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CAPÍTULO XV.LA LEY DE REFORMA AGRARIA
Las
Cortes simultaneaban el examen del Estatuto catalán con el proyecto de ley de
Bases para la Reforma Agraria. Las sesiones se celebraban en medio de gran
indiferencia: pocos diputados, ausentes los jefes políticos y la mayor parte de
los ministros. Sin embargo, la situación del campo era angustiosa. «La
prohibición a los braceros de que trabajen fuera de su término municipal, decía
el diputado de la Agrupación al Servicio de la República, García Valdecasas (12 de mayo), causa efectos desastrosos. En el pueblo
de Montefrío (Granada) hay normalmente desde el advenimiento de la República
mil obreros en paro forzoso. Como la situación del mencionado pueblo, es la de
veinte mil en España. Viven en estado de miseria. Ni patronos ni obreros tienen
ya con qué resistir. El hambre es espantosa». «Casi todos los conflictos
sociales del campo, refería el diputado agrario Velayos al día siguiente, reconocen por origen el decreto del ministro de Trabajo, del
28 de abril de 1931, sobre términos municipales. Ha tenido que ser derogado en
Levante y en las provincias del Sur para salvar las cosechas de naranja y
aceituna. Si se ha de salvar la cosecha cerealista debe ser derogado en todas
las provincias agrícolas». Perturbador era también el decreto que obligaba a
los patronos a contratar determinado número de obreros. En Cataluña la «Unión
de Rabassaires», organización agraria adscrita a la
Esquerra, producía el desorden y la anarquía con la revisión de contratos de
cultivo.
El
debate sobre el proyecto de ley de Bases para la Reforma agraria comenzó (10 de
mayo) con un discurso del diputado Díaz del Moral, de la Agrupación al Servicio
de la República, en defensa de su voto particular a la totalidad del dictamen.
Dicho voto equivalía a un contraproyecto encaminado a rectificar un defecto
irremediable a juicio del orador, pues el dictamen estaba inspirado por
doctrinas que en el fondo eran contradictorias. El voto particular fue
rechazado, y en la sesión siguiente propuso otro el diputado radical Diego
Hidalgo. «El dominio del Derecho Romano, desde el cielo hasta el infierno
—decía—, es una figura política que va poco a poco desapareciendo de todos los
Códigos y de las instituciones de los Estados modernos; es inútil intentar
resucitarla, está por sí muerta. Sólo cabe esta figura en los hombres ciegos
que viven habitualmente en la celda, en la caverna o en la catacumba; pero a
los Estados modernos les es totalmente indispensable hacerse a la idea de que
el suelo del territorio nacional es del Estado y de que la tierra objeto de la
propiedad del hombre ha de estar condicionada por el Estado para que la
propiedad tenga estas condiciones de relatividad. El jus utendi, fruendi, vindicandi et abutendi va
desapareciendo, y ya nos hemos convencido, debemos convencernos todos, de que
la propiedad del suelo y de la tierra pertenece exclusivamente al Estado, como
gran tutor y administrador de los bienes sociales, y es el Estado el que
permite su uso y disfrute, regulados por una ley, a los individuos y a las
colectividades».
En
la respuesta a ambos oradores (17 de mayo) Feced, de
la Comisión, no se mostraba discrepante; se limitaba a ensalzar las excelencias
de una buena reforma agraria. A la vez facilitaba curiosos detalles sobre la
preparación del proyecto: «En el artículo primero del proyecto redactado por la
Comisión Técnica Agraria se decía que en el primer año de vigencia de la Ley se
asentaría un número no inferior a 60.000 familias de campesinos y no superior a
75.000. En el proyecto de Gobierno provisional se repetía lo mismo. En el
dictamen de la Comisión sobre un proyecto de Alcalá Zamora se llegaba a más,
puesto que se prometía para años sucesivos un número de asentados superior al
del año anterior. Ahora en el proyecto del Gobierno que se discute no se
determina claramente el número de familias que han de ser asentadas cada año».
«Consciente de la situación en que se encuentra la Hacienda española se limita,
a señalar que cada año se destinarán cincuenta millones a asentamientos». «El
proyecto —añadía Feced— tiene características
especiales que voy a enumerar: una, que desaparezca el latifundio; otra,
castigar el absentismo, y la tercera, que la tierra, además de instrumento de
trabajo, proporcione a quien pone en ella su esfuerzo un beneficio por el
empleo de un cultivo remunerador.»
En
las sucesivas transformaciones sufridas por el famoso proyecto de reforma
agraria había quedado reducido, según describía el miembro de la Comisión, a
proporciones bien modestas. Pero en la misma sesión otro vocal, el socialista
Lucio Martínez, hizo un descubrimiento peregrino: el dictamen que se discutía
era desconocido por la Comisión encargada de defenderlo... El diputado radical Alvarez Mendizábal, también de la Comisión, había
denunciado tal anomalía, y el diputado socialista reconocía que era cierto. El
proyecto que se discutía, entregado a la Comisión como dictamen del Gobierno
para sustituir al anterior, había sido aceptado como ponencia por un voto de
mayoría «por ser compromiso de los partidos aceptarla». Causaron asombro
semejantes declaraciones, que proclamaban la ignorancia absoluta de la Comisión
encargada de defender el dictamen, y el ministro de Agricultura prometió que se
concedería el tiempo necesario para que el proyecto fuese conocido de todos, a
fin de obtener el asentimiento nacional.
En
las siguientes sesiones se sucedieron los oradores —19 tenían solicitada la
palabra sobre la totalidad, y quedaban pendientes de discusión 59 votos
particulares y 68 enmiendas—, sin conseguir atraer el interés del público.
Sánchez Albornoz, de Acción Republicana, hablaba de la experiencia
agrario-histórica, y exhortaba a la serenidad a todos, incluso «a aquellas
personas que van a experimentar una gran pérdida, pues si carecen de espíritu
de sacrificio suficiente para la donación, deben pensar en los grandes males
que les evitará la Ley y adquirirán la resignación precisa en este momento de
la Historia que venía preparándose desde épocas antiguas, para evitar tantos
dolores y miserias a muchos desheredados de la fortuna».
El ataque más duro contra el proyecto procedió del diputado agrario y notario Casanueva. A su juicio, la reforma era antijurídica; se oponía al espíritu y a la letra de la Constitución, atentaba a los principios fundamentales del derecho en la base VIII, referente a las expropiaciones, establecía un sistema absurdo para el pago de las mismas, y, en fin, era el proyecto de un partido que quería llevar su ideario a la vida de la nación. Realizar los asentamientos como se proponía era imposible. «Hacen falta ocho mil pesetas por asentado, y como son 25.000, representan veinte millones de pesetas al año, durante diez, sin contar las indemnizaciones. ¿De dónde saldrán?» «Al solo anuncio de la reforma agraria ha sucedido el marasmo en toda la economía agrícola; los valores del Estado bajaron el 25 por 100, los industriales una enormidad; la propiedad urbana y rústica ha sufrido grandes quebrantos. Si os empeñáis en aprobar este proyecto, habréis consumado la ruina de España.» Contrario
también al proyecto se manifestó el diputado radical Samper; en cambio, para
los radicales-socialistas Guallar (Antonio) y Vilatela el proyecto señalaba el momento culminante de la
revolución de España.
La
mayor parte de los discursos pronunciados en las sesiones del 24 y 25 de mayo
estaban hechos con oratoria mitinesca, desgarrada y
tétrica, para describir un agro español inculto, estéril, trabajado por
campesinos de la gleba, con señores feudales y salarios de miseria. El diputado
Fernández Castillejos, para poner las cosas en su sitio, recordó que el 60 por
100 de la tierra se laboraba debidamente, y si el resto no lo estaba era por
falta de medios económicos.
Las
argumentaciones expuestas contra el proyecto podían sintetizarse en estas
conclusiones generales: No llevaba a ningún fin práctico, ni resolvía ninguno
de los problemas planteados; en cambio, ocasionaba trastornos y perturbación,
infligiendo un gravísimo quebranto a la economía agraria y a toda la economía
nacional, y sobre no cumplir ninguno de los objetivos perseguidos, ocasionaba
grandes daños; era carísimo y ruinoso, costaría al Estado una cifra enorme de
millones llevarlo a la realidad; como proyecto socialista y sovietizante estaba lleno de peligros, de injusticias, de arbitrariedades y confusiones.
Errores gravísimos, descubría también Sánchez Román en el dictamen al enjuiciarlo
(1.° de junio). Lamentaba el abandono en que se dejaba a los minifundios y el
dislate teórico y práctico de pretender aplicar la reforma a todo el territorio
nacional. Recusaba por perjudiciales e injustos los métodos simplistas y
superficiales admitidos para la expropiación y que refiriéndose al sujeto
jurídico poseedor debían fijarse en el límite de la propiedad, para que,
poniendo límite de unidad, la propiedad se subdivida, y en suma para que la
parcelación cree propietarios. Advertía los peligros para la economía nacional
de la conversión del Estado en propietario eminente. Bajo el aspecto de un
falso progresismo, la orientación enfitéutica del proyecto era esencialmente
retrógrada, de un retroceso hacia la Edad Media, sin otra novedad que variar la
denominación del canon. En realidad, lo que hizo Sánchez Román fue defender el
primitivo proyecto de reforma, en cuya redacción había intervenido como vocal
de la Comisión técnica, arrinconado después al ser designada otra comisión
encargada de redactar un nuevo proyecto, en el cual el jurisconsulto se negó a
colaborar porque la reforma se basaba en un principio económico ya caducado: no
se puede admitir —decía— el propietario sin limitación en cuanto a la extensión
de tierra que puede tener.
Las
sesiones dedicadas al proyecto transcurrían en la mayor languidez, con el
hemiciclo semivacío. Apenas se ponía a discusión la reforma agraria, la mayoría
de los diputados abandonaban el salón y únicamente quedaban los diputados
agrarios y algunos otros, con sus votos particulares y enmiendas, desechadas
sistemáticamente por la Comisión.
Cerró
el debate sobre la totalidad del dictamen el ministro de Agricultura,
Marcelino Domingo, para quien el proyecto, a deducir de ciertas efusiones
verbales hechas en mítines de provincias, venía a ser una aventura
revolucionaria mejor que un plan minuciosamente estudiado para resolver el
problema más espinoso y transcendental que se había planteado el régimen. A
juzgar por las observaciones del Presidente del Consejo, Marcelino Domingo no
era la persona capacitada para esta descomunal labor. «Lo más inasequible del
mundo, afirmaba Azaña, es pedirle a Domingo precisión y detalles de ninguna
cosa. No es que Domingo sea tonto, pero su mente es oratoria y periodística,
sin agudeza ni profundidad... Acepta lo que otros dicen, sin maduro examen y
sin medios de criticado... Su desconocimiento de las cosas del campo es total».
