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SALA DE LECTURA B.T.M.

Historia General de España
 
Historia General de España

TOMO TERCERO - LIBRO SÉPTIMO.

 

CAPITULO VII.

 

ALFONSO VII EN CASTILLA. — GARCÍA RAMÍREZ EN NAVARRA: RAMÓN BERENGUER IV EN ARAGÓN Y CATALUÑA.

 

( 1137 - 1157 )

 

 

Coronado emperador de España el séptimo Alfonso de Castilla, todos los príncipes de la España cristiana, y aun los condes y señores de los Estados franceses situados de la parte acá del Ródano, acataban al poderoso monarca castellano, y más o menos implícita o abiertamente le tributaban o vasallaje, o sumisión, o dependencia. Sólo en un estrecho rincón de la Península había un pequeño príncipe y un pequeño pueblo que no muy encubiertamente se negaban a obedecer al emperador y mantenían enarbolado un pendón de independencia. Este rincón, este pueblo y este príncipe eran Portugal y su conde Alfonso Enríquez, que apoyado en los altivos hidalgos portugueses proseguía el pensamiento y plan de la emancipación con no menos energía y perseverancia que le habían comenzado don Enrique y doña Teresa sus padres. No le habían desalentado ni los descalabros que ya en sus anteriores tentativas le había ocasionado su primo el de León, ni la pérdida del castillo de Celmes que éste le tomara, y en que quedaron prisioneras multitud de familias nobles de Portugal. El emperador había dejado algún tiempo tranquilo a Alfonso Enríquez, no creyendo sin duda que tan débil llama pudiera producir nunca tan grande incendio como levantó después.

Pero el joven y activo rey de Navarra, que deseaba ya sacudir el yugo del emperador a que antes se había sometido, comprendió de cuánto provecho podía serle para su intento la alianza y amistad con un príncipe tan resuelto y belicoso como Alfonso Enríquez, y con un pueblo tan amante (de su independencia como el portugués. Se aliaron, pues, el portugués y el navarro contra el emperador. Dos desleales y turbulentos condes gallegos, Gómez Ñuño y Rodrigo Pérez Velloso, que gobernaban por el de Castilla el territorio de Tuy, brindaron oportuna ocasión al de Portugal para apoderarse de Tuy y de los castillos y tierras de aquel distrito, que los dos rebeldes condes le fueron cediendo (1137), mientras el rey García de Navarra, rompiendo abiertamente con el emperador, le movía guerra por la parte de Oriente. Vencido por el de Portugal, Fernando Joannes quiso oponerse vigorosamente a la invasión defendiendo como bueno el castillo de Allariz que por el emperador tenía; derrotados después en Cerneja sus siempre enemigos los condes Rodrigo Vela y Fernando Pérez (el antiguo privado y amante de su madre doña Teresa, que expulsado del reino por el hijo seguía las banderas del emperador, y era el más constante y duro adversario del infante portugués): quedaba pues Alfonso Enríquez enseñoreando los distritos meridionales de Galicia. Mas habiendo tenido que acudir a Portugal, donde los sarracenos se apoderaron del castillo de Leiria, degollando toda su guarnición, y desbaratando seguidamente un cuerpo de milicia portuguesa en Tomar, vióse aquel príncipe en una situación comprometida y angustiosa, y abatieron a los barones de Portugal aquellos reveses tanto como antes los habían alentado los triunfos de Allariz y de Cerneja.

Había estado en este tiempo ocupado el emperador en la guerra con el navarro, sobre el cual había logrado ventajas considerables: y como a su regreso a Castilla le informasen en Zamora de lo ocurrido en Galicia y Portugal, partió apresuradamente y en derechura a estos distritos, y logró entrar en Tuy sin resistencia que le obligara a pelear. Desde allí avisó a sus condes y caudillos, incluso el arzobispo compostelano Gelmírez, para que se preparasen a incorporársele y hacer con él una invasión en Portugal. Innecesaria fue la reunión de aquellas fuerzas, puesto que de repente apareció ajustada una paz entre el emperador y Alfonso Enríquez, cuyas condiciones, todas desfavorables al portugués, manifiestan cuan poco halagüeña debía ser la situación de éste para acomodarse a aquel pacto, que probablemente solicitó él mismo. Obligábase a ser amigo leal del emperador, y a defenderle contra cualquiera que intentase hacerle daño: prometía respetar los territorios del imperio, y si alguno de sus barones los invadiera, él mismo le ayudaría á tomar venganza y a recuperarlos como si fuesen suyos propios; comprometíase a socorrerle en caso de invasión, fuese contra musulmanes o contra cristianos; y los honores que el emperador le daba, los había de restituir a él o a su sucesor, sin tergiversación ni engaño en cualquier tiempo que le fuesen pedidos. Este pacto, celebrado en Tuy el 4 de julio de 1137, fue jurado por el infante de Portugal con ciento cincuenta de sus hombres buenos, en presencia del arzobispo de Braga y de los obispos de Porto, Tuy, Orense y Segovia. Las estipulaciones de este tratado, desventajosas como eran a Alfonso Enríquez, prueban no obstante que él conservaba dominios como vasallo del de Castilla, al propio tiempo que demuestran cuánto faltaba todavía para que Portugal y su príncipe pudieran llamarse independientes. Y aunque en realidad, atendido el genio del portugués, aquel concierto no podía considerarse como una paz verdadera y sólida, sino como una tregua a que le habían forzado las circunstancias y que se habría de romper más o menos tarde, separáronse los dos primos para emplear sus armas cada cual por su parte contra los enemigos de la fe, y las fronteras de Galicia y Portugal reposaron algún tiempo de tan largas y continuas turbaciones.

