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HISTORIA GENERAL DE ESPAÑA

 

EDAD MEDIA - LIBRO QUINTO - DOMINIO MUSULMAN

 

CAPÍTULO XI

ABDERRAMÁN II Y MOHAMED I EN CÓRDOBA: RAMIRO I Y ORDOÑO I EN OVIEDO

Del 822 al 866

 

 

«Treinta y un años, tres meses y seis días, dice con su acostumbrada minuciosidad la crónica arábiga, cumplía el hijo de Alhakem el día mismo que fue enterrado su padre, e investido él de unos poderes que de hecho había ejercido ya en el imperio. Era, añade, Abderramán II hermoso de rostro, alto de cuerpo, esbelto de talle, color trigueño y bien dispuesta barba, que se teñía con alheña. Apellidábase ya Almudhafar, o vencedor feliz, por el valor con que había vencido y domado los rebeldes de las fronteras y los enemigos que habitaban los montes y sierras, gente rústica y feroz. Era, prosigue, tan intrépido y duro en la guerra como humano y benigno en la paz : llamábasele el padre de los desvalidos y de los pobres: tenía además excelente ingenio y admirable erudición, y hacía elegantes versos. Gustábale la ostentación y la magnificencia, y aumentó su guardia con mil africanos, gente brillante y lucida». Falta hacía a los árabes un príncipe de tan esclarecidas prendas para consolarse de las locuras de Alhakem (822).

Mas parecía ser estrella de la familia Ommiada que ninguno había de subir al trono sin tener que luchar con algún pretendiente de la misma familia. Por tercera vez se presentó en campaña aspirando a hacer valer sus pretensiones aquel Abdallah a quien dejamos en África, dos veces vencido por Alhakem, «y en quien la nieve de las canas, dice la crónica, no había apagado el fuego de su corazón». Confiaba ahora en la ayuda de sus tres hijos, Cassim, Esfah y Obeidallah. Pero los hijos, o menos ambiciosos o menos confiados en sus fuerzas que el padre, lejos de prestarle ayuda y fomentar sus ilusiones, acudieron a persuadirle que se sometiera al legítimo emir, cuando éste, después de algunos combates, le tenía cercado en Valencia. La manera como se decidió Abdallah a hacer su sumisión retrata al vivo lo que era un verdadero creyente, un musulmán fanático de aquellos tiempos.

Tenía preparada una salida con toda su gente. Era un jueves, víspera del día festivo de los musulmanes. «Compañeros, les dijo, mañana. Si Dios quiere, haremos nuestra oración de jhuma, y con la bendición de Alá partiremos el sábado, y pelearemos si fuese su divina voluntad». El viernes, congregadas sus tropas delante de la mezquita de Bad Tadmir, o puerta de Murcia, dirigióles otra vez breve arenga, y alzando después los ojos y las manos al cielo: «¡Dios mío!, exclamó, si tengo razón y es justa mi demanda, si mi derecho es mejor que el del nieto de mi padre, ayúdame y dame la victoria; mas si su derecho es más fundado que el de su tío, bendícele, Señor, y no permitas las desgracias y horrores de la guerra y discordia que hay entre nosotros: apoya su poder y estado y ayúdale.» — «Así sea», contestaron a una voz el ejército y mucha parte del pueblo que se hallaba presente. En aquel momento, añade la crónica, sopló un viento frío y helado, extraño en aquel clima y estación, que ocasionó a Abdallah un accidente repentino y le dejó sin habla, de modo que fue necesario concluir la oración sin él. A los pocos días desató Dios su lengua, y dijo Abdallah: «Dios ha declarado su voluntad, y no permita el Señor que yo intente cosa alguna contra ella»

Al día siguiente un venerable anciano musulmán se apeaba a la entrada de la tienda de Abderramán: un joven llevaba asida la brida y otro sostenía el estribo de su lujoso palafrén. Eran Abdallah y sus hijos, que iban a hacer su sumisión al emir instituido por Dios para gobierno del pueblo musulmán. Abderramán los recibió con los brazos abiertos, y generoso como su abuelo Hixem, concedió a Abdallah el gobierno y señorío de Tadmir, donde murió dos años después.

Desembarazado Abderramán de esta guerra, iba a licenciar sus tropas, cuando recibió noticia de una irrupción que los condes de la Marca de España habían hecho en tierras musulmanas de este lado del Segre. Retuvo, pues, las licencias a sus soldados, y marchó precipitadamente sobre la Gotia llevando de vanguardia al caudillo Abdelkerim.

Cerca de veinte años hacía (desde 801) que gobernaba la ciudad y condado de Barcelona el godo Bera, cuando fue acusado de traición por otro godo llamado Sunila ante el emperador franco Luis, el cual le hizo comparecer en Aquisgrán. Negó Bera los cargos de infidelidad que se le hacían, y apeló a un juicio de Dios, pidiendo que, pues el acusado y el acusador ambos eran godos, se tuviese el duelo al uso de su nación, es decir, a caballo, al revés de los francos que en casos tales combatían a pie. Verificóse el combate, y vencido Bera, fue con arreglo a la ley de aquel tiempo declarado culpable y condenado a muerte; pero Luis conmutó esta pena por la de destierro a Rouen. Con tal motivo, el emperador nombró conde de Barcelona, en reemplazo de Bera, a Bernhard, hijo del conde Guillermo de Tolosa, que era el que gobernaba ya a Barcelona cuando se aproximó Abderramán.

Cuentan las historias arábigas que aquella importante ciudad cayó esta vez en poder del emir, así como Urgel y otras poblaciones de la Marca, obligando a los cristianos a refugiarse en las fortalezas de los riscos y en las angosturas de los montes, después de lo cual, dejando a los Francos llenos de pavor, regresó a Córdoba. Dúdase, no obstante, que llegaran los árabes a entrar esta vez en Barcelona. Las crónicas cristianas no lo confirman, y la poca certeza que puede adquirirse de acontecimientos tan importantes como este prueba lo mucho que dejan que desear las crónicas de aquellos tiempos.

En la primavera del año siguiente  se vió llegar a Córdoba unos personajes griegos, llevando consigo muchos y hermosos caballos con preciosos y elegantes jaeces, cuales nunca en España se habían visto. Eran enviados del emperador bizantino Miguel el Tartamudo, que venían a ofrecer a Abderramán aquel obsequio en nombre de su señor, y a solicitar su alianza contra el enemigo común de las dinastías de Bizancio y de Córdoba, Almamún, califa de Bagdad. Abderramán los hospedó en su alcázar, y después de haberlos agasajado, los despidió «con muy buena respuesta» enviando en su compañía a Yahia ben Hakem, el Gazalí, marino de gran mérito, también con caballos andaluces y espadas toledanas para el emperador.

Otra embajada, menos espléndida, pero no menos interesante, recibió poco después Abderramán. Los vasco-navarros que miraban, como hemos dicho, con más antipatía a sus vecinos de raza germana, aunque cristianos, que a los mismos musulmanes, amenazados de otra invasión Franca por los puertos de Roncesvalles y Roncal, iban a demandar auxilio a los árabes contra los enemigos traspirenaicos. De buena voluntad admitió Abderramán la petición, como admitía la alianza de aquellos montañeses. El temor de éstos no era infundado. Al fin del año 823, los condes Eblo y Aznar, lugartenientes del rey de Aquitania, habían tenido orden de franquear los Pirineos en dirección de la Vasconia. Sin obstáculo atravesaron aquellos valles, y sin dificultad llegaron también a Pamplona. Cumplido su objeto (que el historiador no declara), los condes y su ejército emprendieron su regreso a Aquitania por el mismo camino. Aquellos valles parecía estar destinados para cementerio de guerreros Francos. Reprodujese la tragedia de Carlomagno al cabo de cerca de medio siglo, y las cóncavas montañas de Roncesvalles volvieron a resonar con los alaridos de los Francos moribundos. Oigamos cómo lo refieren unos y otros autores.

«Los nuestros (dice el Astrónomo, en la Vida de Ludovico Pío) experimentaron de nuevo la perfidia acostumbrada del lugar, la astucia y el fraude innato de sus habitantes. Rodeados por todos lados por los naturales del país, las tropas fueron deshechas, y los mismos condes cayeron en manos de los enemigos» «Los walíes de la frontera (dicen las historias árabes) tuvieron este año sangrientas batallas con los cristianos de los montes de Francia, y los vencieron con cruel matanza en los angostos valles de los montes de Albortah y cautivaron sus caudillos, que vinieron con muchos despojos a Córdoba» «A su retirada (dicen las historias de Navarra) acometieron los navarros a los franceses según su costumbre, y derrotaron todo el ejército, quedando la mayor parte con bagajes y banderas en el campo de batalla. Los condes fueron hechos prisioneros. Aznar, que era vascón, y tenía parientes y amigos entre los navarros, recobró la libertad, bajo juramento de no hacer la guerra contra Navarra; pero Eblo fué enviado con título de regalo a Abderramán rey de Córdoba, cuya amistad y alianza necesitaban y solicitaban los navarros contra los franceses»

Sufrieron, pues, los Franco-Aquitanios otra segunda derrota en Roncesvalles, que si acaso menos sangrienta que la primera, sirvióles de tan dura lección y escarmiento que no volvieron más a visitar aquellos funestos lugares. Del cotejo de las historias de las tres naciones se infiere que alguna parte del triunfo debió tocar a los sarracenos como auxiliares, si bien la gloria principal fue de los vascones, y así lo confiesa el mismo Astrónomo biógrafo, que ciertamente en esto no podrá ser tachado de parcial (824).

