web counter
cristoraul.org

CAPÍTULO XIII.

CRISIS, PARO, HUELGAS, ATENTADOS Y BOMBAS

 

Del 10 al 17 de abril duraron los festejos conmemorativos del primer aniversario de la República. Se apeló a todos los recursos para crear un ambiente jubiloso. En la capital de España se multiplicaron las atracciones: hubo desfiles marciales y toros, fiestas deportivas y exhibiciones de servi­cios municipales en la Castellana, iluminaciones, fuegos de artificio, concurso de orfeones, festival de aviación y funciones gratuitas en teatros y cinematógrafos. Pero en ningún momento el pueblo dio la impresión de asociarse de buen semblante y con sinceridad a la fiesta. Los afiliados a la C.N.T. se negaron a aceptar la vacación que se les ofrecía y acordaron trabajar los días declarados festivos. Pesaba en las memorias el recuerdo de las jornadas delirantes de un año antes, iluminadas con las luces irisadas de la ilusión. ¡Qué lejano e insensato parecía ahora el frenesí de las horas iniciales de la República! Descartada la prosa oficial, exuberante y engalanada, para exaltar el aniversario, casi la única voz ilustre que conmemoró la fecha con acento optimista y placentero fue la del doctor Marañón. «Supone mala fe o ignorancia supina—escribía— el querer pedir cuentas a la República recién nacida de la situación actual del país, que en lo que tiene de desorganizada es herencia de lo antiguo. La República es la consecuencia inevitable de la descomposición y muerte de la Monarquía... » «Ha pasado un año. Como decía el poeta, estamos aún para juzgarlo demasiado dentro de la polvareda y lejos todavía de la perfecta estabilidad. Pero quienes contemplen el panorama de estos doce meses y oteen el futuro de España, sin rencor y sin preocupaciones egoístas, tienen que sentirse transidos de este mismo optimismo con que tantos españoles asistimos a la historia actual con los ojos clavados en el porvenir y los oídos cerrados a los augurios de las cornejas. Es cierto que no se han cumplido las promesas de felicidad paradisíaca que algunos insensatos suponían adherida al hecho escueto de sobrevenir la República. Pero era horóscopo de insensatos para otros insensatos. Nosotros, entonces y ahora no hemos alzado la voz más que para decir que empezaba para los españoles la hora de los deberes más ásperos. Pero también de los deberes más gratos. Porque ahora somos todos nosotros los que tenemos que hacer la España que antes hacían los Gobiernos mientras los demás ciudadanos sesteaban.» «¡Cuánto, cuánto queda por hacer! Pero el trance duro ha pasado ya. Seguirá la inquietud fecunda —no la tristeza—, que ha entonado y hecho revivir el pulso desmayado de los españoles. Pero España está ya en franquía y el timón de la nave en manos iluminadas y seguras. La República no puede ser en adelante un tema de controversias pueblerinas. Es un hecho consumado, desagradable para unos, agradable para otros, pero engranado definitivamente en la estructura de la Historia Universal».

Era evidente que tales esperanzas no las compartía la masa, cada día más considerable, de españoles heridos en sus convicciones patrióticas o religiosas, o desengañados por una política social que anarquizaba ciudades y pueblos. Sin embargo, el optimismo oficial era positivo y arraigado. «La República, declaraba Azaña, es tan fuerte como España misma, y los peligros que rodearon su cuna se han desvanecido para siempre».

Como preludio de las gratas jornadas conmemorativas pudo considerarse el estreno (13 de abril) en el Teatro Español, por la Compañía de Margarita Xirgu, del drama La Corona, escrito por el jefe del Gobierno y ya presentado en Barcelona por la misma Compañía en el mes de diciembre. El aspecto de la sala era muy brillante y entre el público se encontraban varios ministros, los diputados de la mayoría parlamentaria y el Presidente de la República. La crítica se mostró benévola. El más severo con los cómicos fue en su íntimo el autor. «La Xirgu —decía Azaña— no tiene bastante resuello para su papel y lo rebaja de tono, lindo a lo lacrimoso. Todos ponen la mejor voluntad, pero no llegan. Yo creo que no se enteran de lo que dicen. La obra la harían bien actores franceses, que están enseñados a dar valor a las palabras». La Corona mantuvo en el cartel veinte días.

Por culpa de la Compañía de la Xirgu, con la que Azaña se mostraba tan exigente, su evasión hacia el teatro, que rememoraba las que en siglo anterior hicieron políticos como Martínez de la Rosa y López á Avala, no llegó a complacerle. Sucedió por entonces otro hecho muy mortificante para la sensibilidad intelectual de Azaña. Setenta y dos socios del Ateneo de Madrid firmaron una proposición que defendió Martín del Campo, pidiendo se declarase incompatible la presidencia del Consejo de Ministros con la del Ateneo. La propuesta fue rechazada por 339 votos contra 96, pero Azaña la consideró como un acto de ingratitud, ofensivo a su autoridad, y anunció que en mayo, con ocasión de renovarse la Directiva, dejaría el cargo sin aceptar la reelección, como así lo hizo. «El Ateneo — decía— está mal, atacado de brutalidad comunistoide, y un pequeño grupo de violentos y despechados se impone a la mayoría de los socios que no van por allí. Realmente el Ateneo me debe todo lo que es, incluso la existencia, porque cuando Primo de Rivera guiso destruirlo fundiéndolo con el Círculo de Bellas Artes, yo fui al Círculo y en una junta general conseguí que rechazase la fusión». Acerca de mis relaciones con el Ateneo —añade Azaña—, «se han dicho algunas tonterías». Entre otras cosas dicen que yo me he formado en el Ateneo. Disparate. El Ateneo es incapaz de formar a nadie, pero sí de deformar y destruir toda disciplina mental. Lo que realmente aprendí en el Ateneo, por el forzoso ejercicio, fue la polémica, cuando en 1912 me eligieron secretario. Este ejercicio de polemista y el hábito de entendérmelas con una muchedumbre que vota, es lo que he sacado del Ateneo y que me sirve en la política. En todo lo demás, nada».

