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           CAPITULO PRIMERO.ALFONSO VI. — LOS ALMORÁVIDES(1086 - 1094) 
            
             
             
             Parecía 
            que con la disolución del imperio ommiada, con las ventajas que en 
            todas partes las armas cristianas habían obtenido, y con el desconcierto, 
            los disturbios, las guerras que los reyezuelos musulmanes tenían entre 
            sí, debería haberse decidido en favor de España la gran lucha entre 
            los dos pueblos y las dos creencias que se disputaban su señorío. 
            Y hubiera sucedido así, si por una parte el común peligro no hubiera 
            inspirado a los mahometanos el pensamiento de apelar, como en otra 
            ocasión, a un remedio heroico, y si por otra parte no hubieran tenido 
            una África a que acudir, semillero inagotable de enemigos del pueblo 
            español y del nombre cristiano y a la cual volvían los ojos en sus 
            mayores conflictos y tribulaciones.
             Pesábale 
            ya al mismo Ebn Abed de Sevilla haber contribuido tanto con sus alianzas 
            al engrandecimiento del poder de Alfonso. Advertíanselo también las 
            sentidas quejas y murmuraciones que llegaban a sus oídos y el disgusto 
            general de los musulmanes. Meditó, pues, a pesar de los lazos que 
            con él le unían, cómo cooperar a abatir al orgulloso cristiano, que 
            dueño de Toledo, y después de haber corrido y devastado los emiratos 
            de Zaragoza y Badajoz, tuvo el atrevimiento de penetrar con un cuerpo 
            de caballería por tierras del de Sevilla con pretexto de protegerle 
            contra sus rivales de la costa meridional, y avanzando hasta Tarifa 
            metió su caballo hasta el pecho en las aguas del mar como en otro 
            tiempo Okba, y exclamó: «¡He llegado a los últimos términos de la 
            tierra de Andalucía!» Y regresó tranquila y orgullosamente a Toledo. 
            Acabó de mortificar el amor propio de Ebn Abed aquella audacia del 
            castellano y aquella inesperada aparición so color de un auxilio simulado 
            y no pedido. Todavía sin embargo no estalló la oculta rivalidad de 
            los dos monarcas, hasta que con motivo de haber apuñalado los sevillanos 
            a un judío, tesorero y privado del rey Alfonso, que este había enviado 
            a cobrar el tributo que le pagaba Ebn Abed, le despachó el rey de 
            Castilla nueva embajada pidiendo satisfacción del agravio y reclamando 
            varias fortalezas de su reino que le pertenecían. Arrogante y agria 
            era la carta que Alfonso envió con el mensaje, decía así:
             «De 
            parte del emperador y señor de las dos leyes y de las dos naciones, 
            el excelente y poderoso rey don Alfonso, hijo de Fernando, al rey 
            Al Motamid Billah Ebn Abed (ilumine Dios su entendimiento para que 
            se determine a seguir el buen camino): salud y buena voluntad de parte 
            de un rey engrandecedor de sus reinos y amparador de sus pueblos, 
            cuyos cabellos han encanecido en el conocimiento de los negocios y 
            en el ejercicio de las armas en cuyas banderas se asienta la victoria, 
            que hace a sus caballeros blandir las lanzas con esforzadas manos, 
            que hace ceñir las espadas en las cinturas de sus campeadores, que 
            hace vestir de luto las esposas y las hijas de los musulmanes y llenar 
            vuestras ciudades de lamentos y alaridos. Bien sabéis lo que ha pasado 
            en Toledo, cabeza de España, y lo que ha sucedido a sus moradores 
            y a los de su comarca en el cerco y entrada de la ciudad; y que si 
            vos y los vuestros habéis escapado hasta ahora, ya os llega vuestro 
            plazo, que sólo se ha diferido por mi voluntad. ... Y si no mirara 
            a los conciertos que hay entre nosotros, ya hubiera invadido vuestra 
            tierra y echádoos a sangre y fuego de España sin dar lugar a demandas 
            ni respuestas, y no habría entre nosotros más embajador que el ruido 
            y tropel de las armas, y el relinchar de los caballos, y el estruendo 
            de los atambores y trompetas de batalla».
             Aunque 
            muchos visires, en vista de esta carta aconsejaban al rey de Sevilla 
            que viniese a un acomodamiento con Alfonso y le pagara el tributo, 
            él le contestó con otra no menos soberbia y altiva, concebida en estos 
            términos:
             «Del 
            rey victorioso y grande, el amparado con la misericordia de Dios y 
            confiado en su divina bondad, Mohammed Ben Abed, al soberbio enemigo 
            de Allah, Alfonso, hijo de Fernando, que se intitula rey de reyes 
            y señor de las dos leyes y naciones (quebrante Dios sus vanos títulos): 
            salud a los que siguen el camino recto. En cuanto a llamarte señor 
            de las dos naciones  más derecho tienen los musulmanes para preciarse 
            de esos títulos que tú, por lo que han poseído y poseen de las tierras 
            de los cristianos, y por la multitud de sus vasallos y riquezas, que 
            nunca llegará a ser comparable tu poder con el nuestro, ni puede alcanzarlo 
            toda tu ley y sus secuaces Hasta ahora pensábamos pagarte tributo, 
            y tú no te contentas con él y quieres ocupar nuestras ciudades y fortalezas: 
            pero ¿cómo no te avergüenzas de tales peticiones, y quieres que se 
            entreguen a los tuyos y nos mandas como si fuéramos tus vasallos? 