Como un agradable alivio a la fatigosa narración de tantas guerras se presenta aquí un corto episodio del reinado del segundo Abderramán, que aprovechamos con gusto, porque al propio tiempo que nos informa de las ocupaciones pacíficas de los príncipes musulmanes, nos proporciona ir conociendo por los hechos el carácter galante y caballeresco de nuestros dominadores de Oriente. Oigamos a uno de sus historiadores. «En este tiempo, dice, mandó Abderramán construir hermosas mezquitas en Córdoba, y en ellas puso fuentes de mármol y de varios jaspes, y trajo a la ciudad aguas dulces de los montes con encañados de plomo, y abrevaderos y grandes pilas para las caballerías. Edificó alcázares en las ciudades principales de España, reparó los caminos y construyó las ruzafas a orillas del río de Córdoba: dotó las madrasas o escuelas de muchas ciudades, y mantenía en la madrasa de la aljama de Córdoba trescientos niños huérfanos. Las horas que robaba a los negocios graves del Estado, se entretenía con los sabios y buenos ingenios que había en su corte, que eran muchos, y entre ellos estimaba y distinguía al célebre Abdalá Aben Xamri y Yahia ben Hakem, el Gazalí, y como este sabio había estado entre los cristianos de Francia, y en Grecia en sus embajadas, gustaba mucho de conversar con él y de informarse de las costumbres de los reyes infieles, y de los pueblos y ciudades que había visto. Había hecho hagib al walí de Sidonia Aben Gamri, y con este sabio caudillo solía jugar al scahtrang o ajedrez, que era uno de los más diestros jugadores que en aquel tiempo se celebraban, y competía con él Abderramán a este juego con grandes apuestas de joyas muy preciosas. Era en extremo liberal y dadivoso, y gastaba mucho a sus esclavas, pagando sus gracias y sus más cortos obsequios con joyas inestimables.

 Cuentan Ibrahim el Catib y otros, que un día regaló a una niña esclava suya, muy linda y agraciada, un collar de oro, perlas y piedras preciosas, de valor de mil dinares, y como algunos visires de su confianza que estaban presentes encareciesen tan sobresaliente dádiva, diciendo que aquel collar era joya de las que ennoblecían el tesoro real y podían servir en un apuro o vicisitud de fortuna, Abderramán les dijo: «Me parece que os deslumhra el brillo del collar y la estimación imaginaria que dan los hombres a la rareza de estas pedrezuelas y a la figura y lindeza de sus perlas: ¿pero qué tienen que ver con la hermosura y gracia de la humana perla que Dios ha criado? Su resplandor encanta los ojos de quien la mira, arrebata y desmaya los corazones: las más bellas perlas, los jacintos y esmeraldas más preciosas que ofrece la naturaleza en su especie, no deleitan así los ojos ni los oídos, no tocan el corazón ni recrean el ánimo; y así me parece que Dios ha puesto en mis manos estas cosas para que yo les dé su propio destino, y sirvan de adorno y gargantilla a esta graciosa muchacha»

Refiriendo después el rey a su poeta Abdalá ben Xamri la contienda que sobre el collar había tenido con los visires, uno y otro dedicaron a la linda esclava versos igualmente conceptuosos. «Gualiah, dijo el rey al poeta (continúa el historiador), que tus versos son más ingeniosos que los míos,» y mandó darle una bidra o bolsa de diez mil adharemes que repartió entre sus amigos presentes.

¿Pero de dónde sacaba Abderramán para tantas larguezas, para tantos dispendios y tan locas prodigalidades? De donde comúnmente lo sacan los príncipes, del pueblo. El que mucho daba, mucho tenía que pedir. Los impuestos se habían aumentado, el azaque o diezmo, limitado al principio a los frutos de la tierra y de los ganados, se había extendido a infinitos otros artículos. El pueblo murmuraba: cristianos, musulmanes y judíos, a todos desazonaba igualmente que a su costa estuviera el emir ganando fama de espléndido y dadivoso: el descontento era general, y en Mérida principalmente, ciudad populosa y considerable, se notaban muchas disposiciones a la revolución. No se ocultaba este estado de los ánimos al emperador Luis el Benigno, y calculando en su política la utilidad que podría sacar de esta situación de los ánimos, y poco escrupuloso en los medios, arrojó una tea incendiaria en el corazón de la España árabe, escribiendo a los meridanos y excitándolos a revolucionarse contra su emir.

He aquí las frases más notables de este extraño documento imperial: «En el nombre del Señor Dios y de nuestro Salvador Jesucristo: Luis, por ordenación de la divina Providencia emperador augusto, a todos los primados, y a todo el pueblo de Mérida, salud en el Señor. — Hemos sido informados de vuestra tribulación y de las vejaciones que sufrís de parte de vuestro rey Abderramán, cuya avaricia os trae oprimidos. Lo mismo hacía su padre Alhakem, el cual os sobrecargaba de impuestos que no debíais pagar, convirtiendo así a los amigos en enemigos, a los servidores leales en rebeldes Pero sabemos que vosotros, como hombres de corazón, habéis rechazado siempre con vigor las injusticias de vuestros inicuos reyes, y resistido valerosamente a su codicia y avidez. Por tanto nos complacemos en dirigiros esta carta para consolaros y exhortaros a perseverar en defender vuestra libertad contra los ataques de vuestro tirano monarca, y a resistir con fortaleza, como hasta aquí habéis sabido hacerlo, a su dureza y crueldad. Y como este mismo rey es tan adversario y enemigo nuestro como vuestro, os proponemos combatir de concierto contra él. Nuestra intención es en el próximo estío, con la ayuda de Dios Todopoderoso, enviar un ejército a nuestra Marca, y tenerle allí a vuestra disposición. Si Abderramán y sus tropas hacen la tentativa de marchar contra vosotros, nuestro ejército lo impedirá atrayéndolos a sí, y nada podrán contra vosotros sus fuerzas. Os aseguramos además, que si queréis separaros de Abderramán y veniros a nosotros, os volveremos vuestra antigua libertad íntegra y plena y os mantendremos libres de todo tributo. Vosotros mismos elegiréis la ley bajo la cual queráis vivir, y nosotros no os trataremos sino como amigos y asociados, honrosamente confederados para la defensa de nuestro imperio. Os deseamos salud en nuestro Señor.» Eginhard, in Vit. Ludov.

Pero mientras Luis suscitaba enemigos interiores a Abderramán, éste por su parte ganaba también auxiliares y aliados entre los súbditos del emperador, y una revolución estallaba en la Marca Española. Un godo llamado Aizón, fugado del palacio del emperador, se puso en la Marca de Gothia a la cabeza de un partido numeroso que debería tener ya preparado, y se hizo pronto dueño de Ausona (Vich), destruyó Rosas, y para robustecer más su partido despachó a un hermano suyo a Córdoba a solicitar socorros de Abderramán, el cual le facilitó de buen grado un ejército, cuyo mando confió a Obeidallah, el hermano de Esfah y de Cassim. Con esta noticia Vil-Mund, hijo de Bera, el antiguo gobernador de Barcelona desterrado á Rúan, no quiso desaprovechar la coyuntura de vengarse de los enemigos de su padre, y se incorporó a los sublevados de Aizón (826).

Todo esto fue noticiado a Luis con ocasión de hallarse en la dieta de Seltz, del otro lado del Rin, sin que al pronto tomara otra medida que pedir parecer aa su consejo. Pero mientras el consejo daba su dictamen, los rebeldes y los árabes reunidos avanzaban por la Cerdaña, encerraban al conde Bernhard en las plazas fuertes de Barcelona y Gerona, y talaban y destruían campiñas y fortalezas, y engrosaban sus filas con los montañeses descontentos de los francos. Al fin un respetable ejército imperial se dirigió a la Marca al mando del joven hijo del emperador. Pipino rey de Aquitania, y de los condes Hugo y Matfried. Pero este gran ejército no halló ocasión de medir sus armas con las huestes del rebelde Aizón y del árabe Abu Meruán, que reunidas recorrieron los campos de Barcelona y Gerona, y sin que nadie las hostilizara se volvieron a pequeñas marchas a Zaragoza. Afrentosa fue esta campaña para los leudes francos, a quienes la asamblea celebrada el año siguiente en Aquisgrán castigó con la privación de sus empleos. «Pequeña pena, añade el historiador francés, para el crimen de no haber peleado en unas circunstancias en que parecía prescribirlo las leyes militares de todos los países y todos los tiempos.»

Hablábase entretanto de una grande expedición que Abderramán preparaba contra la Aquitania, y en otra segunda asamblea de Aquisgrán se decidió que marchase un fuerte ejército a los Pirineos bajo la conducta de los hijos del emperador, Lotario y Pipino. Ya los dos príncipes se hallaban en Lyon dispuestos a emprender su marcha, y las tropas de Abderramán iban a salir para la frontera de Francia, cuando un impensado incidente vino a llamar la atención hacia otra parte y a dar otro giro a los negocios.