Azaña incorporó al programa de fiestas republicanas la reapertura del Palacio Presidencial, situado en la Castellana, totalmente restaurado y decorado, ennoblecidos los salones con suntuosos muebles, tapices, alfombras, porcelanas, cuadros y arañas, una de ellas fantástica, de dieciocho mil piezas, todo ello traído de los palacios de El Pardo, de La Granja y Riofrío. La reforma había sido planeada y dirigida por el propio Jefe del Gobierno, que así probó su gusto por lo fastuoso. Con recepción, banquete y concierto, se celebró la restauración del Palacio, transformado en mansión regia. Azaña, recibía felicitaciones por estas reformas tan poco revolucionarias con verdadero gozo. Ya era hora, le dijo Largo Caballero, de que el Estado se instalara con decoro.

Como una prolongación de los festejos republicanos se consideró la botadura en los astilleros de El Ferrol del crucero «Baleares» (20 de abril), bajo la presidencia del contralmirante Azarola, que representaba al Gobierno. La construcción de este crucero había sido acordada y emprendida en época de la Dictadura.

Todavía perduraban los ecos de las fiestas conmemorativas y la polémica en torno a la calidad de los festejos, cuando los Comités Ejecutivos del partido socialista y de la Unión General de Trabajadores avisaban en un manifiesto lúgubre (22 de abril) la proximidad de otra fiesta nacional: el 1.° de mayo. En esta fecha, decían: «los obreros de todo el mundo han de pronunciarse contra el imperialismo capitalista, contra los armamentos y el fascismo, por la democracia y por la organización racional de la industria, a fin de asegurar al proletariado un nivel de vida que remedie el hambre, por la semana de cuarenta horas, medida indispensable si se quiere evitar la crisis de trabajo. Y desde luego, contra toda tentativa encaminada a privar de sus derechos a la clase obrera. Ante el peligro de una reacción capitalista, la clase obrera debe manifestar su firme voluntad de no tolerarla». Tres días después, las juntas directivas de las entidades pertenecientes a la Unión General de Trabajadores acordaban por unanimidad no celebrar la acostumbrada manifestación con la que exteriorizaba el socialismo su fuerza, desde principios de siglo por iniciativa de Pablo Iglesias, y que en época de la Monarquía era el aldabonazo anual de la revolución a las puertas del Palacio de Oriente.

Fue necesario el advenimiento de la República y una preponderancia de los socialistas en el Gobierno, para suspender la manifestación, sin duda por miedo a los elementos proletarios insatisfechos y amenazadores. Los socialistas se contentaron con paralizar en ese día, por decreto, la vida de las ciudades y de los pueblos de España hasta en sus menores detalles. La mayoría de los ciudadanos, recluidos en sus casas, supieron lo que era el día íntegramente socialista, sin un vehículo ni un aliciente en la calle. Pero la jornada no fue todo lo tranquila que hubiesen querido sus organizadores. Aquí y allá, sindicalistas y comunistas no se resignaron a permanecer impasibles. Once heridos hubo en los disturbios de Madrid; un muerto y diez heridos en Sevilla; nueve heridos y dos muertos en Córdoba; veinti­trés heridos en Bilbao; tres muertos en Salvaleón (Badajoz); un guardia civil muerto y otro herido en Bonilla (Albacete); un muerto y dos heridos en La Aguilera (Burgos); dos muertos, uno el presidente del Círculo Republicano Radical, en Horcejos (Zaragoza), y otras bajas en distintos pueblos. Balance propio de una batalla.

