CAPITULO SEXTOWAMBA
Del
672 al 680
Aconteció a la muerte de Recesvinto uno de aquellos sucesos extraordinarios
y singulares, que no sólo no habían tenido ejemplo en la historia
del pueblo godo, sino que tal vez no le ha tenido en los anales del
mundo. En una pequeña aldea de España se realizó un hecho notable,
grandioso, sublime, que enseña a la humanidad a no desconfiar nunca
de encontrar virtudes en los hombres.
Con arreglo al decreto del concilio octavo de Toledo, había que
proceder a la elección de rey en el pequeño pueblo de Gérticos,
por haber muerto allí el último monarca. De improviso y como por milagro
cesan o enmudecen las ambiciones de aquellos turbulentos grandes que
se despertaban o estallaban a cada elección: y todos los principales
próceres, civiles, eclesiásticos y militares, fijan unánimemente sus
miradas y dan como por inspiración su voto a un noble anciano godo
llamado Wamba, por sus virtudes señalado y conocido. Si justos y desnudos
de ambición se mostraron en esta ocasión los electores, excedió a
todos en abnegación y desinterés el electo. Rehusó Wamba el cetro
que el voto unánime y general ponía en sus manos, exponiendo la debilidad
de sus fuerzas para sobrellevar tan grave peso como el del vasto imperio
godo. Ni las instancias y súplicas de los oficiales de la corte, ni
la consideración del bien y la felicidad del Estado que delante le
ponían, y que decían reclamar aquel sacrificio de su parte, nada bastaba
a vencer su repugnancia, alegando siempre que no se creía capaz de
remediar los males que la nación padecía : ruegos, reflexiones, razonamientos,
todo era inútil : hasta que al ver tan obstinada resistencia, uno
de los jefes militares de palacio se lanzó con la espada desnuda en
medio de la reunión, y dirigiéndose con torvo ceño y amenazador continente
a Wamba: «Si te obstinas, le dijo, en rehusar la corona que te ofrecemos,
ten entendido que ahora mismo y con este mismo acero haré rodar tu
cabeza.» A tan enérgica insinuación cedió Wamba, no sin manifestar
de nuevo el sacrificio que hacía en aceptar un puesto a que no le
llamaba su inclinación. Una vez obtenido su consentimiento, púsose la corte en camino para Toledo, pues sólo allí y en
la iglesia quiso ser consagrado.
A los diez y nueve días de la muerte de Recesvinto recibía Wamba
el óleo santo de mano del metropolitano Quirico, en medio de las aclamaciones
del pueblo.
Desde su elección hasta su muerte, todo es dramático en la vida
de Wamba. En el acto de la consagración, dicen las crónicas, vieron
todos salir de la cabeza del ungido una abeja que voló hacia el cielo,
lo cual se interpretó por signo y anuncio de la dicha que esperaba
a la nación bajo el nuevo monarca. La piadosa traducción de este suceso
se acomodaba bien a las esperanzas que con justicia se fundaban en
el desinterés, en la prudencia, en el valor, en la religiosidad y
la dulzura del sujeto en quien recaía.
Tuvo no obstante Wamba que comenzar por donde muchos de sus antecesores,
a saber, por una expedición contra los vascones, que parecía haberse
propuesto levantarse periódicamente al advenimiento de cada nuevo
monarca. Llegaba ya Wamba con buen golpe de gente cerca del país sublevado,
cuando recibió aviso de haberse alzado también en la Galia Hilderico,
conde de Nimes, en cuya ciudad había lanzado al obispo de su silla
para poner otro de su parcialidad. Urgía no dejar que cundiera por
toda la Septimania una insurrección que presentaba ya un carácter
harto grave. Por lo tanto envió Wamba para reprimirla con un cuerpo
de tropas escogidas a uno de sus jefes más experimentados y de más
reputación, Paulo, griego de origen, según tiene buen cuidado de advertir
el cronista de Toledo. Tan luego como Paulo se vio lejos del rey,
mandando una fuerza respetable, le tentó la ambición o despertósele la que ya antes tuviera, y no aspirando a nada ráenos que a reemplazar
a Wamba en el trono, comenzó a preparar la ejecución de su pensamiento.
Le confió su plan en Tarragona al duque de la provincia Ranosindo y al gardingo Hildigiso, a quien logró seducir.
Levantaron allí tropas, aparentando hacerlo de parte del rey; y se
dirigieron con ellas a Narbona, cuyo obispo, Argebaudo,
o con noticia o con sospecha de los planes de aquellos jefes, se preparaba
a cerrarles las puertas de la ciudad; pero anticipóse Paulo y se apoderó de la plaza.
