CAPÍTULO XXVI GOBIERNO,
LEYES, COSTUMBRES DE LA ESPAÑA CRISTIANA EN ESTE PERIODO
I.
Al
paso que en lo material avanzaba la reconquista por los esfuerzos
parciales de los príncipes y de los pueblos, progresaba también, aunque
lenta y gradualmente, la organización política, religiosa y civil
de cada sociedad o de cada Estado, no de un modo uniforme, sino con
arreglo a las circunstancias de localidad, a las tendencias y costumbres
y al origen y procedencia de cada reino, que es lo que constituyó
la diferencia de fisonomía que distinguió los diversos Estados en
que entonces se dividió la España, diferencia que subsistió por muchos
siglos, y que apesar del trascurso de los tiempos no ha acabado de
borrarse todavía. Dio, no obstante, la organización social de la España
cristiana pasos avanzados en el período que nos ocupa.
Continuaban
los reyes ejerciendo la autoridad suprema en la plenitud del poder,
aun sin aquel consejo áulico de que se rodeaban los monarcas godos;
si bien la necesidad por una parte, el espíritu religioso por otra,
los hacían desprenderse diariamente de una parte de aquel poder y
de aquella autoridad con las donaciones de territorios, rentas, derechos
y jurisdicciones que hacían a iglesias o monasterios, a obispos o
particulares, bien como actos de piedad y devoción, bien como remuneración
y recompensa de servicios prestados al monarca, con lo que iba debilitándose
el poder de éstos y robusteciéndose el del clero y la nobleza. Seguían
no obstante los reyes considerándose y obrando como dueños y supremos
señores de los territorios que se ganaban á los infieles, proveían
a las iglesias, nombraban y trasladaban obispos, mandaban los ejércitos
y administraban la justicia. Representaban su autoridad en las provincias
o distritos los condes, y ejercían en los pueblos a su nombre las
funciones judiciales los merinos (majorini),
que tenían bajo su dependencia los ejecutores o ministros inferiores
nombrados sayones.
La
costumbre y el consentimiento habían ido haciendo mirar como hereditaria
la corona; sin embargo, ni había todavía una ley de sucesión al trono,
ni menos estaba establecido el principio de la primogenitura. Sancho
el Mayor de Navarra y Fernando el Magno de Castilla dispusieron de
sus reinos como de un patrimonio de familia, y en la adjudicación
de las particiones a sus hijos atendieron más al cariño que al orden
del nacimiento. Los prelados y magnates se amoldaban en esto a la
voluntad de los monarcas, y la falta de una ley fija de sucesión produjo
las discordias en las familias reinantes, y las turbaciones en los
reinos, que tanto hemos lamentado. Pero ningún príncipe se sentaba
en el trono sin la aprobación y el reconocimiento de los obispos y
próceres, y cuando la aplicación del principio hereditario era peligrosa,
apelaban los pueblos á la elección, como aconteció en Navarra después
de la muerte de Sancho el de Peñalén. Alfonso VI de Castilla subió
la segunda vez al trono por la voluntad de los castellanos. Las hembras
en Castilla y León no estaban excluídas de la sucesión al trono como
en Cataluña; y había caído en desuso la ley de los godos que condenaba
a reclusión a las viudas de los reyes; por el contrario, solían ser
tutoras de sus hijos y regentes del reino como la madre de Ramiro
III.
No
hubo en los primeros siglos un sistema general de impuestos. Las rentas
reales se componían de los dominios particulares del rey, del quinto
de los despojos ganados en la guerra, uso que los cristianos tomaron
de los árabes, de las prestaciones señoriales, que consistían en servicios
personales del trabajo, en frutos, que alguna vez eran el diezmo,
y en las multas y penas pecuniarias que eran el arbitrio de más consideración,
atendido el sistema de redimir las penas y sentencias judiciales por
dinero, a lo cual se agregó después del siglo X los tributos conocidos
con los nombres de moneda forera, de rauso, yantar, fonsadera, martiniega, etc., que
en otro lugar hemos mencionado y explicado.
II.
La legislación sufre en este tiempo una modificación
esencial. El célebre código de leyes heredado de los visigodos, el
Fuero Juzgo, único cuerpo legal que había regido, aunque imperfectamente,
en la España de la restauración, no podía ya ser aplicado en todas
sus partes a un pueblo cuyas condiciones de existencia habían variado
tanto. Las circunstancias eran otras, otras las costumbres, distinta
la posición social, y era menester atemperar a ellas las leyes, era
necesario no abolir las antiguas, sino suplir las que no podían tener
conveniente aplicación con otras más análogas y conformes a lo que
exigían las nuevas necesidades de los pueblos y de los individuos.
Nacieron, pues, los Fueros de León y de Castilla, de Navarra, Aragón
y Cataluña, y gloria eterna será de los Alfonsos, de los Sanchos,
de los Fernandos y de los Berengueres de España, haber precedido en
más de un siglo a todos los príncipes de Europa en dotar a sus pueblos
de derechos, franquicias y libertades comunales, tanto más meritorio
en ellos, cuanto que las continuas y desastrosas luchas domesticas
y exteriores en que andaban envueltos no les impidieron fijar su atención
en la organización interior de sus Estados.
El
concilio de León de 1020, asamblea político-religiosa, testimonio
insigne del encadenamiento y enlace de las épocas y de las sociedades,
porque revela la herencia que la España de la restauración había recibido
de la España gótica, causó una verdadera revolución social en el país,
introdujo un nuevo orden de cosas en lo civil y en lo político, y
mejoró notablemente la condición de los hombres de aquella sociedad.
Un ligero examen de sus leyes (que nuestra cualidad de historiador
general no nos permite hacerle más detenido) nos dará una idea clara
del estado de aquella sociedad y del mejoramiento que recibió.
«Nadie,
dice el canon 7.°, compre heredad del siervo de la Iglesia, o del
rey, o de cualquiera hombre, y el que la comprare, pierda la heredad
y el precio» Este decreto expresa las tres clases de siervos que había.