Las imprudentes prodigalidades de Abderramán tenían, como dijimos, irritado al pueblo musulmán: los tributos eran excesivos, el rigor de los recaudadores del diezmo acabó de encender el ya preparado combustible, y la revolución que amenazaba en Mérida había estallado. Figuraba a la cabeza Mohammed Abdelgebir, antiguo visir de Alhakem, destituido por Abderramán. El pueblo amotinado acometió las casas de los visires, las saqueó, y degolló algunos de ellos : el walí pudo salvarse huyendo de la ciudad. Mohammed y otros jefes de la sedición repartieron armas, vestuarios y dinero a la plebe, sin distinción de creencias, y se prepararon á sostener su tumultuario gobierno. Esto fue lo que detuvo la salida de Abderramán a las fronteras de Aquitania. Con la mayor presteza dispuso que pasasen las tropas de Algarbe y de Toledo, mandadas por el walí Abdelruf, a sofocar la rebelión. Mérida no estaba para ser tomada fácilmente. Más de cuarenta mil hombres armados recorrían sus calles. A falta de provisiones para tanta gente, pagábanlo las casas de los mercaderes y los ricos, de cuyos almacenes se apoderaban como de legítimo botín : achaque ordinario en las revueltas populares. En tan crítica situación los buenos musulmanes, dice la crónica, los hombres juiciosos y acomodados, entablaron inteligencias con Abdelruf, y se convino en entregarle la ciudad. Así sucedió. Dada una noche por los de dentro la señal convenida, abrieron se las puertas y entraron sin dificultad las tropas. Grande fue la sorpresa de los sublevados: todos corrían inciertos; muchos dejaban las armas aturdidos; la caballería del emir recorría las calles persiguiendo la chusma : como unos setecientos del pueblo fueron acuchillados; los caudillos de la rebelión se salvaron en la confusión y entre el tropel de los fugitivos; muchos huyeron a los campos y Mohammed se refugió en Galicia. Sosegó Abdelruf los ánimos de los vecinos pacíficos, avisó al emir de la pacificación de la ciudad, y a los pocos días un indulto general de Abderramán acabó de disipar el temor del castigo que a muchos inquietaba (828).

No bien sosegado el alboroto de Mérida, otro no menos importante y grave estalló en Toledo. Movióle Hixem el Atiki, rico joven de la ciudad, por sólo el deseo de vengarse del visir Aben Mafot ben Ibrahim. Había Hixem derramado mucho dinero entre la gente pobre, y ganado los berberiscos de la guardia del alcázar. Con esto penetraron en él los amotinados, se apoderaron de los ministros, los arrastraron por las calles, «y toda la ciudad (dice un escritor árabe, gran reprobador de estas revueltas) se alegró de ver arrastrados por la plebe los ministros de su opresión». Fortuna del walí fue hallarse en aquella sazón en el campo : avisado de la insurrección se retiró a Calat-Rahba (Calatrava) y comunicó la novedad al emir. Inmediatamente salió su hijo Omeya con parte de la caballería de su guardia y orden de reunirse con el walí para castigar a los rebeldes de Toledo. Pero Hixem con gran actividad repartió armas, distribuyó banderas, y viéndose al frente de una muchedumbre resuelta y armada, se atrevió a salir con la gente más osada y escogida a buscar las huestes del emir. Algunos ventajosos encuentros con las tropas de Omeya y de Aben Mafot, dieron gran confianza y orgullo al joven Hixem. Fué ya preciso que Abdelruf pasara desde Mérida con todas las fuerzas disponibles.

Aun así trascurrieron tres años sin que los tres generales de Abderramán lograran ventaja de consideración sobre los rebeldes de Toledo: hasta que en 832 pudo Omeya hacerlos caer en una celada, orillas del Alberche, causándoles gran matanza y obligando a los que quedaron con vida a refugiarse en la ciudad. Todavía al abrigo de sus fortificaciones hallaron recursos para persistir en la rebelión y no se rindió todavía Toledo.

En tal estado reprodújose otra vez la revolución de Mérida. Ausente Abdelruf y poco guarnecida la ciudad, introdujese en ella el mismo Mohamed, jefe del anterior motín, con todos los bandidos y malhechores que había estado capitaneando en tierras de Alisbona (Lisboa). Saqueó de nuevo los almacenes, armó y vistió la gente menuda, y se repitieron los excesos pasados. Esta vez acudió el mismo Abderramán con toda la caballería de su guardia. Hecho alarde de sus huestes en Ain Coboxi (la fuente de los carneros), contáronse cuarenta mil hombres y ciento veinte banderas. Rodeada Mérida de antiguos muros romanos, había sido flanqueada de torres después de la conquista. Hizo Abderramán minar algunas de ellas: anchas brechas le facilitaban poder entrar en la plaza; pero queriendo evitar la efusión de sangre y dar a conocer sus humanitarias disposiciones a los meridanos, hizo arrojar dentro de la ciudad flechas con papeles escritos, en que ofrecía general perdón a los que se entregasen, exceptuando sólo a los jefes de la sublevación, que señalaba con sus nombres. Algunos de estos billetes fueron a parar a manos de los exceptuados. Pero era imposible ya toda defensa, y Mohammed y sus cómplices huyeron, entregándose la ciudad á merced y discreción del emir.

Magnánima y generosamente se condujo Abderramán. Disculpándosele los principales meridanos de no haber podido prender a los caudillos rebeldes, cuentan que les dijo : «Doy gracias a Dios de que en este día de complacencia me haya librado del disgusto de hacerlos degollar: tal vez Dios abrirá los ojos de sus entendimientos y volverán de su locura; y si no lo hacen. Dios me dará poder para estorbar que perturben la tranquilidad de mis pueblos.» Dignos y nobles sentimientos, que representana Abderramán II como heredero de las virtudes de su abuelo, y como el reverso de la barbarie y crueldad de su padre. En los pocos días que permaneció en Mérida hizo reparar las fortificaciones destruidas, empleando en estas obras a los pobres de la ciudad.

Continuaba entretanto el sitio de Toledo. Al fin, después de seis años de una resistencia porfiada, estrechados y reducidos a lo alto de la ciudad, y acosados del hambre, tuvieron que rendirse. Hixem cayó herido en manos de Abdelruf, que le hizo cortar instantáneamente la cabeza, y colgarla de un garfio sobre la puerta de Bah-Sagra.

«Ahora se llama Bisagra, dice Conde, depravada la voz arábiga Bah, puerta, y la latina Sacra, que fué su nombre antiguo.» Hay dos puertas en Toledo con el nombre de Visagra, la una antigua, tapiada ya, y la otra nueva, que es la principal de la ciudad, así por su construcción, como por ser la que da salida al camino de Madrid. Algunos quieren derivar el nombre de Visagra del Vía sacra de los romanos, pero construida la puerta nueva por los árabes no es de creer que éstos adoptaran un nombre latino. Acaso ellos la nombraran Bak-Sahra, Puerta del Campo, y los cristianos corromperían después la pronunciación.

 

El generoso Abderraman mandó publicar luego un indulto general para todos los ciudadanos. Nombró a Aben Mafot visir de su consejo de Estado, y a Abdelruf walí de la ciudad. Dedicóse éste a reparar los maltratados muros, estableció una buena policía en la ciudad, y separó los cuarteles por medio de puertas para mayor seguridad de los vecinos (838). Así terminaron las dos famosas rebeliones de Mérida y de Toledo.

Pudo ya Abderramán atender a la Marca Gótica, cuya situación no podía ser más propicia para el progreso de las armas agarenas. Intrigas y discordias domésticas traían agitado el imperio franco-germano, y Bernhard. el conde de Barcelona, mezclado en ellas de lleno, había corrido diferentes vicisitudes. Sus intimidades con la segunda mujer del emperador Luis, llamada Judith. fueron causa de que el pueblo atribuyera a ellas el nacimiento de un hijo (en 823), el que después había de ser emperador y rey bajo el nombre de Carlos el Calvo. A pesar de estos rumores, constituido Luis en padrino y protector decidido de Bernhard, le llamó en 829 a su palacio, y le nombró su camarero, conservándole el gobierno de Gothia que comprendía la Septimania y condado de Barcelona. Mal recibido el conde por los otros hijos del emperador, huyó en 830 del palacio imperial por sustraerse a su encono. Quedóle por único asilo la ciudad de Barcelona. Nuevas acusaciones le obligaron a comparecer en 832 ante la corte del imperio, y aunque se juramentó en descargo, fue destituido del condado de Barcelona, que se confirió a Berenguer, hijo del conde Hunrico. Mas habiendo muerto éste en 836, Bernhard, quien había recobrado gran ascendiente y favor en la corte de Luis, fue por segunda vez nombrado conde de Barcelona y de la Septimania con más amplios poderes que antes.

