CAPITULO QUINTO
DESDE
RECAREDO HASTA WAMBA
Del 601 al 672
Pagaron los grandes un justo tributo de respeto a la memoria y virtudes de Recaredo, poniendo la corona gótica en las sienes de su hijo Liuva, (584-603), joven de veinte años, que tomó el nombre de Liuva II. A su juventud e inexperiencia, por no haber tenido tiempo para que su padre lo asociase al trono, se le unía su origen, pues era fruto de las relaciones del concubinato de su padre con la plebeya Baddo, antes de que estos contrajeran matrimonio religioso poco antes del III Concilio de Toledo de 589. Esto hizo que tras su acceso al trono (601) no contara con los apoyos de la nobleza visigoda, a la que por vía materna era ajeno. Una de sus principales políticas fue la de eliminar los últimos focos de paganismo dentro del reino visigodo, como demuestra su ofrenda a la ciudad de Talavera de la Reina, de la imagen de una virgen (Nuestra Señora del Prado) con el fin de transformar las fiestas en honor a la diosa Ceres en una ofrenda (Mondas) católica. Pero ni el candor de sus costumbres ni la buena memoria de su padre bastaron para asegurarle en el trono. Aquel Witerico (Witt-rich) que había conspirado en Mérida contra el obispo Mausona y el duque Claudio, el mismo que reveló la conspiración y que debía la vida a la generosidad de Recaredo, correspondió a la merced del padre destronando al hijo. La conspiración anticatólica de Witerich sucedió así: El obispo arriano de Mérida, Sunna, y los nobles godos Segga y Vagrila (probablemente condes) proyectaron asesinar al obispo local católico, Masona, y al dux de Lusitania, Claudio, y alzar a toda la provincia, seguramente proclamando rey a Segga. No sabemos el desarrollo de la conspiración, pero parece ser que algunos nobles godos —que habían accedido a volver al arrianismo— recuperaron su antigua fe y que muchos ciudadanos hispanorromanos (supuestamente católicos) se les unieron. Al fracasar el intento de asesinar a Masona, uno de los conjurados, el futuro rey Witerico, seguramente conde, reveló los detalles de la conjura. Claudio sofocó fácilmente el intento. A Segga se le cortaron las manos (castigo que parece haber estado reservado a los usurpadores), se le confiscaron las propiedades y fue desterrado a Galicia. Vagrila se refugió en la hoy Basílica de Santa Eulalia (Mérida), y el rey ordenó confiscarle las propiedades y entregarlas a dicha Iglesia, pero el obispo Masona le perdonó y se las devolvió. A Sunna se le ofreció otro obispado si se convertía al catolicismo (el obispado arriano de Mérida debió quedar suprimido y el católico ya estaba cubierto, en todo caso el obispado ofrecido no sería metropolitano). Sunna se negó y fue desterrado, marchando a Mauritania, donde propagó el arrianismo hasta su muerte violenta, cuya fecha se desconoce (se supone que alrededor de 600). En la primavera de 602, Witerico, quien había traicionado la conspiración del obispo arriano Sunna de Mérida para restablecer el arrianismo en 589 —según algunos autores o simple y llanamente para adueñarse del trono, según otros—, consiguió el mando del ejército que iba a luchar contra los bizantinos. Seguramente la traición de Witerico a los conspiradores le había colocado en una posición de máxima confianza, y gracias a ello obtuvo el mando del ejército, en el cual colocaría a hombres de su confianza. En vez de expulsar a los bizantinos, Witerico utilizó las tropas para dar un golpe de Estado en la primavera de 603, cuando entró en el Palacio Real y depuso al joven rey, contando sin duda con el apoyo de una facción de la nobleza probablemente hostil a la dinastía de Leovigildo, aunque no a los principios políticos de este rey. Witerico hizo que se amputara a