web counter
cristoraul.org
 

 

Historia General de España

 

CAPÍTULO XV

JAIME I (EL CONQUISTADOR) EN ARAGÓN

De 1214 a 1253

 

 

Al mismo tiempo que el tercer Fernando de Castilla y de León ganaba tan importantes y decisivos triunfos sobre los sarracenos en el Mediodía de España, tomándoles las más populosas y fuertes ciudades y obligándolos a buscar un asilo en los climas africanos o a guarecerse como en un postrer refugio dentro de los muros de Granada, las armas aragonesas conducidas por el joven y valeroso príncipe don Jaime I alcanzaban no menos señaladas y gloriosas victorias sobre los moros de Levante, y arrancando de su poder las más opulentas ciudades del reino valenciano y lanzándolos de aquel bello suelo, ensanchábase Aragón al propio tiempo que crecía Castilla, y engrandeciéndose simultáneamente ambos reinos recobraban sus dos esclarecidos príncipes, Jaime y Fernando, para España y para la cristiandad las dos más bellas y feraces porciones del territorio español, Valencia y Andalucía.

Destinado don Jaime I de Aragón a ser uno de los soberanos más ilustres, más grandes, más gloriosos de la edad media, así como a alcanzar uno de los más largos reinados que mencionan las historias, todo fue extraordinario y maravilloso en este príncipe, comenzando por las extrañas y singulares circunstancias ele su concepción y de su nacimiento. Entregado el tierno hijo de Pedro II de Aragón y de María de Montpelier a la guarda y tutela del matador de su padre, el conde de Montfort; sacado de su poder por reclamaciones de los barones aragoneses y por mandato del pontífice Inocencio III; llevado a Aragón a la edad de poco más de seis años; jurado rey en las cortes de Lérida por aragoneses y catalanes (1214); encerrado en el castillo de Monzón con el conde de Provenza su primo bajo la custodia del maestre del Templo don Guillen de Monredón; pretendido el reino por sus dos tíos don Sancho y don Fernando, y dividido el Estado en bandos y parcialidades; estragada y alterada la tierra; consumido el patrimonio real por los dispendios de su padre el rey don Pedro; empeñadas las rentas de la corona en poder de judíos y de moros, y careciendo el tierno monarca hasta de lo necesario para sustentarse y subsistir, pocas veces una monarquía se ha encontrado en situación más penosa y triste que la que entonces afligía al doble reino de Aragón y Cataluña. Y sin embargo bajo aquel tierno príncipe, huérfano, encerrado y pobre, el reino aragonés había de hacerse grande, poderoso, formidable, porque el niño rey había de crecer en espíritu y en cuerpo con las proporciones de un gigante.

Su primo el joven conde de Provenza Ramón Berenguer, recluido como él en la fortaleza de Monzón, había logrado una noche fugarse del castillo por secretas excitaciones que los barones y villas de su condado le habían hecho para ello reclamando su presencia. El temor de que este ejemplo se repitiera con don Jaime movió al maestre de los templarios a ponerle en libertad dejándole salir de su encerramiento, con la esperanza también de que tal vez por este medio se aplacarían algo las turbaciones del Estado, y las cosas se encaminarían mejor a su servicio. Nueve años contaba a aquella sazón don Jaime (1216). Cierto que por consejo del prudente y anciano don Jimeno Cornel se confederaron algunos prelados y ricos-hombres en favor del rey, prometiendo tomarle bajo su protección y defensa, y jurando que nadie le sacaría de poder de quien le tuviese a su cargo sin la voluntad de todos, so pena de traición y de perjurio. Pero don Sancho su tío, que malhadadamente había sido nombrado procurador general del reino, irritóse tanto cuando supo la libertad del monarca su sobrino, que no sólo aspiró desembozadamente a apoderarse de la monarquía, sino que reuniendo su parcialidad exclamó con arrogancia: «De grana entapizaré yo todo el espacio de tierra que el rey y los que con él están se atrevan a hollar en Aragón en esta parte del Cinca» Salió, pues, don Jaime un día al amanecer de Monzón, y lo primero que le noticiaron los ricos-hombros que en el puente le aguardaban fue que el conde don Sancho se hallaba con toda su gente en Selgua, dispuesto a darles batalla. El rey, aunque niño, comenzó a mostrar que no temía los combates, y pidiendo a uno de sus caballeros una ligera cota, vistióse por la primera vez de su vida la armadura de la guerra, y prosiguió animoso su camino, con la fortuna de no encontrar al enemigo que tan arrogantemente le había amenazado, llegando sin contratiempo a Huesca, y dirigiéndose desde allí a Zaragoza, donde fue recibido con mucho regocijo y solemnidad.

Aunque el reino se hallaba ya harto agitado con las divisiones entre los ricos-hombres, todavía el tierno monarca no había comenzado a experimentar los sinsabores, amarguras, defecciones e ingratitudes que probó después. El clero y los barones catalanes le otorgaron el subsidio del bohage para que atendiese a los apuros del Estado (1217).

El bovage era un servicio que el clero y las ciudades de Cataluña hacían en reconocimiento de señorío a los reyes al principio de su reinado. Pagábase por las yuntas de bueyes, de donde tomó el nombre, y por las cabezas del ganado mayor y menor: la suma fue variando con el tiempo. Concedióse este servicio a su padre don Pedro II por extraordinario en 1211 para la ida a la batalla de Úbeda, o sea de las Navas de Tolosa.

Desde Zaragoza partió para Tarragona, donde celebró cortes de catalanes (julio, 1218), y de allí se trasladó a Lérida, donde congregó también en cortes generales a catalanes y aragoneses (setiembre de 1218), primera asamblea de los dos reinos unidos de que tengamos noticia. En ellas confirmó la moneda jaquesa que su padre había labrado y juró que no daría lugar a que se labrase otra de nuevo, ni a que bajase ni subiese de ley ni de peso. Pero el fruto más provechoso de esta reunión para el joven rey fue la reconciliación que algunos prelados y ricos-hombres le procuraron con su tío don Sancho, el cual, dejándose llevar de la codicia más que de la ambición de mando que hasta entonces había manifestado, convínose en jurar que serviría fiel y lealmente al rey, que no le haría guerra ni movería disturbios, y renunciaría a sus pretensiones y demandas, recibiendo en cambio de esta sumisión las villas de Alfamen, Almudévar, Almuniente, Pertusa y Lagunarota, hasta la renta de quince mil sueldos, con más otros diez mil sobre la renta de Barcelona y Villafranca. A tal precio renunció el arrogante conde don Sancho a sus proyectos y a su título de procurador general del reino, dando a trueque de un rico feudo un juramento de fidelidad. Con esto, y con haber heredado don Jaime el señorío de Montpelier por muerte y sucesión de su madre doña María, que falleció en Roma (1219), dejando encomendados al papa Honorio III la persona de su hijo y sus tierras y Estados, parecía que el rey de Aragón debería haber asegurado su autoridad, al propio tiempo que se agregaban nuevas posesiones a su reino.

Procuráronle también los hombres leales que seguían su partido un enlace que pudiera darle consideración dentro y apoyo fuera del reino, y se concertó su matrimonio con la princesa doña Leonor de Castilla, hermana de la gran reina doña Berenguela y tía del rey don Fernando III. Salió don Jaime con grande acompañamiento de prelados, ricos-hombres y caballeros á recibir a la que iba a ser reina de Aragón, que en compañía del rey de Castilla, de la reina su madre, y de brillante séquito de caballeros castellanos y leoneses, fue conducida hasta la villa de Agreda, donde se celebraron las bodas con pomposo y regio aparato (febrero, 1221), dando el rey en arras a la reina las villas de Daroca, Epila, Pina y Uncastillo, con la ciudad de Barbastro, Tamarite, Montalván, Cervera y las montañas de Ciurana y Prades. Velóse después en la catedral de Tarazona, donde se armó caballero ciñéndose él mismo la espada que estaba sobre el altar, y de allí pasó a Huesca, donde celebró cortes de aragoneses para determinar algunos asuntos pertenecientes al gobierno del reino. Tenía entonces el rey don Jaime trece años, y en razón de su corta edad tuvo la prudencia de diferir por más de un año el unirse a su esposa. Ya antes de este tiempo había tenido el joven rey que tomar parte en las discordias que entre sí traían los ricos-hombres de Aragón, haciendo armas en favor de algunos y experimentando la poca lealtad de otros. Mas desde esta época turbáronse de tal modo las cosas del reino, y se complicaron y encrudecieron tanto los bandos y parcialidades, y de tal manera se vio envuelto en ellas el joven monarca, y tales fueron y tan frecuentes los choques y guerras que entre sí tuvieron, y tantas las defecciones y desacatos que él mismo hubo de sufrir, ya de los barones y ricos-hombres, ya de sus propios parientes y deudos, que por más que el joven rey desplegara en aquel tráfago de incesantes guerras intestinas un valor, una resolución y una prudencia superiores a su edad y que no podían esperarse de sus pocos años, vióse en las situaciones más comprometidas, en los más críticos y apurados trances, en los conflictos más amargos, que hubieran puesto a prueba el talento y los recursos del hombre más práctico y experimentado cuanto más los de un príncipe inexperto y joven, que no tenía como Fernando de Castilla una madre prudente, discreta y hábil como doña Berenguela que le guiara y sacara a salvo por el intrincado laberinto de las escisiones y discordias que perturbaban el reino. Los primeros años del reinado de don Jaime (que casi todas nuestras historias generales han pasado por alto) representan al vivo lo que era en aquellos tiempos el soberano de una monarquía tan poderosa y vasta como lo era ya la aragonesa, enfrente de aquellos orgullosos y prepotentes ricos-hombres, de aquellos prelados señores de vasallos y caudillos de gentes de armas, de aquellos barones y caballeros poseedores de ciudades y de castillos, cada uno de los cuales se consideraba igual, si no superior al rey. Aquel monarca que parecía ejercer un gran acto de soberanía convocando cortes de dos reinos, veíase precisado a hacer la vida de un capitán que a la cabeza de las compañías y guerreros de su mesnada guerreaba incesantemente en favor de unos y contra otros de sus vasallos, que se disputaban entre sí la posesión de determinadas fortalezas, ciudades ó señoríos, dando en verdad don Jaime en aquella vida de continuada campaña repetidas y nada equívocas pruebas de sus tempranas y relevantes dotes como guerrero, y de que siempre salían gananciosos los que invocaban su ayuda y lograban atraer a su partido al joven rey.