Hallábanse así las cosas en 838, cuando el diestro Abderramán, desembarazado de revueltas intestinas y alentado con las que trabajaban los dominios francos, ordenó al walí de Zaragoza que allegando las banderas de la España Oriental corriese las tierras de la Marca. Enfermo y casi moribundo el emperador Luis, disputándose sus hijos la herencia del imperio como una presa, bullendo en la misma Gothia las facciones y los partidos, pudieron Obeidalah, Abdelkerim y Muza hacer por espacio de dos años devastadoras incursiones por aquellas tierras con grande espanto de los cristianos de la Gothia. No se limitaron a esto las atrevidas hostilidades de los sarracenos. Vióse salir de Tarragona una expedición marítima, que unida a otras naves sarracenas de Yebisar y Mayoricas (Ibiza y Mallorca), se dirigió a las costas de la Provenza, y llegó a saquear la comarca y arrabales de Marsella, retirándose con no escasas riquezas y gran número de cautivos.

Al paso que el imperio de Carlomagno se debilitaba, crecía en importancia el hispano-sarraceno. Otra vez vinieron a Córdoba legados de Constantinopla enviados por el emperador Teófilo, a solicitar los auxilios de Abderramán contra el califa abassida de Oriente Almotesim. Los recibió el emir honoríficamente y los despidió con regalos, ofreciendo al emperador que le ayudaría tan pronto como las guerras que entonces le ocupaban se lo permitiesen. Falleció en esto en Alemania el emperador Luis el Benigno (840), y a su muerte sufrió el imperio franco-germano una nueva recomposición, que había de envolverle en mayores turbulencias, y había de influir grandemente en los sucesos futuros de España.

Algún tiempo antes de morir había hecho Luis el Benigno dos partes iguales de sus Estados, dejando a su hijo mayor Lotario la parte que quisiera elegir para sí. Lotario tomó la primera, que comprendía la Francia Oriental, el reino de Italia, algunos condados de Borgoña, el reino de Austrasia y la Germania, a excepción de la Baviera, que dejaba a Luis su tercer hijo. La segunda abarcaba el reino de Neustria, la Aquitania, siete condados de Borgoña, la Provenza y la Septimania con sus Marcas. Este extenso reino fue dado por la voluntad expresa del emperador a Carlos el Calvo, el mismo que hemos dicho pasaba en el concepto público por hijo adulterino de la emperatriz Judith y del conde Bernhard, pero tiernamente amado, no obstante esto, por Luis. El Languedoc y una parte de Cataluña subsistían bajo el dominio del joven Carlos. Los de Pipino, rey de Aquitania, quedaban excluidos de la sucesión de los Estados de su padre en esta nueva partición del grande imperio de Carlomagno, lo cual dio lugar en adelante a un manantial de turbulencias y discordias en la Galia meridional y países contiguos.

Por el contrario el pequeño reino de Asturias habíase ido afirmando y engrandeciendo bajo la robusta mano del segundo Alfonso, cuyos postreros hechos dejamos en otro lugar referidos.

Muerto sin sucesión en 842 Alfonso el Casto, el sobrio, el pío, el inmaculado, como le nombra el cronista de Salamanca, los grandes prelados del reino, de acuerdo en esto con los deseos del último monarca, nombraron para sucederle a Ramiro, hijo de Bermudo el Diácono. Mas como se hallase a la sazón en Bardulia (Castilla), donde había ido a tomar por esposa la hija de un noble castellano, se aprovechó en su ausencia un conde palatino llamado Nepociano, pariente de Alfonso, para hacerse aclamar rey de Oviedo por sus parciales. Informado de ello Ramiro, encaminóse derechamente a Galicia, donde sin duda contaba con más partidarios que en Asturias, y reuniendo en Lugo una numerosa hueste partió resueltamente en busca de su rival, a quien miraba como un usurpador. Encontráronse los dos competidores cerca del río Narcea. Batido Nepociano y abandonado de los suyos huyó hacia Pravia y Comellana, pero alcanzado por dos condes de la parcialidad de Ramiro, fue entregado a éste, el cual le hizo sacar los ojos y le condenó a reclusión perpetua en un monasterio. Así subió al trono de Asturias el hijo de Bermudo el Diácono.

Se sabe que el pequeño reino asturiano comenzaba también a ser codiciado y combatido de pretendientes como el imperio árabe. Otros dos nobles, Aldroito, conde del palacio como Nepociano. y Piniolo, uno de los próceres de Asturias, conspiraron más adelante uno tras otro contra el monarca legítimo. Ambos fueron desgraciados en sus tentativas, y Aldroito sufrió la horrible pena de ceguera, prescrita en las resucitadas leyes godas, y Piniólo fue condenado a muerte con sus siete hijos;  ¡severidad terrible la del nuevo monarca! Bien que Ramiro era inexorable y duro en el castigo de toda clase de delitos. A los ladrones hacíales también sacar los ojos; con lo que purgó de salteadores sus Estados, y a los agoreros y magos los hacía quemar vivos; ¡espantosa crudeza la de aquellos tiempos! Este rigor hizo que los cronistas de aquella edad le llamaran el de la vara de la justicia.

Una tentativa de invasión de gente extraña, desconocida hasta entonces en nuestra Península, vino a poner a prueba la actividad y el valor bélico de Emiro. Los normandos (Northmen, hombres del Norte), esos piratas emprendedores y audaces, especie de retaguardia de los bárbaros del Septentrión, que desde el fondo del Jutland y del mar Báltico, desde Dinamarca y Noruega habían salido a fines del siglo VIII reclamar para sí una parte de los despojos del mundo, lanzándose atrevidamente a los mares en frágiles barcos sin más equipaje que sus armas, para arrojarse sobre las costas occidentales de Europa, saquearlas y volver a engolfarse cargados de botín en las olas del Océano; esos aventureros impertérritos, ejército regimentado de piratas a las órdenes de un jefe, que caían de improviso sobre las poblaciones de las costas, o se remontaban con asombrosa rapidez por las embocaduras de los ríos, para devastar tierras, degollar habitantes, hacer cautivos, y derramar sangre humana sin perdonar sexo ni edad: esos terribles facciosos de los mares que tan funestamente se habían hecho conocer en Inglaterra y en la Galia, aparecen por primera vez en la costa de Asturias con gran número de naves en el principio del reinado de Ramiro. Hacen su primera tentativa de desembarco en Gijón (843): pero ante las fortificaciones de la ciudad, y ante la actitud enérgica de los asturianos, desisten de la empresa, pasan adelante y van a desembarcar en el puerto Brigantino (Coruña).

Ramiro no se ha descuidado; un ejército cristiano cae intrépidamente sobre aquellos salteadores; muchos murieron; varias de sus naves fueron incendiadas, y se vieron forzados a abandonar aquellas costas fatales, y a tentar mejor fortuna en las de Lusitania y Andalucía. Allá van escarmentados por Ramiro el cristiano, a inquietar las poblaciones musulmanas, remontando el Guadalquivir hasta Sevilla, a continuar su obra de saqueo y de pillaje, a pelear con las huestes de Abderramán, hasta que son obligados a retroceder por los Algarbes, donde repiten los mismos estragos, y por último acometidos por los guerreros de Mérida, de Santarén y de Coimbra reunidos, desaparecen de aquellos mares (844). Honra fue del monarca de Asturias haber sabido guardar sus pequeños dominios de aquellos terribles invasores que habían logrado fijar su destructora planta en grandes y poderosos Estados.

Con la misma intrepidez peleó Ramiro con los árabes, venciéndolos en dos batallas : sin que otra cosa añadan las antiguas crónicas. Por lo missmo, y por no apoyarse en fundamento alguno racional histórico, ha rechazado ya la sana critícala famosa victoria de Clavijo que historiadores posteriores atribuyeron a este príncipe, y que ha constituido por siglos enteros una de las más generalizadas y populares tradiciones españolas.

He aquí en sustancia lo que cuenta de esta batalla el arzobispo don Rodrigo, verdadero autor de la leyenda. Indignado el rey Ramiro de que Abderramán de Córdoba le hubiera reclamado el tributo de las cien doncellas, a que suponen hallarse sujeto Mauregato, convocó en León a los prelados y abades, a los párrocos y barones ilustres del reino, y con su consejo declaró la guerra a Abderramán. Marchó el ejército cristiano contra los moros, dirigiéndose a la Rioja. Hallándose hacia Albelda, junto Logroño, se vieron acometidos los cristianos por un ejército numerosísimo de moros, no sólo de España sino de Marruecos y de otros países de África. La batalla fue desgraciadísima para los nuestros, los cuales se retiraron a llorar su infortunio al vecino cerro de Clavijo. A pesar de la derrota y la tristeza el rey se durmió, y entonces se le apareció en sueños el apóstol Santiago, el cual le habló amistosamente y le alentó a que volviera al día siguiente a la pelea, seguro de que quedaría vencedor, pues él mismo combatiría a la cabeza del ejército cristiano. Atónito el rey, comunicó esta aparición al amanecer a los grandes y prelados, y al ejército mismo, y todos, locos de alegría, no ansiaban ya sino el momento de entrar en combate bajo la dirección de tan ilustre capitán. Recibieron antes los Santos Sacramentos; llegó la hora de la lid, y exclamando: ¡Santiago! ¡Santiago! Cierra España (costumbre que quedó desde entonces al entrar en las batallas), comenzó la pelea, y con el socorro visible del Apóstol, que se apareció en los aires caballero en un blanco corcel y vestido él mismo de blanco, con espada en mano, fue tal el estrago que hicieron en los infieles, que quedaron en el campo más de sesenta mil moros, sin contar los que acuchillaron persiguiéndolos hasta Calahorra.

