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Historia General de España

EDAD MEDIA - LIBRO QUINTO - DOMINIO MUSULMAN

 

 

CAPÍTULO XXVI

GOBIERNO, LEYES, COSTUMBRES DE LA ESPAÑA CRISTIANA EN ESTE PERIODO

I.

Al paso que en lo material avanzaba la reconquista por los esfuerzos parciales de los príncipes y de los pueblos, progresaba también, aunque lenta y gradualmente, la organización política, religiosa y civil de cada sociedad o de cada Estado, no de un modo uniforme, sino con arreglo a las circunstancias de localidad, a las tendencias y costumbres y al origen y procedencia de cada reino, que es lo que constituyó la diferencia de fisonomía que distinguió los diversos Estados en que entonces se dividió la España, diferencia que subsistió por muchos siglos, y que apesar del trascurso de los tiempos no ha acabado de borrarse todavía. Dio, no obstante, la organización social de la España cristiana pasos avanzados en el período que nos ocupa.

Continuaban los reyes ejerciendo la autoridad suprema en la plenitud del poder, aun sin aquel consejo áulico de que se rodeaban los monarcas godos; si bien la necesidad por una parte, el espíritu religioso por otra, los hacían desprenderse diariamente de una parte de aquel poder y de aquella autoridad con las donaciones de territorios, rentas, derechos y jurisdicciones que hacían a iglesias o monasterios, a obispos o particulares, bien como actos de piedad y devoción, bien como remuneración y recompensa de servicios prestados al monarca, con lo que iba debilitándose el poder de éstos y robusteciéndose el del clero y la nobleza. Seguían no obstante los reyes considerándose y obrando como dueños y supremos señores de los territorios que se ganaban á los infieles, proveían a las iglesias, nombraban y trasladaban obispos, mandaban los ejércitos y administraban la justicia. Representaban su autoridad en las provincias o distritos los condes, y ejercían en los pueblos a su nombre las funciones judiciales los merinos (majorini), que tenían bajo su dependencia los ejecutores o ministros inferiores nombrados sayones.

La costumbre y el consentimiento habían ido haciendo mirar como hereditaria la corona; sin embargo, ni había todavía una ley de sucesión al trono, ni menos estaba establecido el principio de la primogenitura. Sancho el Mayor de Navarra y Fernando el Magno de Castilla dispusieron de sus reinos como de un patrimonio de familia, y en la adjudicación de las particiones a sus hijos atendieron más al cariño que al orden del nacimiento. Los prelados y magnates se amoldaban en esto a la voluntad de los monarcas, y la falta de una ley fija de sucesión produjo las discordias en las familias reinantes, y las turbaciones en los reinos, que tanto hemos lamentado. Pero ningún príncipe se sentaba en el trono sin la aprobación y el reconocimiento de los obispos y próceres, y cuando la aplicación del principio hereditario era peligrosa, apelaban los pueblos á la elección, como aconteció en Navarra después de la muerte de Sancho el de Peñalén. Alfonso VI de Castilla subió la segunda vez al trono por la voluntad de los castellanos. Las hembras en Castilla y León no estaban excluídas de la sucesión al trono como en Cataluña; y había caído en desuso la ley de los godos que condenaba a reclusión a las viudas de los reyes; por el contrario, solían ser tutoras de sus hijos y regentes del reino como la madre de Ramiro III.

No hubo en los primeros siglos un sistema general de impuestos. Las rentas reales se componían de los dominios particulares del rey, del quinto de los despojos ganados en la guerra, uso que los cristianos tomaron de los árabes, de las prestaciones señoriales, que consistían en servicios personales del trabajo, en frutos, que alguna vez eran el diezmo, y en las multas y penas pecuniarias que eran el arbitrio de más consideración, atendido el sistema de redimir las penas y sentencias judiciales por dinero, a lo cual se agregó después del siglo X los tributos conocidos con los nombres de moneda forera, de rauso, yantar, fonsadera, martiniega, etc., que en otro lugar hemos mencionado y explicado.

 

II.

 La legislación sufre en este tiempo una modificación esencial. El célebre código de leyes heredado de los visigodos, el Fuero Juzgo, único cuerpo legal que había regido, aunque imperfectamente, en la España de la restauración, no podía ya ser aplicado en todas sus partes a un pueblo cuyas condiciones de existencia habían variado tanto. Las circunstancias eran otras, otras las costumbres, distinta la posición social, y era menester atemperar a ellas las leyes, era necesario no abolir las antiguas, sino suplir las que no podían tener conveniente aplicación con otras más análogas y conformes a lo que exigían las nuevas necesidades de los pueblos y de los individuos. Nacieron, pues, los Fueros de León y de Castilla, de Navarra, Aragón y Cataluña, y gloria eterna será de los Alfonsos, de los Sanchos, de los Fernandos y de los Berengueres de España, haber precedido en más de un siglo a todos los príncipes de Europa en dotar a sus pueblos de derechos, franquicias y libertades comunales, tanto más meritorio en ellos, cuanto que las continuas y desastrosas luchas domesticas y exteriores en que andaban envueltos no les impidieron fijar su atención en la organización interior de sus Estados.

El concilio de León de 1020, asamblea político-religiosa, testimonio insigne del encadenamiento y enlace de las épocas y de las sociedades, porque revela la herencia que la España de la restauración había recibido de la España gótica, causó una verdadera revolución social en el país, introdujo un nuevo orden de cosas en lo civil y en lo político, y mejoró notablemente la condición de los hombres de aquella sociedad. Un ligero examen de sus leyes (que nuestra cualidad de historiador general no nos permite hacerle más detenido) nos dará una idea clara del estado de aquella sociedad y del mejoramiento que recibió.

