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HISTORIA GENERAL DE ESPAÑA

EDAD MEDIA - LIBRO QUINTO - DOMINIO MUSULMAN

 

 

CAPITULO DECIMO

LA ESPAÑA MUSULMANA EN EL PRIMER SIGLO DE SU DOMINACIÓN

   

Conozcamos al pueblo que nos dominó, y con quien se ha emprendido una lucha que durará siglos. ¿Cuál era su religión, cuál su gobierno, cuáles sus costumbres, su conducta, sus relaciones con el pueblo conquistado?

 

I.

¿Que religión traían esos hombres que tenían la presunción de llamarse a sí mismos los creyentes por excelencia y de dar el nombre de infieles a los que no creían lo que ellos? ¿Qué doctrina es esa que tan rápidamente desde un ignorado rincón del desierto se ha difundido por las inmensas y dilatadas regiones de Asia y África, y aspira a extinguir el cristianismo en Europa, y a prevalecer sola en el mundo?

Todo el dogma, todos los preceptos de la religión mahometana están encerrados en un libro, que es para los musulmanes el libro de Dios, el libro precioso, que es no sólo su Biblia, sino también su código civil, político y militar. Este libro es el Corán, que fue sacado del gran libro de los decretos divinos, y cayó del cielo hoja a hoja. Dios le dictó, dicen ellos, el ángel Gabriel le escribió, Mahoma le recibió y le comunicó a los hombres. El Corán está dividido en capítulos o suras que en todos suman ciento catorce, y todos, a excepción del noveno, van encabezados con la fórmula que los musulmanes ponen a la cabeza de todos sus escritos: En el Nombre del Señor clemente y misericordioso. El noveno comienza de este modo: Este libro se halla distribuido con un orden juicioso, siendo obra del que posee la sabiduría y la ciencia. La aserción no puede ser más falsa, y todo el libro la está desmintiendo. Respecto al orden, nada más común que encontrar al fin del Corán lo que evidentemente corresponde al principio, y los dos primeros versículos que Mahoma recibió de mano del ángel Gabriel son ahora el noventa y seis y el setenta y cuatro. Sin orden fueron publicados, y el celoso musulmán que después de Mahoma se dedicó a recoger las hojas sueltas del Corán y a recopilar en un libro lo que los discípulos del Profeta habían ido escribiendo en hojas de palmera, en piedras blancas, en pedazos de tela y de cuero, y hasta en huesos de animales, lo hizo sin orden de tiempo ni de materia. Y en cuanto a la sabiduría y la ciencia del autor, no la acreditan mucho la incoherencia de materias en un mismo capítulo, la vaguedad y confusión en las disposiciones legislativas y en los preceptos religiosos, las repeticiones, y hasta las contradicciones.

Como obra literaria, está muy lejos de corresponder su mérito al que han querido darle los devotos musulmanes y muchos de sus comentadores. Es cierto que se hallan en él algunos pasajes sublimes, otros también poéticos y bellos, y algunas descripciones majestuosas: mas para encontrarlas es menester a veces devorar largos y enojosos capítulos. Parécenos semejarse al país en que se escribió; que para hallar los vergeles del Yemen es necesario atravesar los abrasados arenales del Desierto, se necesita perseverancia para leer todo el Corán. Si hay capítulos que parece revelar habilidad en el legislador para cautivar la admiración de las clases ignorantes y crédulas no comprendemos cómo las gentes ilustradas podían admitir los absurdos milagros del viaje de Mahoma a Jerusalén, de su ascensión nocturna al cielo en la famosa yegua Borak, de la luna que se hendía a su voz, de la tela de araña que cubrió la boca de la caverna en que se escondió en su huida de la Meca a Medina, y otros de este género. ¿Y qué diremos de las revelaciones celestes para cohonestar las faltas del Profeta a su misma ley, sus vicios y sus crímenes, los escándalos de su incontinencia, sus adulterios y divorcios, las liviandades y torpezas que se hallan sancionadas por Dios en este libro divino? ¿Cómo no conocían que en vez de un legislador que se acercase a la divinidad, tenían un legislador que hacía a la divinidad descender a autorizar su desenfrenada lujuria y sus obscenos placeres?

Pero érale necesario al lascivo apóstol encubrir sus flaquezas de hombre halagando por el mismo lado las imaginaciones ardientes y voluptuosas de los orientales, e inventó un paraíso en que los servidores de Dios habrían de hallar todo género de delicias y materiales placeres, y nada más propio para esto y más seductor que jardines esmaltados de arroyos, fuentes puras y cristalinas, sombrías alamedas, frutas deliciosas, manjares exquisitos, blandos lechos, aromas suaves, vírgenes hermosas y tiernas, adornadas de perlas y esmeraldas, inmarchitables huríes de ojos negros, siempre encantadoras y siempre enamoradas de los que tenían la dicha de morir por la fe del Profeta, de las cuales el más humilde de los creyentes había de tener para sus placeres por lo menos setenta y dos, cuya virginidad se estaría perpetuamente renovando. De modo que vino a hacer de la morada celeste un inmenso lupanar en que entraba todo lo que había podido inventar una imaginación lúbrica.

