CAPITULO VII.ALFONSO VII EN CASTILLA. — GARCÍA RAMÍREZ EN NAVARRA: RAMÓN BERENGUER IV EN ARAGÓN Y CATALUÑA.( 1137 - 1157 )
Coronado
emperador de España el séptimo Alfonso de Castilla, todos los príncipes
de la España cristiana, y aun los condes y señores de los Estados
franceses situados de la parte acá del Ródano, acataban al poderoso
monarca castellano, y más o menos implícita o abiertamente le tributaban
o vasallaje, o sumisión, o dependencia. Sólo en un estrecho rincón
de la Península había un pequeño príncipe y un pequeño pueblo que no muy encubiertamente
se negaban a obedecer al emperador y mantenían enarbolado un pendón
de independencia. Este rincón, este pueblo y este príncipe eran Portugal
y su conde Alfonso Enríquez, que apoyado en los altivos hidalgos portugueses
proseguía el pensamiento y plan de la emancipación con no menos energía
y perseverancia que le habían comenzado don Enrique y doña Teresa
sus padres. No le habían desalentado ni los descalabros que ya en
sus anteriores tentativas le había ocasionado su primo el de León,
ni la pérdida del castillo de Celmes que éste le tomara, y en que quedaron prisioneras multitud
de familias nobles de Portugal. El emperador había dejado algún tiempo
tranquilo a Alfonso Enríquez, no creyendo sin duda que tan débil llama
pudiera producir nunca tan grande incendio como levantó después.
Pero
el joven y activo rey de Navarra, que deseaba ya sacudir el yugo del
emperador a que antes se había sometido, comprendió de cuánto provecho
podía serle para su intento la alianza y amistad con un príncipe tan
resuelto y belicoso como Alfonso Enríquez, y con un pueblo tan amante
(de su independencia como el portugués. Se aliaron,
pues, el portugués y el navarro contra el emperador. Dos desleales
y turbulentos condes gallegos, Gómez Ñuño y Rodrigo Pérez Velloso,
que gobernaban por el de Castilla el
territorio de Tuy, brindaron oportuna ocasión al de Portugal para
apoderarse de Tuy y de los castillos y tierras de aquel distrito,
que los dos rebeldes condes le fueron cediendo (1137), mientras el
rey García de Navarra, rompiendo abiertamente con el emperador, le
movía guerra por la parte de Oriente. Vencido por el de Portugal,
Fernando Joannes quiso oponerse vigorosamente
a la invasión defendiendo como bueno el castillo de Allariz que por el emperador tenía; derrotados
después en Cerneja sus siempre enemigos los condes Rodrigo Vela y
Fernando Pérez (el antiguo privado y amante de su madre doña Teresa,
que expulsado del reino por el hijo seguía las banderas del emperador,
y era el más constante y duro adversario del infante portugués): quedaba
pues Alfonso Enríquez enseñoreando los distritos meridionales de Galicia.
Mas habiendo tenido que acudir a Portugal, donde los sarracenos se
apoderaron del castillo
de Leiria, degollando toda su guarnición, y desbaratando seguidamente
un cuerpo de milicia portuguesa en Tomar, vióse aquel príncipe en una situación comprometida
y angustiosa, y abatieron a los barones de Portugal aquellos reveses
tanto como antes los habían alentado los triunfos de Allariz y de
Cerneja.
Había
estado en este tiempo ocupado el emperador en la guerra con el navarro,
sobre el cual había logrado ventajas considerables: y como a su regreso
a Castilla le informasen en Zamora de lo ocurrido en Galicia y Portugal, partió apresuradamente y en
derechura a estos distritos, y logró entrar en Tuy sin resistencia
que le obligara a pelear. Desde allí avisó a sus condes y caudillos,
incluso el arzobispo compostelano Gelmírez, para que se preparasen
a incorporársele y hacer con él una invasión en Portugal. Innecesaria
fue la reunión de aquellas fuerzas, puesto que de repente apareció
ajustada una paz entre el emperador y Alfonso Enríquez, cuyas condiciones,
todas desfavorables al portugués, manifiestan cuan poco halagüeña
debía ser la situación de éste para acomodarse a aquel pacto, que
probablemente solicitó él mismo. Obligábase a ser amigo leal del emperador, y a defenderle contra cualquiera que
intentase hacerle daño: prometía respetar los territorios del imperio,
y si alguno de sus barones los invadiera, él mismo le ayudaría á tomar venganza y a recuperarlos como si fuesen suyos propios; comprometíase a socorrerle en caso de invasión, fuese contra musulmanes o contra
cristianos; y los honores que el emperador le daba, los había de restituir
a él o a su sucesor, sin tergiversación ni engaño en cualquier tiempo
que le fuesen pedidos. Este pacto, celebrado en Tuy el 4 de julio
de 1137, fue jurado por el infante de Portugal con ciento cincuenta
de sus hombres buenos, en presencia del arzobispo de Braga y de los obispos de Porto,
Tuy, Orense y Segovia.
Las estipulaciones de este tratado, desventajosas como eran a Alfonso
Enríquez, prueban no obstante que él conservaba dominios como vasallo
del de Castilla, al propio tiempo que demuestran cuánto faltaba todavía
para que Portugal y su príncipe pudieran llamarse independientes.
Y aunque en realidad, atendido el genio del portugués, aquel concierto
no podía considerarse como una paz verdadera y sólida, sino como una
tregua a que le habían forzado las circunstancias y que se habría
de romper más o menos tarde, separáronse los dos primos para emplear sus armas cada cual por su parte contra los enemigos de la fe, y las fronteras de Galicia
y Portugal reposaron algún tiempo de tan largas y continuas turbaciones.
