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CAPÍTULO XV.

LA LEY DE REFORMA AGRARIA

 

Las Cortes simultaneaban el examen del Estatuto catalán con el proyecto de ley de Bases para la Reforma Agraria. Las sesiones se celebraban en medio de gran indiferencia: pocos diputados, ausentes los jefes políticos y la mayor parte de los ministros. Sin embargo, la situación del campo era angustiosa. «La prohibición a los braceros de que trabajen fuera de su término municipal, decía el diputado de la Agrupación al Servicio de la República, García Valdecasas (12 de mayo), causa efectos desastrosos. En el pueblo de Montefrío (Granada) hay normalmente desde el advenimiento de la República mil obreros en paro forzoso. Como la situación del mencionado pueblo, es la de veinte mil en España. Viven en estado de miseria. Ni patronos ni obreros tienen ya con qué resistir. El hambre es espantosa». «Casi todos los conflictos sociales del campo, refería el diputado agrario Velayos al día siguiente, reconocen por origen el decreto del ministro de Trabajo, del 28 de abril de 1931, sobre términos municipales. Ha tenido que ser derogado en Levante y en las provincias del Sur para salvar las cosechas de naranja y aceituna. Si se ha de salvar la cosecha cerealista debe ser derogado en todas las provincias agrícolas». Perturbador era también el decreto que obligaba a los patronos a contratar determinado número de obreros. En Cataluña la «Unión de Rabassaires», organización agraria adscrita a la Esquerra, producía el desorden y la anarquía con la revisión de contratos de cultivo.

El debate sobre el proyecto de ley de Bases para la Reforma agraria comenzó (10 de mayo) con un discurso del diputado Díaz del Moral, de la Agrupación al Servicio de la República, en defensa de su voto particular a la totalidad del dictamen. Dicho voto equivalía a un contraproyecto encaminado a rectificar un defecto irremediable a juicio del orador, pues el dictamen estaba inspirado por doctrinas que en el fondo eran contradictorias. El voto particular fue rechazado, y en la sesión siguiente propuso otro el diputado radical Diego Hidalgo. «El dominio del Derecho Romano, desde el cielo hasta el infierno —decía—, es una figura política que va poco a poco desapareciendo de todos los Códigos y de las instituciones de los Estados modernos; es inútil intentar resucitarla, está por sí muerta. Sólo cabe esta figura en los hombres ciegos que viven habitualmente en la celda, en la caverna o en la catacumba; pero a los Estados modernos les es totalmente indispensable hacerse a la idea de que el suelo del territorio nacional es del Estado y de que la tierra objeto de la propiedad del hombre ha de estar condicionada por el Estado para que la propiedad tenga estas condiciones de relatividad. El jus utendi, fruendi, vindicandi et abutendi va desapareciendo, y ya nos hemos convencido, debemos convencernos todos, de que la propiedad del suelo y de la tierra pertenece exclusivamente al Estado, como gran tutor y administrador de los bienes sociales, y es el Estado el que permite su uso y disfrute, regulados por una ley, a los individuos y a las colectividades».

En la respuesta a ambos oradores (17 de mayo) Feced, de la Comisión, no se mostraba discrepante; se limitaba a ensalzar las excelencias de una buena reforma agraria. A la vez facilitaba curiosos detalles sobre la preparación del proyecto: «En el artículo primero del proyecto redactado por la Comisión Técnica Agraria se decía que en el primer año de vigencia de la Ley se asentaría un número no inferior a 60.000 familias de campesinos y no superior a 75.000. En el proyecto de Gobierno provisional se repetía lo mismo. En el dictamen de la Comisión sobre un proyecto de Alcalá Zamora se llegaba a más, puesto que se prometía para años sucesivos un número de asentados superior al del año anterior. Ahora en el proyecto del Gobierno que se discute no se determina claramente el número de familias que han de ser asentadas cada año». «Consciente de la situación en que se encuentra la Hacienda española se limita, a señalar que cada año se destinarán cincuenta millones a asentamientos». «El proyecto —añadía Feced— tiene características especiales que voy a enumerar: una, que desaparezca el latifundio; otra, castigar el absentismo, y la tercera, que la tierra, además de instrumento de trabajo, proporcione a quien pone en ella su esfuerzo un beneficio por el empleo de un cultivo remunerador.»

En las sucesivas transformaciones sufridas por el famoso proyecto de reforma agraria había quedado reducido, según describía el miembro de la Comisión, a proporciones bien modestas. Pero en la misma sesión otro vocal, el socialista Lucio Martínez, hizo un descubrimiento peregrino: el dictamen que se discutía era desconocido por la Comisión encargada de defenderlo... El diputado radical Alvarez Mendizábal, también de la Comisión, había denunciado tal anomalía, y el diputado socialista reconocía que era cierto. El proyecto que se discutía, entregado a la Co­misión como dictamen del Gobierno para sustituir al anterior, había sido aceptado como ponencia por un voto de mayoría «por ser compromiso de los partidos aceptarla». Causaron asombro semejantes declaraciones, que proclamaban la ignorancia absoluta de la Comisión encargada de defender el dictamen, y el ministro de Agricultura prometió que se concedería el tiempo necesario para que el proyecto fuese conocido de todos, a fin de obtener el asentimiento nacional.

En las siguientes sesiones se sucedieron los oradores —19 tenían solicitada la palabra sobre la totalidad, y quedaban pendientes de discusión 59 votos particulares y 68 enmiendas—, sin conseguir atraer el interés del público. Sánchez Albornoz, de Acción Republicana, hablaba de la experiencia agrario-histórica, y exhortaba a la serenidad a todos, incluso «a aquellas personas que van a experimentar una gran pérdida, pues si ca­recen de espíritu de sacrificio suficiente para la donación, deben pensar en los grandes males que les evitará la Ley y adquirirán la resignación precisa en este momento de la Historia que venía preparándose desde épocas antiguas, para evitar tantos dolores y miserias a muchos desheredados de la fortuna».

El ataque más duro contra el proyecto procedió del diputado agrario y notario Casanueva. A su juicio, la reforma era antijurídica; se oponía al espíritu y a la letra de la Constitución, atentaba a los principios fundamentales del derecho en la base VIII, referente a las expropiaciones, establecía un sistema absurdo para el pago de las mismas, y, en fin, era el proyecto de un partido que quería llevar su ideario a la vida de la nación. Realizar los asentamientos como se proponía era imposible. «Hacen falta ocho mil pesetas por asentado, y como son 25.000, representan veinte millones de pesetas al año, durante diez, sin contar las indemnizaciones. ¿De dónde saldrán?» «Al solo anuncio de la reforma agraria ha sucedido el marasmo en toda la economía agrícola; los valores del Estado bajaron el 25 por 100, los industriales una enormidad; la propiedad urbana y rústica ha sufrido grandes quebrantos. Si os empeñáis en aprobar este proyecto, habréis consumado la ruina de España.»

Contrario también al proyecto se manifestó el diputado radical Samper; en cambio, para los radicales-socialistas Guallar (Antonio) y Vilatela el proyecto señalaba el momento culminante de la revolución de España.

La mayor parte de los discursos pronunciados en las sesiones del 24 y 25 de mayo estaban hechos con oratoria mitinesca, desgarrada y tétrica, para describir un agro español inculto, estéril, trabajado por campesinos de la gleba, con señores feudales y salarios de miseria. El diputado Fernández Castillejos, para poner las cosas en su sitio, recordó que el 60 por 100 de la tierra se laboraba debidamente, y si el resto no lo estaba era por falta de medios económicos.

Las argumentaciones expuestas contra el proyecto podían sintetizarse en estas conclusiones generales: No llevaba a ningún fin práctico, ni resolvía ninguno de los problemas planteados; en cambio, ocasionaba trastornos y perturbación, infligiendo un gravísimo quebranto a la economía agraria y a toda la economía nacional, y sobre no cumplir ninguno de los objetivos perseguidos, ocasionaba grandes daños; era carísimo y ruinoso, costaría al Estado una cifra enorme de millones llevarlo a la realidad; como proyecto socialista y sovietizante estaba lleno de peligros, de injusticias, de arbitrariedades y confusiones. Errores gravísimos, descubría también Sánchez Román en el dictamen al enjuiciarlo (1.° de junio). Lamentaba el abandono en que se dejaba a los minifundios y el dislate teórico y práctico de pretender aplicar la reforma a todo el territorio nacional. Recusaba por perjudiciales e injustos los métodos simplistas y superficiales admitidos para la expropiación y que refiriéndose al sujeto jurídico poseedor debían fijarse en el límite de la propiedad, para que, poniendo límite de unidad, la propiedad se subdivida, y en suma para que la parcelación cree propietarios. Advertía los peligros para la economía nacional de la conversión del Estado en propietario eminente. Bajo el aspecto de un falso progresismo, la orientación enfitéutica del proyecto era esencialmente retrógrada, de un retroceso hacia la Edad Media, sin otra novedad que variar la denominación del canon. En realidad, lo que hizo Sánchez Román fue defender el primitivo proyecto de reforma, en cuya redacción había intervenido como vocal de la Comisión técnica, arrinconado después al ser designada otra comisión encargada de redactar un nuevo proyecto, en el cual el jurisconsulto se negó a colaborar porque la reforma se basaba en un principio económico ya caducado: no se puede admitir —decía— el propietario sin limitación en cuanto a la extensión de tierra que puede tener.

Las sesiones dedicadas al proyecto transcurrían en la mayor languidez, con el hemiciclo semivacío. Apenas se ponía a discusión la reforma agraria, la mayoría de los diputados abandonaban el salón y únicamente quedaban los diputados agrarios y algunos otros, con sus votos particulares y enmiendas, desechadas sistemáticamente por la Comisión.