Mas pronto se ve abandonado de los mismos que al principio le tomaran bajo su defensa, y nuevas confederaciones y conjuras se fraguaban cada día contra él. Su tío el infante don Fernando, hombre inquieto y bullicioso, que no cesaba de aspirar a usurparle la corona, don Ñuño Sánchez, hijo de su tío don Sancho, conde de Rosellón, don Pedro Fernández de Azagra, señor de Albarracín, Don Guillen de Moncada, vizconde de Bearne, don Pedro Ahones, uno de los más poderosos señores de la tierra, ligados contra su soberano, se introducen contra las expresas órdenes de éste en Alagón, donde se hallaba, llévanle engañosamente a Zaragoza, por espacio de tres semanas le ponen centinelas de vista de noche en su misma alcoba junto al mismo tálamo real, el monarca se apercibe de su cautiverio, aconseja a la reina que se sustraiga a la vigilancia de sus guardadores por una trampa y sótano que en la casa había, y como no pudiese reducirla a tomar tan arriesgada resolución, se ve precisado a acceder a todo lo que su tío don Fernando exigía, con lo que pareció recobrar algún tanto su libertad, si bien siendo don Fernando el que seguía apoderado de la gobernación del reino en contradicción de muchos ricos-hombres (1223).

El título En equivalía en Cataluña, así como en Aquitania, y en general en las provincias de la Corona de Aragón, al Don de Castilla. Así los reyes se denominaban En Jaume, En Pere, En Martín, igualmente que los barones y caballeros, En Guillen, en Raimundo, En Sancho, etc.

Algún tiempo más adelante, hallándose en Monzón, multitud de prelados, ricos-hombres y barones, so color de libertar al rey de malos consejeros y de restablecer la paz y el sosiego en la tierra, se reparten entre sí los honores sin contar con la voluntad del monarca, y ponen el Estado en mayor turbación que antes estaba (1225). Casi siempre en más o menos disimulado cautiverio, y siempre con razón receloso de los que le rodeaban, tuvo después que salir a escondidas de Tortosa; y como su genio belicoso le impulsase, a pesar de la poca ayuda que los suyos le prestaban, a acometer alguna empresa contra los sarracenos, pasó con los de su mesnada a poner cerco a la enriscada fortaleza de Peñíscola, despachando letras de llamamiento a los ricos-hombres que tenían villas y lugares y honor por el rey para que en cierto día se hallasen reunidos en Teruel. Tan sólo tres de éstos acudieron al sitio señalado; los demás se hicieron sordos a la voz de su monarca: y sin embargo manejóse don Jaime con tal destreza y energía en aquella ocasión, que aun recabó del rey moro de Valencia Ceid Abu Zeyd que se obligase a pagarle el quinto de las rentas de Valencia y Murcia a trueque de apartarle del cerco de Peñíscola.

¿Qué le servían, sin embargo, al joven monarca aragonés estos y otros rasgos de personal valor y de heroica resolución, admirable en sus juveniles años? Contrariábanle en todo y se le insolentaban aquellos soberbios ricos-hombres, cuya osadía llegó al más alto punto en esta época azarosa. Una vez que el soberano se atrevió a reconvenir al poderoso don Pedro Ahones por no haber concurrido a Teruel según en su convocatoria había ordenado, cruzáronse entre uno y otro palabras agrias como de igual a igual, y como el rey intimase a su súbdito que se diese a prisión, llevó su audacia el rico-hombre hasta empuñar la espada contra don Jaime, y empeñóse entre ellos una lucha cuerpo a cuerpo, de que felizmente el monarca, robusto y fuerte como era, aunque joven, pues no contaba aún sino diez y siete años, salió vencedor. Con tan poco respeto trataban al rey los mismos suyos, que habiendo sido algunos de ellos testigos oculares de aquella lucha hercúlea, estuvieron mirándola con fría calma, sin que uno solo se moviera a desembarazar a su soberano de aquel insolente y audaz competidor. Al fin, perseguido en su salida el osado don Pedro Ahones por algunos caballeros de la mesnada del rey, y por el rey mismo, que al efecto hubo de pedir un caballo prestado (a tal extremidad se veía a veces reducido), pereció alanceado por Sancho Martínez de Luna, cuidando el rey de su cadáver, que hizo enterrar decorosamente en Santa María de Daroca.

A cambio de este enemigo que faltaba a don Jaime, alzáronse las villas de Aragón tomando la voz del infante don Fernando, contribuyendo no poco a moverlas las instigaciones del obispo de Zaragoza don Sancho, hermano de don Pedro Ahones. Vióse el rey con tal motivo en conflictos y trances no menos estrechos que los anteriores: ni nadie le inspiraba confianza y seguridad, ni en parte alguna encontraba tranquilidad ni reposo. Hallándose en Huesca (1226), donde había sido recibido con fiestas y regocijos populares, faltóle poco para ser al día siguiente víctima de un alboroto que en el mismo pueblo se levantó contra él; cerrando estaban ya las calles y salidas de la ciudad con cadenas para impedir que pudiera evadirse, y sólo a un ingenioso ardid, y a una serenidad y arrojo que apenas se conciben en tan pocos años, debió don Jaime su salvación, logrando salir de la ciudad y ponerse en camino de la Isuela con cinco de sus leales caballeros. No es extraño que el más juicioso analista de Aragón pinte la situación del Estado en aquella sazón con los siguientes colores: «Estaba todo el reino (dice) por este tiempo en tanta turbación y escándalo, que no había más justicia en él de cuanto prevalecían las armas, siguiendo unos la parte del rey y otros la del infante don Hernando, que se favorecía de las ciudades de Zaragoza, Huesca y Jaca. Con esta ocasión de tanta tortura, los concejos y vecinos de estas ciudades hicieron entre sí muy estrecha confederación, atendida la turbación grande del reino, y los daños y robos y homicidios, y otros muy grandes insultos que se cometían: y para evitar tanto mal, porque pudiesen vivir en alguna seguridad y pacíficamente, trataron de unirse y confederarse en una perpetua amistad y paz. Juntáronse en Jaca los procuradores de estas ciudades, y a 13 del mes de noviembre de este año MCCXXVI determinaron de unirse y valerse en todo su poder contra cualesquiera personas, salvando en todo el derecho y fidelidad que debían al rey y a su reino, obligándose con juramentos y homenajes, que no se pudiesen apartar de esta amistad ni absolverse de aquella jura por ninguna causa, antes se conservase entre ellos siempre esta concordia y unión y entre sus sucesores: y juraron de cumplir todos los vecinos desde siete años arriba, so pena de perjuros y traidores al fuero de Aragón, declarando que no pudiesen salvar su fe en corte ni fuera de ella. Por esto dio el rey gran prisa en poner en orden sus gentes, entendiendo que aquella confederación se hacía por la parte que seguía al infante, y que no sólo se conjuraban para su defensa sino para poder ofender»

¿Quién podría pensar que tanta turbación y desconcierto, tan hondos males y profundas discordias, tantas agitaciones y revueltas hubieran de ser apaciguadas y sosegadas por aquel mismo joven príncipe contra quien todo parecía conjurarse y que aquellos poderosos, soberbios y disidentes infantes, prelados, ricos-hombres y caballeros habían de humillar sus frentes y rendir homenaje a aquel mismo monarca a quien hasta entonces tanto habían menospreciado? Así fue, no obstante, para bien de la monarquía, y no estamos lejos de reconocer más mérito en la manera con que don Jaime supo en tan tierna edad desenvolverse de tantos aprietos y tan enmarañadas complicaciones, sacando a salvo su autoridad y su decoro, que en las grandes empresas y gloriosas conquistas que ejecutó después. Fuese la maña y tacto precoz con que acertó a concordar las diferencias de algunos magnates para atraerlos a su partido; fuese la entereza varonil y la serenidad imperturbable con que se manejó en los mayores peligros y contrariedades, y hasta en los casos del mayor desamparo; fuese la bizarría y la inteligencia que como guerrero desplegó en aquellas luchas civiles, ya para rescatar a fuerza de armas las ciudades de su señorío, ya para ganar las fortalezas de los barones cuyo bando defendía; fuese también que el exceso mismo de los males moviera a los aragoneses á pensar en el remedio y a recobrar aquella sensatez natural que parecía haber perdido, es lo cierto que se fueron agrupando en derredor del monarca muchos ricos-hombres y magnates que le ayudaron a sosegar las alteraciones del reino, y que sus mayores enemigos. En Guillen de Moncada y En Pero Cornel, que el mismo infante don Fernando, el más inquieto, el más tenaz, y el más ambicioso de todos, se vieron en el caso y precisión de someterse al servicio del rey, a pedirle perdón de sus pasados yerros, y a jurar que en ningún tiempo ni con ocasión alguna moverían guerra ni harían agravio a él ni a sus amigos; que las ciudades de Zaragoza, Huesca y Jaca y sus concejos enviaron procuradores a don Jaime para que hiciesen en su nombre y en manos de los obispos de Tarragona y Lérida y del maestre del Templo juramento de homenaje y de fidelidad al rey (1227). De esta manera fue como por encanto robusteciéndose la autoridad del joven monarca, y recobrando el reino la tranquilidad y el sosiego de que diez y seis años hacía se había visto lastimosamente privado. Con esto, y con haber tomado a su mano reponer en la posesión del condado de Urgel a la condesa Aurembiaix, hija del conde Armengol, que le tenía usurpado don Geraldo, vizconde de Cabrera, en cuyo asunto se condujo don Jaime con energía y valor, al propio tiempo que con loable galantería, adquirió más prestigio el monarca y se consolidó más la paz del Estado.