Liuva II la mano derecha, lo que le imposibilitaba para reinar, y más tarde lo hizo condenar a muerte después de haberle hecho cortar la mano derecha (603). Tradicionalmente se ha creído que Witerico favoreció el arrianismo. No existen pruebas de ello, aunque es probable que el nuevo rey, aun siendo formalmente católico, conservara sus antiguas creencias. En todo caso, políticamente no era conveniente volver a la situación anterior a 589. Witerico reinó enfrentado a una parte de la nobleza y del clero, y aqunque contaba con el apoyo de algunos obispos, conociéndose el caso del obispo Elergius de Egara, hoy Tarrasa, conocemos el caso de un conde de la provincia narbonense llamado Búlgar, que al parecer fue torturado, encarcelado y después desterrado. El propio Búlgar explica que fue ayudado por dos obispos, Agapius y Sergius, que después del reinado de Witerico ocuparon sedes metropolitanas (Sergius fue arzobispo de Narbona). También se sabe que el obispo de Toledo, Aurasius, tuvo dificultades, pero no es seguro que fueran motivadas por un enfrentamiento con el rey, pues podía tratarse de un problema religioso interno. No obstante, todos los citados conservaron la vida y los cargos, pues incluso Búlgar fue repuesto como conde antes de la muerte de Witerico (según él mismo explica en una de sus cartas, a causa de una visión que había tenido el rey) y participó más tarde en las negociaciones diplomáticas que buscaban una alianza de los visigodos con los reyes merovingios. Witerico luchó contra los bizantinos. Uno de sus generales ocupó Sagontia o Gisgonza sin que se sepa en qué año, aunque debió ser alrededor de 605.3 Probablemente en la misma época fue ocupada Bigastrum (no muy lejos de Cartago Nova), cuyo obispo ya aparece en las actas del Concilio toledano del año 610. En 607 Teodorico II (587-613) rey de Austrasia y Borgoña solicitó la mano de la hija de Witerico, llamada Ermenberga (tal vez arriana), a la que juró que nunca privaría de su condición de reina. Childeberto II, padre de Teodorico II, al morir dividió el reino entre sus dos hijos. Austrasia para Teodeberto, Borgoña para su hermano Teoderico. Tedorico solo tenía 8 años de edad. Su abuela Brunegilda, ejerció la regencia desde la corte de su hermano Teodeberto II en Austrasia. Pero Teodeberto, bajo la influencia de los leudes (consejo de nobles), expulsó a su abuela de Austrasia. Esta se refugió en Borgoña con su nieto Teoderico II. Apoyado por su abuela, Teoderico II luchó contra Teodeberto, al cual venció en la batalla de Toul, en el año 611. En el 612 Teodeberto II aliado con los germanos regresó al campo de batalla contra su hermano; Teoderico II lo volvió a vencer en la batalla de Tolbiac, y lo internó en un monasterio junto con su hijo Meroveo, donde murieron ese mismo año asesinados por orden del propio Teoderico II, si bien otras fuentes responsabilizan del presunto crimen a Brunegilda. Pero volviendo a la hija de Witerico, la princesa visigoda Ermenberga llegó a Chalon-sur-Saône para casarse con Teodorico, pero la reina abuela Brunegilda y su nieta Teudila o Teudilana (hermana de Teodorico) instigaron al rey borgoñón contra Ermenberga, y finalmente el matrimonio no llegó a celebrarse, siendo reexpedida a Toledo, sin su dote. Ofendido, Witerico entró en una cuádruple alianza con Teodeberto y Clotario (de Austrasia y Neustria) y con Agilulfo rey de los Lombardos, dirigida contra Brunegilda y su nieto Teodorico de Borgoña, en cuyas negociaciones posteriores (ya en tiempos de Gundemaro, sucesor de Witerico) participó el conde Bulgar. En el año 612, vencido Teodoberto por Teodorico, encarcelado y muerto Teodoberto, Teoderico se convirtó en el rey de Austrasia y Borgoña. .