Libre por entonces el emperador de las inquietudes que le habían causado los portugueses, y sin dejar de tener en respeto al navarro por medio de sus capitanes, volvió las armas contra los infieles del Mediodía, y con las milicias de Segovia, Ávila, Osma, Salamanca, Zamora y Ciudad Rodrigo penetró en Andalucía sentando sus reales a orillas del Guadalquivir. Dividiéronse sus tropas en cuerpos volantes que se derramaron por Jaén, Baeza, Úbeda y Andújar, llevando por aquellas comarcas el saqueo, el incendio, la devastación y la muerte; que estaban entonces para poco los Almorávides de Andalucía, aborrecidos e inquietados por los mismos andaluces de raza árabe, y teniendo que atender principalmente a la guerra que en África les hacían los Almohades, de que hablaremos después. Un desgraciado incidente amargó a Alfonso la gloría de esta expedición. Un cuerpo de extremeños vadeó el río y se internó en tierras musulmanas llevado del aliciente del saqueo. La noche que habían de regresar al campo cristiano cayó tan copiosa lluvia que el río se puso intransitable y ellos quedaron cortados por las aguas, sin que al emperador le fuese posible enviarles socorro. Aquellos infelices pagaron bien cara su temeridad y su codicia, siendo degollados todos por los infieles, a la vista del ejército cristiano, que de este lado del río presenciaba con estéril dolor el sacrificio. Tanta fue la amargura del emperador que determinó dar la vuelta para Toledo (1138). En aquel mismo año puso sitio a Coria, que aunque batida con las máquinas e ingenios que entonces conocía el arte de la guerra, se defendió heroicamente y no pudo ser tomada, perdiendo la vida en el cerco el intrépido conde don Rodrigo Martínez, de una saeta que lanzada del adarve le penetró y atravesó la armadura. Nuevo y profundo disgusto para el emperador, que amaba a sus buenos caballeros y valerosos capitanes, y era uno de ellos el conde don Rodrigo.

Como compensación al mal éxito de la tentativa sobre Coria, preparó Alfonso para la primavera del año siguiente la conquista del famoso castillo de Aurelia (Oreja, a ocho leguas de Toledo), gran fortaleza de los africanos en aquella frontera, y uno de los más terribles padrastros para los cristianos. Largo fue el sitio, que comenzó en abril (1139), y vigorosa la defensa que hizo el alcaide sarraceno. Pero enflaquecida y menguada la guarnición, hubo de pedir un armisticio mientras de África le enviaba socorros el emperador de Marruecos Tachfin que había sucedido a su padre Alí. Concediósele Alfonso, y a pesar de lo mal parados que andaban ya en África los Almorávides, todavía acudió de allí una respetable hueste, que unida a la de Aben Gania de Valencia, formaba un ejército de treinta mil hombres. Dirigióse esta muchedumbre a Toledo, donde se hallaba la emperatriz doña Berenguela, y comenzó a expugnar sus torres y muros. Ocurrió con este motivo un suceso que merece ser referido, siquiera por lo que consuela encontrar un rasgo de galantería en medio de tantas escenas de sangre. Envió la emperatriz a los caudillos musulmanes un embajador que en su nombre les dijo: «¿No veis que es mengua de caballeros y de capitanes generosos guerrear contra una mujer, cuando tan cerca os espera el emperador? Si queréis pelear, id a Aurelia, y allí es donde debéis acreditar que sois valientes y hombres de honor.» Oyéronlo los jefes sarracenos, y como al propio tiempo dirigiesen la vista al alcázar, y distinguiesen a la emperatriz de los cristianos adornada con las vestiduras imperiales, circundada de damas y doncellas que al son de cítaras y salterios cantaban, maravilláronse de aquel espectáculo, avergonzáronse, y haciendo un respetuoso acatamiento a tan gran señora, volvieron la espalda y se retiraron y regresaron a su tierra, dice el cronista, «sin honor y sin victoria». Apurados entretanto los del castillo, rindiéronse al emperador Alfonso a condición de que los dejara en libertad de retirarse a Calatrava (octubre de 1139). Cumpliólo así el monarca castellano, y aun los agasajó cumplidamente, como quien sabía corresponder al caballeroso comportamiento que con su esposa habían tenido los que combatían en Toledo.

Tales habían sido las operaciones militares de Alfonso VII de Castilla, desde la incorporación de los Estados aragoneses y catalanes. Veamos cuáles eran sus relaciones con los otros príncipes de la España cristiana.

Penetrado el conde de Barcelona y ya príncipe de Aragón de cuánto le era necesaria la habilidad y destreza para acrecer y aun para conservar el cercenado reino aragonés que había heredado, dedicóse á utilizar las relaciones de afinidad que le ligaban con el de Castilla, y hallándose éste en Carrión en febrero de 1139, vino a verle el conde don Ramón Berenguer IV con muy lucido cortejo de caballeros y nobles catalanes y aragoneses. Condújose tan diestramente el barcelonés en estas vistas, que firmaron los dos un convenio contra el rey don García Ramírez de Navarra. Concertáronse, pues, y se ligaron para conquistar los dominios de don García, y lo que es más, procedieron a repartírselos anticipadamente para cuando se hiciese la conquista. Aplicábase al monarca castellano la parte de Riojay todo lo que de este lado del Ebro había poseído su abuelo don Alfonso. Quedaba del barcelonés toda la tierra del reino de Aragón tal como la habían poseído don Sancho y don Pedro en sus tiempos. Del territorio de Pamplona, por el cual los dichos reyes de Aragón habían hecho homenaje al de Castilla, obtendría el emperador la tercera parte y las otras dos el conde de Barcelona. De estas dos partes reconocía señorío al castellano, como los reyes don Sancho y don Pedro le habían reconocido a Alfonso VI. En la parte adjudicada al de Castilla entraba Estella, en la del barcelonés se comprendía Pamplona. Igual división había de hacerse de lo que juntos o separados adquiriesen en lo sucesivo, y se obligaban a no hacer treguas con el de Navarra sin mutuo consentimiento y acuerdo.

Como consecuencia de este pacto los confederados en Carrión acometieron por dos distintos puntos la Navarra. Pero era don García príncipe animoso y bravo, y apercibido como estaba siempre para la pelea batió y derrotó el ejército de don Ramón de Barcelona. Mas como en aquella sazón asomase un pequeño cuerpo de castellanos, y entendiese don García que era todo el ejército del emperador, se refugió en Pamplona, siendo los de Castilla los que se aprovecharon de los despojos de una batalla en que no habían tenido parte. Meditaba el emperador otra nueva y más seria campaña contra el navarro, y hallábase en Nájera en 1140 preparado a emprenderla al frente de los castellanos y leoneses, cuando por intervención de su primo don Alfonso Jordán de Tolosa, que venía en peregrinación a Compostela, y de varios otros condes, magnates y prelados, se acordó que los dos monarcas se viesen y tratasen, como lo hicieron, hallándose presente la emperatriz, a las márgenes del Ebro entre Calahorra y Alfaro. El resultado de esta entrevista fue quedar convertidos los proyectos de guerra en un tratado de paz y amistad, para cuya mayor firmeza se ajustaron los desposorios de la infanta doña Blanca, hija mayor del rey don García, con el infante don Sancho, primogénito del emperador, quedando la princesa, por ser de poca edad, en poder de éste hasta que estuviese en aptitud de poder efectuarse el matrimonio (25 de octubre de 1140). Así quedó frustrado el tratado de Carrión, y ambos monarcas se despidieron en amistosa concordia, volviendo cada cual a sus tierras.