            Maravillóme mucho de la manera con que nos estrechas a que cumplamos 
            tu vana y soberbia voluntad. Te has envanecido con la conquista de 
            Toledo, sin mirar que eso no lo debes a tu poder, sino a la fuerza 
            y voluntad divina que así lo había determinado en sus eternos decretos, 
            y en eso te has engañado a tí mismo torpemente. Bien sabes que también 
            nosotros tenemos armas, caballos y gente esforzada que no se asusta 
            del estruendo de las batallas, ni vuelve el rostro a la horrorosa 
            muerte, y que metidos en la pelea nuestros caballeros saben salir 
            de ella airosos. Nuestros caudillos saben ordenar las filas, guiar 
            los escuadrones, armar celadas, y no temen entrar por entre los filos 
            de vuestras espadas, ni los estremecen las lanzas asestadas a sus 
            pechos. Sabemos dormir en la dura tierra sobre el albornoz, rondar 
            y hacer la vela de la noche y porque veas que es así como te lo digo, 
            ya te tienen preparada la respuesta a tu demanda, y de común acuerdo 
            te esperan con sus alfanjes limpios y acerados y con sus gruesas y 
            agudas lanzas Es verdad que hubo entre nosotros conciertos y capitulaciones 
            para que no moviésemos nuestras armas el uno contra el otro, porque 
            yo no ayudase a los de Toledo con mis fuerzas y consejo, de lo que 
            pido perdón a Dios, y de no haberme opuesto antes a tus intentos y 
            conquistas, aunque gracias a Dios toda la pena de nuestra culpa consiste 
            en las palabras vanas con que nos insultas : pero como éstas no acaban 
            la vida, confío en Dios que con su ayuda me amparará contra tí, y 
            sin tardanza verás entrar mis tropas por tus tierras»
             Después 
            de estas cartas era imposible ya todo acomodamiento y ambos se prepararon 
            a la guerra. El de Sevilla llamó a su hijo Raschid y le comunicó el 
            pensamiento de implorar el auxilio de los Almorávides de África contra 
            el poderoso rey de Toledo. Le disuadió el príncipe diciéndole que 
            si tal hacía aquellos bárbaros acabarían por arrojarlos de su patria. 
            Se obstinó en ello el padre y lo replicó:
             «Preferiré, 
            hijo mío, guardar los camellos del rey de Marruecos a ser tributario 
            y vasallo de estos perros cristianos. — Pues hágase, contestó Easchid, 
            lo que Dios te inspire.»
             Entonces 
            el rey de Sevilla, tan arrogante con Alfonso, escribió al rey de los 
            Almorávides de África la siguiente humilde carta, en que se pinta 
            bien el abatimiento a que habían venido los mahometanos españoles:
             «A 
            la presencia del príncipe de los musulmanes, amparador de la fe, propagador 
            de la verdadera secta del califa, al imán de los muslimes y rey de 
            los fieles Abu Yacob Yussuf ben Tachfin, el ínclito y engrandecido 
            con la grandeza de sus nobles, alabador de la majestad divina, y de 
            la potencia del Altísimo, venerador de Dios y del cielo, que no se 
            envanece de su honra y grandeza, salud cumplida de Dios, como conviene 
            a su soberana y alta persona, con la misericordia de Dios y su bendición. 
            Te envía la presente el que abandonándolo todo se dirige a tu generosa 
            majestad desde Medina-Sevilla en el interlunio de Giumada primera 
            del año 479 (1086), persuadido, oh rey de los musulmanes, de que Dios 
            se sirve de tí para ensalzar y sostener su ley. Los árabes de Andalucía 
            no conservamos en España separadas nuestras kabilas ilustres, sino 
            mezcladas unas con otras, de suerte que nuestras generaciones y familias 
            poca o ninguna comunicación tienen con nuestras kabilas que moran 
            en África : y esta falta de unión ha dividido también nuestros intereses, 
            y de la desunión procedió la discordia y abatimiento, y la fuerza 
            del Estado se debilitó, y prevalecen contra nosotros nuestros naturales 
            enemigos, y estamos en tal estado que no tenemos quién nos ayude y 
            valga sino quién nos baldone y destruya; siendo cada día más insufrible 
            el encono y rabia del rey Alfonso, que como perro rabioso con sus 
            gentes nos entra las tierras, conquista las fortalezas, cautiva los 
            muslimes y nos atropella y pisa sin que ningún emir de España se haya 
            levantado a defender a los oprimidos que ya no son los que solían, 
            pues el regalo, el suave ambiente de Andalucía, los recreos, los delicados 
            baños de aguas olorosas, las frescas fuentes y exquisitos manjares 
            los han enflaquecido y han sido causa de que teman entrar en guerra 
            y padecer fatigas así es que ya no osamos alzar la cabeza; y pues 
            vos, señor, sois el descendiente de Homair, nuestro predecesor, dueño 
            poderoso de los pueblos y dilatadas regiones, a vos acudo y corro 
            con entera esperanza, pidiendo a Dios y a vos amparo, suplicándoos 
            que sin tardanza paséis a España para pelear contra este enemigo, 
            que infiel y pérfido se levanta contra nosotros procurando destruir 
            nuestra ley. Venid pronto y suscitad en Andalucía el celo del camino 
            de Dios que no hay fuerza ni poder sino ante Dios alto y poderoso, 
            cuya salud y divina misericordia y bendición sea con vuestra alteza»
             Juntó 
            además en Sevilla una asamblea de jeques, cadíes y príncipes más amenazados 
            del poder de Alfonso, y les expuso la necesidad de llamar con urgencia 
            al príncipe de los morabitas de África para que viniera a ayudarlos 
            en su santa empresa. Todos convinieron en ello, a excepción de Abdallah 
            ben Yussuf, gobernador de Málaga, que tuvo el valor de oponerse al 
            común dictamen en un vigoroso discurso que concluía:
             «Uníos 
            y venceréis. No sufráis que los habitantes de los abrasados arenales 
            de África vengan a posarse sobre nuestras tierras como enjambres de 
            devoradoras langostas, y a pasear sus camellos por los deliciosos 
            campos de nuestra Andalucía.»
             En 
            mal hora hizo tan patriótica exhortación el previsor walí. Irritáronse 
            todos contra él, llamáronle mal musulmán, traidor y enemigo de la 
            fe, y hay quien añade que le condenaron a muerte. Tan obcecados estaban 
            y tan abatidos se veían aquellos próceres del islamismo, tan soberbios 
            en otro tiempo. Decretóse, pues, enviar un mensaje de llamamiento 
            al príncipe de los Almorávides de África, como allá en 756 en una 
            asamblea de la misma índole se había decretado otro igual para llamar 
            al príncipe Abderramán el Beni-Omeya. Omar ben Alafthas el de Badajoz, 
            que ya antes había escrito por sí al rey Yussuf ben Tachfin una carta 
            en que le pintaba con tristes colores la situación apurada y angustiosa 
            de los musulmanes españoles, fue el encargado de redactar el mensaje, 
            que los embajadores nombrados habían de llevar personalmente. Era 
            el principio del año 1086. Mas antes de anunciar su resultado, digamos 
            quiénes eran esos poderosos extranjeros que los árabes de España llamaban 
            en su ayuda.