Mariana, que acogió sin examen ni crítica todo lo que halló en don Rodrigo, añadió por su cuenta no pocas circunstancias a la batalla, entre las cuales no podían faltar las arengas de costumbre.

Ni el monje de Albelda, ni el de Silos, ni Sebastián de Salamanca, ni ninguno de los antiguos cronistas dicen una sola palabra de un suceso que, a ser cierto, no le hubieran omitido en verdad. El primero que le mencionó fue el citado arzobispo que escribió cuatro siglos después.

Sobre esto se fundó, o acaso fue él mismo el fundamento de la fábula, el célebre privilegio o diploma de don Ramiro, llamado del Voto de Santiago, por el que se supone haber hecho la nación española voto general y perpetuo de pagar anualmente a la iglesia de Santiago cierta medida de los primeros y mejores frutos de la tierra, y de aplicar al Santo Apóstol una parte de todo el botín que se cogiese en todas las expediciones contra los moros, contándole como el primer soldado de caballería del ejército cristiano, cuya percepción continuó realizándose hasta tiempos muy recientes.

Sin embargo, no podemos tolerar la severidad con que suelen tratarnos los críticos extranjeros porque en nuestra historia se hayan mezclado invenciones como la de la batalla de Clavijo, como si no fuese común achaque de las historias de todos los países. Y para que se vea la injusticia con que en esto proceden, el mismo historiador Pedro de Marca, arzobispo de París, que de tan absurda califica esta aparición del apóstol Santiago en Clavijo, refiere como cosa muy cierta que en una batalla que dieron los franceses a los normandos en 980, se apareció delante del ejército el mártir San Severo, en traje de capitán, montado también sobre un caballo blanco, matando y arrojando a los enemigos, en memoria de cuyo milagro el duque de Gascuña, Guillermo Sánchez, fundó el monasterio de San Severo en la ciudad del mismo nombre, por voto que de ello hizo. Así los mismos que tan acremente nos censuran por nuestras tradiciones populares, las imitan o las copian acaso más absurdas.

No menos piadoso y devoto Ramiro que sus predecesores, erigió cerca de Oviedo varios templos, que aún subsisten hoy, notables, ya no sólo por su admirable solidez, sino también por cierta regular proporción y belleza de arquitectura, que todavía merece los elogios de los distinguidos artistas que visitan aquellos célebres lugares, y que justifican las alabanzas que se leen en el cronista Salmantino. Es notable entre aquéllos el que con la advocación de Santa María edificó a la falda del monte llamado Naranco, a menos de media legua de Oviedo. Sin otros hechos importantes que las crónicas hayan consignado, terminó el honroso reinado del primer Ramiro en 850. Sus restos mortales fueron sepultados en el panteón de los reyes erigido por Alfonso el Casto, y su muerte no alteró la especie de armisticio tácito que había entonces entre los sarracenos y los cristianos de Galicia.

No era por el Norte, sino por el Oriente de España, por donde ardía entonces vivamente la guerra. Los hijos de Pipino, resentidos de la exclusión a que se los había condenado en la partición del imperio, se conjuraron en la Septimania contra Carlos el Calvo, y ayudábalos secretamente Bernhard, el conde de Barcelona, con la mira ulterior de hacerse independiente. Pronto y caramente pagó su deslealtad al que pasaba por su hijo. Carlos el Calvo, en una asamblea de Tolosa a que le mandó comparecer, le hizo condenar a la pena de muerte, que dicen ejecutó por su propia mano, y añaden que, poniendo el pie sobre su cadáver: «Maldito seas, exclamó, que has mancillado el lecho de mi padre y tu señor!» Cuyas palabras prueban que Carlos no desconocía su origen y que cometía a sabiendas un parricidio (1). Acto continuo nombró conde de Barcelona al godo Aledrán, pariente de Berenguer. Propúsose Guillermo, hijo de Bernhard, vengar la muerte de su padre, atacó a Aledrán, se declaró en favor del hijo de Pipino contra Carlos el Calvo, e invocó el auxilio de Abderramán de Córdoba. Al propio tiempo levantábanse los vascones con su conde Aznar contra el rey Pipino de Aquitania: de forma que, de una y otra vertiente de los Pirineos, hormigueaban las facciones en términos que no es extraño que San Eulogio de Córdoba dijera en una de sus cartas que no había podido pasar a Francia por las bandas armadas que infestaban aquellos países. Cruzábanse las conspiraciones y se hacían y se deshacían con admirable facilidad las alianzas más extrañas. Los árabes, coligados con Guillermo en 846, hacían paces con Carlos el Calvo en 847, pero Guillermo, peleando solo y por su cuenta, se apoderó en 848 de Barcelona y de Ampurias y al año siguiente logró hacer prisionero a Aledrán. Poco le duró el contento. En 850 fué a su vez vencido por los partidarios de Aledrán, que repusieron a éste en el condado de Barcelona.

Las vicisitudes se sucedían rápidamente. En este mismo año vuelven a romperse las paces entre Carlos el Calvo y Abderramán II, y dos ejércitos musulmanes pasan el Ebro. El uno de ellos pone sitio a Barcelona, y declarándose los judíos por los islamitas, les abren las puertas de la ciudad, mientras una flota sarracena devastaba de nuevo las costas de la Provenza. No se empeñó Abderramán en conservar Barcelona, contentóse con desmantelarla y con perseguir a los enemigos hasta las tierras de los francos. Si no pereció Aledrán en aquella invasión, por lo menos no volvió a saberse de él, y en 852 hallamos establecido como conde de Barcelona a Udalrico.

Todo iba entonces prósperamente para los musulmanes. El emperador Teófilo de Constantinopla enviaba a Abderramán nuevos embajadores solicitando con urgencia su alianza y su ayuda. La marina musulmana recorría las costas de la Galia Meridional y de la Toscana, enseñoreaba el Mediterráneo, y llenaba de terror a la Europa entera: y otros sarracenos, no declaran bien las historias si de España o de África, se atrevían a avanzar hasta las puertas de la capital del mundo cristiano, devastaban los arrabales de Roma, y saqueaban las iglesias de San Pedro y San Pablo, situadas extramuros sobre el camino de Ostia: gran conflicto, y sobresalto grande para la cristiandad.

Días amargos y de ruda prueba estaban pasando ya los cristianos de Córdoba. La tormenta de la persecución que anunciamos antes descargaba ya con furia sobre aquellos fieles que hasta entonces habían logrado gozar de cierta libertad y reposo, y a la era de tolerancia había sucedido una era de martirio. ¿Qué había motivado este cambio? ¿No tenía fama de humanitario y generoso el segundo Abderramán? Teníala, y los historiadores árabes cuentan el siguiente rasgo de su corazón benéfico.

Había afligido en 846 a las provincias meridionales una sequía espantosa: faltaron las cosechas, se abrasaron las viñas y los árboles frutales; no quedó hierba verde en el campo; agotáronse los pozos y los abrevaderos; los ganados escuálidos morían de inanición; las risueñas campiñas se convirtieron en soledades horribles, sin vivientes que las atravesaran; muchas familias pobres emigraron a África huyendo del hambre; la miseria hacía estragos horribles, y, para completar este cuadro desconsolador, un viento solano que sopló de Sahara envió una plaga de langosta que acabó de consumir las pocas subsistencias que quedaran. Abderramán entonces apareció como un ángel de consuelo; suspendió la guerra santa y abrió las arcas del tesoro; distribuyó limosnas a los pobres, perdonó las contribuciones a los ricos, empleó los jornaleros en obras públicas, hizo por primera vez empedrar la ciudad, y de esta manera continuó curando los males del pueblo, hasta que Dios, dicen sus crónicas, se apiadó de los muslimes, y el rocío del cielo bajó a refrescar los campos. Esta conducta de Abderramán hizo que los mismos que antes le murmuraban le amaran y le llenaran de bendiciones.

¿Cómo este mismo Abderramán, tan bueno en Mérida y en Córdoba, persiguió después cruelmente a los cristianos? Examinemos las causas de este sangriento episodio.

A pesar de la tolerancia del gobierno musulmán y a pesar de haber adoptado mucha parte de los mozárabes el turbante, el albornoz y el calzón ancho de los musulmanes, conservábanse vehementes antipatías entre los individuos de las dos religiones, en cada una de las cuales había fanáticos que creían contaminarse con sólo tocar los unos la ropa de los otros. Entre ciertas clases del pueblo es difícil, si no imposible, que haya la suficiente prudencia para disimular estos odios y animosidades, y que no las dejen estallar en actos positivos de recíproca hostilidad; y esto era lo que acontecía, sin que bastara a evitarlo el celo y vigilancia, así de los cadíes árabes como de los condes cristianos. Los alfaquíes, o doctores de la ley, y algunos musulmanes exagerados, cuando oían tocar la campana que llamaba a los cristianos a los divinos oficios, tapábanse los oídos, y hacían otras demostraciones semejantes, prorrumpiendo a veces en exclamaciones ofensivas, y a veces también poníanse a orar por la conversión de los que ellos llamaban infieles. Los cristianos, por su parte, cuando oían al muezzin desde el Minarete o torre de la mezquita llamar a la oración a los muslimes, hacían iguales imprecaciones y se ponían a gritar: Sálvanos, Domine, ab auditii malo, et nunc, et in aeternum. Con esto exasperábanse, unos y otros, y a la provocación y a los denuestos seguíanse las riñas, las violencias y los choques.