Todo esto eran aspectos de la guerra social que venía riñéndose en toda España. Cuando decrecía en una región, resurgía en otra, conforme a una estrategia demostrativa de la fuerza y de la astucia de los adversarios del Gobierno. Una ojeada panorámica a los meses de marzo, abril y mayo daba el siguiente resumen. En marzo: estallido de bombas en Barcelona, Madrid y Huelva; atracos en Barcelona, y otro en Bilbao, con el asesinato del lotero Julián Ballesteros; agresión en Madrid contra el presidente de la Unión Eléctrica Madrileña, Valentín Ruiz Senén; asesinato en Ceuta del coronel del Tercio, Juan Mateo Pérez, por un licenciado de la Legión; en la sucursal del Banco de Bilbao, en Barcelona, un empleado asesinaba al director, Luis Pascual; asalto de casas, tiendas o cortijos en Llerena (Badajoz), Cebolla (Toledo), Mombeltrán (Ávila), Aracena (Huelva), Villa de Don Fadrique (Toledo) y Mancha Real (Jaén); disturbios, con seis heridos, en Puebla Palacios (Ávila), Santiago de Compostela y Vitoria, en Navahermosa (Toledo), en Alicante, Zorita y Morón de la Frontera; en Córdoba se descubrió una conspiración comunista ramificada en toda la provincia, y en Jaca, un complot, en el que aparecían complicados algunos militares. En Lora del Río, los obreros parados intentaban asaltar el cuartel de la Guardia Civil y perdían un muerto y dos heridos. Hubo huelgas en la Rinconada, Palma del Río, Zaragoza, Alicante, Jaén, Bailén, Talavera, Melilla, Jerez y Antequera, más una general, muy grave y sangrienta, en Toledo (6 de marzo), donde los sindicalistas, dueños de la ciudad, la dejaron a oscuras, produjeron desmanes y agredieron a tiros a los guardias de Seguridad y de Asalto, hiriendo a siete, de los cuales dos morían en los días siguientes. El gobernador decía en un bando: «La huelga ha tomado caracteres revolucionarios y la autoridad da por agotada su paciencia y los medios de templanza y persuasión. Desde este momento todo grupo de más de dos personas será disuelto violentamente». Se cerró el mes de marzo con un motín de los sindicalistas que iban deportados a bordo del «Buenos Aires», cuando el barco daba vista a Santa Isabel, en Fernando Poo, lugar de la deportación. Los marinos del cañonero «Cánovas del Castillo» consiguieron devolver el dominio del barco a sus tripulantes.

* * *

El mes de abril ofrecía el siguiente balance: sublevación y motines de reclusos en la prisión de Málaga y en las cárceles de Valencia, Oviedo y Alicante; huelga del hambre de los presos políticos y sociales de Bilbao, libertados después ante los disturbios promovidos por sus familiares; estallido de bombas en la Coruña, Madrid, Zaragoza, La Albañesa (Zamora), Málaga, Santa Cruz de la Palma, Granada, Barcelona, Soria, Lorca, Valladolid y Valencia —colocada en la plaza de toros en día de corrida y descubierta poco antes de que estallara— , y en Sevilla, en casa de Manuel Fernández Ordóñez, hermano político de Manuel Fal Conde. La calamidad de las huelgas afectó a casi toda España: en Jaén, con desórdenes; en Ávila, con manifestaciones tumultuarias, pedreas al comercio, cargas y tiros de la Guardia Civil, agredida, y algunas bajas; en Linares, donde el paro fue general, con tiroteos y heridos; en Granada, en Pozoblanco y Pinos Puentes (Granada). Aquí el vecindario se amotinó para impedir el traslado de los detenidos a la capital, y la fuerza pública se abrió paso a tiros. Cinco heridos graves y una niña muerta fue el resultado de la pugna. En Salamanca la C. N. T. impuso el paro total; en Tonca (Huelva) la huelga fue seguida de invasión y destrozo de fincas; en varios pueblos de Palencia, en Jaca, en Mataró, en Toledo, en Valencia y en Melilla, los conflictos degeneraron en motines. Durante casi todo el mes de abril de 1932 la mayor parte de la campiña andaluza vivió en plena efervescencia anárquica. Alternaban las huelgas con las sublevaciones de campesinos y la inevitable consecuencia de los asaltos a los cortijos, tala de árboles y destrozos en las fincas. El día 3 la huelga paralizó la vida de Jerez, Medina Sidonia, San Fernando, Chipiona y se propagó a Cádiz. La sublevación cundió en el campo, en el que los guardas de ganados y de cortijos, aterrorizados o contagiados del virus revolucionario, abandonaron sus puestos para dejar libre la campiña a los amotinados. En Chipiona, los huelguistas, dirigidos por un concejal socialista, asaltaron el Cuartel de los Carabineros, y al ser rechazados perdieron los revoltosos dos muertos y varios heridos. La subversión se extendió a los campos granadinos y a las tierras de Jaén. El Director General de la Guardia Civil se presentó en la zona sublevada para dirigir las operaciones contra los sediciosos. Las cárceles rebosaban detenidos. Gracias a los soldados no faltó pan y funcionaron los servicios públicos en las localidades estranguladas por la huelga. En Baena y Sevilla la liquidación de los desórdenes se hizo con muertos y heridos.

Para estudiar sobre el terreno el mal que tan gravemente quebrantaba a la economía andaluza, se trasladó el ministro de la Gobernación a Se­villa, y cuando iba a embarcar en un remolcador (19 de abril), un obrero parado le agredió, sin consecuencia, con un martillo.