             Un 
            historiador moderno ha compendiado las noticias que acerca del origen 
            y progresos de aquellas gentes pueden interesarnos para la inteligencia 
            de nuestra historia. «Mientras que así destrozaban las discordias 
            intestinas la España árabe, levantábase del otro lado de la cadena 
            del Atlas, en los desiertos de la antigua Getulia, un hombre que había 
            de reconstituir un día y dar unidad a los elementos entonces disidentes 
            de la dominación musulmana, así en España como en África, y apuntalar 
            con su mano poderosa el bamboleante edificio de su imperio. Este hombre 
            era el berberisco Yussuf ben Tachfin, de la tribu de Zanaga. Los lamtunas, 
            fracción de esta gran tribu, a la cual pertenecía Yussuf, bien que 
            hubieran aceptado con los primeros conquistadores la religión del 
            Islam habían quedado casi del todo extraños a la inteligencia de su 
            moral y de sus dogmas, cuando llegó entre ellos Abdallah ben Yasim, 
            morabita de Suz, afamado por su ciencia y su santidad (414 de la hégira, 
            1026 de J. C). Abdallah, hombre entendido y hábil, explicando los 
            preceptos de una religión que prescribía el proselitismo por la conquista, 
            despertó fácilmente el espíritu guerrero de aquellas incultas y groseras 
            poblaciones, y explotando mañosamente el entusiasmo que en ellas había 
            producido una fe vivificada y rejuvenecida, las lanzó contra algunas 
            tribus berberiscas que se habían mantenido fieles a sus antiguas creencias. 
            En el fervor de una convicción nueva, los lamtunas soportaron con 
            admirable constancia fatigas inauditas, y alcanzaron en sus ásperas 
            guaridas a aquellos montañeses, a quienes forzaron a admitir la religión 
            del profeta guerrero, y entonces fue cuando para recompensar el valor 
            de que habían dado tantas pruebas los llamó los hombres de Dios (Al 
            morabith), y les profetizó la conquista del Magreb sobre los musulmanes 
            degenerados.
             No 
            tardó Abdallah, aprovechando el entusiasmo de los recién convertidos, 
            en conducirlos de la otra parte del desierto, y pasó con ellos el 
            Atlas. La conquista de Sijilmesa y de todo el país de Darah fué el 
            fruto de sus primeras victorias; sentaron los vencedores sus tiendas 
            en el Sahel, entre la montaña y el mar, en medio de las llanuras de 
            Agmat, y ocuparon la pequeña ciudad de este nombre. Algún tiempo después 
            murió Abdallah, dejando a Abu Bekr ben Omar el cuidado de dirigir 
            la regeneración religiosa que él había comenzado. Supo Abu Bekr corresponder 
            a la importancia de su difícil misión (460 de la hégira, 1068 de J. 
            C). Consolidó su poder en el país tanto por la dulzura y el ascendiente 
            de la opinión como por la fuerza de las armas. Agmat se hizo el centro 
            a que acudían de todas partes las poblaciones atraídas por la reputación 
            de la justicia y por la fama de la santidad de los Almorávides. El 
            número de prosélitos se hizo tan considerable que fue menester fundar 
            una nueva ciudad y dar una capital al nuevo imperio. Escogió para 
            ello Abu Bekr una vasta y fértil planicie, llamada en el país Eylana. 
            Mas en el momento de comenzar a edificar, los lamtunas que habían 
            quedado del otro lado del Atlas, viéndose amenazados por sus vecinos, 
            reclamaron la asistencia de sus jeques, y Abu Bekr, sacrificando su 
            naciente imperio a las exigencias de su antigua patria, volvió a tomar 
            el camino del desierto dejando el cargo de proseguir su obra a Yussuf 
            ben Tachfin, que ya se había hecho conocer en las últimas guerras 
            de los lamtunas contra los berberiscos.
             Yussuf 
            no pertenecía a las familias nobles de los lamtunas, y debió a su 
            solo mérito y a la estimación de que gozaba entre los suyos el honor 
            de continuar la ardua misión de conquistador religioso, bien que inaugurada 
            por Abdallah y por Abu Bekr. Nacido de pobre cuna, no podía aspirar 
            a tan alto honor. Su padre era alfarero, y andaba de tribu en tribu 
            vendiendo las obras de arcilla, producto de su industria»
             Cuenta 
            aquí el historiador cómo había anunciado el horóscopo a Yussuf que 
            sería señor de un grande imperio: describe su carácter generoso, emprendedor, 
            afable y digno. «Reunía, dice, todas las gracias que atraen a la multitud 
            y entusiasman a las masas. Así no tardó en captarse numerosos parciales 
            en las poblaciones de Agmat. Para afirmar su autoridad, que era sólo 
            provisional y meditaba hacer definitiva, resolvió sancionarla por 
            la gloria de las armas. Comenzó, pues, por llevar la guerra a algunas 
            tribus árabes de la comarca no sometidas aún, y les dio la ley. Después 
            de este fácil triunfo proyectó la invasión de la antigua herencia 
            de los Edris del reino de Fez. Convocó todas las tribus que reconocían 
            su autoridad. Más de ochenta mil jinetes armados respondieron a su 
            llamamiento. A la cabeza de esta formidable masa de guerreros invadió 
            como un huracán la provincia de Fez, y se apoderó de la capital, después 
            de haber batido cerca de la montaña de Onegui, a doce leguas de Mequinez, 
            a los descendientes de Zeiri que mandaban allí con independencia de 
            España. De allí avanzó a Tlemcen, de donde arrojó a los Zenetas; se 
            hizo dueño de toda la provincia de este nombre hasta Argel, y volvió 
            triunfante al país de Agmat a comenzar la construcción de su capital 
            proyectada, a la cual se dio más tarde el nombre de Marruecos.
             A 
            este tiempo Abu Bekr, sofocados los disturbios de los lamtunas, regresaba 
            sobre el Tell. Pronto tuvo conocimiento de las brillantes hazañas 
            de Yussuf. Demasiado débil para pretender disputar por las armas un 
            imperio que éste había conquistado casi entero, cedió a la opinión 
            y tuvo la prudencia de renunciar a todas sus pretensiones: mas como 
            antes de partir desease ver al feliz. conquistador, pidióle una entrevista 
            que se verificó entre Agmat y Fez, en un bosque que se denominó después 
            el bosque de los Albornoces, porque Yussuf tendió en el suelo su manto 
            para que sirviese de alfombra al que había sido su señor. Abu Bekr 
            le felicitó por sus victorias, le dijo que sólo había dejado sus desiertos 
            por venir a regocijarse en las glorias de su discípulo, la honra y 
            el más firme apoyo de los Almorávides; que en cuanto a él, su misión 
            estaba cumplida, y que no deseaba más que el reposo de una vida apacible 
            en medio de los suyos.
