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Historia General de España

TOMO TERCERO - LIBRO SÉPTIMO.

 

CAPITULO VI.

MARCHA Y SITUACIÓN DE ESPAÑA DESDE LA RECONQUISTA DE TOLEDO HASTA LA UNIÓN DE ARAGÓN CON CATALUÑA.

( 1085 - 1137 )

 

Al llegar a esta época en nuestro discurso preliminar dijimos: «Era destino de España tener que luchar y combatir siglos y siglos; con extrañas gentes antes de alcanzar su independencia, con sus propios hijos antes de lograr la unidad.»

Parecía en efecto que con la reconquista de Toledo, el más glorioso suceso que había presenciado la España desde el levantamiento y triunfo de Pelayo, y el más importante que en cerca de cuatro siglos había acaecido; que ondeando el estandarte de la fe sobre los muros de la antigua corte de los godos, y resplandeciendo la cruz en la insigne basílica de los Ildefonsos y los Julianes; recobrado el baluarte central de España, disuelto el califato y desconcertados y divididos entre sí los musulmanes, hubiera debido decidirse la lucha de los dos pueblos en favor de los cristianos. Así hubiera sucedido si los hijos de Ismael, comprendiendo que amenazaba sonar la última hora para la causa del islamismo en España, no hubieran apelado al remedio extremo a que recurren los pueblos en su abatimiento y agonía, al de invocar un auxilio extraño. ¿Mas qué fruto recogieron ellos de este llamamiento? Estudiemos los grandes hechos históricos.

Los árabes de Sevilla y Badajoz acudieron en demanda de socorro a sus hermanos los Almorávides de África, como en otro tiempo los fenicios de Cádiz habían acudido a sus hermanos los cartagineses. Los unos y los otros vinieron a combatir a los españoles independientes cuando estaban a punto de lanzar de su suelo a los enemigos de su libertad. Terribles y funestas fueron las primeras acometidas de los Almorávides en Zalaca y en Uclés, como en otro tiempo lo habían sido las de los cartagineses en Cádiz y en Tarteso. Los unos y los otros inauguraron su llegada a España con triunfos felices sobre los españoles. Mas así como los de Cartago se convirtieron pronto de auxiliares y amigos en enemigos y tiranos de los mismos que habían implorado su ayuda, lanzando de Cádiz y de la Turdetania a los fenicios sus hermanos, así los de Lamtuna se trocaron muy en breve en opresores y enemigos de sus hermanos los musulmanes de Andalucía y Algarbe, arrojando del suelo de España a los mismos que los habían llamado como auxiliares. En la célebre asamblea de emires y visires de Sevilla sólo hubo uno que comprendiera y se atreviera a exponer esta máxima que no deberían olvidar nunca los pueblos: «Las armas que como auxiliares entran en un país extraño son por lo común las cadenas con que han de ser aherrojados los mismos que para salvarse las pidieron.» El que así habló fue el walí de Málaga, y todo el consejo le cubrió de denuestos y anatemas. También el joven príncipe Al-Raschid, el hijo de Ebn Abed de Sevilla, pronosticó todo lo que aconteció después. ¡Cuán obcecado estaba el ilustre emir, cuando a la discreta advertencia de su hijo le dio por toda contestación: «Preferiré, hijo mío, guardar los camellos del ejército de Yussuf a ser vasallo del rey Alfonso!» Pues bien, ni aun el humilde honor de guardar sus camellos le concedió aquel Yussuf cuyo auxilio con tan vivas instancias había solicitado. Cuando se vio en Marruecos gimiendo en mísera servidumbre, cubierto con los harapos de un viejo albornoz, descalzas sus hijas, hilando día y noche para ganar un escaso alimento, sin otra compañía que los recuerdos de su grandeza pasada y de los bellos alcázares de Sevilla para siempre perdidos, sin otro alivio a sus penas que el de desahogar en armoniosas y poéticas consonancias un arrepentimiento tardío, entonces pudo conocer cuan amargo fruto había recogido de llamar a España al conquistador africano: entonces recordaría con estéril dolor las proféticas palabras de su hijo: «¿Sabéis la suerte que nos reserva Yussuf? La misma que ha deparado a los pueblos de Magreb: el destierro y la esclavitud.» Entonces pudo comprender cuán caro suelen comprar el placer de la venganza los que para tomarla de un enemigo interior se echan imprudentemente en brazos de un auxiliar extranjero. Esta es la historia del mundo; esta es la historia de todos los pueblos; estas son las grandes lecciones que los hechos históricos suministran a la humanidad.

Por lo que hace a los cristianos españoles, decretado estaba que había de acrisolarse su fe y probarse su perseverancia luchando siglos y siglos. Por eso cada vez que la fortuna y el valor los ponían en punto de acabar con los enemigos de su religión y de su patria, una nueva raza de hombres se encontraba ya dispuesta a invadir e inundar como desbordado torrente su suelo. Y al modo que para la ejecución del gran decreto de la destrucción del imperio romano nunca faltaron del otro lado del Danubio innumerables hordas y tribus aparejadas a descargar como nubes de destructora langosta sobre las provincias del mundo romano, de la misma manera no faltaban nunca del otro lado del Mediterráneo nuevas kabilas y tribus preparadas para ser los instrumentos ejecutores del gran decreto providencial que tenía destinada a España a ser el palenque en que se había de decidir la solemne contienda empeñada entre el mundo cristiano y el mundo musulmán. Los que esta vez vinieron fueron los Almorávides, innumerable enjambre de moros berberiscos, lamtunas, gómeles, mazamudas, zenetas y gazules, conducidos desde el otro lado de la cadena del Atlas por el famoso Yussuf ben Tachfin, el Alarico de aquellos bárbaros del Mediodía. La misión secreta de estas gentes comienza a cumplirse en Zalaca. Los estandartes de la fe son allí desgarrados y hechos trizas como en Guadalete. El pendón mahometano de Yussuf ondea triunfante como el de Tarik. Cien mil cabezas cristianas van a servir de horrible trofeo repartidas por las ciudades musulmanas de España y de África. Alfonso, el conquistador de Toledo, se ve a punto de sufrir la misma suerte que Rodrigo, el que perdió Toledo y España. Sólo a favor de las sombras de la noche logra salvarse, y seguido de unos pocos caballeros castellanos, cruzando montes y desusados y ásperos senderos, casi tocándole las puntas de las cimitarras sarracenas, entra en fin en Toledo como fugitivo el que un año antes había entrado como conquistador. ¿Perecerá otra vez la monarquía a los golpes del alfanje de Yussuf ben Tachfin, como pereció en otro tiempo a impulso de la lanza de Tarik ben Zehyad? El Dios que volvió por la España y el cristianismo en Covadonga y en Calatañazor, ¿los habrá de abandonar en Zalaca y en Toledo? ¿Favorecerá a Yussuf y a Ebn Abed el que hizo sucumbir a Alkaman y a Almanzor?