Otra vez se interrumpió la sucesión dinástica como en tiempo de Amalarico. Parece que el usurpador tuvo intento de restablecer
el arrianismo, pero la oposición que halló hubo de hacerle desistir,
sin otro resultado que concitarse la odiosidad del clero y del pueblo.
No más venturoso en el proyecto de casar a su hija Ermenberga con Teodorico rey de Borgoña, el desaire bochornoso que le hizo el
borgoñón devolviéndole su hija desde Francia sin admitirla en el lecho
conyugal, pero quedándose con los tesoros que había llevado en dote,
acabó de desconceptuarle con el pueblo, que atribuía a sus crímenes
la afrenta de su hija. Descendió, por último, Witerico del trono por los mismos medios que le había escalado: sus propios
oficiales le asesinaron en un banquete: el furor popular se ensañó
contra el matador del inocente Liuva, arrastrando
su cadáver por las calles de Toledo, y sepultándole ignominiosamente
fuera de los muros de la ciudad (610). Parecía haber vuelto con la
muerte de Recaredo la dureza de los primeros tiempos del imperio gótico.
Recayó la elección en Gundemaro (Gund-mar),
hombre que gozaba de reputación así para las cosas de la guerra como
para las del gobierno. Acreditóse en aquéllas
sujetando a los vasco-navarros que habían vuelto a alterarse, y venciendo
en una campaña a los imperiales, que no renunciaban a sus acostumbradas
irrupciones en el territorio de los godos; y correspondió a la confianza
de los católicos, de quienes era hechura, poniendo término a las diferencias
que había entre algunos obispos de la Cartaginense sobre reconocer
por metropolitano de la provincia al de Toledo. Al efecto congregó
en esta ciudad (610) a todos los prelados de ambas provincias, y sometido
el negocio a su deliberación, los de la Cartaginense, en número de
quince, firmaron un acta en que reconocían al de Toledo por único
metropolitano de la provincia, cuya acta sancionó el rey con su firma,
y fue también aprobada por los demás metropolitanos de la Iglesia
gótica.
De corta duración fue el reinado de Gundemaro. Habiendo muerto
en 612, le sucedió Sisebuto, uno de los monarcas más notables que
se sentaron en el solio gótico. Por medio de sus generales Requila
y Suintila redujo a la obediencia a los
astures y rucones, que como todos los montañeses
del Norte soportaban tan de mal grado la dominación goda como habían
soportado la romana. Se revolvió después contra los greco-bizantinos,
y en dos batallas derrotó al patricio Cesáreo con gran mortandad de
su gente, dejándole en la imposibilidad de oponerle un tercer ejército.
Aquí fue donde se hizo admirar la piedad de Sisebuto y sus sentimientos
humanitarios. Le dolía la sangre que se derramaba; a los heridos del
ejército enemigo los hacía asistir y curar con toda solicitud y esmero,
a los prisioneros y cautivos rescatábalos con su dinero propio. Admiraba a imperiales y godos una generosidad
a que ni unos ni otros estaban acostumbrados.
Pero la paz que el jefe de los imperiales se vio forzado a pedir
al monarca godo no se realizó sino a costa de una raza de hombres
que parecía haberse mantenido extraños a todas las contiendas; a costa
de la persecución de los judíos que desde el tiempo del emperador
Vespasiano se habían refugiado en gran número en España, y de quienes
no había vuelto a ocuparse la historia. He aquí cómo se verificó este
importante acontecimiento, que parecía completamente ajeno a las cuestiones
de territorio que con las armas se ventilaban.