Por su parte, el ministro de Obras Públicas, Indalecio Prieto, se trasladó a Vizcaya y Santander (11 de mayo), para estudiar soluciones a la grave crisis industrial planteada en dichas provincias. El número de obreros parados en Vizcaya crecía sin cesar: zarpo, en Baracaldo; 1.600, en Sestao; 640, en Miravalles; 308, en Santurce. Astilleros, fábricas, minas, fundiciones perdían actividad gradualmente. El día 13 llegaban a Bilbao, en viaje preparado por el ministro, el presidente del Consejo de la Nafta rusa, el comisario Ostrovski, con el delegado del Gobierno en la Campsa. Indalecio Prieto había firmado un año antes un contrato de suministro de petróleo ruso para la Compañía arrendataria española. Trataba en esta ocasión de vender a los Soviets plomo, cobre, hierro, laminados y corcho a cambio de petróleo. En una nota atribuía el ministro de Obras Públicas a Rusia el propósito de adquirir 150.000 toneladas de hierro laminado y algunos barcos petroleros. El mensajero de los Soviets deseaba conocer la capacidad industrial de Vizcaya para atender los pedidos. «La dificultad — añadía la nota— estriba en las condiciones económicas de la producción. Si ésta fuese vencida, daríamos un formidable paso de avance en la solución de la crisis que aflige a Vizcaya, pues entraríamos en relación con el más formidable cliente que podemos tener en el exterior: con Rusia». El fantástico proyecto de Prieto no debía pasar adelante.

La plaga de parados se extendía por toda España, y en el mes de abril causaba perturbación e inquietud: en Socuéllamos, Arcicollar (Toledo), Antequera, Málaga, Córdoba, Zamora y en el mismo Madrid.

Las luchas entre los partidos políticos o entre las organizaciones obreras adquirían también mayor intensidad: Carlistas y republicanos se batieron a tiros en Haro; católicos y socialistas chocaron en Gálvez (Toledo) porque el alcalde prohibía reintegrar una imagen a una ermita, y como consecuencia resultaron do heridos; radicales y socialistas pelearon en Lames (Huesca): un muerto y dos heridos; socialistas y sindicalistas se tirotearon en Elda: un herido; sindicalistas y socialistas se acometieron en el puerto de Melilla: un muerto; entre nacionalistas y socialistas, se cruzaron más de doscientos disparos en Olaveaga (Vizcaya): varios heridos. El encuentro más sangriento ocurrió en Pamplona, entre socialistas y carlistas: dos muertos y doce heridos produjo la refriega. Los socialistas asaltaron el Círculo Tradicionalista, declararon la huelga general, y después de apedrear la casa del jefe de los carlistas navarros, Joaquín Baleztena, la prendieron fuego. Los bomberos evitaron la destrucción del edificio. Una colisión política produjo la muerte de un sereno en Vitoria, más un intento sindicalista de huelga general, que acabó en fracaso.

Atropellos de carácter religioso se produjeron en Almancha (Málaga), donde la imagen de la Virgen de las Angustias fue arrojada a un barranco; en el Ferrol, con destrozo de un monumento artístico a la entrada de la parroquia de Santa María de Neda; en Zamora, con ruptura de un lienzo antiquísimo en la calle de las Juderías; en Villalva (Lugo) y en Fuente Maestre (Badajoz), donde fueron derribadas cruces veneradas y de mucho valor histórico. En Carmona, los huelguistas quisieron incendiar el convento de las Descalzas y en Sevilla se pudo evitar que ardiera la iglesia de San Gil.

El capítulo de asesinatos y atracos correspondientes al mes de abril tampoco fue corto: los más sonados fueron un robo a mano armada en Madrid a un cajero de la sección de arbitrios municipales, cuando descendía las escaleras del «Metro» y el asalto por ocho pistoleros de la sucursal del Banco de Vizcaya en la Glorieta de Bilbao, de Madrid (8 de abril), apoderándose de 40.000 pesetas; los atracos a la oficina de obras del Puerto, en Pasajes, (Guipúzcoa), de la que se llevaron 9.000 pesetas, y a un caserío en Deusto; el asesinato de la estanquera Isabel Miranda, en Zaragoza; los asaltos a la fábrica de vidrios La Trinidad, en Sevilla; y a un estanco, en Barcelona, y el atentado contra el jefe de los Archivos de la Compañía del Norte, en Palencia, Mariano Gárate, que quedó gravísimo.

El mismo día de ocurrir el atraco a la sucursal del Banco de Vizcaya varios diputados presentaron una proposición incidental a las Cortes, para pedir «en vista del estado de anarquía y de indisciplina en que se vive en España, la aplicación de la pena de muerte contra los delincuentes, en determinados casos». El diputado Fernández Piñeiro quiso defender la propuesta, pero constantes interrupciones y abucheos se lo impidieron. «La proposición, dijo el jefe del Gobierno, ha sido redactada en un momento de alarma personal». Aconsejaba «un poco más de serenidad, de prudencia y de tino para calcular la importancia de los sucesos que afectan al orden público». «En España no reina nadie — agregó Azaña— ni siquiera la anarquía». «El suceso de esta mañana en sí mismo no tiene nada de particular; es un caso de policía y nada más». «El Gobierno estima que, hoy por hoy, tiene en sus manos los medios necesarios para mantener el orden público en España, sin necesidad de asociar a su obra a un personaje tan repulsivo como el verdugo».