No; la Providencia vela por su pueblo y no le abandona. España sufrirá; pero su destino es luchar y vencer. Este es el lote que le ha tocado a esta porción del globo en su relación con la vida social de la humanidad. ¿Mas dónde hallaremos ahora el signo de esa protección providencial? Estudiemos los acontecimientos, y le encontraremos en esos que el mundo suele llamar sucesos fortuitos, fácil expediente para no fatigarse en escudriñar a la luz de la filosofía la conexión y enlace de los hechos que presenciamos.

Allá en la Mauritania había segado la guadaña de la muerte la garganta de un joven musulmán, de quien verosímilmente ningún cristiano español tenía noticia; y sin embargo, la muerte de este individuo fue la salvación de la sociedad cristiano-hispana. Este musulmán era el hijo predilecto de Yussuf: el padre recibe la triste nueva del fallecimiento de su hijo la noche misma que acababa de triunfar en Zalaca: la amargura de la pena embarga el corazón del africano; el atribulado padre olvida que es el vencedor feliz; el conquistador renuncia a proseguir la conquista, el triunfador renuncia los honores triunfales, el emir de los morabitas no atiende a que puede agregar una provincia más al imperio de Marruecos, piensa sólo en ir a llorar sobre la tumba de su hijo, en hacerle un funeral suntuoso, y abandona precipitadamente el suelo español, y regresa a las playas africanas, y con él la mayor parte de sus formidables guerreros. Aquella muerte tan a la sazón ocurrida, aquel dolor de padre tan vivamente encendido, aquella tan súbita retirada del campo de la victoria al lugar del sepulcro, permiten a Alfonso de Castilla reponerse de su terrible desastre, los musulmanes que quedan en España se desunen de nuevo y pelean aisladamente y de su cuenta, y cuando vuelve Yussuf a España encuentra a los cristianos rehechos y arrogantes, y el vencedor de Zalaca es humillado en Aledo. ¿Qué importa a los cristianos españoles que el formidable jefe de los lamtunas se entretenga después en destronar los emires de la España musulmana, que envíe a los walíes de Granada y Málaga encadenados a Agmat, que dé una muerte alevosa a los Ben Alafthas de Badajoz, que condene aperpetua servidumbre a Ebn Abed de Sevilla, que se apodere de Jaén, de Almería, de las Baleares, que pague con la esclavitud y la muerte a los que le invocaron como libertador, y que convierta la España musulmana en provincia del imperio africano? Mejor para los cristianos españoles, toda vez que mientras guerrean y se destrozan entre sí los musulmanes de raza árabe y de raza africana, Alfonso de Castilla recobra Santarén, Cintra y Lisboa, Sancho y Pedro de Aragón se posesionan de Barbastro y Huesca, Berenguer de Barcelona devuelve la metrópoli de Tarragona al cristianismo, y el Cid se apodera de Valencia. Y aunque más adelante los africanos recuperen Valencia, y triunfen en Uclés, son infortunios sensibles, pero parciales: los cristianos han recobrado como por milagro su superioridad, y la España de la restauración, a punto de sucumbir en Zalaca, ha vuelto a seguir su marcha progresiva de reconquista, todo por haber faltado allá en apartadas tierras un individuo ignorado: ¿cómo no hemos de reconocer y admirar la sabia combinación que la Providencia sabe dar a sucesos al parecer más incoherentes cuando quiere favorecer un pueblo y una causa?

Aun suponiendo que Alfonso VI de Castilla y de León no hubiera hecho otro bien a España y a la cristiandad que la conquista de Toledo (que fueron además muchos y grandes los títulos de gloria que supo ganar tan insigne príncipe), bastaría aquella importante adquisición para que le consideráramos como uno de los monarcas más heroicos, más dignos, más grandes de la edad media española; puesto que una vez arrancado del poder de los sarracenos el baluarte del Tajo para no perderle jamás, aquella conquista fue la línea divisoria que señaló el primer período de la decadencia de la dominación musulmana y de la preponderancia y superioridad de los cristianos. La cruz que se plantó en la cúpula de la basílica de Toledo fue el fanal que anunció a los españoles que la nave de su independencia habría de arribar un día por entre borrascas y escollos a puerto de salvación.

Ojalá hubiera sido también permanente, como fue gloriosa, la conquista de Valencia por el Cid!

Al referir los hechos de este famoso personaje del siglo XI, preguntábamos: «¿Cómo vino á ser el Cid Ruy Díaz el héroe de las leyendas y de los cantos populares en España? ¿El Cid de la historia es el mismo Cid de los romances y de los dramas?» A la pregunta respondimos con la narración de sus hechos sacados de las mejores fuentes históricas, y harto distinguimos allí las verdaderas de las supuestas hazañas del guerrero castellano para que podamos ya confundir al héroe de la historia con el caballero del romance. «Mas, ¿cómo vino a hacerse el Campeador, preguntábamos también, el tipo ideal de todas las virtudes caballerescas de la edad media» Lo explicaremos ahora, ya que entonces no lo hicimos por no embarazar el curso de la narración.

Medio siglo después de su muerte eran ya celebradas las hazañas del Cid en los ásperos y duros versos que en semibárbaro latín escribió el desconocido autor de la crónica del séptimo Alfonso de Castilla. A poco tiempo nació la poesía castellana, bastante formado ya y cultivado el idioma para prestarse a las bellezas rítmicas. Hombres de acción los castellanos, avezados por necesidad y por costumbre a la vida activa de las campañas, orgullosos con el progreso de sus triunfos, pagados de su valor y afectos a los héroes hazañosos, la poesía tomó el carácter de la situación social del país, y lo que más entonces podía entretener y entusiasmar a los hombres era oír cantar con los atavíos poéticos las proezas de sus guerreros y campeadores.

Recientes estaban todavía en su memoria las del Cid, y el hijo de Diego Laínez tuvo la fortuna de ser escogido por argumento y tema de ese primer destello de la poesía castellana, que con el nombre de Poema es todavía al través de sus imperfecciones objeto de estudio y admiración para los sabios. Los romanceros y poetas de los tiempos sucesivos se creyeron precisados o autorizados por lo menos para añadir en cada romance nuevas hazañas, agregar nuevas virtudes, y circundar de nueva aureola, sobre la que ya le rodeaba, al héroe afortunado, y aplicáronle todas las dotes de hidalguía, de caballerosidad, de nobleza y de galantería que formaban el gusto, constituían el genio y retrataban las aficiones y la fisonomía de la edad media. Los hechos maravillosos, las virtudes insignes y las aventuras extraordinarias revestidas de formas halagüeñas, se convierten fácilmente en tradiciones populares, y las tradiciones populares toman con igual facilidad el carácter de hechos históricos en siglos no muy alumbrados por la luz de la crítica, y pasando de generación en generación se trasmiten a la posteridad cada vez más abultados y robustecidos, llegando los cronistas e historiadores mismos a participar de las creencias del pueblo, contribuyendo a fortalecerlas y arraigarlas. Así la famade estos personajes.