Ejecutóse allí el simulacro de coronación que llevaban ideado. Reunidos los
oficiales del ejército y los principales habitantes de la ciudad,
les recordó Paulo en un estudiado discurso el disgusto con que Wamba
había aceptado la corona, les expuso que no podría el reino gozar de paz bajo
un monarca sobrado de años y falto de energía, y que el mayor bien
que podría hacerse al pueblo godo era encomendar el cetro a manos
más vigorosas y firmes, exhortándolos a que buscaran un hombre digno
de llevar la corona del imperio. Entonces el duque Ranosindo,
que también llevaba bien estudiado su papel: «¿Quién más digno, exclamó,
de mandar a los visigodos que el que acaba de hablar con tanta firmeza
y cordura?» Oficiales y soldados aplaudieron la proposición, y Paulo
quedó proclamado rey de los godos. Faltaba a la comedia la parte de
espectáculo. Ranosindo, al paso por Gerona,
había tenido la previsión de arrancar de la cabeza de San Félix mártir
una bella corona de oro, regalo de la piedad del católico Recaredo,
y la corona del santo mártir fue colocada en las sienes del improvisado
monarca con grande aplauso de la multitud. Pero la corona del mártir
Félix había de ser corona de martirio para el rey Paulo. Entretanto concertáronse los rebeldes de Narbona con los de Nimes, y
con algunos auxiliares francos y sajones que recibieron pusieron en
movimiento toda la Septimania, de modo que
el desvanecido Paulo figurábase ya no restarle otra cosa que preparar su marcha
triunfal a Toledo, y hacerse aclamar solemnemente en la capital del
reino godo. Muy de otra manera corrieron las cosas.
Ocupado estaba Wamba en reducir a los vascones cuando supo la traición
de Paulo y la extraña escena de Narbona. Tratóse en consejo de generales el partido que se debería tomar: se emitieron,
como suele acontecer, opiniones diversas y encontradas: el rey optó
por sujetar primero a los vascones y marchar después seguidamente
sobre los rebeldes de la Galia. Así se ejecutó. Siete días bastaron
a los godos para domar a aquellos montañeses. Tal era la energía de
Wamba, y tal el vigor que había sabido comunicar a sus soldados. Emprende
luego su marcha hacia la Galia gótica: toma de paso Barcelona y Gerona,
y dividiendo su ejército en tres cuerpos, disponiendo que una flota
concurriese por mar a los puertos de la Septimania para proteger a los ejércitos de tierra, se adentra
por las gargantas de los Pirineos, se apodera de los fuertes que los
sublevados defendían en aquellas estrechuras, hace prisioneros a Ranosindo e Hildigiso, acampa dos
días en el valle del Rosellón esperando a que se le reúnan todas las
tropas, e incorporadas éstas avanza hacia Narbona. No había tenido
Paulo valor para esperarle allí; después de muchas bravatas había
creído más prudente retirarse a Nimes, dejando a Vitimiro,
uno de sus parciales, la defensa de la ciudad. Acometiéronla los godos con una impetuosidad propia de su antiguo ardor bélico.
Incendiaron las puertas y penetraron en la plaza. Se empeñó en el
centro ele la ciudad un rudo combate; lo arrollaban todo
los soldados de Wamba: tuvo Vitimiro que refugiarse en un templo; hasta allí fue perseguido:
no le valió cobijarse detrás de un altar ni defenderse con su espada; derribóle un soldado con un grueso tablón
que le descargó encima, y arrancado de allí con algunos de sus principales
cómplices, sufrieron el castigo y la afrenta de ser apaleados. Rendida
Narbona, opusiéronle escasa resistencia
Agda, Magalona y Beziérs. Quedaba Nimes,
el refugio de Paulo y de Hilderico. Allá
envió Wamba el grueso de sus tropas, quedándose él a cuatro o cinco
leguas de la ciudad, por si los francos acudían en socorro de los
rebeldes.
Comenzó el ataque del célebre sitio de Nimes en 31 de agosto (673).
