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CAPÍTULO XIII.CRISIS, PARO, HUELGAS, ATENTADOS Y BOMBAS
Del
10 al 17 de abril duraron los festejos conmemorativos del primer aniversario de
la República. Se apeló a todos los recursos para crear un ambiente jubiloso. En
la capital de España se multiplicaron las atracciones: hubo desfiles marciales
y toros, fiestas deportivas y exhibiciones de servicios municipales en la
Castellana, iluminaciones, fuegos de artificio, concurso de orfeones, festival
de aviación y funciones gratuitas en teatros y cinematógrafos. Pero en ningún
momento el pueblo dio la impresión de asociarse de buen semblante y con sinceridad
a la fiesta. Los afiliados a la C.N.T. se negaron a aceptar la vacación que se
les ofrecía y acordaron trabajar los días declarados festivos. Pesaba en las
memorias el recuerdo de las jornadas delirantes de un año antes, iluminadas con
las luces irisadas de la ilusión. ¡Qué lejano e insensato parecía ahora el
frenesí de las horas iniciales de la República! Descartada la prosa oficial,
exuberante y engalanada, para exaltar el aniversario, casi la única voz ilustre
que conmemoró la fecha con acento optimista y placentero fue la del doctor
Marañón. «Supone mala fe o ignorancia supina—escribía— el querer pedir cuentas
a la República recién nacida de la situación actual del país, que en lo que
tiene de desorganizada es herencia de lo antiguo. La República es la
consecuencia inevitable de la descomposición y muerte de la Monarquía... » «Ha
pasado un año. Como decía el poeta, estamos aún para juzgarlo demasiado dentro
de la polvareda y lejos todavía de la perfecta estabilidad. Pero quienes
contemplen el panorama de estos doce meses y oteen el futuro de España, sin
rencor y sin preocupaciones egoístas, tienen que sentirse transidos de este
mismo optimismo con que tantos españoles asistimos a la historia actual con los
ojos clavados en el porvenir y los oídos cerrados a los augurios de las
cornejas. Es cierto que no se han cumplido las promesas de felicidad
paradisíaca que algunos insensatos suponían adherida al hecho escueto de
sobrevenir la República. Pero era horóscopo de insensatos para otros
insensatos. Nosotros, entonces y ahora no hemos alzado la voz más que para
decir que empezaba para los españoles la hora de los deberes más ásperos. Pero
también de los deberes más gratos. Porque ahora somos todos nosotros los que
tenemos que hacer la España que antes hacían los Gobiernos mientras los demás
ciudadanos sesteaban.» «¡Cuánto, cuánto queda por hacer! Pero el trance duro ha
pasado ya. Seguirá la inquietud fecunda —no la tristeza—, que ha entonado y
hecho revivir el pulso desmayado de los españoles. Pero España está ya en
franquía y el timón de la nave en manos iluminadas y seguras. La República no
puede ser en adelante un tema de controversias pueblerinas. Es un hecho
consumado, desagradable para unos, agradable para otros, pero engranado
definitivamente en la estructura de la Historia Universal».
Era
evidente que tales esperanzas no las compartía la masa, cada día más
considerable, de españoles heridos en sus convicciones patrióticas o
religiosas, o desengañados por una política social que anarquizaba ciudades y
pueblos. Sin embargo, el optimismo oficial era positivo y arraigado. «La
República, declaraba Azaña, es tan fuerte como España misma, y los peligros que
rodearon su cuna se han desvanecido para siempre».
Como
preludio de las gratas jornadas conmemorativas pudo considerarse el estreno (13
de abril) en el Teatro Español, por la Compañía de Margarita Xirgu, del drama La
Corona, escrito por el jefe del Gobierno y ya presentado en Barcelona por
la misma Compañía en el mes de diciembre. El aspecto de la sala era muy
brillante y entre el público se encontraban varios ministros, los diputados de
la mayoría parlamentaria y el Presidente de la República. La crítica se mostró
benévola. El más severo con los cómicos fue en su íntimo el autor. «La Xirgu
—decía Azaña— no tiene bastante resuello para su papel y lo rebaja de tono,
lindo a lo lacrimoso. Todos ponen la mejor voluntad, pero no llegan. Yo creo
que no se enteran de lo que dicen. La obra la harían bien actores franceses,
que están enseñados a dar valor a las palabras». La Corona mantuvo en el
cartel veinte días.
Por
culpa de la Compañía de la Xirgu, con la que Azaña se mostraba tan exigente, su
evasión hacia el teatro, que rememoraba las que en siglo anterior hicieron
políticos como Martínez de la Rosa y López á Avala, no llegó a complacerle.