«Ante la dificultad sale huyendo; no dirigir, no gobernar; mantenerse a
capricho de lo fácil, es decir, de la inutilidad y del fracaso. ¡Y Domingo
pretende realizar la reforma agraria, mil veces más difícil que el Estatuto!
Por otra parte, los dos ministros radicales socialistas (Domingo y Albornoz) no
pintan nada en su partido ni les hacen caso. Así hay que estar manejando a una
turba de inconscientes y pedantes, frente a una turba de ambiciosos».
Abordar
el problema de la tierra —dijo el ministro de Agricultura a las Cortes (15 de
junio)— era compromiso de Gobierno. Problema viejo, «planteado por el país a la
Monarquía y que ésta, incapaz e insensible, no lo resolvía». La República
venía, en cambio, obligada a resolverlo. El proyecto tenía tres finalidades:
«remediar el paro obrero, redistribuir la tierra y nacionalizar la economía
agraria». El paro podía ser suprimido con los asentamientos. «El Gobierno ha
señalado la cantidad mínima de cincuenta millones de pesetas, suficientes para
asentar unos 20.000 campesinos. Si los convirtiéramos de pronto en
propietarios, se les gravaría con cargas que desharían la posibilidad de la
Reforma. Se extendería la usura y los incapacitaría para el trabajo». En cuanto
a la segunda finalidad, redistribución de la tierra, «ha de irse a la
expropiación, a desposeer de ella a quien no la tiene por origen legítimo,
dándose a la tierra un régimen comunal». «Con los bienes comunales haremos lo
contrario que hizo la Monarquía». En tercer lugar, «sólo será dueño de tierras
quien sepa hacer de ellas lo que se debe hacer». «Hemos de dar a la economía
agraria una nacionalización que hoy no tiene en sus distintos aspectos». De
implantar la reforma agraria se encargarían el Instituto de este nombre, las
Juntas provinciales y los Centros de contratación, integrados por elementos
técnicos. «Las garantías para el Estado estarán en la retroactividad. Para los
expropiados radicarán en la capitalización». Aspiramos —fueron las últimas palabras
del ministro— a laborar para que el futuro recoja lo que nosotros sembremos».
El discurso de Marcelino Domingo convalidó la opinión muy generalizada de que
en la mente del ministro sólo había unas ideas muy elementales sobre el tema
discutido por la Cámara. Sus compañeros de Gobierno no tenían ideas más claras
y concretas. El propio Azaña no demostró nunca interés por estas cuestiones. La
única vez que habla sobre la reforma agraria (17 de julio de 1931) no es —dice—
en función de su importancia para el destino nacional, sino por la conexión que
guarda con el orden público y el mantenimiento de la vida de los ciudadanos,
amenazada del hambre y de la perturbación social. En vano afirma el escritor
socialista Ramos Oliveira - se buscará un discurso sobre la cuestión agraria en
los tres voluminosos tomos de oraciones políticas de Azaña». «El problema del
campo no llegó nunca a constituir en la política republicana una aspiración
nacional o preocupación primordial de todos los partidos del régimen».
Alarmado
el Gobierno por la lentitud del debate y con el fin de acelerarlo, a propuesta
de la Presidencia, se aprobó (24 de junio) la celebración de sesiones dobles:
es decir, tarde y noche. Y por 171 votos contra 16 quedó en franquía (día 28)
la Base primera.
El
nueve de junio el Presidente de la Cámara declaró a ésta constituida en sesión
secreta para examinar un dictamen de la Comisión de Suplicatorios, en el que se
pedía autorización a las Cortes para procesar a los diputados Juan March y José
Calvo Sotelo. Las tribunas fueron desalojadas y quedaron los diputados a solas
con el Gobierno en pleno. Una petición escrita del diputado Gil Robles y
reiterada después de palabra en nombre de Calvo Sotelo para que la sesión fuese
pública fue rechazada. Por su parte, March solicitó que se le autorizase a su
defensa, pues aun cuando era diputado, había sido declarado anteriormente
incompatible con la Cámara. Cerca de tres horas se dedicaron a discutir sobre
el derecho en que fundaba la Comisión de Suplicatorios su actitud favorable al
procesamiento. Para ello —afirmaba el diputado radical Rey Mora— ha habido
necesidad de crear una nueva figura de delito, inexistente en ningún Código del
mundo, verdadero disparate jurídico, llamado «inducción a la prevaricación»,
subterfugio para lograr el fin propuesto, imposible por caminos legales. En
torno a estas consideraciones se debatió con tal prolijidad, que se hizo
necesario interrumpir la sesión para reanudarla dos horas después, ya en plena
noche. El diputado Ángel Galarza, que como fiscal de la República, luego como
director general de Seguridad y ahora como vocal de la Comisión de
Suplicatorios, se había distinguido por la resuelta e insistente persecución
contra March, sostuvo que el asunto en litigio era cuestión de ética y atañía a
la honorabilidad de la Cámara, dando a entender que importaba menos el aspecto
jurídico del mismo. Royo Villanova explicó el porqué de este confuso pleito:
cuando la Comisión de Responsabilidades preguntó de qué se acusaba a March, le
respondieron que de cohecho. Mas como éste es un delito de dos, debía haber un
cohechado, y hubo necesidad de acusar a Calvo Sotelo sin causa, haciéndole
víctima de una injusticia.
Se
levantó Gil Robles, en medio de un silencio expectante, pues había trascendido
que el diputado agrario poseía documentos acusadores contra los ministros de
Hacienda y Obras Públicas. Quería defender a Calvo Sotelo de las acusaciones de
cohecho y prevaricación como autor del decreto que otorgaba el monopolio del
tabaco a March en las plazas de soberanía de Marruecos. Aquel decreto benefició
a la Hacienda, pues obligaba a un canon tres veces mayor que lo que hasta
entonces rentaba la Tabacalera. Gil Robles comparó el proceder de Calvo Sotelo
con el de Prieto. Éste, en junio de 1931, anulaba la concesión a March, en
contra del informe del Consejo de Estado, y, sin respetar el convenio con la
Tabacalera, decidió conceder el suministro de tabaco a las plazas de soberanía
por gestión directa, lo cual costó al erario público 800.000 pesetas. Y antes
de que saliera el decreto correspondiente en la Gaceta, ya se vendía
tabaco, comprado por el ministerio de Hacienda, a la sociedad francesa «Le
Nil», domiciliada en Marsella. Al llegar aquí Gil Robles, puso a disposición de
la Cámara varios documentos y los telegramas cruzados entre el director del
Timbre y la «Societé des Tabacs et cigarretes Le Nil», dirigidos a su gerente Barbou,
sobre negociaciones para quedarse la sociedad mencionada con la adjudicación
del concurso de suministro de tabaco en Marruecos, «como si se tratase de una
entidad cosoberana con el Estado español». «En el
pliego de condiciones se exigía que el capital fuese español, pero este
requisito no se ha cumplido». El dinero era de origen francés. El capital lo
constituían 575.000 pesetas de una sociedad denominada Financiera Ibérica, en
la que figuraban como accionistas García Bustos y Arangüena, apoderado éste de
Echevarrieta, si bien el verdadero dueño del dinero era un francés llamado Ramontxo. En prueba de que la aportación de capital español
era una ficción, Gil Robles exhibió un documento suscrito por Luis Arangüena,
en el cual declaraba haber recibido de Barbou 125.000 pesetas para suscribir acciones
de la Financiera Ibérica. Por si fuera poco, el capital suscrito no fue nunca
desembolsado.
El
jefe de Acción Popular cerró su discurso con estas interrogaciones. «¿Por qué
el concurso actual de suministro de tabaco se remató por menor tipo que el del
Monopolio del señor March? ¿Por qué se intenta procesar al señor Calvo Sotelo?
¿Por qué no se exigen por la Cámara las responsabilidades que se derivan del
concurso que acabo de denunciar?» Miguel Maura, que ya en los pasillos había
calificado de «asco y vergüenza» la primera parte de la sesión, después de oír
a Gil Robles, afirmó que era «la primera acusación grave hecha contra un
Gobierno de la República». Se imponía una investigación para comprobar la
denuncia formulada.
A
continuación comenzó su defensa Juan March. Declaró que desde hacía más de un
año era víctima de una persecución incesante y enconada. Para descubrir los
motivos consideraba inexcusable exponer algunos antecedentes. Los ideales del
acusado fueron siempre «notorios de izquierda, acreditados «en el sostenimiento
decoroso de órgano tan celoso de esos ideales como La Libertad». Por ser
conocida su ideología, «el Comité revolucionario formado en el año 1930 se
dirigió a mí solicitando mi colaboración financiera a su obra». «En nombre del
Comité que después fue Gobierno Provisional de la República, con plena
representación del mismo, me hablaron varias veces, y con singular insistencia,
algunos de sus más caracterizados miembros». March les respondió «que no podía
financiar una revolución, un movimiento contra el Poder constituido». La
negativa contrarió a los peticionarios, y uno de ellos, Angel Galarza, «me previno por medio de mi amigo don Víctor Ruiz Albéniz, de que me
convenía dar dinero, porque había unos pistoleros dispuestos a aplicarme la
acción directa si no me sometía». A excepción de este episodio, el diálogo
entre los conspiradores y March fue correcto, sin que se entibiasen las
amistades entre el financiero y los revolucionarios. Vino la República, y
siendo fiscal el citado Galarza, cuando March se dirigía a Francia con su
familia fue detenido por orden de aquél, que, según dijo, «estudiaba
afanosamente sus antecedentes». De tales estudios se derivaron dos querellas,
ninguna directa contra March, las cuales fueron desestimadas por el Tribunal
Supremo.
