no hay equívoco, ni confusión,
ni oscuridad, sino que esa unidad de soberanía, esa comunidad de Estado entre
todos los pueblos españoles queda intacta y como siempre.»
Mucho
más agresivo se mostró Miguel Maura en una catilinaria contra Azaña, «cuyo
discurso, leído y releído, algunos párrafos hasta siete veces», no lo
comprendía, y lo encontraba «en contradicción con otros conceptos expuestos por
el señor Azaña en los primeros meses de la República». Víctima de esa confusión
el pueblo se pregunta: «¿A dónde se nos lleva?, Es, urgentísimo que el poder
diga cómo entiende ese estado futuro, pues el primer aviso que el pueblo tiene
es por el discurso del Presidente del Gobierno». «Todas las leyes
complementarias están por hacer». «¿Hay razón para que colocada una figura al
frente de una mayoría heterogénea venga a explicarnos desde la cabecera del
banco azul una concepción personal de ese Estado? No es lícito levantar esa bandera
desde el banco azul que se ocupó a título transitorio, sin haber arrastrado
antes tras ella al pueblo español». El Estatuto es federal, «pues fue redactado
por los catalanes pensando en que la Constitución iba a hacer de España una
República federal». Y va a ser aprobado «por terrorismo parlamentario impuesto
por los catalanes, que en conciliábulo con el Gobierno y otros sectores de la
Cámara consiguen sus propósitos por encima de todo». Entendía Maura que el
ministro de Hacienda, Carner, uno de los autores del Estatuto, no podía seguir
en el banco azul cuando se discutiera el articulado del proyecto, y requería a
los jefes de las minorías, en especial a Lerroux, para que dijeran si estaban o
no conformes con Azaña.
El
tercer orador que intervino en la misma sesión fue Melquiades Alvarez, y también combatió el proyecto. «El país, decía,
no conoce el Estatuto ni le importa conocerlo, lo juzga por los antecedentes y
por el presentimiento de que va a quebrantar de alguna manera la unidad
nacional, peligro que tiene su raíz en las doctrinas catalanistas y en la
actual debilidad del Estado.» Hablar de pluralidad de naciones españolas, como
hacen los catalanistas, es quebrantar la unidad española. «El Estatuto de los catalanes consagraba en el primer
título el Estado de Cataluña; después la Comisión dictaminadora borró la
palabra estado y la substituyó por el concepto «región autónoma». Desapareció
la palabra estado, pero todo lo demás lo dejó íntegro, y «los poderes que antes
eran poderes del Estado, emanan hoy de la soberanía del pueblo catalán». La
Constitución no dice que la autonomía municipal pertenece a la región y, sin
embargo, en el Estatuto tal autonomía queda sometida al poder soberano de ésta,
«con lo cual el Estatuto representa la muerte de las municipalidades
catalanas». La entrega de la Universidad al Gobierno catalán supone la
mutilación de la cultura española. El Estado debe reservarse la administración
de Justicia, «pues sin justicia no hay poder soberano», y estimaba
anticonstitucional y confusa la fórmula de Azaña sobre Hacienda. La opinión
—terminó diciendo— «pide que no comprometáis la unidad nacional y la autoridad
suprema del Estado. Si a despecho de eso creéis que por contar con el
Parlamento podéis imponer esa solución, yo os digo que se llegará con ello al
completo descrédito de esta Cámara».
El
jefe del Gobierno se creyó obligado a responder a los tres oradores, sin duda
para que no flotase en el ambiente parlamentario una impresión adversa al
Estatuto. Azaña negaba que el Parlamento estuviese divorciado de la opinión
pública: a su juicio, el Parlamento estaba «absolutamente identificado con la
enorme mayoría de la opinión republicana de España». «La política de la
autonomía no es antiespañola, sino que tiene sus más profundas raíces en las
viejas creencias españolas». El jefe del Gobierno recordó a Melquiades Álvarez
que en el programa del partido reformista, siendo Azaña afiliado a él, en una
asamblea celebrada el año 1916 se incluyó en el programa la concesión de una
autonomía regional y municipal. Azaña se ratificó en el criterio expuesto en su
discurso anterior, criterio que no era personal, como apuntaba Maura, «sino
opinión unánime del Gobierno, examinada y aprobada en Consejo de Ministros».