Tranquilo el reino y reconciliados al parecer entre sí los ricos-hombres y barones, inclinado don Jaime a las grandes empresas, y tan vigoroso, robusto y desarrollado de cuerpo como de espíritu, aunque todavía no contaba los veinte años cumplidos, pensó ya en hacer la guerra a los moros, suspendida por las pasadas disensiones entre sus propios súbditos y concibió y resolvió el gran proyecto de la conquista de Mallorca. Comienza una nueva era del reinado de don Jaime I He aquí lo que dio ocasión y motivo para acometer aquella gloriosa empresa.

Hallábase el rey en Tarragona, rodeado de muchos nobles catalanes, entre ellos Ñuño Sánchez, conde del Rosellón, Hugo de Ampurias, los hermanos Guillén y Ramón de Moncada, Geraldo de Cervellón, Guillermo de Claramunt y varios otros principales señores: habíales convidado a comer, al rey y a todos estos distinguidos varones, un ilustre ciudadano de Barcelona llamado Pedro Martel, el más diestro y experto marino que entonces se conocía; y como entre otras pláticas ocurriese preguntar a Martel algunas noticias acerca de la isla de Mallorca, que cae frente aquella costa, y él comenzase a ponderar la fertilidad de sus campos, la abundancia de maderas de construcción en sus bosques, la comodidad y seguridad de sus puertos, así como a lamentarse de los daños que causaban los corsarios sarracenos de la isla al comercio catalán, encendióse el ánimo del joven rey y de sus barones en deseos de conquistar un país que ya sus mayores habían visitado é intentado adquirir. Agregóse a esto que el rey de Mallorca había hecho apresar dos naves catalanas, que cargadas de mercancías cruzaban las aguas de las Baleares, con lo que irritados los barceloneses enviaron un mensajero al príncipe musulmán, pidiendo la restitución de los navíos y la reparación de los perjuicios que habían sufrido de parte de los de su reino. Apenas el embajador expuso su demanda en nombre del rey su señor, preguntóle el mallorquín con orgulloso desdén: «¿Y quién es ese rey de quien me hablas? — ¿Quién? replicó el barcelonés: el rey de Aragón don Jaime, hijo de don Pedro, el que en la memorable batalla de las Navas de Tolosa desbarató un ejército innumerable de los de tu nación; bien lo sabes tú» Tan altiva e inesperada respuesta indignó al sarraceno en términos que hubo de felicitarse el barcelonés de poder salir libre de las manos del emir musulmán. De regreso a Barcelona dio cuenta al rey don Jaime de lo ocurrido en su negociación, y no fue menester más para que el monarca aragonés jurara solemnemente no desistir de la empresa hasta tener a Mallorca y al rey moro en su poder.

Desclot hace el siguiente curioso y minucioso retrato físico y moral de este rey: «El rey de Aragón don Jaime (dice) fue el hombre más bello del mundo: levantaba un palmo sobre los demás, y era muy bien formado y cumplido de todos sus miembros: tenía el rostro grande, rubicundo y fresco: la nariz larga y recta, ancha y bien formada boca dientes grandes y muy blancos que parecían perlas, ojos negros, cabellos rubios como hilos de oro, ancho de hombros, cuello largo y delgado, brazos gruesos y bien hechos, hermosas manos, largos dedos, muslos robustos y torneados, piernas largas, derechas, y convenientemente gruesas, pies largos, bien hechos y esmeradamente calzados, y fue muy animoso y aprovechado en armas, y fue valiente y dadivoso, y agradable a todo el mundo y muy compasivo: y todo su corazón y su voluntad estaba en guerrear con los sarracenos»

A este fin convocó á cortes generales del reino en Barcelona para el mes de diciembre de 1228. Congregáronse, pues, en el antiguo palacio todos los prelados, barones, caballeros y procuradores de las ciudades y villas de Cataluña. El rey expuso a la asamblea en un sencillo y enérgico razonamiento el designio que tenía de servir a Dios en la guerra de Mallorca, reprimiendo la soberbia de aquellos infieles y ganando aquellos dominios para la cristiandad. Sus palabras fueron acogidas con unánime entusiasmo. El anciano arzobispo de Tarragona, Aspargo, sintió tan viva emoción de alegría que exclamó: Ecce filius meus dilectus, in quo mihi bene complaceni: y ofreció contribuir con mil marcos de oro, doscientos caballeros bien armados y mil ballesteros sostenidos a sus expensas hasta la conquista de la isla: y como el rey no le permitiese a causa de su avanzada edad acompañar personalmente la expedición, según quería, dio por lo menos permiso a todos los obispos y abades de su metrópoli para que siguiesen el ejército. El obispo de Barcelona, Berenguer de Palou, prometió concurrir en persona con cien jinetes y mil infantes también mantenidos a su costa. Los prelados de Gerona y de Tarazona, el abad de San, Felíu de Guixols, los priores, canónigos y superiores de las órdenes religiosas, los templarios, todos ofrecieron sus personas, sus hombres de armas, sus sirvientes y sus haberes para la santa empresa. Con no menos celo que los eclesiásticos, ofreciéronse también los barones a concurrir con sus personas y con sus respectivos contingentes de hombres y de mantenimientos. Don Nuño Sánchez, conde de Rosellón, de Conflent y de Cerdaña, Hugo de Ampurias, el vizconde de Bearne, Guillermo de Moncada, Bernardo de Santa Engracia, Pedro Ramón de Ager, todos en competencia prometían ir con toda la gente de guerra que cada cual podía llevar, y el rey por su parte ofreció concurrir con doscientos caballeros de Aragón, valientes y bien montados y armados, quinientos donceles escogidos, gente de a pie la que fuese necesaria, con máquinas e ingenios de guerra. Decretóse otra vez por extraordinario el subsidio del bovage, y la ciudad de Barcelona puso a disposición del rey cuantas naves y embarcaciones de todos tamaños poseía. Acordóse allí que las tierras que se conquistaran y los despojos que se cogieran se repartirían por justas partes entre los concurrentes, según la gente que cada cual llevase y los gastos que hiciese, reservándose el rey los palacios y el supremo dominio de los castillos y fortalezas, y nombrando jueces para la partición al obispo de Barcelona, a los condes de Rosellón, de Ampurias, de Bearne, de Cardona y de Cervera. El monarca y los barones lo juraron así, y despidióse la asamblea conviniendo todos en hallarse reunidos en Tarragona para el agosto siguiente.

Mientras se aprestaban los hombres, las galeras y los bastimentos necesarios, el rey se encaminó hacia Aragón, donde fue a encontrarle el rey de Valencia, Ceid Aba Zeyd, que acababa de ser despojado del reino por Giomail ben Zeyán, o con motivo o con pretexto de querer aquél hacerse cristiano. El destronado musulmán invocó la ayuda del rey de Aragón contra los rebeldes valencianos, y concertóse entre los dos que el aragonés ayudaría a Abu Zeyd contra los que le habían despojado del reino, y que éste cedería a don Jaime la cuarta parte de las villas y castillos que recobrara. Con tal motivo muchos caballeros aragoneses suplicaron al rey, por medio del legado del papa, cardenal de Santa Sabina, que se encontraba allí a la sazón, que en lugar de emplear las fuerzas del reino en la conquista de Mallorca las empleara en someter a Valencia que estaba más cerca, y cuya reducción sería más fácil y provechosa. Contestó el rey con su acostumbrada entereza que aquello era lo que había jurado y aquello cumpliría. Y tomó de mano del cardenal legado el cordón y la cruz, que él mismo le cosió al hombro derecho. El cardenal había mirado al rey muy atentamente, y al verlo tan joven le dijo: «Hijo mío, el pensamiento de tan grande empresa no ha podido ser vuestro, sino inspirado por Dios: él la conduzca al término feliz que vos deseáis»

Toda Cataluña se hallaba en movimiento desde los primeros días de la primavera (1229): Aragón, aunque miraba la empresa con menos entusiasmo, no dejó de aprontar respetables contingentes: el puerto de donde la armada había de darse a la vela era Salou: antes de mediado agosto ya se hallaban reunidos en Tarragona el rey, los prelados, los ricos-hombres y barones catalanes y aragoneses. La flota se componía de veinticinco naves gruesas, de diez y ocho táridas, doce galeras y hasta cien galeones, de modo que ascendían entre todas á ciento cincuenta y cinco embarcaciones, entre ellas un navío de Narbona de tres puentes, sin contar una multitud de barcos de transporte. Iban en la armada quince mil hombres de a pie y mil quinientos caballos, y además no pocos voluntarios genoveses y provenzales que se les reunieron. Señalado el día y dispuesto el orden en que habían de partir las naves, de las cuales había de ir la primera la que guiaba Nicolás Bovet y en que iba el vizconde de Bearne Guillermo de Moncada, oída misa en la catedral de Barcelona, y después de haber comulgado el rey, los barones y todo el ejército (piadosa preparación que jamás omitía el rey don Jaime), dióse al viento la flota, en la madrugada del miércoles 6 de setiembre (1229), siendo el rey el postrero que se embarcó en una galera de Montpelier, por haber esperado en Tarragona a recoger mil hombres más que solicitaban incorporarse en la expedición.