             Sometidas 
            las provincias del Magreb, dueño de Ceuta y de las ciudades de la 
            costa, llevó Yussuf sus armas hacia Oriente, haciendo guerra implacable 
            a los árabes rebeldes a su dominación. En vano los antiguos conquistadores 
            intentaron rechazar su yugo, tanto más odioso cuanto que se le imponían 
            aquellos mismos a quienes sus mayores habían antes subyugado; en vano 
            forcejaron bajo la mano poderosa del berberisco: no les quedó más 
            alternativa que o doblegarse a sus leyes o ir a vivir bajo la de los 
            califas Fatimitas, porque en breve las fronteras de Egipto fueron 
            los solos términos de su poder. Apoderóse de Bugía y de Túnez, hizo 
            a sus príncipes tributarios, y regresó victorioso a su capital de 
            Marruecos, donde se hizo proclamar emir de los musulmanes, y defensor 
            de la religión»
             Algunos 
            escritores árabes hacen el siguiente retrato físico y moral de Yussuf. 
            «Era, dicen, de color moreno lustroso, buena estatura, aunque delgado, 
            poca barba, voz clara, ojos negros, cejas arqueadas, nariz aguileña 
            cabellos largos: valeroso en la guerra, prudente en el gobierno, en 
            extremo liberal, austero y grave, modesto y decente en el vestir, 
            moderado en los placeres, afable en sus maneras y en su trato, jamás 
            vistió sino de lana ni comía otra cosa que pan de cebada, carne de 
            camello y leche de camella, aun en el colmo de su grandeza y de su 
            fortuna, y en todo se mostraba digno del gran destino que Dios le 
            tenía deparado.»
             Tal 
            era el hombre cuyo auxilio invocaron los musulmanes españoles. Cuando 
            recibió el mensaje de éstos consultó a su alkatib lo que debería hacer: 
            respondióle aquél que mirara bien lo que hacía con pasar a España 
            “porque has de saber, oh emir de los muslimes, le dijo, que España 
            es como una isla cortada y ceñida de mar por todas partes; es como 
            una cárcel donde el que entre difícilmente vuelvea salir, y si una 
            vez pones allá los pies, no estará en tu mano la vuelta”. A pesar 
            de este consejo, Yussuf contestó a los embajadores y a Al Motamid 
            el de Sevilla, que le daría su ayuda, pero que no podría hacerlo si 
            antes no ponían en su poder la Isla Verde (Algeciras), para poder 
            entrar y salir de España cuando fuese su voluntad. Inútilmente expuso 
            al sevillano su prudente hijo Raschid el peligro de acceder a la proposición 
            de Yussuf. Obcecado Al Motamid, hizo solemne donación de la plaza 
            de Algeciras al emperador de Marruecos para sí, sus hijos y descendientes. 
            Un vértigo fatal le arrastraba hacia su ruina; y no contento con entregar 
            la llave de sus dominios a su formidable aliado, determinó pasar a 
            África para informarle personalmente de su desesperada situación. 
            Encontróle entre Ceuta y Tánger; hízole una pintura sombría de la 
            angustia en que tenía a los muslimes de España la pujanza y soberbia 
            del rey Alfonso, y le instó a que no tardase en venir a socorrerlo. 
            «Anda, le dijo Yussuf, torna luego a tu tierra y cuida de tus negocios, 
            que allá iré yo, si Dios quiere, y seré vuestro caudillo y venceremos: 
            yo iré en pos de tí.» Volvióse Ebn Abed a España, y Yussuf entró en 
            Ceuta, y previniendo sus naves y allegando sus banderas, mandó que 
            pasase el ejército a España, y fue tanta la gente que pasó, dice la 
            crónica, que sólo su criador puede contarla.
             Desembarcó 
            esta infinita muchedumbre en Algeciras y acampó en sus playas. Cuando 
            Yussuf entró en su nave dicen que extendió sus manos al cielo y exclamó: 
            «Oh Dios mío, si este mi tránsito ha de ser para bien de los musulmanes, 
            aplaca y sosiega este mar, y si no ha de ser de provecho, embravécele 
            para que no pueda hacer la travesía.» Dicen que Dios sosegó el mar 
            y la nave de Yussuf arribó con admirable velocidad a Algeciras (30 
            de julio de 1086), a cuyas puertas le esperaban ya el rey de Sevilla 
            y los principales emires de España, y en aquella misma tarde hubo 
            consejo para deliberar sobre el mejor medio de ejecutar la expedición. 
            Yussuf hizo reparar los muros de la ciudad, levantar torres y abrir 
            fosos. Ebn Abed partió para Sevilla a disponer alojamientos, provisiones 
            y regalos para el ejército auxiliar. Siguió detrás Yussuf con su innumerable 
            muchedumbre.
             Sobre 
            el campo de Zaragoza se hallaba el rey Alfonso VI cuando le llegó 
            la nueva de la irrupción de los africanos. Alzó apresuradamente el 
            sitio de aquella ciudad, celebró consejo con sus generales, llamó 
            en su auxilio a Sancho de Aragón y a Berenguer de Barcelona, de los 
            cuales el uno sitiaba a Tortosa y el otro corría el país de Valencia, 
            y los tres príncipes unieron sus banderas para resistir al nuevo y 
            terrible enemigo: alas tropas de Castilla y Galicia se agregaron muchos 
            caballeros franceses, con deseos de defender la cristiandad contra 
            el más formidable adversario que se había presentado después de Almanzor. 
            También acudieron a Sevilla todos los emires musulmanes con sus respectivas 
            banderas. Ebn Abed el de Sevilla mandaba todos los mahometanos españoles; 
            Yussuf conducía el ejército africano. Pusiéronse en marcha desde aquella 
            ciudad en dirección de Badajoz. Ebn Abed iba delante, y el lugar en 
            que éste acampaba por la mañana le ocupaba por la tarde Yussuf con 
            sus Almorávides.