Respecto al ministro de Hacienda, «no le estorbaba ser autor del proyecto del
Estatuto para cumplir sus obligaciones», y delante de las Cortes lo proclamó
«uno de los hijos más preclaros de España y uno de los servidores más capaces
de la República».
Todavía
se invirtió otra sesión (3 de junio) en discutir la totalidad del dictamen.
Insistió Melquiades Álvarez en que el país estaba en contra de la política del
Gobierno, y a su juicio el verdadero estado de la opinión podría comprobarse en
un referéndum. Lerroux, en tono cordial y conciliador, avisó al Gobierno de
los peligros que supondría una votación exigua para el Estatuto. «Es necesario
llegar a una coincidencia, pues de lo contrario el Estatuto nacería muerto».
Más grave fue la advertencia de que en Cataluña se realizaban preparativos «no
sólo de orden espiritual, sino material», para caso de que el proyecto no fuese
aprobado. Recalcó su oposición a las concesiones que en materia de enseñanza,
Orden público y Hacienda se hacían en el dictamen de la Comisión. El partido
radical estaba dispuesto a agotar los medios legales y no por perturbar la vida
de la República, sino por el deseo de que el Estatuto resultara viable, incluso
mejorándolo con los votos de la minoría radical.
El
Gobierno por la voz de Azaña prometió no poner cortapisas a la libertad de los
partidos no pertenecientes a la mayoría, para votar con completa libertad. En
cuanto a celebrar un referéndum para saber qué opinaba el pueblo español sobre
el Estatuto, la Constitución lo prohibía. Sólo quedaba un camino, la disolución
de Cortes, y ésta era facultad del Presidente de la República. «El Gobierno
desaparecerá cuando le falte alguno de sus apoyos parlamentarios». «Pero el
más fuerte, el socialista, se mantenía firme». Una vez más Azaña expuso su
convencimiento de que la presencia de los socialistas en el poder era
indispensable. De no ser así, «durante estos últimos seis meses de República
hubiera tenido necesidad de atravesar desfiladeros tan negros que quizás no
hubiera podido salvar». «Y como España está en camino de una gran reforma
social, ha sido muy conveniente que los socialistas hayan ejercitado sus
hombres de mando en el Poder, para afrontar el día de mañana otras
responsabilidades».
Se
dio por terminada aquí la disensión sobre la totalidad para comenzar el
articulado. Conforme se profundizaba en el examen del Estatuto, el ambiente se
enrarecía, surgían más fuertes y artillados obstáculos. Ya nadie atribuía la
oposición al Estatuto a maniobra monárquica. Conspicuos republicanos llevaban
la dirección del ataque. La propaganda del partido agrario y de Acción Popular
adquiría bríos inusitados, porque tenía como lema la unidad española. Por parte
del separatismo, anticipándose a la erupción proyectada para cuando fuese plena
y total realidad la autonomía, se producían hechos sintomáticos denunciadores
de un estado espiritual. En un mitin celebrado en Vallvidriera (5 de junio) los asistentes obligaron tumultuosamente que fuese retirada la
bandera republicana que ondeaba en la casa donde murió mosén Jacinto Verdaguer. L'Opinió, el más extremista órgano de la Esquerra reanudaba una vieja campaña en favor de los rótulos en catalán y recomendaba a
las mujeres que no comprasen en las tiendas con letreros en castellano. «La
lengua catalana —escribía— es un idioma oficialmente reconocido: es una
vergüenza que en los actuales momentos no hayan cambiado estas cosas». El
corresponsal de A B C informaba: «Para recibir la
enseñanza en castellano aun en una población como Barcelona, en la que según el
último censo aproximadamente el 40 por 100 de la población lo integran no
catalanes, es indispensable solicitarlo por escrito, sin lo cual la enseñanza
será en catalán. La enseñanza en catalán es graduada y no lo es en castellano».
El Estatuto dividía a los españoles y los enfrentaba en una rivalidad que cada
día se hacía más aguda.
CAPÍTULO XV.LA LEY DE REFORMA AGRARIA
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