De esta suerte para los mahometanos los premios espirituales del cristianismo deberían ser ofertas áridas, sin aliciente, y en cierto modo incomprensibles. Mahoma, pues, discurrió una religión más acomodada por entonces a la grosería del mundo oriental. Así su código religioso, a través de sus incoherencias, contradicciones y absurdos, era un objeto de profunda veneración para los árabes, y al cual rendían un homenaje ciego. Prestábase juramento en los tribunales sobre el Corán. Nadie le tocaba sin hallarse legalmente purificado, sin besarle o llevarle a la frente con mucho respeto y devoción. Miraban como un deber estudiarle de memoria y recitar versos y capítulos enteros. Muchos califas, sultanes, príncipes y grandes señores hacían vanidad de saberle de punta a cabo y le recitaban cada cuarenta días. Otros poseían muchos ejemplares adornados y enriquecidos con oro y pedrería; y algunos mostraban su celo religioso copiándole muchas veces en la vida y vendiendo los ejemplares a beneficio de los pobres. En su supersticiosa veneración hubo quien se tomara la tarea de contar las voces y letras que entraban en él, resultando setenta y siete mil seiscientas treinta y nueve de las primeras, y trescientas veintitrés mil quince de las segundas. Se sabe hasta las veces que cada letra está repetida: propia paciencia de quienes la tuvieron para contar las tejas que cubrían la gran mezquita de Córdoba. Siendo, pues, el Corán el libro santo, el código de las leyes religiosas, políticas y civiles de los conquistadores de España, la bandera que se enarboló en contra del cristianismo y a cuya sombra pelearon sus sectarios en nuestro suelo por espacio de ocho siglos, daremos una breve idea de sus principales dogmas y disposiciones.

El dogma fundamental del Corán es la unidad de Dios y la misión del Profeta. No hay Dios sino Dios y Mahoma es su Profeta. Su idea dominante fue la abolición de la idolatría que prevalecía entre los árabes, y para lo cual había sido él elegido por Dios, el encargado de purgar la tierra de los falsos ídolos y de restituir la religión a su primitiva pureza. Bajo este punto de vista y del reconocimiento de la gran verdad religiosa, la unidad de Dios, que forma también la base del cristianismo, y que acaso él aprendió de la comunicación con los cristianos y judíos, Mahoma dio un gran paso hacia la civilización en Oriente, puesto que era una especie de transacción y de término medio entre la idolatría y el cristianismo, y al cual probablemente se hubiera ya acercado si no hubiese prohibido absolutamente toda discusión sobre su doctrina. Mahoma admitió también ángeles buenos y malos, y genios a imitación de los persas. Estos genios son creados de fuego como los ángeles, pero de organización más grosera, puesto que comen, beben, propagan su especie, y están sujetos a la muerte. Consígnase en el Corán el principio de la inmortalidad del alma, el de la resurrección, y el de los premios y castigos en el paraíso y en el infierno. El paraíso hemos visto ya cómo lo describía: el infierno era igualmente material. «Los que no crean serán vestidos de fuego: se echará agua hirviendo sobre sus cabezas, con ella se disolverán su piel y sus entrañas, y serán además apaleados con mazas de hierro.» El juicio final será anunciado por la trompeta de Israfil. Entre otras señales terribles el sol saldrá por el Occidente como al principio del mundo: el Anticristo derrocará reinos, y Cristo, volviendo al mundo, abrazará el islamismo. Después de contar las escenas horribles y espantosas que precederán al juicio final, dice que aparecerá Dios para hacer justicia a todos. Abraham, Noé y Jesucristo habrán declinado su oficio de intercesores, y reemplazará a todos Mahoma. Los hombres darán entonces cuenta de su vida en este mundo, y el ángel Gabriel sostendrá la balanza, en que se han de pesar las acciones buenas y malas, balanza cuyos platos serán bastante grandes para contener el cielo y la tierra y estar suspendidos el uno en el paraíso y el otro en el infierno.

Veneraban los musulmanes, además del Corán, la Sunna o tradición, que correspondía al a Mishná de los judíos. Eran doctrinas trasmitidas de viva voz por el Profeta y recogidas después por sus discípulos. No faltaban sectas, cismas ni herejías entre los mahometanos, así sobre la Sunna como sobre el Corán mismo, a que daba ancho campo la oscuridad de muchos lugares de su código religioso y sus mismas contradicciones. No podemos nosotros detenernos a enumerar ni explicar sus divergencias religiosas. Baste decir que sus cuestiones sobre el dogma y las diversas escuelas que se crearon produjeron escisiones profundas entre ellos, y los envolvieron más de una vez en sangrientas guerras civiles.

Cuéntase que un día se apareció a Mahoma el ángel Gabriel en forma de un beduino y le preguntó: ¿En qué consiste el islamismo? A lo que Mahoma contestó sin detenerse: en creer qué no hay más que un Dios, y que yo soy su Profeta, en la rigurosa observancia de las horas de oración, en dar limosnas, en ayunar el Ramadán, y en hacer, si se puede, la peregrinación a la Meca.

Estas palabras encierran las principales obligaciones de los musulmanes. Prescribíase la peregrinación a la Meca al menos una vez en la vida a todo el que no estuviese imposibilitado de hacerla. El ayuno del mes de Ramadán era riguroso. No se podía tomar alimento desde la salida hasta la puesta del sol: cosa bien difícil de observar en otro país que no fuese la Arabia. «Se os permite comer y beber hasta el momento en que haya luz bastante para distinguir un hilo blanco de un hilo negro. El olor de la boca del que ayuna es más grato a Dios que el almizcle.» Prohibíase en todo tiempo el uso del vino y licores fermentados, la carne y sangre de puerco, y de todo animal que muriese ahogado o de alguna caída, o herido por otro animal, o sacrificado a algún ídolo. Los árabes encontraron motivo o pretexto en el clima de España y en el ejercicio de la guerra para quebrantar la abstinencia del vino y de otras bebidas y manjares prohibidos, y los primeros a dar el ejemplo solían ser los califas. Mahoma había imitado de los hebreos muchas de estas prácticas. Ordena también el Corán las abluciones, la santificación del viernes, día en que Dios crió al hombre y en que Mahoma hizo su entrada en Medina, y prohíbe los juegos de azar y las varas divinatorias.