             Los 
            dos grandes ejércitos cristianos y musulmanes se encontraron no lejos 
            de Badajoz en las llanuras llamadas de Zalaca. Separábalos un río, 
            de cuyas aguas unos y otros bebían. De un lado resplandecían las brillantes 
            cruces de las banderas de Castilla y León : del otro ondeaban los 
            estandartes de Mahoma en que se veían inscritos versos del Corán. 
            Llamaban la atención de los cristianos las enormes espadas, los groseros 
            sacos y agrestes pieles de los morabitas que les daban un aspecto 
            lúgubre: miraban estos con admiración las armaduras de los cristianos, 
            sus manoplas y sus caballos cubiertos de hierro. Las crónicas árabes 
            y cristianas, todas refieren sueños misteriosos que dicen haber tenido 
            así Alfonso como Yussuf, y presagios fatídicos, como acostumbraban 
            a contar siempre que se iba a decidir una gran contienda.
             Con 
            arreglo a lo que prescribe el Corán, Yussuf había intimado a Alfonso, 
            o que le pagara tributo y se reconociera vasallo suyo, o que abandonara 
            la fe de Cristo, y se hiciera musulmán. Y luego añadía: «He sabido, 
            oh rey Alfonso, que deseabas tener naves para pasar a buscarme a mi 
            tierra. He aquí que te he ahorrado esta molestia viniendo yo en persona 
            a encontrarte en la tuya. Dios nos ha reunido en este campo para que 
            veas el fin de tu presunción y de tu deseo. — Ve y di a tu emir, contestó 
            Alfonso al mensajero, que procure no ocultarse, que nos veremos en 
            la batalla.»
             Señalóse 
            día para el combate; combate horrible, cual no habían visto otro los 
            hombres, dicen los escritores arábigos. Era un viernes, 23 de octubre 
            de 1086. No nos detendremos a referir los pormenores de aquella lucha 
            sangrienta, de aquella terrible lid en que se derramó tanta sangre 
            cristiana. Nuestros cronistas la mencionan con un laconismo que parece 
            significar que quisieran no les mortificase su recuerdo. En cambio 
            los poetas árabes la celebraron a competencia, como si hubiese sido 
            el triunfo definitivo del Corán sobre el Evangelio. El parte que dio 
            Yussuf, el jefe de los Almorávides, al mejuar de Marruecos, demuestra 
            lo que envaneció a los musulmanes aquella victoria.
             «Luego 
            que nos acercamos (le decía) al campo del tirano nuestro enemigo (maldígale 
            Dios), le dimos a escoger entre el Islam, el tributo y la guerra, 
            y él prefirió la guerra. Habíamos convenido en que la batalla se diese 
            el lunes 15 de Regeb, pues él nos dijo: — El viernes es la fiesta 
            de los musulmanes, el sábado la de los judíos de que hay muchos en 
            nuestro ejército, y el domingo es la de los cristianos. — Convenimos, 
            pues, en el día: pero este tirano y sus gentes faltaron como acostumbran 
            a las palabras y conciertos, lo cual acrecentó nuestra saña para la 
            pelea, y les pusimos campeadores y espías que oteasen sus movimientos 
            y nos avisasen do ellos. Así fue que a la hora del alba del viernes 
            12 de Regeb nos vino nueva de cómo el enemigo ya movía su campo contra 
            nosotros». Refiereluego algunas circunstancias de la batalla y continúa: 
            «Sopló entonces el torbellino impetuoso del combate, y la sangre que 
            las espadas y las lanzas sacaban de las profundas heridas que abrían 
            formaba copiosos ríos y cada uno de nuestros valientes campeadores 
            ofrecía al de Afranc y al maldito Alfonso raudales que les podían 
            servir para hartarse y nadar en ella los quinientos caballeros que 
            de ochenta mil y cien mil peones le quedaron, gentío que trajo Dios 
            a la Almara para molerlos y exprimirlos, y quiso Dios librar a unos 
            pocos malditos en un monte para que desde allí viesen su calamidad 
            sin quedar más que el vano recurso y miserable del Guaí de Alfonso, 
            que no halló más remedio en su desventura que ocultarse en las tinieblas 
            de la oscura y atezada noche. El emir de los muslimes, el defensor 
            de la santa guerra, el numerador y destructor de los ejércitos enemigos, 
            dadas gracias a Dios con bendita seguridad, acampaba sobre el carro 
            del triunfo y de las victorias y a la sombra de las vencedoras banderas, 
            insignias del amparo y de la gloria. Ya los caudalosos ríos, el Nilo 
            de las algaras, arrebata impetuoso sus edificios y fortalezas, tala 
            sus campos y encadena sus cautivos, y mira esto con ojos de complacencia 
            y de alegría, y Alfonso lleno de rabia con desmayados y tristes y 
            vertiginosos ojos. De los emires de España sólo Ebn Abed rey de Sevilla 
            no volvió la cara al temor de la cruel matanza, y se mantuvo peleando 
            como el más esforzado y valiente campeador, como el principal caudillo 
            de los muslimes, y salió de la batalla con una leve herida en un muslo 
            para gloriosa reliquia de la maravillosa acción en que la recibió. 
            Alfonso, amparado de las sombras de la oscura noche, se salvó huyendo 
            sin camino cierto ni dirección, y sin dar sus tristes ojos al sueño, 
            y de los quinientos caballeros que con él escaparon, los cuatrocientos 
            perecieron en el camino, y no entró en Toledo sino con ciento. Gracias 
            a Dios por todo esto»
             Mandó 
            Amir Amuminín, añade el autor arábigo, cortar las cabezas a los cadáveres 
            cristianos, e hicieron en su presencia montones de ellas como torres, 
            que cubrían la lanza más larga que había en el campo puesta en pie. 