Viene, andando el tiempo, una época de más esclarecimiento, de más criterio, de más escepticismo; y los que presumen llevar en su mano la antorcha de la crítica, no se contentan ya con disipar las nieblas y separar por medio de la luz lo que a la realidad puede haber añadido la fábula, sino que dejándose arrastrar muchas veces ellos mismos de la funesta ley de las reacciones, suelen caer en el opuesto extremo de negar todo lo que hallan establecido. A los cronistas excesivamente crédulos de los siglos medios sucedieron los críticos excesivamente escépticos de los modernos siglos. Aquéllos nos legaron personajes hazañosos hasta el prodigio y hasta la inverosimilitud; éstos han desechado lo cierto y lo comprobado juntamente con lo supuesto y lo inverosímil, y han llegado hasta a negar la existencia de los héroes más popularizados. He aquí la causa de los opuestos y encontrados juicios que se han hecho del Cid.

Mas,  por qué el Cid ha sido el héroe predilecto de las canciones, de los romances y de los dramas, con preferencia a otros personajes gigantescos de aquella misma edad, a un Fernando el Magno, terror de los árabes, conquistador de Viseo, de Lisboa y de Coimbra; a un Alfonso VI, el digno rival del gran emperador Yussuf, el que con la conquista de Toledo decidió virtualmente la restauración de España; a un Alfonso el Batallador, que recobró Zaragoza y paseó las banderas de Aragón desde las playas de Málaga hasta más allá de las crestas del Pirineo; a un Alfonso VII de Castilla, coronado como rey de reyes en León, conquistador de Almería, grande, noble, glorioso como monarca, intrépido, belicoso, invicto como guerrero?

Estos Fernandos y estos Alfonsos eran soberanos, que tenían a su disposición todos los medios y todos los elementos que un reino podía dar de sí: la elevación de su misma dignidad los colocaba a demasiada distancia del pueblo, eran además los que le imponían los pechos y gabelas: nobles y pueblos los amaban y respetaban por sus grandes hechos, los admiraban también, pero no se familiarizaban con ellos por medio de la poesía popular. Por el contrario, los castellanos estaban dispuestos a celebrar y ensalzar a todos aquellos genios guerreros, valerosos, independientes, que sin el auxilio del rey, contra la voluntad y aun a despecho del rey, arrostrando hasta las iras del rey, solían hacerse respetar por sí mismos, por su valor y sus hazañas, hasta llegar a desafiar a su propio soberano. Los tres personajes favoritos de los romanceros y del pueblo, Bernardo del Carpió, Fernán González y el Cid, todos estuvieron en pugna con sus propios monarcas, y alguno se emancipó completamente de ellos. Propensos los castellanos de aquella edad a la independencia, orgullosos con sus recientes fueros, apreciadores de su valor individual, estaban dispuestos a celebrar o a acoger con favor las poesías que ensalzaban aquellos héroes salidos de ellos mismos, que a pesar del odio y de la persecución del monarca sabían hacerse una fortuna o un Estado independiente, y más cuando tenían por injusto el odio del rey, como sucedía con el de Alfonso respecto del Cid.

¡Dios, qué buen vasallo, si oviese buen señor!

ponía el autor del poema en boca de todos los ciudadanos de Burgos cuando el Cid pasaba desterrado por el rey de Castilla. Si a esto agregamos la lealtad a aquel mismo rey cuyo enojo sufría, su maravillosa intrepidez, su actividad prodigiosa, sus triunfos sobre los moros, su arrogancia, y muchas veces su generosidad, cualidades de alto precio para los castellanos, no extrañaremos le hiciesen tema perpetuo de los romances populares.

Un ilustrado español de nuestros días ha hecho el siguiente juicio del Cid: «Cuando una región (dice) se halla dividida en Estados pequeños, enemigos unos de otros, es frecuente ver levantarse en ellos caudillos que fundan su existencia en la guerra y su independencia en la fortuna. Si la victoria corona sus primeras empresas, al ruido de su nombre y de su gloria acuden guerreros de todas partes a sus banderas, y aumentando el número de sus soldados consolidan su poderío. Especie de reyes vagabundos, cuyo dominio es su campo, y que mandan toda la tierra en donde son los más fuertes, los régulos que los temen o los necesitan compran su amistad o su asistencia a fuerza de humillaciones y de presentes: los que resisten tienen que sufrir todo el estrago de su violencia, de sus correrías y de sus saqueos. Cuando ningún príncipe los paga, la máxima terrible de que la guerra ha de mantener la guerra es seguida en todo rigor, y los pueblos infelices, sin distinción de aliado y de enemigo, son vejados con sus extorsiones, o inhumanamente robados y oprimidos. Héroes para los unos, forajidos para los otros, ya terminan miserablemente su carrera, cuando deshecho su ejército se deshace su poder; ya dándoles la mano la fortuna, se ven subir al trono y a la soberanía. Tales fueron algunos generales en Alemania cuando las guerras del siglo XVII, tales los capitanes llamados Condottieri por los italianos en los dos siglos anteriores, y tal probablemente fue el Cid en su tiempo aunque con más gloria y quizás con más virtudes»

Sentimos no estar de todo punto conformes con la idea que este nuestro distinguido compatriota ha formado del Campeador, si bien sus últimas palabras denotan ya suficientemente cuánto se distinguió de los condottieri de Italia el ilustre capitán español. Nosotros mismos, que desaprobamos la conducta de Rodrigo Díaz con el monarca leonés en Carrión, que censuramos su arrogancia en Burgos y la humillación que con su juramento hizo sufrir al rey, no podemos menos de admirar la fidelidad que guardó siempre a aquel mismo monarca a pesar de haber experimentado en tantas ocasiones, ó su desvío, o su enojo, o su mal querer; la modestia y lealtad con que habiendo podido formar para sí un Estado y señorío independiente, guardó y sometió sus importantes adquisiciones a su rey y señor. Digna de admiración, si no de elogio, hallamos también la astucia y la política con que el Cid se manejó con tantos príncipes musulmanes y cristianos. La importante conquista de Valencia fue obra no menos de habilidad y de destreza que de perseverancia y de valor, y su éxito hubiera acreditado de grande a un poderoso soberano cuanto más a un simple caballero, sin otros elementos que los que con su brazo y su espada y con la fama de su nombre supo adquirir. Si no se conservó Valencia para el cristianismo después de su muerte, ya no pudo ser culpa suya; los sería de las circunstancias, o seríalo de Alfonso que la destruyó y abandonó. Hallárnosle muchas veces generoso con los vencidos; vémosle ciertamente en otras duro y cruel en el castigar, y el suplicio de Ben Gehaf fue a todas luces horrible; ¿pero no le atenuará nada la rudeza de la época, y el modo como en su tiempo se trataba y consideraba a los musulmanes?