Constituida la Comisión de Responsabilidades, de la que formaba parte Galarza, «el asunto March» fue puesto otra vez sobre el tapete mediante una nueva edición del expediente del Monopolio de tabacos en Ceuta y Melilla, ya fallado por el Tribunal Supremo. Se basaba la nueva persecución en la promesa de Galarza de formular un voto particular con las muchas cosas averiguadas en su tiempo de fiscal de la República. Puesto en guardia March contra las maquinaciones que contra él se tramaban, pudo averiguar que siendo Galarza director general de Seguridad envió a Argel a un ex-policía llamado Honorio Inglés, con objeto de que se pusiera al habla con Francisco Garáu —competidor de March en el negocio del tabaco en la época de la Dictadura—, para que viniera a España a denunciar hechos comprometedores para March. El expolicía inglés cumplió el encargo, y Garáu vino a Madrid. «Pero este sujeto, antes de salir de Argel, a su llegada a Marsella, a su paso por Barcelona y durante su estancia en Madrid, hizo que se realizaran gestiones cerca de mí —refería March—, pidiendo 500.000 pesetas a cambio de no formular denuncia algunas. «¿Obraba Garáu exclusivamente por su cuenta y riesgo o de acuerdo con otras personas?». March lo ignoraba. Una vez en Madrid, Garáu compareció «espontáneamente», según dijo en su declaración, ante la Comisión de
Responsabilidades. Pero como un amigo le amenazara con denunciarle a los
Tribunales por chantaje, se apresuró a huir de España, abandonando su equipaje
y sin pagar la cuenta del hotel. Y así que hubo pasado la frontera, escribió al
susodicho amigo confesándole que obró, como lo hizo, coaccionado y sugestionado
por Galarza. March subrayó que podía presentar cinco actas notariales para
probar cuanto acababa de decir. La persecución no cesó; el primero de enero de
1932 la sub-Comisión cuarta de la Comisión de Responsabilidades sometía a la
Cámara una petición de suplicatorio para procesar a los diputados Calvo Sotelo
y March. Y la Comisión de Suplicatorios, después de escuchar a este último, acordó
declararse incompetente, y ya redactado el oportuno dictamen, fue anulado a
petición del representante socialista.
De
la Comisión de Suplicatorios pasó a la de Responsabilidades, y ésta, sin entrar
en el fondo del asunto, decidió el proceso de March, invocando como
determinantes de responsabilidad la concesión del Monopolio de Tabacos en Ceuta
y Melilla en 1927 y «la existencia de antecedentes que permiten suponer la
participación del señor March en varios delitos de contrabando». De la
concesión del Monopolio obtuvo el Tesoro grandes beneficios. Se dijo que la
concesión la obtuvo March por dádivas.
El
acusado describió el carácter de estas dádivas: un préstamo de 20.000 pesetas,
concedido con garantía a una imprenta de Madrid a ruego del general Primo de
Rivera: un crédito de 100.000 pesetas a un periódico de Madrid, La
Correspondencia Militar, hecho también a petición del jefe de Gobierno;
125.000 para el sostenimiento del Instituto del Cáncer, entregadas asimismo por
indicación del general Primo de Rivera; 125.000 pesetas para la construcción de
un templo católico en Tetuán; 6.000.000 de pesetas para dotar al país de un
Preventorio para niños enfermos. «Ésos son —exclamó March— los únicos indicios
de cohecho que creen ver en mí los acusadores». Con anterioridad, en 1917,
March había regalado a los socialistas la Casa del Pueblo de Mallorca. En cuanto
a los delitos de contrabando que se le imputaban, decía el acusado: «En primer
lugar, no se invoca un sólo hecho que no sea anterior a aquel verano de 1930,
en que el Comité Revolucionario solicitaba mi concurso financiero para el
triunfo de sus ideales, sin duda por considerarme digno de cobijarme bajo
éstos. En segundo lugar, los hechos que se citan han pasado todos o antes o
ahora por el cedazo de la administración de justicia, bajo Gobiernos
notoriamente hostiles a mi persona. Bajo la Dictadura fueron substanciados y
juzgados los hechos anteriores a la Dictadura misma. Bajo la República el
Tribunal Supremo ha entendido en el hecho relacionado con la concesión del
Monopolio de Tabacos en Ceuta y Melilla». Por instinto de conservación y por no
hallarse dispuesto a abdicar de sus derechos de ciudadano, March se mostraba
dispuesto a apelar ante la Cámara y ante la opinión pública contra la
persecución de que era objeto, y pese a las medidas precautorias solicitadas en
el dictamen, permanecería en España dispuesto a sacrificarlo todo: «mi fortuna,
mi libertad y si fuese preciso mi vida».
Recordaba
March un discurso pronunciado por Indalecio Prieto en el Ateneo, con el
programa de la revolución en materia de responsabilidades: en él no figuraba el
nombre del financiero. «De aquellas responsabilidades que se decían derivadas
de concesiones, monopolios o avales del Estado, nadie ha vuelto a ocuparse»; en
cambio, «las culpas de March, de las que no se hablaba entonces, obsesionan
ahora a la Comisión de Responsabilidades.» «Y conste —agregó— que celebro que
no se hayan iniciado otras actuaciones, sin duda alguna por falta de pruebas o
de cargos concretos; pero ¿cómo se justifican ante la opinión quienes tanto
prometían en esta materia?»
March
pedía se trajese a la Cámara el expediente con todos sus antecedentes y se
promulgara «el pliego de cargos obligado cuando se pide un suplicatorio». Era
demasiado un año de persecución para terminar hablando de supuestos indicios,
de posibles cohechos y prevaricaciones».
La
defensa dejó insensible a la Comisión de Responsabilidades, y en nombre de ésta
Galarza mantuvo todas las acusaciones. Finalmente, Azaña se esforzó por dar a
la Cámara una sensación de serenidad y de desdén ante lo que se acababa de
decir contra el Gobierno. «Pueden tener los señores diputados absoluta
tranquilidad de que ninguno de los cargos que ha formulado el señor Gil Robles
afecta en lo más mínimo a la gestión de ningún ministro. En este asunto no hay
nada que pueda perjudicar a la República». «Podemos dormir tranquilos». La
concesión de los suplicatorios fue acordada por 147 votos contra 74.
La
sesión había sido secreta, sin tribuna de Prensa, y, sin embargo, al día
siguiente los periódicos, en especial El Debate, publicaban amplias
reseñas. En pocas horas el «asunto March» remontó hacía las altas cimas de la
actualidad. No se hablaba de otra cosa. El doctor Marañón, en carta dirigida a
March, le decía: «Mi voto está con los de sus amigos y lo tengo a mucha honra.
He leído su discurso, que me parece completamente demostrativo... si pudiera
demostrarse algo a la pasión, que es inconmovible. Pero el ambiente le es a
usted tan favorable que no debe importarle. Considero como un grave error —del
Gobierno— la persecución de que es usted objeto.» Del lado gubernativo hervían
los ánimos por aquella inesperada derivación del asunto ante los graves cargos
formulados por Gil Robles Contra dos ministros. José Calvo Sotelo analizó en un
extenso escrito los motivos políticos que impulsaron la concesión de su
suplicatorio, y al referirse a la sustitución de concesionario en el Monopolio
de Tabacos de Ceuta y Melilla, decía que jamás el Estado español consintió la
injerencia de capital extranjero en los monopolios oficiales. «No hubo
prevaricación ni cohecho en mi gestión, como se ha demostrado.» En cambio, «la
República ha consentido la desnacionalización de su monopolio.» «Eso es
ilícito, ilegal y antipatriótico.»
El
aspecto de la Cámara auguraba un debate emocionante en la sesión pública (día
15). Se inició con la interpelación de Gil Robles. Repitió éste lo expuesto en
la sesión secreta y leyó unas cartas y documentos para demostrar que el
Monopolio de Tabacos de la plaza de soberanía había recaído en una sociedad
francesa. A continuación el ministro de Obras Públicas, que ardía en fieros
deseos de lanzarse contra March, defendió su gestión en el ministerio de
Hacienda. Se ocupó menos de los hechos denunciados por Gil Robles que de
componer con adjetivos gruesos e injuriosos una semblanza feroz de March.
«Todas las disposiciones del Gobierno antes de funcionar las Cortes fueron
convalidadas después en el Parlamento». La renta de tabacos descendía «porque
la robaba March». No se alíe S. S. —le decía a Gil Robles— «con quien no puede
en manera alguna convivir con personas decentes». «Lamento que el señor Gil
Robles y sus periódicos adictos vayan del lado de un personaje infecto y
despreciable como el señor March». La petición de dinero para financiar la
revolución fueron unos escarceos sin importancia; su relación con los señores
Echevarrieta y Arangüena estuvo siempre al margen de todo negocio. «Señor Gil
Robles, terminó diciendo, adéntrese en su conciencia y fíjese si es lícito por
un afán político, inconscientemente, atacar a un ministro como usted lo ha
hecho por maniobra tan vil como miserable».
El
ministro de Hacienda, Camer, continuó con visible ardor
la tarea de presentar un March siniestro y rocambolesco, genio del contrabando,
de la intriga y de la emboscada, peligroso y prepotente, insaciable en su
ambición, implacable en sus decisiones, señor de un mundo invisible, cuyas
influencias llegaban a todas partes. «March —exclamó— es un caso raro (Risas).
Perdonen los señores diputados que les diga que esto no es para reír. ¡Quizá un
día la República tendrá que llorar! March es un caso extraordinario. March no
es enemigo ni amigo de la República; March no fue amigo ni enemigo de la
Dictadura. March no es amigo ni enemigo de nadie. March es March. March es un
hombre excepcional, y para juzgar de su inteligencia y de su comprensión quizá
es necesario que nos remontemos a ciertos espíritus y a ciertas personalidades
de la Edad Media: es un alma de la Edad Media con los medios e instrumentos
modernos. March es uno de aquellos hombres que hace siglos cruzaban el
Mediterráneo en busca de su destino, de la realización de su voluntad y que no
consideraban como enemigo más que al que entorpecía o trataba de detener el
curso de esa voluntad. March siempre va por su camino, a lograr lo suyo, su
poderío, su voluntad. Éste es el hombre».
Y
continuaba describiéndole como sátrapa de un imperio misterioso que iba desde
el Cabo de Creus hasta Gibraltar y cuya industria vital era el contrabando:
«primer propietario territorial de España, dueño de un banco, que tiene
subarrendado el Monopolio de Tabacos de Marruecos y mil cosas más». Carner
acabó así: «La República deberá afrontar resueltamente el caso March... Y la
República lo somete, o él someterá a la República».
No
se ha contestado a ninguna de mis denuncias, clamó con gestos de asombro Gil
Robles, cuando hubo terminado sus dicterios Carner. «Todas mis afirmaciones han
quedado en pie». «No he sido contestado en lo referente al informe del Consejo
de Estado, ni en lo tocante a la participación de capital extranjero en el
Monopolio de Tabacos. El Gobierno está obligado a que todo se esclarezca».
El
ministro de Obras Públicas, con acento patético, invitó a Gil Robles a erigirse
en fiscal. «Que vengan las comisiones que sean y se investigue, porque a los
ministros no se les puede dejar en entredicho.»