Cerró el debate sobre la totalidad del dictamen el ministro de Agri­cultura, Marcelino Domingo, para quien el proyecto, a deducir de ciertas efusiones verbales hechas en mítines de provincias, venía a ser una aventura revolucionaria mejor que un plan minuciosamente estudiado para resolver el problema más espinoso y transcendental que se había planteado el régimen. A juzgar por las observaciones del Presidente del Consejo, Marcelino Domingo no era la persona capacitada para esta descomunal labor. «Lo más inasequible del mundo, afirmaba Azaña, es pedirle a Domingo precisión y detalles de ninguna cosa. No es que Domingo sea tonto, pero su mente es oratoria y periodística, sin agudeza ni profundidad... Acepta lo que otros dicen, sin maduro examen y sin medios de criticado... Su desconocimiento de las cosas del campo es total». «Ante la dificultad sale huyendo; no dirigir, no gobernar; mantenerse a capricho de lo fácil, es decir, de la inutilidad y del fracaso. ¡Y Domingo pretende realizar la reforma agraria, mil veces más difícil que el Estatuto! Por otra parte, los dos ministros radicales socialistas (Domingo y Albornoz) no pintan nada en su partido ni les hacen caso. Así hay que estar manejando a una turba de inconscientes y pedantes, frente a una turba de ambiciosos».

Abordar el problema de la tierra —dijo el ministro de Agricultura a las Cortes (15 de junio)— era compromiso de Gobierno. Problema viejo, «planteado por el país a la Monarquía y que ésta, incapaz e insensible, no lo resolvía». La República venía, en cambio, obligada a resolverlo. El proyecto tenía tres finalidades: «remediar el paro obrero, redistribuir la tierra y nacionalizar la economía agraria». El paro podía ser suprimido con los asentamientos. «El Gobierno ha señalado la cantidad mínima de cincuenta millones de pesetas, suficientes para asentar unos 20.000 campesinos. Si los convirtiéramos de pronto en propietarios, se les gravaría con cargas que desharían la posibilidad de la Reforma. Se extendería la usura y los incapacitaría para el trabajo». En cuanto a la segunda finalidad, redistribución de la tierra, «ha de irse a la expropiación, a desposeer de ella a quien no la tiene por origen legítimo, dándose a la tierra un régimen comunal». «Con los bienes comunales haremos lo contrario que hizo la Monarquía». En tercer lugar, «sólo será dueño de tierras quien sepa hacer de ellas lo que se debe hacer». «Hemos de dar a la economía agraria una nacionalización que hoy no tiene en sus distintos aspectos». De implantar la reforma agraria se encargarían el Instituto de este nombre, las Juntas provinciales y los Centros de contratación, integrados por elementos técnicos. «Las garantías para el Estado estarán en la retroactividad. Para los expropiados radicarán en la capitalización». Aspiramos —fueron las últimas palabras del ministro— a laborar para que el futuro recoja lo que nosotros sembremos». El discurso de Marcelino Domingo convalidó la opinión muy generalizada de que en la mente del ministro sólo había unas ideas muy elementales sobre el tema discutido por la Cámara. Sus compañeros de Gobierno no tenían ideas más claras y concretas. El propio Azaña no demostró nunca interés por estas cuestiones. La única vez que habla sobre la reforma agraria (17 de julio de 1931) no es —dice— en función de su importancia para el destino nacional, sino por la conexión que guarda con el orden público y el mantenimiento de la vida de los ciudadanos, amenazada del hambre y de la perturbación social. En vano afirma el escritor socialista Ramos Oliveira - se buscará un discurso sobre la cuestión agraria en los tres voluminosos tomos de oraciones políticas de Azaña». «El problema del campo no llegó nunca a constituir en la política republicana una aspiración nacional o preocupación primordial de todos los partidos del régimen».

Alarmado el Gobierno por la lentitud del debate y con el fin de ace­lerarlo, a propuesta de la Presidencia, se aprobó (24 de junio) la celebración de sesiones dobles: es decir, tarde y noche. Y por 171 votos contra 16 quedó en franquía (día 28) la Base primera.

El nueve de junio el Presidente de la Cámara declaró a ésta cons­tituida en sesión secreta para examinar un dictamen de la Comisión de Suplicatorios, en el que se pedía autorización a las Cortes para procesar a los diputados Juan March y José Calvo Sotelo. Las tribunas fueron desalojadas y quedaron los diputados a solas con el Gobierno en pleno. Una petición escrita del diputado Gil Robles y reiterada después de palabra en nombre de Calvo Sotelo para que la sesión fuese pública fue rechazada. Por su parte, March solicitó que se le autorizase a su defensa, pues aun cuando era diputado, había sido declarado anteriormente incompatible con la Cámara. Cerca de tres horas se dedicaron a discutir sobre el derecho en que fundaba la Comisión de Suplicatorios su actitud favorable al procesamiento. Para ello —afirmaba el diputado radical Rey Mora— ha habido necesidad de crear una nueva figura de delito, inexistente en ningún Código del mundo, verdadero disparate jurídico, llamado «inducción a la prevaricación», subterfugio para lograr el fin propuesto, imposible por caminos legales. En torno a estas consideraciones se debatió con tal prolijidad, que se hizo necesario interrumpir la sesión para reanudarla dos horas después, ya en plena noche. El diputado Ángel Galarza, que como fiscal de la República, luego como director general de Seguridad y ahora como vocal de la Comisión de Suplicatorios, se había distinguido por la resuelta e insistente persecución contra March, sostuvo que el asunto en litigio era cuestión de ética y atañía a la honorabilidad de la Cámara, dando a entender que importaba menos el aspecto jurídico del mismo. Royo Villanova explicó el porqué de este confuso pleito: cuando la Comisión de Responsabilidades preguntó de qué se acusaba a March, le respondieron que de cohecho. Mas como éste es un delito de dos, debía haber un cohechado, y hubo necesidad de acusar a Calvo Sotelo sin causa, haciéndole víctima de una injusticia.

Se levantó Gil Robles, en medio de un silencio expectante, pues había trascendido que el diputado agrario poseía documentos acusadores contra los ministros de Hacienda y Obras Públicas. Quería defender a Calvo Sotelo de las acusaciones de cohecho y prevaricación como autor del decreto que otorgaba el monopolio del tabaco a March en las plazas de soberanía de Marruecos. Aquel decreto benefició a la Hacienda, pues obligaba a un canon tres veces mayor que lo que hasta entonces rentaba la Tabacalera. Gil Robles comparó el proceder de Calvo Sotelo con el de Prieto. Éste, en junio de 1931, anulaba la concesión a March, en contra del informe del Consejo de Estado, y, sin respetar el convenio con la Tabacalera, decidió conceder el suministro de tabaco a las plazas de soberanía por gestión directa, lo cual costó al erario público 800.000 pesetas. Y antes de que saliera el decreto correspondiente en la Gaceta, ya se vendía tabaco, comprado por el ministerio de Hacienda, a la sociedad francesa «Le Nil», domiciliada en Marsella. Al llegar aquí Gil Robles, puso a disposición de la Cámara varios documentos y los telegramas cruzados entre el director del Timbre y la «Societé des Tabacs et cigarretes Le Nil», dirigidos a su gerente Barbou, sobre negociaciones para quedarse la sociedad mencionada con la adjudicación del concurso de suministro de tabaco en Marruecos, «como si se tratase de una entidad cosoberana con el Estado español». «En el pliego de condiciones se exigía que el capital fuese español, pero este requisito no se ha cumplido». El dinero era de ori­gen francés. El capital lo constituían 575.000 pesetas de una sociedad denominada Financiera Ibérica, en la que figuraban como accionistas García Bustos y Arangüena, apoderado éste de Echevarrieta, si bien el verdadero dueño del dinero era un francés llamado Ramontxo. En prueba de que la aportación de capital español era una ficción, Gil Robles exhibió un documento suscrito por Luis Arangüena, en el cual declaraba haber recibido de Barbou 125.000 pesetas para suscribir acciones de la Financiera Ibérica. Por si fuera poco, el capital suscrito no fue nunca desembolsado.

El jefe de Acción Popular cerró su discurso con estas interrogaciones. «¿Por qué el concurso actual de suministro de tabaco se remató por menor tipo que el del Monopolio del señor March? ¿Por qué se intenta procesar al señor Calvo Sotelo? ¿Por qué no se exigen por la Cámara las responsabilidades que se derivan del concurso que acabo de denunciar?» Miguel Maura, que ya en los pasillos había calificado de «asco y vergüenza» la primera parte de la sesión, después de oír a Gil Robles, afirmó que era «la primera acusación grave hecha contra un Gobierno de la República». Se imponía una investigación para comprobar la denuncia formulada.

A continuación comenzó su defensa Juan March. Declaró que desde hacía más de un año era víctima de una persecución incesante y enconada. Para descubrir los motivos consideraba inexcusable exponer algunos antecedentes. Los ideales del acusado fueron siempre «notorios de izquierda, acreditados «en el sostenimiento decoroso de órgano tan celoso de esos ideales como La Libertad». Por ser conocida su ideología, «el Comité revolucionario formado en el año 1930 se dirigió a mí solicitando mi colaboración financiera a su obra». «En nombre del Comité que después fue Gobierno Provisional de la República, con plena representación del mismo, me hablaron varias veces, y con singular insistencia, algunos de sus más caracterizados miembros». March les respondió «que no podía financiar una revolución, un movimiento contra el Poder constituido». La negativa contrarió a los peticionarios, y uno de ellos, Angel Galarza, «me previno por medio de mi amigo don Víctor Ruiz Albéniz, de que me convenía dar dinero, porque había unos pistoleros dispuestos a aplicarme la acción directa si no me sometía». A excepción de este episodio, el diálogo entre los conspiradores y March fue correcto, sin que se entibiasen las amistades entre el financiero y los revolucionarios. Vino la República, y siendo fiscal el citado Galarza, cuando March se dirigía a Francia con su familia fue detenido por orden de aquél, que, según dijo, «estudiaba afanosamente sus antecedentes». De tales estudios se derivaron dos querellas, ninguna directa contra March, las cuales fueron desestimadas por el Tribunal Supremo.