Libre
por entonces el emperador de las inquietudes que le habían causado
los portugueses, y sin dejar de tener en respeto al navarro por medio
de sus capitanes, volvió las armas contra los infieles del Mediodía,
y con las milicias de Segovia, Ávila, Osma, Salamanca, Zamora y Ciudad
Rodrigo penetró en Andalucía sentando sus reales a orillas del
Guadalquivir. Dividiéronse sus tropas en
cuerpos volantes que se derramaron por Jaén, Baeza, Úbeda y Andújar,
llevando por aquellas comarcas el saqueo, el incendio, la devastación
y la muerte; que estaban entonces para poco los Almorávides de Andalucía,
aborrecidos e inquietados por los mismos andaluces de raza árabe,
y teniendo que atender principalmente a la guerra que en África les
hacían los Almohades, de que hablaremos después. Un desgraciado incidente
amargó a Alfonso la gloría de esta expedición. Un cuerpo de extremeños
vadeó el río y se internó en tierras musulmanas llevado del aliciente
del saqueo. La noche que habían de regresar al campo cristiano cayó
tan copiosa lluvia que el río se puso intransitable y ellos quedaron
cortados por las aguas, sin que al emperador le fuese posible enviarles
socorro. Aquellos infelices pagaron bien cara su temeridad y su codicia,
siendo degollados todos por los infieles, a la vista del ejército
cristiano, que de este lado del río presenciaba con estéril dolor
el sacrificio. Tanta fue la amargura del emperador que determinó dar
la vuelta para Toledo (1138). En aquel mismo año puso sitio a Coria, que aunque batida con las máquinas e ingenios
que entonces conocía el arte de la guerra, se defendió heroicamente
y no pudo ser tomada, perdiendo la vida en el cerco el intrépido conde
don Rodrigo Martínez, de una saeta que lanzada del adarve le penetró
y atravesó la armadura. Nuevo y profundo disgusto para el emperador,
que amaba a sus buenos caballeros y valerosos capitanes, y era uno
de ellos el conde don Rodrigo.
Como
compensación al mal éxito de la tentativa sobre Coria, preparó Alfonso
para la primavera del año siguiente la conquista del famoso castillo
de Aurelia (Oreja, a ocho leguas de Toledo), gran fortaleza de
los africanos en aquella frontera, y uno de los más terribles padrastros
para los cristianos. Largo fue el sitio, que comenzó en abril (1139),
y vigorosa la defensa que hizo el alcaide sarraceno. Pero enflaquecida
y menguada la guarnición, hubo de pedir un armisticio mientras de
África le enviaba socorros el emperador de Marruecos Tachfin que había
sucedido a su padre Alí. Concediósele Alfonso,
y a pesar de lo mal parados que andaban ya en África los Almorávides,
todavía acudió de allí una respetable hueste, que unida a la de Aben Gania de Valencia, formaba un ejército de treinta mil hombres. Dirigióse esta muchedumbre a Toledo, donde
se hallaba la emperatriz doña Berenguela, y comenzó a expugnar sus
torres y muros. Ocurrió con este motivo un suceso que merece ser referido,
siquiera por lo que consuela encontrar un rasgo de galantería en medio
de tantas escenas de sangre. Envió la emperatriz a los caudillos musulmanes
un embajador que en su nombre les dijo: «¿No veis que es mengua de
caballeros y de capitanes generosos guerrear contra una mujer, cuando
tan cerca os espera el emperador? Si queréis pelear, id a Aurelia,
y allí es donde debéis acreditar que sois valientes y hombres de honor.» Oyéronlo los jefes sarracenos, y como al
propio tiempo dirigiesen la vista al alcázar, y distinguiesen a la
emperatriz de los cristianos adornada con las vestiduras imperiales,
circundada de damas y doncellas que al son de cítaras y salterios
cantaban, maravilláronse de aquel espectáculo, avergonzáronse,
y haciendo un respetuoso acatamiento a tan gran señora, volvieron
la espalda y se retiraron y regresaron a su tierra, dice el cronista,
«sin honor y sin victoria». Apurados entretanto los del castillo, rindiéronse al emperador Alfonso a condición
de que los dejara en libertad de retirarse a Calatrava (octubre de 1139). Cumpliólo así el monarca
castellano, y aun los agasajó cumplidamente, como quien sabía corresponder
al caballeroso comportamiento que con su esposa habían tenido los
que combatían en Toledo.
Tales
habían sido las operaciones militares de Alfonso VII de Castilla,
desde la incorporación de los Estados aragoneses y catalanes. Veamos
cuáles eran sus relaciones con los otros príncipes de la España cristiana.
Penetrado
el conde de Barcelona y ya príncipe de Aragón de cuánto le era necesaria
la habilidad y destreza para acrecer y aun para conservar el cercenado
reino aragonés que había heredado, dedicóse á utilizar las relaciones de afinidad que le ligaban con el de Castilla,
y hallándose éste en Carrión en febrero de 1139, vino a verle el conde don Ramón Berenguer
IV con muy lucido cortejo de caballeros y nobles catalanes y aragoneses. Condújose tan diestramente el barcelonés
en estas vistas, que firmaron los dos un convenio contra el rey don
García Ramírez de Navarra. Concertáronse,
pues, y se ligaron para conquistar los dominios de don García, y lo que es más, procedieron a repartírselos anticipadamente
para cuando se hiciese la conquista. Aplicábase al monarca castellano la
parte de Riojay todo lo que de este
lado del Ebro había poseído su abuelo don Alfonso. Quedaba del barcelonés
toda la tierra del reino de Aragón tal como la habían poseído don
Sancho y don Pedro en sus tiempos. Del territorio de Pamplona,
por el cual los dichos reyes de Aragón habían hecho homenaje al de
Castilla, obtendría el emperador la tercera parte y las otras dos
el conde de Barcelona. De estas dos partes reconocía señorío al castellano,
como los reyes don Sancho y don Pedro le habían reconocido a Alfonso
VI. En la parte adjudicada al de Castilla entraba Estella,
en la del barcelonés se comprendía Pamplona. Igual división había
de hacerse de lo que juntos o separados adquiriesen en lo sucesivo,
y se obligaban a no hacer treguas con el de Navarra sin mutuo consentimiento
y acuerdo.
Como
consecuencia de este pacto los confederados en Carrión acometieron
por dos distintos puntos la Navarra.
Pero era don García príncipe animoso y bravo, y apercibido como estaba
siempre para la pelea batió y derrotó el ejército de don Ramón de
Barcelona. Mas como en aquella sazón asomase un pequeño cuerpo de
castellanos, y entendiese don García que era todo el ejército del
emperador, se refugió en Pamplona, siendo los de Castilla los que
se aprovecharon de los despojos de una batalla en que no habían tenido
parte. Meditaba el emperador otra nueva y más seria campaña contra
el navarro, y hallábase en Nájera en 1140 preparado a emprenderla al frente de los castellanos y
leoneses, cuando por intervención de su primo don Alfonso Jordán de
Tolosa, que venía en peregrinación a Compostela, y de varios otros
condes, magnates y prelados, se acordó que los dos monarcas se viesen
y tratasen, como lo hicieron, hallándose presente la emperatriz, a
las márgenes del Ebro entre Calahorra y Alfaro.