Habían navegado veinte millas cuando se levantó una furiosa tempestad, que movió a los capitanes y pilotos a aconsejar al rey se hiciese todo lo posible por regresar al puerto de Tarragona, pues no había medio de poder arribar a la isla. «Eso no haré yo por nada del mundo, contestó don Jaime: este viaje emprendí confiado en Dios, y pues en su nombre vamos, él nos guiará» Al ver la resolución del monarca todos callaron y siguieron. La tempestad fue arreciando y las olas cruzaban por encima de las naves. Calmó al fin algún tanto la borrasca, y al día siguiente se descubrió la isla de Mallorca. Hubieran querido abordar al puerto de Pollenza, pero levantóse un viento contrario, tan terrible y tempestuoso que los obligó a ganar la Palomera. Llegó allí la cruzada sin haberse perdido un solo leño, y amarráronse las naves en el escarpado islote de Pantaleu, separado de la tierra como un tiro de ballesta.

Refrescábase allí el ejército y reposaba algún tanto de las fatigas de tan penosa expedición, cuando se vio a un sarraceno dirigirse a nado al campo cristiano, y saliendo de las aguas y acercándose al rey, puesto ante él de rodillas le manifestó que iba a informarle del estado en que aquel reino se hallaba. Que el rey de Mallorca tenía a su servicio cuarenta y dos mil soldados, de los cuales cinco mil de caballería, con los que esperaba impedir el desembarco de los cristianos, y que así lo que convenía era que desembarcase pronto en cualquier punto que fuese, antes que el rey moro pudiera salirle al encuentro. Agradeció el rey el aviso, y dio orden a sus mejores capitanes para que aquella noche en el mayor silencio levasen anclas, y con doce galeras remolcando cada una su navío fuesen costeando la isla. Arribaron éstas la mañana siguiente a Santa Ponza, donde no se veían sarracenos que impidiesen el desembarque. El primero que saltó a tierra fue un soldado catalán llamado Bernaldo Ruy de Moya (que después se llamó Bernaldo de Argentona, a quien el rey hizo merced del término de Santa Ponza), que con bandera en mano y subiendo por un escarpado repecho excitaba a los de la armada a que le siguiesen. De los ricos-hombres y barones los primeros que saltaron fueron don Ñuño, don Ramón de Moncada, el maestre del Templo, Bernaldo de Santa Eugenia y Gilberto de Cruilles. Otros muchos caballeros siguieron el ejemplo de los intrépidos catalanes. No tardaron en presentarse los moros y comenzaron los combates. Don Jaime acudió con precipitación a unirse con sus adalides y a tomar parte en aquella lucha gloriosa, que había comenzado bajo buenos auspicios para los cristianos. El emir musulmán con el grueso de su ejército acampaba cerca de Porto . El ardor de pelear impulsó a un cuerpo de cinco mil cristianos a avanzar inconsideradamente y sin orden hacia el enemigo. Aquellos temerarios se vieron envueltos entre una numerosa morisma, que los llevaba ya de vencida, y hubiera podido acabarlos, si el rey no hubiera acudido tan a tiempo a incorporarse con don Ñuño. A poca distancia de éste se distinguía al príncipe sarraceno montado en un caballo blanco, llevando a su lado una bandera, en cuya punta se veía clavada una cabeza humana. El primer impulso de don Jaime fue arremeter derechamente al emir de los infieles, pero detuviéronle don Ñuño y otros barones tomándole las bridas de su caballo. Ya los cristianos se retiraban en huida entre la espantosa gritería de los sarracenos, cuando algunos caudillos cristianos gritaron: «¡Vergüenza! ¡Vergüenza! ¡A ellos!» Realentáronse con esto otra vez los fugitivos, y cargando resueltamente sobre los moros los arrollaron haciéndoles abandonar el campo de batalla. El rey musulmán huyendo a toda brida pudo ganar las montañas que se elevan al Norte de Palma, y sólo a favor de una estratagema logró en una noche oscura entrar en la ciudad, donde procuró hacerse fuerte.

El triunfo de los cristianos había sido decisivo, pero había costado las preciosas vidas de los dos hermanos Moncadas, del animoso Hugo de Mataplana, y otros ocho valerosos e ilustres caballeros. Amargamente sentida fue en todo el ejército la muerte de los intrépidos Moncadas: honda pena causó también al rey cuando se la anunciaron, mas procuro consolar de ella a la afligida hueste, y después de haber dispuesto dar pomposa y solemne sepultura a aquellos ilustres cadáveres, si bien con las convenientes precauciones para que los sarracenos no se apercibiesen de ello, colocando paños y lienzos entre las tiendas y la ciudad, procedió a poner cerco a Mallorca, fuertemente amurallada entonces con robustas torres de trecho en trecho, y poblada de ochenta mil habitantes.

Empleáronse en el cerco todas las máquinas de batir que entonces se conocían, y a las que las crónicas dan los nombres de trabucos, fundíbulos, algaradas, manqaneles, gatas y otras a propósito para arrasar muros y torres, algunas con tal arte fabricadas que hacían el mismo efecto que los tiros de artillería gruesa de nuestros tiempos. Habíalas, dicen las crónicas, que arrojaban pelotas (piedras) de tan extraño peso y grandeza que ninguna fuerza bastaba a resistir la furia con que se batían las torres y muros; y teníanlas también los moros que lanzaban las piedras con tal ímpetu que pasaban de claro cinco y seis tiendas. Trabajaron todos en las obras del sitio con ardiente celo e infatigable constancia: exhortábanlos con fogosos sermones los religiosos, con su ejemplo personal el rey: una hueste de moros que intentó cortar a los sitiadores las aguas de que se surtían, fue escarmentada con pérdida de más de quinientos: algunas de sus cabezas fueron arrojadas por los cristianos dentro de la ciudad: a su vez el monarca sarraceno hizo poner en cruces los cautivos cristianos que en su poder tenía, y colocarlos en la parte más combatida del muro: aquellos desgraciados exhortaban con el calor heroico de los mártires a sus compañeros de religión a que no dejaran de atacar la muralla por temor de herirlos. Algunos moros principales de la isla hicieron en tanto su sumisión a don Jaime, y le ofrecieron sus servicios. Los trabajos del sitio continuaban sin interrupción, y no se daba descanso ni a las máquinas ni a las cavas y minas, sin dejar de combatir a los moros que desde las sierras y montañas no cesaban de molestar á los sitiadores. Desconfió ya el emir de Mallorca de poder defenderse y pidió capitulación, ofreciendo pagar a don Jaime todos los gastos de la guerra desde el día que se había embarcado hasta que se retirara, con tal que no dejara guarnición cristiana en la isla. Desechada con altivez esta proposición, movió nuevos tratos el musulmán, ofreciendo dar al rey cinco besantes por cada cabeza de los moros, hombres, mujeres y niños, y que abandonaría la ciudad siempre que le dejase naves para poder trasladarse a Berbería libremente él y los suyos. (Besante era una moneda de plata que valía tres sueldos y cuatro dineros barceloneses). Por razonable que pareciese ya esta propuesta, y aunque algunos prelados aconsejaron al rey que la aceptara, fue desechada también a instigación de Raimundo Alemany y otros barones, que se opusieron a todo linaje de transacción con el musulmán.

La necesidad obligó al mallorquín a hacer una defensa desesperada. Por su parte don Jaime protestó no reposar hasta ver el estandarte de Aragón plantado en medio de la plaza de Mallorca, y aragoneses y catalanes juraron sobre los santos Evangelios que ningún rico-hombre, ni caballero, ni peón, ni nadie volvería atrás en el asalto, ni se pararía, a menos de recibir herida mortal; que nadie se detendría a recoger los muertos ni los heridos, sino que seguirían siempre adelante sin volver la cabeza ni el cuerpo, y sin pensar, más que en la venganza, y que quien lo contrario hiciese sería tratado y muerto como desleal y como traidor. El rey quiso hacer por sí mismo juramentó, pero no se lo permitieron sus barones. Abierta al fin la brecha y determinado el asalto, penetraron intrépidamente los cristianos en la ciudad. Una lucha terrible se empeñó en sus calles y plazas: alentaba a los sarracenos el rey de Mallorca hablándolos fogosamente desde su caballo blanco, y animábanlos con grandes gritos los muezzines desde lo alto de sus minaretes: estimulaba a los cristianos el valeroso don Jaime con su ejemplo, blandiendo su espada delante de todos en lo más recio de la pelea. La victoria se decidió por los sola buscar un refugio en las ásperas sierras y montañas: el rey moro y su hijo cayeron en poder del monarca de Aragón, el cual, asiendo, aunque suavemente, al musulmán por la barba como lo había jurado, díjole que no temiese por su vida hallándose en su poder, y encomendó su guarda a dos de sus más nobles caballeros. Así quedó don Jaime I de Aragón dueño de la bella y rica capital de Mallorca. Era el 31 de diciembre de 1228.