Al salir el sol hicieron los godos retumbar aquel cuerno de imponente
sonido que anunciaba las batallas. El ataque fue vivo, vigoroso y
porfiado: los sitiados se defendían con bravura; unos y otros peleaban
con encarnizamiento: todo el día duró la refriega; a la caída de la
tarde los godos fueron rechazados con pérdida; la noche puso fin a
la lucha. Los sitiadores enviaron a pedir refuerzos a Wamba; diez
mil hombres de refresco estaban ya bajo los muros de Nimes a la salida
del sol del 1º de setiembre. ¡Prodigiosa actividad! Al ver tan considerable
y pronto refuerzo el jactancioso Paulo se turba, pero acudiendo al
disimulo: «Todos nuestros enemigos, les dice a los suyos, los tenemos
delante: este es todo el ejército de Wamba; una vez destruido, nada
nos queda que vencer.» A este tiempo el bronco sonido del cuerno da
a los godos la señal del asalto; avanzan a los muros, provistos de
todos los instrumentos de guerra: los sitiados acuden a la muralla
y hacen jugar sus arcos y sus hondas; recíbenlos los sitiadores con una lluvia de dardos y de piedras.
Así estuvieron unos y otros por espacio de cinco horas. A las once
de la mañana los sitiados se ven oprimidos por los arqueros del ejército
real y se retiran de los baluartes: los sitiadores minan los muros:
incendian las puertas, abren brechas y penetran furiosamente en la
ciudad: derrámanse entonces acero en mano por todas las calles, amotínanse los de dentro proclamando traición, y todo es confusión,
desolación y muerte en la plaza; millares de cadáveres cubren las
calles de Nimes, y apenas pueden los vencedores poner el pie en parte
que no tropiece con algún muerto o algún moribundo. La noche viene
a echar un velo sobre aquel teatro de muerte y dar tregua al furor
y al cansancio. Un silencio pavoroso reinaba en Nimes. Oíase sólo algunos gritos de los vencedores y algún llanto semiahogado de los infelices habitantes;
El desvanecido Paulo, insultado por el pueblo, tuvo que despojarse
del manto real y demás insignias del trono que había vestido desde
la farsa de Narbona, y se encerró con sus más fogosos parciales en
el anfiteatro romano, lugar fuerte que era entonces, y que aun constituye
una de las glorias de Nimes. ¡Singular coincidencia y sublime y providencial
castigo de la ambición y del orgullo! El insensato Paulo se desnudó
vergonzosamente de las vestiduras reales que en un arrebato de presuntuosidad
se había acomodado a sí mismo, precisamente en el 1º de setiembre,
aniversario del día en que solemnemente había sido coronado Wamba
cuyo trono quería usurpar.
Faltaba aún el desenlace patético de aquel drama que tan alegremente
se había inaugurado para Paulo. Éste y los suyos, penetrados de que
no podían mantenerse mucho tiempo en aquel asilo, y noticiosos de
que Wamba llegaría a la ciudad al día siguiente, acordaron que Argebaldo,
obispo de Narbona, a quien Paulo había llevado consigo, saliera al
encuentro del rey a pedirle en nombre de todos el perdón y la vida.
Todo, desde el principio hasta el fin, fue dramático en este suceso.
El prelado quiso prepararse celebrando una misa, a que asistieron
y en que comulgaron todos los jefes de la rebelión vestidos de mortajas,
como quienes contaban segura la muerte. Concluido el sacrificio, salió
el obispo al encuentro del rey a caballo con su traje e insignias
episcopales: el obispo al ver al monarca se apea, le saluda, y postrado
en tierra pide perdón para sí y para todos. Wamba le hace levantar
y ofrece amplio perdón para él. El prelado insiste en que sea completo
para todos los culpables: entonces Wamba le repite con entereza: «A tí no te toca imponer leyes: ¿aun te parece poco perdonarles
las vidas? He ofrecido completo perdón para tí solo; en cuanto a los demás nada prometo»
El rey prosiguió su camino. Algunas horas después el bello sol
del Mediodía y de una apacible mañana de setiembre hacía resplandecer
en las calles de Nimes las limpias armaduras de los caballos que escoltaban
al rey Wamba en medio de las aclamaciones de una muchedumbre. Algunos
oficiales principales se dirigen al anfiteatro en que se guarecía
Paulo, habitación en otro tiempo de los tigres y leones que servían
para los juegos del circo. Dos capitanes asieron a Paulo cada uno
de un mechón de su larga cabellera gótica, y llevado así entre los
caballos le presentan a Wamba: el miserable se prosterna delante del
rey, y se desciñe el cinturón militar en señal de rendimiento. Sucesivamente
le fueron presentando los demás rebeldes: Wamba reconviene a todos,
los manda poner en lugar seguro, y señala el día en que serán juzgados
á presencia del ejército. Publícase de orden
del rey un indulto general para los que habían tenido parte en la
rebelión, francos, sajones, galos, españoles y godos, a excepción
de los susodichos jefes. Ordena enterrar los muertos, curar los heridos,
restituir a los habitantes lo que les había sido arrebatado, volver
a los templos sus alhajas, entre las que se hallaba la corona de San
Félix, que por algunas semanas se había ceñido Paulo, y obsequia a
los soldados vencedores con dinero de su caja particular.