El resultado de esta entrevista fue quedar convertidos los proyectos
de guerra en un tratado de paz y amistad, para cuya mayor firmeza
se ajustaron los desposorios de la infanta doña Blanca, hija mayor
del rey don García, con el infante don Sancho, primogénito del emperador,
quedando la princesa, por ser de poca edad, en poder de éste hasta
que estuviese en aptitud de poder efectuarse el matrimonio (25 de
octubre de 1140). Así quedó frustrado el tratado de Carrión, y ambos
monarcas se despidieron en amistosa concordia, volviendo cada cual
a sus tierras.
Quien
perdió en este concierto fue el conde de Barcelona y príncipe de Aragón,
que quedaba solo para sostener sus diferencias con el de Navarra.
Pero el disgusto que pudo ocasionarle el pacto del Ebro, le vio por otra parte compensado con la renuncia que
aquel mismo año le dirigieron los grandes maestres de las milicias
del Sepulcro y Hospital de Jerusalén, de la herencia que en su famoso
testamento les había dejado el Batallador. Ocasión habían tenido aquellos
prelados de conocer que ni aragoneses, ni catalanes, ni castellanos
estaban de humor de consentir, en la parte que a cada cual le tocaba,
en una manda tan contraria a los derechos de los reinos, y cuya nulidad
defendían con el argumento poderoso de las armas. Persuadiéronse,
pues, de la conveniencia de ceder espontáneamente lo que de modo alguno
hubieran podido obtener. Algo más remisos los de la orden del Templo, viéronse comprometidos a ejecutar lo mismo por el tacto y
destreza con que supo manejarse el príncipe de Aragón, allanándoles
el camino a una disimulada y honrosa renuncia, estableciendo más adelante
la orden de caballería del Templo en Aragón, y dando a los caballeros
templarios los castillos de Monzón, Moncayo, Calamera,
Barbera, Remolíns y Corbins, con otras rentas
y derechos para que pudieran mantenerse. Esto venía a ser como una
indemnización de lo que por herencia hubiera tocado a los templarios,
y aun cuando la porción no fuera equivalente, la orden admitió una
donación segura, aunque menos pingüe, con preferencia a más vastos
dominios fundados en derechos ni reconocidos ni realizables. La institución
fue aprobada en la asamblea o concilio de Gerona, y habiendo enviado
el Gran Maestre de Jerusalén los diez freires que el príncipe de Aragón
le había pedido, quedó instalada en este reino la famosa milicia que tan imponente y tan poderosa había de hacerse
con el tiempo.
Continuaba
en las fronteras de Castilla la guerra con los musulmanes. Frecuentes
y recíprocas eran las invasiones, muchos los hechos de armas, diarios
los choques, y alternativamente prósperos y adversos los resultados
de las algaras que los unos, y de las cabalgadas y correrías que los
otros desde sus respectivas fortalezas y castillos hacían. Distinguióse de estos sucesos comunes la conquista de Coria que al fin hizo el
emperador (1142) después de haber los sitiados esperado en vano, por
espacio de un mes que Alfonso les concedió, los socorros que habían
pedido así al emperador de Marruecos como a los reyes o emires de
Córdoba y Sevilla. Y entre los episodios notables de estas parciales
campañas merecen mencionarse los hechos del castellano Ñuño Alfonso,
a quien uno de nuestros cronistas en su entusiasmo religioso compara
a Judas Macabeo. Este Ñuño Alfonso por imprudencia o descuido había
dejado a los infieles apoderarse del castillo de Mora que estaba a
su cuidado. Considerábase el pundonoroso castellano como afrentado y deshonrado,
y no se atrevía a comparecer en presencia del emperador, mientras
no reparara su fama y su honra a fuerza de hazañas y de proezas. Emprendió,
pues, con sus amigos una guerra activa y sin tregua contra los moros
de las comarcas castellanas, y lo hizo con tan venturosa suerte que
su solo nombre aterraba ya a los mahometanos. Bastante acreditado
ya para que el emperador le nombrara segundo alcaide de Toledo, se
atrevió a penetrar con una corta hueste casi hasta los muros de Córdoba.
Cargaron sobre él las fuerzas reunidas de Córdoba y Sevilla mandadas
por sus respectivos emires. A pesar de la excesiva superioridad numérica
de los enemigos se manejó el capitán toledano con tal destreza y bravura
que no sólo deshizo la hueste musulmana, sino que ambos régulos perdieron
la vida, y Ñuño Alfonso regresó a Toledo, donde fue recibido en triunfo,
llevando y ostentando en las puntas de las lanzas las cabezas de Aben
Zeta de Sevilla y de Aben Azuel de Córdoba,
con abundancia de ricos despojos y muchedumbre de cautivos. Así entraron
en la catedral, donde los esperaba la emperatriz vestida de gala y
rodeada de las damas de su corte, juntamente con el arzobispo y el
clero, y cantóse el Tedeum con la mayor
solemnidad. Despacháronse correos al emperador
que se hallaba en Segovia, y cuando vino a Toledo salió a recibirle
doña Berenguela con Ñuño Alfonso, llevando los pendones reales, juntamente
con las cabezas de los dos reyes moros, y todo el aparato de banderas,
armas y cautivos con que Ñuño había hecho su primera entrada en la
ciudad. Excusado es decir que Ñuño Alfonso recobró completamente con
este hecho la gracia del soberano, el cual mandó clavar las cabezas
de los reyes musulmanes en lo más alto del alcázar. Mas a los pocos
días dispuso la emperatriz que se bajasen aquellos sangrientos trofeos,
y que envueltos en ricas telas de seda fuesen enviados a las viudas
de los dos desgraciados emires.
Bajo
la impresión del horror referiremos el suceso que al año siguiente
(1143) permitió la Providencia, como si quisiese significar de un
modo ostensible que tales actos de ruda y bárbara crudeza, aun ejecutados
con enemigos de la fe, no quedaban sin una terrible expiación, como
contrarios a las leyes del cristianismo y repugnantes a las de la
humanidad. Había mandado el emperador a Martín Fernández y Ñuño Alfonso
que pasasen al castillo de Piedranegra a
impedir las fortificaciones del de Mora que estaba en frente. Salió
contra ellos el alcaide de Calatrava nombrado Farax,
a quien nuestras crónicas llaman el Adalid. Vinieron unos y otros
a las manos; empeñóse un reñidísimo combate, en que Martín Fernández salió
herido, pudiendo al fin salvarse en la fortaleza: retiróse Ñuño Alfonso a un collado nombrado Peña del Ciervo, y allí después
de defenderse heroicamente perdió la vida a saetazos con cuantos le
rodeaban. Cogió Farax el cadáver de Ñuño
Alfonso, y no contento aquel bárbaro con cortarle la cabeza, le mutiló
el brazo y pierna derecha cuyos miembros hizo colgar en la más alta
torre de Calatrava, y a los pocos días se los envió a las viudas de
Aben Azuel de Córdoba y de Aben Zeta de
Sevilla, para que tuviesen el horrible placer de contemplar los sangrientos
despojos de los matadores de sus maridos, y de allí fueron trasportados
a Marruecos para presentarlos al emperador Tachfin. Repugnantes cuadros
de que apartaríamos de buena gana la vista, si como historiadores
no tuviéramos el triste deber de dar a conocer las rudas costumbres
que la guerra había engendrado en aquellos todavía harto desdichados
tiempos. Aquel desastre causó al emperador Alfonso, que se hallaba
en Talavera, tan profunda impresión, que mandó suspender la guerra
por aquel año, apercibiendo no obstante a los caudillos para que estuviesen
prontos y aparejados al siguiente en Toledo con sus respectivos contingentes
y banderas.