Además de la chotba u oración pública por el califa que todas las fiestas tenían que hacer los musulmanes en las mezquitas principales, el Corán les prescribe cinco oraciones diarias; antes de salir el sol, al mediodía, antes y después de ponerse, y a la primera vigilia de la noche; cada una tiene su denominación, como al-Sohbi, la oración del alba, al-Dohar, la de mediodía, etc. El que presidía una asamblea de creyentes congregada la oración, se llamaba imán, y el imán supremo era el sucesor de Mahoma. El muftí, intérprete de la ley, era el jefe de los alfaquíes o doctores. Almokri era el lector de la mezquita: alhafit el doctrinero, y el muezzin llamaba a la oración de lo alto del minarete o alminar. «La oración conduce al creyente hasta la mitad del camino del cielo, el ayuno le lleva hasta la puerta del Altísimo, la limosna le abre la entrada.»

No se aconseja la limosna como acto de caridad, sino que se impone como obligación. “Haced limosnas de día, de noche, en público, en secreto. Socorred a vuestros hijos, a vuestros deudos, a los peregrinos: el bien que hagáis no quedará oculto para el Todopoderoso. Restituid a los huérfanos su patrimonio cuando lleguen a mayor edad, y no les deis malo por bueno; no devoréis sus haciendas, acreciendo con ellas la vuestra, porque esto es un gran pecado.» No dejan de abundar en el Corán preceptos semejantes de humanidad y de beneficencia, que sin duda fueron tomados del Antiguo y del Nuevo Testamento. Condenase el suicidio y el asesinato, pero el legislador tuvo buen cuidado de no ser muy severo respecto a las pasiones a que su pueblo propendía más.

«El deseo de poseer a una mujer, sea o no manifiesto, no os hará delincuentes ante el Señor, pues sabe que no podéis prescindir de pensar en las mujeres. No os caséis más que con dos, tres o cuatro. Si no podéis mantenerlas decorosamente, tomad una sola, y contentaos con esclavas.» En otra parte hemos observado ya cómo el legislador comerciante se dispensó a sí mismo de esta especie de limitación que puso a la poligamia, como quien había recibido de Dios el privilegio exclusivo de casarse con cuantas mujeres y de tomar cuantas concubinas quisiese, inclusa la que fuese ya mujer de otro. ¡Y sin embargo, este moralista logró fanatizar aquel pueblo! Permitíase el divorcio, pero con harta desigualdad de derechos entre los dos sexos, pues al marido le bastaba el motivo más leve, mientras la mujer tenía que alegar motivos poderosos y perdía además su dote. Todas las leyes eran desfavorables a las mujeres, y el legislador que tanto las amaba las hizo esclavas.

Siendo el Corán un código político y civil al propio tiempo que religioso, contiene las leyes sobre herencias, sobre contratos, sobre hurtos y homicidios, y en general sobre todos los negocios y transacciones de la vida. No nos detendremos a analizar esta legislación: haremos sólo unas ligeras observaciones. Los hijos habidos de concubinas y esclavas son mirados en el Corán como legítimos para la sucesión en igualdad a los de las mujeres libres y legítimas: sólo son declarados bastardos los hijos de mujeres públicas y de padre desconocido. El adulterio se castiga de muerte, pero ha de ser probado con cuatro testigos de vista. El testimonio de dos mujeres equivale al de un hombre. En las sucesiones los hijos reciben doble parte que las hijas. Impónese al delito de robo la amputación de la mano que le ha cometido. Se castiga de muerte el homicidio voluntario, pero se admite la composición pagando un tanto de indemnización a la familia del difunto. El Corán prescribe la pena del tallón para los homicidios y las injurias personales. «¡Oh verdaderos creyentes! La ley del tallón ha sido ordenada para el homicidio: el libre morirá por el libre, el esclavo por el esclavo, y la mujer por la mujer.» Obsérvase que la legislación civil del Corán es más completa que la criminal. La insuficiencia de ésta daba lugar a las modificaciones y decisiones de los tribunales, y dejó mucho a la prudencia y discreción de los jueces o cadíes, entre los cuales había uno superior que se nombraba el cadí de los cadíes, alta dignidad, ante la cual los mismos califas estaban obligados a comparecer.

Pero las disposiciones y preceptos que más resaltan en el código sagrado de los musulmanes son las relativas a la guerra. No en vano se llama también al Corán el libro de la Espada. En todas sus partes se descubre la intención de Mahoma de inflamar el espíritu belicoso de los árabes, de halagar sus pasiones aventureras y sanguinarias, haciendo del pueblo una especie de milicia sagrada dispuesta siempre a conquistar en nombre de la religión. «Combatid a los infieles hasta que no tengáis que temer y esté consolidado el culto.» Como predicación de guerra y de conquista, observa oportunamente un ilustrado escritor, jamás una trompeta más belicosa ha sonado para llamar al combate. Esta conversión del principio religioso en enseña militar es la que imprime una fisonomía nueva y original al sistema del legislador de la Arabia, y a cuya influencia debieron las armas sarracenas sus rápidos triunfos, el mahometismo su asombrosa propagación. En muchos pasajes del Corán se declara la guerra a los infieles como el servicio más agradable a los ojos de Dios, los que mueren peleando por la fe son verdaderos mártires, y se les abren inmediatamente las puertas del paraíso. «La espada es la llave del cielo y del infierno; y una sola gota de sangre derramada en defensa de la fe o del territorio musulmán es más acepta a Dios que el ayuno de dos meses. ¡Oh creyentes! no digáis jamás de los que mueren en la pelea por la religión de Dios, que han muerto: ellos viven; pero vosotros no entendéis esto ¡Oh Profeta ¡Dios es tu apoyo, y los verdaderos creyentes que te siguen..... Alentad los fieles a la guerra; si veinte de vosotros perseveran constantes, destruirán a doscientos; si ciento, ellos derrotarán a mil infieles. El soldado musulmán cuando va a la guerra no debe pensar ni en su padre, ni en su madre, ni en su esposa, ni en sus hijos; debe apartar todos estos recuerdos de su corazón, y pensar sólo en la guerra; porque si su espíritu desfallece, no sólo pecará contra la ley, sino que la sangre de todo el pueblo caerá sobre él, porque su cobardía será la causa de que se derrame la sangre del pueblo». Cuando se llamaba a la guerra santa, todo buen musulmán en estado de llevar armas estaba obligado a acudir sin excusa ni pretexto.