Los del rey eran los más considerados y tenían otros siervos bajo
su dependencia. Los siervos de la Iglesia eran los destinados al servicio
de los templos y al cultivo de las heredades del clero: los de particulares
eran todos los demás que estaban bajo el dominio de los nobles o de
los simplementes ingenuos, y se destinaban a los oficios mecánicos
y serviles y a las labores del campo. La servidumbre se había trasmitido
de generación en generación, y los descendientes de siervos eran los
que constituían las familias de creación. Poco a poco había ido modificándose
esta servidumbre, y los siervos fueron convirtiéndose lenta y sucesivamente
en solariegos y éstos en vasallos. Contribuyeron al mejoramiento progresivo
de la condición de esta clase, por una parte las ideas civilizadoras
del cristianismo, por otra el interés personal de los señores, que
convencidos de que el cultivo de sus tierras prosperaba más con el
trabajo de personas libres que con el de esclavos, los elevaban a
la clase de solariegos, y por otra la necesidad de repoblar las villas
y ciudades fronterizas de los moros para que sirviesen de valladar
contra las invasiones enemigas. Los siervos que acudían a poblarlas
obtenían su libertad, y adquirían tierras que labrar y derechos vecinales.
Los particulares, temerosos de que sus siervos se acogieran a las
nuevas poblaciones y los abandonaran, se apresuraban a dulcificar
su condición, dándoles solares para sí y para sus hijos, imponiéndoles
sólo un tributo más o menos grande. Esto había sido un verdadero progreso
social. Nada prueba mejor nuestro principio del mejoramiento progresivo
de la humanidad, que ver cómo ha ido pasando la clase de esclavos
a la de siervos, la de éstos a la de solariegos, después a la de vasallos,
en cuya marcha se podía haber augurado en aquella misma edad que todos
los hombres habían de ser libres con el tiempo.
En
el canon 9.° de dicho concilio se habla ya de behetrías, cuya palabra
nos conduce a distinguir las cuatro especies de señoríos que en este
tiempo había en León y Castilla, a saber: el Realengo, en que los
vasallos no reconocían otro señor que el rey: el Abadengo, que era
una porción del señorío y jurisdicción real, de que los reyes se desprendían
a favor de algunas iglesias, monasterios o prelados: el Solariego,
que tenían los señores sobre los colonos que habitaban en sus solares
y labraban sus tierras, pagando una renta o censo, que se llamaba infurción: y el de Behetría, el más favorable
de todos a los vasallos por la gran preeminencia de mudar de señor
a su voluntad y dejarle cuando querían. Fue ésta una institución hija
de la necesidad y de las circunstancias en que se hallaban los pueblos
o individuos en los primeros siglos de la reconquista. Los débiles
y pobres necesitaban del apoyo de los poderosos y ricos, y buscaban
su protección y se sometían a una especie de vasallaje mediante algunas
pequeñas prestaciones en señal de reconocimiento, obligándose por
su parte los señores a protegerlos y ampararlos, pero quedando aquéllos
en libertad de dejarlos y de mudar de señor tan pronto como cesasen
de ser protegidos en sus bienes, personas o familias. Todos han seguido
la definición que de las behetrías y sus diferencias hace el canciller
Pedro López de Ayala en su Crónica del Rey Don Pedro cuando dice:
«Debedes saber que Villas é Lugares ay en Castilla, que son llamados
behetrías de mar á mar, que quiere decir que los moradores, é vecinos
en los tales lugares pueden tomar señor á quien sirvan, é acojan en
ellos, quienes ellos querrán, y de cualquier linage que sea, é por
esto son llamados behetrías de mar á mar, que quiere decir, como que
toman señor, si quieren de Sevilla, si quieren de Vizcaya, ó de otra
parte. E los lugares de las behetrías son unos que toman señor cierto,
de cierto linage, y de parientes suyos entre sí, é otras behetrías
ay que non han naturaleza con linages que serán naturales de ellos,
é estas tales toman señor de linages, qual se pagan, é dicen que todas
estas behetrías pueden tomar y mudar señor siete veces al día, y esto
se entiende cuantas veces les placerá, y entendieren que los agravia
el que los tiene....»
Necesitábase
para la constitución de las behetrías el beneplácito del rey en virtud
del superior dominio que tenía sobre todos los pueblos de la corona,
y su organización y condiciones variaban notablemente en cada pueblo
según los pactos que se estipulaban entre los señores y los vasallos,
fuesen pueblos o personas. De aquí los tributos y prestaciones llamadas devisa, naturaleza, servicio personal, etc.. y los diferentes medios
por que se adquiría el derecho de behetría. Subsistieron estas hasta
los tiempos de don Juan II, que con sabia política trastornó su constitución
primitiva.
Prescribíase
en el canon o decreto 1.° del concilio y fuero que examinamos la obligación
de ir a la guerra con el rey, con los condes y los merinos, según
costumbre. Supone este capítulo una fuerza pública, una milicia armada
que tenía que acudir al llamamiento del rey, ya fuesen moradores de
los pueblos de realengo, ya de los de señorío, que a costa de esta
obligación solían concederse y adquirirse los derechos señoriales.
Pero aquella milicia no era una milicia regimentada y a sueldo. Cuando
el rey proyectaba una conquista o una irrupción, convocaba a los nobles,
los obispos y al pueblo, y cada señor y a veces cada obispo que ejercía
derechos dominicales, acudían con su respectiva gente y sus banderas,
igualmente que los vasallos de los pueblos de realengo. Ninguno había
disfrutado de sueldo de campaña hasta el fuero que hemos mencionado
del conde don Sancho de Castilla: hasta ese tiempo los jefes de las
tropas así congregadas subsistían de lo que llevaba cada cual, y más
principalmente de lo que tomaban al enemigo. Terminada la campaña,
se volvían los soldados a sus hogares, y las plazas recuperadas o
conquistadas pertenecían al rey, que solía darlas a los condes o señores
en premio de sus servicios, con el cargo de fortificarlas y defenderlas,
y concediendo privilegios a los soldados, vasallos o siervos que quisieran
establecerse en ellas y repoblarlas, origen de los señoríos y de las
cartas de población.
Establécense
en dicho concilio jueces nombrados por el rey para que juzguen «las
causas de todo el pueblo» y se conceden a los concejos o ayuntamientos
atribuciones administrativas y algunas veces también judiciales. Se
decreta la abolición del odioso y terrible fuero de sayonía, preciosa
garantía otorgada a los individuos y a los pueblos contra las arbitrariedades
de los delegados del poder, y progreso relativamente grande en la
civilización, pero se confirmaban las absurdas pruebas vulgares por
juramento, por agua caliente, por pesquisa y por duelo o combate personal,
triste testimonio de la ignorancia y grosería y del atraso intelectual
en que estaba todavía nuestra España, y del carácter supersticioso
de una época, en que aún se creía que velando Dios sobre la inocencia
y el crimen no podía permitir la impunidad del reo ni la condenación
del inocente, y suponíase que Dios había de hacer en cada caso un
milagro suspendiendo el efecto de las causas naturales. Sin embargo,
esta manera tan ineficaz y tan absurda de justificar e investigar
la verdad en los juicios, heredada de los pueblos del Norte, era comúnmente
usada en toda Europa.