Dominaba en Oriente el emperador Heraclio, a quien la astrología
judiciaria había presagiado que el imperio sería destruido por una
nación circuncisa y errante, enemiga de la fe cristiana. La aplicación
del vaticinio al pueblo de Israel era ya una consecuencia natural,
y Heraclio se dedicó a suscitar en todas partes persecuciones contra
los judíos. Cuando Cesáreo y Sisebuto se hallaban arreglando las condiciones
de la paz, fuéronle éstas enviadas para
su aprobación al emperador de Oriente. Prestóse Heraclio a ratificarlas, accediendo a que sus súbditos de España evacuaran
todas las ciudades de la costa meridional, reduciéndose a unas pocas
plazas de los Algarbes, con la sola condición
de que Sisebuto expulsara de su reino a los judíos. No debía estar
la cláusula en desacuerdo con las ideas religiosas del monarca visigodo,
a juzgar por los edictos que luego expidió contra los miserables descendientes
de la raza israelita (616). Púsolos en la alternativa de elegir en el término de un año
entre confesar la religión cristiana y bautizarse, o ser decalvados,
azotados, lanzados del reino y confiscados sus bienes.
«Desde hoy todo judío, dice la ley del código visigodo, no bautizado,
que no se quiera bautizar, o no enviare sus hijos y a sus siervos
a los sacerdotes para que los bauticen, o los padres o los hijos no
quieran el bautismo, al año cumplido de esta ley, y fuere hallado
fuera de esta condición o de este pacto estable, reciba 100 azotes,
esquílenle la cabeza y échenlo de la tierra por siempre, y sea su
propiedad del rey. Y si este judío no hiciere penitencia, el rey dará
todos sus bienes a quien quiera.»
Más de noventa mil recibieron el bautismo, al decir de algunos
historiadores; bautismo que, como impuesto por la violencia, lejos
de hacerlos buenos y verdaderos cristianos, los convirtió en enemigos
disimulados, pero rencorosos, de la religión y del príncipe que así
los trataba, y que había de traer con el tiempo males bien deplorables
a la nación. Muchísimos huyeron de España, mas no hallaron mejor acogida
en los dominios de los reyes francos. A instigación del mismo Heraclio,
el rey Dagoberto los hizo escoger entre la muerte y la abjuración
de sus creencias. También de allí tuvieron que emigrar, y bien pudo
llamarse esta la segunda dispersión de los judíos. Por estos medios
se cumplía la sentencia fatal que sobre ellos desde la consumación
de su gran crimen pesaba. Los que quedaron en nuestra península sufrieron
todo género de violencias; no había humillación, no había mal tratamiento,
no había amargura que no se les hiciera probar; y Sisebuto, aquel
príncipe tan compasivo y humano que vertía lágrimas a la vista de
la sangre que se derramaba en los combates, veía impasible las crueldades
que con los judíos se cometían. ¡A tanto arrastra el excesivo celo
religioso! La Iglesia católica comenzó a hacerse intolerante. Harto
lo lamentaban ya los prelados más ilustres y más virtuosos de aquel
tiempo, entre ellos el esclarecido San Isidoro de Sevilla, que en
explícitos términos reprendía y desaprobaba la conducta de Sisebuto,
en obligar por la violencia a los que hubiera hecho mejor en atraer
por la persuasión y el razonamiento. Este príncipe, a quien por otra
parte los cronistas de su tiempo suponen bastante versado en las letras,
ya quien alguno de ellos califica de sabio, murió de repente (621),
según unos de una medicina en excesiva dosis administrada, según otros
de envenenamiento, dejando la corona a su hijo Recaredo II que sólo
reinó tres o cuatro meses, sin que la historia nos haya trasmitido
noticia ni circunstancia alguna notable ni de su vida ni de su muerte.
Se ve, no obstante, apuntar por tercera vez la tendencia a la sucesión
hereditaria, que vuelve a desaparecer, sin fijarse nunca, ante el
sistema electivo.
Producto de elección fue Suintila (Swinthil) a quien
antes hemos nombrado como general de Sisebuto. Dos clases de enemigos
interiores inquietaban en aquellos tiempos a los monarcas visigodos
y les turbaban el sosiego: en el Norte los indóciles montañeses de
la Cantabria y la Vasconia, en el Mediodía los griegos imperiales.