Azaña
creyó que había llegado el momento de cortar por lo sano. «Ni cinco minutos
vivimos así». «Una comisión especial ¿para qué? ¡Ah! Pero, ¿es que se va a
dejar al Gobierno ni veinticuatro horas bajo la impresión de que hay una
comisión estancada en una habitación examinando si este Gobierno ha cometido
una inmoralidad o una legalidad? ¡Ni veinticuatro segundos! No acepto eso de
modo alguno. Es natural que los señores Prieto y Carner, extremando su
delicadeza, digan que están dispuestos a suscribir cualquier proposición de
este género. Pero el presidente del Gobierno no lo acepta de modo alguno. Las
Cortes creo que tienen el derecho, y además el deber moral, de pronunciarse
para decir si el Gobierno cuenta o no cuenta con la confianza del Parlamento.»
Sánchez
Román fue el primero en proclamar que «este Gobierno de hombres austeros no se
parecía en nada a los de antes. Su lema era la honradez». Y después de oír a
los dos ministros «era para sentirse optimista sobre el porvenir de la
República». Maura no podía suscribir la confianza al Gobierno tal como lo había
exigido Azaña. Quedaba Lerroux. Para nadie constituía una incógnita. El jefe
radical veía en peligro al régimen y acudía en su ayuda con los votos de su
minoría. La depuración de irregularidades podía derrumbar a la República. «Su
señoría —le dijo Azaña— ha prestado un buen servicio. Se ha tratado de hacer
creer al país que nosotros hacemos buenos a los pilluelos que gobernaron a
España durante la Dictadura. Los diputados dirán si el Gobierno representa o no
la autoridad moral de la República.»
La
respuesta fue afirmativa y 272 votos ratificaron la confianza.
Al
terminar la sesión los diputados gubernamentales salían persuadidos, después de
oír a las dos ministros de que March era el enemigo número uno de la República.
Rugían amenazas contra él. Si se me dijera —se le oyó decir a Prieto— que March
estaba colgado en la Puerta del Sol, iría corriendo a tirarle de las piernas».
Al
día siguiente (16 de junio), por acuerdo y disposición de la Comisión de
responsabilidades, el diputado Juan March ingresó en la Cárcel Modelo
incomunicado. ¿Estaría en la cárcel si hubiera dado el dinero que le pidió el
Comité Revolucionario? Al notificarle al encarcelado el auto de procesamiento
se le pidió «una fianza de seis millones de pesetas, a depositar en un plazo de
cuarenta y ocho horas, cantidad en que se calculaba los daños sufridos por el
Estado en la concesión del Monopolio de Tabacos de Ceuta y Melilla el año 1927,
apercibiéndole que, de no hacerlo, se le librará mandamiento de embargo contra
sus bienes y rentas.» March depositó la fianza.
*
* *
El
Estatuto Catalán, la Reforma Agraria y otros problemas trascendentales, no
absorbían la atención del Gobierno de modo tan absoluto que no le dejase tiempo
para proseguir su labor laicista y persecutoria contra la Iglesia. Dos
proyectos de ley leídos por el ministro de Justicia a las Cortes (11 de mayo)
eran exponentes de cuán viva e íntegra perduraba la raíz sectaria. «A partir de
la vigencia de la presente ley, decía uno de ellos, sólo se reconoce una forma
de matrimonio, el civil, que deberá contraerse con arreglo a lo dispuesto en
las secciones primera y segunda del capítulo tercero del título cuarto del
libro primero del Código Civil con modificaciones». En virtud del otro proyecto
se preceptuaba: «Artículo primero. — No serán perseguibles ni el hecho de
inscribir como legítimas en el registro Civil los hijos habidos fuera de
matrimonio ni las declaraciones hechas en documento público o privado que
tiendan a hacer creer en dicha legitimidad. Artículo segundo.—Las causas
incoadas en virtud de los hechos a que se refiere el artículo anterior se
sobreseerán libre y definitivamente».
La
persistente actitud sectaria del Gobierno, lejos de deprimir o acobardar el
ánimo de los católicos, lo exaltaba. Con ocasión de la festividad del Sagrado
Corazón de Jesús (3 de junio), las poblaciones españolas, ciudades y aldeas, se
engalanaron unánimes. Fue un plebiscito de colgaduras. Una manifestación
silenciosa de la fe cristiana, sañudamente perseguida y atropellada unas veces
por las gobernantes con leyes y decretos, y otras por la barbarie de las turbas
con el petróleo y la tea. Barrio hubo en Madrid donde los balcones no exornados
constituyeron excepción.
Mientras
Madrid proclamaba en una demostración magna sus creencias religiosas, el jefe
del Gobierno leía a la Cámara un proyecto de ley acerca de los bienes
incautados a la Compañía de Jesús. En virtud del mismo, el Gobierno se
autorizaba para afectar, sin plazo alguno, los inmuebles incautados a fines
benéficos o docentes que estimase oportunos. En virtud del artículo segundo,
aun reconocido o declarado por sentencia judicial que los bienes pertenecían en
todo o parte a personas distintas a la Compañía de Jesús, no serían devueltos.
«Se reputará —explicaba— que se ha realizado una expropiación por causa de
utilidad social, conforme a lo dispuesto en el artículo 44 de la Constitución»,
con una indemnización de 5 por 100 anual.
La
leprosería sanatorio de San Francisco de Borja, en Fontilles (Alicante), atendida por los jesuitas, pasó a depender del Estado en virtud de
un decreto del ministro de la Gobernación (1 de julio). La leprosería había
sido fundada por el P. Ferris, S. J. Obra de abnegación y de sacrificio, la
sostenían sus patrocinadores sin más auxilio oficial que una pequeña subvención
del Estado.
Los
católicos, y en especial las mujeres, vivían bajo la amenaza de la multa, que
gobernadores y alcaldes imponían por los más fútiles motivos y en especial por
la ostentación de emblemas católicos o crucifijos en las solapas o sobre el
pecho. El gobernador de Murcia aclaró por circular que la administración del
Viático a los enfermos y la asistencia del clero a los entierros no constituían
manifestaciones externas del culto, por lo que rogaba a los alcaldes y
autoridades de los pueblos que no impidieran tales actos.
El
Consejo de Ministros (14 de junio) acordaba la suspensión de temporalidades al
obispo de Segovia, doctor Pérez Platero, por los conceptos vertidos en una
pastoral sobre el matrimonio civil. Trató el diputado y canónigo Guallar por medio de una proposición incidental a las
Cortes de que se levantara la sanción impuesta al prelado, pero fue rechazada
por 205 votos contra 35, después de una escandalosa discusión.
El
Cuerpo Eclesiástico del Ejército quedó disuelto por ley del Ministro de la
Guerra (5 de julio). El servicio religioso en hospitales y penitenciarías
podría hacerse por soldados que fuesen sacerdotes o por personal extraño al
Ejército. En época de guerra, el servicio religioso lo desempeñarían los
sacerdotes y religiosos movilizados.
En
virtud de otro acuerdo del Consejo de ministros se convertía en incautación
definitiva el secuestro que con carácter preventivo dispuso en su día el
Gobierno provisional contra los bienes particulares de Alfonso XIII. El decreto
del Ministerio de Hacienda publicado en la Gaceta (14 de junio) disponía
que «el metálico procedente de los bienes pertenecientes al caudal privado de
don Alfonso de Barbón» y el producto de «los valores de la misma procedencia»
se depositaran en el Tesoro Público como ingresos del Estado. Los bienes
muebles e inmuebles y semovientes propiedad de don Alfonso de Barbón existentes
en el territorio nacional pasaban a depender de la Dirección General de
Propiedades y Contribución Territorial, incluidos en el inventario general de
bienes del Estado.
A
los quince meses de instaurada la República las Cortes dedicaban toda una
sesión (21 de junio) a discutir la composición del Tribunal que juzgaría a los
responsables por el golpe de Estado de 1923. Los diputados republicanos, muchos
de los cuales hicieron de la exigencia de responsabilidades bandera de sus
campañas revolucionarias, se veían forzados a resucitar un asunto que en el
fondo no les importaba. Menos todavía le interesaba a la opinión pública, pues
era patente su indiferencia, convencida de que el escandaloso vocerío de antaño
sólo fue engañoso ardid de propaganda. El diputado federal Franchy proponía la designación de un tribunal mixto de parlamentarios y magistrados.
Por 112 votos contra 95 fue rechazada la enmienda. Galarza, recordó, ante el
olvido a que propendían muchos diputados, el compromiso contraído por el Comité
revolucionario de exigir responsabilidades políticas. ¿Con qué autoridad se
atreverían a exigirlas los socialistas —preguntaba el diputado Balbontín—, si
fueron asiduos y leales colaboradores de la Dictadura? ¿No fue consejero de
Estado con Primo de Rivera el actual ministro de Trabajo? ¿Cuántas huelgas
organizaron para derribar al Dictador? Ninguna. ¿No era por aquellos años el
diputado socialista Cordero —inquiría el general Fanjul— asiduo visitante
nocturno al ministerio de la Guerra?
Con
todo, se imponía el cumplimiento de lo prometido. Y por 150 votos contra 33 se
aprobaba el dictamen de la Comisión de Responsabilidades, en virtud del cual
«el Tribunal que debía juzgar las responsabilidades políticas contraídas por el
golpe de Estado de 13 de septiembre de 1923 y el Gobierno Civil de la Dictadura
presidida por el general Primo de Rivera estaría compuesta por veintiún
diputados elegidos por la Cámara».
*
* *
La
propaganda de las fuerzas derechistas alcanzaba niveles máximos tanto en número
de actos realizados y prohibidos como en importancia de las masas reunidas en
salas y plazas públicas. Ante más de seis mil personas que colmaban los locales
de Acción Popular en Madrid (15 de junio) el jefe del partido, Gil Robles,
resumía la labor de un año de actuación y concretaba los puntos principales del
ideario y la táctica de «Acción Popular: En primer lugar, indiferencia en
cuanto a la forma del Gobierno. «Acción Popular aparta este problema para que
en ningún momento pueda estorbar la defensa de su ideario: religión, patria,
familia, orden, propiedad y trabajo». Acatamiento al poder constituido, que «no
significa adhesión y menos aceptación de las leyes injustas. Lucha legal, salvo
en el caso en que la anarquía llegue a tal punto que por la fuerza tenga que
ser recogido el Poder abandonado en el arroyo».