A
pesar de las diferentes especies de señoríos que hemos apuntado como
existentes en Castilla en la época que examinamos, y que parecía tener
cierto tinte de feudalidad, estuvo lejos de aclimatarse en esta parte
de España el sistema feudal que regía en otros Estados de Europa.
Ni la nobleza leonesa y castellana alcanzó aquí la independencia y
el poder que obtuvo en Alemania, Francia e Inglaterra, ni se conoció
aquí la rigorosa organización jerárquica del feudalismo, ni los condes
y señores de Castilla tuvieron el derecho de batir moneda, ni el tribunal
de los pares, ni las ayudas pecuniarias, ni otros que constituían
el sistema de infeudación. A pesar de los derechos dominicales y jurisdiccionales
que los reyes de León y Castilla otorgaban a los próceres y nobles,
y a los obispos y abades, a pesar de que unos y otros tenían sus vasallos
especiales, nunca los monarcas se desprendieron de la suprema autoridad
sobre todos sus súbditos, de cualquier jerarquía que fuesen: convocaban
y presidían las cortes y concilios, administrábase en su nombre la
justicia, conservaron el derecho inalterable de apoderarse en caso
necesario de los castillos y fortalezas de los señores y todos tenían
obligación de asistirles a la guerra. Las circunstancias especiales
de este país le colocaron en un caso excepcional al en que se encontraban
en lo general los demás Estados y naciones de Europa. La guerra continua
con los árabes obligaba a los cristianos españoles a reunirse en una
sola cabeza, a agruparse en derredor de un poder central, para dar
más unidad a las operaciones militares, y los señores tampoco podían
vivir mucho tiempo encastillados como los barones feudales, ni el
desarrollo del régimen municipal les permitía arrogarse la independencia
y la soberanía que en otros países; y si los condes y nobles de Castilla
se insubordinaban muchas veces contra sus monarcas, ni aquel desorden
era habitual y permanente, ni aquella resistencia al poder monárquico
era legal; era el resultado del estado todavía incierto de la sociedad,
y de que faltaban aún al poder supremo medios para asegurarse contra
las agresiones de los genios turbulentos y contra la desobediencia
individual. No hubo, pues, en España verdaderos feudos sino en el
condado de Barcelona, donde introdujeron los francos, fundadores de
aquel Estado, sus leyes, usos y costumbres; pues aunque en Aragón
existió una especie de feudo con el nombre de honor, los magnates
de aquel reino y del de Navarra no eran tampoco aquellos señores feudales
que hacían la guerra a los monarcas como iguales suyos, y que ejercían
en sus Estados una autoridad sin límites, como pequeños soberanos
con su corte, sus tribunales, sus casas de moneda y su gobierno privativo.
Ya
dijimos que aunque el Fuero de León había sido el más solemne por
la forma con que se otorgó y el primero que se escribió y cuyas leyes
se dieron para que rigieran todo el reino, existían antes y desde
el siglo x otros fueros en Castilla otorgados por sus condes soberanos,
y principalmente por don Sancho, llamado el de los buenos fueros ,
que confirmó el primer rey de Castilla y de León Femando el Magno
en el concilio de Coyanza de 1050. Goza entre ellos de justa nombradía
el de Sepúlveda, de grande estima en la edad media por las franquicias
y libertades que dispensaba a sus pobladores, y cuya legislación,
aunque diminuta, se extendió a otros muchos pueblos. Redújole por
primera vez a escritura en 1076 el rey don Alfonso VI, confirmando
los primitivos usos y costumbres autorizados por los antiguos condes.
«Yo, Alfonso rey, dijo, y mi esposa Inés confirmamos a Sepúlveda su
fuero, que tuvo en tiempo de mi abuelo, y en tiempo de los condes
Fernán González y García Fernández, y del conde don Sancho, de sus
términos etc.»
Un
mismo espíritu animaba en este siglo a los soberanos de León y de
Castilla, de Aragón y de Navarra. El fuero concedido a Nájera por
Sancho el Mayor, el otorgado a Jaca por Sancho Ramírez, no fueron
ni menos amplios, ni menos célebres que el de Sepúlveda; y Alfonso
VI de León y de Castilla confirmó los de sus antecesores, extendió
la legislación foral a muchos pueblos, y los dio de nuevo a Toledo,
Logroño, Miranda de Ebro, y otras poblaciones que fuera largo enumerar.
Semejábanse todos, a pesar de su variedad aparente, en los puntos
principales, reducidos a mejorar la condición civil de las personas
y de los pueblos, a disminuir los derechos dominicales, y a amplificar
las franquicias y libertades del estado general. Era la nación que
se constituía en lo político y en lo civil por esfuerzos parciales,
del mismo modo que se constituía en lo material. Convendremos con
el erudito Marina en que todos estos cuadernos de leyes no formaban
un cuerpo de derecho general y compacto. Sin embargo, esta jurisprudencia
foral contenía un sistema de leyes políticas, civiles y administrativas,
local por una parte, pues que muchas de estas cartas se daban a ciudades
y villas particulares, y general por otra, atendida la poca variedad
en las exenciones, y el espíritu igualmente popular y democrático
que dominaba en todas, en cuyo sentido llegaban a constituir los fueros
un sistema general de legislación que venía a reducirse a tres principales
puntos: régimen municipal, disminución de prestaciones señoriales,
y concesión de franquicias y garantías al estado llano, para alentarle
a poblar y defender del enemigo las ciudades fronterizas, ponerle
a cubierto de las violencias de los magnates y establecer más inmediatas
relaciones entre los pueblos y el rey . Lo que la autoridad real perdía
por una parte renunciando derechos y prerrogativas y concediendo inmunidades
y privilegios locales, ganábalo por otra en prestigio con los pueblos,
que recibían agradecidos aquellos beneficios , neutralizaban así los
monarcas el poderío peligroso de la nobleza, creando un nuevo poder
en el Estado, y estimulaban a la población y conservación de las fronteras
con el aliciente de las franquicias que concedían a sus moradores
y defensores. De esta manera la concesión de fueros era en los reyes
simultáneamente una conveniencia y una necesidad, y redundaba en recíproca
ventaja de los pueblos y de la corona.