Duélenos también sobremanera que el brioso capitán, el batallador invicto, el campeador insigne, el que humilló e hizo tributarios tantos reyes mahometanos, el que venció a tantos poderosos príncipes, hiciera alianzas con los sarracenos contra los monarcas cristianos; que amigo y confederado del emir de Zaragoza, combatiera y aprisionara al conde barcelonés; que sirviendo a los Beni-Hud, enrojeciera con sangre cristiana los campos de Aragón e hiciera a las madres catalanas llorar a sus hijos cautivos con mengua de la caballería y menoscabo de la cristiandad Cuando hablábamos de Fernán González dijimos: «Notamos con orgullo entre otras nobles cualidades del conde Fernán González la de no haberse aliado nunca con los sarracenos ni transigido jamás con los enemigos de su patria y de su fe : cualidad que desearíamos sacar a salvo en más de un monarca cristiano y en más de un celebrado campeón español de los que en la galería histórica irán apareciendo». Cuando esto escribimos teníamos nuestro pensamiento en el Cid Campeador. Menester es no obstante confesar, por más que nos sea doloroso, que esas alianzas con los mahometanos que nuestra severidad histórica nos obliga a condenar eran tan frecuentes en aquellos tiempos que debemos creer se miraban como sucesos ordinarios, o por lo menos no se consideraban como crímenes graves contra la patria, puesto que magnates, caudillos, príncipes los más ilustres y gloriosos, monarcas como los Sanchos, los Fernandos, los Alfonsos, se aliaban frecuentemente con los musulmanes contra otros cristianos, cuando la necesidad o la conveniencia se lo aconsejaban lamentable necesidad y triste conveniencia, pero que no por eso deja de constituir uno de los caracteres y una parte de las costumbres de aquellos calamitosos siglos.

Y si en el héroe de Vivar no encontramos al legislador prudente al autor o perseguidor de un sistema, de un gran pensamiento político; si las reliquias que de él se conservan, su bandera, su escudo, su silla de armas, sus dos espadas Colada y Tizona, son tributos todos del caballero de campaña, gloria de España será siempre haber producido al Campeador famoso, al paladín ilustre, al capitán invencible, al súbdito leal a su rey, cuyo nombre y fama se ha difundido por todo el orbe y se trasmitirá a todas las edades.

 

II.

 

Parecía pesar sobre España una sentencia fatídica que la condenaba a alternar entre un reinado vigoroso y fuerte y otro débil y menguado; a que tras un príncipe grande, poderoso, temible, viniese un monarca, o apocado, o imprudente, o desaconsejado. Así era menester para que se prolongara indefinidamente la lucha entre los dos pueblos : así había acontecido ya muchas veces, y así acaeció cuando al robusto y varonil reinado de Alfonso VI sucedió el borrascoso y flaco de su hija doña Urraca. Acontecimientos hay que, si no son, parecen por lo menos enviados del cielo; tales son las calamidades que sobrevienen sin poderlas evitar los hombres, y tal fue la sucesión de doña Urraca al trono de Castilla: puesto que de seis esposas que había tenido su padre Alfonso VI, de una solamente logró sucesión varonil, y el único hijo que el cielo le concedió fue para tener el amargo desconsuelo de verle perecer a manos de los infieles en Uclés en la primavera de sus días. No es fácil encontrar para esto explicación humana. Los demás males que afligieron a España en este periodo, resultado fueron o de culpas o de errores de los hombres, sin eximir al mismo Alfonso VI, como habremos de ver.

El matrimonio de doña Urraca con Alfonso de Aragón, que hubiera podido anticipar en más de tres siglos la unión de los dos reinos de Aragón y Castilla, no fue sino fecundo manantial de turbulencias, agitaciones, guerras y calamidades sin fin. Muchas causas contribuyeron a ello. Dominaba todavía demasiado el espíritu de localidad para que se pudiera conocer la conveniencia de la unidad española, y muchos castellanos miraban al de Aragón como un príncipe extranjero al cual les repugnaba someterse. La viuda del conde Ramón de Borgoña tampoco había dado con la mejor voluntad su mano al aragonés. El parentesco que entre ellos mediaba hacía que una clase poderosísima del Estado, el clero, mirara con repugnancia este consorcio, y no era menor la del pontífice: que es admirable la escrupulosidad y la intolerancia de la Iglesia y de los papas de aquellos tiempos en esto de los impedimentos de consanguinidad para los matrimonios de los reyes, cuando tanta anchura o tanto disimulo había respecto a los mismos monarcas en otros puntos que debían afectar más a la moral y a las costumbres públicas; tal era, por ejemplo, la frecuencia y facilidad con que se les veía repudiar una esposa legítima para enlazarse con otra; tal la multitud de hijos naturales o bastardos que de público ostentaban los príncipes, y que hemos visto en los monarcas que precedieron a Alfonso VI, en este soberano mismo, y que veremos en los que le habrán de suceder, sin que nos sea dado encontrar leyes ni eclesiásticas ni civiles para remedio y corrección de esta infracción de los deberes morales.

Agregábase a estas causas, y fue acaso la más poderosa de todas, los caracteres encontrados y los genios nada avenibles de los dos consortes. Alfonso, belicoso y bravo, poseía todas las cualidades de un batallador, pero faltábanle las dotes de esposo. Valiente y duro cual convenía para el campo de batalla, pero adusto y áspero para la vida conyugal; más propio para blandir la lanza que para las ternuras matrimoniales, se condujo con la reina más con la rudeza de un soldado que con las consideraciones de esposo y de caballero, y se propasó a desmanes que reprobamos en los hombres de más humilde extracción. La reina por su parte, si no tan caprichosa ni tan suelta en sus costumbres como la hacen algunos escritores, por lo menos no muy severa en lo de evitar que se murmurara su falta de recato, lejos de oponer una conducta que moderara los violentos ímpetus de su esposo, le daba o ocasión o motivos para que desplegara su natural brusco y nada tolerante, y contribuyó no poco a las borrascas y escándalos que luego perturbaron el reino. Por otra parte, el aragonés comenzó muy pronto a obrar más como rey de Castilla que como marido de la reina. Y de esta manera un matrimonio, que hubiera podido producir la unión de los Estados castellanos y aragoneses, vino a ser la causa de las perturbaciones que agitaron a León y Castilla durante el reinado de doña Urraca, y de las antipatías que entre aragoneses y castellanos duraron mucho tiempo después.

Mas no era esto sólo. Aun cuando don Alfonso y doña Urraca hubieran vivido en la mayor armonía y concordia como esposos y como reyes, sobraban a la muerte de Alfonso VI elementos de disturbios, que con las disidencias de los dos consortes no hicieron sino desarrollarse más. El conde y condesa de Portugal, Enrique de Besanzón y su esposa Teresa, hermana de Urraca, los condes de Galicia que educaban y tenían en su poder al príncipe niño Alfonso Raimúndez, hijo de Urraca y de su primer esposo Ramón de Borgoña, los condes castellanos que aspiraban a las preferencias de la reina, el elemento popular que comenzaba a tener una fuerza de que hasta entonces había carecido, un prelado belicoso y astuto, acariciado por la corte de Roma, y que tomaba una parte activa en todo; monarcas, príncipes, magnates, pueblo, todo parecía haberse propuesto cooperar al general desconcierto y desasosiego: y mientras el reino de Castilla ofrecía el triste espectáculo de dos esposos, una madre y un hijo, y dos hermanos, en abierta guerra entre sí, ya la madre y el hijo contra el esposo y el padrastro, ya la hermana contra la hermana y el sobrino, ya el sobrino y el tío contra la madre y la hermana, enredándose en un laberinto de rompimientos y alianzas, de avenencias y choques, más difícil de explicar que de concebir, las ambiciones y la anarquía descendían desde los palacios reales hasta las humildes viviendas de los labriegos, y la combustión y el incendio cundían por todas partes. Periodo digno de estudio, por la misma fermentación de tan encontrados elementos puestos en acción y en lucha, por la índole y naturaleza de los personajes, todos activos, todos emprendedores, incansables y enérgicos, astutos y sagaces algunos, ambiciosos todos, faltos los más de sinceridad y buena fe, y porque cada cual fue sintiendo y experimentando las adversidades y contratiempos de que su proceder le hacía merecedor.