La ley hacía esta lucha muy desventajosa por parte de los cristianos. Aunque gozaban de la libertad del culto, las palabras del Profeta daban mil ocasiones y pretextos para que fuesen molestados y perseguidos. El cristiano que pisaba una mezquita, o había de abrazar la fe de Mahoma, o era mutilado de pies y manos. El que una vez llegaba a pronunciar estas palabras de su símbolo : No hay Dios sino Dios y Mahoma es su Profeta, aunque fuese sólo por juego o en estado de embriaguez, ya era tenido por musulmán y no era libre de profesar otro culto. El que tenía comercio con mujer musulmana, entendíase que abrazaba su religión. El hijo de mahometana y de cristiano o viceversa, el mulado o muzlita, era reputado por mahometano también; porque el Profeta había dicho muy astutamente que tenía que seguir aquella de las dos religiones del padre o de la madre que fuese la mejor, y la mejor era natural que fuese la suya. El cristiano que de hecho o de palabra injuriaba a Mahoma o a su religión, no tenía otra alternativa que el mahometismo o la muerte.

Estos mulados (de donde vino nuestra voz mulato) muzlitas, mozlemitas o mauludines, eran los hijos o nietos de musulmanes no puros, sino que habían sido cristianos renegados, o hijos de cristiana y musulmán, o de mahometana y cristiano. Como el número de españoles era infinitamente mayor que el de las familias árabes y se fueron haciendo matrimonios mixtos, al cabo de algunas generaciones eran ya más los mulados que los árabes puros: de aquí las rivalidades de familias y muchas de las guerras de que hemos dado cuenta.

Con esto comenzó una serie de persecuciones y de martirios, a que ayudaba por una parte el celo religioso, a las veces indiscreto y exagerado, de algunos cristianos, y por otra las ardientes excitaciones de los monjes y sacerdotes, que o alentaban a los demás o se presentaban ellos mismos a buscar la muerte. El monje Isaac bajó espontáneamente de su monasterio, y comenzó a predicar el cristianismo en la plaza y calles de Córdoba, y aun a provocar al cadí o juez de los musulmanes: el cadí le hizo prender, y de orden de Abderramán le dio el martirio que buscaba. El presbítero Eulogio, varón muy versado en las letras divinas y humanas, exhortaba incesantemente con sus palabras y sus cartas a despreciar la muerte, a persistir en la fe de Cristo y a injuriar la religión de Mahoma. Así lo hizo con las vírgenes Flora y María que se hallaban en la cárcel, con cuya ocasión escribió un libro titulado: Enseñanza para el martirio. Multitud de sacerdotes, de vírgenes, de todas las clases y estados del pueblo fueron martirizados en este sangriento periodo, sufriendo todos la muerte con una heroicidad que recordaba los primeros tiempos de la Iglesia. Con la insensibilidad que ostentaban los sacrificados crecía el furor de los verdugos, y con las medidas rigurosas de los musulmanes se fogueaban más los cristianos, y se multiplicaba el número de las víctimas voluntarias.

Vióse con este motivo un fenómeno singular en la historia de los pueblos; el de un concilio de obispos católicos congregado de orden de un califa musulmán. Convencido Abderramán de que cada suplicio de un mártir no producía sino provocar la espontaneidad de los martirios, convocó en 852 un concilio nacional de obispos mozárabes en Córdoba, presidido por el metropolitano de Sevilla, Recafredo. El objeto de esta asamblea era ver de acordar un medio de poner coto a los martirios voluntarios, y los obispos, o por debilidad o por convencimiento, declararon no deber ser considerados como mártires los que buscaban o provocaban el martirio, lo cual dio ocasión al fogoso Eulogio para escribir con nuevo fervor contra esta doctrina, calificándola de debilidad deplorable. No cesó por esto ni la audacia de los fieles ni el rigor de los mahometanos: siguióse una dispersión de mozárabes, y el mismo obispo de Córdoba, Saúl, se vio preso en una cárcel por el metropolitano de Sevilla.

Cumplióse en esto el plazo de los días de Abderramán II. Dicen nuestras crónicas, que asomándose una tarde a las ventanas de su alcázar, y viendo algunos cuerpos de mártires colgados de maderos orilla del río, los mandó quemar, y que ejecutado esto, le acometió un accidente de que falleció aquella misma noche (setiembre de 852; último de la luna de safar de 238). Todos los pueblos lloraron su muerte como la de un padre, dicen las historias musulmanas. Había reinado treinta y un años, tres meses y seis días. Dejó muchas hijas y cuarenta y cinco hijos varones: el que le sucedió en el imperio se llamaba Mohammed.

No se templó, antes arreció más con Mohammed I, la borrasca de la persecución contra los cristianos. El nuevo emir comenzó por lanzar de su palacio a los que servían en él, y por destruir sus templos. Entre los muchos mártires de esta segunda campaña, lo fue el ilustrado y fervoroso Eulogio, que acababa de ser nombrado metropolitano de Toledo. La causa ostensible fue haber ocultado en su casa a Leocricia, que siendo hija de padres mahometanos había abrazado el cristianismo, y buscado un asilo en casa de Eulogio. Ambos fueron decapitados: los cristianos rescataron los cuerpos de estos santos mártires y los depositaron en sus templos.

La imparcialidad histórica nos obliga a consignar lo mismo los lunares que las glorias de las actas del cristianismo. No todo fue pureza, virtud y perseverancia en esta época de tribulación y de prueba. Algunos cristianos tuvieron la flaqueza de apostatar, lo cual no nos admira, porque el heroísmo no puede ser una virtud común a todos los hombres, y esto es precisamente lo que constituye su mérito. Lo peor fue que vino a los cristianos andaluces otra persecución de quien menos lo podían esperar, de algunos obispos cristianos. Hostigesio. prelado de Málaga, y Samuel, de Elvira, no contentos con haber convertido sus casas, de asilos modestos de la virtud que debían ser, en lupanares inmundos; no satisfechos con propalar herejías acerca de la naturaleza de Cristo conforme a lo que de ella enseñaban los mahometanos; y no teniendo por bastante apropiarse las limosnas y oblaciones de los fieles y malversar los bienes del clero, excitaron a Mohammed a que exigiese nuevos tributos personales a los cristianos, haciendo para ello un empadronamiento general escrupuloso, convidándose ellos a hacer uno minucioso y exacto de los de sus diócesis. Servando, conde de los cristianos, en quien éstos deberían creer encontrar consuelo y apoyo, había pedido permiso a Mohammed para exigirles cien mil sueldos, hacía desenterrar a los mártires, y formaba causas a los fieles por haberles dado sepultura. En tan apurado y extraño conflicto, un nuevo atleta se presenta a sostener la buena causa de los oprimidos cristianos, el abad Sansón varón respetado por su piedad y por su literatura. Pero el disidente Hostigesio negocia con Mohammed la convocación y reunión de un concilio de los obispos de la comarca para que en él sea juzgado Sansón, y para que se obligue a todos los prelados católicos a que hagan el recuento de sus súbditos a fin de exigirles nuevos y crecidos impuestos. Extraña singularidad la de este lamentable episodio de la historia cristiana. Un obispo disidente, inmoral, avaro, manchado de herejía, instiga a un califa de Mahoma a celebrar un concilio de obispos cristianos para condenar al más celoso defensor de la pureza de la fe. Este concilio se celebra en Córdoba con asistencia del prelado de esta ciudad, de los de Cabra, Écija, Almería, Elche y Medina Sidonia. Sansón se previene con una profesión de fe que sustenta con valor en sus discusiones con Hostigesio, pero las furibundas amenazas, ya que no las razones de este prelado, logran intimidar a los débiles ancianos que componían el sínodo, y la doctrina y proposiciones de Sansón son declaradas perniciosas, cuya sentencia hacen circular Hostigesio y Servando por todas las iglesias de Andalucía. Sansón, por su parte, demuestra la nulidad de la sentencia como arrancada por la violencia y el dolo. Provocada nueva declaración, algunos obispos se retractan de la primera, y entre ellos Valencio de Córdoba, que para manifestar el aprecio que le merecía la doctrina de Sansón le hizo abad de la iglesia de San Zoilo. (El título de Abad que se da a Sansón no lo era de dignidad monástica, sino de gobierno parroquial, como en nuestros días se llaman abades los curas propios de las iglesias de Galicia y Portugal). Esto acabó de irritar al partido de Hostigesio y Servando, que acudieron entonces a la calumnia y a la intriga, y aprovechando la predisposición de Mohammed, consiguen que el abad Sansón sea depuesto y desterrado a Martos, donde compuso la interesante defensa de su doctrina con el título de Apologético, acalorando con esto más y más los ánimos. Siguiéronse mutuas profanaciones e insultos de cristianos y musulmanes en sus respectivos templos, hasta que la tormenta fue con la acción misma del tiempo calmando, o más bien la atención de los muslimes se distrajo hacia los campos de batalla, donde cristianos, muzlitas y moros rebeldes combatían con las armas el poder central del imperio árabe-hispano.