Grandemente
progresó también la constitución de Cataluña en el siglo XI con la
promulgación de los Usages. Pero diferente este Estado de los demás
de España así por su procedencia como por su organización y sus costumbres,
su división en condados demostraba ya el carácter feudal que había
recibido. La nobleza catalana, organizada jerárquicamente como la
francesa y dividida en condes (o potestades según los Usages), vizcondes,
varvesores y simples caballeros, tenía una jurisdicción privilegiada
para sus causas, administrando justicia por sí o por sus bailíes: existían para ellos los juicios de los pares; los barones
eran juzgados en su corte por los barones, los caballeros de un escudo
por caballeros de un escudo, y así los demás. Y aunque los derechos
del príncipe fueron en Cataluña mayores que en otros países feudales,
los de cada señor sobre sus vasallos, plebeyos o payeses, eran absolutos,
y algunos hasta inmorales y repugnantes como el de servirse de los
hijos e hijas de los payeses contra su voluntad, y el de tomar para
sí con las desposadas las primicias de los derechos del matrimonio.
El vasallo no podía repartir el feudo entre sus hijos, sin permiso
del señor. El payés que recibiese daño en su cuerpo, honor o haber,
debía reclamar al señor y estar del todo a su justicia. Aquel mismo
orden jerárquico constituía a unos mismos a la vez en vasallos de
los que ocupaban una jerarquía más alta y en señores de los que tenían
debajo de sí. No podía, pues, existir en Cataluña un poder público
central como en Castilla, y si los condes de Barcelona conservaron
su superioridad fue por lo extenso de sus dominios y porque solían
concentrar en sí diferentes condados. Tuvo, pues, el condado de Barcelona
todos los caracteres de la organización feudal que en su fundación
y origen le había sido comunicada y trasmitida, si bien no adquirió
desde el principio, sino con el trascurso del tiempo, su completo
desarrollo.
Tales
fueron en resumen las alteraciones y novedades que sufrió cada uno
de los Estados cristianos de España en el periodo que abarca nuestro
examen, relativamente a su organización política y civil, y a la respectiva
posición social de los reyes para con el pueblo, de éste para con
los monarcas y los nobles, y de todos entre sí.
III.
Una
novedad importantísima, un suceso de consecuencias inmensas para el
porvenir de nuestra nación en el orden moral se realizó en el último
tercio del siglo XI en España, innovación cuyo influjo se experimenta
todavía después del trascurso de cerca de nueve siglos. Hablamos de
la abolición del oficio gótico o breviario mozárabe, y su reemplazo
por la liturgia romana a instancia y gestión de los romanos pontífices,
y de la intervención que desde esta época comenzaron a ejercer los
papas, no ya sólo en los asuntos pertenecientes al gobierno de la
Iglesia española, sino también en lo tocante al poder temporal de
sus príncipes y soberanos. Jamás monarca alguno español (y había habido
desde Recaredo hasta Fernando el Magno de Castilla multitud de piadosísimos
y cristianísimos reyes) había sometido y subordinado su autoridad
al poder pontificio: contaba ya el cristianismo cerca de once siglos
de existencia, y la Iglesia española, sin dejar de reconocer la suprema
y universal jurisdicción espiritual de los sucesores de San Pedro
sobre todos los fieles de la cristiandad, habíase gobernado a sí misma,
bajo la protección de sus católicos monarcas, con una independencia
en que no la aventajó otra alguna de las naciones cristianas, como
en ninguna brilló tan gran número de sabios, virtuosos y esclarecidos
obispos, y ninguna acaso suministró tan largo y glorioso catálogo
de insignes mártires y de varones santos. Una lucha heroica en que
se hallaba empeñada hacía ya cerca de cuatro siglos para sostener
la pureza de su fe, y a la cual se debió sin duda que el pendón de
Mahoma no llegara a tremolar en la cúpula del Vaticano, había acreditado
a la faz del mundo que España era la nación esencialmente católica
y religiosa. ¿Cómo, pues, se introdujo en su culto esa gran novedad
que hemos anunciado contra la voluntad del pueblo y de la Iglesia
española? Explicarémoslo con la severa imparcialidad de historiadores.
Venía
de muy atrás, y principalmente desde la coronación del emperador Carlomagno
por el papa León III, el pensamiento de ensanchar los límites de la
autoridad pontificia, y algunos papas habían aspirado ya a someter
el poder temporal de los príncipes al dominio del jefe de la Iglesia
y a subordinar y sujetar las coronas a la tiara y los cetros de los
imperios de la tierra a las llaves de los sucesores de San Pedro.
Las pretensiones de los papas Zacarías, Gregorio II y Nicolás I habían
producido ya vehementes y acaloradas cuestiones, choques peligrosos
y serios conflictos en los imperios. Mas en el estado de barbarie,
de ignorancia y de corrupción y desorganización social en que generalmente
llegó a encontrarse la Europa en los primeros siglos de la edad media,
en vista de las calamidades y desgracias que afligían la humanidad,
de las rudas y feroces pasiones que agitaban hombres y pueblos en
aquellos infortunados siglos, volvíanse naturalmente los ojos como
en busca de remedio hacia la única institución que por su antigüedad,
por su especial y sagrado origen, y por su universal influencia parecía
reunir en sí las condiciones propias para moralizar la sociedad y
dar unidad al mundo, a saber, a la institución del pontificado. Cundió,
pues, la idea de que el mundo no podía ser reformado sino por la Iglesia
que estaba a su cabeza. Mas, desmoralizada también la Iglesia, oponíanse
los obispos y el clero a las reformas; la medida de prescribirles
la observancia del celibato halló una resistencia desesperada, si
bien el pueblo, cansado de presenciar la incontinencia, el lujo y
la disipación de los sacerdotes, se puso en este punto del lado y
a favor de los pontífices reformadores. Comenzó por otra parte la
lucha entre los papas y los jefes de los imperios, sosteniendo éstos
y disputándoles aquéllos el poder temporal : deponíanse unos á otros,
valíanse de todo género y linaje de armas y de medios, guerreaban
en persona, sufrían las alternativas y vicisitudes de la vida de las
armas, y los pueblos padecían turbaciones y conmociones violentas.
Sin embargo, en medio de la lucha más viva y continuada con los monarcas
y con los obispos, la Iglesia romana fue ensanchando su autoridad
en progresión ascendente, preparándose el camino para la dominación
universal a que aspiraba, y a la cual favorecía el espíritu religioso
de la época, y la circunstancia de que los pontífices a vueltas de
su sistema de invasión temporal llevaban el noble y laudable objeto
de conservar la pureza del dogma y de oponer a la anarquía en que
se agitaba la sociedad la unidad de un poder central venerable, sagrado
y de prestigio, como era la Santa Sede.