Contra unos y otros marchó Suintila, y en una y otra expedición fue feliz. Envueltos
por todas partes los sublevados vascones, rindieron las armas y se
le sometieron. Reducidos ya por Sisebuto los imperiales a aquella
lengua de tierra designada después con el nombre de los Algarbes,
se propuso Suintila acabar de arrojarlos
del territorio de España, y lo consiguió después de haberlos vencido
en dos batallas sucesivas. Salieron, pues, definitivamente de los
dominios españoles (624) aquellos incómodos huéspedes que ochenta
años hacía vivían tenazmente apegados al litoral de la Península;
y Suintila fue el primer rey godo que a
los dos siglos de conquista reunió la España entera bajo la dominación
de su cetro, sin que un solo rincón de ella dejara de obedecerle.
Envanecido con estos triunfos Suintila,
y creyéndose sólidamente asegurado en el trono, pensó en hacerle hereditario
en su familia, y asoció al imperio a su hijo Recimiro,
dando también participación en el poder a su mujer Teodora y a su
hermano Geila. Parece que en esta ocasión más que en las anteriores
fue mirada por el pueblo esta tentativa como un ataque a la prerrogativa
nacional del derecho de elección, y como una violación de sus leyes
fundamentales. Fuese por esto, o porque realmente Suintila diera entrada con la prosperidad a los vicios y a la corrupción, es
lo cierto que el hombre a quien antes San Isidoro había llamado el
padre de los pobres, aparece en las historias ávaro, sensual, inicuo y tirano,
y como tal aborrecido del clero, de la nobleza y del pueblo. Se formaron
conspiraciones, y la excesiva dureza de los castigos no hacía ya sino
enconar más los ánimos y envenenar más los odios. Se puso a la cabeza
de los descontentos Sisenando, noble y rico
godo que gobernaba la Galia gótica, el cual, conociendo la dificultad
de destronar un rey a quien habían favorecido las victorias, buscó
y obtuvo el apoyo de Dagoberto, rey de los francos, y con las tropas
de la Septimania y un cuerpo de auxiliares
extranjeros franqueó atrevidamente los Pirineos y se puso sobre Zaragoza.
Acababa de entrar en la ciudad, cuando llegó delante de sus muros Suintila, que se había apresurado a salirle
al encuentro. No hubo necesidad de dar la batalla que se preparaba
para el día siguiente, porque el ejército mismo de Suintila proclamó a Sisenando, y el monarca hubo
de buscar su salvación en la fuga, sin que por entonces se supiera
más de él ni de su hijo Aclamado Sisenando primeramente por el ejército,
lo fue después en Toledo, sin que ni el clero ni la nobleza repararan
en que se hubiera servido de auxilio extranjero para destronar a su
rey (631).
Bien conocía el nuevo monarca que para afirmarse en el trono por
aquellos medios conquistado necesitaba el apoyo del brazo eclesiástico,
el más robusto poder del Estado desde el tiempo de Recaredo, y a cuyo
influjo era su ensalzamiento en gran parte debido. Al efecto convocó
en Toledo un concilio nacional que se reunió en diciembre de 633,
Este cuarto concilio toledano es uno de los acontecimientos de más
importancia histórica en España y de los que más influencia ejercieron
en la condición religiosa, política y moral de la nación, no sólo
en aquella época, sino en los tiempos ulteriores. Merece por lo mismo
particular examen de parte del historiador.
Asistieron a este concilio sesenta y nueve obispos o por sí representados
por sus vicarios. Presidíale San Isidoro,
que, desde la muerte de San Leandro, su hermano, ocupaba la silla
metropolitana de Sevilla; varón eminentísimo en ciencia y en virtudes,
el hombre más sabio de su tiempo, astro refulgente de la Iglesia hispano-goda,
y cuya asombrosa erudición sagrada y profana causa todavía maravilla
a los hombres ilustrados de los siglos modernos. Presentóse ante esta asamblea Sisenando en actitud
humilde y suplicante, con la cabeza inclinada, la rodilla en tierra
y las lágrimas en los ojos, y después de pedir a los padres que le
encomendasen a Dios para que le fuera propicio, rogóles se ocuparan del arreglo y reforma de la disciplina eclesiástica y
las costumbres; mas su principal y verdadero
intento era lograr la confirmación de su autoridad y la condenación
e inhabilitación de Suintila y su hijo,
a cuyos partidarios aun temía. Se ve ya la majestad humillada ante
una asamblea religiosa, preludio y signo del ascendiente que ya tenía,
y del mayor que había de tener el poder episcopal.