Sucedió por entonces otro hecho muy mortificante para la sensibilidad
intelectual de Azaña. Setenta y dos socios del Ateneo de Madrid firmaron una
proposición que defendió Martín del Campo, pidiendo se declarase incompatible
la presidencia del Consejo de Ministros con la del Ateneo. La propuesta fue
rechazada por 339 votos contra 96, pero Azaña la consideró como un acto de
ingratitud, ofensivo a su autoridad, y anunció que en mayo, con ocasión de
renovarse la Directiva, dejaría el cargo sin aceptar la reelección, como así lo
hizo. «El Ateneo — decía— está mal, atacado de brutalidad comunistoide,
y un pequeño grupo de violentos y despechados se impone a la mayoría de los
socios que no van por allí. Realmente el Ateneo me debe todo lo que es, incluso
la existencia, porque cuando Primo de Rivera guiso destruirlo fundiéndolo con
el Círculo de Bellas Artes, yo fui al Círculo y en una junta general conseguí
que rechazase la fusión». Acerca de mis relaciones con el Ateneo —añade Azaña—,
«se han dicho algunas tonterías». Entre otras cosas dicen que yo me he formado en el Ateneo. Disparate. El Ateneo es incapaz de formar a nadie, pero sí
de deformar y destruir toda disciplina mental. Lo que realmente aprendí en el
Ateneo, por el forzoso ejercicio, fue la polémica, cuando en 1912 me eligieron
secretario. Este ejercicio de polemista y el hábito de entendérmelas con una
muchedumbre que vota, es lo que he sacado del Ateneo y que me sirve en la
política. En todo lo demás, nada».
Azaña
incorporó al programa de fiestas republicanas la reapertura del Palacio
Presidencial, situado en la Castellana, totalmente restaurado y decorado,
ennoblecidos los salones con suntuosos muebles, tapices, alfombras, porcelanas,
cuadros y arañas, una de ellas fantástica, de dieciocho mil piezas, todo ello
traído de los palacios de El Pardo, de La Granja y Riofrío. La reforma había
sido planeada y dirigida por el propio Jefe del Gobierno, que así probó su
gusto por lo fastuoso. Con recepción, banquete y concierto, se celebró la
restauración del Palacio, transformado en mansión regia. Azaña, recibía
felicitaciones por estas reformas tan poco revolucionarias con verdadero gozo.
Ya era hora, le dijo Largo Caballero, de que el Estado se instalara con decoro.
Como
una prolongación de los festejos republicanos se consideró la botadura en los
astilleros de El Ferrol del crucero «Baleares» (20 de abril), bajo la
presidencia del contralmirante Azarola, que representaba al Gobierno. La
construcción de este crucero había sido acordada y emprendida en época de la
Dictadura.
Todavía
perduraban los ecos de las fiestas conmemorativas y la polémica en torno a la
calidad de los festejos, cuando los Comités Ejecutivos del partido socialista y
de la Unión General de Trabajadores avisaban en un manifiesto lúgubre (22 de
abril) la proximidad de otra fiesta nacional: el 1.° de mayo. En esta fecha,
decían: «los obreros de todo el mundo han de pronunciarse contra el
imperialismo capitalista, contra los armamentos y el fascismo, por la
democracia y por la organización racional de la industria, a fin de asegurar al
proletariado un nivel de vida que remedie el hambre, por la semana de cuarenta
horas, medida indispensable si se quiere evitar la crisis de trabajo. Y desde
luego, contra toda tentativa encaminada a privar de sus derechos a la clase
obrera. Ante el peligro de una reacción capitalista, la clase obrera debe
manifestar su firme voluntad de no tolerarla». Tres días después, las juntas
directivas de las entidades pertenecientes a la Unión General de Trabajadores
acordaban por unanimidad no celebrar la acostumbrada manifestación con la que
exteriorizaba el socialismo su fuerza, desde principios de siglo por iniciativa
de Pablo Iglesias, y que en época de la Monarquía era el aldabonazo anual de la
revolución a las puertas del Palacio de Oriente.
Fue
necesario el advenimiento de la República y una preponderancia de los
socialistas en el Gobierno, para suspender la manifestación, sin duda por miedo
a los elementos proletarios insatisfechos y amenazadores. Los socialistas se
contentaron con paralizar en ese día, por decreto, la vida de las ciudades y de
los pueblos de España hasta en sus menores detalles. La mayoría de los
ciudadanos, recluidos en sus casas, supieron lo que era el día íntegramente
socialista, sin un vehículo ni un aliciente en la calle. Pero la jornada no fue
todo lo tranquila que hubiesen querido sus organizadores. Aquí y allá,
sindicalistas y comunistas no se resignaron a permanecer impasibles. Once
heridos hubo en los disturbios de Madrid; un muerto y diez heridos en Sevilla;
nueve heridos y dos muertos en Córdoba; veintitrés heridos en Bilbao; tres
muertos en Salvaleón (Badajoz); un guardia civil
muerto y otro herido en Bonilla (Albacete); un muerto y dos heridos en La
Aguilera (Burgos); dos muertos, uno el presidente del Círculo Republicano
Radical, en Horcejos (Zaragoza), y otras bajas en
distintos pueblos. Balance propio de una batalla.
Todo
esto eran aspectos de la guerra social que venía riñéndose en toda España.
Cuando decrecía en una región, resurgía en otra, conforme a una estrategia
demostrativa de la fuerza y de la astucia de los adversarios del Gobierno. Una
ojeada panorámica a los meses de marzo, abril y mayo daba el siguiente resumen.