En
esta solemne lucha del jefe de la Iglesia con los poderes temporales,
en esta guerra de conquista de la tiara sobre las coronas, en que
el influjo de aquélla llegó a hacerse sentir en la mayor parte de
los Estados europeos, natural era que aspirara a extenderse también
en nuestra España, que era la que se había conservado más independiente.
El campo que se escogió para infiltrar este influjo en España fue
la pretensión de abolir el rito y misal gótico o mozárabe tan justamente
venerado de los españoles, como que era su culto nacional, inalterablemente
conservado desde los primeros tiempos de la Iglesia gótica, y de reemplazarle
con el oficio romano que se observaba en Italia, en Francia y en otras
Iglesias de Europa. Esta fue la misión especial que en nombre del
papa Alejandro II trajo a Aragón en 1064 el cardenal legado Hugo Cándido
cerca del rey don Sancho Ramírez. Las negociaciones llevaron los trámites
que en otro lugar dejamos referidos. Mas a pesar de haber sido aprobado
el rito gótico español en Roma en 923, a pesar de haber sido de nuevo
reconocido y aprobado como legítimo y católico en el concilio de Mantua
de 1067 (3), el papa redobló su empeño, y las nuevas gestiones del
cardenal legado lograron al fin recabar del rey de Aragón en 1071
que decretase en su reino la abolición del rito mozárabe y su reemplazo
por el romano, y lo mismo obtuvieron en el propio año del conde Ramón
Berenguer de Barcelona, allí con mayor facilidad, por las razones
que en nuestra historia ya expusimos.
Conservábase,
sin embargo, el rito gótico-mozárabe en los reinos de León, Castilla
y Navarra, no obstante algunas tentativas de Roma y de los monjes
cluniacenses. Pero en 1073 subió al solio pontificio un hombre de
alma apasionada, de temperamento fuerte, de genio activo, severo,
inflexible y osado. El más ardiente defensor del sistema de dominación
omnímoda y universal, era también el más a propósito para realizarle
sin cejar ante ninguna consideración, ante ninguna contrariedad ni
obstáculo, y desde luego alzó su voz tremenda como para atemorizar
a los príncipes y soberanos de los pueblos. Pero al propio tiempo
austero y rígido en sus costumbres, era inexorable contra los vicios
y desórdenes del clero, e infatigable en el afán de reformar y corregir
sus costumbres y mejorar la relajada disciplina de la Iglesia. Este
personaje colosal, a quien Bayle ha comparado con los Alejandros y
Césares, por el principio de que las conquistas de la Iglesia no exigen
ni menos talento ni menos corazón que las conquistas de los imperios,
era el monje cluniacense Hildebrando, que subió al pontificado con
el nombre de Gregorio VII y que por su influjo puede decirse que había
sido el verdadero pontífice bajo Alejandro II. En su gran proyecto
de regenerar la sociedad con ayuda del cristianismo, y no creyendo
poder realizar sus designios sin que la cátedra de San Pedro se sobrepusiera
sobre lo temporal como en lo espiritual a los tronos de los reyes,
proclamó ya atrevida y desembozadamente el principio de la soberanía
universal del pontificado. Volúmenes enteros han escrito, así los
panegiristas como los detractores de este célebre papa, para calificar
sus pensamientos: nosotros dejaremos al mismo Gregorio VII exponer
sus propias ideas.
«La
Iglesia debe ser libre o llegar a serlo por medio de su jefe, por
el sol de la fe, el papa. Éste ocupa el lugar de Dios, cuyo reino
gobierna sobre la tierra. Conviene, pues, que este arranque a los
ministros del altar de los lazos con que el poder temporal los tiene
encadenados. Hállase el mundo alumbrado por dos luminares, el sol,
que es el mayor, y la luna, más pequeña. La autoridad apostólica se
asemeja al sol, el poder real a la luna. Como la luna no alumbra sino
por influjo del sol, así los emperadores, los reyes, los príncipes
no subsisten sino por el papa, porque éste emana de Dios» «Emanando
el papa de Dios, todo le está subordinado: ante su tribunal deben
ser llevados todos los asuntos espirituales y temporales. La Iglesia
romana como madre manda a todas las iglesias y a todos los miembros
que les pertenecen, y tales son los emperadores, reyes, príncipes,
etc.»
Todas
sus cartas están llenas de estas máximas. Con arreglo a ellas quiso
someter a su autoridad a todos los príncipes de la tierra, constituir
a la Santa Sede en árbitro de los destinos del universo, y considerar
el mundo como una gran monarquía cuya cabeza era el romano pontífice.
Así apenas hubo príncipe a quien no disputara la soberanía ni reino
que no pretendiera pertenecerle: él sostenía que la Sajonia había
sido dada a San Pedro por Carlomagno: él invocaba un diploma de este
emperador, que decía poseer en sus archivos, para exigir tributos
de la Francia: él amenazaba a los soberanos de Cerdeña con dar su
isla a los conquistadores que se la pidiesen, si persistían en negarle
el denario de San Pedro: él escribió a los dos reyes que se disputaban
la Hungría intimándoles que se sometieran uno y otro al juicio y decisión
de la Santa Sede: él alegaba derechos sobre la Dalmacia, y habiendo
el heredero del trono de Rusia ido a Roma a visitar los sepulcros
de los santos apóstoles, le hizo recibir la corona de sus manos como
un don de la Iglesia romana; y sabidas son las guerras, los disturbios,
las conmociones y los escándalos que produjeron sus contestaciones
y disputas con Enrique IV de Alemania, a quien excomulgó y depuso
relajando a sus súbditos el juramento de fidelidad y aboliendo el
derecho de investidura. No menos aspiró al señorío en propiedad de
toda España, alegando que pertenecía a la silla apostólica antes de
haber sido de los sarracenos, y diciendo que preferiría verla en poder
de estos mejor que en el de cristianos que no rindieran el debido
homenaje a la Santa Sede.
En
su carta a los príncipes de
España les decía: «Creo no ignoraréis que desde lo antiguo era
el reino de España propio del patrimonio de San Pedro, y aunque le
tengan ocupado los paganos, como no faltó el derecho, pertenece al
mismo dueño. Por tanto el conde Ebolo de Roceyo, cuya fama no ignoraréis,
va a conquistar esa tierra en nombre de San Pedro, bajo las condiciones
que hemos estipulado, Y si alguno de vosotros emprendiese lo mismo,
observará el trato igual de pagar a San Pedro el derecho de lo adquirido;
y no de otra manera»
Jamás
se habían visto tan audaces pretensiones ni tanta actividad y perseverancia,
unidas a un celo y a una severidad de costumbres, que hacen perdonar
a Gregorio VII, dice un escritor contemporáneo, las innovaciones peligrosas
que alentó con su ejemplo, y que se extendieron y perpetuaron después
con poco provecho para la Iglesia y con grave daño para los Estados.