Al tercer día se ofrece un espectáculo singular e imponente a los
ojos de los habitantes de Nimes: aparece todo el ejército en orden
de batalla: se levanta en medio un tribunal, presidido por el rey,
asistido de los generales y señores de su corte: allí hace comparecer
a Paulo y sus compañeros: «Te conjuro, le dice a Paulo, en el nombre
de Dios omnipotente, que en esta asamblea de hermanos entres conmigo
en juicio, y me digas si en algo te he ofendido, o si te he dado ocasión
que te pudiera excitar a tomar las armas contra mí, y a levantarte
con intento de usurpar el reino.»
Paulo respondió humildemente que confesaba no haber recibido del
rey Wamba sino beneficios, y que reconocía no tener su traición disculpa
alguna. La misma pregunta hizo a todos, y de todos obtuvo igual respuesta.
Entonces el monarca hizo leer el juramento de fidelidad que cada uno
de ellos había prestado al rey Wamba; en seguida el otro juramento
que habían hecho a Paulo de no dejar las armas hasta que Wamba fuera
despojado del trono. El proceso estaba fallado por sí mismo. El tribunal
leyó los cánones de los últimos concilios relativos a los atentados
contra los reyes: los jueces pronunciaron sentencia de muerte contra
Paulo y veintisiete cómplices, entre los cuales figuraba el primero
el obispo de Magalona, Gulmidio.
Wamba entonces usó de la regia prerrogativa que los concilios le concedían,
conmutando la pena de muerte en la de tonsura y cárcel perpetua.
Detúvose algunos días en las Galias, los necesarios para restablecer las cosas
en el estado normal que tenían antes de las últimas turbulencias;
hecho lo cual, emprendió otra vez el camino de Toledo, llevando consigo
los prisioneros rebeldes. Por todas partes iba recibiendo aclamaciones
y aplausos. Una legua antes de llegar a la corte de los godos se dispuso
una entrada triunfal, solemne y vistosa. Toda la comitiva se vistió
de gala, y marchaba ordenadamente en dos filas. Los jefes de la rebelión
iban en carretas, vestidos con trajes oscuros y humildes, los pies
desnudos, una cuerda alrededor de la cintura, rapadas las cabezas,
cejas y barbas. Distinguíase entre ellos
Paulo con una corona de cuero negro ceñida a las sienes, signo irrisorio
de la que había querido usurpar. Veíase en seguida al rey con su gran cortejo de oficiales y señores cubiertos
de brillantes armaduras. Así atravesó las calles de Toledo entre las
aclamaciones de un pueblo alborozado. Paulo y sus cómplices, entre
los que había muchos eclesiásticos y algunos obispos, fueron conducidos
a la prisión que les estaba destinada.
Concluida esta guerra, dedicóse Wamba
a las cosas del gobierno del Estado. La población de Toledo había
crecido desde que se había hecho corte y asiento de los reyes godos.
Wamba la hizo ceñir de un segundo muro abarcando los arrabales: empleáronse en la construcción de esta muralla muchas piedras del antiguo circo
romano. Hiciéronse o se repararon de su orden varias otras obras públicas
en diferentes puntos del reino, y mostróse tan amigo de las artes en la paz como había sido activo y enérgico
en la guerra. De inferir es que Wamba se hallaría resentido de algunos
grandes clérigos, que no le habrían ayudado en sus dos campañas, o
al menos así lo hace sospechar la famosa ley que empieza: De his qui ad bellum non vadunt: que de su propia autoridad dio tan pronto como
regresó a Toledo. En ella impone bajo las penas más severas, así a
eclesiásticos como a seglares, de cualquier clase y jerarquía que
sean, la obligación de tomar las armas y acudir de cien millas en
contorno a cualquier punto en que haya o amenace un peligro para la
patria.