En marzo: estallido de bombas en Barcelona, Madrid y Huelva; atracos en
Barcelona, y otro en Bilbao, con el asesinato del lotero Julián Ballesteros;
agresión en Madrid contra el presidente de la Unión Eléctrica Madrileña,
Valentín Ruiz Senén; asesinato en Ceuta del coronel del Tercio, Juan Mateo
Pérez, por un licenciado de la Legión; en la sucursal del Banco de Bilbao, en
Barcelona, un empleado asesinaba al director, Luis Pascual; asalto de casas, tiendas
o cortijos en Llerena (Badajoz), Cebolla (Toledo), Mombeltrán (Ávila), Aracena (Huelva), Villa de Don Fadrique (Toledo) y Mancha Real (Jaén);
disturbios, con seis heridos, en Puebla Palacios (Ávila), Santiago de
Compostela y Vitoria, en Navahermosa (Toledo), en Alicante, Zorita y Morón de
la Frontera; en Córdoba se descubrió una conspiración comunista ramificada en
toda la provincia, y en Jaca, un complot, en el que aparecían complicados
algunos militares. En Lora del Río, los obreros parados intentaban asaltar el
cuartel de la Guardia Civil y perdían un muerto y dos heridos. Hubo huelgas en
la Rinconada, Palma del Río, Zaragoza, Alicante, Jaén, Bailén, Talavera,
Melilla, Jerez y Antequera, más una general, muy grave y sangrienta, en Toledo
(6 de marzo), donde los sindicalistas, dueños de la ciudad, la dejaron a
oscuras, produjeron desmanes y agredieron a tiros a los guardias de Seguridad y
de Asalto, hiriendo a siete, de los cuales dos morían en los días siguientes.
El gobernador decía en un bando: «La huelga ha tomado caracteres
revolucionarios y la autoridad da por agotada su paciencia y los medios de
templanza y persuasión. Desde este momento todo grupo de más de dos personas
será disuelto violentamente». Se cerró el mes de marzo con un motín de los
sindicalistas que iban deportados a bordo del «Buenos Aires», cuando el barco
daba vista a Santa Isabel, en Fernando Poo, lugar de la deportación. Los
marinos del cañonero «Cánovas del Castillo» consiguieron devolver el dominio
del barco a sus tripulantes.
*
* *
El
mes de abril ofrecía el siguiente balance: sublevación y motines de reclusos en
la prisión de Málaga y en las cárceles de Valencia, Oviedo y Alicante; huelga
del hambre de los presos políticos y sociales de Bilbao, libertados después
ante los disturbios promovidos por sus familiares; estallido de bombas en la
Coruña, Madrid, Zaragoza, La Albañesa (Zamora),
Málaga, Santa Cruz de la Palma, Granada, Barcelona, Soria, Lorca, Valladolid y
Valencia —colocada en la plaza de toros en día de corrida y descubierta poco
antes de que estallara— , y en Sevilla, en casa de Manuel Fernández Ordóñez,
hermano político de Manuel Fal Conde. La calamidad de
las huelgas afectó a casi toda España: en Jaén, con desórdenes; en Ávila, con
manifestaciones tumultuarias, pedreas al comercio, cargas y tiros de la Guardia
Civil, agredida, y algunas bajas; en Linares, donde el paro fue general, con
tiroteos y heridos; en Granada, en Pozoblanco y Pinos Puentes (Granada). Aquí
el vecindario se amotinó para impedir el traslado de los detenidos a la
capital, y la fuerza pública se abrió paso a tiros. Cinco heridos graves y una
niña muerta fue el resultado de la pugna. En Salamanca la C. N. T. impuso el
paro total; en Tonca (Huelva) la huelga fue seguida de invasión y destrozo de
fincas; en varios pueblos de Palencia, en Jaca, en Mataró, en Toledo, en
Valencia y en Melilla, los conflictos degeneraron en motines. Durante casi todo
el mes de abril de 1932 la mayor parte de la campiña andaluza vivió en plena
efervescencia anárquica. Alternaban las huelgas con las sublevaciones de
campesinos y la inevitable consecuencia de los asaltos a los cortijos, tala de
árboles y destrozos en las fincas. El día 3 la huelga paralizó la vida de
Jerez, Medina Sidonia, San Fernando, Chipiona y se propagó a Cádiz. La
sublevación cundió en el campo, en el que los guardas de ganados y de cortijos,
aterrorizados o contagiados del virus revolucionario, abandonaron sus puestos
para dejar libre la campiña a los amotinados. En Chipiona, los huelguistas,
dirigidos por un concejal socialista, asaltaron el Cuartel de los Carabineros,
y al ser rechazados perdieron los revoltosos dos muertos y varios heridos. La
subversión se extendió a los campos granadinos y a las tierras de Jaén. El
Director General de la Guardia Civil se presentó en la zona sublevada para
dirigir las operaciones contra los sediciosos. Las cárceles rebosaban
detenidos. Gracias a los soldados no faltó pan y funcionaron los servicios
públicos en las localidades estranguladas por la huelga. En Baena y Sevilla la
liquidación de los desórdenes se hizo con muertos y heridos.
Para
estudiar sobre el terreno el mal que tan gravemente quebrantaba a la economía
andaluza, se trasladó el ministro de la Gobernación a Sevilla, y cuando iba a
embarcar en un remolcador (19 de abril), un obrero parado le agredió, sin
consecuencia, con un martillo.
Por
su parte, el ministro de Obras Públicas, Indalecio Prieto, se trasladó a
Vizcaya y Santander (11 de mayo), para estudiar soluciones a la grave crisis
industrial planteada en dichas provincias. El número de obreros parados en
Vizcaya crecía sin cesar: zarpo, en Baracaldo; 1.600, en Sestao; 640, en
Miravalles; 308, en Santurce. Astilleros, fábricas, minas, fundiciones perdían
actividad gradualmente. El día 13 llegaban a Bilbao, en viaje preparado por el
ministro, el presidente del Consejo de la Nafta rusa, el comisario Ostrovski, con el delegado del Gobierno en la Campsa. Indalecio Prieto había firmado un año antes un
contrato de suministro de petróleo ruso para la Compañía arrendataria española.