Constituida la Comisión de Responsabilidades, de la que formaba parte Galarza, «el asunto March» fue puesto otra vez sobre el tapete mediante una nueva edición del expediente del Monopolio de tabacos en Ceuta y Melilla, ya fallado por el Tribunal Supremo. Se basaba la nueva persecución en la promesa de Galarza de formular un voto particular con las muchas cosas averiguadas en su tiempo de fiscal de la República. Puesto en guardia March contra las maquinaciones que contra él se tramaban, pudo averiguar que siendo Galarza director general de Seguridad envió a Argel a un ex-policía llamado Honorio Inglés, con objeto de que se pusiera al habla con Francisco Garáu —competidor de March en el negocio del tabaco en la época de la Dictadura—, para que viniera a España a denunciar hechos comprometedores para March. El ex­policía inglés cumplió el encargo, y Garáu vino a Madrid. «Pero este sujeto, antes de salir de Argel, a su llegada a Marsella, a su paso por Barcelona y durante su estancia en Madrid, hizo que se realizaran gestiones cerca de mí —refería March—, pidiendo 500.000 pesetas a cambio de no formular denuncia algunas. «¿Obraba Garáu exclusivamente por su cuenta y riesgo o de acuerdo con otras personas?». March lo ignoraba.

Una vez en Madrid, Garáu compareció «espontáneamente», según dijo en su declaración, ante la Comisión de Responsabilidades. Pero como un amigo le amenazara con denunciarle a los Tribunales por chantaje, se apresuró a huir de España, abandonando su equipaje y sin pagar la cuenta del hotel. Y así que hubo pasado la frontera, escribió al susodicho amigo confesándole que obró, como lo hizo, coaccionado y sugestionado por Galarza. March subrayó que podía presentar cinco actas notariales para probar cuanto acababa de decir. La persecución no cesó; el primero de enero de 1932 la sub-Comisión cuarta de la Comisión de Responsabilidades sometía a la Cámara una petición de suplicatorio para procesar a los diputados Calvo Sotelo y March. Y la Comisión de Suplicatorios, después de escuchar a este último, acordó declararse in­competente, y ya redactado el oportuno dictamen, fue anulado a petición del representante socialista.

De la Comisión de Suplicatorios pasó a la de Responsabilidades, y ésta, sin entrar en el fondo del asunto, decidió el proceso de March, invocando como determinantes de responsabilidad la concesión del Monopolio de Tabacos en Ceuta y Melilla en 1927 y «la existencia de antecedentes que permiten suponer la participación del señor March en varios delitos de contrabando». De la concesión del Monopolio obtuvo el Tesoro grandes beneficios. Se dijo que la concesión la obtuvo March por dádivas.

El acusado describió el carácter de estas dádivas: un préstamo de 20.000 pesetas, concedido con garantía a una imprenta de Madrid a ruego del general Primo de Rivera: un crédito de 100.000 pesetas a un periódico de Madrid, La Correspondencia Militar, hecho también a petición del jefe de Gobierno; 125.000 para el sostenimiento del Instituto del Cáncer, entregadas asimismo por indicación del general Primo de Rivera; 125.000 pesetas para la construcción de un templo católico en Tetuán; 6.000.000 de pesetas para dotar al país de un Preventorio para niños enfermos. «Ésos son —exclamó March— los únicos indicios de cohecho que creen ver en mí los acusadores». Con anterioridad, en 1917, March había regalado a los socialistas la Casa del Pueblo de Mallorca. En cuanto a los delitos de contrabando que se le imputaban, decía el acusado: «En primer lugar, no se invoca un sólo hecho que no sea anterior a aquel verano de 1930, en que el Comité Revolucionario solicitaba mi concurso financiero para el triunfo de sus ideales, sin duda por considerarme digno de cobijarme bajo éstos. En segundo lugar, los hechos que se citan han pasado todos o antes o ahora por el cedazo de la administración de justicia, bajo Gobiernos notoriamente hostiles a mi persona. Bajo la Dictadura fueron substanciados y juzgados los hechos anteriores a la Dictadura misma. Bajo la República el Tribunal Supremo ha entendido en el hecho relacionado con la concesión del Monopolio de Tabacos en Ceuta y Melilla». Por instinto de conservación y por no hallarse dispuesto a abdicar de sus derechos de ciudadano, March se mostraba dispuesto a apelar ante la Cámara y ante la opinión pública contra la persecución de que era objeto, y pese a las medidas precautorias solicitadas en el dictamen, permanecería en España dispuesto a sacrificarlo todo: «mi fortuna, mi libertad y si fuese preciso mi vida».

Recordaba March un discurso pronunciado por Indalecio Prieto en el Ateneo, con el programa de la revolución en materia de responsabilidades: en él no figuraba el nombre del financiero. «De aquellas responsabilidades que se decían derivadas de concesiones, monopolios o avales del Estado, nadie ha vuelto a ocuparse»; en cambio, «las culpas de March, de las que no se hablaba entonces, obsesionan ahora a la Comisión de Responsa­bilidades.» «Y conste —agregó— que celebro que no se hayan iniciado otras actuaciones, sin duda alguna por falta de pruebas o de cargos concretos; pero ¿cómo se justifican ante la opinión quienes tanto prometían en esta materia?»

March pedía se trajese a la Cámara el expediente con todos sus antecedentes y se promulgara «el pliego de cargos obligado cuando se pide un suplicatorio». Era demasiado un año de persecución para terminar hablando de supuestos indicios, de posibles cohechos y prevaricaciones».

La defensa dejó insensible a la Comisión de Responsabilidades, y en nombre de ésta Galarza mantuvo todas las acusaciones. Finalmente, Azaña se esforzó por dar a la Cámara una sensación de serenidad y de desdén ante lo que se acababa de decir contra el Gobierno. «Pueden tener los señores diputados absoluta tranquilidad de que ninguno de los cargos que ha formulado el señor Gil Robles afecta en lo más mínimo a la gestión de ningún ministro. En este asunto no hay nada que pueda perjudicar a la República». «Podemos dormir tranquilos». La concesión de los suplicatorios fue acordada por 147 votos contra 74.

La sesión había sido secreta, sin tribuna de Prensa, y, sin embargo, al día siguiente los periódicos, en especial El Debate, publicaban amplias reseñas. En pocas horas el «asunto March» remontó hacía las altas cimas de la actualidad. No se hablaba de otra cosa. El doctor Marañón, en carta dirigida a March, le decía: «Mi voto está con los de sus amigos y lo tengo a mucha honra. He leído su discurso, que me parece completamente demostrativo... si pudiera demostrarse algo a la pasión, que es inconmovible. Pero el ambiente le es a usted tan favorable que no debe importarle. Considero como un grave error —del Gobierno— la persecución de que es usted objeto.» Del lado gubernativo hervían los ánimos por aquella inesperada derivación del asunto ante los graves cargos formulados por Gil Robles Contra dos ministros. José Calvo Sotelo analizó en un extenso escrito los motivos políticos que impulsaron la concesión de su suplicatorio, y al referirse a la sustitución de concesionario en el Monopolio de Tabacos de Ceuta y Melilla, decía que jamás el Estado español consintió la injerencia de capital extranjero en los monopolios oficiales. «No hubo prevaricación ni cohecho en mi gestión, como se ha demostrado.» En cambio, «la República ha consentido la desnacionalización de su monopolio.» «Eso es ilícito, ilegal y antipatriótico.»

El aspecto de la Cámara auguraba un debate emocionante en la sesión pública (día 15). Se inició con la interpelación de Gil Robles. Repitió éste lo expuesto en la sesión secreta y leyó unas cartas y documentos para demostrar que el Monopolio de Tabacos de la plaza de soberanía había recaído en una sociedad francesa. A continuación el ministro de Obras Públicas, que ardía en fieros deseos de lanzarse contra March, defendió su gestión en el ministerio de Hacienda. Se ocupó menos de los hechos denunciados por Gil Robles que de componer con adjetivos gruesos e injuriosos una semblanza feroz de March. «Todas las disposiciones del Gobierno antes de funcionar las Cortes fueron convalidadas después en el Parlamento». La renta de tabacos descendía «porque la robaba March». No se alíe S. S. —le decía a Gil Robles— «con quien no puede en manera alguna convivir con personas decentes». «Lamento que el señor Gil Robles y sus periódicos adictos vayan del lado de un personaje infecto y despreciable como el señor March». La petición de dinero para financiar la revolución fueron unos escarceos sin importancia; su relación con los señores Echevarrieta y Arangüena estuvo siempre al margen de todo negocio. «Señor Gil Robles, terminó diciendo, adéntrese en su conciencia y fíjese si es lícito por un afán político, inconscientemente, atacar a un ministro como usted lo ha hecho por maniobra tan vil como miserable».

El ministro de Hacienda, Camer, continuó con visible ardor la tarea de presentar un March siniestro y rocambolesco, genio del contrabando, de la intriga y de la emboscada, peligroso y prepotente, in­saciable en su ambición, implacable en sus decisiones, señor de un mundo invisible, cuyas influencias llegaban a todas partes. «March —exclamó— es un caso raro (Risas). Perdonen los señores diputados que les diga que esto no es para reír. ¡Quizá un día la República tendrá que llorar! March es un caso extraordinario. March no es enemigo ni amigo de la República; March no fue amigo ni enemigo de la Dictadura. March no es amigo ni enemigo de nadie. March es March. March es un hombre excepcional, y para juzgar de su inteligencia y de su comprensión quizá es necesario que nos remontemos a ciertos espíritus y a ciertas personalidades de la Edad Media: es un alma de la Edad Media con los medios e instrumentos modernos. March es uno de aquellos hombres que hace siglos cruzaban el Mediterráneo en busca de su destino, de la realización de su voluntad y que no consideraban como enemigo más que al que entorpecía o trataba de detener el curso de esa voluntad. March siempre va por su camino, a lograr lo suyo, su poderío, su voluntad. Éste es el hombre».

Y continuaba describiéndole como sátrapa de un imperio misterioso que iba desde el Cabo de Creus hasta Gibraltar y cuya industria vital era el contrabando: «primer propietario territorial de España, dueño de un banco, que tiene subarrendado el Monopolio de Tabacos de Marruecos y mil cosas más». Carner acabó así: «La República deberá afrontar resueltamente el caso March... Y la República lo somete, o él someterá a la República».

No se ha contestado a ninguna de mis denuncias, clamó con gestos de asombro Gil Robles, cuando hubo terminado sus dicterios Carner. «Todas mis afirmaciones han quedado en pie». «No he sido contestado en lo referente al informe del Consejo de Estado, ni en lo tocante a la participación de capital extranjero en el Monopolio de Tabacos. El Gobierno está obligado a que todo se esclarezca».