Quien perdió en este concierto fue el conde de Barcelona y príncipe de Aragón, que quedaba solo para sostener sus diferencias con el de Navarra. Pero el disgusto que pudo ocasionarle el pacto del Ebro, le vio por otra parte compensado con la renuncia que aquel mismo año le dirigieron los grandes maestres de las milicias del Sepulcro y Hospital de Jerusalén, de la herencia que en su famoso testamento les había dejado el Batallador. Ocasión habían tenido aquellos prelados de conocer que ni aragoneses, ni catalanes, ni castellanos estaban de humor de consentir, en la parte que a cada cual le tocaba, en una manda tan contraria a los derechos de los reinos, y cuya nulidad defendían con el argumento poderoso de las armas. Persuadiéronse, pues, de la conveniencia de ceder espontáneamente lo que de modo alguno hubieran podido obtener. Algo más remisos los de la orden del Templo, viéronse comprometidos a ejecutar lo mismo por el tacto y destreza con que supo manejarse el príncipe de Aragón, allanándoles el camino a una disimulada y honrosa renuncia, estableciendo más adelante la orden de caballería del Templo en Aragón, y dando a los caballeros templarios los castillos de Monzón, Moncayo, Calamera, Barbera, Remolíns y Corbins, con otras rentas y derechos para que pudieran mantenerse. Esto venía a ser como una indemnización de lo que por herencia hubiera tocado a los templarios, y aun cuando la porción no fuera equivalente, la orden admitió una donación segura, aunque menos pingüe, con preferencia a más vastos dominios fundados en derechos ni reconocidos ni realizables. La institución fue aprobada en la asamblea o concilio de Gerona, y habiendo enviado el Gran Maestre de Jerusalén los diez freires que el príncipe de Aragón le había pedido, quedó instalada en este reino la famosa milicia que tan imponente y tan poderosa había de hacerse con el tiempo.

Continuaba en las fronteras de Castilla la guerra con los musulmanes. Frecuentes y recíprocas eran las invasiones, muchos los hechos de armas, diarios los choques, y alternativamente prósperos y adversos los resultados de las algaras que los unos, y de las cabalgadas y correrías que los otros desde sus respectivas fortalezas y castillos hacían. Distinguióse de estos sucesos comunes la conquista de Coria que al fin hizo el emperador (1142) después de haber los sitiados esperado en vano, por espacio de un mes que Alfonso les concedió, los socorros que habían pedido así al emperador de Marruecos como a los reyes o emires de Córdoba y Sevilla. Y entre los episodios notables de estas parciales campañas merecen mencionarse los hechos del castellano Ñuño Alfonso, a quien uno de nuestros cronistas en su entusiasmo religioso compara a Judas Macabeo. Este Ñuño Alfonso por imprudencia o descuido había dejado a los infieles apoderarse del castillo de Mora que estaba a su cuidado. Considerábase el pundonoroso castellano como afrentado y deshonrado, y no se atrevía a comparecer en presencia del emperador, mientras no reparara su fama y su honra a fuerza de hazañas y de proezas. Emprendió, pues, con sus amigos una guerra activa y sin tregua contra los moros de las comarcas castellanas, y lo hizo con tan venturosa suerte que su solo nombre aterraba ya a los mahometanos. Bastante acreditado ya para que el emperador le nombrara segundo alcaide de Toledo, se atrevió a penetrar con una corta hueste casi hasta los muros de Córdoba. Cargaron sobre él las fuerzas reunidas de Córdoba y Sevilla mandadas por sus respectivos emires. A pesar de la excesiva superioridad numérica de los enemigos se manejó el capitán toledano con tal destreza y bravura que no sólo deshizo la hueste musulmana, sino que ambos régulos perdieron la vida, y Ñuño Alfonso regresó a Toledo, donde fue recibido en triunfo, llevando y ostentando en las puntas de las lanzas las cabezas de Aben Zeta de Sevilla y de Aben Azuel de Córdoba, con abundancia de ricos despojos y muchedumbre de cautivos. Así entraron en la catedral, donde los esperaba la emperatriz vestida de gala y rodeada de las damas de su corte, juntamente con el arzobispo y el clero, y cantóse el Tedeum con la mayor solemnidad. Despacháronse correos al emperador que se hallaba en Segovia, y cuando vino a Toledo salió a recibirle doña Berenguela con Ñuño Alfonso, llevando los pendones reales, juntamente con las cabezas de los dos reyes moros, y todo el aparato de banderas, armas y cautivos con que Ñuño había hecho su primera entrada en la ciudad. Excusado es decir que Ñuño Alfonso recobró completamente con este hecho la gracia del soberano, el cual mandó clavar las cabezas de los reyes musulmanes en lo más alto del alcázar. Mas a los pocos días dispuso la emperatriz que se bajasen aquellos sangrientos trofeos, y que envueltos en ricas telas de seda fuesen enviados a las viudas de los dos desgraciados emires.

Bajo la impresión del horror referiremos el suceso que al año siguiente (1143) permitió la Providencia, como si quisiese significar de un modo ostensible que tales actos de ruda y bárbara crudeza, aun ejecutados con enemigos de la fe, no quedaban sin una terrible expiación, como contrarios a las leyes del cristianismo y repugnantes a las de la humanidad. Había mandado el emperador a Martín Fernández y Ñuño Alfonso que pasasen al castillo de Piedranegra a impedir las fortificaciones del de Mora que estaba en frente. Salió contra ellos el alcaide de Calatrava nombrado Farax, a quien nuestras crónicas llaman el Adalid. Vinieron unos y otros a las manos; empeñóse un reñidísimo combate, en que Martín Fernández salió herido, pudiendo al fin salvarse en la fortaleza: retiróse Ñuño Alfonso a un collado nombrado Peña del Ciervo, y allí después de defenderse heroicamente perdió la vida a saetazos con cuantos le rodeaban. Cogió Farax el cadáver de Ñuño Alfonso, y no contento aquel bárbaro con cortarle la cabeza, le mutiló el brazo y pierna derecha cuyos miembros hizo colgar en la más alta torre de Calatrava, y a los pocos días se los envió a las viudas de Aben Azuel de Córdoba y de Aben Zeta de Sevilla, para que tuviesen el horrible placer de contemplar los sangrientos despojos de los matadores de sus maridos, y de allí fueron trasportados a Marruecos para presentarlos al emperador Tachfin. Repugnantes cuadros de que apartaríamos de buena gana la vista, si como historiadores no tuviéramos el triste deber de dar a conocer las rudas costumbres que la guerra había engendrado en aquellos todavía harto desdichados tiempos. Aquel desastre causó al emperador Alfonso, que se hallaba en Talavera, tan profunda impresión, que mandó suspender la guerra por aquel año, apercibiendo no obstante a los caudillos para que estuviesen prontos y aparejados al siguiente en Toledo con sus respectivos contingentes y banderas.