«Nadie, dice el canon 7.°, compre heredad del siervo de la Iglesia, o del rey, o de cualquiera hombre, y el que la comprare, pierda la heredad y el precio» Este decreto expresa las tres clases de siervos que había. Los del rey eran los más considerados y tenían otros siervos bajo su dependencia. Los siervos de la Iglesia eran los destinados al servicio de los templos y al cultivo de las heredades del clero: los de particulares eran todos los demás que estaban bajo el dominio de los nobles o de los simplementes ingenuos, y se destinaban a los oficios mecánicos y serviles y a las labores del campo. La servidumbre se había trasmitido de generación en generación, y los descendientes de siervos eran los que constituían las familias de creación. Poco a poco había ido modificándose esta servidumbre, y los siervos fueron convirtiéndose lenta y sucesivamente en solariegos y éstos en vasallos. Contribuyeron al mejoramiento progresivo de la condición de esta clase, por una parte las ideas civilizadoras del cristianismo, por otra el interés personal de los señores, que convencidos de que el cultivo de sus tierras prosperaba más con el trabajo de personas libres que con el de esclavos, los elevaban a la clase de solariegos, y por otra la necesidad de repoblar las villas y ciudades fronterizas de los moros para que sirviesen de valladar contra las invasiones enemigas. Los siervos que acudían a poblarlas obtenían su libertad, y adquirían tierras que labrar y derechos vecinales. Los particulares, temerosos de que sus siervos se acogieran a las nuevas poblaciones y los abandonaran, se apresuraban a dulcificar su condición, dándoles solares para sí y para sus hijos, imponiéndoles sólo un tributo más o menos grande. Esto había sido un verdadero progreso social. Nada prueba mejor nuestro principio del mejoramiento progresivo de la humanidad, que ver cómo ha ido pasando la clase de esclavos a la de siervos, la de éstos a la de solariegos, después a la de vasallos, en cuya marcha se podía haber augurado en aquella misma edad que todos los hombres habían de ser libres con el tiempo.

En el canon 9.° de dicho concilio se habla ya de behetrías, cuya palabra nos conduce a distinguir las cuatro especies de señoríos que en este tiempo había en León y Castilla, a saber: el Realengo, en que los vasallos no reconocían otro señor que el rey: el Abadengo, que era una porción del señorío y jurisdicción real, de que los reyes se desprendían a favor de algunas iglesias, monasterios o prelados: el Solariego, que tenían los señores sobre los colonos que habitaban en sus solares y labraban sus tierras, pagando una renta o censo, que se llamaba infurción: y el de Behetría, el más favorable de todos a los vasallos por la gran preeminencia de mudar de señor a su voluntad y dejarle cuando querían. Fue ésta una institución hija de la necesidad y de las circunstancias en que se hallaban los pueblos o individuos en los primeros siglos de la reconquista. Los débiles y pobres necesitaban del apoyo de los poderosos y ricos, y buscaban su protección y se sometían a una especie de vasallaje mediante algunas pequeñas prestaciones en señal de reconocimiento, obligándose por su parte los señores a protegerlos y ampararlos, pero quedando aquéllos en libertad de dejarlos y de mudar de señor tan pronto como cesasen de ser protegidos en sus bienes, personas o familias. Todos han seguido la definición que de las behetrías y sus diferencias hace el canciller Pedro López de Ayala en su Crónica del Rey Don Pedro cuando dice: «Debedes saber que Villas é Lugares ay en Castilla, que son llamados behetrías de mar á mar, que quiere decir que los moradores, é vecinos en los tales lugares pueden tomar señor á quien sirvan, é acojan en ellos, quienes ellos querrán, y de cualquier linage que sea, é por esto son llamados behetrías de mar á mar, que quiere decir, como que toman señor, si quieren de Sevilla, si quieren de Vizcaya, ó de otra parte. E los lugares de las behetrías son unos que toman señor cierto, de cierto linage, y de parientes suyos entre sí, é otras behetrías ay que non han naturaleza con linages que serán naturales de ellos, é estas tales toman señor de linages, qual se pagan, é dicen que todas estas behetrías pueden tomar y mudar señor siete veces al día, y esto se entiende cuantas veces les placerá, y entendieren que los agravia el que los tiene....»

Necesitábase para la constitución de las behetrías el beneplácito del rey en virtud del superior dominio que tenía sobre todos los pueblos de la corona, y su organización y condiciones variaban notablemente en cada pueblo según los pactos que se estipulaban entre los señores y los vasallos, fuesen pueblos o personas. De aquí los tributos y prestaciones llamadas devisa, naturaleza, servicio personal, etc.. y los diferentes medios por que se adquiría el derecho de behetría. Subsistieron estas hasta los tiempos de don Juan II, que con sabia política trastornó su constitución primitiva.

Prescribíase en el canon o decreto 1.° del concilio y fuero que examinamos la obligación de ir a la guerra con el rey, con los condes y los merinos, según costumbre. Supone este capítulo una fuerza pública, una milicia armada que tenía que acudir al llamamiento del rey, ya fuesen moradores de los pueblos de realengo, ya de los de señorío, que a costa de esta obligación solían concederse y adquirirse los derechos señoriales. Pero aquella milicia no era una milicia regimentada y a sueldo. Cuando el rey proyectaba una conquista o una irrupción, convocaba a los nobles, los obispos y al pueblo, y cada señor y a veces cada obispo que ejercía derechos dominicales, acudían con su respectiva gente y sus banderas, igualmente que los vasallos de los pueblos de realengo. Ninguno había disfrutado de sueldo de campaña hasta el fuero que hemos mencionado del conde don Sancho de Castilla: hasta ese tiempo los jefes de las tropas así congregadas subsistían de lo que llevaba cada cual, y más principalmente de lo que tomaban al enemigo. Terminada la campaña, se volvían los soldados a sus hogares, y las plazas recuperadas o conquistadas pertenecían al rey, que solía darlas a los condes o señores en premio de sus servicios, con el cargo de fortificarlas y defenderlas, y concediendo privilegios a los soldados, vasallos o siervos que quisieran establecerse en ellas y repoblarlas, origen de los señoríos y de las cartas de población.

Establécense en dicho concilio jueces nombrados por el rey para que juzguen «las causas de todo el pueblo» y se conceden a los concejos o ayuntamientos atribuciones administrativas y algunas veces también judiciales. Se decreta la abolición del odioso y terrible fuero de sayonía, preciosa garantía otorgada a los individuos y a los pueblos contra las arbitrariedades de los delegados del poder, y progreso relativamente grande en la civilización, pero se confirmaban las absurdas pruebas vulgares por juramento, por agua caliente, por pesquisa y por duelo o combate personal, triste testimonio de la ignorancia y grosería y del atraso intelectual en que estaba todavía nuestra España, y del carácter supersticioso de una época, en que aún se creía que velando Dios sobre la inocencia y el crimen no podía permitir la impunidad del reo ni la condenación del inocente, y suponíase que Dios había de hacer en cada caso un milagro suspendiendo el efecto de las causas naturales. Sin embargo, esta manera tan ineficaz y tan absurda de justificar e investigar la verdad en los juicios, heredada de los pueblos del Norte, era comúnmente usada en toda Europa.