Trataba en esta ocasión de vender a los Soviets plomo, cobre, hierro, laminados
y corcho a cambio de petróleo. En una nota atribuía el ministro de Obras
Públicas a Rusia el propósito de adquirir 150.000 toneladas de hierro laminado
y algunos barcos petroleros. El mensajero de los Soviets deseaba conocer la
capacidad industrial de Vizcaya para atender los pedidos. «La dificultad —
añadía la nota— estriba en las condiciones económicas de la producción. Si ésta
fuese vencida, daríamos un formidable paso de avance en la solución de la
crisis que aflige a Vizcaya, pues entraríamos en relación con el más formidable
cliente que podemos tener en el exterior: con Rusia». El fantástico proyecto de
Prieto no debía pasar adelante.
La
plaga de parados se extendía por toda España, y en el mes de abril causaba
perturbación e inquietud: en Socuéllamos, Arcicollar (Toledo), Antequera, Málaga, Córdoba, Zamora y en el mismo Madrid.
Las
luchas entre los partidos políticos o entre las organizaciones obreras
adquirían también mayor intensidad: Carlistas y republicanos se batieron a
tiros en Haro; católicos y socialistas chocaron en Gálvez (Toledo) porque el
alcalde prohibía reintegrar una imagen a una ermita, y como consecuencia
resultaron do heridos; radicales y socialistas pelearon en Lames (Huesca): un
muerto y dos heridos; socialistas y sindicalistas se tirotearon en Elda: un
herido; sindicalistas y socialistas se acometieron en el puerto de Melilla: un
muerto; entre nacionalistas y socialistas, se cruzaron más de doscientos
disparos en Olaveaga (Vizcaya): varios heridos. El
encuentro más sangriento ocurrió en Pamplona, entre socialistas y carlistas:
dos muertos y doce heridos produjo la refriega. Los socialistas asaltaron el
Círculo Tradicionalista, declararon la huelga general, y después de apedrear la
casa del jefe de los carlistas navarros, Joaquín Baleztena, la prendieron
fuego. Los bomberos evitaron la destrucción del edificio. Una colisión política
produjo la muerte de un sereno en Vitoria, más un intento sindicalista de
huelga general, que acabó en fracaso.
Atropellos
de carácter religioso se produjeron en Almancha (Málaga), donde la imagen de la Virgen de las Angustias fue arrojada a un
barranco; en el Ferrol, con destrozo de un monumento artístico a la entrada de
la parroquia de Santa María de Neda; en Zamora, con ruptura de un lienzo
antiquísimo en la calle de las Juderías; en Villalva (Lugo) y en Fuente Maestre
(Badajoz), donde fueron derribadas cruces veneradas y de mucho valor histórico.
En Carmona, los huelguistas quisieron incendiar el convento de las Descalzas y
en Sevilla se pudo evitar que ardiera la iglesia de San Gil.
El
capítulo de asesinatos y atracos correspondientes al mes de abril tampoco fue
corto: los más sonados fueron un robo a mano armada en Madrid a un cajero de
la sección de arbitrios municipales, cuando descendía las escaleras del «Metro»
y el asalto por ocho pistoleros de la sucursal del Banco de Vizcaya en la
Glorieta de Bilbao, de Madrid (8 de abril), apoderándose de 40.000 pesetas; los
atracos a la oficina de obras del Puerto, en Pasajes, (Guipúzcoa), de la que se
llevaron 9.000 pesetas, y a un caserío en Deusto; el asesinato de la estanquera
Isabel Miranda, en Zaragoza; los asaltos a la fábrica de vidrios La Trinidad,
en Sevilla; y a un estanco, en Barcelona, y el atentado contra el jefe de los
Archivos de la Compañía del Norte, en Palencia, Mariano Gárate, que quedó
gravísimo.
El
mismo día de ocurrir el atraco a la sucursal del Banco de Vizcaya varios
diputados presentaron una proposición incidental a las Cortes, para pedir «en
vista del estado de anarquía y de indisciplina en que se vive en España, la
aplicación de la pena de muerte contra los delincuentes, en determinados
casos». El diputado Fernández Piñeiro quiso defender la propuesta, pero
constantes interrupciones y abucheos se lo impidieron. «La proposición, dijo el
jefe del Gobierno, ha sido redactada en un momento de alarma personal».
Aconsejaba «un poco más de serenidad, de prudencia y de tino para calcular la
importancia de los sucesos que afectan al orden público». «En España no reina
nadie — agregó Azaña— ni siquiera la anarquía». «El suceso de esta mañana en sí
mismo no tiene nada de particular; es un caso de policía y nada más». «El
Gobierno estima que, hoy por hoy, tiene en sus manos los medios necesarios para
mantener el orden público en España, sin necesidad de asociar a su obra a un
personaje tan repulsivo como el verdugo».