El rey de Aragón, ambicioso como monarca, desconsiderado y violento como marido, tuvo que salir de Castilla descasado de la reina a quien maltrataba, y fugitivo del reino que pretendía usurpar. Persiguió crudamente al clero, y el clero fue el que anuló el matrimonio que le servía de pretexto para pretender el señorío de la monarquía castellana. No prosperó aquel príncipe hasta que renunciando a sus injustas pretensiones se limitó a guerrear en sus propios Estados contra los enemigos de la fe. Los triunfos que allí alcanzó, las conquistas que coronaron su innegable esfuerzo, le avisaban que aquel era el campo, aquellos los enemigos que debía combatir para ganar gloria y hacer inmortal su nombre. Volvió otra vez sobre Castilla, y el mismo príncipe a quien había intentado destronar: siendo niño, fue el que le obligó a ser contenido y prudente cuando él era ya un anciano. Y aquel reino de Aragón al cual Alfonso con loca temeridad e insistencia quiso someter el de Castilla, vióse bajo su inmediato sucesor y hermano hecho tributario de la monarquía castellana, siendo aquel Alfonso Raimúndez a quien él intentó suplantar desde la cuna (dado que no creamos meditase contra él otros más criminales proyectos), quien llegó a tener a sus pies la corona aragonesa en la misma Zaragoza: sublime lección para el Batallador orgulloso, si la muerte no le hubiera impedido aprovecharse de ella; pero presenciábala el pueblo que él acababa de engrandecer, que también los pueblos suelen ser llamados a presenciar el castigo de la ambición de sus príncipes para que les sirva de saludable enseñanza.

También la reina de Castilla pagó bien caras sus veleidades o sus extravíos. Parecía que un poder misterioso había tomado a su cargo enviarle las amarguras más propias para expiar aquellas flaquezas de su genialidad con que oscureció las virtudes varoniles de que por otra parte estaba dotada, y que con otra mesura y otra política hubieran bastado para hacerla una gran reina. Sus peligrosas preferencias é intimidades con los condes de Candespina y de Lara le atrajeron los rudos tratamientos de su esposo, los desvíos, defecciones y atrevidos procedimientos de algunos nobles, y las desenfrenadas murmuraciones y deshonrosas calificaciones de los burgueses : y el sobrenombre de Hurtado con que era conocido uno de sus hijos, fruto de sus amores con el de Lara, cuya denominación (si por eso se le aplicó) era como un cartel público de ilegitimidad, debió también mortificarla mucho como princesa y como señora. Si faltas pudo cometer como reina, si no fue cuerda su política, si no se mostró muy escrupulosa guardadora de los pactos, también tuvo que luchar con las inconsecuencias y deslealtades del ambicioso Enrique de Portugal, su cuñado; con las hipocresías de doña Teresa, su hermana, que bajo un rostro de ángel y bajo las apariencias del más tierno y fraternal cariño, o urdía conspiraciones tenebrosas o atacaba descubiertamente sus dominios; con unos condes que se le rebelaban cuando parecían más amigos como Gómez Núñez, o hacían traición a sus más íntimos secretos como el de Trava; con un hijo alternativamente aliado ó enemigo de su madre; con un prelado que acreditó excederla en mañas y ardides, y de quien sufrió frecuentes y repetidas humillaciones. Cuando consideramos los diez y siete años que sufrió de borrascas e inquietudes, cuando la recordamos brutalmente tratada por su esposo, y encerrada por él en la fortaleza de Castellar, lastimada sin piedad por una parte del pueblo en lo más delicado de su honra, humillada en León por los nobles castellanos, cercada en el castillo de Soberoso por su hermana, de continuo alarmada por las maquinaciones que sospechaba de un prelado ingenioso y audaz, sufriendo en una torre del palacio episcopal de Santiago los rigores de un incendio, insultada después y groseramente vilipendiada por un populacho desenfrenado, nunca tranquila, desasosegada siempre, y teniendo por remate de tanta agitación y de tanta calamidad una muerte aun no bien averiguada, y cuya oscuridad dio ocasión a que sus detractores la zahiriesen hasta más allá del sepulcro, harto caros, decimos, pagó esta desgraciada princesa cualesquiera extravíos que como mujer como reina hubiera podido tener, y parécenos o que la suma de desventuras que experimentó en vida excedió a la de sus faltas, por muchas que se quiera suponerle, o por lo menos no se mostró con ella muy benigna la Providencia.

¿Gozaron de más quietud y de más prosperidad los demás personajes de este drama? Don Enrique de Portugal, que en su afanoso prurito de titularse rey había comenzado por conspirar contra su suegro don Alfonso VI, para concluir siendo sucesivamente desleal al rey de Aragón, a la reina de Castilla su cuñada, y al príncipe de Galicia su sobrino, atizando la discordia, y afiliándose allí donde esperaba salir más ganancioso de las revueltas, bajó con todos sus designios al sepulcro, muriendo de una muerte tan oscura que todavía ninguna historia ni ningún documento ha podido aclarar. Merecido remate de quien buscaba brillar por oscuros y reprobados medios.

Doña Teresa su mujer, ambiciosa como su marido, intrigante y rastrera como él, pero más ladina y astuta, amiga cariñosa en lo exterior de su hermana doña Urraca, en lo interior su más falsa y por lo mismo más peligrosa enemiga, entregada como ella a la privanza y favoritismo de un conde, cuyas intimidades irritaban a los hidalgos y barones portugueses, aliada a su vez, y a su vez traidora al hazañoso Gelmírez, desleal a su sobrino don Alfonso Raimúndez, e injusta con su hijo don Alfonso Enríquez, a quien tenía en un vergonzoso y humillante apartamiento de los negocios públicos, apoderado de toda la influencia el amante de su madre; esta princesa tan parecida a su hermana en las debilidades de mujer y en los manejos de reina, después de una vida poco menos azarosa que la de doña Urraca, vióse como ella abandonada de los ofendidos condes, y por último privada por su mismo hijo de un reino que tanto ambicionaba, muriendo al fin fugitiva y desterrada, sin prestigio ni autoridad, y sin excitar la compasión de nadie, como no fuera la de su consecuente amante don Fernando Pérez. Cruel comportamiento el de un hijo que así rompía los lazos naturales del amor filial, pero que la Providencia sin duda permitía para ejemplar expiación de quien había también sacrificado a proyectos de ambición todos los afectos de la sangre.