A pesar de las diferentes especies de señoríos que hemos apuntado como existentes en Castilla en la época que examinamos, y que parecía tener cierto tinte de feudalidad, estuvo lejos de aclimatarse en esta parte de España el sistema feudal que regía en otros Estados de Europa. Ni la nobleza leonesa y castellana alcanzó aquí la independencia y el poder que obtuvo en Alemania, Francia e Inglaterra, ni se conoció aquí la rigorosa organización jerárquica del feudalismo, ni los condes y señores de Castilla tuvieron el derecho de batir moneda, ni el tribunal de los pares, ni las ayudas pecuniarias, ni otros que constituían el sistema de infeudación. A pesar de los derechos dominicales y jurisdiccionales que los reyes de León y Castilla otorgaban a los próceres y nobles, y a los obispos y abades, a pesar de que unos y otros tenían sus vasallos especiales, nunca los monarcas se desprendieron de la suprema autoridad sobre todos sus súbditos, de cualquier jerarquía que fuesen: convocaban y presidían las cortes y concilios, administrábase en su nombre la justicia, conservaron el derecho inalterable de apoderarse en caso necesario de los castillos y fortalezas de los señores y todos tenían obligación de asistirles a la guerra. Las circunstancias especiales de este país le colocaron en un caso excepcional al en que se encontraban en lo general los demás Estados y naciones de Europa. La guerra continua con los árabes obligaba a los cristianos españoles a reunirse en una sola cabeza, a agruparse en derredor de un poder central, para dar más unidad a las operaciones militares, y los señores tampoco podían vivir mucho tiempo encastillados como los barones feudales, ni el desarrollo del régimen municipal les permitía arrogarse la independencia y la soberanía que en otros países; y si los condes y nobles de Castilla se insubordinaban muchas veces contra sus monarcas, ni aquel desorden era habitual y permanente, ni aquella resistencia al poder monárquico era legal; era el resultado del estado todavía incierto de la sociedad, y de que faltaban aún al poder supremo medios para asegurarse contra las agresiones de los genios turbulentos y contra la desobediencia individual. No hubo, pues, en España verdaderos feudos sino en el condado de Barcelona, donde introdujeron los francos, fundadores de aquel Estado, sus leyes, usos y costumbres; pues aunque en Aragón existió una especie de feudo con el nombre de honor, los magnates de aquel reino y del de Navarra no eran tampoco aquellos señores feudales que hacían la guerra a los monarcas como iguales suyos, y que ejercían en sus Estados una autoridad sin límites, como pequeños soberanos con su corte, sus tribunales, sus casas de moneda y su gobierno privativo.

Ya dijimos que aunque el Fuero de León había sido el más solemne por la forma con que se otorgó y el primero que se escribió y cuyas leyes se dieron para que rigieran todo el reino, existían antes y desde el siglo x otros fueros en Castilla otorgados por sus condes soberanos, y principalmente por don Sancho, llamado el de los buenos fueros , que confirmó el primer rey de Castilla y de León Femando el Magno en el concilio de Coyanza de 1050. Goza entre ellos de justa nombradía el de Sepúlveda, de grande estima en la edad media por las franquicias y libertades que dispensaba a sus pobladores, y cuya legislación, aunque diminuta, se extendió a otros muchos pueblos. Redújole por primera vez a escritura en 1076 el rey don Alfonso VI, confirmando los primitivos usos y costumbres autorizados por los antiguos condes. «Yo, Alfonso rey, dijo, y mi esposa Inés confirmamos a Sepúlveda su fuero, que tuvo en tiempo de mi abuelo, y en tiempo de los condes Fernán González y García Fernández, y del conde don Sancho, de sus términos etc.»

Un mismo espíritu animaba en este siglo a los soberanos de León y de Castilla, de Aragón y de Navarra. El fuero concedido a Nájera por Sancho el Mayor, el otorgado a Jaca por Sancho Ramírez, no fueron ni menos amplios, ni menos célebres que el de Sepúlveda; y Alfonso VI de León y de Castilla confirmó los de sus antecesores, extendió la legislación foral a muchos pueblos, y los dio de nuevo a Toledo, Logroño, Miranda de Ebro, y otras poblaciones que fuera largo enumerar. Semejábanse todos, a pesar de su variedad aparente, en los puntos principales, reducidos a mejorar la condición civil de las personas y de los pueblos, a disminuir los derechos dominicales, y a amplificar las franquicias y libertades del estado general. Era la nación que se constituía en lo político y en lo civil por esfuerzos parciales, del mismo modo que se constituía en lo material. Convendremos con el erudito Marina en que todos estos cuadernos de leyes no formaban un cuerpo de derecho general y compacto. Sin embargo, esta jurisprudencia foral contenía un sistema de leyes políticas, civiles y administrativas, local por una parte, pues que muchas de estas cartas se daban a ciudades y villas particulares, y general por otra, atendida la poca variedad en las exenciones, y el espíritu igualmente popular y democrático que dominaba en todas, en cuyo sentido llegaban a constituir los fueros un sistema general de legislación que venía a reducirse a tres principales puntos: régimen municipal, disminución de prestaciones señoriales, y concesión de franquicias y garantías al estado llano, para alentarle a poblar y defender del enemigo las ciudades fronterizas, ponerle a cubierto de las violencias de los magnates y establecer más inmediatas relaciones entre los pueblos y el rey . Lo que la autoridad real perdía por una parte renunciando derechos y prerrogativas y concediendo inmunidades y privilegios locales, ganábalo por otra en prestigio con los pueblos, que recibían agradecidos aquellos beneficios , neutralizaban así los monarcas el poderío peligroso de la nobleza, creando un nuevo poder en el Estado, y estimulaban a la población y conservación de las fronteras con el aliciente de las franquicias que concedían a sus moradores y defensores. De esta manera la concesión de fueros era en los reyes simultáneamente una conveniencia y una necesidad, y redundaba en recíproca ventaja de los pueblos y de la corona.