Como
enviado para distraer aquella tristeza y pesadumbre del emperador,
y como para aliviar nuestro espíritu del peso y disgusto de las trágicas
escenas que nos vemos precisados a relatar, vino pronto un acontecimiento
tan halagüeño y próspero como lo había sido infausto y terrible el
que acabamos de referir. Por resultado de la concordia asentada a
las márgenes del Ebro entre el monarca de Castilla y el rey de Navarra,
habíase concertado también el matrimonio de don García, viudo ya de
su primera esposa doña Marcelina, con la hija bastarda del emperador,
doña Urraca, aquella que dijimos en otro lugar había tenido de una
señora de Asturias nombrada doña Gontroda.
Vino, pues, el monarca navarro a Castilla con todo el cortejo, aparato
y ostentación que el objeto y caso requerían. Se celebraron las bodas
en León (julio de 1144) con la mayor solemnidad y regocijo, y con
asistencia de la emperatriz, de la reina doña Sancha, hermana del
emperador, y de todos los duques, condes y magnates de León y de Castilla. Hiciéronse públicos festejos: a la puerta
del palacio real se levantó un magnífico tablado, ricamente decorado
por la mano misma de doña Sancha: el emperador y el rey de Navarra
se sentaron en lo alto, y alrededor del trono se colocaron los obispos,
abades, próceres y ricos-hombres. Mancebos y doncellas de las más nobles familias
rodeaban el tálamo: compañías de farsantes entretenían la brillante
corte; coros de mujeres cantaban acompañados de órganos, cítaras y
flautas, mientras los caballeros principales lucían su habilidad y
destreza corriendo cañas, lidiando toros y ejercitándose en otros
juegos de placer. (De las expresiones del cronista latino de Alfonso
VII se infiere que los juegos de cañas y las fiestas de toros constituían
ya una parte de las costumbres españolas. Habla además de otro juego
que consistía en herir a un jabalí con los ojos vendados, y dice que
muchas veces por herir al animal se lastimaban unos a otros, lo cual
producía grande hilaridad en los espectadores). Concluidas las ceremonias
nupciales, y habiendo hecho el emperador a su hija y yerno ricos presentes
y regalos de oro y plata y de caballos soberbiamente enjaezados, y hécholes no menos preciosos dones la infanta doña Sancha,
partió el rey don García con su esposa y grande acompañamiento de
caballeros leoneses para sus Estados, de donde regresaron aquéllos
colmados a su vez de obsequios.
Una
terrible revolución comenzaba por este tiempo a agitar y conmover
la España musulmana. Los descendientes de los antiguos árabes, que
siempre habían llevado de mal grado el yugo de los Almorávides, que
veían a sus dominadores apropiarse, explotar, chuparse todo el jugo
y la sustancia del pueblo, usurpar las haciendas y tiranizar las familias;
que por otra parte se veían acosados por las huestes cristianas que
no les daban momento de reposo, ganándoles cada día poblaciones y
fortalezas, cautivando sus guerreros y sacrificando sus mejores caudillos,
sin que de África les viniesen los socorros que tantas veces y con
tanto apremio solicitaban, determinaron alzarse contra la raza morabita, y sacudir su dependencia, hasta lanzarla, si podían,
de España. La insurrección, que comenzó por el Algarbe con la toma
de Mértola, se propagó pronto a Mérida, y cundió brevemente en
Andalucía. El general de los Almorávides Aben Gania,
que gobernaba en Córdoba, salió a combatir a los insurrectos; mas como durante su ausencia estallase una sublevación en
la misma Córdoba, proclamando emir al jefe de los sediciosos Abu Giafar Hamdain, le fue forzoso a
Aben Gania acudir a apagar aquel fuego.
En el camino supo que se había revolucionado también Valencia, y que
Murcia, Almería y Málaga seguían su ejemplo. Los de Córdoba se cansaron
pronto del mando de Hamdain, le depusieron a los quince días, y llamaron a Safad-Dola, aquel aliado de Alfonso VII que había sido el
último emir de los Beni-Hud de Zaragoza
También de éste se cansaron pronto los inconstantes cordobeses, y
proclamaron segunda vez a Hamdain: en cambio
los de Valencia y Murcia convidaron a Safad-Dola
con el emirato de sus provincias. Como Safad-Dola era vasallo del emperador Alfonso y sus tropas
eran cristianas, las conquistas de Baeza, Úbeda y Jaén que con ellas
hizo equivalían a otros tantos feudos que agregaba a los que tenía
del monarca de Castilla. Mas como al verse dueño de la España oriental
se considerase bastante poderoso por sí mismo y despidiese a sus cristianos
auxiliares, aunque con mil protestas de respeto al emperador, irritáronse los castellanos, fueron a poner sitio a Játiva, y encontrando a Safad-Dola
con sus gentes cerca de Albacete, empeñóse una encarnizada lucha en que los castellanos quedaron vencedores y
en que pereció el mismo Safad-Dola. Holgóse mucho el emperador con la victoria de los suyos, pero entristecióle la muerte de su antiguo aliado.