*
* *
Mayo
fue el mes de las bombas: sindicalistas, comunistas y anarquistas las
almacenaban para hacerlas estallar con arreglo a un plan terrorista que debía
culminar el día 29, jornada elegida para una gran acción revolucionaria,
encaminada a pedir la libertad de los presos gubernativos y el inmediato
retorno de los deportados. El día 17 estallaban casualmente dos bombas en una
casa de Montellano (Sevilla), domicilio de un expresidente de la C. N. T. y
ocasionaban la muerte de una mujer, dejando heridos a varios vecinos. Este
hecho orientó a la Guardia Civil y a la policía en sus pesquisas para descubrir
los talleres clandestinos y depósitos de explosivos. El capitán de la
Benemérita, jefe de la Comandancia de Écija, Gerardo Doval tomó a su cargo la
indagación. Dos días después se descubría la fábrica clandestina, instalada en
una cochera de la calle del Cardenal Sanz y Floret,
en pleno barrio de Santa Cruz, de Sevilla. Allí se encontraron 200 bombas
cargadas y 700 en fabricación, más las listas de los agentes comprometidos para
recibirlas en diversos pueblos y ciudades. Al día siguiente la policía se incautaba
en un taller de la calle de Hernani, de Madrid, de los paquetes de dinamita,
armas y municiones. Los hallazgos se sucedían: en el barrio Nervión, de
Sevilla; en Cazalla —12 bombas y 27 petardos—, en Andújar —21 bombas—, en Manresa
—25 cartuchos de dinamita, obturadores y armas en una casa y 85 bombas
escondidas bajo ladrillos en otra—, en una fundición del Puente de Toledo
(Madrid) —130 explosivos—, en Santiago de Compostela —24 cartuchos de
dinamita—, en Costantina —16 bombas— en Guadalcanal
—13 bombas y 14 botes de metralla—, en Andújar —6 bombas en una casa de Málaga
—un taller para fabricar explosivos—, en Manís de la Sierra —8 bombas—, en
Utrera —48 bombas— y en Alcalá de Guadaira —18—, en el Sindicato de productos
químicos de Barcelona —cajas de municiones—, en Zaragoza —en la calle Nueva de
las Torres, dos depósitos de bombas y cartuchos de dinamita—, en Santander —21
bombas.
Quedó
desarticulado el plan terrorista, y a pesar de las violentas excitaciones
hechas desde «Solidaridad Obrera» y en hojas clandestinas, los desórdenes del
día 29 no tuvieron la amplitud e importancia que prometían sus organizadores.
Hubo disturbios en Madrid, producidos por grupos con banderas rojas; reducir a
los levantiscos costó un muerto y varios heridos. También se registró agitación
con cargas, tiroteos, heridos y presos en Barcelona, con intentos de asalto al
mercado de Sans y al Ayuntamiento de Hospitalet. Desórdenes hubo en Valencia,
Buñol —aquí los comunistas tuvieron cinco bajas al asaltar el Ayuntamiento —,
en Collera, Játiva y en los pueblos alicantinos de Elche, Elda y Santa Pola,
así como en la capital. Huelga general en Algeciras y Ceuta y disturbios en
Cádiz. En Sevilla el paro en el puerto fue total; no prosperó un intento de
incendio de las iglesias de Santa Catalina y de San Juan de la Palma, de
Triana. «Es lamentable —dijo el gobernador— que en lo que va de año no haya
habido mes sin alguna huelga revolucionaria». La provincia de Sevilla soportaba
desde el día 13 una huelga de campesinos, con motivo de las bases de trabajo:
en algunos pueblos se hizo endémica y en otros se desarrolló con chispazos de
tragedia; entre tiroteos y un asalto a la central eléctrica en Herrera; con
desórdenes en Pila, Marches, Utrera, Morón, Alcalá de Guadaira y Lebrija. La
propia capital, Sevilla, no conoció en este mes de mayo un día tranquilo. Se
descubrió una organización terrorista de pistoleros asalariados con diez
pesetas diarias, más un premio de veinticinco por cada obrero municipal que
fuese asesinado por no secundar el paro.
En
el transcurso de mayo se registraron huelgas generales en Toledo, en Oviedo,
Zamora, Salamanca, Málaga, en varios pueblos de Cuenca, en las minas de Fabero (León), donde un huelguista resultó muerto, en
Castro del Río (Córdoba), en Vega de Cordoruo (Cuenca), en Berrocalejo (Cáceres) con varios
heridos; en Nerva (Huelva), Albatén (Alicante),
Archidona (Málaga) —cuatro heridos— y Navahermosa (Toledo). A consecuencia del
despido de obreros holgaron los trabajadores de la Construcción Naval en El
Ferrol, e impidieron que la ciudad fuese abastecida, lo cual obligó al éxodo a
parte de la población (18 de mayo). Los leprosos de Fontilles se amotinaron y quisieron apoderarse de la Leprosería. Los parados de Plasenzuelas (Cáceres) invadieron las dehesas y fueron
desalojados a tiros, dejando un muerto y varios heridos, dos de ellos graves.
También en Alicante y Murcia los huertanos en rebeldía destrozaron acequias y
máquinas agrícolas. El día 18 comenzó en Madrid la huelga de los obreros del
transporte mecánico, como protesta contra los nuevos gravámenes y aumento de
precio de la gasolina. El paro se extendió a toda España. Hubo huelga de
campesinos en Jaén y perturbaciones constantes en la ciudad de Málaga y su
provincia, con explosión de bombas, sabotajes y desmanes en el campo. Los
detenidos políticos de Vitoria y los reclusos de Pamplona declararon la huelga
del hambre, y de la cárcel del Puerto de Santa María se fugaron el mecánico
Pablo Rada y veinticinco presos más.