Quinientos
monárquicos, intelectuales, profesores, médicos, aristócratas y muchos
estudiantes rendían homenaje en un acto organizado por «Acción Española» a
Goicoechea, Pradera y Sáinz Rodríguez, por sus campañas culturales y políticas.
Por
su parte, al inaugurarse en Madrid un nuevo círculo de Acción Republicana (21
de junio), Azaña expresaba a los reunidos su confianza en la vitalidad y
firmeza de la República con estas palabras: «Es preciso darse cuenta de que la
República no es que haya venido. Es que se ha hundido el artificio político
monárquico español y ha aparecido la propia estructura moral y política de la
nación. Lo que tenemos delante es una emanación espontánea del sentimiento
popular el día que expulsó a los reyes. Lo mismo me da que la Constitución sea
ésta o la otra. La República existe, y después de existir la República vienen
los Códigos. Pero la República es inmortal como lo es España»...
Por
aquellos días José Ortega y Gasset comentaba el voto de confianza solicitado
por el jefe del Gobierno a las Cortes, después del ruidoso debate sobre los
suplicatorios, y estimando correcta la conducta de los ministros le parecía
impropia la actitud de Lerroux. Éste consideró inexcusable «tocar a rebato y
pedir que se formase al cuadro republicano, porque aquel ataque era un ataque a
la República». «Creo que el mayor enemigo de la República ha sido la presunta
coincidencia entre los republicanos. En primer lugar porque no ha existido ni
existe tal coincidencia». «En la lista de los errores republicanos hay que
poner entre los primeros el modo erróneo en que se hicieron las elecciones y el
«camuflaje» de la opinión auténtica que la conjunción republicana socialista
produjo con su torpe mecanismo en casi todas las provincias». «Desde el primer
momento dije que no aceptaba solidaridad ni responsabilidad respecto a lo hecho
por los republicanos gobernantes hasta la fecha, los cuales, por su parte, no
han contado para nada con quienes no eran sus amigos y contertulios».
¿Coincidencia
republicana? ¿La había acaso dentro de los mismos partidos? El radical
socialista reunido en Asamblea en Santander acordaba expulsar a los diputados
Botella Asensi y Ortega y Gasset (Eduardo) y la disolución de la agrupación de
Madrid por su actitud de rebeldía. A los pocos días la agrupación madrileña
votaba por gran mayoría la expulsión de su seno de los ministros Marcelino
Domingo y Álvaro de Albornoz, con otros afiliados, «por desviación de la
política del partido».
El
Presidente de la República, Alcalá Zamora, vio realizarlo uno de los más altos
sueños de su vida: el ingreso en la Academia Española. La ilustre mansión
recibió al nuevo académico con gran pompa. Alcalá Zamora compuso un discurso
sobre el tema: «El Derecho en el teatro». Le contestó el académico Ramón
Menéndez Pidal, el cual hizo cumplidos elogios del recipiendario como político
liberal y como orador. «La Academia Española —dijo Menéndez Pidal— ve hoy con
satisfacción la silla que ocupó Castelar, en posesión de un digno sucesor en el
arte de la palabra y en el rango estatal».
Constituyó también especialísimo gozo para el presidente de la República la visita a sus lares en Priego. El jefe del Estado contemplaba su finca «La Jinesa» y revivía recuerdos de su juventud. En conversación con un periodista evocaba, en aquel reposo geórgico, las épocas azarosas de lucha política, a la que se entregaba, traicionando a su vocación, porque «yo soy fundamentalmente un labrador con algo de arquitecto». Contrario
también al proyecto se manifestó el diputado radical Samper; en cambio, para
los radicales-socialistas Guallar (Antonio) y Vilatela el proyecto señalaba el momento culminante de la
revolución de España.
La
mayor parte de los discursos pronunciados en las sesiones del 24 y 25 de mayo
estaban hechos con oratoria mitinesca, desgarrada y
tétrica, para describir un agro español inculto, estéril, trabajado por
campesinos de la gleba, con señores feudales y salarios de miseria. El diputado
Fernández Castillejos, para poner las cosas en su sitio, recordó que el 60 por
100 de la tierra se laboraba debidamente, y si el resto no lo estaba era por
falta de medios económicos.
Las
argumentaciones expuestas contra el proyecto podían sintetizarse en estas
conclusiones generales: No llevaba a ningún fin práctico, ni resolvía ninguno
de los problemas planteados; en cambio, ocasionaba trastornos y perturbación,
infligiendo un gravísimo quebranto a la economía agraria y a toda la economía
nacional, y sobre no cumplir ninguno de los objetivos perseguidos, ocasionaba
grandes daños; era carísimo y ruinoso, costaría al Estado una cifra enorme de
millones llevarlo a la realidad; como proyecto socialista y sovietizante estaba lleno de peligros, de injusticias, de arbitrariedades y confusiones.
Errores gravísimos, descubría también Sánchez Román en el dictamen al enjuiciarlo
(1.° de junio). Lamentaba el abandono en que se dejaba a los minifundios y el
dislate teórico y práctico de pretender aplicar la reforma a todo el territorio
nacional. Recusaba por perjudiciales e injustos los métodos simplistas y
superficiales admitidos para la expropiación y que refiriéndose al sujeto
jurídico poseedor debían fijarse en el límite de la propiedad, para que,
poniendo límite de unidad, la propiedad se subdivida, y en suma para que la
parcelación cree propietarios. Advertía los peligros para la economía nacional
de la conversión del Estado en propietario eminente. Bajo el aspecto de un
falso progresismo, la orientación enfitéutica del proyecto era esencialmente
retrógrada, de un retroceso hacia la Edad Media, sin otra novedad que variar la
denominación del canon. En realidad, lo que hizo Sánchez Román fue defender el
primitivo proyecto de reforma, en cuya redacción había intervenido como vocal
de la Comisión técnica, arrinconado después al ser designada otra comisión
encargada de redactar un nuevo proyecto, en el cual el jurisconsulto se negó a
colaborar porque la reforma se basaba en un principio económico ya caducado: no
se puede admitir —decía— el propietario sin limitación en cuanto a la extensión
de tierra que puede tener.
Las
sesiones dedicadas al proyecto transcurrían en la mayor languidez, con el
hemiciclo semivacío. Apenas se ponía a discusión la reforma agraria, la mayoría
de los diputados abandonaban el salón y únicamente quedaban los diputados
agrarios y algunos otros, con sus votos particulares y enmiendas, desechadas
sistemáticamente por la Comisión.
Cerró
el debate sobre la totalidad del dictamen el ministro de Agricultura,
Marcelino Domingo, para quien el proyecto, a deducir de ciertas efusiones
verbales hechas en mítines de provincias, venía a ser una aventura
revolucionaria mejor que un plan minuciosamente estudiado para resolver el
problema más espinoso y transcendental que se había planteado el régimen. A
juzgar por las observaciones del Presidente del Consejo, Marcelino Domingo no
era la persona capacitada para esta descomunal labor. «Lo más inasequible del
mundo, afirmaba Azaña, es pedirle a Domingo precisión y detalles de ninguna
cosa. No es que Domingo sea tonto, pero su mente es oratoria y periodística,
sin agudeza ni profundidad... Acepta lo que otros dicen, sin maduro examen y
sin medios de criticado... Su desconocimiento de las cosas del campo es total».
«Ante la dificultad sale huyendo; no dirigir, no gobernar; mantenerse a
capricho de lo fácil, es decir, de la inutilidad y del fracaso. ¡Y Domingo
pretende realizar la reforma agraria, mil veces más difícil que el Estatuto!
Por otra parte, los dos ministros radicales socialistas (Domingo y Albornoz) no
pintan nada en su partido ni les hacen caso. Así hay que estar manejando a una
turba de inconscientes y pedantes, frente a una turba de ambiciosos».
Abordar
el problema de la tierra —dijo el ministro de Agricultura a las Cortes (15 de
junio)— era compromiso de Gobierno. Problema viejo, «planteado por el país a la
Monarquía y que ésta, incapaz e insensible, no lo resolvía». La República
venía, en cambio, obligada a resolverlo. El proyecto tenía tres finalidades:
«remediar el paro obrero, redistribuir la tierra y nacionalizar la economía
agraria». El paro podía ser suprimido con los asentamientos. «El Gobierno ha
señalado la cantidad mínima de cincuenta millones de pesetas, suficientes para
asentar unos 20.000 campesinos. Si los convirtiéramos de pronto en
propietarios, se les gravaría con cargas que desharían la posibilidad de la
Reforma. Se extendería la usura y los incapacitaría para el trabajo». En cuanto
a la segunda finalidad, redistribución de la tierra, «ha de irse a la
expropiación, a desposeer de ella a quien no la tiene por origen legítimo,
dándose a la tierra un régimen comunal». «Con los bienes comunales haremos lo
contrario que hizo la Monarquía». En tercer lugar, «sólo será dueño de tierras
quien sepa hacer de ellas lo que se debe hacer». «Hemos de dar a la economía
agraria una nacionalización que hoy no tiene en sus distintos aspectos». De
implantar la reforma agraria se encargarían el Instituto de este nombre, las
Juntas provinciales y los Centros de contratación, integrados por elementos
técnicos. «Las garantías para el Estado estarán en la retroactividad. Para los
expropiados radicarán en la capitalización». Aspiramos -fueron las últimas palabras
del ministro- a laborar para que el futuro recoja lo que nosotros sembremos».
El discurso de Marcelino Domingo convalidó la opinión muy generalizada de que
en la mente del ministro sólo había unas ideas muy elementales sobre el tema
discutido por la Cámara. Sus compañeros de Gobierno no tenían ideas más claras
y concretas. El propio Azaña no demostró nunca interés por estas cuestiones. La
única vez que habla sobre la reforma agraria (17 de julio de 1931) no es —dice—
en función de su importancia para el destino nacional, sino por la conexión que
guarda con el orden público y el mantenimiento de la vida de los ciudadanos,
amenazada del hambre y de la perturbación social. En vano afirma el escritor
socialista Ramos Oliveira - se buscará un discurso sobre la cuestión agraria en
los tres voluminosos tomos de oraciones políticas de Azaña». «El problema del
campo no llegó nunca a constituir en la política republicana una aspiración
nacional o preocupación primordial de todos los partidos del régimen».
Alarmado
el Gobierno por la lentitud del debate y con el fin de acelerarlo, a propuesta
de la Presidencia, se aprobó (24 de junio) la celebración de sesiones dobles:
es decir, tarde y noche. Y por 171 votos contra 16 quedó en franquía (día 28)
la Base primera.