El Corán determina cómo se ha de distribuir el botín que se coge al enemigo. «Sabed que siempre que ganéis algún despojo, la quinta parte pertenece a Dios y al Apóstol, y a sus parientes, y a los huérfanos, y a los pobres y a los peregrinos.» Estas palabras han sido de diversas maneras interpretadas. Abu Hanifa cree que la porción destinada a Mahoma y a sus parientes debió cesar desde la muerte del Profeta, y aplicarse a los peregrinos, huérfanos y pobres. Al-Shaafei opina que la porción llamada de Dios debe destinarse al tesoro y servir para hacer mezquitas, fortalezas y otras obras públicas. Cada intérprete del Corán lo entiende a su modo. Cuando los musulmanes declaraban la guerra a los infieles, les daban a elegir entre estas tres cosas: o abrazar el mahometismo, en cuyo caso cesaba la guerra: o pagar un tributo, quedando entonces en libertad de seguir profesando su religión: o decidir la contienda con la espada, en cuyo último caso los vencidos eran condenados a muerte, y sus hijos y mujeres hechos cautivos, si el príncipe no disponía de ellos de otro modo. Esto nos da la clave para juzgar la conducta de los árabes en España.

Hemos dado una ligera idea del Corán en su parte dogmática, política, civil y militar. Este libro ha sido ya juzgado por los filósofos y los historiadores. Reproduzcamos algunos de los juicios a que se conforma más el nuestro. «El Corán, dice uno de ellos, es la obra de un presuntuoso, que cree resolver de lleno las más elevadas cuestiones sin ocuparse de las dificultades, y que de este modo constituye un teísmo insípido y superficial... Es estéril e incompleta la doctrina de su libro, y bien examinada no pasa de una compilación sacada de los evangelios apócrifos, preferidos en aquella parte de la Arabia a los auténticos, y de la Cabala más bien que del Pentateuco. No queda por consiguiente más que su mérito poético.» «Para libro bajado del cielo, dice otro, es una obra bastante imperfecta; para código redactado por mano de un hombre, su esfera de acción es demasiado limitada. Producto de un cerebro acalorado por los fuegos del desierto, a los hijos del desierto se dirige la ley de Mahoma divinizando sus sensuales apetitos y sus inflamables cóleras. Quitad el desierto que le ha inspirado y el Corán no se comprende.»

Añadiremos, por último, que si el legislador de la Meca se hubiera propuesto solamente componer un libro para hacer un pueblo guerrero, conquistador, enérgico y valiente, hubiera sin duda acertado, porque al fanatismo que supo inspirar debió sus rápidas conquistas y la obstinada y tenaz resistencia que los conquistadores de España opusieron al valor y a la perseverancia de los cristianos. Mas como código religioso y social, llevaba en sí el principio de su muerte. Un fatalismo mortal pesaba sobre las acciones de los musulmanes. El despotismo no podía ser más absoluto. Sin jerarquías en el orden religioso como en el orden civil, todo está sujeto a la voluntad omnipotente de un hombre solo, a la vez monarca, pontífice, juez supremo y general de los ejércitos. Era un crimen variar la legislación, porque la legislación era dogma. Estaba prescrito el estacionamiento eterno. Todos los demás pueblos marchan con los tiempos, adquieren nuevas ideas, modifican con arreglo a ellas sus instituciones. El pueblo musulmán permanece inmóvil: su religión le prohíbe moverse: tiene que envejecer, tiene que morir como era en su infancia. Esta era la religión que traían nuestros conquistadores. Recuérdese la débil pintura que del cristianismo hicimos en la primera parte de nuestra obra: cotéjese con el islamismo que acabamos de bosquejar, y juzgúese si sufren comparación, si la Providencia podía permitir que de la religión pura del Crucificado en Jerusalén triunfara la moral lasciva del voluptuoso apóstol de la Arabia.

 

II.

 La conducta de los conquistadores de España había sido en lo general conforme a las máximas y preceptos del Corán. La política se lo hubiera aconsejado, aun cuando el deber no se lo hubiera impuesto: que era el pueblo español demasiado respetable, y ellos no muchos en número al principio para que les conviniese exasperarle. Pero política, o deber religioso, o todo junto, es lo cierto que a los cristianos que se les sometieron, que fueron los más dejáronles el libre ejercicio de su religión y de sus ritos, y permitiéronles gobernarse por leyes y jueces propios, y conservar sus tierras y haciendas si bien afectas a un tributo, al tenor de las capitulaciones de Córdoba, de Toledo y demás ciudades sometidas. Así los sentidos lamentos, los quejidos elegiacos que con el nombre de Llanto de España copiamos en otro lugar de la Crónica del Rey Sabio, eran más bien la expresión del justo dolor de ver una patria subyugada y una falsa religión enseñoreándose en ella, que la pintura exacta de la situación y de los hechos: porque ni todos los templos fueron destruidos, ni todos los obispos y sacerdotes degollados, ni perecieron todos los fieles, ni todas las ciudades fueron arrasadas: antes quedaron ciudades y templos, subsistieron fieles y sacerdotes, y monjes y prelados, si bien en una dependencia lastimosa y humillante.