            Abu Meruán, que se halló en la batalla, escribe que por curiosidad 
            se contaron delante del rey de Sevilla hasta veinticuatro mil. Y Abdel 
            Halim refiere (cosa que parece increíble, exclama el mismo autor musulmán), 
            que de aquellas cabezas envió Yussuf diez mil a Sevilla, diez mil 
            a Córdoba, diez mil a Valencia, y otras tantas a Zaragoza y Murcia, 
            quedando además cuarenta mil para repartir por las ciudades de África, 
            «que con tan prodigiosa victoria humilló Dios la soberbia de los infieles 
            en España»
             Aun 
            rebajada la parte hiperbólica de las relaciones de los árabes, no 
            hay duda de que el triunfo de los Almorávides en Zalaca fue grande 
            y solemne, y tal vez el combate que costó más sangre española y cristiana 
            desde que los soldados de Mahoma habían pisado nuestro suelo. Había 
            reunido Alfonso el mayor y más noble ejército que se había visto en 
            España, y todo pereció en un solo día en Zalaca como en Guadalete.
             De 
            temer era que España hubiera vuelto a sucumbir como entonces bajo 
            la ley del Profeta, si Yussuf hubiera proseguido la conquista como 
            Tarik. Pero Dios determinó no abandonar a los suyos, y no dar a los 
            vencedores dicha cumplida. En la noche misma del triunfo recibió Yussuf 
            la triste nueva de haber fallecido en África su hijo más querido, 
            y no pudiendo resistir a un sentimiento de ternura, partió el héroe 
            africano a presenciar los funerales de su hijo en lugar de asistir 
            a las fiestas triunfales que en España se preparaban, dejando el mando 
            del ejército a Abu Bekr, uno de sus mejores caudillos. Con la ausencia 
            de tan insigne jefe cobraron aliento los cristianos, y no tardó en 
            volver a introducirse la desunión entre los musulmanes, obrando otra 
            vez cada cual por su cuenta. Abu Bekr, con los africanos y con Ben 
            Alafthas el de Badajoz, corrió las fronteras de Castilla y de Galicia 
            recobrando pueblos y fortalezas ocupadas por los cristianos. El de 
            Sevilla se entró por tierra de Toledo y tomó las plazas que en virtud 
            de anteriores tratos había cedido a Alfonso. Pasó luego al país de 
            Murcia, donde encontró una partida de esforzados españoles que desesperadamente 
            le arremetieron y destrozaron la mitad de su hueste, forzándole a 
            buscar asilo al lado del gobernador de Lorca. Acaudillaba estos españoles 
            Rodrigo Díaz el Cid, que con este motivo volvió á la gracia del rey 
            Alfonso. Envió el monarca algunos refuerzos al castillo de Aledo (Alid 
            o Lebit entre los árabes) de que el Cid se había apoderado, y desde 
            donde molestaba sin cesar las fronteras del sevillano. Disgustado 
            éste del mal éxito de sus operaciones en lo de Murcia y Lorca, retiróse 
            a Sevilla, y escribió á Yussuf informándole de los estragos que los 
            cristianos hacían en sus tierras, y ponderándole sobre todo los que 
            el Cid hacía por la parte de Valencia. Decíale que los Almorávides 
            no tenían jefe que supiera mandarlos ni entendiera la guerra que convenía 
            hacer en España: que si las atenciones del gobierno no le permitían 
            venir, él se encargaría de conducir las banderas muslímicas en la 
            Península. La impaciencia no le permitió esperar la respuesta a esta 
            carta, y pasó a Marruecos con el fin de exponer de palabra a Yussuf 
            la situación de España. Esperaba Ebn Abed que le daría el mando en 
            jefe de los Almorávides, pero Yussuf penetró su pensamiento y sus 
            intenciones, y después de recibirle con mucho agasajo le dijo como 
            la vez primera: «Allá iré yo pronto, y pondré remedio a todos los 
            males arrancando de raíz las causas que los producen.» Con esto Al 
            Motamid se volvió a España más apesadumbradoo que satisfecho.
             En 
            efecto, al poco tiempo desembarcó Yussuf por segunda vez en Algeciras 
            (1088), donde ya le esperaba Ebn Abed con multitud de acémilas y carros, 
            y mil camellos cargados de provisiones. Escribió desde allí Yussuf 
            a todos los emires españoles invitándolos a concurrir a la guerra 
            santa, y señalándoles por punto de reunión la fortaleza de Aledo, 
            o más bien los campos que la rodeaban. Concurrieron a esta expedición 
            los granadinos acaudillados por su rey Abdallah ben Balkin; los malagueños, 
            por Themin, hermano de este; los de Almería por Mohammed Al Motacim, 
            los de Murcia por Abdelaziz, los walíes de Jaén, Baza y Lorca; Ebn 
            Abed el de Sevilla con todos los suyos, y por último Yussuf con sus 
            Almorávides. Atacaron los musulmanes la plaza de Aledo con vigor, 
            y Yussuf la hizo bloquear y batir por todas partes; en vano se repitieron 
            los ataques día y noche por espacio de cuatro meses. La bizarría con 
            que se defendieron los cristianos hizo inútil toda tentativa, y Yussuf 
            y Ebn Abed fueron de opinión de que se levantara el cerco, y que sería 
            más ventajoso correr las fronteras de los cristianos y hacer incursiones 
            en sus dominios. Túvose consejo para deliberar; los pareceres fueron 
            diversos; agrióse la discusión, y Ebn Abed echó en cara a Abdelaziz 
            el de Murcia, que estaba en inteligencia con los cristianos; Abdelaziz, 
            joven acalorado y fogoso, hecho mano a su alfanje para herir a Ebn 
            Abed; Yussuf hizo prender al agresor y se le entregó a Ebn Abed con 
            grillos a los pies. Las tropas de Abdelaziz se amotinaron, y no sólo 
            abandonaron el campo, sino que acantonadas en los confines de la provincia 
            interceptaban las comunicaciones y víveres al mismo ejército musulmán, 
            haciendo cundir en él el hambre y la miseria.
             Noticioso 
            de estas desavenencias el rey de Castilla, juntó un ejército y marchó 
            al socorro del castillo, Al propio tiempo cundió en el campo de Yussuf 
            la nueva de que los de Afranc se dirigían al mismo punto en auxilio 
            de Alfonso, y todo junto le movió a levantar sus tiendas, y dándose 
            repentinamente a la vela en Almería, pasó otra vez a la Mauritania. 
            Los demás capitanes retiráronse también cada cual a sus dominios. 
            Alfonso entonces corrió la tierra de Murcia, y convencido de los peligros 
            y dificultades de conservar una fortaleza enclavada en territorio 
            enemigo, hizo desmantelar el castillo de Aledo, donde tantos intrépidos 
            defensores habían recibido una muerte gloriosa, y volvió satisfecho 
            a Toledo.