Faltábale al rey Wamba acreditar su poder y pericia en la guerra de mar como
lo había acreditado en la de tierra La ocasión le vino a la mano. Habían los sarracenos por este tiempo conquistado
una gran parte de África, y levantado en ella un nuevo y terrible
poder, peligroso para España por su proximidad. Por primera vez en
el reinado de Wamba, se vio una flota sarracena de doscientos setenta
pequeños barcos cruzar el Mediterráneo, y amenazar y molestar las
costas meridionales de España. No debía cogerle a Wamba desprevenido,
puesto que inmediatamente le salió al encuentro con otra flota, en
que embarcó buen número de gentes de armas, y dándole alcance y empeñado
un combate naval, echó a pique la mayor parte de los barcos enemigos,
incendió otros y pudo apresar algunos. Ni se supo ni con certeza ha
podido averiguarse por culpa de quién se acercara a España aquella armada enemiga, y no carece de verosimilitud la sospecha
de algunos autores que propenden atribuírsela a Ervigio, que, como
luego veremos, envidiaba la gloria de Wamba y maquinaba algún medio
de arrebatarle la corona.
La gloria militar de este reinado, el último en que se vio revivir
el antiguo espíritu guerrero de los godos, no impidió atender a las
cosas de la Iglesia, objeto que los godos no olvidaban ya nunca. Dos
concilios se celebraron en tiempo de Wamba, en Toledo el uno, en Braga
el otro, ambos en el mismo año de 675. Con extrañeza vemos en el primer
canon del de Toledo prescribirse a los obispos que guarden en el la
debida modestia, así en sus acciones como en sus palabras, que se
produzcan con moderación, sin usar chanzas ni injurias, y que no haya
ni confusión ni tumulto. Prívase en el tercero
de su dignidad a los eclesiásticos que intervengan en juicios que
puedan producir sentencia de muerte o mutilación de miembros. Insístese en el último en la celebración anual tantas veces
mandada de los concilios provinciales. Ordenase en el primero del
de Braga que en el sacrificio de la misa no se use de leche ni de
racimos de uvas, sino sólo de pan y vino, mezclándose agua en el cáliz
conforme a la antigua tradoción. Prohíbese en el cuarto
a los presbíteros tener en su compañía otra mujer que su madre. Mándase en el quinto que los obispos vayan a pie en las procesiones,
y no llevados en silla por los diáconos; y se impone en el sexto excomunión
y destierro a los obispos que manden azotar a los presbíteros, abades
o diáconos súbditos suyos. Las demás disposiciones de uno y otro concilio
son de pura disciplina eclesiástica, y en el reinado militar de Wamba
no vemos a estas asambleas religiosas ocuparse como en las anteriores
en negocios civiles.
Vengamos al término de la carrera política de Wamba. Una intriga
de mal linaje puso fin al glorioso reinado de este príncipe, que extraño
y singular en su comienzo, lo fue todavía más en su término y remate.
Había en la corte de Wamba un conde palatino llamado Ervigio (Erwig),
descendiente de la familia de Chindasvinto.
Gozaba de la confianza del rey, que conocía alguna de sus buenas prendas,
pero no su ambición: tanto mejor para Ervigio, que mortificado de
la envidia y atormentado del deseo de reinar, no fiando por otra parte
en poder alcanzar el trono por elección, hallándose como se hallaba Teodofredo, hermano de Recesvinto, a la
cabeza de un partido poderoso, recurrió para asegurarse la corona
a una trama que tuvo más de depravado que de ingenioso. Dio a beber
al rey un brebaje que le hizo caer por buen espacio de tiempo en profundo
letargo. Llegó a desconfiarse ya de su vida, y Ervigio, que estaba
en el secreto como autor de él que era, se apresuró a hacerle tonsurar
y vestirle el hábito de penitencia, como era costumbre en aquel siglo.
Cuando Wamba se recobró y se halló sin cabello y con la túnica monacal,
no quiso contrariar la ley del concilio que privaba del trono al que
una vez hubiera sido decalvado y vestido el hábito de monje; y el
que había aceptado la corona de rey como un sacrificio, la dejó sin
violencia y con el mismo desprendimiento y desinterés con que la había
tomado. Antes por evitar los males de una guerra civil que en el caso
de empeñarse en conservarla veía ya inminente, se inmoló por segunda
vez a la tranquilidad pública, y designando por sucesor al mismo Ervigio,
descendió gustoso de un trono a que había subido con repugnancia,
y se retiró a hacer la vida de monje en el monasterio de Pampliega
(cerca de Burgos), donde vivió ejemplarmente por más de siete años.
Ejemplo insigne de abnegación y de virtud, raro por desgracia en los
anales de los monarcas y de los imperios.
A los ocho días de aquel suceso el ambicioso Ervigio era ungido
con el óleo santo por mano del metropolitano de Toledo (680).
CAPITULO SEPTIMODESDE
ERVIGIO HASTA RODRIGO
Del
680 al 709
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