Grandemente progresó también la constitución de Cataluña en el siglo XI con la promulgación de los Usages. Pero diferente este Estado de los demás de España así por su procedencia como por su organización y sus costumbres, su división en condados demostraba ya el carácter feudal que había recibido. La nobleza catalana, organizada jerárquicamente como la francesa y dividida en condes (o potestades según los Usages), vizcondes, varvesores y simples caballeros, tenía una jurisdicción privilegiada para sus causas, administrando justicia por sí o por sus bailíes: existían para ellos los juicios de los pares; los barones eran juzgados en su corte por los barones, los caballeros de un escudo por caballeros de un escudo, y así los demás. Y aunque los derechos del príncipe fueron en Cataluña mayores que en otros países feudales, los de cada señor sobre sus vasallos, plebeyos o payeses, eran absolutos, y algunos hasta inmorales y repugnantes como el de servirse de los hijos e hijas de los payeses contra su voluntad, y el de tomar para sí con las desposadas las primicias de los derechos del matrimonio. El vasallo no podía repartir el feudo entre sus hijos, sin permiso del señor. El payés que recibiese daño en su cuerpo, honor o haber, debía reclamar al señor y estar del todo a su justicia. Aquel mismo orden jerárquico constituía a unos mismos a la vez en vasallos de los que ocupaban una jerarquía más alta y en señores de los que tenían debajo de sí. No podía, pues, existir en Cataluña un poder público central como en Castilla, y si los condes de Barcelona conservaron su superioridad fue por lo extenso de sus dominios y porque solían concentrar en sí diferentes condados. Tuvo, pues, el condado de Barcelona todos los caracteres de la organización feudal que en su fundación y origen le había sido comunicada y trasmitida, si bien no adquirió desde el principio, sino con el trascurso del tiempo, su completo desarrollo.

Tales fueron en resumen las alteraciones y novedades que sufrió cada uno de los Estados cristianos de España en el periodo que abarca nuestro examen, relativamente a su organización política y civil, y a la respectiva posición social de los reyes para con el pueblo, de éste para con los monarcas y los nobles, y de todos entre sí.

 

III.

 

Una novedad importantísima, un suceso de consecuencias inmensas para el porvenir de nuestra nación en el orden moral se realizó en el último tercio del siglo XI en España, innovación cuyo influjo se experimenta todavía después del trascurso de cerca de nueve siglos. Hablamos de la abolición del oficio gótico o breviario mozárabe, y su reemplazo por la liturgia romana a instancia y gestión de los romanos pontífices, y de la intervención que desde esta época comenzaron a ejercer los papas, no ya sólo en los asuntos pertenecientes al gobierno de la Iglesia española, sino también en lo tocante al poder temporal de sus príncipes y soberanos. Jamás monarca alguno español (y había habido desde Recaredo hasta Fernando el Magno de Castilla multitud de piadosísimos y cristianísimos reyes) había sometido y subordinado su autoridad al poder pontificio: contaba ya el cristianismo cerca de once siglos de existencia, y la Iglesia española, sin dejar de reconocer la suprema y universal jurisdicción espiritual de los sucesores de San Pedro sobre todos los fieles de la cristiandad, habíase gobernado a sí misma, bajo la protección de sus católicos monarcas, con una independencia en que no la aventajó otra alguna de las naciones cristianas, como en ninguna brilló tan gran número de sabios, virtuosos y esclarecidos obispos, y ninguna acaso suministró tan largo y glorioso catálogo de insignes mártires y de varones santos. Una lucha heroica en que se hallaba empeñada hacía ya cerca de cuatro siglos para sostener la pureza de su fe, y a la cual se debió sin duda que el pendón de Mahoma no llegara a tremolar en la cúpula del Vaticano, había acreditado a la faz del mundo que España era la nación esencialmente católica y religiosa. ¿Cómo, pues, se introdujo en su culto esa gran novedad que hemos anunciado contra la voluntad del pueblo y de la Iglesia española? Explicarémoslo con la severa imparcialidad de historiadores.

Venía de muy atrás, y principalmente desde la coronación del emperador Carlomagno por el papa León III, el pensamiento de ensanchar los límites de la autoridad pontificia, y algunos papas habían aspirado ya a someter el poder temporal de los príncipes al dominio del jefe de la Iglesia y a subordinar y sujetar las coronas a la tiara y los cetros de los imperios de la tierra a las llaves de los sucesores de San Pedro. Las pretensiones de los papas Zacarías, Gregorio II y Nicolás I habían producido ya vehementes y acaloradas cuestiones, choques peligrosos y serios conflictos en los imperios. Mas en el estado de barbarie, de ignorancia y de corrupción y desorganización social en que generalmente llegó a encontrarse la Europa en los primeros siglos de la edad media, en vista de las calamidades y desgracias que afligían la humanidad, de las rudas y feroces pasiones que agitaban hombres y pueblos en aquellos infortunados siglos, volvíanse naturalmente los ojos como en busca de remedio hacia la única institución que por su antigüedad, por su especial y sagrado origen, y por su universal influencia parecía reunir en sí las condiciones propias para moralizar la sociedad y dar unidad al mundo, a saber, a la institución del pontificado. Cundió, pues, la idea de que el mundo no podía ser reformado sino por la Iglesia que estaba a su cabeza. Mas, desmoralizada también la Iglesia, oponíanse los obispos y el clero a las reformas; la medida de prescribirles la observancia del celibato halló una resistencia desesperada, si bien el pueblo, cansado de presenciar la incontinencia, el lujo y la disipación de los sacerdotes, se puso en este punto del lado y a favor de los pontífices reformadores. Comenzó por otra parte la lucha entre los papas y los jefes de los imperios, sosteniendo éstos y disputándoles aquéllos el poder temporal : deponíanse unos á otros, valíanse de todo género y linaje de armas y de medios, guerreaban en persona, sufrían las alternativas y vicisitudes de la vida de las armas, y los pueblos padecían turbaciones y conmociones violentas. Sin embargo, en medio de la lucha más viva y continuada con los monarcas y con los obispos, la Iglesia romana fue ensanchando su autoridad en progresión ascendente, preparándose el camino para la dominación universal a que aspiraba, y a la cual favorecía el espíritu religioso de la época, y la circunstancia de que los pontífices a vueltas de su sistema de invasión temporal llevaban el noble y laudable objeto de conservar la pureza del dogma y de oponer a la anarquía en que se agitaba la sociedad la unidad de un poder central venerable, sagrado y de prestigio, como era la Santa Sede.