Como enviado para distraer aquella tristeza y pesadumbre del emperador, y como para aliviar nuestro espíritu del peso y disgusto de las trágicas escenas que nos vemos precisados a relatar, vino pronto un acontecimiento tan halagüeño y próspero como lo había sido infausto y terrible el que acabamos de referir. Por resultado de la concordia asentada a las márgenes del Ebro entre el monarca de Castilla y el rey de Navarra, habíase concertado también el matrimonio de don García, viudo ya de su primera esposa doña Marcelina, con la hija bastarda del emperador, doña Urraca, aquella que dijimos en otro lugar había tenido de una señora de Asturias nombrada doña Gontroda. Vino, pues, el monarca navarro a Castilla con todo el cortejo, aparato y ostentación que el objeto y caso requerían. Se celebraron las bodas en León (julio de 1144) con la mayor solemnidad y regocijo, y con asistencia de la emperatriz, de la reina doña Sancha, hermana del emperador, y de todos los duques, condes y magnates de León y de Castilla. Hiciéronse públicos festejos: a la puerta del palacio real se levantó un magnífico tablado, ricamente decorado por la mano misma de doña Sancha: el emperador y el rey de Navarra se sentaron en lo alto, y alrededor del trono se colocaron los obispos, abades, próceres y ricos-hombres. Mancebos y doncellas de las más nobles familias rodeaban el tálamo: compañías de farsantes entretenían la brillante corte; coros de mujeres cantaban acompañados de órganos, cítaras y flautas, mientras los caballeros principales lucían su habilidad y destreza corriendo cañas, lidiando toros y ejercitándose en otros juegos de placer. (De las expresiones del cronista latino de Alfonso VII se infiere que los juegos de cañas y las fiestas de toros constituían ya una parte de las costumbres españolas. Habla además de otro juego que consistía en herir a un jabalí con los ojos vendados, y dice que muchas veces por herir al animal se lastimaban unos a otros, lo cual producía grande hilaridad en los espectadores). Concluidas las ceremonias nupciales, y habiendo hecho el emperador a su hija y yerno ricos presentes y regalos de oro y plata y de caballos soberbiamente enjaezados, y hécholes no menos preciosos dones la infanta doña Sancha, partió el rey don García con su esposa y grande acompañamiento de caballeros leoneses para sus Estados, de donde regresaron aquéllos colmados a su vez de obsequios.

Una terrible revolución comenzaba por este tiempo a agitar y conmover la España musulmana. Los descendientes de los antiguos árabes, que siempre habían llevado de mal grado el yugo de los Almorávides, que veían a sus dominadores apropiarse, explotar, chuparse todo el jugo y la sustancia del pueblo, usurpar las haciendas y tiranizar las familias; que por otra parte se veían acosados por las huestes cristianas que no les daban momento de reposo, ganándoles cada día poblaciones y fortalezas, cautivando sus guerreros y sacrificando sus mejores caudillos, sin que de África les viniesen los socorros que tantas veces y con tanto apremio solicitaban, determinaron alzarse contra la raza morabita, y sacudir su dependencia, hasta lanzarla, si podían, de España. La insurrección, que comenzó por el Algarbe con la toma de Mértola, se propagó pronto a Mérida, y cundió brevemente en Andalucía. El general de los Almorávides Aben Gania, que gobernaba en Córdoba, salió a combatir a los insurrectos; mas como durante su ausencia estallase una sublevación en la misma Córdoba, proclamando emir al jefe de los sediciosos Abu Giafar Hamdain, le fue forzoso a Aben Gania acudir a apagar aquel fuego. En el camino supo que se había revolucionado también Valencia, y que Murcia, Almería y Málaga seguían su ejemplo. Los de Córdoba se cansaron pronto del mando de Hamdain, le depusieron a los quince días, y llamaron a Safad-Dola, aquel aliado de Alfonso VII que había sido el último emir de los Beni-Hud de Zaragoza También de éste se cansaron pronto los inconstantes cordobeses, y proclamaron segunda vez a Hamdain: en cambio los de Valencia y Murcia convidaron a Safad-Dola con el emirato de sus provincias. Como Safad-Dola era vasallo del emperador Alfonso y sus tropas eran cristianas, las conquistas de Baeza, Úbeda y Jaén que con ellas hizo equivalían a otros tantos feudos que agregaba a los que tenía del monarca de Castilla. Mas como al verse dueño de la España oriental se considerase bastante poderoso por sí mismo y despidiese a sus cristianos auxiliares, aunque con mil protestas de respeto al emperador, irritáronse los castellanos, fueron a poner sitio a Játiva, y encontrando a Safad-Dola con sus gentes cerca de Albacete, empeñóse una encarnizada lucha en que los castellanos quedaron vencedores y en que pereció el mismo Safad-Dola. Holgóse mucho el emperador con la victoria de los suyos, pero entristecióle la muerte de su antiguo aliado.