Al
tiempo que de esta manera se devoraban entre sí los sectarios del Islam en la península española, Abdelmumén, jefe de los Almohades
de África, extendía sus conquistas en Marruecos y consolidaba su imperio
con la rendición de Fez. Murió el emperador de los Almorávides Tachfin,
y sucedióle su hijo Ibrahím Abu Ishak,
que fue pronto asesinado a las puertas de su palacio de Marruecos. Ishak fue el último rey de los Almorávides. El jefe de los
insurrectos del Algarbe español, Ahmed ben Cosai,
invitó a Abdelmumén a que pasase a España, prometiendo facilitarle
su conquista como en otro tiempo los emires de Andalucía y Algarbe
habían brindado a Yussuf, jefe de los Almorávides, a que viniese a
la Península. Aunque al pronto no vino en persona Abdelmumén, ocupado
todavía en asegurar en África su poder, envió un respetable ejército
de infantería y caballería al mando de Abu Anrach Muza ben Said, que desembarcando cerca de Algeciras
fue tomando sucesivamente Tarifa, Jerez, Sevilla y otras poblaciones
que o se sometían con poca resistencia, o abrían ellas mismas sus
puertas a los Almohades. Aben Gania, el
jefe y último sostén de los Almorávides, reconociendo que no podía
resistir solo a los insurrectos del país y a los nuevos invasores, acogióse a la protección del emperador Alfonso
de Castilla, con cuyo auxilio recobró Baeza y puso sitio a Córdoba,
donde imperaba el rebelde Hamdain, que estrechado
en Córdoba se refugió en Andújar, desde donde imploró a su vez el
auxilio del monarca cristiano. Apurados los cordobeses, hubieron de
rendirse al ejército combinado de Aben Gania y del emperador, y entrando los castellanos en la antigua capital
del califato convirtieron en caballeriza el patio de la grande aljama,
y gozáronse en profanar la más preciosa
reliquia de los musulmanes, el ejemplar del Corán escrito de la propia
mano del califa Otmán y traído de Oriente
por Abderramán I, como en desquite de las profanaciones ejecutadas
en otros tiempos por los soldados de Almanzor en la gran basílica
compostelana. Permanecieron allí muy poco por temor a los Almohades
que venían avanzando desde Sevilla, y el pueblo de Córdoba los favorecía
en secreto.
Encrudecíase y se ensañaba la guerra entre los sectarios de Mahoma, agarenos, almorávides
y almohades, así en Algarbe como en Andalucía y Valencia Hallábase
la España muslímica en completa descomposición, y fácil era pronosticar
las consecuencias de tal anarquía; disolución del imperio almorávide,
y triunfos y ventajas para Alfonso VII. Así lo comprendió también
el monarca castellano, acometiendo a favor de aquellas revueltas una
empresa que había de constituir una de sus mayores glorias, la conquista
de Almería.
Era
Almería la ciudad más opulenta que poseían los musulmanes en la costa
del Mediterráneo. A su abrigo los piratas sarracenos inquietaban las
ciudades litorales de Cataluña y de Italia, apresaban las naves de
los cruzados que iban a combatir en la Tierra Santa, y no había seguridad
en el mar con aquellos atrevidos corsarios. Génova y Pisa, Provenza
y Cataluña sufrían los insultos y los estragos de los infieles, y
Roma tenía el mayor interés en que desapareciese aquella madriguera
de piratas. Aprovechó Alfonso estas disposiciones, la paz en que entonces
vivía con los demás príncipes cristianos, y las turbaciones en que
andaban revueltos los sarracenos, para excitar a que concurriesen
a esta grande empresa, así las repúblicas de Génova y Pisa, como los
condes de Barcelona, Provenza y Urgel junto con el rey de Navarra
y en unión con las fuerzas de Castilla, León, Galicia y Asturias. Concertáronse todos, y activó cada cual sus aprestos. Las
escuadras italianas, unidas a la de Cataluña al mando del conde de
Barcelona y príncipe de Aragón don Ramón Berenguer, cercaron por mar
la plaza de tal modo, «que sólo las águilas podían entrar en ella»,
dicen los árabes. Asediáronla por tierra los demás príncipes, conduciendo don
García de Navarra y Armengol de Urgel sus respectivas gentes. Acaudillaba
a los gallegos don Fernando, señor de Limia, a los asturianos don
Pedro Alfonso, a los leoneses don Ramiro Flórez de Guzmán, a los extremeños
el conde don Ponce, a los toledanos don Alvaro Rodríguez, a los de Castilla don Gutierre Fernández de Castro: todos bajo el mando supremo del emperador. Solamente
no concurrió a esta empresa don Alfonso Enríquez de Portugal. Era
entonces cuando él tenía más interés en demostrar que ya no alcanzaban
a los dominios portugueses las órdenes del emperador, y que Portugal
obedecía solamente a su rey Alfonso I. Mas este príncipe estaba haciendo
también por su parte conquistas importantes, como veremos en otro
lugar. Los historiadores árabes ponderan la muchedumbre de este ejército
expedicionario diciendo, «que cubría montes y llanos, que las fuentes
y ríos no daban bastante agua, ni las hierbas y plantas bastante mantenimiento
para tanta gente, y que temblaban y retumbaban los montes debajo de
sus pies.» Faltos los sitiados de víveres, y no esperando socorro
de parte alguna, después de tres meses de cerco se rindieron bajo
el seguro de sus vidas al emperador (17 de octubre, 1147).
Quedó,
pues, la opulenta Almería en poder de Alfonso VII de Castilla. Dividióse el botín entre los príncipes confederados. Cuéntase que los Genoveses no quisieron para sí otra parte
de lo ganado en aquella conquista que un plato de esmeralda, que llevaron
y conservaron como un glorioso trofeo; y que el conde don Ramón se
llevó a Barcelona las puertas de Almería, las cuales colocó en el
antiguo portal de Santa Eulalia, como los blasones más preciosos de
su triunfo.
Regresado
que hubo a sus dominios el conde de Barcelona, fuerte ya con una marina
propia, robustecido con la alianza y amistad de los genoveses, y en
virtud de un tratado que con estos había hecho antes de la conquista
de Almería, quiso dar cima a la empresa que había sido el objeto preferente
y constante de los pensamientos de su padre y abuelo, a saber, el
recobro de la importante plaza de Tortosa. Habíase provisto también
anticipadamente de una bula del papa Eugenio III, en que otorgaba
los honores, gracias y privilegios de Cruzada a los que concurriesen
o coadyuvasen a aquella santa expedición. Así fue que además de las naves y galeras de Génova, de los
caballeros y barones italianos, catalanes y provenzales que acudieron
a prestar ayuda al soberano de Cataluña y Aragón, hasta los prelados
de Tarragona y Barcelona quisieron justificar con su presencia el
título de sagrada que llevaba esta guerra, y los templarios no quisieron
tampoco ser los últimos en contribuir a arrancar aquel terrible baluarte
de poder de los infieles.