¿Cuál fue la suerte que corrieron estos cristianos mozárabes que vivían mezclados con los hijos de Ismael? A pesar de lo que ordenaba el libro del Profeta, la condición de estos desgraciados estaba sujeta a la voluntad más o menos despótica y a los sentimientos más o menos generosos o crueles de cada emir, y también a los caprichos y a los arranques de intolerante celo del pueblo musulmán. Abdelaziz que los había considerado, bien por efecto de su condición blanda y apacible, o por agradar y complacer a su esposa Egilona la cristiana, infundió sospechas y dio celos a los ardientes ismaelitas, y le costó morir asesinado por los suyos. Ayub, que recorrió muchas provincias, arreglando la administración, hizo justicia por igual, dicen las historias, a musulmanes y cristianos. El-Horr, cuyo carácter duro y guerrero contrastaba tanto con el de Ayub, si bien exigió rigurosamente a los mozárabes los tributos a que estaban sujetos, no se mostró menos implacable con los mismos musulmanes. Ambiza distribuyó tierras entre los árabes sin perjudicar a los cristianos. Yahía, que reunía el esfuerzo y pericia militar a un carácter severo y justiciero, favoreció a los cristianos contra las violencias de los musulmanes, pero excitó el descontento de éstos y fue causa de su deposición. Alhaitan, de genio duro, vengativo y cruel, irritado por las turbulencias de los alcaides, hizo pesar sobre los mahometanos un yugo de hierro, con el pretexto, verdadero o falso, de proteger a los cristianos contra sus vejaciones. Mohamed ben Abdallah hizo entregar a los mozárabes los templos que les pertenecían con arreglo a los pactos, mandando al propio tiempo arrasar los que las autoridades muslímicas habían permitido construir de nuevo, merced a las gruesas sumas que para otorgar su permiso arrancaban a los cristianos.

Pero las propias medidas y castigos que los emires más humanitarios y tolerantes se veían forzados a tomar e imponer contra las arbitrariedades y demasías, o de otros emires, o de los alcaides y walíes, relativamente a los pobres cristianos, ya en el ejercicio de su culto, ya en la posesión de sus bienes, ya en las exacciones de los tributos, prueban cuan angustiosa era la situación de los infelices mozárabes, pendientes de la voluntad de un emir despótico, o del fanatismo, de la codicia y de la rapacidad de un walí o de un alcalde subalterno.

Notablemente mejoró su condición cuando la España musulmana se emancipó del califato de Damasco, El primer Ommiada, Abderramán, no sólo se mostró tolerante, sino que llevó su respeto y su justicia hasta crear en Córdoba un magistrado con el cargo y título de protector de los cristianos. Institución benéfica en demasía tal vez, puesto que tanto halago y contemporización pudo ser causa de que se entibiara en algunos el fervor religioso, y de que otros llegaran a apostatar, como lo hacen creer los matrimonios que ya comenzaban a celebrarse entre cristianos y musulmanes, la guardia de tres mil mozárabes que creó para sí Alhakem I, y las sentidas quejas que emitieron luego los celosos escritores católicos Alvaro, Eulogio y Sansón. A favor, pues, de esta tolerancia interesada y política, había obispos que representaban sus iglesias en Córdoba, en Málaga, en Baeza, en Guadix, en Elvira, en Écija, en Martos, y en otras poblaciones, principalmente de la España Meridional y Oriental: los sacerdotes se presentaban en público con el traje de su profesión; con su barba rapada y su ropa talar; los monjes vivían tranquilos en sus claustros; las vírgenes consagradas a Dios eran respetadas en sus modestos asilos, con arreglo al mandamiento del Profeta: «Respetad a los monjes y solitarios.» En la misma corte del imperio, en Córdoba, había tres iglesias y tres monasterios: en la vecina sierra y a las márgenes del Guadalquivir se contaban hasta ocho monasterios y varias iglesias: y el pueblo a toque de campana concurría á los templos y asistía a los divinos oficios sin que nadie se atreviera a inquietarle.

¿Subsistirá este estado, no lisonjero, pero en alguna manera tolerable para el pueblo cristiano? Pronto soplará el vendaval de la persecución que vendrá a turbar su efímero y mal seguro reposo. Pronto sobrevendrá una era de martirios, y sangre preciosa de fervorosos cristianos enrojecerá las calles y los campos de Córdoba. Pronto vendrán, pero no anticipemos siquiera estos infaustos tiempos.

Digno es de notarse cuan diferente comportamiento observaban los sarracenos en su lucha con los cristianos españoles y en sus guerras domésticas, intestinas y civiles. Al lado de las capitulaciones benignas con aquéllos, estremece la ferocidad aterradora que desplegaban con sus propios correligionarios. Como si fuesen los sencillos partes de una victoria, eran enviadas al emir las cabezas cortadas de los walíes rebeldes; y hacíanlas servir después, o para trasmitirlas al califa cuidadosamente alcanforadas en cajas lujosas como un delicioso presente, o para festonar con ellas las murallas de las ciudades. El primer Ommiada, aquel noble y generoso Abderramán, que creaba una magistratura protectora de los cristianos, que erigía y dotaba escuelas y enseñaba a sus hijos a disputar en las academias literarias los premios del saber, que desahogaba su corazón en tiernas baladas y confiaba la ternura de sus sentimientos a las palmeras de sus jardines, tenía la cruel complacencia de hacer cortar la cabeza, pies y manos al cadáver de Alí Ben Mogheitz y de enviar a Cairwán sus mutilados miembros para exponerlos clavados en un madero en la plaza pública con un rótulo ignominioso. Apenas se concibe que el bondadoso, el humanitario Hixem, el que abrazaba llorando al hermano que acababa de disputarle el trono, el que daba a su hijo consejos y preceptos que honrarían al mejor de los príncipes, recibiera como deleitosa ofrenda, las cabezas de los vencidos caudillos que le remitía el walí Otmán. Que aquellos mismos hombres que no podían resistir a las tiernas caricias de una esclava, y a los halagos de una Redhya o de una Zahira, fueran los que ordenaban y presenciaban impasibles el acuchillamiento de un pueblo, los que degollaban en una sola noche a cuatrocientos nobles convidados a un banquete y saboreaban al día siguiente el bárbaro placer de enseñar al pueblo sus cabezas destilando sangre, los que guarnecían las márgenes del Guadalquivir con una hilera de trescientos jeques empalados.