Procedióse a hacer almoneda de los despojos y cautivos y a repartir las casas y haciendas conquistadas por equitativas partes, según lo habían jurado en Barcelona, y por medio de los jueces allí nombrados, a que se agregaron don Pero Cornel y don Jimeno de Urrea. Algún tanto turbó la alegría de la conquista una enfermedad epidémica que se propagó en la hueste, y que arrebató la vida a no pocos adalides y caballeros de alto linaje. Faltaba también subyugar a más de tres mil soldados moros escondidos en lo más agrio do las montañas, quienes desde aquellos ásperos recintos y cuevas que allí tenían no cesaban de inquietar a los cristianos. Dedicó don Jaime algunas semanas a la reducción de aquellos contumaces enemigos. Luego que los hubo sojuzgado, persiguiéndolos y acosándolos en sus mismas agrestes guaridas, dadas las convenientes disposiciones para el gobierno de la isla, otorgadas franquicias a sus pobladores y fortificados los lugares de la costa, reembarcóse don Jaime, á quien con justicia se comenzó a llamar el Conquistador, para Tarragona, a donde arribó con gran contento de los catalanes (1229). Arregló en Poblet con el obispo y cabildo de Barcelona lo perteneciente al nuevo obispado instituido en Mallorca, y desde allí continuó por Montblanc y Lérida al reino de Aragón.

Negocios de otra índole le llamaron pronto a Navarra. El soberano de este reino don Sancho el Fuerte, después de sus proezas en las Navas de Tolosa, había sido atacado de una dolencia cancerosa que le obligaba a vivir encerrado en su castillo de Tudela sin dejarse ver de las gentes y sin poder atender en persona a los negocios del Estado que exigían su presencia. Corríale sus tierras y le tomaba algunos lugares fuertes, de concierto con Fernando III de Castilla, don Diego López de Haro, señor de Vizcaya, por diferencias que ya antes había tenido con él por los territorios de Álava y Guipúzcoa. No hallándose el navarro en aptitud de poder resistir a tan poderosos enemigos, determinó confederarse con el de Aragón, y envióle a llamar. Acudió don Jaime, llevando consigo algunos de sus más ilustres ricos-hombres. En la primera entrevista que los dos monarcas tuvieron en Tudela, manifestó don Sancho que no teniendo otro pariente más cercano que le sucediese en el reino que su sobrino Thibaldo o Teobaldo hijo de su hermana doña Blanca y el conde de Champagne, el cual había correspondido con ingratitud a sus beneficios, había resuelto prohijarle a él (al rey de Aragón), o por mejor decir, que se prohijasen los dos mutuamente, a pesar de la gran diferencia do edad que entre ambos había, para sucederse recíprocamente en el reino, cualquiera de los dos que muriese antes. Causó no poca extrañeza a don Jaime la proposición, y aunque todas las probabilidades de sucesión estaban en favor suyo, siendo como era el rey de Navarra casi octogenario, no quiso resolver sin consultarlo con sus ricos-hombres. Oído su consejo, y después de nuevas pláticas con el navarro, acordóse la mutua prohijación, conviniendo en que don Jaime sucedería en el reino de Navarra tan pronto como falleciese don Sancho, y que éste heredaría el Aragón en el caso de que don Jaime y su hijo Alfonso muriesen antes que él sin hijos legítimos. Hecha esta concordia tan favorable al aragonés (1230), y ratificada y jurada por los ricos-hombres y procuradores de las ciudades y villas de ambos reinos, ya no tuvo reparo don Jaime en ofrecerse a ayudar al de Navarra en la guerra que le había movido el de Castilla. Procedióse con esto a acordar la hueste que cada cual había de disponer y el número de soldados y caballeros que había de tener prontos y armados para la campaña, y regresó don Jaime a su reino, donde le llamaban urgentes atenciones. Como más adelante, en dos distintas ocasiones, volviese el de Aragón a ver a don Sancho, y le encontrase unas veces remiso en emplear para tan importante objeto los recursos de su tesoro, otras flojo, desabrido y apático, sin haber cumplido lo que por su parte, como al más interesado, le competía, don Jaime, en la viveza y actividad de su juventud, no pudo sufrir tal adormecimiento y abandonó a don Sancho. «Conociendo, dice el analista de Aragón, la condición del rey de Navarra, que ni era bueno para valerle en sus necesidades, ni dar buena expedición en sus propios negocios que le importaban tanto, determinó de alzar la mano en la guerra de Castilla para emplearse en la de los moros» Tan frío remate tuvo aquella extraña concordia entablada entre el viejo monarca de Navarra y el joven rey de Aragón.

Todavía tuvo don Jaime que acudir por dos veces precipitadamente a la isla de Mallorca. La primera, por la voz que se difundió, y le fue dada como cierta, de que el rey de Túnez aparejaba una grande armada contra la isla. Con la velocidad del rayo se embarcó el rey con sus ricos-hombres en Salou, y navegando a la vela y remo arribó al puerto de Soller. La expedición del de Túnez no se había realizado ni se vio señal de que en ello pensara por entonces. Sirvióle al rey este viaje para rescatar los castillos que aún tenían los sarracenos de la montaña. Motivaron la tercera ida del rey estos mismos moros montaraces, que preferían alimentarse de hierbas y aun morir de hambre a entregarse a los gobernadores de la isla ni a otra persona que no fuese el rey. Don Jaime logró acabar de reducirlos, y de paso ganó la isla de Menorca, cuyos habitantes fueron a ponerse bajo su obediencia. El señorío de estas islas vino por una extraña combinación a recaer en el infante don Pedro de Portugal, hijo de don Sancho I y hermano de don Alfonso II. Este príncipe, que por las disensiones entre sus hermanos se había extrañado de Portugal y vivido algunos años en Marruecos, había venido después a Aragón y casádose con la condesa Aurembiaix, aquella a quien don Jaime repuso en el condado de Urgel. Murió luego la condesa, dejando instituido heredero del condado al infante su esposo. Conveníale a don Jaime la posesión de aquel Estado enclavado en su reino, y propuso al portugués que se le cediese, dándole en cambio el señorío feudal de Mallorca. Accedió a ello don Pedro, y haciendo homenaje al rey en presencia del justicia de Aragón, tomó posesión de las islas, si bien gozó pocos años de su nuevo señorío, que volvió a incorporarse a la corona de Aragón en conformidad al pacto establecido, por haber muerto sin hijos el infante de Portugal. A los dos años de haberse sometido Menorca, presentóse al rey don Guillermo de Montgrí, arzobispo electo de Tarragona, exponiéndole que si les cedía en feudo a él y a los de su linaje la isla de Ibiza, ellos tomarían sobre sí la empresa de conquistarla. No tuvo reparo el rey en condescender con la demanda del prelado, el cual, procediendo a la ejecución de su proyecto, se embarcó con sus gentes de armas, llevando trabuquetes, fundíbulos y otras máquinas e ingenios, y en poco tiempo tuvieron la fortuna de vencer a aquellos isleños, quedando Ibiza en su poder. Así se completó la conquista de las Baleares, bella agregación que recibió la corona aragonesa, y gran padrastro que habían sido para todas las naciones marítimas del Mediterráneo en los siglos que estuvieron poseídas por los sarracenos.

El mayor y más importante suceso de los que señalaron la vuelta de don Jaime a Aragón, después de la conquista de las Baleares, fue sin disputa el principio de la guerra contra los moros de Valencia. Era el deseo constante del monarca emplear sus armas contra los infieles. Convidábale la ocasión de estar el destronado emir Ceid Abu Zeyd peleando contra el rey Ben Zeyan que le había expulsado del reino. Y acabaron de alentarle, si algo le faltaba, el maestre del Hospital Hugo de Folcarquer y Blasco de Aragón, que hallándose el rey en Alcañiz, le instigaron a que acometiera aquella empresa (1232). Los primeros movimientos de esta nueva cruzada dieron por resultado la toma de Ares y de Morella. Recorrió don Jaime la comarca de Teruel, donde el moro Abu Zeyd le hizo de nuevo homenaje, prometiéndole ser su valedor y ayudarle con su persona y su gente contra sus adversarios, y bajando luego hacia el mar determinó poner cerco a Burriana, talando primero sus fértiles campos y abundosa vega, a cuya operación concurrieron algunos ricos-hombres de Aragón y de Cataluña, y los maestres y caballeros del Templo y del Hospital, de Calatrava y de Uclés que en el reino había. Acompañábanle también su tío don Fernando y los obispos de Lérida, Zaragoza, Tortosa y Segorbe, con otros eclesiásticos de dignidad. Formalizóse el cerco, y comenzaron a jugar las máquinas de batir. Burriana estaba grandemente fortalecida y municionada, y los moros se defendían heroicamente. Prodigios infinitos de valor hizo en este cerco don Jaime. Hiriéronle cuatro saetas lanzadas del castillo sin que hiciera una sola demostración de dolor. Lejos de eso, acercándose en una ocasión al muro con algunos valientes que le seguían, descubrióse dos veces todo el cuerpo para dar a entender a sus caudillos y capitanes que si alguna vez se determinase a alzar el cerco no sería por temor al peligro de su persona. Aconsejaban en efecto a don Jaime así don Fernando su tío como algunos ricos-hombres que desistiera, por lo menos hasta mejor ocasión, de una empresa que tenían por temeraria. «Barones, les respondió don Jaime con su acostumbrada entereza: mengua y deshonor sería que quien siendo menor de edad ha ganado un reino que está sobre la mar, abandonara ahora un lugarcillo tan insignificante como este, y el primero á que hemos puesto sitio en este reino. Sabed que cuantas cosas emprendimos fiados en la merced de Dios las hemos llevado a buen fin. Así, no sólo no haremos lo que nos aconsejáis, sino que por el señorío que sobre vosotros tenemos mandamos que nos ayudéis á ganar la villa, y que el consejo que nos habéis dado no volváis á darlo jamás.» A todos impuso respuesta y resolución tan firme. El cerco prosiguió: redobláronse los esfuerzos del rey y de los suyos, y al cabo de dos meses Burriana se rindió a don Jaime (julio, 1233), el cual dejando en ella el conveniente presidio al cargo de dos de sus más leales caballeros, hasta que llegase don Pedro Cornel a quien encomendaba su defensa, fuese a Tortosa para entrar en el reino de Aragón.