Por lo que hace al obispo Gelmírez, especie de Mefistóteles sacerdotal, como le llama un escritor de nuestro siglo, negociador diestro y astuto, alternativamente amigo y enemigo de los príncipes y princesas que jugaban en este complicado drama, que a no ser obispo hubiera aspirado a ser rey, como fue arzobispo metropolitano, sin dejar por eso de ser infatigable guerrero; este sacerdote político, que protegía un infante en España para negociar el palio en Roma, que con una mano enviaba remesas de oro al Papa mientras con otra firmaba un convenio humillante para la reina de Castilla; que unas veces reconciliaba al hijo con su madre, y otras le instigaba a pelear contra ella; alma de todas las negociaciones de esta época calamitosa; dotado de asombrosa actividad y de religioso ardor y celo contra los enemigos de la fe, á quienes escarmentó por mar y tierra; también este insigne prelado sufrió azares y borrascas en su agitada y turbulenta vida. Espiado a cada paso y amenazado de prisión por la reina, encerrado una vez por ella en un castillo, atacado en su propio palacio episcopal por los mismos fieles de su diócesis, expuesto a perecer entre los abrasados escombros de la torre en que se albergaba a los golpes de los chuzos de la tumultuada muchedumbre que pedía su muerte, reconciliándose con Dios como el que está en la última hora de su vida, debiendo su salvación a la capa de un mendigo el que tantas riquezas había acumulado, buscando un rincón en que sustraerse a las pesquisas de los asesinos el que había humillado a las reinas y princesas, mucho debió sufrir en tan amargos trances el prelado compostelano. Lejos estamos de aplaudir las irreverencias, los excesos y desmanes a que en tales casos se entretengan las turbas: citámoslo sólo en comprobación de que ni un sólo personaje de los que figuraron en primer término en este proceloso reinado dejó de probar graves infortunios y sinsabores. Gelmírez, sin embargo, prosperó después, merced a la protección de un Papa cuya amistad supo adquirir con la política y mantener con dones. No siempre los juicios de Dios están al alcance de la inteligencia humana. Acaso aun cuando nosotros así no lo comprendamos, sería tan digno y tan merecedor como sus panegiristas nos le dibujan.

Los condes de Castilla y Galicia, el de Lara y el de Trava, que obtuvieron los favores y las confianzas de las dos hermanas Urraca y Teresa, tuvieron que acabar sus días fuera de los reinos en que tanto habían dado que murmurar, expulsados de Castilla y de Portugal por los hijos de aquellas mismas princesas con cuyas preferencias se habían envanecido.

Hemos presentado a los personajes de este funesto reinado en su desagradable desnudez, así por cumplir con las severas leyes de la imparcialidad histórica, como por demostrar de qué manera sufrieron todos la expiación providencial de sus flaquezas o de sus desmanes, no dando apenas un paso por el mal camino que no fuera seguido del escarmiento del infortunio, y hallando en las más de las ocasiones el castigo allí donde cometían la culpa: lecciones sublimes, que arraigan la fe en el hombre de creencias; y avisos saludables, si perdidos para algunos individuos, nunca infructuosos para la humanidad.

Entre los elementos de agitación que dijimos haberse puesto en acción y en juego en esta época tempestuosa y aciaga contamos el elemento popular, que comenzaba a desarrollarse con actos de violencia y a mostrarse en pugna con los privilegios teocráticos. Hemos visto hasta qué punto llevaron los burgeses de Santiago su encono y su saña contra su propio prelado y contra la reina de Castilla en aquel célebre y tumultuoso levantamiento. El que durante el mismo promovieron los burgeses de Sahagún no es menos digno de atención de parte del historiador que se propone examinar la fisonomía social de cada época. El abad y monasterio de Sahagún habían obtenido de Alfonso VI privilegios y derechos señoriales que por lo excesivos constituían al pueblo en una especie de vasallaje y servidumbre de los monjes. Doña Urraca no sólo confirmó al monasterio los privilegios otorgados por su padre, sino que dio al abad el derecho de batir moneda, con jurisdicción absoluta sobre los monederos, puestos y elegidos por él, y cuyo producto se había de dividir en tres partes, una para el abad, otra para la reina y otra para las monjas de San Pedro. Los burgeses de Sahagún, que sufrían las vejaciones de tan extensos señoríos monacales, aprovecharon las disensiones y revueltas que agitaban la Castilla para sacudir el yugo y la opresión en que gemían, y juntándose tumultuariamente los rústicos y labriegos, los hombres de oficio y gente menuda de la plebe, y formando entre sí lo que ellos como los de Santiago nombraban hermandad, se negaron a pagar los tributos, cometieron excesos y tropelías dentro y fuera de poblado, y uniéndose a los aragoneses enemigos de la reina llegaron a acometer el monasterio, viéndose en peligro el abad y teniendo que encerrarse los monjes “así como los ratones en sus cuevas”, dice cándida y sencillamente el monje historiador, testigo y paciente en este tumulto. “Ca los burgeses todos, dice más adelante, entrados en el capítulo demostraron a los monjes una carta, en la cual estaban escritas nuevas leyes, las cuales ellos mesmos por sí ordenaron, quitando las que el rey don Alfonso había establecido. E demostrando la dicha carta, comenzaron a apremiar a los monjes que las dichas sus leyes firmasen con sus propias manos é luego con muchos denuestos é vituperios de palabras fatigaban a los monjes fasta tanto que les fue satisfecho, é saliendo del capítulo amenazábanlos diciendo, que si ellos oviesen vida que farían de manera que ninguno quedase en el claustro”.

La sedición fue apagada, si bien revivió más adelante en el reinado de San Fernando. Pero las rebeliones de Santiago y de Sahagún demuestran el cambio que a principios del siglo XII comenzó a sufrir en Castilla el tercer estado, que alentado con las franquicias municipales y despertado con ellas el conocimiento de su valer y de sus recursos, apelaba ya a la fuerza para sacudir la dependencia del clero y de los magnates, y aun para dictarles la ley. Esto, que para lo sucesivo anunciaba un nuevo elemento que había de contribuir a establecer el debido equilibrio entre los diversos poderes del Estado, era entonces y en aquella situación un grave mal que aumentaba la confusión y la anarquía social, y hacía más y más calamitoso y turbulento el reinado de doña Urraca.

 

III

Era demasiado violento este estado para que durara mucho, si no había de perecer la monarquía leonesa-castellana, destinada a ser el núcleo de la nacionalidad española. De alguna parte había de venir el remedio a tantos males, y vino de quien había tenido la parte más inocente en aquel laberinto de intrigas y de desórdenes; del tierno vástago que crecía en medio de aquel campo azotado de furiosos y encontrados vientos; prenda disputada por todos los bandos y todas las parcialidades, y preservada como milagrosamente de tan desatadas borrascas para ser el áncora de salvación en aquel revuelto piélago; del joven Alfonso Raimúndez, el hijo de doña Urraca, proclamado rey antes que él supiera qué cosa era trono, y recibido con universal beneplácito cuando la edad y los acontecimientos le llamaron a manejar por sí sólo el cetro heredado de sus mayores.