El
nueve de junio el Presidente de la Cámara declaró a ésta constituida en sesión
secreta para examinar un dictamen de la Comisión de Suplicatorios, en el que se
pedía autorización a las Cortes para procesar a los diputados Juan March y José
Calvo Sotelo. Las tribunas fueron desalojadas y quedaron los diputados a solas
con el Gobierno en pleno. Una petición escrita del diputado Gil Robles y
reiterada después de palabra en nombre de Calvo Sotelo para que la sesión fuese
pública fue rechazada. Por su parte, March solicitó que se le autorizase a su
defensa, pues aun cuando era diputado, había sido declarado anteriormente
incompatible con la Cámara. Cerca de tres horas se dedicaron a discutir sobre
el derecho en que fundaba la Comisión de Suplicatorios su actitud favorable al
procesamiento. Para ello —afirmaba el diputado radical Rey Mora— ha habido
necesidad de crear una nueva figura de delito, inexistente en ningún Código del
mundo, verdadero disparate jurídico, llamado «inducción a la prevaricación»,
subterfugio para lograr el fin propuesto, imposible por caminos legales. En
torno a estas consideraciones se debatió con tal prolijidad, que se hizo
necesario interrumpir la sesión para reanudarla dos horas después, ya en plena
noche. El diputado Ángel Galarza, que como fiscal de la República, luego como
director general de Seguridad y ahora como vocal de la Comisión de
Suplicatorios, se había distinguido por la resuelta e insistente persecución
contra March, sostuvo que el asunto en litigio era cuestión de ética y atañía a
la honorabilidad de la Cámara, dando a entender que importaba menos el aspecto
jurídico del mismo. Royo Villanova explicó el porqué de este confuso pleito:
cuando la Comisión de Responsabilidades preguntó de qué se acusaba a March, le
respondieron que de cohecho. Mas como éste es un delito de dos, debía haber un
cohechado, y hubo necesidad de acusar a Calvo Sotelo sin causa, haciéndole
víctima de una injusticia.
Se
levantó Gil Robles, en medio de un silencio expectante, pues había trascendido
que el diputado agrario poseía documentos acusadores contra los ministros de
Hacienda y Obras Públicas. Quería defender a Calvo Sotelo de las acusaciones de
cohecho y prevaricación como autor del decreto que otorgaba el monopolio del
tabaco a March en las plazas de soberanía de Marruecos. Aquel decreto benefició
a la Hacienda, pues obligaba a un canon tres veces mayor que lo que hasta
entonces rentaba la Tabacalera. Gil Robles comparó el proceder de Calvo Sotelo
con el de Prieto. Éste, en junio de 1931, anulaba la concesión a March, en
contra del informe del Consejo de Estado, y, sin respetar el convenio con la
Tabacalera, decidió conceder el suministro de tabaco a las plazas de soberanía
por gestión directa, lo cual costó al erario público 800.000 pesetas. Y antes
de que saliera el decreto correspondiente en la Gaceta, ya se vendía
tabaco, comprado por el ministerio de Hacienda, a la sociedad francesa «Le
Nil», domiciliada en Marsella. Al llegar aquí Gil Robles, puso a disposición de
la Cámara varios documentos y los telegramas cruzados entre el director del
Timbre y la «Societé des Tabacs et cigarretes Le Nil», dirigidos a su gerente Barbou,
sobre negociaciones para quedarse la sociedad mencionada con la adjudicación
del concurso de suministro de tabaco en Marruecos, «como si se tratase de una
entidad cosoberana con el Estado español». «En el
pliego de condiciones se exigía que el capital fuese español, pero este
requisito no se ha cumplido». El dinero era de origen francés. El capital lo
constituían 575.000 pesetas de una sociedad denominada Financiera Ibérica, en
la que figuraban como accionistas García Bustos y Arangüena, apoderado éste de
Echevarrieta, si bien el verdadero dueño del dinero era un francés llamado Ramontxo. En prueba de que la aportación de capital español
era una ficción, Gil Robles exhibió un documento suscrito por Luis Arangüena,
en el cual declaraba haber recibido de Barbou 125.000 pesetas para suscribir acciones
de la Financiera Ibérica. Por si fuera poco, el capital suscrito no fue nunca
desembolsado.
El
jefe de Acción Popular cerró su discurso con estas interrogaciones. «¿Por qué
el concurso actual de suministro de tabaco se remató por menor tipo que el del
Monopolio del señor March? ¿Por qué se intenta procesar al señor Calvo Sotelo?
¿Por qué no se exigen por la Cámara las responsabilidades que se derivan del
concurso que acabo de denunciar?» Miguel Maura, que ya en los pasillos había
calificado de «asco y vergüenza» la primera parte de la sesión, después de oír
a Gil Robles, afirmó que era «la primera acusación grave hecha contra un
Gobierno de la República». Se imponía una investigación para comprobar la
denuncia formulada.
A
continuación comenzó su defensa Juan March. Declaró que desde hacía más de un
año era víctima de una persecución incesante y enconada. Para descubrir los
motivos consideraba inexcusable exponer algunos antecedentes. Los ideales del
acusado fueron siempre «notorios de izquierda, acreditados «en el sostenimiento
decoroso de órgano tan celoso de esos ideales como La Libertad». Por ser
conocida su ideología, «el Comité revolucionario formado en el año 1930 se
dirigió a mí solicitando mi colaboración financiera a su obra». «En nombre del
Comité que después fue Gobierno Provisional de la República, con plena
representación del mismo, me hablaron varias veces, y con singular insistencia,
algunos de sus más caracterizados miembros». March les respondió «que no podía
financiar una revolución, un movimiento contra el Poder constituido». La
negativa contrarió a los peticionarios, y uno de ellos, Angel Galarza, «me previno por medio de mi amigo don Víctor Ruiz Albéniz, de que me
convenía dar dinero, porque había unos pistoleros dispuestos a aplicarme la
acción directa si no me sometía». A excepción de este episodio, el diálogo
entre los conspiradores y March fue correcto, sin que se entibiasen las
amistades entre el financiero y los revolucionarios. Vino la República, y
siendo fiscal el citado Galarza, cuando March se dirigía a Francia con su
familia fue detenido por orden de aquél, que, según dijo, «estudiaba
afanosamente sus antecedentes». De tales estudios se derivaron dos querellas,
ninguna directa contra March, las cuales fueron desestimadas por el Tribunal
Supremo.
Constituida
la Comisión de Responsabilidades, de la que formaba parte Galarza, «el asunto
March» fue puesto otra vez sobre el tapete mediante una nueva edición del
expediente del Monopolio de tabacos en Ceuta y Melilla, ya fallado por el
Tribunal Supremo. Se basaba la nueva persecución en la promesa de Galarza de
formular un voto particular con las muchas cosas averiguadas en su tiempo de
fiscal de la República. Puesto en guardia March contra las maquinaciones que
contra él se tramaban, pudo averiguar que siendo Galarza director general de
Seguridad envió a Argel a un ex-policía llamado
Honorio Inglés, con objeto de que se pusiera al habla con Francisco Garáu —competidor de March en el negocio del tabaco en la
época de la Dictadura—, para que viniera a España a denunciar hechos
comprometedores para March. El expolicía inglés cumplió el encargo, y Garáu vino a Madrid. «Pero este sujeto, antes de salir de
Argel, a su llegada a Marsella, a su paso por Barcelona y durante su estancia
en Madrid, hizo que se realizaran gestiones cerca de mí —refería March—,
pidiendo 500.000 pesetas a cambio de no formular denuncia algunas. «¿Obraba Garáu exclusivamente por su cuenta y riesgo o de acuerdo
con otras personas?». March lo ignoraba. Una vez en Madrid, Garáu compareció «espontáneamente», según dijo en su declaración, ante la Comisión de
Responsabilidades. Pero como un amigo le amenazara con denunciarle a los
Tribunales por chantaje, se apresuró a huir de España, abandonando su equipaje
y sin pagar la cuenta del hotel. Y así que hubo pasado la frontera, escribió al
susodicho amigo confesándole que obró, como lo hizo, coaccionado y sugestionado
por Galarza. March subrayó que podía presentar cinco actas notariales para
probar cuanto acababa de decir. La persecución no cesó; el primero de enero de
1932 la sub-Comisión cuarta de la Comisión de Responsabilidades sometía a la
Cámara una petición de suplicatorio para procesar a los diputados Calvo Sotelo
y March. Y la Comisión de Suplicatorios, después de escuchar a este último, acordó
declararse incompetente, y ya redactado el oportuno dictamen, fue anulado a
petición del representante socialista.
De
la Comisión de Suplicatorios pasó a la de Responsabilidades, y ésta, sin entrar
en el fondo del asunto, decidió el proceso de March, invocando como
determinantes de responsabilidad la concesión del Monopolio de Tabacos en Ceuta
y Melilla en 1927 y «la existencia de antecedentes que permiten suponer la
participación del señor March en varios delitos de contrabando». De la
concesión del Monopolio obtuvo el Tesoro grandes beneficios. Se dijo que la
concesión la obtuvo March por dádivas.
El
acusado describió el carácter de estas dádivas: un préstamo de 20.000 pesetas,
concedido con garantía a una imprenta de Madrid a ruego del general Primo de
Rivera: un crédito de 100.000 pesetas a un periódico de Madrid, La
Correspondencia Militar, hecho también a petición del jefe de Gobierno;
125.000 para el sostenimiento del Instituto del Cáncer, entregadas asimismo por
indicación del general Primo de Rivera; 125.000 pesetas para la construcción de
un templo católico en Tetuán; 6.000.000 de pesetas para dotar al país de un
Preventorio para niños enfermos. «Ésos son —exclamó March— los únicos indicios
de cohecho que creen ver en mí los acusadores». Con anterioridad, en 1917,
March había regalado a los socialistas la Casa del Pueblo de Mallorca. En cuanto
a los delitos de contrabando que se le imputaban, decía el acusado: «En primer
lugar, no se invoca un sólo hecho que no sea anterior a aquel verano de 1930,
en que el Comité Revolucionario solicitaba mi concurso financiero para el
triunfo de sus ideales, sin duda por considerarme digno de cobijarme bajo
éstos. En segundo lugar, los hechos que se citan han pasado todos o antes o
ahora por el cedazo de la administración de justicia, bajo Gobiernos
notoriamente hostiles a mi persona. Bajo la Dictadura fueron substanciados y
juzgados los hechos anteriores a la Dictadura misma. Bajo la República el
Tribunal Supremo ha entendido en el hecho relacionado con la concesión del
Monopolio de Tabacos en Ceuta y Melilla». Por instinto de conservación y por no
hallarse dispuesto a abdicar de sus derechos de ciudadano, March se mostraba
dispuesto a apelar ante la Cámara y ante la opinión pública contra la
persecución de que era objeto, y pese a las medidas precautorias solicitadas en
el dictamen, permanecería en España dispuesto a sacrificarlo todo: «mi fortuna,
mi libertad y si fuese preciso mi vida».