* * *

Mayo fue el mes de las bombas: sindicalistas, comunistas y anarquistas las almacenaban para hacerlas estallar con arreglo a un plan terrorista que debía culminar el día 29, jornada elegida para una gran acción revolucionaria, encaminada a pedir la libertad de los presos gubernativos y el inmediato retorno de los deportados. El día 17 estallaban casualmente dos bombas en una casa de Montellano (Sevilla), domicilio de un expresidente de la C. N. T. y ocasionaban la muerte de una mujer, dejando heridos a varios vecinos. Este hecho orientó a la Guardia Civil y a la policía en sus pesquisas para descubrir los talleres clandestinos y depósitos de explosivos. El capitán de la Benemérita, jefe de la Comandancia de Écija, Gerardo Doval tomó a su cargo la indagación. Dos días después se descubría la fábrica clandestina, instalada en una cochera de la calle del Cardenal Sanz y Floret, en pleno barrio de Santa Cruz, de Sevilla. Allí se encontraron 200 bombas cargadas y 700 en fabricación, más las listas de los agentes comprometidos para recibirlas en diversos pueblos y ciudades. Al día siguiente la policía se incautaba en un taller de la calle de Hernani, de Madrid, de los paquetes de dinamita, armas y municiones. Los hallazgos se sucedían: en el barrio Nervión, de Sevilla; en Cazalla —12 bombas y 27 petardos—, en Andújar —21 bombas—, en Manresa —25 cartuchos de dinamita, obturadores y armas en una casa y 85 bombas escondidas bajo ladrillos en otra—, en una fundición del Puente de Toledo (Madrid) —130 explosivos—, en Santiago de Compostela —24 cartuchos de dinamita—, en Costantina —16 bombas— en Guadalcanal —13 bombas y 14 botes de metralla—, en Andújar —6 bombas en una casa de Málaga —un taller para fabricar explosivos—, en Manís de la Sierra —8 bombas—, en Utrera —48 bombas— y en Alcalá de Guadaira —18—, en el Sindicato de productos químicos de Barcelona —cajas de municiones—, en Zaragoza —en la calle Nueva de las Torres, dos depósitos de bombas y cartuchos de dinamita—, en Santander —21 bombas.

Quedó desarticulado el plan terrorista, y a pesar de las violentas excitaciones hechas desde «Solidaridad Obrera» y en hojas clandestinas, los desórdenes del día 29 no tuvieron la amplitud e importancia que prometían sus organizadores. Hubo disturbios en Madrid, producidos por grupos con banderas rojas; reducir a los levantiscos costó un muerto y varios heridos. También se registró agitación con cargas, tiroteos, heridos y presos en Barcelona, con intentos de asalto al mercado de Sans y al Ayuntamiento de Hospitalet. Desórdenes hubo en Valencia, Buñol —aquí los comunistas tuvieron cinco bajas al asaltar el Ayuntamiento —, en Collera, Játiva y en los pueblos alicantinos de Elche, Elda y Santa Pola, así como en la capital. Huelga general en Algeciras y Ceuta y disturbios en Cádiz. En Sevilla el paro en el puerto fue total; no prosperó un intento de incendio de las iglesias de Santa Catalina y de San Juan de la Palma, de Triana. «Es lamentable —dijo el gobernador— que en lo que va de año no haya habido mes sin alguna huelga revolucionaria». La provincia de Sevilla soportaba desde el día 13 una huelga de campesinos, con motivo de las bases de trabajo: en algunos pueblos se hizo endémica y en otros se desarrolló con chispazos de tragedia; entre tiroteos y un asalto a la central eléctrica en Herrera; con desórdenes en Pila, Marches, Utrera, Morón, Alcalá de Guadaira y Lebrija. La propia capital, Sevilla, no conoció en este mes de mayo un día tranquilo. Se descubrió una organización terrorista de pistoleros asalariados con diez pesetas diarias, más un premio de veinticinco por cada obrero municipal que fuese asesinado por no secundar el paro.

En el transcurso de mayo se registraron huelgas generales en Toledo, en Oviedo, Zamora, Salamanca, Málaga, en varios pueblos de Cuenca, en las minas de Fabero (León), donde un huelguista resultó muerto, en Castro del Río (Córdoba), en Vega de Cordoruo (Cuenca), en Berrocalejo (Cáceres) con varios heridos; en Nerva (Huelva), Albatén (Alicante), Archidona (Málaga) —cuatro heridos— y Navahermosa (Toledo). A consecuencia del despido de obreros holgaron los trabajadores de la Construcción Naval en El Ferrol, e impidieron que la ciudad fuese abastecida, lo cual obligó al éxodo a parte de la población (18 de mayo). Los leprosos de Fontilles se amotinaron y quisieron apoderarse de la Leprosería. Los parados de Plasenzuelas (Cáceres) invadieron las dehesas y fueron desalojados a tiros, dejando un muerto y varios heridos, dos de ellos graves. También en Alicante y Murcia los huertanos en rebeldía destrozaron acequias y máquinas agrícolas. El día 18 comenzó en Madrid la huelga de los obreros del transporte mecánico, como protesta contra los nuevos gravámenes y aumento de precio de la gasolina. El paro se extendió a toda España. Hubo huelga de campesinos en Jaén y perturbaciones constantes en la ciudad de Málaga y su provincia, con explosión de bombas, sabotajes y desmanes en el campo. Los detenidos políticos de Vitoria y los reclusos de Pamplona declararon la huelga del hambre, y de la cárcel del Puerto de Santa María se fugaron el mecánico Pablo Rada y veinticinco presos más. Sólo dos de los fugados fueron detenidos. Desde este momento los ataques de los republicanos y socialistas contra la Directora General de Prisiones, la lombrosiana Victoria Kent, fueron duros e incesantes.