A la rendición de Burriana siguió la entrega de Peñíscola, importante fortaleza, la primera que don Jaime en otro tiempo había intentado tomar, y que ahora se lo entregó bajo su fe, prometiendo el rey a sus habitantes y defensores que les permitiría vivir en el ejercicio de su ley y religión. Chivet se rindió a los templarios, y Cervera a los caballeros de San Juan. Ganáronse Burriol, Cuevas, Alcalaten, Almazora y otros pueblos de la ribera del Júcar, que el rey de Aragón recorría con ciento treinta caballeros de paraje y como ciento cincuenta almogávares (1231). En otro que él hubiera parecido imprudente la resolución con que se metió por la vega misma de Valencia; pero él atacó y rindió sucesivamente las fuertes torres de Moncada y de los Museros, que eran, al decir del mismo, como los ojos de la ciudad, y después de haber cautivado los moros que las defendían, volvióse sin contratiempo a Aragón.

Otros negocios que no eran los de la guerra ocuparon también al rey en este tiempo. El anciano monarca de Navarra don Sancho el Fuerte había fallecido (abril, 1231). Pendiente estaba, aunque fría, la concordia de mutua sucesión que había celebrado con el aragonés. Sin embargo, los navarros queriendo conservar la línea de sus reyes, bien que la varonil quedaba con don Sancho extinguida, determinaron alzar por rey a su sobrino Teobaldo, conde de Champagne. Fuese que solicitaran del rey de Aragón los relevase del juramento y compromiso de sucesión que con él tenían, y que don Jaime renunciara con generoso desinterés a su derecho, fuese que pensara más en ganarle Valencia a los moros que en heredar la Navarra a disgusto de sus naturales, Teobaldo de Champagne se sentó en el trono que acababa de dejar el nieto de García el Restaurador, sin que el aragonés le reclamara para sí, ni hiciera valer la concordia que don Sancho mismo había promovido.

Ocupado traía también al Conquistador en medio de su agitada vida el asunto de su segundo matrimonio. Habíase divorciado don Jaime de su esposa doña Leonor de Castilla, por desavenencias acaso que las historias no revelan con claridad. Intervino el papa, como acostumbraba, en este negocio; y su legado el cardenal de Santa Sabina declaró la nulidad del matrimonio, fundándose en el parentesco en grado prohibido que entre los dos consortes mediaba (1229). Sin embargo, el infante don Alfonso, hijo de don Jaime y de doña Leonor, había sido reconocido y jurado heredero y legítimo sucesor del reino, como habido en matrimonio hecho de buena fe. Caso de todo punto igual al de don Alfonso IX de León y de doña Berenguela, con la legitimación de San Fernando, y parecido al de tantos otros matrimonios y divorcios entre los reyes y reinas de Castilla y de León. El mismo pontífice Gregorio IX había negociado después el segundo enlace de Jaime de Aragón con la princesa Violante, hija de Andrés II, rey de Hungría. Concertadas las bodas, y arreglado entre los reyes de Aragón y Castilla en las vistas que tuvieron en el monasterio de Huerta, lo que había de hacerse de doña Leonor, a la cual se dio la villa de Ariza con todos sus términos, juntamente con las villas y lugares que ya tenía, procedióse al casamiento del aragonés con la princesa húngara en Barcelona, a donde ésta había venido (setiembre, 1235).

Preocupado siempre el rey, y no distraído nunca su pensamiento de la conquista de Valencia, determinó apoderarse de un puesto avanzado, distante sólo dos leguas de la ciudad, que los moros nombraban Enesa, y los cristianos el cerro o Puig de Cebolla, y después se llamó el Puig de Santa María. Noticioso de ello el rey Ben Zeyan mandó demoler el castillo. No le importó esto a don Jaime. Con actividad prodigiosa hizo levantar otra fortaleza en el mismo sitio, que era el más a propósito para recorrer la comarca y tener en respeto a Valencia. Dos meses bastaron para dar por concluido el fuerte, cuya defensa encomendó a su tío materno el valeroso don Bernardo Guillen de Entenza, en cuya confianza pasó el rey a Burriana y a otros puntos para proveer a otros asuntos de la guerra y cuidar de que no faltasen mantenimientos. Necesitaríase una historia especial para dar cuenta de las infinitas proezas y brillantes hechos de armas que ejecutaron los defensores del Puig, así como para pintar la movilidad continua y prodigiosa del rey, cruzando sin cesar de uno a otro punto del reino, atendiendo a todas partes y proveyendo a todo. Mientras él se hallaba en Monzón celebrando cortes, acometió el moro Ben Zeyan a los del Puig con cuarenta mil peones y seiscientos caballos, número formidable respecto al escasísimo que los cristianos contaban, y sin embargo, a la voz de «¡Santa María! y ¡Aragón!» ganaron éstos sobre la morisma un triunfo que llenó de asombro y de terror al emir valenciano (agosto, 1237). Grande alegría causó a don Jaime tan lisonjera nueva. Mas no tardó en ser seguida de otra que derramó amargo pesar sobre su corazón. El bravo don Bernardo Guillen de Entenza había fallecido (enero, 1238). Inmediatamente se encaminó el rey al Puig a alentar aquel pequeño ejército, que bien necesitaba de su presencia para consolarse y no desfallecer con la pérdida de tan valeroso jefe y capitán. Ofreció, pues, a sus soldados que no tardaría sino muy pocos meses en volver con refuerzos considerables que reuniría en Aragón, para donde partiría a buscarlos en persona.

Semejante indicación introdujo nuevo desmayo y desaliento en los ricos-hombres del Puig. Ya no pensaron más sino en abandonar aquel sitio tan pronto como se ausentara el rey. No faltó quien descubriera a don Jaime esta disposición de los ánimos. Pasó una noche inquieta y agitada pensando en lo que debería hacer y en la medida que habría de tomar. Por último, la mañana siguiente fuese a la iglesia, y congregando allí a todos los caballeros: «Barones (les dijo), convencidos estamos de que todos vosotros y cuantos hay en España sabéis la gran merced que Nuestro Señor nos ha otorgado en nuestra juventud con la conquista de Mallorca y demás islas, así como con lo que hemos conquistado desde Tortosa acá. Congregados estáis todos para servir a Dios y a Nos; mas debo haceros saber cómo fray Pedro de Lérida habló con Nos esta noche, y nos dijo que la mayor parte de vosotros teníais intención de marcharos si Nos lo hacíamos. Mucho nos maravilla tal pensamiento, sobre todo habiendo de ser nuestra marcha en mayor pro de vosotros y de nuestra conquista; mas puesto que a todos os pesa que marchemos, os decimos (y para esto nos pusimos en pie), que en este lugar haremos voto a Dios y al altar donde está su madre, de que no pasaremos Teruel ni el río de Tortosa hasta que Valencia caiga en nuestro poder. Y para que mejor entendáis que es nuestra voluntad quedarnos aquí y conquistar este reino para el servicio de Dios, sabed que en este momento vamos a dar orden para que venga la reina nuestra esposa, y además nuestra hija» Enterneció a todos semejante discurso y los contuvo. Y no sólo los cristianos cobraron buen ánimo, sino que entendido por Ben Zeyán, concibió serios temores con tan atrevida resolución, tanto que comenzó a hacer secretas proposiciones a don Jaime para que desistiese de aquella empresa. Desechólas el aragonés con grande admiración del mensajero musulmán, y con aquel puñado de gente que tenía en el Puig resolvió comenzar a combatir la ciudad.

Si algo le detuvo todavía, fueron los mensajes que iba recibiendo de las poblaciones sarracenas de la comarca ofreciéndole obediencia y sumisión. Almenara, Uxó, Nules, Castro, Paterna, Bulla, varias otras villas y castillos se le fueron rindiendo sucesivamente en pocos días. Era el nombre y la fama de don Jaime lo que intimidaba a los sarracenos. Su hueste era sobre manera menguada. Componíase de unos setenta caballeros que reunían entre el maestre del Hospital y los comendadores del Templo, de Alcañiz y de Calatrava, ciento cuarenta caballeros de la mesnada del rey, ciento cincuenta almogávares, y algunos más de mil hombres de a pie. Con esta gente, que no podía llamarse ejército, se atrevió un día a pasar el Guadalaviar y a sentar sus reales y desplegar sus señeras entre Valencia y el Grao. Por fortuna llegaron pronto al campo los ricos-hombres de Aragón y Cataluña, los prelados de uno y otro reino, cada cual con su hueste, las milicias de los concejos, y hasta el arzobispo de Narbona con tal cual número de caballeros y sobre mil peones. Con esto el sitio se fue estrechando, y apenas los sarracenos se atrevían ya a salir de las puertas de la ciudad, sino individualmente a sostener parciales combates y torneos con los cristianos. Armáronse las máquinas y comenzóse a batir los muros. Hacíanse cavas y minas, y llegaron algunos a romper con picos por tres partes un lienzo de la muralla, mientras otros atacaban a Cilla y la rendían. De poco sirvió que arribara a las playas del Grao una escuadra enviada por el rey de Túnez. Colocado el campo cristiano entre la ciudad y el puerto, ni los moros de Valencia eran osados a salir, ni los de las naves a saltar. La armada tunecina tomó rumbo hacia Peñíscola, en cuyas aguas fue batida y escarmentada, y no volvió a aparecer.