Recordaba
March un discurso pronunciado por Indalecio Prieto en el Ateneo, con el
programa de la revolución en materia de responsabilidades: en él no figuraba el
nombre del financiero. «De aquellas responsabilidades que se decían derivadas
de concesiones, monopolios o avales del Estado, nadie ha vuelto a ocuparse»; en
cambio, «las culpas de March, de las que no se hablaba entonces, obsesionan
ahora a la Comisión de Responsabilidades.» «Y conste —agregó— que celebro que
no se hayan iniciado otras actuaciones, sin duda alguna por falta de pruebas o
de cargos concretos; pero ¿cómo se justifican ante la opinión quienes tanto
prometían en esta materia?»
March
pedía se trajese a la Cámara el expediente con todos sus antecedentes y se
promulgara «el pliego de cargos obligado cuando se pide un suplicatorio». Era
demasiado un año de persecución para terminar hablando de supuestos indicios,
de posibles cohechos y prevaricaciones».
La
defensa dejó insensible a la Comisión de Responsabilidades, y en nombre de ésta
Galarza mantuvo todas las acusaciones. Finalmente, Azaña se esforzó por dar a
la Cámara una sensación de serenidad y de desdén ante lo que se acababa de
decir contra el Gobierno. «Pueden tener los señores diputados absoluta
tranquilidad de que ninguno de los cargos que ha formulado el señor Gil Robles
afecta en lo más mínimo a la gestión de ningún ministro. En este asunto no hay
nada que pueda perjudicar a la República». «Podemos dormir tranquilos». La
concesión de los suplicatorios fue acordada por 147 votos contra 74.
La
sesión había sido secreta, sin tribuna de Prensa, y, sin embargo, al día
siguiente los periódicos, en especial El Debate, publicaban amplias
reseñas. En pocas horas el «asunto March» remontó hacía las altas cimas de la
actualidad. No se hablaba de otra cosa. El doctor Marañón, en carta dirigida a
March, le decía: «Mi voto está con los de sus amigos y lo tengo a mucha honra.
He leído su discurso, que me parece completamente demostrativo... si pudiera
demostrarse algo a la pasión, que es inconmovible. Pero el ambiente le es a
usted tan favorable que no debe importarle. Considero como un grave error —del
Gobierno— la persecución de que es usted objeto.» Del lado gubernativo hervían
los ánimos por aquella inesperada derivación del asunto ante los graves cargos
formulados por Gil Robles Contra dos ministros. José Calvo Sotelo analizó en un
extenso escrito los motivos políticos que impulsaron la concesión de su
suplicatorio, y al referirse a la sustitución de concesionario en el Monopolio
de Tabacos de Ceuta y Melilla, decía que jamás el Estado español consintió la
injerencia de capital extranjero en los monopolios oficiales. «No hubo
prevaricación ni cohecho en mi gestión, como se ha demostrado.» En cambio, «la
República ha consentido la desnacionalización de su monopolio.» «Eso es
ilícito, ilegal y antipatriótico.»
El
aspecto de la Cámara auguraba un debate emocionante en la sesión pública (día
15). Se inició con la interpelación de Gil Robles. Repitió éste lo expuesto en
la sesión secreta y leyó unas cartas y documentos para demostrar que el
Monopolio de Tabacos de la plaza de soberanía había recaído en una sociedad
francesa. A continuación el ministro de Obras Públicas, que ardía en fieros
deseos de lanzarse contra March, defendió su gestión en el ministerio de
Hacienda. Se ocupó menos de los hechos denunciados por Gil Robles que de
componer con adjetivos gruesos e injuriosos una semblanza feroz de March.
«Todas las disposiciones del Gobierno antes de funcionar las Cortes fueron
convalidadas después en el Parlamento». La renta de tabacos descendía «porque
la robaba March». No se alíe S. S. —le decía a Gil Robles— «con quien no puede
en manera alguna convivir con personas decentes». «Lamento que el señor Gil
Robles y sus periódicos adictos vayan del lado de un personaje infecto y
despreciable como el señor March». La petición de dinero para financiar la
revolución fueron unos escarceos sin importancia; su relación con los señores
Echevarrieta y Arangüena estuvo siempre al margen de todo negocio. «Señor Gil
Robles, terminó diciendo, adéntrese en su conciencia y fíjese si es lícito por
un afán político, inconscientemente, atacar a un ministro como usted lo ha
hecho por maniobra tan vil como miserable».
El
ministro de Hacienda, Camer, continuó con visible ardor
la tarea de presentar un March siniestro y rocambolesco, genio del contrabando,
de la intriga y de la emboscada, peligroso y prepotente, insaciable en su
ambición, implacable en sus decisiones, señor de un mundo invisible, cuyas
influencias llegaban a todas partes. «March —exclamó— es un caso raro (Risas).
Perdonen los señores diputados que les diga que esto no es para reír. ¡Quizá un
día la República tendrá que llorar! March es un caso extraordinario. March no
es enemigo ni amigo de la República; March no fue amigo ni enemigo de la
Dictadura. March no es amigo ni enemigo de nadie. March es March. March es un
hombre excepcional, y para juzgar de su inteligencia y de su comprensión quizá
es necesario que nos remontemos a ciertos espíritus y a ciertas personalidades
de la Edad Media: es un alma de la Edad Media con los medios e instrumentos
modernos. March es uno de aquellos hombres que hace siglos cruzaban el
Mediterráneo en busca de su destino, de la realización de su voluntad y que no
consideraban como enemigo más que al que entorpecía o trataba de detener el
curso de esa voluntad. March siempre va por su camino, a lograr lo suyo, su
poderío, su voluntad. Éste es el hombre».
Y
continuaba describiéndole como sátrapa de un imperio misterioso que iba desde
el Cabo de Creus hasta Gibraltar y cuya industria vital era el contrabando:
«primer propietario territorial de España, dueño de un banco, que tiene
subarrendado el Monopolio de Tabacos de Marruecos y mil cosas más». Carner
acabó así: «La República deberá afrontar resueltamente el caso March... Y la
República lo somete, o él someterá a la República».
No
se ha contestado a ninguna de mis denuncias, clamó con gestos de asombro Gil
Robles, cuando hubo terminado sus dicterios Carner. «Todas mis afirmaciones han
quedado en pie». «No he sido contestado en lo referente al informe del Consejo
de Estado, ni en lo tocante a la participación de capital extranjero en el
Monopolio de Tabacos. El Gobierno está obligado a que todo se esclarezca».
El
ministro de Obras Públicas, con acento patético, invitó a Gil Robles a erigirse
en fiscal. «Que vengan las comisiones que sean y se investigue, porque a los
ministros no se les puede dejar en entredicho.»
Azaña
creyó que había llegado el momento de cortar por lo sano. «Ni cinco minutos
vivimos así». «Una comisión especial ¿para qué? ¡Ah! Pero, ¿es que se va a
dejar al Gobierno ni veinticuatro horas bajo la impresión de que hay una
comisión estancada en una habitación examinando si este Gobierno ha cometido
una inmoralidad o una legalidad? ¡Ni veinticuatro segundos! No acepto eso de
modo alguno. Es natural que los señores Prieto y Carner, extremando su
delicadeza, digan que están dispuestos a suscribir cualquier proposición de
este género. Pero el presidente del Gobierno no lo acepta de modo alguno. Las
Cortes creo que tienen el derecho, y además el deber moral, de pronunciarse
para decir si el Gobierno cuenta o no cuenta con la confianza del Parlamento.»
Sánchez
Román fue el primero en proclamar que «este Gobierno de hombres austeros no se
parecía en nada a los de antes. Su lema era la honradez». Y después de oír a
los dos ministros «era para sentirse optimista sobre el porvenir de la
República». Maura no podía suscribir la confianza al Gobierno tal como lo había
exigido Azaña. Quedaba Lerroux. Para nadie constituía una incógnita. El jefe
radical veía en peligro al régimen y acudía en su ayuda con los votos de su
minoría. La depuración de irregularidades podía derrumbar a la República. «Su
señoría —le dijo Azaña— ha prestado un buen servicio. Se ha tratado de hacer
creer al país que nosotros hacemos buenos a los pilluelos que gobernaron a
España durante la Dictadura. Los diputados dirán si el Gobierno representa o no
la autoridad moral de la República.»
La
respuesta fue afirmativa y 272 votos ratificaron la confianza.
Al
terminar la sesión los diputados gubernamentales salían persuadidos, después de
oír a las dos ministros de que March era el enemigo número uno de la República.
Rugían amenazas contra él. Si se me dijera —se le oyó decir a Prieto— que March
estaba colgado en la Puerta del Sol, iría corriendo a tirarle de las piernas».
Al
día siguiente (16 de junio), por acuerdo y disposición de la Comisión de
responsabilidades, el diputado Juan March ingresó en la Cárcel Modelo
incomunicado. ¿Estaría en la cárcel si hubiera dado el dinero que le pidió el
Comité Revolucionario? Al notificarle al encarcelado el auto de procesamiento
se le pidió «una fianza de seis millones de pesetas, a depositar en un plazo de
cuarenta y ocho horas, cantidad en que se calculaba los daños sufridos por el
Estado en la concesión del Monopolio de Tabacos de Ceuta y Melilla el año 1927,
apercibiéndole que, de no hacerlo, se le librará mandamiento de embargo contra
sus bienes y rentas.» March depositó la fianza.
*
* *
El
Estatuto Catalán, la Reforma Agraria y otros problemas trascendentales, no
absorbían la atención del Gobierno de modo tan absoluto que no le dejase tiempo
para proseguir su labor laicista y persecutoria contra la Iglesia. Dos
proyectos de ley leídos por el ministro de Justicia a las Cortes (11 de mayo)
eran exponentes de cuán viva e íntegra perduraba la raíz sectaria. «A partir de
la vigencia de la presente ley, decía uno de ellos, sólo se reconoce una forma
de matrimonio, el civil, que deberá contraerse con arreglo a lo dispuesto en
las secciones primera y segunda del capítulo tercero del título cuarto del
libro primero del Código Civil con modificaciones». En virtud del otro proyecto
se preceptuaba: «Artículo primero. — No serán perseguibles ni el hecho de
inscribir como legítimas en el registro Civil los hijos habidos fuera de
matrimonio ni las declaraciones hechas en documento público o privado que
tiendan a hacer creer en dicha legitimidad. Artículo segundo.—Las causas
incoadas en virtud de los hechos a que se refiere el artículo anterior se
sobreseerán libre y definitivamente».