En esta solemne lucha del jefe de la Iglesia con los poderes temporales, en esta guerra de conquista de la tiara sobre las coronas, en que el influjo de aquélla llegó a hacerse sentir en la mayor parte de los Estados europeos, natural era que aspirara a extenderse también en nuestra España, que era la que se había conservado más independiente. El campo que se escogió para infiltrar este influjo en España fue la pretensión de abolir el rito y misal gótico o mozárabe tan justamente venerado de los españoles, como que era su culto nacional, inalterablemente conservado desde los primeros tiempos de la Iglesia gótica, y de reemplazarle con el oficio romano que se observaba en Italia, en Francia y en otras Iglesias de Europa. Esta fue la misión especial que en nombre del papa Alejandro II trajo a Aragón en 1064 el cardenal legado Hugo Cándido cerca del rey don Sancho Ramírez. Las negociaciones llevaron los trámites que en otro lugar dejamos referidos. Mas a pesar de haber sido aprobado el rito gótico español en Roma en 923, a pesar de haber sido de nuevo reconocido y aprobado como legítimo y católico en el concilio de Mantua de 1067 (3), el papa redobló su empeño, y las nuevas gestiones del cardenal legado lograron al fin recabar del rey de Aragón en 1071 que decretase en su reino la abolición del rito mozárabe y su reemplazo por el romano, y lo mismo obtuvieron en el propio año del conde Ramón Berenguer de Barcelona, allí con mayor facilidad, por las razones que en nuestra historia ya expusimos.

Conservábase, sin embargo, el rito gótico-mozárabe en los reinos de León, Castilla y Navarra, no obstante algunas tentativas de Roma y de los monjes cluniacenses. Pero en 1073 subió al solio pontificio un hombre de alma apasionada, de temperamento fuerte, de genio activo, severo, inflexible y osado. El más ardiente defensor del sistema de dominación omnímoda y universal, era también el más a propósito para realizarle sin cejar ante ninguna consideración, ante ninguna contrariedad ni obstáculo, y desde luego alzó su voz tremenda como para atemorizar a los príncipes y soberanos de los pueblos. Pero al propio tiempo austero y rígido en sus costumbres, era inexorable contra los vicios y desórdenes del clero, e infatigable en el afán de reformar y corregir sus costumbres y mejorar la relajada disciplina de la Iglesia. Este personaje colosal, a quien Bayle ha comparado con los Alejandros y Césares, por el principio de que las conquistas de la Iglesia no exigen ni menos talento ni menos corazón que las conquistas de los imperios, era el monje cluniacense Hildebrando, que subió al pontificado con el nombre de Gregorio VII y que por su influjo puede decirse que había sido el verdadero pontífice bajo Alejandro II. En su gran proyecto de regenerar la sociedad con ayuda del cristianismo, y no creyendo poder realizar sus designios sin que la cátedra de San Pedro se sobrepusiera sobre lo temporal como en lo espiritual a los tronos de los reyes, proclamó ya atrevida y desembozadamente el principio de la soberanía universal del pontificado. Volúmenes enteros han escrito, así los panegiristas como los detractores de este célebre papa, para calificar sus pensamientos: nosotros dejaremos al mismo Gregorio VII exponer sus propias ideas.

«La Iglesia debe ser libre o llegar a serlo por medio de su jefe, por el sol de la fe, el papa. Éste ocupa el lugar de Dios, cuyo reino gobierna sobre la tierra. Conviene, pues, que este arranque a los ministros del altar de los lazos con que el poder temporal los tiene encadenados. Hállase el mundo alumbrado por dos luminares, el sol, que es el mayor, y la luna, más pequeña. La autoridad apostólica se asemeja al sol, el poder real a la luna. Como la luna no alumbra sino por influjo del sol, así los emperadores, los reyes, los príncipes no subsisten sino por el papa, porque éste emana de Dios» «Emanando el papa de Dios, todo le está subordinado: ante su tribunal deben ser llevados todos los asuntos espirituales y temporales. La Iglesia romana como madre manda a todas las iglesias y a todos los miembros que les pertenecen, y tales son los emperadores, reyes, príncipes, etc.»

Todas sus cartas están llenas de estas máximas. Con arreglo a ellas quiso someter a su autoridad a todos los príncipes de la tierra, constituir a la Santa Sede en árbitro de los destinos del universo, y considerar el mundo como una gran monarquía cuya cabeza era el romano pontífice. Así apenas hubo príncipe a quien no disputara la soberanía ni reino que no pretendiera pertenecerle: él sostenía que la Sajonia había sido dada a San Pedro por Carlomagno: él invocaba un diploma de este emperador, que decía poseer en sus archivos, para exigir tributos de la Francia: él amenazaba a los soberanos de Cerdeña con dar su isla a los conquistadores que se la pidiesen, si persistían en negarle el denario de San Pedro: él escribió a los dos reyes que se disputaban la Hungría intimándoles que se sometieran uno y otro al juicio y decisión de la Santa Sede: él alegaba derechos sobre la Dalmacia, y habiendo el heredero del trono de Rusia ido a Roma a visitar los sepulcros de los santos apóstoles, le hizo recibir la corona de sus manos como un don de la Iglesia romana; y sabidas son las guerras, los disturbios, las conmociones y los escándalos que produjeron sus contestaciones y disputas con Enrique IV de Alemania, a quien excomulgó y depuso relajando a sus súbditos el juramento de fidelidad y aboliendo el derecho de investidura. No menos aspiró al señorío en propiedad de toda España, alegando que pertenecía a la silla apostólica antes de haber sido de los sarracenos, y diciendo que preferiría verla en poder de estos mejor que en el de cristianos que no rindieran el debido homenaje a la Santa Sede.

En su carta a los príncipes de España les decía: «Creo no ignoraréis que desde lo antiguo era el reino de España propio del patrimonio de San Pedro, y aunque le tengan ocupado los paganos, como no faltó el derecho, pertenece al mismo dueño. Por tanto el conde Ebolo de Roceyo, cuya fama no ignoraréis, va a conquistar esa tierra en nombre de San Pedro, bajo las condiciones que hemos estipulado, Y si alguno de vosotros emprendiese lo mismo, observará el trato igual de pagar a San Pedro el derecho de lo adquirido; y no de otra manera»

Jamás se habían visto tan audaces pretensiones ni tanta actividad y perseverancia, unidas a un celo y a una severidad de costumbres, que hacen perdonar a Gregorio VII, dice un escritor contemporáneo, las innovaciones peligrosas que alentó con su ejemplo, y que se extendieron y perpetuaron después con poco provecho para la Iglesia y con grave daño para los Estados.