Como
la pretensión del señorío y dominio temporal, lejos de hallar eco,
fue rechazada en España, quiso que el reino le estuviese por lo menos
moralmente supeditado. El medio escogido para llegar a este fin era
la adopción del rito romano, y tan pronto como Gregorio VII ocupó
la silla pontificia, escribió al rey Sancho Ramírez de Aragón (1074)
tributándole muchos elogios y llamándole rey piadosísimo y cristianísimo
porque había abrogado en sus dominios el oficio mozárabe, y en el
propio año escribió a Alfonso VI de León y de Castilla para que practicase
lo mismo en sus Estados, sin omitir por eso otras gestiones ni dejar
de enviar legacías, que hasta entonces en Castilla sólo habían producido
disturbios. Pero Alfonso VI, príncipe a quien por otra parte tanto
debió la España, tenía la cualidad de ser adicto a todo lo que fuese
francés; y el que tan afecto se mostraba a los monjes de Cluni, a
cuya orden había pertenecido el papa Gregorio, el que casó consecutivamente
con dos princesas de Francia, el que dio después sus dos hijas en
matrimonio a dos condes franceses, el que nombró primer prelado de
Toledo a un francés y monje cluniacense y trajo de Francia monjes
de Cluni para sentarlos en las primeras sillas episcopales de Castilla,
no podía dejar de estar dispuesto a admitir el rito romano, que se
denominaba también rito galicano o rito francés. En 1077 manifestó
ya a las claras su voluntad de suprimir la liturgia mozárabe o toledana,
mas como hallase una tenaz y obstinada resistencia en el clero y en
el pueblo a dejar su antiguo rito nacional, se remitió la decisión
a la prueba del duelo. Pelearon, pues, dos campeones, el uno en defensa
del oficio romano, el otro en favor del rito mozárabe. Venció éste
a su adversario: la historia nos ha conservado el nombre de este adalid
de la causa del clero y del pueblo: era un castellano viejo llamado
Juan Ruiz de Matanzas .
No
sirvió este solemne triunfo. Empeñado el rey, siempre obsecuente a
los deseos del papa, en que se adoptara el oficio romano, consiguió
al fin en 1078, con ayuda del cardenal Ricardo que a petición suya
le envió el pontífice, que se comenzara a introducir aquel rito en
Castilla. Creyóse, no obstante, necesario (que tal era la repugnancia
y mala voluntad con que era admitido el nuevo rezo) celebrar un concilio
en Burgos, que presidió el mismo cardenal Ricardo, legado del papa,
en que se decretó ya solemnemente (1085) la abolición del rito mozárabe
tan querido y venerado de los españoles. Todavía no bastó esto a vencer
el disgusto con que era mirada en el reino esta innovación. Cuando
se trató de establecerla en Toledo renováronse las disidencias entre
el pueblo y el monarca. Éste no desistía, y aquél se obstinaba en
no querer desprenderse de un rito que había tenido la gloria de conservar
por siglos enteros en medio de la dominación musulmana. Temíanse grandes
disturbios, y se apeló a pedir al cielo nueva sentencia. Convínose
en que se echasen al fuego los dos misales, y en que prevaleciera
el que no se quemara y saliera ileso de las llamas. También triunfó
en esta prueba el breviario toledano, saliendo sin lesión de la hoguera.
En vano se regocijaron el pueblo y clero con el doble triunfo de su
causa en las dos pruebas del duelo y el fuego, decisivas en aquella
edad. Contra la voluntad de los españoles, y a riesgo de que se alterara
la tranquilidad de sus reinos, mandó el rey que se desterrara de las
iglesias de Castilla el venerado oficio gótico y que se recibiera
el romano. El papa había triunfado: el predominio de Roma quedaba
establecido en España: la cuestión de los dos ritos fue la que le
abrió la puerta. Desde Gregorio VII los legados del papa presiden
nuestros concilios: el primer arzobispo de Toledo después de la conquista
se nombra á gusto de Roma, y el pontífice designa un extranjero, un
francés, un monje de Cluni: los legados que enviaba eran también cluniacenses
y franceses: el rey adicto al papa y a los monjes de Cluni, francesa
la reina, franceses los condes y obispos a quienes los monarcas favorecieron
más, todo cooperaba a arraigar en España la influencia francesa y
la influencia cluniacense, que venían a ser una misma, y todo cooperó
al cambio radical que sufrió en este tiempo la Iglesia española, y
con ella el estado social de la monarquía, cuyos resultados y consecuencias
habremos de ver después.
IV.
El
estado intelectual de la sociedad cristiana en este siglo no podía
ser todavía muy aventajado. Reducida la España desde el siglo VIII
hasta el XI a la triste condición de un país conquistado, abrumada
por enemigos poderosos, ahogados como en un diluvio los restos de
la cultura goda, teniendo que reconquistarse palmo á palmo, en lucha
incesante y perpetua contra los dominadores, y casi siempre además
trabajada con guerras civiles, precisados todos los españoles, inclusos
clérigos, monjes y obispos, á enristrar la lanza y embrazar el escudo
para dar al país la existencia material, sin la cual es imposible
la vida civil, ¿qué literatura, qué artes, qué comercio, qué industria,
qué escuelas, qué civilización podía tener la pobre España, ni qué
cultura podía haber en una sociedad puramente guerrera? Gracias si
del retirado fondo de algún claustro, o como de debajo de la bóveda
de alguna catedral, salía un cronicón descarnado y seco, escrito en
mal latín, o alguna leyenda piadosa, con que se entretenía y fomentaba
el espíritu religioso en aquellos malhadados tiempos. Apenas siquiera
en las crónicas y documentos de aquella época, calamitosa por una
parte y gloriosa por otra, se encuentra noticia de las escuelas que
no dudamos había ya en algunas iglesias y monasterios. Pero concentrado
el escaso saber de aquellos siglos en los obispos y sacerdotes, encontrándose
apenas entre los legos quien supiese extender y menos redactar una
escritura, los clérigos tenían que hacer oficios de notarios, y, sin
embargo, el clero hizo un señalado servicio a España y aun a Europa,
conservando en medio de su escasa instrucción los últimos restos del
saber humano.