Circunvalada
Tortosa por tanta y tan buena gente, combatida con todo género de
ingenios por mar y tierra, la heroica y obstinada defensa que hicieron
los sitiados y la tregua de cuarenta días que pidieron con la vana
esperanza de recibir socorros de Valencia no sirvió sino para demorar
algún tiempo más la rendición, que al fin hubieron de hacer al conde
barcelonés (diciembre, 1148), que con este triunfo añadió a sus títulos
el de marqués de Tortosa; y la enseña del cristianismo enarbolada
en lo alto de la Zuda avisó a los sarracenos de las plazas limítrofes
que acababa su dominación en aquella parte de la España oriental. Dióse un tercio de la ciudad a los genoveses. en conformidad
a lo anteriormente estipulado, y otro tercio al esforzado don Guillén
Ramón de Moneada, senescal de Cataluña, en remuneración de sus importantes
servicios. Así solían repartirse las ciudades conquistadas.
A continuación y sin dejar que se entibiara
el ardor de la victoria condujo el barcelonés sus huestes a los dos
antiguos baluartes de la morisma, Lérida y Fraga, ante cuyos muros
tantas veces se habían detenido las banderas de la Fe. Acompañaban
al príncipe los condes de Urgel, de Pallárs, de Ampurias, de Bearne, de Cardona, el intrépido
Ramón de Moneada y los templarios. Comenzaron los ataques y se repitieron,
pero la caída de Tortosa tenía desalentados a los infieles, y el abatimiento
les hacía ya tanto daño como las fuerzas cristianas. Sucumbieron,
pues, Lérida y Fraga, y pudo decirse que había recobrado su independencia
el territorio catalán. Datan de este tiempo las cartas-pueblas que
el conde don Ramón dio a Lérida y Tortosa (1149). Rindiéronse también a las armas de la Fe Mequinenza y otras plazas.
Sentimos
tener que mencionar un hecho con que en medio de la carrera de sus
glorias tuvieron la flaqueza de manchar su buena fama dos insignes
príncipes, García Ramírez de Navarra y Ramón Berenguer IV de Barcelona.
El navarro había invadido los Estados aragoneses mientras el barcelonés
se ocupaba en las conquistas de Tortosa, Lérida y Fraga. Acaso el
buen deseo de conjurar a tan temible y porfiado enemigo hizo a don
Ramón acceder a las instancias que como condición de paz le hacía
el de Navarra para que diese su mano de esposo a su hija doña Blanca.
Sin reparar el navarro en que su hija estuviese solemnemente prometida
al infante don Sancho de Castilla, sin reparar el barcelonés en que
estaba desposado con doña Petronila de Aragón, firmaron los dos soberanos
en 1° de julio de 1149 un tratado de paz y amistad perpetua en que
se incluían los capítulos matrimoniales de don Ramón de Barcelona
con la hija del de Navarra. La buena fe con que se hiciera este solemne
contrato, a pesar de la repetición de las palabras y protestas sine
dolo et fraude, omni dolo et fraude remotis,
lo demostraron bien pronto los sucesos. Apenas el barcelonés se vio
libre de los cuidados de aquella guerra, corrió a unirse al pie de
los altares con su antigua desposada doña Petronila de Aragón, que
rayaba entonces en los quince años, como quien hacía alarde de burlar
así las pretensiones del navarro, y de despreciar el enojo que de
ello hubiera: «único acto de falsedad, dice
un escritor catalán, que en la vida de este conde se menciona.» Así
acabaron de unirse indisolublemente los dos Estados de Aragón y Cataluña
que antes lo estaban por una solemne promesa.
Proseguían
los musulmanes haciéndose en el Mediodía guerra implacable y encarnizada.
Los Almohades se habían apoderado de Córdoba, donde hallaron todavía
aquel venerable ejemplar del Corán, escrito por la mano del tercer
sucesor de Mahoma. En tal conflicto el jefe de los Almorávides Aben Gania imploró de nuevo el socorro de su
amigo el emperador de Castilla, que después de la conquista de Almería
le envió un refuerzo de caballería mandado por el conde Manrique de
Lara. Con este auxilio peleó algún tiempo Aben Gania en lo de Jaén con varia fortuna, hasta que dueños los
Almohades de Carmena, reunieron sus fuerzas y penetraron en la vega
de Granada. Parecióle entonces a Aben Gania que debía aventurar el éxito de la guerra a una batalla campal, y
se fue a buscar a los Almohades. El resultado fue para él el más desastroso
posible. El antiguo vencedor de Fraga, el que en aquel famoso combate
privó al pueblo aragonés del más esforzado de sus reyes Alfonso el
Batallador, cayó en los campos de Granada acribillado de heridas por
las lanzas almohades. Con la muerte del último caudillo de los Almorávides
fácil era ya a los recién venidos africanos consumar la conquista
de la España musulmana.
Felizmente
para los sarracenos, cuando el rey de Castilla y de León hubiera podido
después del triunfo de Almería acabar de enflaquecer sus divididas
fuerzas, tuviéronle en una especie de inacción militar, ya el arreglo
de asuntos eclesiásticos que motivó el concilio de Palencia (1148),
ya el sensible fallecimiento de la emperatriz doña Berenguela (febrero
de 1149), que llenó de amargura el corazón del monarca y cubrió de
tristeza y luto todo el reino. Y aunque ya antes de esta época solían
sus dos hijos firmar como reyes las cartas y escrituras públicas, declaróles entonces el emperador con más
solemnidad a Sancho rey de Castilla, y a Fernando de León, dividiendo
de esta manera otra vez las dos coronas, y siguiendo las fatales huellas
de sus abuelos don Sancho el Mayor de Navarra y don Fernando el Magno. Distrájole también y llamó su atención a otros asuntos la
muerte súbita del monarca navarro don García Ramírez (en 1150), que
había merecido se le llamara el Restaurador de Navarra, y a quien
heredaba y sucedía su hijo don Sancho, nombrado el Sabio. Aun no se
habían enfriado los mortales restos de don García cuando ya se hallaron
reunidos el emperador y el conde de Barcelona en Tudela de Navarra,
con el fin de repartirse aquellos Estados, como si de ellos fuesen
legítimos herederos. Renovóse, pues, el
tratado de amistad y de repartición del reino de Navarra celebrado
once años hacía en Carrión; y no contentos ahora con esto, distribuyéronse hasta las provincias aun no conquistadas de los moros. El de Castilla
daba al de Aragón todas las tierras de Valencia y Murcia, a condición
de reconocerle pleito-homenaje por ellas al modo que Sancho y Pedro
de Aragón le habían reconocido por Navarra a Alfonso su abuelo. Don
Sancho el hijo del emperador que se hallaba presente prometió ayudar
a don Ramón Berenguer a la conquista de Navarra, y éste por su parte
prometió al infante de Castilla que en el caso de morir su padre le
haría reconocimiento de cuantas tierras poseía, y por muerte de ambos
le haría también a su hermano don Fernando.