La
persistente actitud sectaria del Gobierno, lejos de deprimir o acobardar el
ánimo de los católicos, lo exaltaba. Con ocasión de la festividad del Sagrado
Corazón de Jesús (3 de junio), las poblaciones españolas, ciudades y aldeas, se
engalanaron unánimes. Fue un plebiscito de colgaduras. Una manifestación
silenciosa de la fe cristiana, sañudamente perseguida y atropellada unas veces
por las gobernantes con leyes y decretos, y otras por la barbarie de las turbas
con el petróleo y la tea. Barrio hubo en Madrid donde los balcones no exornados
constituyeron excepción.
Mientras
Madrid proclamaba en una demostración magna sus creencias religiosas, el jefe
del Gobierno leía a la Cámara un proyecto de ley acerca de los bienes
incautados a la Compañía de Jesús. En virtud del mismo, el Gobierno se
autorizaba para afectar, sin plazo alguno, los inmuebles incautados a fines
benéficos o docentes que estimase oportunos. En virtud del artículo segundo,
aun reconocido o declarado por sentencia judicial que los bienes pertenecían en
todo o parte a personas distintas a la Compañía de Jesús, no serían devueltos.
«Se reputará —explicaba— que se ha realizado una expropiación por causa de
utilidad social, conforme a lo dispuesto en el artículo 44 de la Constitución»,
con una indemnización de 5 por 100 anual.
La
leprosería sanatorio de San Francisco de Borja, en Fontilles (Alicante), atendida por los jesuitas, pasó a depender del Estado en virtud de
un decreto del ministro de la Gobernación (1 de julio). La leprosería había
sido fundada por el P. Ferris, S. J. Obra de abnegación y de sacrificio, la
sostenían sus patrocinadores sin más auxilio oficial que una pequeña subvención
del Estado.
Los
católicos, y en especial las mujeres, vivían bajo la amenaza de la multa, que
gobernadores y alcaldes imponían por los más fútiles motivos y en especial por
la ostentación de emblemas católicos o crucifijos en las solapas o sobre el
pecho. El gobernador de Murcia aclaró por circular que la administración del
Viático a los enfermos y la asistencia del clero a los entierros no constituían
manifestaciones externas del culto, por lo que rogaba a los alcaldes y
autoridades de los pueblos que no impidieran tales actos.
El
Consejo de Ministros (14 de junio) acordaba la suspensión de temporalidades al
obispo de Segovia, doctor Pérez Platero, por los conceptos vertidos en una
pastoral sobre el matrimonio civil. Trató el diputado y canónigo Guallar por medio de una proposición incidental a las
Cortes de que se levantara la sanción impuesta al prelado, pero fue rechazada
por 205 votos contra 35, después de una escandalosa discusión.
El
Cuerpo Eclesiástico del Ejército quedó disuelto por ley del Ministro de la
Guerra (5 de julio). El servicio religioso en hospitales y penitenciarías
podría hacerse por soldados que fuesen sacerdotes o por personal extraño al
Ejército. En época de guerra, el servicio religioso lo desempeñarían los
sacerdotes y religiosos movilizados.
En
virtud de otro acuerdo del Consejo de ministros se convertía en incautación
definitiva el secuestro que con carácter preventivo dispuso en su día el
Gobierno provisional contra los bienes particulares de Alfonso XIII. El decreto
del Ministerio de Hacienda publicado en la Gaceta (14 de junio) disponía
que «el metálico procedente de los bienes pertenecientes al caudal privado de
don Alfonso de Barbón» y el producto de «los valores de la misma procedencia»
se depositaran en el Tesoro Público como ingresos del Estado. Los bienes
muebles e inmuebles y semovientes propiedad de don Alfonso de Barbón existentes
en el territorio nacional pasaban a depender de la Dirección General de
Propiedades y Contribución Territorial, incluidos en el inventario general de
bienes del Estado.
A
los quince meses de instaurada la República las Cortes dedicaban toda una
sesión (21 de junio) a discutir la composición del Tribunal que juzgaría a los
responsables por el golpe de Estado de 1923. Los diputados republicanos, muchos
de los cuales hicieron de la exigencia de responsabilidades bandera de sus
campañas revolucionarias, se veían forzados a resucitar un asunto que en el
fondo no les importaba. Menos todavía le interesaba a la opinión pública, pues
era patente su indiferencia, convencida de que el escandaloso vocerío de antaño
sólo fue engañoso ardid de propaganda. El diputado federal Franchy proponía la designación de un tribunal mixto de parlamentarios y magistrados.
Por 112 votos contra 95 fue rechazada la enmienda. Galarza, recordó, ante el
olvido a que propendían muchos diputados, el compromiso contraído por el Comité
revolucionario de exigir responsabilidades políticas. ¿Con qué autoridad se
atreverían a exigirlas los socialistas —preguntaba el diputado Balbontín—, si
fueron asiduos y leales colaboradores de la Dictadura? ¿No fue consejero de
Estado con Primo de Rivera el actual ministro de Trabajo? ¿Cuántas huelgas
organizaron para derribar al Dictador? Ninguna. ¿No era por aquellos años el
diputado socialista Cordero —inquiría el general Fanjul— asiduo visitante
nocturno al ministerio de la Guerra?
Con
todo, se imponía el cumplimiento de lo prometido. Y por 150 votos contra 33 se
aprobaba el dictamen de la Comisión de Responsabilidades, en virtud del cual
«el Tribunal que debía juzgar las responsabilidades políticas contraídas por el
golpe de Estado de 13 de septiembre de 1923 y el Gobierno Civil de la Dictadura
presidida por el general Primo de Rivera estaría compuesta por veintiún
diputados elegidos por la Cámara».
*
* *
La
propaganda de las fuerzas derechistas alcanzaba niveles máximos tanto en número
de actos realizados y prohibidos como en importancia de las masas reunidas en
salas y plazas públicas. Ante más de seis mil personas que colmaban los locales
de Acción Popular en Madrid (15 de junio) el jefe del partido, Gil Robles,
resumía la labor de un año de actuación y concretaba los puntos principales del
ideario y la táctica de «Acción Popular: En primer lugar, indiferencia en
cuanto a la forma del Gobierno. «Acción Popular aparta este problema para que
en ningún momento pueda estorbar la defensa de su ideario: religión, patria,
familia, orden, propiedad y trabajo». Acatamiento al poder constituido, que «no
significa adhesión y menos aceptación de las leyes injustas. Lucha legal, salvo
en el caso en que la anarquía llegue a tal punto que por la fuerza tenga que
ser recogido el Poder abandonado en el arroyo».
Quinientos
monárquicos, intelectuales, profesores, médicos, aristócratas y muchos
estudiantes rendían homenaje en un acto organizado por «Acción Española» a
Goicoechea, Pradera y Sáinz Rodríguez, por sus campañas culturales y políticas.
Por
su parte, al inaugurarse en Madrid un nuevo círculo de Acción Republicana (21
de junio), Azaña expresaba a los reunidos su confianza en la vitalidad y
firmeza de la República con estas palabras: «Es preciso darse cuenta de que la
República no es que haya venido. Es que se ha hundido el artificio político
monárquico español y ha aparecido la propia estructura moral y política de la
nación. Lo que tenemos delante es una emanación espontánea del sentimiento
popular el día que expulsó a los reyes. Lo mismo me da que la Constitución sea
ésta o la otra. La República existe, y después de existir la República vienen
los Códigos. Pero la República es inmortal como lo es España»...
Por
aquellos días José Ortega y Gasset comentaba el voto de confianza solicitado
por el jefe del Gobierno a las Cortes, después del ruidoso debate sobre los
suplicatorios, y estimando correcta la conducta de los ministros le parecía
impropia la actitud de Lerroux. Éste consideró inexcusable «tocar a rebato y
pedir que se formase al cuadro republicano, porque aquel ataque era un ataque a
la República». «Creo que el mayor enemigo de la República ha sido la presunta
coincidencia entre los republicanos. En primer lugar porque no ha existido ni
existe tal coincidencia». «En la lista de los errores republicanos hay que
poner entre los primeros el modo erróneo en que se hicieron las elecciones y el
«camuflaje» de la opinión auténtica que la conjunción republicana socialista
produjo con su torpe mecanismo en casi todas las provincias». «Desde el primer
momento dije que no aceptaba solidaridad ni responsabilidad respecto a lo hecho
por los republicanos gobernantes hasta la fecha, los cuales, por su parte, no
han contado para nada con quienes no eran sus amigos y contertulios».
¿Coincidencia
republicana? ¿La había acaso dentro de los mismos partidos? El radical
socialista reunido en Asamblea en Santander acordaba expulsar a los diputados
Botella Asensi y Ortega y Gasset (Eduardo) y la disolución de la agrupación de
Madrid por su actitud de rebeldía. A los pocos días la agrupación madrileña
votaba por gran mayoría la expulsión de su seno de los ministros Marcelino
Domingo y Álvaro de Albornoz, con otros afiliados, «por desviación de la
política del partido».
El
Presidente de la República, Alcalá Zamora, vio realizarlo uno de los más altos
sueños de su vida: el ingreso en la Academia Española. La ilustre mansión
recibió al nuevo académico con gran pompa. Alcalá Zamora compuso un discurso
sobre el tema: «El Derecho en el teatro». Le contestó el académico Ramón
Menéndez Pidal, el cual hizo cumplidos elogios del recipiendario como político
liberal y como orador. «La Academia Española —dijo Menéndez Pidal— ve hoy con
satisfacción la silla que ocupó Castelar, en posesión de un digno sucesor en el
arte de la palabra y en el rango estatal».
Constituyó
también especialísimo gozo para el presidente de la República la visita a sus
lares en Priego. El jefe del Estado contemplaba su finca «La Jinesa» y revivía recuerdos de su juventud. En conversación
con un periodista evocaba, en aquel reposo geórgico, las épocas azarosas de
lucha política, a la que se entregaba, traicionando a su vocación, porque «yo
soy fundamentalmente un labrador con algo de arquitecto».
CAPÍTULO XVINAVARRA RECHAZA EL ESTATUTO DEL PAÍS VASCO-NAVARRO
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