En
este estado vino el siglo XI al cual, por las razones ya indicadas
y por otras que iremos exponiendo, miramos como el siglo divisorio,
como el eslabón que une la antigua rudeza con el renacimiento de un
estado social más culto, o por lo menos más apartado de la ignorancia
que había señalado a los anteriores. Porque con las conquistas materiales,
con la posesión ya más pacífica y segura de grandes poblaciones y
de territorios extensos y fértiles, con el mayor trato y comunicación
con los árabes, y con la nueva organización de la sociedad que obraron
la legislación foral y los concilios, aquella nación, antes tan pobre
y atrasada, no podía menos de entrar, con la reunión de todos estos
elementos, en una carrera de adelantos progresivos, aunque más lentos
de lo que fuera de apetecer. Así es excusado buscar todavía en el
siglo xi ni obras científicas, ni esmerados artefactos, ni edificios
suntuosos. En nuestra visita al archivo general de la Corona de Aragón
hemos encontrado un documento que prueba bien el atraso literario
de aquel país en el siglo que examinamos. Es una escritura, en que
consta que Giliberto obispo de Barcelona y los canónigos de Santa
Cruz, por la gran falta y necesidad que tenían de libros, compraron
en las calendas de diciembre del año 14 de Enrique a Raimundo Seniofredo
dos libros de gramática por precio de un casal sito en el Call de
Barcelona, y una pieza de tierra sita en Mogona, y firmaron la escritura
de contrato cuatro obispos y varios eclesiásticos de dignidad, con
el juez de Ausona. Todos estos requisitos y formalidades se emplearon
para la adquisición de dos libros de gramática.
¿Pero
era sólo en España donde se padecía esta escasez de elementos de instrucción?
General era y acaso mayor en otros países de Europa a pesar de hallarse
en circunstancias menos desfavorables que el nuestro. Un ejemplar
de las Homilías de Haimón obispo de Halberstad, costó a la condesa
de Anjou doscientos carneros, cinco cuarteras de trigo y otras tantas
de centeno y de mijo. Cuando se regalaba algún libro a alguna iglesia
o monasterio, el donador le ofrecía en persona delante del altar por
el remedio de su alma. Motivábalo en gran parte la falta de materiales
en que escribir. Escribíase sólo en pergamino, y era muy común tener
que borrar un libro de Tito Livio o de Tácito para reemplazarle con
la vida de un santo o con las oraciones de un misal. Remedióse mucho
este mal en el siglo XI con la invención del papel debida a los árabes,
que favoreció extraordinariamente el estudio de las ciencias con la
multiplicación de los manuscritos.
Así
no es maravilla que el clero español fuese poco ilustrado: y a pesar
de todo éralo más que el de otras partes. Lamentábase Alfredo el Grande
de que desde el río Humber hasta el Támesis no se encontrase un sacerdote
que entendiese la liturgia en su idioma natural, o que fuese capaz
de traducir el más fácil trozo de latín. Entre las preguntas que los
cánones prescribían hacer a los que aspiraban a ser ordenados, era
una si sabían leer el evangelio y las epístolas, y si a lo menos literalmente
podían exponer su sentido; y muchos eclesiásticos constituidos en
dignidad no pudieron firmar los cánones de los concilios a que asistían
como miembros.
General
era la ignorancia entre los legos de más alta jerarquía: y en esa
Francia, después tan ilustrada, se cita, ya en el siglo XIV, el ejemplo
del condestable Duguesclin, uno de los más ilustres personajes de
su época, que no sabía leer ni escribir. La irrupción de la milicia
de Cluni en España, de esa milicia que producía los varones más doctos
de su tiempo, fue favorable bajo el aspecto literario al clero español,
si bien parecía llevar en ello la doble mira de monopolizar las letras
en el clero y de convertir la España en una nación puramente teocrática,
pues a muy poco vemos al obispo Diego Gelmírez en un concilio de Santiago
prohibir que los clérigos enseñasen a los lego.
En
cuanto a la grosería y corrupción de costumbres, no negaremos que
fuese lamentable la de una gran parte de nuestro clero, a juzgar por
las medidas que para corregirla se tomaron en los concilios de Coyanza,
Jaca, Gerona y otros de este siglo. Duélenos leer en la Historia Compostelana
que los canónigos de la iglesia de Santiago «vivían como animales,
y se presentaban en coro sin cortarse jamás las barbas, con capas
rotas y cada una de su color, habiendo tal desorden, que mientras
unos canónigos comían con la mayor esplendidez, otros se morían de
hambre.» ¿Pero eran más cultos o menos corrompidos los eclesiásticos
del resto de Europa? Desconsuela leer los escritos de Baronio y de
Pedro Damiano, y los cuadros de desmoralización que en ellos nos presentan.
Rather, arzobispo de Verona, que habiendo congregado un concilio halló
que muchos de los asistentes ni aun sabían el Credo, declamaba enérgicamente
contra el clero de Italia, que «excitaba con el vino y los alimentos
sus apetitos libidinosos.» El bienaventurado Andrés, abad de Vallombrosa,
exclamaba: «El ministerio eclesiástico estaba seducido por tantos
errores, que apenas se hallaba un sacerdote en su iglesia: corriendo
eclesiásticos por aquellas comarcas con gavilanes y perros, perdían
su tiempo en la caza: unos tenían taberna, otros eran usureros: todos
pasaban escandalosamente su vida con meretrices: todos estaban gangrenados
de simonía hasta tal extremo, que ninguna categoría, ningún puesto
desde el más ínfimo hasta el más elevado podía ser obtenido, si no
se compraba del mismo modo que se compra el ganado. Los pastores,
a quienes hubiera correspondido poner remedio a esta corrupción, eran
hambrientos lobos» «Tienen hambre de oro, exclama Pedro Damiano hablando
de los prelados... » Pero no recargaremos más este cuadro, y sólo
diremos con un erudito escritor de nuestros días: «Tanta depravación
atestiguan las crónicas, las invectivas de los hombres honrados y
de los concilios, que en esto mismo se ve una prueba más de la institución
divina de la Iglesia, pues si hubiera sido una institución humana,
de cierto hubiera sucumbido»
Infiérese
de todo, que el clero español en este siglo, en medio del estado de
perturbación en que se hallaba la España, y a pesar de sus desarreglos
parciales, era el menos corrompido y acaso el menos ignorante de Europa.
V.
Difícil
es siempre reducir a un cuadro las costumbres públicas que retratan
o constituyen la fisonomía de un pueblo y de un periodo, y más de
una época de que quedan tan escasos documentos. Indicaremos, no obstante,
algunas de ellas.