Como la pretensión del señorío y dominio temporal, lejos de hallar eco, fue rechazada en España, quiso que el reino le estuviese por lo menos moralmente supeditado. El medio escogido para llegar a este fin era la adopción del rito romano, y tan pronto como Gregorio VII ocupó la silla pontificia, escribió al rey Sancho Ramírez de Aragón (1074) tributándole muchos elogios y llamándole rey piadosísimo y cristianísimo porque había abrogado en sus dominios el oficio mozárabe, y en el propio año escribió a Alfonso VI de León y de Castilla para que practicase lo mismo en sus Estados, sin omitir por eso otras gestiones ni dejar de enviar legacías, que hasta entonces en Castilla sólo habían producido disturbios. Pero Alfonso VI, príncipe a quien por otra parte tanto debió la España, tenía la cualidad de ser adicto a todo lo que fuese francés; y el que tan afecto se mostraba a los monjes de Cluni, a cuya orden había pertenecido el papa Gregorio, el que casó consecutivamente con dos princesas de Francia, el que dio después sus dos hijas en matrimonio a dos condes franceses, el que nombró primer prelado de Toledo a un francés y monje cluniacense y trajo de Francia monjes de Cluni para sentarlos en las primeras sillas episcopales de Castilla, no podía dejar de estar dispuesto a admitir el rito romano, que se denominaba también rito galicano o rito francés. En 1077 manifestó ya a las claras su voluntad de suprimir la liturgia mozárabe o toledana, mas como hallase una tenaz y obstinada resistencia en el clero y en el pueblo a dejar su antiguo rito nacional, se remitió la decisión a la prueba del duelo. Pelearon, pues, dos campeones, el uno en defensa del oficio romano, el otro en favor del rito mozárabe. Venció éste a su adversario: la historia nos ha conservado el nombre de este adalid de la causa del clero y del pueblo: era un castellano viejo llamado Juan Ruiz de Matanzas .

No sirvió este solemne triunfo. Empeñado el rey, siempre obsecuente a los deseos del papa, en que se adoptara el oficio romano, consiguió al fin en 1078, con ayuda del cardenal Ricardo que a petición suya le envió el pontífice, que se comenzara a introducir aquel rito en Castilla. Creyóse, no obstante, necesario (que tal era la repugnancia y mala voluntad con que era admitido el nuevo rezo) celebrar un concilio en Burgos, que presidió el mismo cardenal Ricardo, legado del papa, en que se decretó ya solemnemente (1085) la abolición del rito mozárabe tan querido y venerado de los españoles. Todavía no bastó esto a vencer el disgusto con que era mirada en el reino esta innovación. Cuando se trató de establecerla en Toledo renováronse las disidencias entre el pueblo y el monarca. Éste no desistía, y aquél se obstinaba en no querer desprenderse de un rito que había tenido la gloria de conservar por siglos enteros en medio de la dominación musulmana. Temíanse grandes disturbios, y se apeló a pedir al cielo nueva sentencia. Convínose en que se echasen al fuego los dos misales, y en que prevaleciera el que no se quemara y saliera ileso de las llamas. También triunfó en esta prueba el breviario toledano, saliendo sin lesión de la hoguera. En vano se regocijaron el pueblo y clero con el doble triunfo de su causa en las dos pruebas del duelo y el fuego, decisivas en aquella edad. Contra la voluntad de los españoles, y a riesgo de que se alterara la tranquilidad de sus reinos, mandó el rey que se desterrara de las iglesias de Castilla el venerado oficio gótico y que se recibiera el romano. El papa había triunfado: el predominio de Roma quedaba establecido en España: la cuestión de los dos ritos fue la que le abrió la puerta. Desde Gregorio VII los legados del papa presiden nuestros concilios: el primer arzobispo de Toledo después de la conquista se nombra á gusto de Roma, y el pontífice designa un extranjero, un francés, un monje de Cluni: los legados que enviaba eran también cluniacenses y franceses: el rey adicto al papa y a los monjes de Cluni, francesa la reina, franceses los condes y obispos a quienes los monarcas favorecieron más, todo cooperaba a arraigar en España la influencia francesa y la influencia cluniacense, que venían a ser una misma, y todo cooperó al cambio radical que sufrió en este tiempo la Iglesia española, y con ella el estado social de la monarquía, cuyos resultados y consecuencias habremos de ver después.

 

IV.

 

El estado intelectual de la sociedad cristiana en este siglo no podía ser todavía muy aventajado. Reducida la España desde el siglo VIII hasta el XI a la triste condición de un país conquistado, abrumada por enemigos poderosos, ahogados como en un diluvio los restos de la cultura goda, teniendo que reconquistarse palmo á palmo, en lucha incesante y perpetua contra los dominadores, y casi siempre además trabajada con guerras civiles, precisados todos los españoles, inclusos clérigos, monjes y obispos, á enristrar la lanza y embrazar el escudo para dar al país la existencia material, sin la cual es imposible la vida civil, ¿qué literatura, qué artes, qué comercio, qué industria, qué escuelas, qué civilización podía tener la pobre España, ni qué cultura podía haber en una sociedad puramente guerrera? Gracias si del retirado fondo de algún claustro, o como de debajo de la bóveda de alguna catedral, salía un cronicón descarnado y seco, escrito en mal latín, o alguna leyenda piadosa, con que se entretenía y fomentaba el espíritu religioso en aquellos malhadados tiempos. Apenas siquiera en las crónicas y documentos de aquella época, calamitosa por una parte y gloriosa por otra, se encuentra noticia de las escuelas que no dudamos había ya en algunas iglesias y monasterios. Pero concentrado el escaso saber de aquellos siglos en los obispos y sacerdotes, encontrándose apenas entre los legos quien supiese extender y menos redactar una escritura, los clérigos tenían que hacer oficios de notarios, y, sin embargo, el clero hizo un señalado servicio a España y aun a Europa, conservando en medio de su escasa instrucción los últimos restos del saber humano.