Creció con esto la osadía de los sitiadores. Si alguna salida hacían los moros de la ciudad, atacábanlos y se metían por entre ellos tan temerariamente, que un día por acudir el rey a caballo para hacerlos retirar fue herido de una saeta en la cabeza. Dejémoselo contar a él mismo con su candorosa naturalidad. «Regresábamos de allí (dice) con nuestros hombres, a la sazón en que volviendo la cabeza para mirar a la ciudad y a las numerosas fuerzas sarracenas, que de ella habían salido al campo, disparó contra Nos un ballestero, y atravesando la flecha el casco de suela que llevábamos, hiriónos en la cabeza cerca de la frente. No fue la voluntad de Dios que nos pasase de parte a parte; pero se nos clavó más de la mitad, de modo que en el arrebato de cólera que nos causó la herida, con nuestra propia mano dimos al arma tal tirón que la quebramos. Chorreábanos por el rostro la sangre, que tuvimos que enjugar con un pedazo de cendal que llevábamos; y con todo íbamos riendo para que no desmayase el ejército, y así nos entramos en nuestra tienda. Se nos entumeció desde luego la cara y se nos hincharon los ojos de tal manera, que hubimos de estar cuatro ó cinco días teniendo enteramente privado de la vista el del lado en que habíamos recibido la herida; mas tan presto como calmó la hinchazón, montamos otra vez a caballo y recorrimos el campo, para que todos cobrasen buen ánimo»

El arrojo de los cristianos llegó a tal punto que algunos de ellos, sin dar siquiera conocimiento al rey, atacaron por su cuenta una torre que estaba junto a la puerta de la Boatella, en la calle que se dijo después de San Vicente. Viéronse en verdad aquellos hombres comprometidos y a punto de perecer. Mas con noticia que de ello tuvo don Jaime, sin dejar de reprenderles su temeridad, acudió con toda la ballestería a combatir la torre, y como los moros no quisiesen rendirse, prendiéronla fuego y murieron abrasados todos los que la defendían. Golpe fué este que llenó de consternación a Ben Zeyán, harto intimidado y asustado ya con otros hechos y casos que cada día le ponían en mayor aprieto y apuro. Desde entonces comenzó á mover secretos tratos con don Jaime por medio de mensajeros que muy cautelosamente le enviaba. Las pláticas se tuvieron con el mayor sigilo entre los dos reyes por mediación de algún arrayaz y de algún rico-hombre de la confianza de cada soberano. Don Jaime sólo daba participación a la reina, en cuya presencia hacía que se tratara todo. Después de varias negociaciones resolvió al fin Ben Zeyán proponer a don Jaime que haría la entrega de la ciudad siempre que a los moros y moras se les permitiese sacar todo su equipaje, sin que nadie los registrara ni les hiciese villanía, antes bien serían asegurados hasta Cullera o Denia. Aceptaron el rey y la reina la proposición, y quedó convenido que la ciudad sería entregada a los cinco días, en el último de los cuales habían de comenzar a desocuparla los sarracenos. Hecho ya el pacto, comunicóle el rey a los prelados y ricos-hombres, de entre los cuales hubo algunos que mostraron menos contento que disgusto, acaso porque no se hubiera contado con su consejo. Al tercer día comenzaron ya los moros a salir de la ciudad: verificáronlo hasta cincuenta mil, siendo asegurados en conformidad al convenio hasta Cullera; veinte días les fueron dados para hacer su emigración, y otorgóse á Ben Zeyán una tregua de siete años.

En 28 de setiembre de 1238, víspera de San Miguel, el rey don Jaime de Aragón, con la reina doña Violante, los arzobispos de Tarragona y Narbona, los obispos de Barcelona, Zaragoza, Huesca, Tarazona, Segorbe, Tortosa y Vich, los ricos-hombres y caballeros de Aragón y Cataluña, las órdenes militares y los concejos de las ciudades y villas, hicieron su entrada triunfal en Valencia, en aquella hermosa ciudad que cerca de siglo y medio había poseído por algunos años el Cid, ahora rescatada para no perderla ya jamás. Don Jaime hizo enarbolar el pendón de Aragón en las almenas de la torre que después fue llamada la torre del Templo, y las mezquitas de Mahoma fueron convertidas para siempre en iglesias cristianas. Pasados algunos días, procedióse al repartimiento de las casas y tierras entre los prelados y ricos-hombres, caballeros y comunes, según la gente con que cada cual había contribuido a la conquista; contándose hasta trescientos ochenta caballeros de Aragón y Cataluña, a más de los ricos-hombres, los que fueron heredados, a los cuales y a sus descendientes llamaron caballeros de conquista, y a ellos dejó encomendada la guardia y defensa de la ciudad, relevándose de ciento en ciento cada cuatro meses. Así quedó incorporada la rica ciudad de Valencia al reino de Aragón.

Después de la conquista de Valencia pasó don Jaime a Montpelier a sosegar graves turbaciones que habían ocurrido en aquella ciudad y señorío. Asentadas allí y puestas en orden las cosas, tornóse para Valencia, cuyo reino halló también no poco alterado, y en armas los moros y muy quejosos de las correrías con que en su ausencia los habían molestado algunos caudillos cristianos, sin respeto a la tregua bajo cuya seguridad vivían. Sosegáronse con la presencia del rey, y entregáronsele algunos castillos. El destronado Ben Zeyán que se hallaba en Denia, pidió a don Jaime la isla de Menorca para tenerla en feudo como vasallo suyo, ofreciéndole en cambio el castillo de Alicante. Excusóse el rey con que Alicante pertenecía por antiguos pactos y confederaciones a la conquista de Castilla, y no admitió la proposición del musulmán. La circunstancia de haber preso el alcaide de Játiva a don Pedro de Alcalá con otros cinco caballeros cristianos que andaban recorriendo aquella tierra, sirvió a don Jaime de pretexto, si por ventura lo necesitase tratándose de guerrear contra los moros, para poner cerco a Játiva, la ciudad más importante de aquel reino después de Valencia, sita en una colina dominando una de las más fértiles vegas y de las más abundosas y pintorescas campiñas que pueden verse en el mundo. Astutos y tenaces los moros de Játiva, todo lo que el rey con su gran poder alcanzó a recabar del alcaide Abul Hussein Yahia en este primer cerco, fue que le entregara una de las fortalezas de aquel territorio, nombrada Castellón, juntamente con los caballeros cautivos, y que cien principales moros salieran a hacer ademán de reconocerle por señor suyo, mas nada de rendir la ciudad. Con esto pasó don Jaime otra vez a Aragón (1241).

Menos prudente y discreto este monarca como político, que valeroso y avisado como conquistador, comenzó a desenvolver en las cortes de Daroca el malhadado pensamiento que traía de dividir el reino entre sus hijos, manantial fecundo de discordias y de perturbaciones. En aquellas cortes declaró de nuevo e hizo jurar por sucesor y heredero en el reino de Aragón, a su hijo primogénito don Alfonso, habido de su primera esposa doña Leonor de Castilla, pero reservando Cataluña a don Pedro, el mayor de los hijos de doña Violante de Hungría (1243). Juntando luego cortes de catalanes en Barcelona, hizo la demarcación de los límites de Cataluña y Aragón, comprendiendo en la primera todo el territorio desde Salsas hasta el Cinca, y en el segundo desde el Cinca hasta Ariza (1244). Diéronse los aragoneses por agraviados de esta limitación, y el infante don Alfonso, que era en la repartición tan claramente perjudicado, apartóse del rey su padre, siendo lo peor que se afiliaron a su partido el infante don Fernando su tío (que no dejaba de titularse abad de Montaragón), el infante don Pedro de Portugal, el señor de Albarracín, varios otros ricos-hombres de Aragón, y algunos lugares del reino de Valencia. Aragoneses y valencianos estaban divididos y en armas, y temíase que estallara una guerra entre padre e hijo, que hubiera sido más temible en razón a hallarse entonces en Murcia el infante don Alfonso, hijo de don Fernando III de Castilla, a quien acababan de someterse los moros de aquel reino, según en el anterior capítulo referimos. Acaso esto mismo movió al rey a volver a Valencia: cediéronle los moros de Algecira (tal vez Alcira) las torres que fortalecían aquella villa, e hicieron homenaje al monarca cristiano, el cual les permitió vivir según su ley; y cristianos y sarracenos vivían, los unos en las torres, los otros en la villa, separados por un muro sin comunicarse y también sin ofenderse (1245). Otra vez se puso el rey sobre su codiciada Játiva, y otra vez hubo de levantar el cerco. Y como el príncipe de Castilla siguiese ganando lugares en Murcia, y se tocasen ya las conquistas y las fronteras de Castilla y Aragón, fue menester, para evitar ocasión tan próxima de guerra entre los dos príncipes cristianos, que se tratara de concertarlos entre sí y avenirlos, como se realizó, por medio del matrimonio que entonces se hizo, y de que ya dimos cuenta en otro capítulo, del infante don Alfonso de Castilla con doña Violante, la hija mayor del de Aragón (1246).

Pudo con esto el aragonés dedicarse ya con alguna quietud a los negocios de gobierno interior de su reino, y no fue ciertamente este espacio el que con menos provecho empleó don Jaime. En él demostró que no era sólo conquistar lo que sabía, sino legislar también: puesto que convocando cortes generales de aragoneses en Huesca, con acuerdo y consejo de los prelados y ricos-hombres y de todos los que a ellas concurrieron, reformó y corrigió los antiguos fueros del reino, y se refundió toda la anterior legislación en un volumen o código para que de allí adelante se juzgase por él (1247); declarando que en las cosas que no estaban dispuestas por fuero se siguiese la equidad y razón natural.