Sólo dos de los fugados fueron detenidos. Desde este momento los ataques de los
republicanos y socialistas contra la Directora General de Prisiones, la lombrosiana Victoria Kent, fueron duros e incesantes.
De «error y fracaso que no aprovecha al servicio de la República», calificaba El Socialista la política penitenciaria que había llevado la anarquía a las cárceles. Lamentamos, escribía Luz, el diario de la República, que la Directora de Prisiones, «tan despierta de sensibilidad ante el dolor de los que sufren bajo el peso de la ley, no lo sea igualmente ante la censura pública y unánime de su gestión. La realidad de este fracaso es tan evidente que cuanto se ha alegado para disculparlo resulta falaz y sin consistencia». Consecuencia de tales censuras fue la dimisión. El
día 5 de junio Victoria Kent era sustituida por el gobernador de Sevilla
Vicente Sol Sánchez, y para ocupar este cargo se designaba al de Córdoba,
Eduardo Valera Valverde.
El
nuevo director general, en una circular describía el estado de la
Administración penitenciaria del modo siguiente: «Se acusa claramente una
anormalidad funcional en la vida de las prisiones, originada por diversas
causas: de un lado, la generosa merced de indultos y amnistías que ha otorgado
la República, abriendo las puertas de los establecimientos penales; las
perturbaciones del orden público suscitadas por los extremistas de todo linaje,
que aportan a las cárceles nuevas masas de detenidos y presos, que abarrotan
los edificios y trastornan el régimen, llevando a ellas las rebeldías de su
ánimo y el reflejo de la indisciplina exterior, y los efectos de determinadas
medidas de organización, adoptadas con los más rectos propósitos, que concurren
al desequilibrio de los servicios». Se imponía una rectificación, pues «el
problema de las prisiones ha evolucionado hoy en su esencia, y más que la obra
científica de la corrección y reforma del hombre delincuente, constituye su fin
primordial la función de seguridad y aislamiento del hombre peligroso». Así
quedaba clausurada una etapa de política penalista iniciada en un momento de
embriaguez revolucionaria.
A
la vista del aumento del peligro revolucionario, las fuerzas monárquicas y de
Acción Nacional planeaban una defensa común. Se advertía una mejor disposición
en los elementos afines para constituir un frente único. En Sevilla el conde de
Vallellano (30 de marzo) declaraba en un mitin tradicionalista que la unión de
las dos ramas monárquicas era un hecho. Una campaña de propaganda
tradicionalista por Andalucía fue suspendida por el Gobernador de Córdoba,
prohibidos varios actos organizados por el bloque de derechas en Almería y
Baleares, o agredidos los asistentes, como sucedió en Santander a la salida de
una conferencia de Gil Robles (6 de abril). «Vivimos —exclamó el jefe de Acción
Nacional— en un régimen de dictadura, pues todos los poderes se han concentrado
en la misma mano. Este es un régimen tiránico que aplica el señor Azaña en
beneficio de sus amigos». En virtud de un acuerdo del Consejo de Ministros (11
de abril) en adelante, «la palabra «nacional» sólo podría usarse por
colectividades o en actos interesantes de carácter oficial y mediante expresa
autorización del Gobierno». Acción Nacional, a la que directamente afectaba la
medida, cambió su título (29 de abril) por el de «Acción Popular». Hacía
constar que tal cambio obedecía «a expresa determinación gubernativa». La
Confederación Nacional del Trabajo no se dio por enterada de tal acuerdo y
continuó sin alterar su nombre. Lerroux, el jefe radical, se inclinaba
notoriamente del lado de la reacción antigubernamental, persuadido de que por
este procedimiento podría incrementar la fuerza de su partido. «Represento —
afirmó en Ciudad Real (9 de abril)— un estado latente de la opinión pública
española que trajo la República y hoy pide cambios en los métodos de Gobierno».
Y se oponía a la política antirreligiosa, pues «el Crucifijo está en el alma de
nuestra raza, hasta en la de los no creyentes». Los peor librados en sus
propagandas eran los diputados socialistas y radicales socialistas, a quienes
rechazaban y ponían en fuga el público, tanto en Soria como en Jaén, Coruña,
Tomelloso, Madrid y Barcelona, donde los guardias de Asalto irrumpieron en una
sala para imponer orden. En una conferencia del diputado socialista Bujeda en
el Ateneo madrileño menudearon las violencias e incidentes, y hubo heridos, uno
de ellos grave. No tuvo mejor fortuna Miguel Maura en un mitin en la plaza de
toros de Salamanca (9 de abril), donde en medio de un fragor de interrupciones
cargó a la cuenta de las derechas españolas todos los males que padecía España.
Ese mismo día José Ortega y Gasset hizo en Oviedo propaganda del gran partido
nacional que proyectaba. «En los últimos tres meses —afirmó— ha ganado
sobremanera la faz de la política republicana. Cuanto mayor sea nuestra
exigencia y la franqueza de nuestra crítica, tanto mayor lealtad hay que tener
para reconocer el mejoramiento». «Vayamos —recomendaba— poco a poco hacia una
fuerza republicana fundida en estos principios que son únicos: homogeneidad,
disciplina y energía. La faena, la tarea es compleja, difícil, dura, áspera.