El ministro de Obras Públicas, con acento patético, invitó a Gil Robles a erigirse en fiscal. «Que vengan las comisiones que sean y se investigue, porque a los ministros no se les puede dejar en entredicho.»

Azaña creyó que había llegado el momento de cortar por lo sano. «Ni cinco minutos vivimos así». «Una comisión especial ¿para qué? ¡Ah! Pero, ¿es que se va a dejar al Gobierno ni veinticuatro horas bajo la impresión de que hay una comisión estancada en una habitación examinando si este Gobierno ha cometido una inmoralidad o una legalidad? ¡Ni veinticuatro segundos! No acepto eso de modo alguno. Es natural que los señores Prieto y Carner, extremando su delicadeza, digan que están dispuestos a suscribir cualquier proposición de este género. Pero el presidente del Gobierno no lo acepta de modo alguno. Las Cortes creo que tienen el derecho, y además el deber moral, de pronunciarse para decir si el Gobierno cuenta o no cuenta con la confianza del Parlamento.»

Sánchez Román fue el primero en proclamar que «este Gobierno de hombres austeros no se parecía en nada a los de antes. Su lema era la honradez». Y después de oír a los dos ministros «era para sentirse optimista sobre el porvenir de la República». Maura no podía suscribir la confianza al Gobierno tal como lo había exigido Azaña. Quedaba Lerroux. Para nadie constituía una incógnita. El jefe radical veía en peligro al régimen y acudía en su ayuda con los votos de su minoría. La depuración de irregularidades podía derrumbar a la República. «Su señoría —le dijo Azaña— ha prestado un buen servicio. Se ha tratado de hacer creer al país que nosotros hacemos buenos a los pilluelos que gobernaron a España durante la Dictadura. Los diputados dirán si el Gobierno representa o no la autoridad moral de la República.»

La respuesta fue afirmativa y 272 votos ratificaron la confianza.

Al terminar la sesión los diputados gubernamentales salían persuadidos, después de oír a las dos ministros de que March era el enemigo número uno de la República. Rugían amenazas contra él. Si se me dijera —se le oyó decir a Prieto— que March estaba colgado en la Puerta del Sol, iría corriendo a tirarle de las piernas».

Al día siguiente (16 de junio), por acuerdo y disposición de la Comi­sión de responsabilidades, el diputado Juan March ingresó en la Cárcel Modelo incomunicado. ¿Estaría en la cárcel si hubiera dado el dinero que le pidió el Comité Revolucionario? Al notificarle al encarcelado el auto de procesamiento se le pidió «una fianza de seis millones de pesetas, a depositar en un plazo de cuarenta y ocho horas, cantidad en que se calculaba los daños sufridos por el Estado en la concesión del Monopolio de Tabacos de Ceuta y Melilla el año 1927, apercibiéndole que, de no hacerlo, se le librará mandamiento de embargo contra sus bienes y rentas.» March depositó la fianza.

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El Estatuto Catalán, la Reforma Agraria y otros problemas trascendentales, no absorbían la atención del Gobierno de modo tan absoluto que no le dejase tiempo para proseguir su labor laicista y persecutoria contra la Iglesia. Dos proyectos de ley leídos por el ministro de Justicia a las Cortes (11 de mayo) eran exponentes de cuán viva e íntegra perduraba la raíz sectaria. «A partir de la vigencia de la presente ley, decía uno de ellos, sólo se reconoce una forma de matrimonio, el civil, que deberá contraerse con arreglo a lo dispuesto en las secciones primera y segunda del capítulo tercero del título cuarto del libro primero del Código Civil con modificaciones». En virtud del otro proyecto se preceptuaba: «Artículo primero. — No serán perseguibles ni el hecho de inscribir como legítimas en el registro Civil los hijos habidos fuera de matrimonio ni las declaraciones hechas en documento público o privado que tiendan a hacer creer en dicha legitimidad. Artículo segundo.—Las causas incoadas en virtud de los hechos a que se refiere el artículo anterior se sobreseerán libre y definitivamente».

La persistente actitud sectaria del Gobierno, lejos de deprimir o aco­bardar el ánimo de los católicos, lo exaltaba. Con ocasión de la festividad del Sagrado Corazón de Jesús (3 de junio), las poblaciones españolas, ciudades y aldeas, se engalanaron unánimes. Fue un plebiscito de colgaduras. Una manifestación silenciosa de la fe cristiana, sañudamente perseguida y atropellada unas veces por las gobernantes con leyes y decretos, y otras por la barbarie de las turbas con el petróleo y la tea. Barrio hubo en Madrid donde los balcones no exornados constituyeron excepción.

Mientras Madrid proclamaba en una demostración magna sus creencias religiosas, el jefe del Gobierno leía a la Cámara un proyecto de ley acerca de los bienes incautados a la Compañía de Jesús. En virtud del mismo, el Gobierno se autorizaba para afectar, sin plazo alguno, los inmuebles incautados a fines benéficos o docentes que estimase oportunos. En virtud del artículo segundo, aun reconocido o declarado por sentencia judicial que los bienes pertenecían en todo o parte a personas distintas a la Compañía de Jesús, no serían devueltos. «Se reputará —explicaba— que se ha realizado una expropiación por causa de utilidad social, conforme a lo dispuesto en el artículo 44 de la Constitución», con una indemnización de 5 por 100 anual.

La leprosería sanatorio de San Francisco de Borja, en Fontilles (Alicante), atendida por los jesuitas, pasó a depender del Estado en virtud de un decreto del ministro de la Gobernación (1 de julio). La leprosería había sido fundada por el P. Ferris, S. J. Obra de abnegación y de sacrificio, la sostenían sus patrocinadores sin más auxilio oficial que una pequeña subvención del Estado.

Los católicos, y en especial las mujeres, vivían bajo la amenaza de la multa, que gobernadores y alcaldes imponían por los más fútiles motivos y en especial por la ostentación de emblemas católicos o crucifijos en las solapas o sobre el pecho. El gobernador de Murcia aclaró por circular que la administración del Viático a los enfermos y la asistencia del clero a los entierros no constituían manifestaciones externas del culto, por lo que rogaba a los alcaldes y autoridades de los pueblos que no impidieran tales actos.

El Consejo de Ministros (14 de junio) acordaba la suspensión de temporalidades al obispo de Segovia, doctor Pérez Platero, por los conceptos vertidos en una pastoral sobre el matrimonio civil. Trató el diputado y canónigo Guallar por medio de una proposición incidental a las Cortes de que se levantara la sanción impuesta al prelado, pero fue rechazada por 205 votos contra 35, después de una escandalosa discusión.

El Cuerpo Eclesiástico del Ejército quedó disuelto por ley del Ministro de la Guerra (5 de julio). El servicio religioso en hospitales y penitenciarías podría hacerse por soldados que fuesen sacerdotes o por personal extraño al Ejército. En época de guerra, el servicio religioso lo desempeñarían los sacerdotes y religiosos movilizados.

En virtud de otro acuerdo del Consejo de ministros se convertía en incautación definitiva el secuestro que con carácter preventivo dispuso en su día el Gobierno provisional contra los bienes particulares de Alfonso XIII. El decreto del Ministerio de Hacienda publicado en la Gaceta (14 de junio) disponía que «el metálico procedente de los bienes pertenecientes al caudal privado de don Alfonso de Barbón» y el producto de «los valores de la misma procedencia» se depositaran en el Tesoro Público como ingresos del Estado. Los bienes muebles e inmuebles y semovientes propiedad de don Alfonso de Barbón existentes en el territorio nacional pasaban a depender de la Dirección General de Propiedades y Contri­bución Territorial, incluidos en el inventario general de bienes del Estado.

A los quince meses de instaurada la República las Cortes dedicaban toda una sesión (21 de junio) a discutir la composición del Tribunal que juzgaría a los responsables por el golpe de Estado de 1923. Los diputados republicanos, muchos de los cuales hicieron de la exigencia de responsabilidades bandera de sus campañas revolucionarias, se veían forzados a resucitar un asunto que en el fondo no les importaba. Menos todavía le interesaba a la opinión pública, pues era patente su indiferencia, convencida de que el escandaloso vocerío de antaño sólo fue engañoso ardid de propaganda. El diputado federal Franchy proponía la designación de un tribunal mixto de parlamentarios y magistrados. Por 112 votos contra 95 fue rechazada la enmienda. Galarza, recordó, ante el olvido a que propendían muchos diputados, el compromiso contraído por el Comité revolucionario de exigir responsabilidades políticas. ¿Con qué autoridad se atreverían a exigirlas los socialistas —preguntaba el diputado Balbontín—, si fueron asiduos y leales colaboradores de la Dictadura? ¿No fue consejero de Estado con Primo de Rivera el actual ministro de Trabajo? ¿Cuántas huelgas organizaron para derribar al Dictador? Ninguna. ¿No era por aquellos años el diputado socialista Cordero —inquiría el general Fanjul— asiduo visitante nocturno al ministerio de la Guerra?

Con todo, se imponía el cumplimiento de lo prometido. Y por 150 votos contra 33 se aprobaba el dictamen de la Comisión de Res­ponsabilidades, en virtud del cual «el Tribunal que debía juzgar las responsabilidades políticas contraídas por el golpe de Estado de 13 de septiembre de 1923 y el Gobierno Civil de la Dictadura presidida por el general Primo de Rivera estaría compuesta por veintiún diputados elegidos por la Cámara».

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La propaganda de las fuerzas derechistas alcanzaba niveles máximos tanto en número de actos realizados y prohibidos como en importancia de las masas reunidas en salas y plazas públicas. Ante más de seis mil personas que colmaban los locales de Acción Popular en Madrid (15 de junio) el jefe del partido, Gil Robles, resumía la labor de un año de actuación y concretaba los puntos principales del ideario y la táctica de «Acción Popular: En primer lugar, indiferencia en cuanto a la forma del Gobierno. «Acción Popular aparta este problema para que en ningún momento pueda estorbar la defensa de su ideario: religión, patria, familia, orden, propiedad y trabajo». Acatamiento al poder constituido, que «no significa adhesión y menos aceptación de las leyes injustas. Lucha legal, salvo en el caso en que la anarquía llegue a tal punto que por la fuerza tenga que ser recogido el Poder abandonado en el arroyo».