Pronto se conoció que se había sentado en el trono de Castilla un digno descendiente de Alfonso VI, heredero de su grandeza como de su nombre. Las tormentas calman, y las negras nubes que antes cubrían aquel encapotado horizonte van desapareciendo al influjo de un astro radiante y benéfico. Aquel mismo guerrero aragonés, aquel rey de las cien batallas y de las cien victorias que tan osadamente había penetrado en otros tiempos en Castilla, cuando se encuentra de frente con el hijo de su esposa se detiene, medita, oye los consejos de los que le exhortan a la paz, capitula y se retira a sus Estados. Porque ya no es Alfonso el niño débil, el tierno infante, el huérfano de Galicia, abandonado de su madre, arrancado de los brazos de un tutor ambicioso por las manos de un rebelde atrevido: es Alfonso el rey de Castilla y de León, el joven vigoroso, lleno de ardor y de vida y ganoso de gloria, el monarca amado de sus pueblos, a quien sigue un ejército entusiasmado. Pronto conocieron también los musulmanes que no era ya Toledo aquella ciudad y aquel país que gobernaba una mujer, que destrozaban intestinas discordias, y que ellos casi impunemente devastaban con sus algaras terribles: imperaba allí un príncipe animoso, que lejos de temer las incursiones de los sarracenos se atreve él a penetrar en las tierras de los infieles y tiene el arrojo de avanzar hasta el estrecho Gditano, regresando casi indemne a Toledo.

El enlace de Alfonso VII de Castilla con la hija del conde de Barcelona doña Berenguela le trae una alianza provechosa en política, una compañera dulce, una consejera prudente y un objeto de amor para su pueblo. La muerte del rey Batallador, la elección de un monje para el trono aragonés, y la desmembración de Navarra le dan una superioridad, de que él sabe aprovecharse bien, sobre todos los soberanos de la España cristiana; monarcas españoles y príncipes extranjeros reconocen su supremacía y le rinden homenaje, y Alfonso se hace coronar emperador; un personaje a quien ciñe la diadema real le lleva del brazo en la ceremonia solemne como si fuera un oficial de su servicio. ¡Qué trasformación tan grande ha sufrido la monarquía castellano-leonesa! Lo que hace pocos años apenas podía titularse reino, sino campo de discordias y de ambiciones, es ya un imperio cuya dominación por lo menos moral se extiende hasta más allá del Pirineo. El hijo ha indemnizado superabundantemente al reino de los quebrantos que sufrió con la madre. Por eso damos tanta importancia a las virtudes o a los vicios de los reyes, por eso damos tanto valor a las dotes personales de los jefes soberanos de los Estados. De ellas dependen por lo común las prosperidades i los infortunios de los pueblos.

 

IV.

Más iguales los príncipes soberanos de Aragón y Cataluña en este periodo, había sido también más igual la marcha de su engrandecimiento. En Aragón, a Sancho Ramírez, el conquistador de Barbastro, había sucedido su hijo Pedro I, el conquistador de Huesca: a éste su hermano Alfonso I, el conquistador de Zaragoza. Esta plaza era para Aragón lo que Toledo para Castilla. Contar nominalmente las poblaciones y fortalezas que este último monarca arrancó de poder de infieles, sería tan difícil como referir nominalmente sus batallas. Merced a tan insignes príncipes aquel reino de Aragón tan diminuto y exiguo en 1035 bajo el primer Ramiro, era ya un Estado grande, poderoso, respetable y fuerte en 1134 cuando le fue adjudicado a Ramiro II. Pocos Estados crecen tanto en un siglo a fuerza de conquistas y sin agregaciones hereditarias.

En Cataluña un conde desnaturalizado y criminal como hermano, pero vigoroso como príncipe y como guerrero, comete un fratricidio execrable y reconquista una antigua metrópoli para el cristianismo. Acaso un crimen nos valió la importante adquisición de Tarragona, pues sin el interés de desenojar a sus súbditos y de guarecerse de los rayos espirituales del jefe de la Iglesia, tal vez Berenguer Ramón el Fratricida no hubiera tomado con tanto ahincó el empeño de rescatar del poder mahometano aquella ciudad de gloriosos recuerdos. Odiando el crimen, aceptamos con gusto los efectos muchas veces provechosos de un remordimiento. Y sin embargo, no bastó aquella gloriosa empresa al matador de su hermano para expiar su delito. Ni Dios, ni los hombres parecía habérsele perdonado: oprimiéronle los hombres con el peso de una acusación formidable y de una sentencia infamante y bochornosa: tal vez lograra aplacar a Dios y hacérsele propicio vertiendo su sangre como simple cruzado allá en la Palestina en compensación de la sangre fraternal que como príncipe ambicioso había derramado en su patria.

¡Cosa digna de especial atención y reparo! En este medio siglo que recorremos, a través de los disturbios, de las discordias y de las agitaciones domésticas entre los príncipes cristianos, a pesar del empuje que había venido a dar al pueblo musulmán la irrupción de los Almorávides, cuatro insignes ciudades fueron rescatadas del poder y dominación de los guerreros de Mahoma. En Castilla, Toledo, la capital de la monarquía goda, la corte de los Recaredos y de los Wambas, la ciudad de los concilios: en Aragón, Huesca, la famosa ciudad de Sertorio, la cuna de las primeras letras romano-hispanas; Zaragoza, la colonia de Augusto Cesar, y la patria de los innumerables mártires: en Cataluña, Tarragona, la ciudad de los Escipiones y de los Césares, la vieja metrópoli de la España Citerior, la antigua capital de la Tarraconense pagana y de la Tarraconense eclesiástica. Así Alfonso VI de Castilla, Pedro y Alfonso I de Aragón, y Berenguer II de Barcelona, cada cual podía decir con orgullo: «He recobrado para España y para el cristianismo una ciudad de gloriosos recuerdos.»