Al tiempo que de esta manera se devoraban entre sí los sectarios del Islam en la península española, Abdelmumén, jefe de los Almohades de África, extendía sus conquistas en Marruecos y consolidaba su imperio con la rendición de Fez. Murió el emperador de los Almorávides Tachfin, y sucedióle su hijo Ibrahím Abu Ishak, que fue pronto asesinado a las puertas de su palacio de Marruecos. Ishak fue el último rey de los Almorávides. El jefe de los insurrectos del Algarbe español, Ahmed ben Cosai, invitó a Abdelmumén a que pasase a España, prometiendo facilitarle su conquista como en otro tiempo los emires de Andalucía y Algarbe habían brindado a Yussuf, jefe de los Almorávides, a que viniese a la Península. Aunque al pronto no vino en persona Abdelmumén, ocupado todavía en asegurar en África su poder, envió un respetable ejército de infantería y caballería al mando de Abu Anrach Muza ben Said, que desembarcando cerca de Algeciras fue tomando sucesivamente Tarifa, Jerez, Sevilla y otras poblaciones que o se sometían con poca resistencia, o abrían ellas mismas sus puertas a los Almohades. Aben Gania, el jefe y último sostén de los Almorávides, reconociendo que no podía resistir solo a los insurrectos del país y a los nuevos invasores, acogióse a la protección del emperador Alfonso de Castilla, con cuyo auxilio recobró Baeza y puso sitio a Córdoba, donde imperaba el rebelde Hamdain, que estrechado en Córdoba se refugió en Andújar, desde donde imploró a su vez el auxilio del monarca cristiano. Apurados los cordobeses, hubieron de rendirse al ejército combinado de Aben Gania y del emperador, y entrando los castellanos en la antigua capital del califato convirtieron en caballeriza el patio de la grande aljama, y gozáronse en profanar la más preciosa reliquia de los musulmanes, el ejemplar del Corán escrito de la propia mano del califa Otmán y traído de Oriente por Abderramán I, como en desquite de las profanaciones ejecutadas en otros tiempos por los soldados de Almanzor en la gran basílica compostelana. Permanecieron allí muy poco por temor a los Almohades que venían avanzando desde Sevilla, y el pueblo de Córdoba los favorecía en secreto.

Encrudecíase y se ensañaba la guerra entre los sectarios de Mahoma, agarenos, almorávides y almohades, así en Algarbe como en Andalucía y Valencia Hallábase la España muslímica en completa descomposición, y fácil era pronosticar las consecuencias de tal anarquía; disolución del imperio almorávide, y triunfos y ventajas para Alfonso VII. Así lo comprendió también el monarca castellano, acometiendo a favor de aquellas revueltas una empresa que había de constituir una de sus mayores glorias, la conquista de Almería.

Era Almería la ciudad más opulenta que poseían los musulmanes en la costa del Mediterráneo. A su abrigo los piratas sarracenos inquietaban las ciudades litorales de Cataluña y de Italia, apresaban las naves de los cruzados que iban a combatir en la Tierra Santa, y no había seguridad en el mar con aquellos atrevidos corsarios. Génova y Pisa, Provenza y Cataluña sufrían los insultos y los estragos de los infieles, y Roma tenía el mayor interés en que desapareciese aquella madriguera de piratas. Aprovechó Alfonso estas disposiciones, la paz en que entonces vivía con los demás príncipes cristianos, y las turbaciones en que andaban revueltos los sarracenos, para excitar a que concurriesen a esta grande empresa, así las repúblicas de Génova y Pisa, como los condes de Barcelona, Provenza y Urgel junto con el rey de Navarra y en unión con las fuerzas de Castilla, León, Galicia y Asturias. Concertáronse todos, y activó cada cual sus aprestos. Las escuadras italianas, unidas a la de Cataluña al mando del conde de Barcelona y príncipe de Aragón don Ramón Berenguer, cercaron por mar la plaza de tal modo, «que sólo las águilas podían entrar en ella», dicen los árabes. Asediáronla por tierra los demás príncipes, conduciendo don García de Navarra y Armengol de Urgel sus respectivas gentes. Acaudillaba a los gallegos don Fernando, señor de Limia, a los asturianos don Pedro Alfonso, a los leoneses don Ramiro Flórez de Guzmán, a los extremeños el conde don Ponce, a los toledanos don Alvaro Rodríguez, a los de Castilla don Gutierre Fernández de Castro: todos bajo el mando supremo del emperador. Solamente no concurrió a esta empresa don Alfonso Enríquez de Portugal. Era entonces cuando él tenía más interés en demostrar que ya no alcanzaban a los dominios portugueses las órdenes del emperador, y que Portugal obedecía solamente a su rey Alfonso I. Mas este príncipe estaba haciendo también por su parte conquistas importantes, como veremos en otro lugar. Los historiadores árabes ponderan la muchedumbre de este ejército expedicionario diciendo, «que cubría montes y llanos, que las fuentes y ríos no daban bastante agua, ni las hierbas y plantas bastante mantenimiento para tanta gente, y que temblaban y retumbaban los montes debajo de sus pies.» Faltos los sitiados de víveres, y no esperando socorro de parte alguna, después de tres meses de cerco se rindieron bajo el seguro de sus vidas al emperador (17 de octubre, 1147).

Quedó, pues, la opulenta Almería en poder de Alfonso VII de Castilla. Dividióse el botín entre los príncipes confederados. Cuéntase que los Genoveses no quisieron para sí otra parte de lo ganado en aquella conquista que un plato de esmeralda, que llevaron y conservaron como un glorioso trofeo; y que el conde don Ramón se llevó a Barcelona las puertas de Almería, las cuales colocó en el antiguo portal de Santa Eulalia, como los blasones más preciosos de su triunfo.

Regresado que hubo a sus dominios el conde de Barcelona, fuerte ya con una marina propia, robustecido con la alianza y amistad de los genoveses, y en virtud de un tratado que con estos había hecho antes de la conquista de Almería, quiso dar cima a la empresa que había sido el objeto preferente y constante de los pensamientos de su padre y abuelo, a saber, el recobro de la importante plaza de Tortosa. Habíase provisto también anticipadamente de una bula del papa Eugenio III, en que otorgaba los honores, gracias y privilegios de Cruzada a los que concurriesen o coadyuvasen a aquella santa expedición. Así fue que además de las naves y galeras de Génova, de los caballeros y barones italianos, catalanes y provenzales que acudieron a prestar ayuda al soberano de Cataluña y Aragón, hasta los prelados de Tarragona y Barcelona quisieron justificar con su presencia el título de sagrada que llevaba esta guerra, y los templarios no quisieron tampoco ser los últimos en contribuir a arrancar aquel terrible baluarte de poder de los infieles.