Quinientos monárquicos, intelectuales, profesores, médicos, aristócratas y muchos estudiantes rendían homenaje en un acto organizado por «Acción Española» a Goicoechea, Pradera y Sáinz Rodríguez, por sus campañas culturales y políticas.

Por su parte, al inaugurarse en Madrid un nuevo círculo de Acción Republicana (21 de junio), Azaña expresaba a los reunidos su confianza en la vitalidad y firmeza de la República con estas palabras: «Es preciso darse cuenta de que la República no es que haya venido. Es que se ha hundido el artificio político monárquico español y ha aparecido la propia estructura moral y política de la nación. Lo que tenemos delante es una emanación espontánea del sentimiento popular el día que expulsó a los reyes. Lo mismo me da que la Constitución sea ésta o la otra. La República existe, y después de existir la República vienen los Códigos. Pero la República es inmortal como lo es España»...

Por aquellos días José Ortega y Gasset comentaba el voto de confianza solicitado por el jefe del Gobierno a las Cortes, después del ruidoso debate sobre los suplicatorios, y estimando correcta la conducta de los ministros le parecía impropia la actitud de Lerroux. Éste consideró inexcusable «tocar a rebato y pedir que se formase al cuadro republicano, porque aquel ataque era un ataque a la República». «Creo que el mayor enemigo de la República ha sido la presunta coincidencia entre los republicanos. En primer lugar porque no ha existido ni existe tal coincidencia». «En la lista de los errores republicanos hay que poner entre los primeros el modo erróneo en que se hicieron las elecciones y el «camuflaje» de la opinión auténtica que la conjunción republicana socialista produjo con su torpe mecanismo en casi todas las provincias». «Desde el primer momento dije que no aceptaba solidaridad ni responsabilidad respecto a lo hecho por los republicanos gobernantes hasta la fecha, los cuales, por su parte, no han contado para nada con quienes no eran sus amigos y contertulios».

¿Coincidencia republicana? ¿La había acaso dentro de los mismos partidos? El radical socialista reunido en Asamblea en Santander acordaba expulsar a los diputados Botella Asensi y Ortega y Gasset (Eduardo) y la disolución de la agrupación de Madrid por su actitud de rebeldía. A los pocos días la agrupación madrileña votaba por gran mayoría la expulsión de su seno de los ministros Marcelino Domingo y Álvaro de Albornoz, con otros afiliados, «por desviación de la política del partido».

El Presidente de la República, Alcalá Zamora, vio realizarlo uno de los más altos sueños de su vida: el ingreso en la Academia Española. La ilustre mansión recibió al nuevo académico con gran pompa. Alcalá Zamora compuso un discurso sobre el tema: «El Derecho en el teatro». Le contestó el académico Ramón Menéndez Pidal, el cual hizo cumplidos elogios del recipiendario como político liberal y como orador. «La Academia Española —dijo Menéndez Pidal— ve hoy con satisfacción la silla que ocupó Castelar, en posesión de un digno sucesor en el arte de la palabra y en el rango estatal».

Constituyó también especialísimo gozo para el presidente de la República la visita a sus lares en Priego. El jefe del Estado contemplaba su finca «La Jinesa» y revivía recuerdos de su juventud. En conversación con un periodista evocaba, en aquel reposo geórgico, las épocas azarosas de lucha política, a la que se entregaba, traicionando a su vocación, porque «yo soy fundamentalmente un labrador con algo de arquitecto».

Contrario también al proyecto se manifestó el diputado radical Samper; en cambio, para los radicales-socialistas Guallar (Antonio) y Vilatela el proyecto señalaba el momento culminante de la revolución de España.

La mayor parte de los discursos pronunciados en las sesiones del 24 y 25 de mayo estaban hechos con oratoria mitinesca, desgarrada y tétrica, para describir un agro español inculto, estéril, trabajado por campesinos de la gleba, con señores feudales y salarios de miseria. El diputado Fernández Castillejos, para poner las cosas en su sitio, recordó que el 60 por 100 de la tierra se laboraba debidamente, y si el resto no lo estaba era por falta de medios económicos.

Las argumentaciones expuestas contra el proyecto podían sintetizarse en estas conclusiones generales: No llevaba a ningún fin práctico, ni resolvía ninguno de los problemas planteados; en cambio, ocasionaba trastornos y perturbación, infligiendo un gravísimo quebranto a la economía agraria y a toda la economía nacional, y sobre no cumplir ninguno de los objetivos perseguidos, ocasionaba grandes daños; era carísimo y ruinoso, costaría al Estado una cifra enorme de millones llevarlo a la realidad; como proyecto socialista y sovietizante estaba lleno de peligros, de injusticias, de arbitrariedades y confusiones. Errores gravísimos, descubría también Sánchez Román en el dictamen al enjuiciarlo (1.° de junio). Lamentaba el abandono en que se dejaba a los minifundios y el dislate teórico y práctico de pretender aplicar la reforma a todo el territorio nacional. Recusaba por perjudiciales e injustos los métodos simplistas y superficiales admitidos para la expropiación y que refiriéndose al sujeto jurídico poseedor debían fijarse en el límite de la propiedad, para que, poniendo límite de unidad, la propiedad se subdivida, y en suma para que la parcelación cree propietarios. Advertía los peligros para la economía nacional de la conversión del Estado en propietario eminente. Bajo el aspecto de un falso progresismo, la orientación enfitéutica del proyecto era esencialmente retrógrada, de un retroceso hacia la Edad Media, sin otra novedad que variar la denominación del canon. En realidad, lo que hizo Sánchez Román fue defender el primitivo proyecto de reforma, en cuya redacción había intervenido como vocal de la Comisión técnica, arrinconado después al ser designada otra comisión encargada de redactar un nuevo proyecto, en el cual el jurisconsulto se negó a colaborar porque la reforma se basaba en un principio económico ya caducado: no se puede admitir —decía— el propietario sin limitación en cuanto a la extensión de tierra que puede tener.

Las sesiones dedicadas al proyecto transcurrían en la mayor languidez, con el hemiciclo semivacío. Apenas se ponía a discusión la reforma agraria, la mayoría de los diputados abandonaban el salón y únicamente quedaban los diputados agrarios y algunos otros, con sus votos particulares y enmiendas, desechadas sistemáticamente por la Comisión.

Cerró el debate sobre la totalidad del dictamen el ministro de Agri­cultura, Marcelino Domingo, para quien el proyecto, a deducir de ciertas efusiones verbales hechas en mítines de provincias, venía a ser una aventura revolucionaria mejor que un plan minuciosamente estudiado para resolver el problema más espinoso y transcendental que se había planteado el régimen. A juzgar por las observaciones del Presidente del Consejo, Marcelino Domingo no era la persona capacitada para esta descomunal labor. «Lo más inasequible del mundo, afirmaba Azaña, es pedirle a Domingo precisión y detalles de ninguna cosa. No es que Domingo sea tonto, pero su mente es oratoria y periodística, sin agudeza ni profundidad... Acepta lo que otros dicen, sin maduro examen y sin medios de criticado... Su desconocimiento de las cosas del campo es total». «Ante la dificultad sale huyendo; no dirigir, no gobernar; mantenerse a capricho de lo fácil, es decir, de la inutilidad y del fracaso. ¡Y Domingo pretende realizar la reforma agraria, mil veces más difícil que el Estatuto! Por otra parte, los dos ministros radicales socialistas (Domingo y Albornoz) no pintan nada en su partido ni les hacen caso. Así hay que estar manejando a una turba de inconscientes y pedantes, frente a una turba de ambiciosos».

Abordar el problema de la tierra —dijo el ministro de Agricultura a las Cortes (15 de junio)— era compromiso de Gobierno. Problema viejo, «planteado por el país a la Monarquía y que ésta, incapaz e insensible, no lo resolvía». La República venía, en cambio, obligada a resolverlo. El proyecto tenía tres finalidades: «remediar el paro obrero, redistribuir la tierra y nacionalizar la economía agraria». El paro podía ser suprimido con los asentamientos. «El Gobierno ha señalado la cantidad mínima de cincuenta millones de pesetas, suficientes para asentar unos 20.000 campesinos. Si los convirtiéramos de pronto en propietarios, se les gravaría con cargas que desharían la posibilidad de la Reforma. Se extendería la usura y los incapacitaría para el trabajo». En cuanto a la segunda finalidad, redistribución de la tierra, «ha de irse a la expropiación, a desposeer de ella a quien no la tiene por origen legítimo, dándose a la tierra un régimen comunal». «Con los bienes comunales haremos lo contrario que hizo la Monarquía». En tercer lugar, «sólo será dueño de tierras quien sepa hacer de ellas lo que se debe hacer». «Hemos de dar a la economía agraria una nacionalización que hoy no tiene en sus distintos aspectos». De implantar la reforma agraria se encargarían el Instituto de este nombre, las Juntas provinciales y los Centros de contratación, integrados por elementos técnicos. «Las garantías para el Estado estarán en la retroactividad. Para los expropiados radicarán en la capitalización». Aspiramos -fueron las últimas palabras del ministro- a laborar para que el futuro recoja lo que nosotros sembremos». El discurso de Marcelino Domingo convalidó la opinión muy generalizada de que en la mente del ministro sólo había unas ideas muy elementales sobre el tema discutido por la Cámara. Sus compañeros de Gobierno no tenían ideas más claras y concretas. El propio Azaña no demostró nunca interés por estas cuestiones. La única vez que habla sobre la reforma agraria (17 de julio de 1931) no es —dice— en función de su importancia para el destino nacional, sino por la conexión que guarda con el orden público y el mantenimiento de la vida de los ciudadanos, amenazada del hambre y de la perturbación social. En vano afirma el escritor socialista Ramos Oliveira - se buscará un discurso sobre la cuestión agraria en los tres voluminosos tomos de oraciones políticas de Azaña». «El problema del campo no llegó nunca a constituir en la política republicana una aspiración nacional o preocupación primordial de todos los partidos del régimen».

Alarmado el Gobierno por la lentitud del debate y con el fin de ace­lerarlo, a propuesta de la Presidencia, se aprobó (24 de junio) la cele­bración de sesiones dobles: es decir, tarde y noche. Y por 171 votos contra 16 quedó en franquía (día 28) la Base primera.