Si como españoles y como cristianos consultáramos sólo el interés de nuestra patria y de nuestra religión, parece que debiéramos celebrar estos terribles holocaustos, puesto que sacrificadores y víctimas todos eran musulmanes, y todo redundaba en descrédito de sus creencias y en enflaquecimiento de su poder. Pero hay en el hombre un sentimiento que no puede ahogar el interés de la patria, y que le hace mirar con lástima y horror tan trágicas escenas. Este sentimiento es el de la humanidad. Que a lo menos nos sirva la memoria de tales sacrificios para compadecer a aquellos pueblos que como el mahometano están sujetos a los caprichos de un solo hombre, que reasumiendo en sí todos los poderes y todas las soberanías, dispone a su antojo de las vidas de sus súbditos, sin que haya tribunal en lo humano que le impida reposar tranquilo sobre los mutilados troncos de sus víctimas: que tal era la índole y la organización del gobierno establecido por Mahoma.

¿Cómo se explica esta mezcla de ferocidad y de ternura, de generosidad y de fiereza de nuestros dominadores? El árabe, impetuoso y ardiente como su corcel, violento en sus pasiones y en sus arranques, es generoso, galante y agradecido, pero vehemente en sus odios, ciego en sus iras e implacable en sus venganzas. La venganza es para él un artículo de religión, se trasmite como una herencia y se hace inextinguible. Además de ser por lo común en todas partes y en todos tiempos las guerras civiles más crueles y sangrientas que las que se sostienen contra pueblos extraños, éranlo mucho más entre los musulmanes de España, en que los odios y rivalidades de tribu, de raza y de familia comenzaron a mostrarse profundos y rencorosos desde Muza y Tarik para proseguir sañosos entre árabes y africanos, entre Abassidas y Omeyas, entre Fehríes y Moawiahs, como después habían de continuar entre Almorávides y Almohades, para perpetuarse por siglos hasta su mutua y común destrucción. Pudo contribuir a tan ruda ferocidad la necesidad en que se veían de reprimir con el escarmiento y el terror la tendencia de los walíes y gobernadores y de los caudillos de las tribus a la insubordinación, a la rebeldía y a la independencia, acompañadas las más veces de la traición y de la perfidia. Es lo cierto que hasta el fanatismo religioso desaparecía ante el odio de razas, y que Yussuf, Ibnalarabi, Balhul y demás caudillos rebeldes, no escrupulizaban de invocar la ayuda de los príncipes cristianos, ni de acaudillar bandas y capitanear huestes de enemigos de su fe, á trueque de vengarse de sus propios emires, y éstos por su parte tampoco dificultaban de hacer treguas y pactos con los monarcas católicos, reservando toda su ardiente ojeriza, toda la fogosidad de sus odiosos ímpetus para los díscolos muslimes, y unos y otros trataban con más saña á los enemigos de su estirpe o de su que a los enemigos de Mahoma y del Corán. Esta había de ser una de las causas más poderosas de su perdición. ¡Ojálalos cristianos hubieran sabido explotar más en su provecho estos elementos de disolución y de ruina!

 

III.

Como del gobierno, de las leyes y de las costumbres de los conquistadores siempre se trasmite algo a los pueblos conquistados, cuando es larga y detenida su mansión en ellos, natural consecuencia de las relaciones sociales que entre los dos pueblos, por antipáticos que sean, se engendran siempre, y que vienen á reflejar y aun á formar parte de su fisonomía, de sus hábitos, de su vocabulario, y hasta de sus instituciones, no nos es posible desentendernos de hacer algunas observaciones sobre la índole y forma del gobierno y administración de los árabes en España.

Mientras la España muslímica estuvo sujeta a los califas de Damasco y a los walíes supremos de África, su gobierno no podía ser sino un reflejo del de Oriente, y participar de su misma organización y estructura. La necesidad obligó, no obstante, a los árabes españoles en más de una ocasión a apartarse de las formas legales y a proveerse a sí mismos de emir o jefe que los gobernara, sin orden del califa, y aun sin su consejo. Así aconteció con los nombramientos de Ayub y de Yussuf el Fehri, hechos en una asamblea de jeques, o sea de los principales y más ancianos personajes de cada tribu; y a una asamblea de este género se debió la elección de Abderramán ben Moawiah, y la revolución que produjo el establecimiento del imperio muslímico español independiente del de Damasco, con trono, gobierno y dinastía propia. Que así en los extremos casos proveen todos los pueblos a su conservación, y los más avezados al despotismo practican, como impulsados por una inspiración secreta é instintiva, el ejercicio de una soberanía que teóricamente no conocen.