Sólo un gran frente nacional puede tener el vigor suficiente para labrar el
estatuto de la República española». La votación del presupuesto la consideraba
como «la primera acción republicana con plenitud de derecho para ser estimada y
respetada por todo el mundo..., prenda inequívoca ofrecida al país y al
extranjero de que la República es hoy una fuerza moral decisiva puesta al
frente de los destinos españoles y que nos rige con toda firmeza, decoro y
austeridad». «La República en su primer presupuesto, en su obra naciente, tan
difícil por ser de nacimiento y por nacer en medio de una pavorosa crisis, se
niega austeramente a soltar el cordón de la bolsa nacional, rehúsa con
severidad el hacerse a sí mismo la vida fácil y se limita cuidadosamente a
pagar las trampas de la Monarquía.. «La nación es, pues, el perfil de lo que
hay que hacer; el trabajo, el instrumento con que hay que hacerlo...
Socialismo, comunismo, sindicalismo... son teorías más o menos respetables y
profundas, pero al fin y al cabo transitorias de algo mucho más profundo y
radical e inexorable que desde hace siglo y medio empuja a la Historia» el
movimiento ascensionista a la superficie de los derechos de la masa obrera».
Lo
cierto era que cualquier motivo servía de base para hacer patente la hostilidad
contra el Gobierno. El 13 de abril la policía de Madrid sorprendió en un bar a
ciertos elementos sospechosos. Entre los detenidos figuraba un individuo
llamado Manuel Lahoz, a quien se le ocupó una pistola y cerca de mil pesetas
en billetes. Una vez interrogado, la Dirección General de Seguridad lo entregó
al juez del Centro, Luis Amado, el cual ordenó su ingreso en la cárcel, donde
permaneció las setenta y dos horas que autoriza la Ley, y transcurrido ese
plazo, dictó auto de procesamiento por delito de tenencia indebida de armas y
decretó la libertad provisional sin fianza en atención a que no existían
antecedentes contrarios al procesado. Al enterarse de lo sucedido el ministro
de la Gobernación, que se hallaba en Sevilla, ordenó por telégrafo la
aplicación de la ley de Defensa de la República al juez, imponiéndole como
sanción la suspensión de empleo y sueldo durante dos meses. Recurrió Amado,
pero el Consejo de ministros (26 de abril) denegó el recurso. Desde el primer
instante el asunto adquirió resonancia escandalosa. Los partidarios de la
sanción — toda la Prensa gubernamental en primer término— presentaban a Lahoz
como pistolero, autor de múltiples fechorías, imputándole además el propósito
de asesinar a Azaña, en una de las visitas del jefe del Gobierno al teatro
Español, con motivo de los ensayos de su comedia. La Unión Nacional de Abogados
se dirigió por escrito al Presidente del Consejo, alarmada por estimar que la
aplicación de la ley de Defensa de la República a un funcionario judicial era
un síntoma grave de amenaza a la independencia del Poder judicial. «El juez
—decían— tiene su función jerarquizada, intervenida y con posibles exigencias
de responsabilidad, tal vez, como ningún otro funcionario, y no hay por qué
echar mano de leyes extraordinarias».
Los
jueces hicieron causa común con Amado, y una Comisión de aquéllos visitó al
presidente del Tribunal Supremo para protestar contra el acuerdo del ministro
de la Gobernación. Conforme pasaban los días crecía la protesta. El Colegio de
Abogados de Madrid, presidido por Melquiades Álvarez, recibía (25 de abril) una
propuesta firmada por muchos colegiados, para que intercediera cerca del
Gobierno en súplica de que quedase inmediatamente sin efecto la resolución
contra el juez y derogada la ley de Defensa de la República. Al día siguiente,
la cuestión llegaba al Parlamento. Un juez no puede ser castigado —decía Royo
Villanova— como un pistolero, sin formación de expediente. Maura pedía al
ministro declarase los motivos que le habían inducido a semejante medida. Las
explicaciones de Casares Quiroga no satisfacieron a
las oposiciones. La Ley de Defensa facultaba al ministro para castigar la falta
de celo y negligencia de los funcionarios públicos en el desempeño de sus
servicios, y el ministro declaraba que las había habida en el caso. La
discusión subió de tono, al intervenir varios oradores, uno de ellos Melquiades
Álvarez, para calificar de abusiva y arbitraria la conducta del ministro.
Sánchez Román pidió se trajera a la Cámara el sumario, y con la promesa por
parte del ministro de Justicia de atender la petición, se dio por terminado un
debate que había degenerado en polémica apasionada y ruidosa.