             Pasó 
            Yussuf todo el año siguiente en África, atendiendo a los negocios 
            de su vasto imperio. Mas llegó el año 1090 (483 de los árabes), y 
            las cartas apremiantes de Seir Ben Abu Bekr, su lugarteniente en España, 
            revelándole las intrigas y discordias de los andaluces, e informándole 
            de las continuas hostilidades de los cristianos en las fronteras musulmanas, 
            le movieron a venir por tercera vez a España. Ahora no venía llamado 
            por los reyes árabes de Andalucía, ahora traía Yussuf otras intenciones, 
            y pronto iban a recoger los mismos que antes reclamaron su auxilio 
            el fruto de su imprudente llamamiento. Desembarcó Yussuf en su ciudad 
            de Algeciras, y a marchas forzadas se puso sobre Toledo, obligando 
            a Alfonso a encerrarse en la ciudad, devastando las campiñas y poblaciones 
            de sus contornos, y aterrando a las gentes de la comarca. Pero el 
            hecho de no haberle acompañado a esta expedición ningún príncipe andaluz, 
            le hizo sospechosos los emires españoles, y éstos por su parte conocieron 
            que no eran ya sólo los cristianos contra quienes iba a desenvainarse 
            la espada del poderoso morabita. El primero que penetró sus intenciones 
            fue el rey de Granada Abdallah Ben Balkin, y el primero también contra 
            cuya ciudad se encaminó Yussuf desde los campos de Toledo, acompañado 
            de formidable hueste de moros zenetas, mazamudes, gómeles y gazules. 
            Unos dicen que el rey de Granada le cerró al pronto las puertas, otros 
            que disimuló y le recibió como amigo. Es lo cierto que Yussuf se posesionó 
            de Granada, y que habiendo hecho prender á Abdallah y a su hermano 
            el gobernador de Málaga Themin, los envió aprisionados con sus hijos 
            y servidumbre a Agmat de Marruecos, donde les señaló una pensión para 
            vivir que satisfizo religiosamente, acabando así la dinastía de los 
            Zeiritas en Granada, que había dominado ochenta años.
             Fijó 
            Yussuf por algún tiempo su residencia en esta ciudad, encantado de 
            sus bosques, sus jardines, sus aguas, su espaciosa vega, sus aires 
            puros, su brillante sol. y las altas cumbres de aquella sierra cubierta 
            de perpetua nieve. Allí le enviaron los reyes de Sevilla y Badajoz 
            sus emisarios para felicitarle por la adquisición de su nuevo Estado, 
            que el miedo a los poderosos conduce casi siempre a la adulación y 
            a la bajeza. El príncipe africano no permitió a los aduladores que 
            pisasen los umbrales de su alcázar y los despidió con enérgica dignidad, 
            harto bochornosa para ellos. Esto acabó de descorrer el velo que hasta 
            entonces hubiera podido encubrir sus intenciones, y los emires desairados, 
            reconociendo, aunque tarde, su falta y la posición comprometida en 
            que iban a verse, comenzaron a prepararse a la propia defensa, y más 
            el de Sevilla, a quien principalmente amenazaba la tempestad.
             Resuelto 
            había venido Yussuf a apoderarse de toda la España mahometana, arrancándola 
            de manos que creía impotentes para defenderla, y haciéndola, como 
            en otro tiempo Muza, una provincia del imperio africano. Con este 
            pensamiento y el de levantar nuevas huestes de las tribus berberiscas, 
            pasó otra vez a Ceuta y Tánger, dejando las convenientes instrucciones 
            a Seir Abu Bekr sobre el modo como había de manejarse en la ejecución 
            de la empresa. Reunidos, pues, los africanos que de nuevo envió Yussuf 
            con los que existían ya en España, dividiéronse los Almorávides en 
            cuatro cuerpos para operar simultáneamente al Este y al Oeste de Granada. 
            El general en jefe Abu Bekr marchó en persona al frente de la más 
            fuerte de estas divisiones contra el rey de Sevilla, como el más poderoso 
            y temible enemigo. Porfiada y tenaz resistencia opuso Ebn Abed; no 
            tanto por el número de sus fuerzas, que eran inferiores a las del 
            moro, como por los recursos de su talento. Pero poco a poco fue perdiendo 
            las plazas de su reino; Jaén, que fue tomada por capitulación; Córdoba, 
            en que los africanos hicieron gran carnicería, y en que fue pérfidamente 
            asesinado un hijo de Ebn Abed; Ronda, en que pereció también el más 
            joven de sus hijos a manos del mismo ejecutor; Baeza, Übeda, Almodóvar, 
            Segura, Calatrava, y por último Carmena, tomada al asalto por el mismo 
            Seir Abu Bekr y que acabó de quitar toda esperanza de resistencia 
            a Al Motamid reducido ya a los solos muros de Sevilla.
             Entonces, 
            viéndose perdido este emir, se humilló a solicitar de nuevo el auxilio 
            del rey cristiano Alfonso, contra quien antes había llamado a Yussuf 
            y a sus Almorávides, ofreciendo al rey de Castilla entregarle las 
            plazas en otro tiempo conquistadas para dote de su hija Zaida, así 
            como todo lo que en lo sucesivo con su ayuda adquiriese. Y Alfonso, 
            bien fuese por consideración y obsequio a Zaida, bien porque le asustasen 
            los progresos de los Almorávides, todavía accedió a enviar al inconstante 
            Al Motamid, olvidando tantos perjuicios y males como por causa suya 
            había sufrido, un ejército de cuarenta mil infantes y veinte mil caballos, 
            a las órdenes probablemente del conde Gormaz. Pero habiendo escogido 
            Ben Abu Bekr sus mejores tropas lamtunas, zenetas y mazamudes, para 
            que saliesen a batir a los cristianos, quedaron éstos derrotados cerca 
            de Almodóvar después de rudos y sangrientos combates en que perecieron 
            multitud de lamtunas o almorávides.