Desde entonces comenzaron a introducirse en el imperio y corte de Córdoba empleos y cargos que no se habían conocido en el Oriente. El mexuar, o consejo de Estado, establecido por Abderramán y al que consultaba en los casos arduos y negocios graves, ejerció atribuciones supremas durante las discordias civiles, y siendo como el plantel de donde se sacaban los altos funcionarios del Estado, había de irse convirtiendo en una especie de institución aristocrática. Elegíase de entre sus miembros el hagib o primer ministro, al modo del gran visir de Oriente, cuyas facultades se extendían a todos los ramos de la administración. Seguían los catibes o secretarios. Un magistrado, que los romanos habrían nombrado censor, entendía en los delitos contra las costumbres públicas, estaba investido de atribuciones terribles, y facultado hasta para imponer por sí la pena de muerte, dado que rara vez la decretaran e impusieran. Encomendada estaba la administración de justicia a los cadíes, a quienes presidía el cadí de los cadíes o juez supremo, que residía en la capital; éste era el que fallaba las causas en apelación, y su autoridad era tan respetada, que el mismo califa o emir tenía que comparecer ante él cuando era citado. Tenían bajo de sí los cadíes un funcionario subalterno llamado alwacil o alguacil, encargado de prender los delincuentes y de ejecutar las sentencias criminales.

Tan sencilla como era la administración de justicia, lo era también la económica. Además de la capitación impuesta a los cristianos, cuya cuota solía variar según las circunstancias y según la condición y carácter de arbitrarios gobernadores, había dos clases de rentas del Estado, el azaque y los derechos de aduana. El azaque consistía en la décima de los frutos de la agricultura, ganadería, minería y comercio. Destinábanse estas rentas al mantenimiento del califa y de sus funcionarios, a los gastos de guerra, a la construcción y reparación de obras públicas, a la dotación de escuelas y maestros, y al rescate de cautivos y alivio y socorro de los muslimes desvalidos o pobres. Los productos de aduanas se cree consistían también en la décima de las mercancías importadas y exportadas. Percibíanse por un administrador, almojarife, nombre y empleo que se conservó durante algunos siglos entre los cristianos, como se conservó en la corona de Aragón y otros puntos el de almotacén, o fiel medidor, que entendía en todo lo relativo a pesos y medidas, calidad de los comestibles y policía urbana. Aplicábanse al fisco los bienes de los que morían sin herederos. Siendo tan sencillo el plan de los impuestos, no podía menos de ser igualmente sencilla y fácil la administración. El valor de las rentas subió al paso que se fue fomentando la agricultura y el comercio, y desde Abderramán I hasta Abderramán III hubo un aumento desde trescientos mil dinares hasta cinco millones cuatrocientos ocho mil. Conócese la importancia que los árabes daban a la estadística, pues desde los primeros gobernadores o walíes, desde Alzama hasta que se declaró el reino independiente, hiciéronse ya varios censos y empadronamientos generales de España para la más conveniente distribución de los impuestos. El recaudador general residía en la corte, y tenía sus subalternos en las provincias.

Éstos fueron cinco, según la división hecha por Yussuf el Fehri, a saber: Andalucía, Toledo, Mérida, Zaragoza y Narbona. Al frente de cada una de ellas había un walí o gobernador. Abderramán hizo una nueva división territorial, quedando repartida en seis provincias, a saber : Toledo, Mérida, Zaragoza, Valencia, Granada y Murcia. Narbona había dejado de pertenecer a los árabes, y Córdoba era la capital del reino. Había además otros doce vazires o gobernadores subalternos en doce de las más principales ciudades después de las referidas. En las demás ciudades y fortalezas tenían establecidos alcaides, nombre que se ha conservado también en España aplicado a diferentes empleos. Creáronse los walíes o comandantes de frontera para aquellas comarcas que estaban más expuestas a las invasiones o acometidas de los cristianos.

Es digno de reparo que el sistema de sucesión al trono entre los árabes fuese tan semejante al que regía entonces la sociedad cristiana. Mixto de electivo y hereditario, el califa designaba de entre sus hijos el que prefería para que le sucediese en el imperio, y atendiendo más, o a las cualidades del hijo, a al cariño y predilección del padre que al orden de progenitura, a veces le asociaba á sí y compartía con él la gobernación del Estado, a veces sólo cuando se sentía próximo a la muerte manifestaba su voluntad de que fuese reconocido alhadi o futuro sucesor del reino. Convocaba para esto a los altos funcionarios del Estado, cadíes, walíes y vazires, y a los principales jeques de las tribus, y ante aquella asamblea de los más ilustres personajes muslimes nombraba al que tenía designado por futuro emir y pedía su reconocimiento. Otorgábansele ordinariamente sin réplica ni oposición los próceres musulmanes, y todos por su orden iban besando la mano al príncipe electo en señal de obediencia y fidelidad. A la muerte del califa se aclamaba solemnemente al príncipe jurado, se rezaba por él la chotba u oración pública en todas las aljamas o mezquitas del imperio, y esta ceremonia se repetía al fallecimiento de cada emir. Apenas esta libertad de preferencia de los padres dejó de producir en cada sucesión quejas, pretensiones, rebeliones y guerras de parte de los hijos o deudos que se creían injustamente postergados.

 

IV.