A Ramón Berenguer III de Barcelona podríamos denominarle el hijo del asesinado, como nombraban los árabes a Abderramán III. Semejantes casi en todo las circunstancias de la edad infantil de estos dos príncipes, cada uno de los cuales mereció que su pueblo le decorara con el renombre de Grande, asimiláronse también en lo de haber comenzado a reinar en el albor de su juventud con deseo y con aplauso y aceptación pública, y en lo de haber sido su primera obra restituir a sus Estados la unidad legítima de que tanto necesitaban. La fortuna vino también manifiestamente en ayuda de los merecimientos y altas prendas del gran Berenguer. Todos esos acaecimientos cuyas causas se escapan a nuestra comprensión, y a que por lo mismo damos el nombre de eventualidades, se convertían en engrandecimiento y prosperidad del Estado. Dos sucesos fortuitos, dos fallecimientos sin sucesión trajeron al condado de Barcelona la incorporación de los de Besalú y Cerdaña, y un enlace afortunado dio a Ramón III la posesión de la Provenza, rica provincia en letras, en población y enarmas: y hasta los elementos conspiraron en su favor, arrojando una tempestad inopinadamente a sus mismos Estados aquella armada de genoveses y pisanos que le sirvió para la conquista de las Baleares. El mérito del barcelonés estuvo en saber aprovechar la ocasión y los medios con que la fortuna le brindaba, y túvole grande en la prudencia y arrojo con que supo dar cima y cabo a tan gloriosa empresa. Comienza entonces a desarrollarse y tomar incremento y fama el poder marítimo de Cataluña, poder que sabrán emplear los soberanos barceloneses como elemento de fuerza para la guerra con los infieles, como elemento de prosperidad para el país por medio del tráfico y del comercio, y que concluyó por dar una fisonomía especial a aquella porción de la España cristiana. Berenguer el Grande surca ya con respetable flota el Mediterráneo, y recorre las ciudades litorales de las repúblicas italianas, llega a imponer tributo a las naves de Génova, y puede ofrecer un auxilio hasta de cincuenta galeras al príncipe de Sicilia su deudo. Si en la cruzada contra Tortosa no bastó ni el ardor guerrero del gran Berenguer, ni el fervor religioso de sus obispos y soldados excitado por una bula pontificia a restituirla a las armas cristianas, logró por lo menos hacer feudatarios a los régulos de Tortosa y Lérida; y si delante de Corbins le causaron las huestes almorávides un fatal descalabro, sirvió este mismo desastre para enseñar a los soberanos de Aragón y Cataluña la conveniencia de aunarse contra el poder musulmán, como lo hicieron en una entrevista que al efecto concertaron, dejando de esta manera a su hijo y sucesor Ramón Berenguer IV preparado el camino para la grande obra de la unión de las coronas que poco más adelante había de realizarse.

En el espacio de tres años dos soberanos españoles poderosos y grandes nos legaron a su muerte dos testimonios de las ideas religiosas que en su tiempo dominaban. Ramón Berenguer el Grande quiso acabar sus días bajo el hábito de hermano templario y en la humilde cama de un hospital: Alfonso el Batallador designó por herederas de su reino a las órdenes religiosas del Templo, del Sepulcro y del Hospital de Jerusalén. Comprendemos la piadosa devoción del conde de Barcelona; no nos es dado explicar, ni el extraño legado del rey de Aragón, ni la idea que aquel monarca pudo haberse formado de lo que eran reinos y de lo que eran reyes. Ni pueden satisfacernos las explicaciones que a este hecho dan algunos modernos historiadores de aquel reino, atribuyéndole en parte a los sentimientos religiosos de aquel monarca, en parte a haber querido cerrar por este medio la entrada a las pretensiones que sobre aquella herencia pudiera abrigar el de Castilla : puesto que príncipes había en España que no eran el castellano, a quienes dignamente hubiera podido hacer tan generoso legado; y si su piedad le impulsaba a buscar heredero en las órdenes religiosas, en ellas había un español hijo de reyes como él, y hermano suyo, que tenía más títulos a la posesión del reino que los que moraban allá en lejanas y apartadas tierras.

Por fortuna el pueblo aragonés, penetrado ya en aquel tiempo de que el reino no era un patrimonio de que pudieran disponer a su antojo los monarcas, desatiende de todo punto y da como por no existente la incalificable disposición testamentaria del difunto soberano, y va a buscar al claustro, ya que en el siglo no le encuentra, al más inmediato pariente del finado monarca para entregarle el cetro y la corona: ejemplo notable del ejercicio práctico de la soberanía, y del respeto y consideración que quería guardar el pueblo a la estirpe real, así como de su decisión por el principio de la sucesión dinástica.

Un concurso de circunstancias las más extrañas y las más singulares precedió y condujo al gran suceso de la unión de Aragón con Cataluña, y en las cuales, sin embargo, no vemos se hayan parado a meditar nuestros historiadores, contentándose por lo común con referir sin reflexionar. El cetro aragonés pasa de repente de las manos vigorosas y robustas de un rey batallador a las débiles y flacas de un monje, en ocasión en que la guerra activa era condición necesaria para la existencia. Navarra aprovecha aquella coyuntura para emanciparse de Aragón y recobrar su nacionalidad. El rey de Castilla conociendo la debilidad del rey monje, alegando antiguos derechos y apoyado en un ejército poderoso, penetra hasta la capital del reino aragonés, poco hacía tan pujante y poderoso era, y hace feudatario suyo al nuevo monarca. El rey sacerdote, desconceptuado en su mismo pueblo, teme al de Navarra y no puede resistir al de Castilla. Tan desfavorables circunstancias parece no pueden conducir sino a la pérdida de la independencia o a la ruina de la monarquía. Y sin embargo, el que tiene en su mano los destinos de las naciones las convierte todas en provecho de aquel Estado, y hace que produzcan uno de los sucesos más prósperos y felices que pudieran apetecerse para la grande obra de la unidad española. Don Ramiro ha burlado los cálculos públicos teniendo una hija que le pueda suceder en el reino. Reconociendo que la carga del Estado necesita de hombros más robustos que los suyos, tiene la virtud de abdicar la corona y volverse a la vida sosegada del claustro. Diríase que obraba como inspirado, y como quien había cumplido la misión a que estuvo llamado momentáneamente. Aquella hija, aquella tierna princesa, niña de dos años, es el lazo de unión que refunde en un solo y respetable Estado la monarquía aragonesa y el condado de Barcelona, dándola en matrimonio, a pesar de la distancia de edades, al conde barcelonés, el único príncipe que podía hacer la unión sólida, perpetua, indestructible, sin menoscabo ni de los derechos de Aragón ni de los del condado de Barcelona; el único que no se había mostrado hostil ni pretensioso hacia Aragón; el más a propósito para defender el reino de las acometidas violentas del de Navarra, y guarecerle de las ambiciosas pretensiones del de Castilla; el que gobernaba un pueblo el menos rival, si acaso no era el más simpático, del aragonés.

Con un monarca menos débil que don Ramiro los aragoneses no hubieran pensado en la incorporación: con sucesión varonil no hubiera tal vez podido realizarse; sin una reina propia no la hubieran consentido, y sin la enemiga y hostilidad del navarro, y las antipatías que se conservaban entre Aragón y Castilla, acaso no hubiera sido buscado don Ramón Berenguer para esposo de doña Petronila. La misma diferencia de edades fue en ventaja de la seguridad de ambos Estados relativamente a sus derechos políticos. Contentábanse los aragoneses con tener reina propia, aunque no gobernase por ser niña; contentábanse los catalanes con que su conde gobernase los dos Estados aunque no fuese rey de Aragón, el cual toma por su parte el título inofensivo de príncipe de Aragón y conde de Barcelona. El fruto que nazca de este matrimonio podrá titularse ya rey de Aragón y conde de Barcelona, sin que ni aragoneses ni catalanes hayan visto lastimarse sus respectivos derechos, sino refundirse y aunarse por lazos y títulos legítimos. Admirable y providencial combinación para estrechar de un modo indisoluble dos Estados cristianos, e ir echando los cimientos de la unidad española.

Prosigamos ahora la narración que estas observaciones nos obligaron a suspender.

 

CAPITULO VII.

ALFONSO VII EN CASTILLA. — GARCÍA RAMÍREZ EN NAVARRA: RAMÓN BERENGUER IV EN ARAGÓN Y CATALUÑA.

( 1137 - 1157 )