Estipulóse en este convenio una condición tan singular, que dudaríamos de su
certeza si no tuviésemos a la vista el documento en que quedó consignada.
Prometió el emperador al barcelonés que desde el día de San Miguel
en adelante su hijo don Sancho tendría consigo a la hija del rey de
Navarra, pero que después la dejaría cuando al conde de Barcelona
bien le estuviese y fuese su voluntad, y le requiriese sobre ello,
y se apartaría de ella perpetuamente para no volver jamás a tomarla:
todo lo cual se ofreció a cumplir el mismo don Sancho.
Realizóse,
no obstante, a pesar de la incierta suerte en que parecía colocar
a aquella princesa los tratados de los monarcas, el enlace de la infanta
doña Blanca de Navarra con el príncipe don Sancho de Castilla en 1151
en Calahorra, asistiendo a la solemnidad de la entrega los tres soberanos
de Castilla. Navarra y Aragón. Doña Urraca, la viuda del rey don García,
pasó también a Castilla, donde fue bien recibida por el emperador
su padre, el cual le señaló el gobierno de Asturias para que pudiese
vivir con el decoro correspondiente a su alta clase, y por esto y
por ser natural de aquel país fue conocida con el nombre de doña Urraca
la Asturiana. Época de enlaces fue esta. En aquel mismo año se concertaron
también las bodas del emperador viudo con doña Rica, hija de Ladislao
rey de Polonia y de Inés de Austria, que tan lejos se extendían ya
las relaciones de nuestros príncipes; la cual hizo al año siguiente
(1152) su entrada en Castilla, recibiéndola el emperador en Valladolid
con grandes y públicos festejos, que tuvieron más solemnidad con la
ceremonia de armarse caballero el primogénito del emperador, don Sancho
el Deseado. Concertáronse igualmente otros
dos matrimonios, el del nuevo rey don Sancho de Navarra con doña Sancha,
hija del emperador y de doña Berenguela, que hallamos realizado en
1153; y el de la otra hija del emperador, doña Constanza, efectuado,
con corta diferencia de tiempo con el rey Luis VII (el Joven) de Francia,
que acababa de divorciarse de su infiel esposa Leonor de Guiena.
Produjo
este matrimonio más adelante la venida del monarca francés a España. Habíanse esparcido del otro lado del Pirineo rumores desfavorables
acerca de la legitimidad de la princesa castellana, y la maledicencia
había representado al emperador su padre como un hombre falto de grandeza
y de gloria. Quiso el rey Luis informarse por sí mismo de la certeza
o falsedad de estas voces, y con pretexto de ir en romería a Santiago
de Galicia víno a España. Acompañóle el emperador
desde León hasta Compostela (1155). Y como a don Alfonso no se le
ocultase el verdadero objeto del viaje de su yerno, dispuso todo lo
conveniente para darle un testimonio brillante y solemne de lo infundado
de los rumores que a esta tierra le habían traído. Al regreso de Compostela
a Toledo, hallábanse ya en esta ciudad el conde de Barcelona y príncipe
de Aragón, los príncipes musulmanes tributarios del castellano, los
prelados, nobles y ricos-hombres de León
y de Castilla, todos vestidos de gala con lucido y numeroso cortejo,
ostentando su destreza y gallardía en los juegos de lanzas y caballos,
y formando una corte majestuosa y espléndida. Poco acostumbrado el
monarca francés a tales pompas, exclamó: «¡Por Dios vivo, que no he
visto jamás una corte tan brillante, y dudo que exista otra igual
en el mundo!» Cerciorado además el francés de ser su esposa hija legítima
del emperador y de doña Berenguela, partió para su reino satisfecho
y admirado, después de haber recibido suntuosos regalos del emperador,
acompañándole hasta Jaca los dos hermanos de la reina su esposa con
varios nobles y caballeros de Castilla.
Aun
no pararon aquí los matrimonios entre príncipes verificados en esta
época. Veamos los antecedentes que prepararon el que después se celebró
entre los hijos de los soberanos de Aragón y Castilla. Al año siguiente
de haberse unido el conde de Barcelona don Ramón Berenguer IV con
doña Petronila de Aragón, sintióse la joven reina próxima a ser madre. En el estado
crítico que precede a la maternidad, cuando la acosaban ya los dolores
del parto, hizo aquella señora un testamento notable por las circunstancias
y notable por su objeto. Daba en él al infante que llevaba en su seno,
caso de ser varón, todo el reino de Aragón, tal como le había poseído
su tío el rey don Alfonso I, pero dejando el usufructo y administración
de él al conde su marido mientras viviese. Si el padre sobrevivía
al hijo, quedaba aquél dueño libre y absoluto
del reino en toda su integridad; mas si
lo que naciera fuese hija, sólo recomendaba al padre que procurara
casarla y dotarla honorífica y convenientemente: disposición extraña,
en que se ve la exclusión que hacía de las hembras para la sucesión
de los reinos la misma que siendo hembra los había heredado. Después
de esto dio a luz un hijo, que se llamó también Ramón todo el tiempo
que vivió su padre, y que más adelante, trocado el nombre en el de
Alfonso, había de heredar ambas coronas.
Ocupóse seguidamente de esto el conde don Ramón en recobrar de los moros la
villa de Ciurana y otras fortalezas y lugares que los infieles conservaban
todavía en las asperezas y riscos de Cataluña, acabando de limpiar
de sarracenos aquel territorio y poblándole de cristianos. Atendió
luego a lo de Bearne y de Provenza, donde recibió engrandecimiento
y triunfos, hasta que con noticia de haber invadido el nuevo rey de
Navarra sus Estados hubo de regresar precipitadamente a Cataluña,
poniéndose sobre Lérida. El navarro, que parecía haber heredado de
su padre, no sólo las pretensiones, sino también la mala voluntad
al barcelonés, había aprovechado la ocasión
de ver a don Ramón embarazado con las turbaciones de la Provenza.
Mas el emperador, que estaba a todo y no desatendía nada, partió también
para Lérida, como quien iba a hacer de mediador entre los dos contendientes.
Sin embargo, si éste fue el objeto aparente, el verdadero quedó demostrado
por el pacto que en aquella ciudad hizo (mayo de 1 1 56) con el conde
de Barcelona y príncipe de Aragón, renovando y ratificando el que
seis años antes habían celebrado los dos en Tudela sobre la ya famosa
repartición del reino de Navarra. Y entonces fue cuando se ajustaron
los desposorios del infante don Ramón, hijo del conde, con la infanta
doña Sancha, hija del emperador don Alfonso y de la emperatriz doña
Rica. Tenía entonces el príncipe aragonés escasos cuatro años
de edad, tal vez dos no cumplidos la princesa castellana: que
tanto era en aquel tiempo el afán de hacer matrimonios y tan anticipadamente
se concertaban. El afán decimos, puesto que no eran la más segura
prenda de alianza, como se vio en los reyes de Navarra García y Sancho,
a quienes el emperador daba sus hijas sin que esto fuera obstáculo
para quitarles el reino o pactar repartírsele con otro.