Circunvalada Tortosa por tanta y tan buena gente, combatida con todo género de ingenios por mar y tierra, la heroica y obstinada defensa que hicieron los sitiados y la tregua de cuarenta días que pidieron con la vana esperanza de recibir socorros de Valencia no sirvió sino para demorar algún tiempo más la rendición, que al fin hubieron de hacer al conde barcelonés (diciembre, 1148), que con este triunfo añadió a sus títulos el de marqués de Tortosa; y la enseña del cristianismo enarbolada en lo alto de la Zuda avisó a los sarracenos de las plazas limítrofes que acababa su dominación en aquella parte de la España oriental. Dióse un tercio de la ciudad a los genoveses. en conformidad a lo anteriormente estipulado, y otro tercio al esforzado don Guillén Ramón de Moneada, senescal de Cataluña, en remuneración de sus importantes servicios. Así solían repartirse las ciudades conquistadas.

A continuación y sin dejar que se entibiara el ardor de la victoria condujo el barcelonés sus huestes a los dos antiguos baluartes de la morisma, Lérida y Fraga, ante cuyos muros tantas veces se habían detenido las banderas de la Fe. Acompañaban al príncipe los condes de Urgel, de Pallárs, de Ampurias, de Bearne, de Cardona, el intrépido Ramón de Moneada y los templarios. Comenzaron los ataques y se repitieron, pero la caída de Tortosa tenía desalentados a los infieles, y el abatimiento les hacía ya tanto daño como las fuerzas cristianas. Sucumbieron, pues, Lérida y Fraga, y pudo decirse que había recobrado su independencia el territorio catalán. Datan de este tiempo las cartas-pueblas que el conde don Ramón dio a Lérida y Tortosa (1149). Rindiéronse también a las armas de la Fe Mequinenza y otras plazas.

Sentimos tener que mencionar un hecho con que en medio de la carrera de sus glorias tuvieron la flaqueza de manchar su buena fama dos insignes príncipes, García Ramírez de Navarra y Ramón Berenguer IV de Barcelona. El navarro había invadido los Estados aragoneses mientras el barcelonés se ocupaba en las conquistas de Tortosa, Lérida y Fraga. Acaso el buen deseo de conjurar a tan temible y porfiado enemigo hizo a don Ramón acceder a las instancias que como condición de paz le hacía el de Navarra para que diese su mano de esposo a su hija doña Blanca. Sin reparar el navarro en que su hija estuviese solemnemente prometida al infante don Sancho de Castilla, sin reparar el barcelonés en que estaba desposado con doña Petronila de Aragón, firmaron los dos soberanos en 1° de julio de 1149 un tratado de paz y amistad perpetua en que se incluían los capítulos matrimoniales de don Ramón de Barcelona con la hija del de Navarra. La buena fe con que se hiciera este solemne contrato, a pesar de la repetición de las palabras y protestas sine dolo et fraude, omni dolo et fraude remotis, lo demostraron bien pronto los sucesos. Apenas el barcelonés se vio libre de los cuidados de aquella guerra, corrió a unirse al pie de los altares con su antigua desposada doña Petronila de Aragón, que rayaba entonces en los quince años, como quien hacía alarde de burlar así las pretensiones del navarro, y de despreciar el enojo que de ello hubiera: «único acto de falsedad, dice un escritor catalán, que en la vida de este conde se menciona.» Así acabaron de unirse indisolublemente los dos Estados de Aragón y Cataluña que antes lo estaban por una solemne promesa.

Proseguían los musulmanes haciéndose en el Mediodía guerra implacable y encarnizada. Los Almohades se habían apoderado de Córdoba, donde hallaron todavía aquel venerable ejemplar del Corán, escrito por la mano del tercer sucesor de Mahoma. En tal conflicto el jefe de los Almorávides Aben Gania imploró de nuevo el socorro de su amigo el emperador de Castilla, que después de la conquista de Almería le envió un refuerzo de caballería mandado por el conde Manrique de Lara. Con este auxilio peleó algún tiempo Aben Gania en lo de Jaén con varia fortuna, hasta que dueños los Almohades de Carmena, reunieron sus fuerzas y penetraron en la vega de Granada. Parecióle entonces a Aben Gania que debía aventurar el éxito de la guerra a una batalla campal, y se fue a buscar a los Almohades. El resultado fue para él el más desastroso posible. El antiguo vencedor de Fraga, el que en aquel famoso combate privó al pueblo aragonés del más esforzado de sus reyes Alfonso el Batallador, cayó en los campos de Granada acribillado de heridas por las lanzas almohades. Con la muerte del último caudillo de los Almorávides fácil era ya a los recién venidos africanos consumar la conquista de la España musulmana.

Felizmente para los sarracenos, cuando el rey de Castilla y de León hubiera podido después del triunfo de Almería acabar de enflaquecer sus divididas fuerzas, tuviéronle en una especie de inacción militar, ya el arreglo de asuntos eclesiásticos que motivó el concilio de Palencia (1148), ya el sensible fallecimiento de la emperatriz doña Berenguela (febrero de 1149), que llenó de amargura el corazón del monarca y cubrió de tristeza y luto todo el reino. Y aunque ya antes de esta época solían sus dos hijos firmar como reyes las cartas y escrituras públicas, declaróles entonces el emperador con más solemnidad a Sancho rey de Castilla, y a Fernando de León, dividiendo de esta manera otra vez las dos coronas, y siguiendo las fatales huellas de sus abuelos don Sancho el Mayor de Navarra y don Fernando el Magno. Distrájole también y llamó su atención a otros asuntos la muerte súbita del monarca navarro don García Ramírez (en 1150), que había merecido se le llamara el Restaurador de Navarra, y a quien heredaba y sucedía su hijo don Sancho, nombrado el Sabio. Aun no se habían enfriado los mortales restos de don García cuando ya se hallaron reunidos el emperador y el conde de Barcelona en Tudela de Navarra, con el fin de repartirse aquellos Estados, como si de ellos fuesen legítimos herederos. Renovóse, pues, el tratado de amistad y de repartición del reino de Navarra celebrado once años hacía en Carrión; y no contentos ahora con esto, distribuyéronse hasta las provincias aun no conquistadas de los moros. El de Castilla daba al de Aragón todas las tierras de Valencia y Murcia, a condición de reconocerle pleito-homenaje por ellas al modo que Sancho y Pedro de Aragón le habían reconocido por Navarra a Alfonso su abuelo. Don Sancho el hijo del emperador que se hallaba presente prometió ayudar a don Ramón Berenguer a la conquista de Navarra, y éste por su parte prometió al infante de Castilla que en el caso de morir su padre le haría reconocimiento de cuantas tierras poseía, y por muerte de ambos le haría también a su hermano don Fernando.