El nueve de junio el Presidente de la Cámara declaró a ésta cons­tituida en sesión secreta para examinar un dictamen de la Comisión de Suplicatorios, en el que se pedía autorización a las Cortes para procesar a los diputados Juan March y José Calvo Sotelo. Las tribunas fueron desalojadas y quedaron los diputados a solas con el Gobierno en pleno. Una petición escrita del diputado Gil Robles y reiterada después de palabra en nombre de Calvo Sotelo para que la sesión fuese pública fue rechazada. Por su parte, March solicitó que se le autorizase a su defensa, pues aun cuando era diputado, había sido declarado anteriormente incompatible con la Cámara. Cerca de tres horas se dedicaron a discutir sobre el derecho en que fundaba la Comisión de Suplicatorios su actitud favorable al procesamiento. Para ello —afirmaba el diputado radical Rey Mora— ha habido necesidad de crear una nueva figura de delito, inexistente en ningún Código del mundo, verdadero disparate jurídico, llamado «inducción a la prevaricación», subterfugio para lograr el fin propuesto, imposible por caminos legales. En torno a estas consideraciones se debatió con tal prolijidad, que se hizo necesario interrumpir la sesión para reanudarla dos horas después, ya en plena noche. El diputado Ángel Galarza, que como fiscal de la República, luego como director general de Seguridad y ahora como vocal de la Comisión de Suplicatorios, se había distinguido por la resuelta e insistente persecución contra March, sostuvo que el asunto en litigio era cuestión de ética y atañía a la honorabilidad de la Cámara, dando a entender que importaba menos el aspecto jurídico del mismo. Royo Villanova explicó el porqué de este confuso pleito: cuando la Comisión de Responsabilidades preguntó de qué se acusaba a March, le respondieron que de cohecho. Mas como éste es un delito de dos, debía haber un cohechado, y hubo necesidad de acusar a Calvo Sotelo sin causa, haciéndole víctima de una injusticia.

Se levantó Gil Robles, en medio de un silencio expectante, pues había trascendido que el diputado agrario poseía documentos acusadores contra los ministros de Hacienda y Obras Públicas. Quería defender a Calvo Sotelo de las acusaciones de cohecho y prevaricación como autor del decreto que otorgaba el monopolio del tabaco a March en las plazas de soberanía de Marruecos. Aquel decreto benefició a la Hacienda, pues obligaba a un canon tres veces mayor que lo que hasta entonces rentaba la Tabacalera. Gil Robles comparó el proceder de Calvo Sotelo con el de Prieto. Éste, en junio de 1931, anulaba la concesión a March, en contra del informe del Consejo de Estado, y, sin respetar el convenio con la Tabacalera, decidió conceder el suministro de tabaco a las plazas de sobe­ranía por gestión directa, lo cual costó al erario público 800.000 pesetas. Y antes de que saliera el decreto correspondiente en la Gaceta, ya se vendía tabaco, comprado por el ministerio de Hacienda, a la sociedad francesa «Le Nil», domiciliada en Marsella. Al llegar aquí Gil Robles, puso a disposición de la Cámara varios documentos y los telegramas cruzados entre el director del Timbre y la «Societé des Tabacs et cigarretes Le Nil», dirigidos a su gerente Barbou, sobre negociaciones para quedarse la sociedad mencionada con la adjudicación del concurso de suministro de tabaco en Marruecos, «como si se tratase de una entidad cosoberana con el Estado español». «En el pliego de condiciones se exigía que el capital fuese español, pero este requisito no se ha cumplido». El dinero era de ori­gen francés. El capital lo constituían 575.000 pesetas de una sociedad denominada Financiera Ibérica, en la que figuraban como accionistas García Bustos y Arangüena, apoderado éste de Echevarrieta, si bien el verdadero dueño del dinero era un francés llamado Ramontxo. En prueba de que la aportación de capital español era una ficción, Gil Robles exhibió un documento suscrito por Luis Arangüena, en el cual declaraba haber recibido de Barbou 125.000 pesetas para suscribir acciones de la Financiera Ibérica. Por si fuera poco, el capital suscrito no fue nunca desembolsado.

El jefe de Acción Popular cerró su discurso con estas interrogaciones. «¿Por qué el concurso actual de suministro de tabaco se remató por menor tipo que el del Monopolio del señor March? ¿Por qué se intenta procesar al señor Calvo Sotelo? ¿Por qué no se exigen por la Cámara las responsabi­lidades que se derivan del concurso que acabo de denunciar?» Miguel Maura, que ya en los pasillos había calificado de «asco y vergüenza» la primera parte de la sesión, después de oír a Gil Robles, afirmó que era «la primera acusación grave hecha contra un Gobierno de la República». Se imponía una investigación para comprobar la denuncia formulada.

A continuación comenzó su defensa Juan March. Declaró que desde hacía más de un año era víctima de una persecución incesante y enconada. Para descubrir los motivos consideraba inexcusable exponer algunos antecedentes. Los ideales del acusado fueron siempre «notorios de izquierda, acreditados «en el sostenimiento decoroso de órgano tan celoso de esos ideales como La Libertad». Por ser conocida su ideología, «el Comité revolucionario formado en el año 1930 se dirigió a mí solicitando mi colaboración financiera a su obra». «En nombre del Comité que después fue Gobierno Provisional de la República, con plena representación del mismo, me hablaron varias veces, y con singular insistencia, algunos de sus más caracterizados miembros». March les respondió «que no podía financiar una revolución, un movimiento contra el Poder constituido». La negativa contrarió a los peticionarios, y uno de ellos, Angel Galarza, «me previno por medio de mi amigo don Víctor Ruiz Albéniz, de que me convenía dar dinero, porque había unos pistoleros dispuestos a aplicarme la acción directa si no me sometía». A excepción de este episodio, el diálogo entre los conspiradores y March fue correcto, sin que se entibiasen las amistades entre el financiero y los revolucionarios. Vino la República, y siendo fiscal el citado Galarza, cuando March se dirigía a Francia con su familia fue detenido por orden de aquél, que, según dijo, «estudiaba afanosamente sus antecedentes». De tales estudios se derivaron dos querellas, ninguna directa contra March, las cuales fueron desestimadas por el Tribunal Supremo.

Constituida la Comisión de Responsabilidades, de la que formaba parte Galarza, «el asunto March» fue puesto otra vez sobre el tapete mediante una nueva edición del expediente del Monopolio de tabacos en Ceuta y Melilla, ya fallado por el Tribunal Supremo. Se basaba la nueva persecución en la promesa de Galarza de formular un voto particular con las muchas cosas averiguadas en su tiempo de fiscal de la República. Puesto en guardia March contra las maquinaciones que contra él se tramaban, pudo averiguar que siendo Galarza director general de Seguridad envió a Argel a un ex-policía llamado Honorio Inglés, con objeto de que se pusiera al habla con Francisco Garáu —competidor de March en el negocio del tabaco en la época de la Dictadura—, para que viniera a España a denunciar hechos comprometedores para March. El ex­policía inglés cumplió el encargo, y Garáu vino a Madrid. «Pero este sujeto, antes de salir de Argel, a su llegada a Marsella, a su paso por Barcelona y durante su estancia en Madrid, hizo que se realizaran gestiones cerca de mí —refería March—, pidiendo 500.000 pesetas a cambio de no formular denuncia algunas. «¿Obraba Garáu exclusivamente por su cuenta y riesgo o de acuerdo con otras personas?». March lo ignoraba. Una vez en Madrid, Garáu compareció «espontáneamente», según dijo en su declaración, ante la Comisión de Responsabilidades. Pero como un amigo le amenazara con denunciarle a los Tribunales por chantaje, se apresuró a huir de España, abandonando su equipaje y sin pagar la cuenta del hotel. Y así que hubo pasado la frontera, escribió al susodicho amigo confesándole que obró, como lo hizo, coaccionado y sugestionado por Galarza. March subrayó que podía presentar cinco actas notariales para probar cuanto acababa de decir. La persecución no cesó; el primero de enero de 1932 la sub-Comisión cuarta de la Comisión de Responsabilidades sometía a la Cámara una petición de suplicatorio para procesar a los diputados Calvo Sotelo y March. Y la Comisión de Suplicatorios, después de escuchar a este último, acordó declararse in­competente, y ya redactado el oportuno dictamen, fue anulado a petición del representante socialista.

De la Comisión de Suplicatorios pasó a la de Responsabilidades, y ésta, sin entrar en el fondo del asunto, decidió el proceso de March, invocando como determinantes de responsabilidad la concesión del Monopolio de Tabacos en Ceuta y Melilla en 1927 y «la existencia de antecedentes que permiten suponer la participación del señor March en varios delitos de contrabando». De la concesión del Monopolio obtuvo el Tesoro grandes beneficios. Se dijo que la concesión la obtuvo March por dádivas.

El acusado describió el carácter de estas dádivas: un préstamo de 20.000 pesetas, concedido con garantía a una imprenta de Madrid a ruego del general Primo de Rivera: un crédito de 100.000 pesetas a un periódico de Madrid, La Correspondencia Militar, hecho también a petición del jefe de Gobierno; 125.000 para el sostenimiento del Instituto del Cáncer, entregadas asimismo por indicación del general Primo de Rivera; 125.000 pesetas para la construcción de un templo católico en Tetuán; 6.000.000 de pesetas para dotar al país de un Preventorio para niños enfermos. «Ésos son —exclamó March— los únicos indicios de cohecho que creen ver en mí los acusadores». Con anterioridad, en 1917, March había regalado a los socialistas la Casa del Pueblo de Mallorca. En cuanto a los delitos de contrabando que se le imputaban, decía el acusado: «En primer lugar, no se invoca un sólo hecho que no sea anterior a aquel verano de 1930, en que el Comité Revolucionario solicitaba mi concurso financiero para el triunfo de sus ideales, sin duda por considerarme digno de cobijarme bajo éstos. En segundo lugar, los hechos que se citan han pasado todos o antes o ahora por el cedazo de la administración de justicia, bajo Gobiernos notoriamente hostiles a mi persona. Bajo la Dictadura fueron substanciados y juzgados los hechos anteriores a la Dictadura misma. Bajo la República el Tribunal Supremo ha entendido en el hecho relacionado con la concesión del Monopolio de Tabacos en Ceuta y Melilla». Por instinto de conservación y por no hallarse dispuesto a abdicar de sus derechos de ciudadano, March se mostraba dispuesto a apelar ante la Cámara y ante la opinión pública contra la persecución de que era objeto, y pese a las medidas precautorias solicitadas en el dictamen, permanecería en España dispuesto a sacrificarlo todo: «mi fortuna, mi libertad y si fuese preciso mi vida».