De «error y fracaso que no aprovecha al servicio de la República», calificaba El Socialista la política penitenciaria que había llevado la anarquía a las cárceles. Lamentamos, escribía Luz, el diario de la República, que la Directora de Prisiones, «tan despierta de sensibilidad ante el dolor de los que sufren bajo el peso de la ley, no lo sea igualmente ante la censura pública y unánime de su gestión. La realidad de este fracaso es tan evidente que cuanto se ha alegado para disculparlo resulta falaz y sin consistencia». Consecuencia de tales censuras fue la dimisión.

El día 5 de junio Victoria Kent era sustituida por el gobernador de Sevilla Vicente Sol Sánchez, y para ocupar este cargo se designaba al de Córdoba, Eduardo Valera Valverde.

El nuevo director general, en una circular describía el estado de la Administración penitenciaria del modo siguiente: «Se acusa claramente una anormalidad funcional en la vida de las prisiones, originada por diversas causas: de un lado, la generosa merced de indultos y amnistías que ha otorgado la República, abriendo las puertas de los establecimientos penales; las perturbaciones del orden público suscitadas por los extremistas de todo linaje, que aportan a las cárceles nuevas masas de detenidos y presos, que abarrotan los edificios y trastornan el régimen, llevando a ellas las rebeldías de su ánimo y el reflejo de la indisciplina exterior, y los efectos de determinadas medidas de organización, adoptadas con los más rectos propósitos, que concurren al desequilibrio de los servicios». Se imponía una rectificación, pues «el problema de las prisiones ha evolucionado hoy en su esencia, y más que la obra científica de la corrección y reforma del hombre delincuente, constituye su fin primordial la función de seguridad y aislamiento del hombre peligroso». Así quedaba clausurada una etapa de política penalista iniciada en un momento de embriaguez revolucionaria.

A la vista del aumento del peligro revolucionario, las fuerzas monár­quicas y de Acción Nacional planeaban una defensa común. Se advertía una mejor disposición en los elementos afines para constituir un frente único. En Sevilla el conde de Vallellano (30 de marzo) declaraba en un mitin tradicionalista que la unión de las dos ramas monárquicas era un hecho. Una campaña de propaganda tradicionalista por Andalucía fue suspendida por el Gobernador de Córdoba, prohibidos varios actos organizados por el bloque de derechas en Almería y Baleares, o agredidos los asistentes, como sucedió en Santander a la salida de una conferencia de Gil Robles (6 de abril). «Vivimos —exclamó el jefe de Acción Nacional— en un régimen de dictadura, pues todos los poderes se han concentrado en la misma mano. Este es un régimen tiránico que aplica el señor Azaña en beneficio de sus amigos». En virtud de un acuerdo del Consejo de Ministros (11 de abril) en adelante, «la palabra «nacional» sólo podría usarse por colectividades o en actos interesantes de carácter oficial y mediante expresa autorización del Gobierno». Acción Nacional, a la que directamente afectaba la medida, cambió su título (29 de abril) por el de «Acción Popular». Hacía constar que tal cambio obedecía «a expresa determinación gubernativa». La Confederación Nacional del Trabajo no se dio por enterada de tal acuerdo y continuó sin alterar su nombre. Lerroux, el jefe radical, se inclinaba notoriamente del lado de la reacción antigubernamental, persuadido de que por este procedimiento podría incrementar la fuerza de su partido. «Represento — afirmó en Ciudad Real (9 de abril)— un estado latente de la opinión pública española que trajo la República y hoy pide cambios en los métodos de Gobierno». Y se oponía a la política antirreligiosa, pues «el Crucifijo está en el alma de nuestra raza, hasta en la de los no creyentes». Los peor librados en sus propagandas eran los diputados socialistas y radicales socialistas, a quienes rechazaban y ponían en fuga el público, tanto en Soria como en Jaén, Coruña, Tomelloso, Madrid y Barcelona, donde los guardias de Asalto irrumpieron en una sala para imponer orden. En una conferencia del diputado socialista Bujeda en el Ateneo madrileño menudearon las violencias e incidentes, y hubo heridos, uno de ellos grave. No tuvo mejor fortuna Miguel Maura en un mitin en la plaza de toros de Salamanca (9 de abril), donde en medio de un fragor de interrupciones cargó a la cuenta de las derechas españolas todos los males que padecía España. Ese mismo día José Ortega y Gasset hizo en Oviedo propaganda del gran partido nacional que proyectaba. «En los últimos tres meses —afirmó— ha ganado sobremanera la faz de la política republicana. Cuanto mayor sea nuestra exigencia y la franqueza de nuestra crítica, tanto mayor lealtad hay que tener para reconocer el mejoramiento». «Vayamos —recomendaba— poco a poco hacia una fuerza republicana fundida en estos principios que son únicos: homogeneidad, disciplina y energía. La faena, la tarea es compleja, difícil, dura, áspera. Sólo un gran frente nacional puede tener el vigor suficiente para labrar el estatuto de la República española». La votación del presupuesto la consideraba como «la primera acción republicana con plenitud de derecho para ser estimada y respetada por todo el mundo..., prenda inequívoca ofrecida al país y al extranjero de que la República es hoy una fuerza moral decisiva puesta al frente de los destinos españoles y que nos rige con toda firmeza, decoro y austeridad». «La República en su primer presupuesto, en su obra naciente, tan difícil por ser de nacimiento y por nacer en medio de una pavorosa crisis, se niega austeramente a soltar el cordón de la bolsa nacional, rehúsa con severidad el hacerse a sí mismo la vida fácil y se limita cuidadosamente a pagar las trampas de la Monarquía.. «La nación es, pues, el perfil de lo que hay que hacer; el trabajo, el instrumento con que hay que hacerlo... Socialismo, comunismo, sindicalismo... son teorías más o menos respetables y profundas, pero al fin y al cabo transitorias de algo mucho más profundo y radical e inexorable que desde hace siglo y medio empuja a la Historia» el movimiento ascensionista a la superficie de los derechos de la masa obrera».