Estipulóse en este convenio una condición tan singular, que dudaríamos de su certeza si no tuviésemos a la vista el documento en que quedó consignada. Prometió el emperador al barcelonés que desde el día de San Miguel en adelante su hijo don Sancho tendría consigo a la hija del rey de Navarra, pero que después la dejaría cuando al conde de Barcelona bien le estuviese y fuese su voluntad, y le requiriese sobre ello, y se apartaría de ella perpetuamente para no volver jamás a tomarla: todo lo cual se ofreció a cumplir el mismo don Sancho.

Realizóse, no obstante, a pesar de la incierta suerte en que parecía colocar a aquella princesa los tratados de los monarcas, el enlace de la infanta doña Blanca de Navarra con el príncipe don Sancho de Castilla en 1151 en Calahorra, asistiendo a la solemnidad de la entrega los tres soberanos de Castilla. Navarra y Aragón. Doña Urraca, la viuda del rey don García, pasó también a Castilla, donde fue bien recibida por el emperador su padre, el cual le señaló el gobierno de Asturias para que pudiese vivir con el decoro correspondiente a su alta clase, y por esto y por ser natural de aquel país fue conocida con el nombre de doña Urraca la Asturiana. Época de enlaces fue esta. En aquel mismo año se concertaron también las bodas del emperador viudo con doña Rica, hija de Ladislao rey de Polonia y de Inés de Austria, que tan lejos se extendían ya las relaciones de nuestros príncipes; la cual hizo al año siguiente (1152) su entrada en Castilla, recibiéndola el emperador en Valladolid con grandes y públicos festejos, que tuvieron más solemnidad con la ceremonia de armarse caballero el primogénito del emperador, don Sancho el Deseado. Concertáronse igualmente otros dos matrimonios, el del nuevo rey don Sancho de Navarra con doña Sancha, hija del emperador y de doña Berenguela, que hallamos realizado en 1153; y el de la otra hija del emperador, doña Constanza, efectuado, con corta diferencia de tiempo con el rey Luis VII (el Joven) de Francia, que acababa de divorciarse de su infiel esposa Leonor de Guiena.

Produjo este matrimonio más adelante la venida del monarca francés a España. Habíanse esparcido del otro lado del Pirineo rumores desfavorables acerca de la legitimidad de la princesa castellana, y la maledicencia había representado al emperador su padre como un hombre falto de grandeza y de gloria. Quiso el rey Luis informarse por sí mismo de la certeza o falsedad de estas voces, y con pretexto de ir en romería a Santiago de Galicia víno a España. Acompañóle el emperador desde León hasta Compostela (1155). Y como a don Alfonso no se le ocultase el verdadero objeto del viaje de su yerno, dispuso todo lo conveniente para darle un testimonio brillante y solemne de lo infundado de los rumores que a esta tierra le habían traído. Al regreso de Compostela a Toledo, hallábanse ya en esta ciudad el conde de Barcelona y príncipe de Aragón, los príncipes musulmanes tributarios del castellano, los prelados, nobles y ricos-hombres de León y de Castilla, todos vestidos de gala con lucido y numeroso cortejo, ostentando su destreza y gallardía en los juegos de lanzas y caballos, y formando una corte majestuosa y espléndida. Poco acostumbrado el monarca francés a tales pompas, exclamó: «¡Por Dios vivo, que no he visto jamás una corte tan brillante, y dudo que exista otra igual en el mundo!» Cerciorado además el francés de ser su esposa hija legítima del emperador y de doña Berenguela, partió para su reino satisfecho y admirado, después de haber recibido suntuosos regalos del emperador, acompañándole hasta Jaca los dos hermanos de la reina su esposa con varios nobles y caballeros de Castilla.

Aun no pararon aquí los matrimonios entre príncipes verificados en esta época. Veamos los antecedentes que prepararon el que después se celebró entre los hijos de los soberanos de Aragón y Castilla. Al año siguiente de haberse unido el conde de Barcelona don Ramón Berenguer IV con doña Petronila de Aragón, sintióse la joven reina próxima a ser madre. En el estado crítico que precede a la maternidad, cuando la acosaban ya los dolores del parto, hizo aquella señora un testamento notable por las circunstancias y notable por su objeto. Daba en él al infante que llevaba en su seno, caso de ser varón, todo el reino de Aragón, tal como le había poseído su tío el rey don Alfonso I, pero dejando el usufructo y administración de él al conde su marido mientras viviese. Si el padre sobrevivía al hijo, quedaba aquél dueño libre y absoluto del reino en toda su integridad; mas si lo que naciera fuese hija, sólo recomendaba al padre que procurara casarla y dotarla honorífica y convenientemente: disposición extraña, en que se ve la exclusión que hacía de las hembras para la sucesión de los reinos la misma que siendo hembra los había heredado. Después de esto dio a luz un hijo, que se llamó también Ramón todo el tiempo que vivió su padre, y que más adelante, trocado el nombre en el de Alfonso, había de heredar ambas coronas.

Ocupóse seguidamente de esto el conde don Ramón en recobrar de los moros la villa de Ciurana y otras fortalezas y lugares que los infieles conservaban todavía en las asperezas y riscos de Cataluña, acabando de limpiar de sarracenos aquel territorio y poblándole de cristianos. Atendió luego a lo de Bearne y de Provenza, donde recibió engrandecimiento y triunfos, hasta que con noticia de haber invadido el nuevo rey de Navarra sus Estados hubo de regresar precipitadamente a Cataluña, poniéndose sobre Lérida. El navarro, que parecía haber heredado de su padre, no sólo las pretensiones, sino también la mala voluntad al barcelonés, había aprovechado la ocasión de ver a don Ramón embarazado con las turbaciones de la Provenza. Mas el emperador, que estaba a todo y no desatendía nada, partió también para Lérida, como quien iba a hacer de mediador entre los dos contendientes. Sin embargo, si éste fue el objeto aparente, el verdadero quedó demostrado por el pacto que en aquella ciudad hizo (mayo de 1 1 56) con el conde de Barcelona y príncipe de Aragón, renovando y ratificando el que seis años antes habían celebrado los dos en Tudela sobre la ya famosa repartición del reino de Navarra. Y entonces fue cuando se ajustaron los desposorios del infante don Ramón, hijo del conde, con la infanta doña Sancha, hija del emperador don Alfonso y de la emperatriz doña Rica. Tenía entonces el príncipe aragonés escasos cuatro años de edad, tal vez dos no cumplidos la princesa castellana: que tanto era en aquel tiempo el afán de hacer matrimonios y tan anticipadamente se concertaban. El afán decimos, puesto que no eran la más segura prenda de alianza, como se vio en los reyes de Navarra García y Sancho, a quienes el emperador daba sus hijas sin que esto fuera obstáculo para quitarles el reino o pactar repartírsele con otro.