             Privado 
            Ebn Abed de este primer recurso, estrechado más y más por el activo 
            representante de Yussuf, y acosado por las instancias de los sevillanos 
            que reducidos al último extremo le aconsejaban la capitulación, consintió 
            en solicitarla, y la obtuvo alcanzando seguridad para sí, sus hijos, 
            mujeres y esclavos, y para todos los habitantes. Tomó, pues, posesión 
            de Sevilla Seir Abu Bekr en la luna de Kegeb (setiembre de 1091), 
            e hizo embarcar á Ebn Abed con toda su familia con destino a la fortaleza 
            de Agmat. Cuando por última vez desde la nave que los conducía por 
            el Guadalquivir volvieron los ojos hacia la bella ciudad de Sevilla, 
            abierta como una rosa, dice un autor árabe, en medio de la florida 
            llanura, y vieron desaparecer las torres de su alcázar nativo, como 
            un sueño de su grandeza pasada, todas sus mujeres, sus hijos que cambiaban 
            una vida de placeres por las miserias del destierro, saludaron con 
            destrozadores lamentos aquella patria que no habían de ver más. En 
            su cautiverio estuvo siempre Ebn Abed rodeado de sus hijas, vestidas 
            de pobres y andrajosas telas; pero bajo aquellos humildes vestidos 
            se descubría su delicadeza y hermosura y resplandecía en sus rostros 
            la regia majestad, siendo como un sol eclipsado y cubierto de nubes. 
            Dicen que era tan extremada su pobreza que llevaban los pies descalzos 
            y ganaban hilando su sustento. Murió Ebn Abed Al Motamid, el más poderoso 
            de los emires de España después del imperio, en su destierro de Agmat, 
            miserable y desastrosamente: triste remate a que le condujo el llamamiento 
            de auxiliares extranjeros.
             Dueños 
            los Almorávides de Granada, de Córdoba y de Sevilla, fácil les fue 
            enseñorearse de toda la España musulmana. Poco tardó en caer en su 
            poder Almería, donde tan gloriosamente había reinado el erudito y 
            generoso Al Motacim, teniendo su hijo Izzod-haula (que sólo reinó 
            después de su padre tres meses) que buscar un asilo en Bugía (1091). 
            Aun cupo más desventurada suerte a Omar ben Alafthas el de Badajoz, 
            que hecho prisionero con sus dos hijos Fahdil y Alabbás después de 
            tomada por asalto la ciudad, fueron inhumanamente degollados de orden 
            de Seir Abu Dilnum que destronó el rey Alfonso, fue tomada también 
            por los Almorávides. Abandonada por los cristianos que sostenían a 
            Ben Dilnum, el cadí de Valencia Ahmed ben Gehaf la entregó a los africanos, 
            y Yahia Alkadir sucumbió desastrosamente (1092). Cayeron luego las 
            Baleares en poder de los nuevos conquistadores de África. De esta 
            manera en menos de tres años tuvo Yussuf el orgullo de someter una 
            en pos de otra todas las soberanías de la España musulmana.
             Sólo 
            Zaragoza se había salvado de la universal conquista. Razones de alta 
            política y de mutuo interés mediaron para que fuese respetada esta 
            parte de España. Su rey era un príncipe rico, afable además y muy 
            humano, querido de sus pueblos y respetado de los vecinos: sostenía 
            con heroico valor una gran parte de la España Oriental, en que se 
            comprendían las importantes ciudades de Medinaceli, Calatayud, Daroca, 
            Huesca, Tudela, Barbastro, Lérida y Fraga: dueño del Ebro bajo, de 
            los Alfaques y Tarragona, enviaba sus naves cargadas de frutos españoles 
            a los mares y puertos de África, y recibía en retorno mercaderías 
            de Oriente, de la India, de la Persia y de la Arabia. Yussuf no se 
            atrevió a enojar a tan poderoso rey, y Abu Giafar temía por su parte 
            tener por enemigo a quien tan multiplicadas victorias y conquistas 
            iba haciendo. Para conjurar, pues, la tempestad envió a Yussuf presentes 
            de gran valor, que Alcodai hace consistir en catorce arrobas de plata, 
            acompañadas de una carta en que solicitaba su alianza y amistad, y 
            en la cual entre otras cosas le decía:
             «Es 
            mi reino el baluarte que media entre tí y el enemigo de nuestra ley: 
            este antemural es el amparo y defensa de los muslimes, desde que reinaron 
            en esta tierra mis abuelos, que siempre velaron en esta frontera para 
            que los cristianos no entrasen a las demás provincias de España. Será 
            mi más cumplida satisfacción la seguridad y confianza de tu amistad, 
            y que estés cierto de que soy tu buen amigo y aliado. Mi hijo Abdelmelik 
            te manifestará las disposiciones de nuestro corazón, y nuestros buenos 
            deseos de servir a la defensa y propagación del Islam.»
             A 
            esta carta contestó Yussuf con otra no menos atenta y expresiva, ofreciéndole 
            todas las seguridades de una amistad sincera y estrecha, con que quedaron 
            ambos reyes satisfechos y contentos.
             Oportunamente 
            hizo esta alianza el rey mahometano de Zaragoza, y falta le hacían 
            los auxilios que le suministraran los Almorávides, por más que los 
            historiadores árabes exageren su poder, porque desde 1088, así el 
            rey don Sancho Ramírez de Aragón como don Pedro su hijo no habían 
            cesado de hostilizar y talar sus fronteras, le habían tomado Monzón 
            y Huesca, y haciendo por último una violenta irrupción en tierras 
            de Zaragoza, se había apoderado el último de estos monarcas de Barbastro, 
            habiendo sucumbido más de cuarenta mil musulmanes en esta guerra al 
            filo de las espadas cristianas. Pero con la ayuda que recibió de los 
            Almorávides, y gracias a su oportuna alianza, no dejó de mejorar su 
            posición y de variar el aspecto de la guerra, como habremos de ver 
            en la historia de aquel reino.
             Quedaba, 
            pues, posesionada de la España muslímica una nueva raza de hombres, 
            los Almorávides africanos, conquistadores de los mismos que antes 
            los habían conquistado a ellos: nuevos cartagineses llamados por sus 
            hermanos y convertidos en dominadores y tiranos de los mismos que 
            los habían invocado como protectores y salvadores. Cumplióse la profecía 
            del walí de Málaga y del hijo de Ebn Abed cuando dijeron: «Ellos nos 
            atarán con sus cadenas y nos arrojarán de nuestra patria.» Terribles 
            fueron sus primeros ímpetus y arremetidas contra los cristianos: veremos 
            cómo se desenvuelven de estos nuevos y formidables enemigos.
             
             
             CAPITULO II.EL CID CAMPEADOR
            
             
             
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