Lo cierto era que cualquier motivo servía de base para hacer patente la hostilidad contra el Gobierno. El 13 de abril la policía de Madrid sorprendió en un bar a ciertos elementos sospechosos. Entre los detenidos figuraba un individuo llamado Manuel Lahoz, a quien se le ocupó una pistola y cerca de mil pesetas en billetes. Una vez interrogado, la Dirección General de Seguridad lo entregó al juez del Centro, Luis Amado, el cual ordenó su ingreso en la cárcel, donde permaneció las setenta y dos horas que autoriza la Ley, y transcurrido ese plazo, dictó auto de procesamiento por delito de tenencia indebida de armas y decretó la libertad provisional sin fianza en atención a que no existían antecedentes contrarios al procesado. Al enterarse de lo sucedido el ministro de la Gobernación, que se hallaba en Sevilla, ordenó por telégrafo la aplicación de la ley de Defensa de la República al juez, imponiéndole como sanción la suspensión de empleo y sueldo durante dos meses. Recurrió Amado, pero el Consejo de ministros (26 de abril) denegó el recurso. Desde el primer instante el asunto adquirió resonancia escandalosa. Los partidarios de la sanción — toda la Prensa gubernamental en primer término— presentaban a Lahoz como pistolero, autor de múltiples fechorías, imputándole además el propósito de asesinar a Azaña, en una de las visitas del jefe del Gobierno al teatro Español, con motivo de los ensayos de su comedia. La Unión Nacional de Abogados se dirigió por escrito al Presidente del Consejo, alarmada por estimar que la aplicación de la ley de Defensa de la República a un funcionario judicial era un síntoma grave de amenaza a la independencia del Poder judicial. «El juez —decían— tiene su función jerarquizada, intervenida y con posibles exigencias de responsabilidad, tal vez, como ningún otro funcionario, y no hay por qué echar mano de leyes extraordinarias».

Los jueces hicieron causa común con Amado, y una Comisión de aquéllos visitó al presidente del Tribunal Supremo para protestar contra el acuerdo del ministro de la Gobernación. Conforme pasaban los días crecía la protesta. El Colegio de Abogados de Madrid, presidido por Melquiades Álvarez, recibía (25 de abril) una propuesta firmada por muchos colegiados, para que intercediera cerca del Gobierno en súplica de que quedase inmediatamente sin efecto la resolución contra el juez y derogada la ley de Defensa de la República. Al día siguiente, la cuestión llegaba al Parlamento. Un juez no puede ser castigado —decía Royo Villanova— como un pistolero, sin formación de expediente. Maura pedía al ministro declarase los motivos que le habían inducido a semejante medida. Las explicaciones de Casares Quiroga no satisfacieron a las oposiciones. La Ley de Defensa facultaba al ministro para castigar la falta de celo y negligencia de los funcionarios públicos en el desempeño de sus servicios, y el ministro declaraba que las había habida en el caso. La discusión subió de tono, al intervenir varios oradores, uno de ellos Melquiades Álvarez, para calificar de abusiva y arbitraria la conducta del ministro. Sánchez Román pidió se trajera a la Cámara el sumario, y con la promesa por parte del ministro de Justicia de atender la petición, se dio por terminado un debate que había degenerado en polémica apasionada y ruidosa.