Distraída de esta manera la atención de los monarcas cristianos, y entretenidos así en ajustar y celebrar bodas, hízose en estos años con mucha flojedad la guerra a los sarracenos, y no es maravilla que los Almohades se fueran entretanto posesionando de las principales ciudades y plazas del Mediodía y Oriente de España. Del emperador, su más formidable y su más próximo enemigo, no sabemos que hiciera en este tiempo sino dos expediciones a Andalucía, una en 1151, en que tomó y saqueó Jaén volviéndose a Toledo sin haber podido recuperar Córdoba de las manos de los Almohades; otra en 1155, en que se apoderó de Pedroche, Andújar y Santa Eufemia, de la cual regresó para recibir a su yerno el rey Luis el Joven de Francia, de cuyo viaje a España dimos cuenta más arriba. Marchando más derechamente a su objeto los Almohades, habíanse propuesto rescatar a Almería del poder de los cristianos. Era la principal misión que había traído de África Cid-Abu-Said, hijo del emir Almumenín ó emperador de Marruecos. De nuevo, pues, se vio Almería circundada y apretada por mar y tierra, no menos ahora por los musulmanes que antes lo había estado por los cristianos; y mientras éstos recibían algunos refuerzos que no bastaban a contrapesar las fuerzas de Cid-Abu-Said, aquéllos se enseñoreaban de Granada, lanzados de esta ciudad o fugados los Almorávides. Ocupado se hallaba Alfonso VII de Castilla en celebrar el tratado de Lérida y en arreglar las condiciones del matrimonio futuro de su tierna hija, cuando supo que Abdelmumén había enviado de África numerosas huestes para apretar el sitio de Almería. Aguijón fue este que le determinó a acudir volando a Andalucía con su hijo don Sancho y muchos magnates y prelados de su reino. Esta fue su postrera expedición.

No le detuvo saber que los recién llegados africanos, incorporados ya a los musulmanes españoles, formaban un ejército formidable. Al contrario, informado de que venían en su busca, quiso ahorrarles la molestia saliéndoles al encuentro. Trabóse una pelea de las más bravas y reñidas: los Almohades perdieron en ella la flor de sus huestes: huyeron desordenados y abandonaron al vencedor el campo de batalla: más laureles que despojos recogió aquel día el monarca castellano, pero no pudo evitar que Almería se rindiera al fin a Cid-Abu-Said (1157), a los diez años de haber sido conquistada por los príncipes cristianos. De seguro hubiera todavía atajado la caída de aquella insigne ciudad, si una fiebre violenta no hubiera venido a cortar el hilo de aquella vida que por tan largos años y en tantas lides habían respetado las cimitarras agarenas y las lanzas africanas. Tan aguda fue la enfermedad que acometió al victorioso emperador, que queriendo volver a Castilla, no pudo pasar ya de un sitio llamado Fresneda, cerca del puerto de Muradal; erigiéronle allí un pabellón debajo de una encina, y después de haber recibido con edificante piedad y devoción los sacramentos de la Iglesia de mano del arzobispo don Juan de Toledo, allí entregó su alma al Criador a 21 de agosto de 1157 entre las lágrimas y sollozos de sus hijos y de todo su ejército, a los 51 años de edad. Así murió el grande Alfonso VII rey de León y de Castilla y emperador de España.

«Poseía Alfonso en alto grado, dice un juicioso historiador extranjero de nuestro siglo, las cualidades de un gran rey. Sabio y prudente, gobernó a sus súbditos con dulzura y con bondad: consagró sus cuidados y vigilias a la exaltación de la religión cristiana. Bajo su reinado fue severamente castigado el vicio: sus enemigos cedieron a su valor; Navarra y Aragón tuvieron á honor rendirle homenaje, como la mayor parte de los príncipes mahometanos.»

A propósito de esto cuenta Sandoval el siguiente ejemplo de justicia y de Severidad. Un labrador de Galicia vino a quejarse al emperador de fuerzas y agravios que le había hecho un caballero infanzón su vecino, llamado don Hernando. Mandó el monarca al ofensor que satisfaciese al agraviado, y juntamente escribió al merino del reino para que le hiciese justicia. Ni don Hernando cumplió lo que el emperador le mandaba, ni el merino fue parte para compelerle a ello. El labrador repitió su queja; sintió tanto el emperador su desacato, «que a la hora, dice el cronista, partió de Toledo, tomando el camino de Galicia, sin decir a nadie su viaje, yendo de secreto para no ser sentido. Llegó así sin que don Hernando lo supiese, y haciendo pesquisas de la verdad, esperó que don Hernando estuviese en su casa y cercóle, y prendióle en ella, y sin más dilación mandó poner una horca a las puertas de las mismas casas de don Hernando, y que luego le pusieron en ella, y al labrador volvió y entregó todo lo que se le había tomado. Hecho esto volvióse para Toledo.»

«Bajo cualquier punto de vista, dice otro moderno historiador, que se mire la vida de Alfonso VII, por todos lados aparece grande, activa, gloriosa. Verdad es que se encuentran en ella algunos lunares. No contento con engrandecerse a expensas de los moros, también probó hacerlo algunas veces a costa de los reyes sus vecinos: mas como en los últimos años de su vida comprendiese los deberes que le imponía su título de emperador, procuró sin descanso reconciliar todos aquellos príncipes rivales, y reunir las fuerzas de la cristiandad contra sus eternos enemigos. Pocos reyes se han mostrado más dignos del trono el nombre de Emperador no fue para él un objeto de ambición vulgar; a falta de la unidad monárquica, para la cual no estaba todavía en sazón la España, le dio por lo menos la unidad feudal»

Con razón, pues, lloraron su muerte todos sus súbditos. La noticia del fallecimiento apartó a su hijo don Sancho de las fronteras de los moros, así para dar honrosa sepultura al cadáver de su padre, que fue llevado a Toledo, como para encargarse del gobierno de Castilla. Su hermano don Fernando estaba declarado ya también rey de León.

 

 

CAPITULO VIII.

LOS ALMOHADES