Arregló esta célebre colección el sabio obispo de Huesca don Vidal de Canellas, colocando los fueros de los reyes anteriores y los que de nuevo hizo don Jaime en ocho libros consecutivamente continuados de la mejor forma que entonces hacer se pudo.

Mas todo lo que con esto ganaba el estado en unidad legislativa, perdíalo en unidad política, por el empeño, cada día más tenaz, de don Jaime en repartir el reino entre los hijos de su segunda mujer, con perjuicio del único de la primera.

Tenía entonces la reina doña Violante cuatro hijos y otras tantas hijas: don Pedro, don Jaime, don Fernando y don Sancho, y doña Violante, doña Constanza, doña Sancha y doña María. Doña Isabel, que nació después, casó con el hijo mayor del rey Luis de Francia que sucedió en aquel reino.

Por tercera vez declaró al infante don Alfonso sucesor en el reino de Aragón, designando sus límites desde el Cinca hasta Ariza, y desde los puertos de Santa Cristina hasta el río que pasa por Alventosa, excluyendo el condado de Ribagorza. Volvía a señalar los límites de Cataluña, y asignaba a don Pedro, Cataluña con las Baleares. Dejaba a don Jaime todo el reino de Valencia: a don Fernando los condados de Rosellón, Conflent y Cerdaña con el señorío de Montpelier; y don Sancho, a quien destinó a la Iglesia, fue arcediano de Belchite, abad de Valladolid, y después arzobispo de Toledo. Sustituía a los hijos en caso de muerte los hijos varones de la infanta doña Violante, pero a condición de que no hubieran de juntarse las coronas de Aragón y de Castilla. Esta fatal disposición que se publicó en Valencia en enero de 1248, y que nos recuerda las calamitosas distribuciones de reinos de los Sanchos, Alfonsos y Fernandos de Navarra y de León, lejos de sosegar las alteraciones que por esta causa se habían movido, las encendió más, como era de presumir; el infante don Alfonso con don Pedro de Portugal y los ricos-hombres que seguían su voz, se valieron del rey de Castilla y comenzaron a levantar tropas y conmover las ciudades del reino.

Así, cuando el rey de Aragón pasó a poner tercer sitio a Játiva, que no perdía nunca de vista, encontróse con que su yerno Alfonso de Castilla había entablado y mantenía secretas inteligencias con el alcaide de Játiva, aspirando a ganar para sí aquella villa, aunque perteneciente a la conquista de Aragón. Agregóse a esto que la villa de Enguera, del señorío de Játiva, se entregó al infante castellano, que puso en ella guarnición de su gente. El disgusto que con esto recibió el aragonés fue muy grande, y como al propio tiempo los de su reino se apoderasen también de lugares que el castellano miraba como de su conquista, la guerra entre don Jaime de Aragón y el príncipe Alfonso de Castilla era otra vez inminente, y eso produjo las famosas vistas que suegro y yerno celebraron en los campos de Almizra, cada cual con sus ricos-hombres y barones, y en presencia de la reina de Aragón. Pretendía el castellano que le cediera don Jaime la plaza de Játiva, así por habérsela ofrecido cuando le dio en matrimonio su hija, como por creerlo justo, ya que nada había recibido en dote cuando se casó con doña Violante. Respondió el aragonés que ni era cierto que se la hubiese ofrecido, ni nada le debía en dote, puesto que cuando él se casó con su tía doña Leonor de Castilla, ni ella llevó ni él pretendió lugar alguno de aquel reino por vía de arras. Insistieron los castellanos en nombre de su príncipe, en que le hubiera de dar Játiva, añadiendo que de todos modos había de ser suya, pues si él no se la daba el alcaide se la entregaría. — «Eso no, contestó don Jaime indignado, ni se atreverá a entregarla el alcaide, ni nadie será osado a tomarla; y tened entendido que por encima de Nos habrá de pasar cualquiera que intente entrar en Játiva. Vosotros los castellanos pensáis atemorizar a todos con vuestros arrogantes retos, pero ponedlos por obra, y veréis en cuan poco los estimamos. Y no se hable más de tal asunto; Nos seguiremos nuestro camino, haced vosotros lo que podáis» Y mandando ensillar su caballo, dispúsose resueltamente a partir. Detúvole la reina con lágrimas y sollozos, y tales fueron los ruegos de doña Violante, y tanto el interés y la ternura y solicitud con que insistió en que aquel asunto hubiera de arreglarse amigablemente, que prosiguiendo las pláticas y renunciando por fin el de Castilla a sus pretensiones sobre Játiva, conviniéronse en que se partiese la tierra por los antiguos límites que por anteriores pactos se habían señalado a ambos reinos, y devolviéndose las plazas que mutuamente se habían usurpado, despidiéronse amigos y conformes suegro y yerno. Tal fue el resultado feliz de las conferencias de Almizra, en que la mediación de la reina de Aragón evitó una guerra inminente entre Aragón y Castilla.

Más de un año estuvo todavía don Jaime sobre Játiva. Las proposiciones y parlamentos que en este tiempo mediaron entre el monarca y el alcaide Abul-Hussein fueron muchos. Aceptóse por último la propuesta que éste hizo de entregar la villa y el castillo menor, quedándose él con el mayor y más principal por tiempo de dos años, y dándole el rey Montesa y Vallada (1249). Así se ganó, aunque no por completo todavía, aquella plaza tan apetecida de don Jaime, quedando en la villa por entonces sarracenos y cristianos, viviendo juntos en su respectiva ley.

Como continuase la escisión entre don Jaime y los infantes don Alfonso su hijo y don Pedro de Portugal, convocó el rey cortes de catalanes y aragoneses en Alcañiz (febrero, 1250), para ver de arreglar aquellas diferencias. Ofreció el Conquistador en aquellas cortes estar á derecho y prestar su conformidad, y cumplir lo que sobre la cuestión con el infante su hijo resolviese y fallase un jurado que las mismas cortes nombrasen. Elegidos los jueces, que lo fueron varios prelados y ricos-hombres, después de jurar que si el infante rehusara estar a lo que determinasen le desampararían y seguirían al rey, enviáronle una embajada a Sevilla, donde se hallaba, para saber de él si estaba conforme en someterse al juicio de aquel jurado. Los obispos y procuradores de las ciudades a quienes esta misión fue encomendada, volvieron con respuesta favorable. En su virtud determinaron los jueces retirarse a la villa de Ariza para deliberar. Entretanto el rey y la reina no cesaban de trabajar por todos los medios para que saliesen favorecidos los hijos de ambos. El fallo que el jurado pronunció fue, que el infante don Alfonso se pusiese en la obediencia del rey, que como a primogénito se le diese la gobernación de Aragón y Valencia, y que el principado de Cataluña se reservase para don Pedro, el hijo mayor de doña Violante. Faltábale tiempo al rey, en su enojo con don Alfonso, y en su entusiasmo por los hijos de su segunda esposa, para pasar a Cataluña y hacer reconocer a don Pedro, conforme a la sentencia de Ariza. Y como en aquel tiempo hubiese fallecido don Fernando, el tercer hijo de doña Violante, congregadas cortes de catalanes en Barcelona, dio posesión al infante don Pedro, como legítimo sucesor y propietario (aunque reservándose el usufructo durante su vida), no sólo de todo lo de Cataluña, sino también de Rosellón, Conflent, Cerdaña y condado de Ribagorza, declarando que en el caso de que falleciese sin hijos, le sustituyese don Jaime, el segundo hijo de doña Violante (marzo, 1251). Los catalanes juraron e hicieron homenaje a don Pedro en presencia del rey.

No contento con esto el Conquistador, después de haber ratificado la cesión a su hijo don Jaime del señorío de las Baleares y Montpelier, hízole también donación del reino de Valencia, y de ello lo prestaron homenaje los ricos-hombres y caballeros, alcaides y vecinos de los castillos y lugares del reino nuevamente conquistado. A tal extremo llevaba don Jaime, no ya sólo el desamor, sino la enemiga al primogénito don Alfonso (1252).

Terminado, si no a conveniencia del reino, a satisfacción suya este negocio, y habiendo vuelto el rey a Valencia, llegáronsele dos moros de Biar, ofreciéndole que con otros de su linaje le entregarían aquel castillo, el más fuerte que quedaba en la frontera de Murcia, con cuyo aviso pasó de nuevo a Játiva. Los moros de Biar, lejos de estar dispuestos a cumplir el ofrecimiento de los mensajeros, opusieron seria y porfiada resistencia. Pero resuelto ya el rey a someterlo por la fuerza, rindiósele al cabo de cinco meses de cerco (febrero, 1253). Con la rendición de Biar y la posesión de Játiva convenciéronse los sarracenos del país de la imposibilidad de sostenerse contra soberano tan poderoso, y fuéronsele sometiendo todas las villas y castillos que había desde el Júcar hasta Murcia, y así acabó de enseñorear todo el reino. «Concedimos en seguida (dice él mismo en sus Comentarios) á todos los habitantes que pudiesen quedarse en el mismo país, y por este medio entonces lo dominamos todo»

Suspendemos aquí la narración de los sucesos de Aragón, ya que el complemento de la conquista de Valencia por don Jaime coincide con la de Andalucía por Fernando III de Castilla y con su muerte. Y aunque el reinado del Conquistador avanza todavía más de otros veinte años, sus acontecimientos se mezclan ya más con los del reinado de Alfonso el Sabio que reservamos para otro libro. Y habiendo sido las conquistas de Valencia y Andalucía las que cambiaron la condición de España en lo material y en lo político, expongamos ahora cuál era el estado de la Península en estos dos célebres reinados.

 

CAPITULO XVI

ESPAÑA BAJO LOS REINADOS DE SAN FERNANDO Y DE DON JAIME EL CONQUISTADOR