Recordaba March un discurso pronunciado por Indalecio Prieto en el Ateneo, con el programa de la revolución en materia de responsabilidades: en él no figuraba el nombre del financiero. «De aquellas responsabilidades que se decían derivadas de concesiones, monopolios o avales del Estado, nadie ha vuelto a ocuparse»; en cambio, «las culpas de March, de las que no se hablaba entonces, obsesionan ahora a la Comisión de Responsa­bilidades.» «Y conste —agregó— que celebro que no se hayan iniciado otras actuaciones, sin duda alguna por falta de pruebas o de cargos con­cretos; pero ¿cómo se justifican ante la opinión quienes tanto prometían en esta materia?»

March pedía se trajese a la Cámara el expediente con todos sus an­tecedentes y se promulgara «el pliego de cargos obligado cuando se pide un suplicatorio». Era demasiado un año de persecución para terminar hablando de supuestos indicios, de posibles cohechos y prevaricaciones».

La defensa dejó insensible a la Comisión de Responsabilidades, y en nombre de ésta Galarza mantuvo todas las acusaciones. Finalmente, Azaña se esforzó por dar a la Cámara una sensación de serenidad y de desdén ante lo que se acababa de decir contra el Gobierno. «Pueden tener los señores diputados absoluta tranquilidad de que ninguno de los cargos que ha formulado el señor Gil Robles afecta en lo más mínimo a la gestión de ningún ministro. En este asunto no hay nada que pueda perjudicar a la República». «Podemos dormir tranquilos». La concesión de los suplicatorios fue acordada por 147 votos contra 74.

La sesión había sido secreta, sin tribuna de Prensa, y, sin embargo, al día siguiente los periódicos, en especial El Debate, publicaban amplias reseñas. En pocas horas el «asunto March» remontó hacía las altas cimas de la actualidad. No se hablaba de otra cosa. El doctor Marañón, en carta dirigida a March, le decía: «Mi voto está con los de sus amigos y lo tengo a mucha honra. He leído su discurso, que me parece completamente demostrativo... si pudiera demostrarse algo a la pasión, que es inconmovible. Pero el ambiente le es a usted tan favorable que no debe importarle. Considero como un grave error —del Gobierno— la persecución de que es usted objeto.» Del lado gubernativo hervían los ánimos por aquella inesperada derivación del asunto ante los graves cargos formulados por Gil Robles Contra dos ministros. José Calvo Sotelo analizó en un extenso escrito los motivos políticos que impulsaron la concesión de su suplicatorio, y al referirse a la sustitución de concesionario en el Monopolio de Tabacos de Ceuta y Melilla, decía que jamás el Estado español consintió la injerencia de capital extranjero en los monopolios oficiales. «No hubo prevaricación ni cohecho en mi gestión, como se ha demostrado.» En cambio, «la República ha consentido la desnacionalización de su monopolio.» «Eso es ilícito, ilegal y antipatriótico.»

El aspecto de la Cámara auguraba un debate emocionante en la sesión pública (día 15). Se inició con la interpelación de Gil Robles. Repitió éste lo expuesto en la sesión secreta y leyó unas cartas y documentos para demostrar que el Monopolio de Tabacos de la plaza de soberanía había recaído en una sociedad francesa. A continuación el ministro de Obras Públicas, que ardía en fieros deseos de lanzarse contra March, defendió su gestión en el ministerio de Hacienda. Se ocupó menos de los hechos denunciados por Gil Robles que de componer con adjetivos gruesos e injuriosos una semblanza feroz de March. «Todas las disposiciones del Gobierno antes de funcionar las Cortes fueron convalidadas después en el Parlamento». La renta de tabacos descendía «porque la robaba March». No se alíe S. S. —le decía a Gil Robles— «con quien no puede en manera alguna convivir con personas decentes». «Lamento que el señor Gil Robles y sus periódicos adictos vayan del lado de un personaje infecto y despreciable como el señor March». La petición de dinero para financiar la revolución fueron unos escarceos sin importancia; su relación con los señores Echevarrieta y Arangüena estuvo siempre al margen de todo negocio. «Señor Gil Robles, terminó diciendo, adéntrese en su conciencia y fíjese si es lícito por un afán político, inconscientemente, atacar a un ministro como usted lo ha hecho por maniobra tan vil como miserable».

El ministro de Hacienda, Camer, continuó con visible ardor la tarea de presentar un March siniestro y rocambolesco, genio del con­trabando, de la intriga y de la emboscada, peligroso y prepotente, in­saciable en su ambición, implacable en sus decisiones, señor de un mundo invisible, cuyas influencias llegaban a todas partes. «March —exclamó— es un caso raro (Risas). Perdonen los señores diputados que les diga que esto no es para reír. ¡Quizá un día la República tendrá que llorar! March es un caso extraordinario. March no es enemigo ni amigo de la República; March no fue amigo ni enemigo de la Dictadura. March no es amigo ni enemigo de nadie. March es March. March es un hombre excepcional, y para juzgar de su inteligencia y de su comprensión quizá es necesario que nos remontemos a ciertos espíritus y a ciertas personalidades de la Edad Media: es un alma de la Edad Media con los medios e instrumentos modernos. March es uno de aquellos hombres que hace siglos cruzaban el Mediterráneo en busca de su destino, de la realización de su voluntad y que no consideraban como enemigo más que al que entorpecía o trataba de detener el curso de esa voluntad. March siempre va por su camino, a lograr lo suyo, su poderío, su voluntad. Éste es el hombre».

Y continuaba describiéndole como sátrapa de un imperio misterioso que iba desde el Cabo de Creus hasta Gibraltar y cuya industria vital era el contrabando: «primer propietario territorial de España, dueño de un banco, que tiene subarrendado el Monopolio de Tabacos de Marruecos y mil cosas más». Carner acabó así: «La República deberá afrontar resueltamente el caso March... Y la República lo somete, o él someterá a la República».

No se ha contestado a ninguna de mis denuncias, clamó con gestos de asombro Gil Robles, cuando hubo terminado sus dicterios Carner. «Todas mis afirmaciones han quedado en pie». «No he sido contestado en lo referente al informe del Consejo de Estado, ni en lo tocante a la participación de capital extranjero en el Monopolio de Tabacos. El Gobier­no está obligado a que todo se esclarezca».

El ministro de Obras Públicas, con acento patético, invitó a Gil Robles a erigirse en fiscal. «Que vengan las comisiones que sean y se investigue, porque a los ministros no se les puede dejar en entredicho.»

Azaña creyó que había llegado el momento de cortar por lo sano. «Ni cinco minutos vivimos así». «Una comisión especial ¿para qué? ¡Ah! Pero, ¿es que se va a dejar al Gobierno ni veinticuatro horas bajo la impresión de que hay una comisión estancada en una habitación examinando si este Gobierno ha cometido una inmoralidad o una legalidad? ¡Ni veinticuatro segundos! No acepto eso de modo alguno. Es natural que los señores Prieto y Carner, extremando su delicadeza, digan que están dispuestos a suscribir cualquier proposición de este género. Pero el presidente del Gobierno no lo acepta de modo alguno. Las Cortes creo que tienen el derecho, y además el deber moral, de pronunciarse para decir si el Gobierno cuenta o no cuenta con la confianza del Parlamento.»

Sánchez Román fue el primero en proclamar que «este Gobierno de hombres austeros no se parecía en nada a los de antes. Su lema era la honradez». Y después de oír a los dos ministros «era para sentirse optimista sobre el porvenir de la República». Maura no podía suscribir la confianza al Gobierno tal como lo había exigido Azaña. Quedaba Lerroux. Para nadie constituía una incógnita. El jefe radical veía en peligro al régimen y acudía en su ayuda con los votos de su minoría. La depuración de irregularidades podía derrumbar a la República. «Su señoría —le dijo Azaña— ha prestado un buen servicio. Se ha tratado de hacer creer al país que nosotros hacemos buenos a los pilluelos que gobernaron a España durante la Dictadura. Los diputados dirán si el Gobierno representa o no la autoridad moral de la República.»

La respuesta fue afirmativa y 272 votos ratificaron la confianza.

Al terminar la sesión los diputados gubernamentales salían persuadidos, después de oír a las dos ministros de que March era el enemigo número uno de la República. Rugían amenazas contra él. Si se me dijera —se le oyó decir a Prieto— que March estaba colgado en la Puerta del Sol, iría corriendo a tirarle de las piernas».

Al día siguiente (16 de junio), por acuerdo y disposición de la Comi­sión de responsabilidades, el diputado Juan March ingresó en la Cárcel Modelo incomunicado. ¿Estaría en la cárcel si hubiera dado el dinero que le pidió el Comité Revolucionario? Al notificarle al encarcelado el auto de procesamiento se le pidió «una fianza de seis millones de pesetas, a depositar en un plazo de cuarenta y ocho horas, cantidad en que se calculaba los daños sufridos por el Estado en la concesión del Monopolio de Tabacos de Ceuta y Melilla el año 1927, apercibiéndole que, de no hacerlo, se le librará mandamiento de embargo contra sus bienes y rentas.» March depositó la fianza.

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El Estatuto Catalán, la Reforma Agraria y otros problemas trascendentales, no absorbían la atención del Gobierno de modo tan absoluto que no le dejase tiempo para proseguir su labor laicista y persecutoria contra la Iglesia. Dos proyectos de ley leídos por el ministro de Justicia a las Cortes (11 de mayo) eran exponentes de cuán viva e íntegra perduraba la raíz sectaria. «A partir de la vigencia de la presente ley, decía uno de ellos, sólo se reconoce una forma de matrimonio, el civil, que deberá contraerse con arreglo a lo dispuesto en las secciones primera y segunda del capítulo tercero del título cuarto del libro primero del Código Civil con modificaciones». En virtud del otro proyecto se preceptuaba: «Artículo primero. — No serán perseguibles ni el hecho de inscribir como legítimas en el registro Civil los hijos habidos fuera de matrimonio ni las declaraciones hechas en documento público o privado que tiendan a hacer creer en dicha legitimidad. Artículo segundo.—Las causas incoadas en virtud de los hechos a que se refiere el artículo anterior se sobreseerán libre y definitivamente».