En este estado vino el siglo XI al cual, por las razones ya indicadas y por otras que iremos exponiendo, miramos como el siglo divisorio, como el eslabón que une la antigua rudeza con el renacimiento de un estado social más culto, o por lo menos más apartado de la ignorancia que había señalado a los anteriores. Porque con las conquistas materiales, con la posesión ya más pacífica y segura de grandes poblaciones y de territorios extensos y fértiles, con el mayor trato y comunicación con los árabes, y con la nueva organización de la sociedad que obraron la legislación foral y los concilios, aquella nación, antes tan pobre y atrasada, no podía menos de entrar, con la reunión de todos estos elementos, en una carrera de adelantos progresivos, aunque más lentos de lo que fuera de apetecer. Así es excusado buscar todavía en el siglo xi ni obras científicas, ni esmerados artefactos, ni edificios suntuosos. En nuestra visita al archivo general de la Corona de Aragón hemos encontrado un documento que prueba bien el atraso literario de aquel país en el siglo que examinamos. Es una escritura, en que consta que Giliberto obispo de Barcelona y los canónigos de Santa Cruz, por la gran falta y necesidad que tenían de libros, compraron en las calendas de diciembre del año 14 de Enrique a Raimundo Seniofredo dos libros de gramática por precio de un casal sito en el Call de Barcelona, y una pieza de tierra sita en Mogona, y firmaron la escritura de contrato cuatro obispos y varios eclesiásticos de dignidad, con el juez de Ausona. Todos estos requisitos y formalidades se emplearon para la adquisición de dos libros de gramática.

¿Pero era sólo en España donde se padecía esta escasez de elementos de instrucción? General era y acaso mayor en otros países de Europa a pesar de hallarse en circunstancias menos desfavorables que el nuestro. Un ejemplar de las Homilías de Haimón obispo de Halberstad, costó a la condesa de Anjou doscientos carneros, cinco cuarteras de trigo y otras tantas de centeno y de mijo. Cuando se regalaba algún libro a alguna iglesia o monasterio, el donador le ofrecía en persona delante del altar por el remedio de su alma. Motivábalo en gran parte la falta de materiales en que escribir. Escribíase sólo en pergamino, y era muy común tener que borrar un libro de Tito Livio o de Tácito para reemplazarle con la vida de un santo o con las oraciones de un misal. Remedióse mucho este mal en el siglo XI con la invención del papel debida a los árabes, que favoreció extraordinariamente el estudio de las ciencias con la multiplicación de los manuscritos.

Así no es maravilla que el clero español fuese poco ilustrado: y a pesar de todo éralo más que el de otras partes. Lamentábase Alfredo el Grande de que desde el río Humber hasta el Támesis no se encontrase un sacerdote que entendiese la liturgia en su idioma natural, o que fuese capaz de traducir el más fácil trozo de latín. Entre las preguntas que los cánones prescribían hacer a los que aspiraban a ser ordenados, era una si sabían leer el evangelio y las epístolas, y si a lo menos literalmente podían exponer su sentido; y muchos eclesiásticos constituidos en dignidad no pudieron firmar los cánones de los concilios a que asistían como miembros.

General era la ignorancia entre los legos de más alta jerarquía: y en esa Francia, después tan ilustrada, se cita, ya en el siglo XIV, el ejemplo del condestable Duguesclin, uno de los más ilustres personajes de su época, que no sabía leer ni escribir. La irrupción de la milicia de Cluni en España, de esa milicia que producía los varones más doctos de su tiempo, fue favorable bajo el aspecto literario al clero español, si bien parecía llevar en ello la doble mira de monopolizar las letras en el clero y de convertir la España en una nación puramente teocrática, pues a muy poco vemos al obispo Diego Gelmírez en un concilio de Santiago prohibir que los clérigos enseñasen a los lego.

En cuanto a la grosería y corrupción de costumbres, no negaremos que fuese lamentable la de una gran parte de nuestro clero, a juzgar por las medidas que para corregirla se tomaron en los concilios de Coyanza, Jaca, Gerona y otros de este siglo. Duélenos leer en la Historia Compostelana que los canónigos de la iglesia de Santiago «vivían como animales, y se presentaban en coro sin cortarse jamás las barbas, con capas rotas y cada una de su color, habiendo tal desorden, que mientras unos canónigos comían con la mayor esplendidez, otros se morían de hambre.» ¿Pero eran más cultos o menos corrompidos los eclesiásticos del resto de Europa? Desconsuela leer los escritos de Baronio y de Pedro Damiano, y los cuadros de desmoralización que en ellos nos presentan. Rather, arzobispo de Verona, que habiendo congregado un concilio halló que muchos de los asistentes ni aun sabían el Credo, declamaba enérgicamente contra el clero de Italia, que «excitaba con el vino y los alimentos sus apetitos libidinosos.» El bienaventurado Andrés, abad de Vallombrosa, exclamaba: «El ministerio eclesiástico estaba seducido por tantos errores, que apenas se hallaba un sacerdote en su iglesia: corriendo eclesiásticos por aquellas comarcas con gavilanes y perros, perdían su tiempo en la caza: unos tenían taberna, otros eran usureros: todos pasaban escandalosamente su vida con meretrices: todos estaban gangrenados de simonía hasta tal extremo, que ninguna categoría, ningún puesto desde el más ínfimo hasta el más elevado podía ser obtenido, si no se compraba del mismo modo que se compra el ganado. Los pastores, a quienes hubiera correspondido poner remedio a esta corrupción, eran hambrientos lobos» «Tienen hambre de oro, exclama Pedro Damiano hablando de los prelados... » Pero no recargaremos más este cuadro, y sólo diremos con un erudito escritor de nuestros días: «Tanta depravación atestiguan las crónicas, las invectivas de los hombres honrados y de los concilios, que en esto mismo se ve una prueba más de la institución divina de la Iglesia, pues si hubiera sido una institución humana, de cierto hubiera sucumbido»

Infiérese de todo, que el clero español en este siglo, en medio del estado de perturbación en que se hallaba la España, y a pesar de sus desarreglos parciales, era el menos corrompido y acaso el menos ignorante de Europa.

 

V.

 

Difícil es siempre reducir a un cuadro las costumbres públicas que retratan o constituyen la fisonomía de un pueblo y de un periodo, y más de una época de que quedan tan escasos documentos. Indicaremos, no obstante, algunas de ellas.