Distraída
de esta manera la atención de los monarcas cristianos, y entretenidos
así en ajustar y celebrar bodas, hízose en estos años con mucha flojedad
la guerra a los sarracenos, y no es maravilla que los Almohades se
fueran entretanto posesionando de las principales ciudades y plazas
del Mediodía y Oriente de España. Del emperador, su más formidable
y su más próximo enemigo, no sabemos que hiciera en este tiempo sino
dos expediciones a Andalucía, una en 1151, en que tomó y saqueó Jaén
volviéndose a Toledo sin haber podido recuperar Córdoba de las manos
de los Almohades; otra en 1155, en que se apoderó de Pedroche, Andújar
y Santa Eufemia, de la cual regresó para recibir a su yerno el rey
Luis el Joven de Francia, de cuyo viaje a España dimos cuenta más
arriba. Marchando más derechamente a su objeto los Almohades, habíanse propuesto rescatar a Almería del poder de los cristianos. Era la principal
misión que había traído de África Cid-Abu-Said, hijo del emir Almumenín ó emperador de Marruecos.
De nuevo, pues, se vio Almería circundada y apretada por mar y tierra,
no menos ahora por los musulmanes que antes lo había estado por los
cristianos; y mientras éstos recibían algunos refuerzos que no bastaban
a contrapesar las fuerzas de Cid-Abu-Said, aquéllos se enseñoreaban
de Granada, lanzados de esta ciudad o fugados los Almorávides. Ocupado
se hallaba Alfonso VII de Castilla en celebrar el tratado de Lérida
y en arreglar las condiciones del matrimonio futuro de su tierna hija,
cuando supo que Abdelmumén había enviado de África numerosas huestes
para apretar el sitio de Almería. Aguijón fue este que le determinó
a acudir volando a Andalucía con su hijo don Sancho y muchos magnates
y prelados de su reino. Esta fue su postrera expedición.
No
le detuvo saber que los recién llegados africanos, incorporados ya
a los musulmanes españoles, formaban un ejército formidable. Al contrario,
informado de que venían en su busca, quiso ahorrarles la molestia
saliéndoles al encuentro. Trabóse una pelea
de las más bravas y reñidas: los Almohades perdieron en ella la flor
de sus huestes: huyeron desordenados y abandonaron al vencedor el
campo de batalla: más laureles que despojos recogió aquel día el monarca
castellano, pero no pudo evitar que Almería se rindiera al fin a Cid-Abu-Said
(1157), a los diez años de haber sido conquistada por los príncipes
cristianos. De seguro hubiera todavía atajado la caída de aquella
insigne ciudad, si una fiebre violenta no hubiera venido a cortar
el hilo de aquella vida que por tan largos años y en tantas lides
habían respetado las cimitarras agarenas y las lanzas africanas. Tan
aguda fue la enfermedad que acometió al victorioso emperador, que
queriendo volver a Castilla, no pudo pasar ya de un sitio llamado
Fresneda, cerca del puerto de Muradal; erigiéronle allí un pabellón debajo de una encina, y después
de haber recibido con edificante piedad y devoción los sacramentos
de la Iglesia de mano del arzobispo don Juan de Toledo, allí entregó
su alma al Criador a 21 de agosto de 1157 entre las lágrimas y sollozos
de sus hijos y de todo su ejército, a los 51 años de edad. Así murió
el grande Alfonso VII rey de León y de Castilla y emperador de España.
«Poseía
Alfonso en alto grado, dice un juicioso historiador extranjero de
nuestro siglo, las cualidades de un gran rey. Sabio y prudente, gobernó
a sus súbditos con dulzura y con bondad: consagró sus cuidados y vigilias
a la exaltación de la religión cristiana. Bajo su reinado fue severamente
castigado el vicio: sus enemigos cedieron a su valor; Navarra y Aragón
tuvieron á honor rendirle homenaje, como la mayor parte de los príncipes
mahometanos.»
A
propósito de esto cuenta Sandoval el siguiente ejemplo de justicia
y de Severidad. Un labrador de Galicia vino a quejarse al emperador
de fuerzas y agravios que le había hecho un caballero infanzón su
vecino, llamado don Hernando. Mandó el monarca al ofensor que satisfaciese al agraviado, y juntamente escribió al merino del reino para que le
hiciese justicia. Ni don Hernando cumplió lo que el emperador le mandaba,
ni el merino fue parte para compelerle a ello. El labrador repitió
su queja; sintió tanto el emperador su desacato, «que a la hora, dice el cronista, partió de Toledo, tomando el camino de
Galicia, sin decir a nadie su viaje, yendo de secreto para no ser
sentido. Llegó así sin que don Hernando lo supiese, y haciendo pesquisas
de la verdad, esperó que don Hernando estuviese en su casa y cercóle, y prendióle en ella, y
sin más dilación mandó poner una horca a las puertas de las mismas
casas de don Hernando, y que luego le pusieron en ella, y al labrador
volvió y entregó todo lo que se le había tomado. Hecho esto volvióse para Toledo.»
«Bajo
cualquier punto de vista, dice otro moderno historiador, que se mire
la vida de Alfonso VII, por todos lados aparece grande, activa, gloriosa.
Verdad es que se encuentran en ella algunos lunares. No contento con
engrandecerse a expensas de los moros, también probó hacerlo algunas
veces a costa de los reyes sus vecinos: mas como en los últimos años de su vida comprendiese los deberes que le
imponía su título de emperador, procuró sin descanso reconciliar todos
aquellos príncipes rivales, y reunir las fuerzas de la cristiandad
contra sus eternos enemigos. Pocos reyes se han mostrado más dignos
del trono el nombre de Emperador no fue para él un objeto de ambición
vulgar; a falta de la unidad monárquica, para la cual no estaba todavía
en sazón la España, le dio por lo menos la unidad feudal»
Con
razón, pues, lloraron su muerte todos sus súbditos. La noticia del
fallecimiento apartó a su hijo don Sancho de las fronteras de los
moros, así para dar honrosa sepultura al cadáver de su padre, que
fue llevado a Toledo, como para encargarse del gobierno de Castilla.
Su hermano don Fernando estaba declarado ya también rey de León.
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