Tal fue este episodio tan glorioso como sangriento de la Iglesia mozárabe española, que podremos llamar la era de los martirios, y que produjo, además de una multitud de hechos heroicos mezclados con otros de lamentable recuerdo, un catálogo de santos con que se aumentó el martirologio de España, y los numerosos escritos de San Eulogio, de Pablo Alvaro y del abad Sansón, que han llegado hasta nuestros días, y sin los cuales nos veríamos privados de las noticias de este período de lucha religiosa, tanto más glorioso cuanto era con más desiguales armas sostenida.

A principios del siglo XIV, con ocasión de limpiarse un pozo distante media legua de Trasierra, se halló la famosa campana del abad Sansón, así llamada por haber sido donación de este virtuoso y erudito presbítero a la iglesia de San Sebastián, en 875, notable por la circunstancia de creerse la campana más antigua que se conserva en España. Tiene cerca de un pie de alto y otro tanto de diámetro, con asa para tocarla, y una inscripción que expresa el año de su oferta. Había sido llevada al monasterio de Valparaíso cerca de Córdoba, y en la última supresión de las órdenes religiosas fue entregada por la comisión de arbitrios de amortización a la de ciencias y artes, que la colocó en el colegio de humanidades de la Asunción, donde se conserva. — Ramírez y las Casas Deza, Antigüed. de Córdoba. — Los preciosos escritos de San Eulogio, de Pablo Alvaro y de Samsón, que tan interesantes noticias nos han trasmitido acerca de este importante período de la historia cristian -musulmana, se hallan en los tomos X y XI de la España Sagrada de Flórez.

 

Había sucedido en 850 a Ramiro de Asturias su hijo Ordoño, primero de este nombre, que tuvo que inaugurar su reinado con una expedición contra los vascones de Álava que se habían sublevado, sospéchase que en connivencia con los musulmanes, y a los cuales logró sujetar y tener sumisos. Pero el hecho más brillante de las armas del nuevo monarca de Oviedo fue la famosa victoria que en la Rioja alcanzó sobre un ejército mahometano mandado por Muza ben Zeyad. Antes de referir este célebre triunfo de Ordoño, necesitamos dar cuenta de quién era este Muza que tan famoso se hizo en la historia española del siglo IX.

Muza era godo de origen y había nacido cristiano. Por ambición había renegado de su fe y abrazado el islamismo con toda su familia. En poco tiempo había hecho una brillante carrera en tiempo de Abderramán, y esto mismo acaso le tentó a rebelarse a su vez contra los árabes: con ardides tanto como por fuerza se había ido apoderando de Zaragoza, de Tudela, de Huesca y de Toledo: el gobierno de esta última ciudad y comarca le dio a su hijo Lupo (el Lobia de los árabes), y cerca de Logroño levantó una nueva ciudad que nombró Alhaida (Albelda entre los cristianos), y que hizo como la capital de sus Estados. Los vascones, o por temor a un vecino tan poderoso, o por huir de sujetarse al reino de Asturias, hicieron alianza con Muza, y García su príncipe llegó a tomar por esposa una hija del doblemente rebelde caudillo. Alentado éste con sus prosperidades, y noticioso del miserable estado en que los dominios de Carlos el Calvo se hallaban, acometió la Gothia, franqueó los Pirineos, y sólo a precio de oro pudo el nieto de Carlomagno comprar una paz bochornosa. Entretanto Lupo su hijo se mantenía en Toledo y el rey de Asturias fomentaba y protegía su rebelión, y aunque las huestes de Mohammed lograron un señalado triunfo sobre las tropas rebeldes de Lupo y las auxiliares cristianas, matando gran número de unas y otras, la ciudad no pudo ser tomada: dejó el emir encomendado el sitio a su hijo Almondhir, el cual no tardó en ser batido por Muza. Envanecido éste con tantas victorias, se hacía llamar el tercer rey de España, y quiso tratar con el emir como de igual a igual. Y en efecto, llegó a dominar Muza en una tercera parte de la Península. Pero estas mismas pretensiones hicieron que los cristianos, en vez de mirarle como aliado, le miraran ya como enemigo.

Desavenidos estaban cuando se encontraron en la Rioja. Ordoño fue el que tomó la ofensiva : un cuerpo de tropas destacó sobre Albelda, y al frente de otro marchó él mismo contra Muza. Dióse el combate en el monte Laturce, cerca de Clavijo: la victoria se declaró por los soldados de Ordoño; diez mil sarracenos quedaron en el campo; entre los muertos se halló el yerno y amigo de Muza, García de Navarra; el mismo Muza, herido tres veces por la lanza de Ordoño, pudo todavía salvarse en un caballo que le prestaron, y se fue a buscar un asilo entre sus hijos Ismail y Fortún, walí de Zaragoza el uno, de Tudela el otro : los ricos dones que había recibido de Carlos el Calvo quedaron en poder de Ordoño. El monarca cristiano marchó sin pérdida de tiempo sobre Albelda, y habiéndola tomado después de siete días de asedio, la hizo arrasar por los cimientos; la guarnición musulmana fue pasada a cuchillo, y las mujeres y los hijos hechos esclavos. De tal manera consternó este doble triunfo de los cristianos al hijo de Muza, Lupo, el gobernador de Toledo, que pareció faltarle tiempo para solicitar la amistad de Ordoño y ofrecerse para siempre a su servicio. Así humilló el valeroso rey de Asturias el desmedido orgullo de Muza el renegado, librando al mismo tiempo al emir de Córdoba de su más importuno y temible enemigo.

Alentóse con esto Mohammed y consagróse a acabar a toda costa con la rebelión de los hijos de Muza. Años hacía que Lupo se mantenía en Toledo sitiado por Almondir, sin que le arredrara el haber visto enviar setecientas cabezas de los suyos cogidos en Talavera para adornar, según costumbre, las almenas de Córdoba. Fue, pues, Mohammed a activar y estrechar el sitio. Cansados los labradores y vecinos pacíficos de Toledo de los males de la guerra y de ver cada año destruir sus mieses, sus huertas y sus casas de campo, ofrecieron al emir que le entregarían la ciudad y aun las cabezas de los rebeldes si les otorgaba perdón. Se lo prometió así Mohammed, ye le abrieron las puertas de Toledo aun antes del plazo designado; algunos caudillos fueron puestos a su disposición; otros pudieron huir disfrazados, entre ellos el mismo Lupo, que fue a refugiarse en la corte de Ordoño el cristiano (859), de quien continuó siendo aliado y amigo. Así acabó por entonces la famosa rebelión de Muza el renegado, del que tuvo la presunción de titularse el tercer rey de España. Ocupóse Mohammed en arreglar las cosas del gobierno de Toledo.

Cúpole a Ordoño otra gloria semejante a la que había alcanzado su padre Ramiro. Los normandos, esos aventureros de los mares, ni nunca quietos ni nunca escarmentados (los Magioges de los árabes), vinieron a intentar un nuevo desembarco en Galicia (860). Sesenta naves traían ahora. Rechazó de allí esta segunda vez el conde Pedro aquellos formidables marinos, que se vieron forzados a bordear como antes el litoral de Lusitania y Andalucía en busca siempre de presas que arrebatar: arrasaron aldeas, atalayas y caseríos desde Málaga a Gibraltar, saquearon en Algeciras la mezquita de las Banderas, y acosados por las tropas de Mohammed pasaron a las playas de África, recorrieron la costa de la Galia, las Baleares, el Ródano, los mares de Sicilia y de Grecia, haciendo en todas partes los mismos estragos, dejando tras sí una huella de devastación y de sangre, hasta que desaparecieron en el Océano para entrar otra vez en la Escandinavia con los despojos que habían podido recoger de todos los países.

Ordoño, que no olvidaba sus naturales y más inmediatos enemigos, los árabes, llevó sus armas a las márgenes del Duero, venció al walí de la frontera Zeid ben Cassim, y tomó varias poblaciones, entre ellas Salamanca y Coria, que no se esforzó en conservar, contentándose con destruir sus murallas y llevar cautivos al centro de su reino. Así no creemos que para recobrarlas hubiera necesitado Almondir el Ommiada llevar tan grande ejército como luego llevó, y cuyo aparato de fuerza podía sólo justificar el respeto que ya les imponía el nombre de Ordoño. Desde el Duero llevó Almondir sus huestes hasta el Nordeste de la Península, franqueó el Ebro, penetró por Álava en la alta Navarra y montes de Francia, taló las campiñas de Pamplona, ocupó algunas fortalezas de su comarca, y cautivó, dice un autor árabe, a un cristiano muy esforzado y principal llamado Fortún, que se llevó consigo a Córdoba, donde vivió veinte años, al cabo de los cuales fue restituido a su patria. Esta expedición tuvo sin duda por objeto castigar a los que habían sido aliados del rebelde Muza.

Este Fortún pudo ser muy bien el hijo de Muza, gobernador de Tudela: mas al decir de algunas historias navarras, era Fortuno, hijo del García Iñigo o Íñiguez, muerto en Albelda, y añaden que con él fue llevada a Córdoba su hermana Íñiga, y que el haber recobrado su libertad al cabo de los veinte años fue debido al casamiento de Íñiga con Abdallah, hijo segundo de Mohammed.