La agitación de protesta con motivo de la sanción impuesta al juez Amado, coincidía con la fuerte marea contraria al Gobierno que bullía en centros académicos, un año atrás reductos republicanos, y en clases sociales muy ilusionadas con la República antes de su advenimiento. El entusiasmo decrecía, enfriado por la decepción. El Colegio de Abogados, con gran sorpresa para muchos, se había transformado en una posición hostil con sus baterías enfiladas contra el Gobierno. El mismo proceder seguiría la Academia de Jurisprudencia al elegir (29 de mayo) por gran mayoría una Junta de elementos monárquicos presididos por Antonio Goicoechea, frente a otra candidatura, no de extremistas notorios, sino de elementos moderados, en la que no faltaban antiguos monárquicos reconciliados con el nuevo régimen. De cuán reñida fue la votación para presidente lo dice la intervención de 528 académicos votantes, entre éstos el Jefe del Estado. Algo parecido sucedió en el Colegio Oficial de Médicos. Aquí la candidatura independiente para la Junta directiva la encabezaba el doctor Antonio Piga, y apoyada por colegiados contrarios a la política del Gobierno derrotaban a la candidatura oficial, al frente de la cual figuraba el doctor Hinojar. Tal derrota era la réplica de la clase médica a una política sectaria desarrollada desde la Dirección General de Sanidad por el doctor Marcelino Pascua, afiliado al socialismo, pero ya en la última fase de su evolución hacia el comunismo. Durante su etapa había destituido a los doctores Enrique Suñer, de la Dirección del Instituto Nacional de Puericultura, fundado y organizado por aquél; al doctor Codina, uno de los creadores de los servicios antituberculosos; al doctor Goyanes, adalid de la lucha anticancerosa; al doctor Nogueras, que durante quince años había dirigido el Sanatorio Victoria Eugenia desinteresadamente. El doctor Pascua persiguió con extremado rigor la presencia do Crucifijos e imágenes religiosas en hospitales y sanatorios. Las asambleas médicas celebradas en Segovia, Ávila, Burgos y Granada habían solicitado la destitución del Director General, fundándose en incompetencia para el desempeño del cargo.

En cuanto al Ateneo de Madrid, los elementos oficiales aceptaron la candidatura de Valle Inclán para la presidencia, a sabiendas de que el escritor se proclamaba el primer disidente de la República y estaba dado de baja como socio por moroso en el pago de las cuotas. Despotricaba en las tertulias con su habitual desenfado contra los ministros y desde la tribuna del Casino de Madrid (3 de marzo) proclamaba: «No es verdad que España sea republicana. No es verdad que España haya votado a la República. Se equivocan los que halagan a los nuevos políticos llamándoles representantes del pueblo. Las elecciones de abril no fueron en favor de la República sino una sanción ética impuesta a Alfonso XIII». Elementos contrarios a las candidaturas republicanas triunfaron en las elecciones para designar Juntas Directivas de los Ateneos de Sevilla, Alicante, Málaga y Cuenca.

Antes de ocurrir estas derrotas republicanas se había producido otra más espectacular en el campo abierto de la democracia popular. Sucedió en Cuenca (15 de mayo) con motivo de unas elecciones parciales municipales. De los siete puestos disputados, seis ganaron las fuerzas de derechas unidas. «No se puede ser tan alegre —escribía El Sol (18 de mayo)— que se desconozca la importancia justa del episodio». Recordaba el periódico que en las elecciones de Cuenca del 12 de abril y de 28 de junio de 1931, habían triunfado las izquierdas.

Otro sector donde la República hostigada perdía terreno era el universitario. Todavía la Federación Universitaria Escolar (F. U. E.) gozaba de gran predicamento en premio a sus servicios para derribar a la Monarquía y sus directivos disfrutaban de la privanza oficial e influencia. Pero dentro de la masa estudiantil actuaban ya los núcleos de la Federación de Estudiantes Católicos y de la Asociación de Estudiantes Tradicionalistas, cuyos afiliados eran conscientes del precio del desorden y anarquía con que se pagaban las generosidades y colaboraciones de pasados tiempos y rechazaban los privilegios que no se les concedían como estudiantes, sino en razón a que profesaran dentro de un credo político. Los disturbios estudiantiles se promovían con los más diversos pretextos, pero siempre reconocían como causa la lucha entablada en el seno de las Universidades, de los Institutos, de las Normales y luego en todo el área escolar, contra el predominio sectario de la F.U.E. A veces los alborotos (6 de abril), requieren la intervención de la fuerza pública, que practicaba hasta 57 detenciones en Madrid. La agitación no se circunscribía a la capital de España, sino que se extendía a Valencia, Sevilla, Toledo, Valladolid y Salamanca. En este punto, los estudiantes católicos concretan sus peticiones en unas octavillas: «desaparición de los privilegios de la F. U. E., sometiéndose a un régimen común de vida escolar: igualdad de trato; libertad de enseñanza, renuncia de los catedráticos diputados a sus actas, para que no abandonen sus funciones docentes». La lucha escolar había quedado planteada. La decadencia de la F. U. E. era visible.

Durante el mes de abril, los ministros de Estado y de Trabajo hicieron salidas a París y Ginebra, para asistir a la Conferencia del Desarme y a la Asamblea de la Sociedad de Naciones el primero y a la Conferencia Internacional de Naciones el segundo. El ministro de Justicia anunció que había quedado redactado el anteproyecto acerca de las Ordenes y Congregaciones religiosas, y el de Agricultura, Industria y Comercio creó (22 de abril) el Consejo ordenador de la Economía Nacional para determinar las condiciones de producción y venta en el interior y en el exterior de los productos nacionales.

A partir del mes de abril el asunto que empieza a acaparar el interés público es el Estatuto Catalán, que iba a conmover a la opinión pública hasta sus raíces.

 

 

CAPÍTULO XIV

LAS CORTES DISCUTEN EL ESTATUTO DE CATALUÑA