El
espíritu caballeresco toma gran desarrollo en este siglo. Aunque mezclados
muchos hechos con las fábulas introducidas por los romances; aunque
contemos entre las invenciones el reto del príncipe don Ramiro de
Navarra a todos sus hermanos por defender el honor de su madre acusada
de adulterio; el de don Diego Ordóñez de Lara a don Arias Gonzalo
y a sus hijos y a todos los zamoranos, y como dice la crónica general,
«a los grandes como á los pequeños, é al vivo, é al que es por nascer,
asi como al que es nascido, é á las aguas que bebieren, é á los paños
que vestieren, é aun á las piedras del muro;» el del Cid con el caballero
aragonés Martín Gómez por la posesión de Calahorra, y otros semejantes
que se le atribuyen y de que está llena la historia romancesca de
este siglo, encuéntranse en él tipos, rasgos y acciones caballerescas
en abundancia, así en Castilla como en Aragón y en Cataluña y en todos
los Estados cristianos. El caballero castellano que retó solemnemente
a los moros del ejército de Almanzor, Gonzalo de Lara el vengador
de sus hermanos, el conde Armengol de Urgel, el mismo Cid, que aun
despojado de los arreos con que le revistiera después la fábula, se
presentaba ya como el genio y tipo de la caballería, daban ya a esta
época aquel tinte que había de distinguir el carácter español en los
siglos sucesivos de la edad media.
De
que no era el combate personal usado tan solamente como lance de honor,
sino también como prueba jurídica, hemos presentado ya hartos testimonios.
Vese no obstante en el siglo XI comenzar la lucha entre una costumbre
generalizada y el convencimiento de su monstruosidad. Pues por una
parte la cuestión de los oficios gótico y romano se remite de público
a la prueba del duelo, y el antiguo fuero de Sahagún prescribe la
lid para que los acusados de homicidio oculto pudiesen justificarse
con esta prueba; por otra don Alfonso VI liberta al clero de Astorga
de esta prueba judicial como de un mal fuero; el de Sepúlveda exime
a sus habitantes de la prueba de batalla, y en el de Jaca se manda
que no estén obligados al duelo sino de consentimiento de las partes,
y precediendo para los desafíos con personas de fuera el consentimiento
de la ciudad. Así nuestros monarcas, si no quisieron o no pudieron
desterrar de la sociedad este abuso monstruoso, procuraron por lo
menos contenerle, sujetando los duelos, lides, retos y desafíos a
un prolijo formulario, estableciendo leyes oportunas para precaver
la frecuencia y evitar el furor y crueldad con que antes se practicaban.
Otro
tanto decimos de las demás pruebas llamadas vulgares, tales como la caldaria, o del agua hirviendo, y la del
fuego o hierro encendido. Horroriza leer el difuso ceremonial de este
género de pruebas en el antiguo libro de fueros de San Juan de la
Peña. «El agua. dice, debe ser fervient...et sea tanta en la caldera
que él pueda cobrir al que ha de sacar las gleras de la muineca de
la mano fata la yuntura del cobdo; pues que hobiere sacado las gleras
el acusado, átenle la mano con un paino de lino que sean las dos partes
del cobdo. Et sea atado en la mano con que sacó las gleras en IX dias,
et seyeillenlo la mano en el nudo de la cuerda con que está atado
con seello sabido, en manera que no se suelte fata que los fieles
lo suelten. Acabo de IX dias los fieles cátenle la mano, et si le
fallairen que madura peche la pérdida con las calonias. Et es á saber
que en el fuego con el que se ha de calentar el agua en que meten
las gleras, deben haber de los ramos que son benedichos en el dia
de Ramos en la eglesia»
«Mujer
que a sabiendas fijo abortare, decía el Fuero de Plasencia, quémenla
viva si manifestó fore, si non sálvese por fierro.» «Causa ciertamente
admiración, dice con justicia a este propósito uno de nuestros más
sabios jurisconsultos, cómo nuestros mayores pudieron consentir que
los intereses, fortuna, honor y vida de los hombres pendiese de cosas
tan casuales y tan inconexas con la conciencia y con el crimen como
las pruebas llamadas comunmente vulgares». Ya hemos dicho las causas, y por fortuna también
se iba conociendo la monstruosidad y poniendo el remedio.
Conócese
que el juramento era muy sagrado y respetado en aquel tiempo, y el
perjurio uno de los delitos que se miraba con más horror. Imponíase
entre otras penas a los testigos falsos la de destruir sus casas hasta
los cimientos, y la espiritual y terrible de la excomunión. Y si las
leyes son el reflejo de las costumbres generales de un pueblo, las
noticias que de la legislación conciliar y foral hemos apuntado no
dejan de dar luz sobre el estado social y moral de la España de aquel
siglo.
Podemos
no obstante añadir, que si es cierto, como no duda afirmarlo el cronista
don Pelayo de Oviedo, que en los últimos años de Alfonso VI de Castilla
podía una mujer cruzar sola de un extremo a otro de España con el
oro en la mano sin temor de ser robada, inquietada ni ofendida, no
había sido inoportuno el derecho penal ni infructuosa su aplicación,
al menos en cuanto a la seguridad de las personas y de las propiedades,
moralización prodigiosa en una época en que el continuo guerrear parecía
debería traerlo todo en turbación y desorden.
La
alta idea que se tenía del matrimonio hacía que se mirara un día de
boda como de júbilo para el pueblo, y las leyes mismas establecían
severas penas contra los perturbadores de la pública alegría, y principalmente
contra los que en tales días injuriasen a los desposados. Los juegos
con que se festejaban solían ser ya las danzas, las justas y torneos.
Y entre las formalidades de los matrimonios, figuraba siempre la trasmisión
de arras, ceremonia que hallamos solemnemente practicada en los contratos
matrimoniales de Sancho el Mayor de Navarra, de Rodrigo Díaz el Cid,
de Ansur Gómez y de otros caballeros castellanos, navarros y catalanes.
No
damos más extensión a esta ligera reseña del estado social de la España
cristiana, así por la escasez de los documentos de este tiempo, como
porque la variación misma, que más adelante con más copia de dar tos
iremos notando, nos habrá de informar mejor de lo que existía, por
la mudanza de lo que en lo eclesiástico, en lo político, en lo civil
y en lo moral experimentaron los reinos cristianos desde los fueros,
desde la alteración del rito y desde la conquista de Toledo.
MONASTERIO DE SAN JUAN DE LA PEÑA Murió la reina Ermesinda en 1.° de setiembre de 1049, y
fue enterrada en el monasterio de San Juan de la Peña.
Los cuerpos de los ilustres condes don Ramón Berenguer I y doña Almodis se conservan en la catedral de Barcelona,
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