La
agitación de protesta con motivo de la sanción impuesta al juez Amado,
coincidía con la fuerte marea contraria al Gobierno que bullía en centros
académicos, un año atrás reductos republicanos, y en clases sociales muy
ilusionadas con la República antes de su advenimiento. El entusiasmo decrecía,
enfriado por la decepción. El Colegio de Abogados, con gran sorpresa para
muchos, se había transformado en una posición hostil con sus baterías enfiladas
contra el Gobierno. El mismo proceder seguiría la Academia de Jurisprudencia
al elegir (29 de mayo) por gran mayoría una Junta de elementos monárquicos
presididos por Antonio Goicoechea, frente a otra candidatura, no de extremistas
notorios, sino de elementos moderados, en la que no faltaban antiguos monárquicos
reconciliados con el nuevo régimen. De cuán reñida fue la votación para
presidente lo dice la intervención de 528 académicos votantes, entre éstos el
Jefe del Estado. Algo parecido sucedió en el Colegio Oficial de Médicos. Aquí
la candidatura independiente para la Junta directiva la encabezaba el doctor
Antonio Piga, y apoyada por colegiados contrarios a
la política del Gobierno derrotaban a la candidatura oficial, al frente de la
cual figuraba el doctor Hinojar. Tal derrota era la réplica de la clase médica
a una política sectaria desarrollada desde la Dirección General de Sanidad por
el doctor Marcelino Pascua, afiliado al socialismo, pero ya en la última fase
de su evolución hacia el comunismo. Durante su etapa había destituido a los
doctores Enrique Suñer, de la Dirección del Instituto Nacional de Puericultura,
fundado y organizado por aquél; al doctor Codina, uno de los creadores de los
servicios antituberculosos; al doctor Goyanes, adalid
de la lucha anticancerosa; al doctor Nogueras, que durante quince años había
dirigido el Sanatorio Victoria Eugenia desinteresadamente. El doctor Pascua
persiguió con extremado rigor la presencia do Crucifijos e imágenes religiosas
en hospitales y sanatorios. Las asambleas médicas celebradas en Segovia, Ávila,
Burgos y Granada habían solicitado la destitución del Director General,
fundándose en incompetencia para el desempeño del cargo.
En
cuanto al Ateneo de Madrid, los elementos oficiales aceptaron la candidatura de
Valle Inclán para la presidencia, a sabiendas de que el escritor se proclamaba
el primer disidente de la República y estaba dado de baja como socio por moroso
en el pago de las cuotas. Despotricaba en las tertulias con su habitual
desenfado contra los ministros y desde la tribuna del Casino de Madrid (3 de
marzo) proclamaba: «No es verdad que España sea republicana. No es verdad que
España haya votado a la República. Se equivocan los que halagan a los nuevos
políticos llamándoles representantes del pueblo. Las elecciones de abril no
fueron en favor de la República sino una sanción ética impuesta a Alfonso
XIII». Elementos contrarios a las candidaturas republicanas triunfaron en las
elecciones para designar Juntas Directivas de los Ateneos de Sevilla, Alicante,
Málaga y Cuenca.
Antes
de ocurrir estas derrotas republicanas se había producido otra más espectacular
en el campo abierto de la democracia popular. Sucedió en Cuenca (15 de mayo)
con motivo de unas elecciones parciales municipales. De los siete puestos
disputados, seis ganaron las fuerzas de derechas unidas. «No se puede ser tan
alegre —escribía El Sol (18 de mayo)— que se desconozca la importancia
justa del episodio». Recordaba el periódico que en las elecciones de Cuenca del
12 de abril y de 28 de junio de 1931, habían triunfado las izquierdas.
Otro
sector donde la República hostigada perdía terreno era el universitario.
Todavía la Federación Universitaria Escolar (F. U. E.) gozaba de gran
predicamento en premio a sus servicios para derribar a la Monarquía y sus
directivos disfrutaban de la privanza oficial e influencia. Pero dentro de la
masa estudiantil actuaban ya los núcleos de la Federación de Estudiantes
Católicos y de la Asociación de Estudiantes Tradicionalistas, cuyos afiliados
eran conscientes del precio del desorden y anarquía con que se pagaban las
generosidades y colaboraciones de pasados tiempos y rechazaban los privilegios
que no se les concedían como estudiantes, sino en razón a que profesaran dentro
de un credo político. Los disturbios estudiantiles se promovían con los más
diversos pretextos, pero siempre reconocían como causa la lucha entablada en el
seno de las Universidades, de los Institutos, de las Normales y luego en todo
el área escolar, contra el predominio sectario de la F.U.E. A veces los
alborotos (6 de abril), requieren la intervención de la fuerza pública, que
practicaba hasta 57 detenciones en Madrid. La agitación no se circunscribía a
la capital de España, sino que se extendía a Valencia, Sevilla, Toledo,
Valladolid y Salamanca. En este punto, los estudiantes católicos concretan sus
peticiones en unas octavillas: «desaparición de los privilegios de la F. U. E.,
sometiéndose a un régimen común de vida escolar: igualdad de trato; libertad de
enseñanza, renuncia de los catedráticos diputados a sus actas, para que no abandonen
sus funciones docentes». La lucha escolar había quedado planteada. La
decadencia de la F. U. E. era visible.
Durante
el mes de abril, los ministros de Estado y de Trabajo hicieron salidas a París
y Ginebra, para asistir a la Conferencia del Desarme y a la Asamblea de la
Sociedad de Naciones el primero y a la Conferencia Internacional de Naciones el
segundo. El ministro de Justicia anunció que había quedado redactado el
anteproyecto acerca de las Ordenes y Congregaciones religiosas, y el de
Agricultura, Industria y Comercio creó (22 de abril) el Consejo ordenador de la
Economía Nacional para determinar las condiciones de producción y venta en el
interior y en el exterior de los productos nacionales.
A
partir del mes de abril el asunto que empieza a acaparar el interés público es
el Estatuto Catalán, que iba a conmover a la opinión pública hasta sus raíces.
CAPÍTULO XIVLAS CORTES DISCUTEN EL ESTATUTO DE CATALUÑA
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