El espíritu caballeresco toma gran desarrollo en este siglo. Aunque mezclados muchos hechos con las fábulas introducidas por los romances; aunque contemos entre las invenciones el reto del príncipe don Ramiro de Navarra a todos sus hermanos por defender el honor de su madre acusada de adulterio; el de don Diego Ordóñez de Lara a don Arias Gonzalo y a sus hijos y a todos los zamoranos, y como dice la crónica general, «a los grandes como á los pequeños, é al vivo, é al que es por nascer, asi como al que es nascido, é á las aguas que bebieren, é á los paños que vestieren, é aun á las piedras del muro;» el del Cid con el caballero aragonés Martín Gómez por la posesión de Calahorra, y otros semejantes que se le atribuyen y de que está llena la historia romancesca de este siglo, encuéntranse en él tipos, rasgos y acciones caballerescas en abundancia, así en Castilla como en Aragón y en Cataluña y en todos los Estados cristianos. El caballero castellano que retó solemnemente a los moros del ejército de Almanzor, Gonzalo de Lara el vengador de sus hermanos, el conde Armengol de Urgel, el mismo Cid, que aun despojado de los arreos con que le revistiera después la fábula, se presentaba ya como el genio y tipo de la caballería, daban ya a esta época aquel tinte que había de distinguir el carácter español en los siglos sucesivos de la edad media.

De que no era el combate personal usado tan solamente como lance de honor, sino también como prueba jurídica, hemos presentado ya hartos testimonios. Vese no obstante en el siglo XI comenzar la lucha entre una costumbre generalizada y el convencimiento de su monstruosidad. Pues por una parte la cuestión de los oficios gótico y romano se remite de público a la prueba del duelo, y el antiguo fuero de Sahagún prescribe la lid para que los acusados de homicidio oculto pudiesen justificarse con esta prueba; por otra don Alfonso VI liberta al clero de Astorga de esta prueba judicial como de un mal fuero; el de Sepúlveda exime a sus habitantes de la prueba de batalla, y en el de Jaca se manda que no estén obligados al duelo sino de consentimiento de las partes, y precediendo para los desafíos con personas de fuera el consentimiento de la ciudad. Así nuestros monarcas, si no quisieron o no pudieron desterrar de la sociedad este abuso monstruoso, procuraron por lo menos contenerle, sujetando los duelos, lides, retos y desafíos a un prolijo formulario, estableciendo leyes oportunas para precaver la frecuencia y evitar el furor y crueldad con que antes se practicaban.

Otro tanto decimos de las demás pruebas llamadas vulgares, tales como la caldaria, o del agua hirviendo, y la del fuego o hierro encendido. Horroriza leer el difuso ceremonial de este género de pruebas en el antiguo libro de fueros de San Juan de la Peña. «El agua. dice, debe ser fervient...et sea tanta en la caldera que él pueda cobrir al que ha de sacar las gleras de la muineca de la mano fata la yuntura del cobdo; pues que hobiere sacado las gleras el acusado, átenle la mano con un paino de lino que sean las dos partes del cobdo. Et sea atado en la mano con que sacó las gleras en IX dias, et seyeillenlo la mano en el nudo de la cuerda con que está atado con seello sabido, en manera que no se suelte fata que los fieles lo suelten. Acabo de IX dias los fieles cátenle la mano, et si le fallairen que madura peche la pérdida con las calonias. Et es á saber que en el fuego con el que se ha de calentar el agua en que meten las gleras, deben haber de los ramos que son benedichos en el dia de Ramos en la eglesia»

«Mujer que a sabiendas fijo abortare, decía el Fuero de Plasencia, quémenla viva si manifestó fore, si non sálvese por fierro.» «Causa ciertamente admiración, dice con justicia a este propósito uno de nuestros más sabios jurisconsultos, cómo nuestros mayores pudieron consentir que los intereses, fortuna, honor y vida de los hombres pendiese de cosas tan casuales y tan inconexas con la conciencia y con el crimen como las pruebas llamadas comunmente vulgares».  Ya hemos dicho las causas, y por fortuna también se iba conociendo la monstruosidad y poniendo el remedio.

Conócese que el juramento era muy sagrado y respetado en aquel tiempo, y el perjurio uno de los delitos que se miraba con más horror. Imponíase entre otras penas a los testigos falsos la de destruir sus casas hasta los cimientos, y la espiritual y terrible de la excomunión. Y si las leyes son el reflejo de las costumbres generales de un pueblo, las noticias que de la legislación conciliar y foral hemos apuntado no dejan de dar luz sobre el estado social y moral de la España de aquel siglo.

Podemos no obstante añadir, que si es cierto, como no duda afirmarlo el cronista don Pelayo de Oviedo, que en los últimos años de Alfonso VI de Castilla podía una mujer cruzar sola de un extremo a otro de España con el oro en la mano sin temor de ser robada, inquietada ni ofendida, no había sido inoportuno el derecho penal ni infructuosa su aplicación, al menos en cuanto a la seguridad de las personas y de las propiedades, moralización prodigiosa en una época en que el continuo guerrear parecía debería traerlo todo en turbación y desorden.

La alta idea que se tenía del matrimonio hacía que se mirara un día de boda como de júbilo para el pueblo, y las leyes mismas establecían severas penas contra los perturbadores de la pública alegría, y principalmente contra los que en tales días injuriasen a los desposados. Los juegos con que se festejaban solían ser ya las danzas, las justas y torneos. Y entre las formalidades de los matrimonios, figuraba siempre la trasmisión de arras, ceremonia que hallamos solemnemente practicada en los contratos matrimoniales de Sancho el Mayor de Navarra, de Rodrigo Díaz el Cid, de Ansur Gómez y de otros caballeros castellanos, navarros y catalanes.

No damos más extensión a esta ligera reseña del estado social de la España cristiana, así por la escasez de los documentos de este tiempo, como porque la variación misma, que más adelante con más copia de dar tos iremos notando, nos habrá de informar mejor de lo que existía, por la mudanza de lo que en lo eclesiástico, en lo político, en lo civil y en lo moral experimentaron los reinos cristianos desde los fueros, desde la alteración del rito y desde la conquista de Toledo.

 

MONASTERIO DE SAN JUAN DE LA PEÑA

Murió la reina Ermesinda en 1.° de setiembre de 1049,

y fue enterrada en el monasterio de San Juan de la Peña.

Los cuerpos de los ilustres condes don Ramón Berenguer I y doña Almodis

se conservan en la catedral de Barcelona,

HISTORIA GENERAL DE ESPAÑA

LIBRO SÉPTIMO

 

 

CAPITULO PRIMERO.

ALFONSO VI. — LOS ALMORÁVIDES

(1086 - 1094)