Hemos indicado las principales leyes de la guerra prescritas en el Corán. Vistoso espectáculo debería ser el de un campamento árabe en España. Al fin de cada jornada y al acercársela noche hacía alto la hueste, y desplegaba sus tiendas y pabellones que con los bagajes llevaban siempre consigo al uso de Oriente, conducidos en ligeros carros y acémilas, y en camellos, especie introducida por los árabes en nuestra Península, como antes los cartagineses habían importado los elefantes de África, que tanto estupor causaron al pronto a los españoles y tanta parte tuvieron en el éxito de algunas batallas. Largas hileras de estacas servían para tener sujetos los caballos y mulos: los camellos acurrucados en grupos entreteníanse en rumiar : los guerreros se sentaban en derredor de las hogueras : las diversas formas y colores de los gorros y turbantes que distinguían a los berberiscos de los persas, a éstos de los sirios, de los egipcios y de los árabes de todas razas, completaban la variada visualidad de aquel cuadro nocturno, que conservaron nuestros invasores por mucho tiempo en toda su originalidad y pureza, aunque los modificaron después sin perder nunca el tinte oriental, los trajes, colores y formas que diferenciaban a cada tribu, raza o nación. Allí, al fulgor de las hogueras, se contaban en su animada, pintoresca y expresiva lengua, sus antiguas hazañas o sus azares del día, y exornándolos con la poesía natural a sus fecundas imaginaciones, y ávidos de aventuras y de cuentos, pasábanse hasta que el cansancio los rindiera, los unos relatando su historia, los otros escuchándola sin pestañear. Por la mañana plegábanse las tiendas, cargábanse los Carros y los camellos, enfrenábanse los corceles, y se emprendía otra jornada. Los restos humeantes de las hogueras indicaban dónde había acampado el ejército musulmán.

Hábiles para la sorpresa, y propensos a la guerra de montaña, más semejantes en esto a los españoles que a los demás pueblos que les habían precedido en la conquista, fuesen cartagineses, romanos o godos, mil veces desde las fragosas y enmarañadas sierras de Ronda y de la Alpujarra, o desde las asperezas del Pirineo, fatigaron los rebeldes sarracenos a los emires de Córdoba, o tenían en jaque continuo a los cristianos con sus correrías y súbitas invasiones a que daban el nombre de algaras, y a que se prestaba así la ligereza de sus caballos como la agilidad y destreza de los jinetes. Pero topáronse en España con gente que no les cedía en inclinación, inteligencia y práctica de este linaje de guerra. Y por otra parte la preferencia que los árabes daban a la caballería fue en las batallas campales una de las desventajas que tuvieron para luchar con la infantería española, y una de las causas más frecuentes de sus derrotas y descalabros.

Su marina militar, tan escasa en los primeros tiempos de la conquista que Yussuf el Fehri hubo de suprimir por innecesario el cargo de almirante o emir del mar, recibió desde el primer Abderramán tal desarrollo y fomento, que sus fuerzas navales no sólo bastaban para poner la Península al abrigo de las continuas irrupciones de los moros de África y de los francos de Aquitania, sino que derramándose sus naves por el Mediterráneo, las islas y las costas de España, de la Galia, y de Italia, no podían verse libres de las continuas agresiones de las flotas musulmanas, y los insulares de Córcega, de Cerdeña y de las Baleares se veían incesantemente acosados por atrevidos corsarios sarracenos, que desde los puertos de España salían a devastar sus poblaciones marítimas y las obligaban a buscar un asilo en el corazón de las montañas.

Pero artistas y poetas los árabes, al propio tiempo que guerreros y piratas, los hemos visto batallar y fundar escuelas, degollar en las lides y disputar en los certámenes literarios, manejar el alfanje y pulsar la lira, incendiar ciudades enemigas y erigir aljamas suntuosas, piratear en los mares y cultivar jardines, saquear poblaciones cristianas y construir palacios, acueductos y baños, adornar con cráneos humanos los lienzos de las murallas y cantar baladas amorosas en los artesonados salones de sus alcázares.

Expresiva y animada la lengua de los árabes, casi todos sus nombres personales significan alguna cualidad moral o física. Los de las mujeres por lo común son tomados o de las virtudes o de bellos objetos del arte o de la naturaleza, como Redhiya, dulce o agradable; Nocima, graciosa; Kinza, tesoro; Maliha, bella; Soheiha, aurora; Zahira, florida; Noziha, deliciosa, Ommalisam, la de los lindos collares; Amina, fiel; Zaida, dichosa; Lohna, blanca como la leche. De la misma manera los hombres gustaban de tomar un sobrenombre significativo, como Al-Sherif, el ilustre; Al-Admed, el deseado; Saddilz-Allah, el testigo de Dios; Al-Radhi el benigno; Al-Mostayn-billah, el que implora el auxilio de Dios; Ahder-el-Rahman, servidor del misericordioso; Obeid-Allah, humilde servidor de Dios, etc.

No usaban los árabes el nombre de familia; distinguíanse sólo, como en otra parte hemos indicado ya, por el de su padre, que añadían al suyo con la palabra ben o ebn, de que hicieron muchas veces aven los europeos. Al nombre del padre solían agregar los de muchos de sus abuelos. «Entre nosotros, decía Numan en uno de sus diálogos, no encontrarías a nadie que no pudiese nombrar sus padres hasta la vigésima generación, sin omitir un grado». A estos nombres añadían el de la tribu. Así tenían los nombres de los árabes aquella longitud tan propia para fatigar la memoria. El emir Yussuf, de quien tantas veces llevamos hecha mención, se nombraba Yussuf ben Abderramán ben Habib ben Abi Obeida ben Okba ben Nafte el Fehri. El Fehri era el patronímico de la tribu de Fehr, como el Gafequi, el Yemeni, los de las tribus de Gafek o del Yemen, y así de los demás.

Otras cualidades y costumbres de los árabes tendremos ocasión de ir observando en el curso de esta historia. Prosigamos ahora nuestra interrumpida narración.

 

 

CAPÍTULO XI

ABDERRAMÁN II Y MOHAMMED I EN CÓRDOBA: RAMIRO I Y ORDOÑO I EN OVIEDO

Del 822 al 866