La persistente actitud sectaria del Gobierno, lejos de deprimir o aco­bardar el ánimo de los católicos, lo exaltaba. Con ocasión de la festividad del Sagrado Corazón de Jesús (3 de junio), las poblaciones españolas, ciudades y aldeas, se engalanaron unánimes. Fue un plebiscito de colga­duras. Una manifestación silenciosa de la fe cristiana, sañudamente per­seguida y atropellada unas veces por las gobernantes con leyes y decretos, y otras por la barbarie de las turbas con el petróleo y la tea. Barrio hubo en Madrid donde los balcones no exornados constituyeron excepción.

Mientras Madrid proclamaba en una demostración magna sus creencias religiosas, el jefe del Gobierno leía a la Cámara un proyecto de ley acerca de los bienes incautados a la Compañía de Jesús. En virtud del mismo, el Gobierno se autorizaba para afectar, sin plazo alguno, los inmuebles incautados a fines benéficos o docentes que estimase oportunos. En virtud del artículo segundo, aun reconocido o declarado por sentencia judicial que los bienes pertenecían en todo o parte a personas distintas a la Compañía de Jesús, no serían devueltos. «Se reputará —explicaba— que se ha realizado una expropiación por causa de utilidad social, conforme a lo dispuesto en el artículo 44 de la Constitución», con una indemnización de 5 por 100 anual.

La leprosería sanatorio de San Francisco de Borja, en Fontilles (Alicante), atendida por los jesuitas, pasó a depender del Estado en virtud de un decreto del ministro de la Gobernación (1 de julio). La leprosería había sido fundada por el P. Ferris, S. J. Obra de abnegación y de sacrificio, la sostenían sus patrocinadores sin más auxilio oficial que una pequeña subvención del Estado.

Los católicos, y en especial las mujeres, vivían bajo la amenaza de la multa, que gobernadores y alcaldes imponían por los más fútiles motivos y en especial por la ostentación de emblemas católicos o crucifijos en las so­lapas o sobre el pecho. El gobernador de Murcia aclaró por circular que la administración del Viático a los enfermos y la asistencia del clero a los entierros no constituían manifestaciones externas del culto, por lo que rogaba a los alcaldes y autoridades de los pueblos que no impidieran tales actos.

El Consejo de Ministros (14 de junio) acordaba la suspensión de temporalidades al obispo de Segovia, doctor Pérez Platero, por los conceptos vertidos en una pastoral sobre el matrimonio civil. Trató el diputado y canónigo Guallar por medio de una proposición incidental a las Cortes de que se levantara la sanción impuesta al prelado, pero fue rechazada por 205 votos contra 35, después de una escandalosa discusión.

El Cuerpo Eclesiástico del Ejército quedó disuelto por ley del Ministro de la Guerra (5 de julio). El servicio religioso en hospitales y penitenciarías podría hacerse por soldados que fuesen sacerdotes o por personal extraño al Ejército. En época de guerra, el servicio religioso lo desempeñarían los sacerdotes y religiosos movilizados.

En virtud de otro acuerdo del Consejo de ministros se convertía en incautación definitiva el secuestro que con carácter preventivo dispuso en su día el Gobierno provisional contra los bienes particulares de Alfonso XIII. El decreto del Ministerio de Hacienda publicado en la Gaceta (14 de junio) disponía que «el metálico procedente de los bienes pertenecientes al caudal privado de don Alfonso de Barbón» y el producto de «los valores de la misma procedencia» se depositaran en el Tesoro Público como ingresos del Estado. Los bienes muebles e inmuebles y semovientes propiedad de don Alfonso de Barbón existentes en el territorio nacional pasaban a depender de la Dirección General de Propiedades y Contri­bución Territorial, incluidos en el inventario general de bienes del Estado.

A los quince meses de instaurada la República las Cortes dedicaban toda una sesión (21 de junio) a discutir la composición del Tribunal que juzgaría a los responsables por el golpe de Estado de 1923. Los diputados republicanos, muchos de los cuales hicieron de la exigencia de responsabilidades bandera de sus campañas revolucionarias, se veían for­zados a resucitar un asunto que en el fondo no les importaba. Menos to­davía le interesaba a la opinión pública, pues era patente su indiferencia, convencida de que el escandaloso vocerío de antaño sólo fue engañoso ardid de propaganda. El diputado federal Franchy proponía la designación de un tribunal mixto de parlamentarios y magistrados. Por 112 votos contra 95 fue rechazada la enmienda. Galarza, recordó, ante el olvido a que propendían muchos diputados, el compromiso contraído por el Comité revolucionario de exigir responsabilidades políticas. ¿Con qué autoridad se atreverían a exigirlas los socialistas —preguntaba el diputado Balbontín—, si fueron asiduos y leales colaboradores de la Dictadura? ¿No fue consejero de Estado con Primo de Rivera el actual ministro de Trabajo? ¿Cuántas huelgas organizaron para derribar al Dictador? Ninguna. ¿No era por aquellos años el diputado socialista Cordero —inquiría el general Fanjul— asiduo visitante nocturno al ministerio de la Guerra?

Con todo, se imponía el cumplimiento de lo prometido. Y por 150 votos contra 33 se aprobaba el dictamen de la Comisión de Res­ponsabilidades, en virtud del cual «el Tribunal que debía juzgar las responsabilidades políticas contraídas por el golpe de Estado de 13 de septiembre de 1923 y el Gobierno Civil de la Dictadura presidida por el general Primo de Rivera estaría compuesta por veintiún diputados elegidos por la Cámara».

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La propaganda de las fuerzas derechistas alcanzaba niveles máximos tanto en número de actos realizados y prohibidos como en importancia de las masas reunidas en salas y plazas públicas. Ante más de seis mil personas que colmaban los locales de Acción Popular en Madrid (15 de junio) el jefe del partido, Gil Robles, resumía la labor de un año de actuación y concretaba los puntos principales del ideario y la táctica de «Acción Popular: En primer lugar, indiferencia en cuanto a la forma del Gobierno. «Acción Popular aparta este problema para que en ningún mo­mento pueda estorbar la defensa de su ideario: religión, patria, familia, orden, propiedad y trabajo». Acatamiento al poder constituido, que «no significa adhesión y menos aceptación de las leyes injustas. Lucha legal, salvo en el caso en que la anarquía llegue a tal punto que por la fuerza tenga que ser recogido el Poder abandonado en el arroyo».

Quinientos monárquicos, intelectuales, profesores, médicos, aristócratas y muchos estudiantes rendían homenaje en un acto organizado por «Acción Española» a Goicoechea, Pradera y Sáinz Rodríguez, por sus campañas culturales y políticas.

Por su parte, al inaugurarse en Madrid un nuevo círculo de Acción Republicana (21 de junio), Azaña expresaba a los reunidos su confianza en la vitalidad y firmeza de la República con estas palabras: «Es preciso darse cuenta de que la República no es que haya venido. Es que se ha hundido el artificio político monárquico español y ha aparecido la propia estructura moral y política de la nación. Lo que tenemos delante es una emanación espontánea del sentimiento popular el día que expulsó a los reyes. Lo mismo me da que la Constitución sea ésta o la otra. La República existe, y después de existir la República vienen los Códigos. Pero la República es inmortal como lo es España»...

Por aquellos días José Ortega y Gasset comentaba el voto de confianza solicitado por el jefe del Gobierno a las Cortes, después del ruidoso debate sobre los suplicatorios, y estimando correcta la conducta de los ministros le parecía impropia la actitud de Lerroux. Éste consideró inexcusable «tocar a rebato y pedir que se formase al cuadro republicano, porque aquel ataque era un ataque a la República». «Creo que el mayor enemigo de la República ha sido la presunta coincidencia entre los republicanos. En primer lugar porque no ha existido ni existe tal coincidencia». «En la lista de los errores republicanos hay que poner entre los primeros el modo erróneo en que se hicieron las elecciones y el «camuflaje» de la opinión auténtica que la conjunción republicana socialista produjo con su torpe mecanismo en casi todas las provincias». «Desde el primer momento dije que no aceptaba solidaridad ni responsabilidad respecto a lo hecho por los republicanos gobernantes hasta la fecha, los cuales, por su parte, no han contado para nada con quienes no eran sus amigos y contertulios».

¿Coincidencia republicana? ¿La había acaso dentro de los mismos partidos? El radical socialista reunido en Asamblea en Santander acordaba expulsar a los diputados Botella Asensi y Ortega y Gasset (Eduardo) y la disolución de la agrupación de Madrid por su actitud de rebeldía. A los pocos días la agrupación madrileña votaba por gran mayoría la expulsión de su seno de los ministros Marcelino Domingo y Álvaro de Albornoz, con otros afiliados, «por desviación de la política del partido».

El Presidente de la República, Alcalá Zamora, vio realizarlo uno de los más altos sueños de su vida: el ingreso en la Academia Española. La ilustre mansión recibió al nuevo académico con gran pompa. Alcalá Zamora compuso un discurso sobre el tema: «El Derecho en el teatro». Le contestó el académico Ramón Menéndez Pidal, el cual hizo cumplidos elogios del recipiendario como político liberal y como orador. «La Academia Española —dijo Menéndez Pidal— ve hoy con satisfacción la silla que ocupó Castelar, en posesión de un digno sucesor en el arte de la palabra y en el rango estatal».

Constituyó también especialísimo gozo para el presidente de la República la visita a sus lares en Priego. El jefe del Estado contemplaba su finca «La Jinesa» y revivía recuerdos de su juventud. En conversación con un periodista evocaba, en aquel reposo geórgico, las épocas azarosas de lucha política, a la que se entregaba, traicionando a su vocación, porque «yo soy fundamentalmente un labrador con algo de arquitecto».

 

 

CAPÍTULO XVI

NAVARRA RECHAZA EL ESTATUTO DEL PAÍS VASCO-NAVARRO