A poco tiempo de esto (en 863) llevaron al emir de Córdoba sus forénicos, o correos de a caballo, nuevas que le pusieron en grande cuidado y alarma. Los cristianos de Francia y los de Galicia habían invadido simultáneamente y por opuestos puntos las tierras de su imperio. Ordoño había entrado en la Lusitania, corrido la comarca de Lisboa, incendiado Cintra, saqueado los pueblos abiertos y cogido multitud de ganados y cautivos. La fama abultaba los estragos, y Mohammed creyó llegado el caso de hacer publicar la guerra santa en todas los mezquitas. Juntáronse todas las banderas y Mohammed penetró con sus huestes en Galicia hasta Santiago. Mas cuando él llegó, ya los cristianos se habían recogido y atrincherado en sus impenetrables riscos: con que tuvo por prudente regresar por Salamanca y Zamora hacia Toledo.

En las fronteras de Francia un hombre oscuro daba principio a una guerra que había de ser dura y porfiada. Este hombre era Hafsún, originario de aquellas tribus berberiscas que en el principio de la conquista se establecieron en los altos valles y sierras más ásperas del Pirineo. Aunque nacido en Andalucía, era oriundo de la proscrita raza de los judíos. Sus principios fueron oscuros y humildes. Vivía del trabajo de sus manos en Ronda, pero descontento de su suerte pasó a Torjiela (Trujillo) a buscar fortuna, y no hallando recursos para vivir se hizo salteador de caminos, llegando por su valor a ser jefe de bandoleros, y a adquirir no escasa celebridad en aquella vida aventurera y agitada. Hafsún y su cuadrilla se hicieron dueños de una fortaleza llamada Calat-Yabaster. Por último, arrojado del país, se trasladó a las fronteras de Francia, y se apoderó del fuerte de Rotah-el-Yehud (Roda de los Judíos), situado en un lugar inexpugnable por su elevación y aspereza sobre peñascos cercados del río Isabana.

No sólo fue bien recibido allí Hafsún por los judíos berberiscos, sino que viendo los cristianos de Ainsa, Benabarre y Benasque la fortuna de sus primeras algaras, confederáronse con él para hacer la guerra a los mahometanos; y precipitándose como los torrentes que se desgajan de aquellos riscos, cayeron sobre Barbastro, Huesca y Fraga, levantando los pueblos contra el emir. El walí de Zaragoza, resentido de haber sido nombrado otro gobernador de la ciudad, si no favoreció a los rebeldes, a lo menos no se opuso a sus progresos y correrías. El walí de Lérida Abdelmelik tomó abiertamente partido en favor de Hafsún, y le entregó la ciudad. Lo mismo hicieron los alcaides de otras poblaciones y fortalezas. De modo que el menestral de Ronda, el jefe de bandidos de Trujillo, se vio en poco tiempo dueño de una parte considerable de la España oriental y de gran número de ciudades y castillos, con lo que más y más envalentonado, recorrió las riberas del Ebro y fértiles campiñas de Alcañiz, engrosando sus filas con todos los descontentos, fuesen cristianos, judíos o musulmanes.

Sobresaltado Mohammed con tan seria insurrección, y no pudiendo desatender las fronteras del Duero, continuamente invadidas é inquietadas por los cristianos de Ordoño, trató primeramente, y antes de emprender operaciones contra el rebelde Hafsún, de asegurarse al menos la neutralidad del imperio franco, a cuyo efecto envió a Carlos el Calvo embajadores con ricos presentes y con proposiciones de paz y amistad. Carlos, a quien hallamos siempre dispuesto y poco escrupuloso en firmar paces y alianzas con todo género de enemigos, no desechó tampoco la propuesta del emir, y despachó a su vez a Córdoba mensajeros encargados de acordar las bases de la pacificación, los cuales, desempeñada su misión, volvieron llevando consigo, en testimonio de las buenas disposiciones de Mohammed, camellos cargados con pabellones de guerra, ropas y telas de diferentes clases, y artículos de perfumería, que el nieto de Calomagno recibió gustoso en Compiegne. Después de lo cual juntó Mohammed el más numeroso ejército que pudo, haciendo concurrir a todos los hombres de armas de Andalucía, Valencia y Murcia, resuelto a dar un golpe de mano decisivo al rebelde Hafsún. Su hijo Almondir quedó encargado de la frontera de Galicia con las tropas de Mériday de Lusitania, y él con su nieto Zeid ben Cassim marchó hacia el Ebro con toda la gente.

Temeroso Hafsún de no poder competir con fuerzas tan considerables, recurrió a la astucia, o mejor dicho, a la falsía y al engaño, pero engaño mañosamente urdido para hombre de tan humilde extracción. Escribió pues, al emir, haciéndole mil protestas, al parecer ingenuas, de obediencia y sumisión, y jurando por cielos y tierra que todo cuanto hacía era un artificio para engañar a los enemigos del Islam; que a su tiempo volvería las armas contra los cristianos y malos muslimes; que le diese al menos el gobierno de Huesca o de Barbastro, y vería cómo oportunamente y de improviso daba a los enemigos el golpe que tenía pensado. Cayó completamente Mohammed en el lazo, creyó las palabras arteras del rebelde, ofrecióle para cuando diese cima a sus planes no sólo el gobierno de Huesca sino el de Zaragoza, envió una parte del ejército, como innecesario ya, a las fronteras de Galicia a reforzar el de Almondhir, encomendó a su nieto Zeid ben Cassim la expedición proyectada de acuerdo con Hafsún, y él regresó camino de Córdoba.

Incorporáronse las tropas de Zeid con las de Hafsún en los campos de Alcañiz: con las demostraciones más afectuosas acamparon llenas de confianza junto a los que creían sinceros aliados. Mas cuando se hallaban entregadas al reposo de la noche, los soldados de Hafsún se echaron traidoramente sobre los de Zeid, y degollaron alevosamente a los más, incluso el mismo Zeid ben Cassim, que murió peleando valerosamente antes de cumplir diez y ocho años. El emir, todos los caudillos de su guardia, todos los walíes de Andalucía, juraron vengar acción tan alevosa; Mohammed le escribió a su hijo Almondir, el cual recibió los despachos de su padre en tierras de Álava, e inmediatamente hizo leer su contenido a todo el ejército. La indignación fue general; caudillos y soldados, todos pedían ser llevados sobre la marcha a castigar la negra perfidia de Hafsún. De Córdoba y Sevilla se ofrecieron muchos voluntarios a tomar parte en aquella guerra de justa venganza.

Partió, pues, Almondhir con su ejército de sirios y árabes, ardiendo todos en cólera. Los rebeldes habían vuelto a atrincherarse en los montes y en la fortaleza de Roda, que era, dice un autor musulmán, el nido del pérfido Hafsún. Allí salió a rechazarlos el intrépido Abdelmelik, el valí de Lérida, que se había incorporado a Hafsún. A pesar de las ventajas que le daba la posición, los andaluces pelearon con tal coraje, que sus espadas se saciaron de sangre enemiga. Abdelmelik escapó herido con un centenar de los suyos, y se refugió en el castillo de Roda. La noche suspendió la matanza. Al día siguiente los soldados de Almondir atacaron la fortaleza sin que les detuvieran las breñas y escarpados riscos que la hacían al parecer inaccesible. Todo lo allanaron aquellos hombres frenéticos, si bien a costa también de no poca sangre: Abdelmelik, aunque herido, peleó todavía hasta recibir la muerte, y su cabeza fue cortada para presentarla a Mohamed; muchos rebeldes se precipitaron en las rocas: Hafsún logró escapar a los montes de Arbe, aconsejó a sus secuaces que se sometiesen al vencedor para conjurar su justa saña, y repartiendo sus tesoros entre los que le habían sido más fieles, desapareció, dicen, en aquellas fragosidades. La victoria de Almondhir intimidó toda la comarca, y apresuráronse a ofrecerle su obediencia las ciudades de Lérida, Fraga, Ainsa, y todas aquellas tierras (866). Almondhir victorioso se volvió a Córdoba, donde fué obsequiado con fiestas públicas.

En este año, que fue el de 866, falleció el rey Ordeño en Oviedo, muy sentido de sus súbditos, así por su piedad y virtudes, como por haber engrandecido el reino y héchole respetar de los musulmanes, con los cuales tuvo otros reencuentros en que salió victorioso, y cuyos pormenores y circunstancias no especifican las crónicas. Ordeño había reedificado muchas ciudades destruidas más de un siglo hacía, y entre ellas Tuy, Astorga, León y Amaya, y levantado multitud de fortalezas al Sur de las montañas que servían como de ceñidor al reino, y acrecido éste en una tercera parte del territorio. Reinó Ordeño poco más de diez y seis años, y fue sepultado en el panteón destinado a los reyes de Asturias.

El Albeldense le da el bello nombre de padre del pueblo. Con él acabó su crónica el obispo Sebastián de Salamanca, y empieza la suya el obispo Sampiro de Astorga.

 

 

CAPITULO XII

ALMONDIR Y ABDALLAH EN CÓRDOBA: ALFONSO III EN ASTURIAS

Del 866 al 912