Las disposiciones del concilio correspondieron al propósito y a
las esperanzas del monarca. Después de haberse ocupado en el arreglo
de cosas pertenecientes al gobierno y disciplina de la Iglesia, condenaron
los obispos enérgicamente la conducta de Suintila,
la de su mujer y su hermano, y declararon, en nombre del pueblo, a
él y a sus hijos desposeídos del trono, inhábiles para ejercer cargos
públicos, confiscados sus bienes, y sus personas puestas a discreción
del nuevo rey. Y como asustados por el ejemplo de usurpación que acababan
de presenciar, pero sin dejar de reconocer como soberano legítimo
al usurpador, pasaron a establecer las más severas penas y censuras
eclesiásticas contra todos los que en lo sucesivo atentaran por cualquier
medio contra la vida o el poder de los reyes, anatematizando por tres
veces y condenando a perpetua perdición y a los tormentos eternos
en compañía de Judas Iscariote a todo el que faltara al juramento
y fe prometida al gloriosísimo rey Sisenando y a los que en el trono de
los godos le sucedieren.
Prescribieron luego, así al monarca que se hallaba presente como
a los reyes futuros, las reglas y principios con que habían de gobernar
el Estado, imponiéndoles la obligación de ser moderados y suaves con
sus súbditos, y fulminando excomunión contra los que ejercieran potestad
tiránica en los pueblos. «A tí, monarca
que estás presente, y a todos los que vengan después de tí,
os conjuramos con la conveniente humildad que rijáis con justicia
y piedad los pueblos que Dios os confía, y que reinéis con humildad
de corazón y con amor del bien... Y ninguno de vosotros pueda dar
por sí solo sentencia en las causas criminales sino con los jueces
públicos, para que a todos conste la justificación del castigo». Mandaron
igualmente que a la muerte del rey se juntaran los prelados y los
grandes del reino para elegir pacíficamente el sucesor. Así una asamblea
religiosa sancionaba leyes políticas sobre los negocios más arduos
e importantes del Estado, y de este modo el que acababa de usurpar
un poder que se trataba de garantir exaltaba a la Iglesia sobre el
mismo trono, á trueque de asegurar su vacilante autoridad y ponerla
al abrigo de las consecuencias de su propio ejemplo. A tan rápidos
pasos crecía el influjo que Recaredo comenzó a dar al episcopado.
Hiciéronse en este concilio otras varias leyes sobre cosas pertenecientes a la
autoridad civil. Se reprodujo la disposición del tercero de Toledo
sometiendo a los jueces y personas poderosas contra quienes hubiese
alguna queja a la residencia del sínodo, y para obligar a la ejecución
de este decreto se pedía al rey que enviara un oficial real. La persecución
contra los judíos se templó algún tanto, revocando el anterior decreto
que los obligaba por fuerza a recibir el bautismo, en cuya modificación
tuvo gran parte San Isidoro; pero los ya bautizados hubieron de someterse
a otro decreto no menos duro, al que mandaba les fuesen arrancados
sus hijos para educarlos en la religión cristiana. A los casados con
cristianas se los ponía en la alternativa o de convertirse o de separarse
de sus mujeres, y se declaraba a todos inhábiles para deponer en juicio
contra los cristianos.
Versaron, no obstante, la mayor parte de los cánones sobre asuntos
de disciplina eclesiástica. Se repitieron las penitencias contra los
clérigos incontinentes, contra los que habitaban con mujeres extrañas,
contra los que abandonaban los monasterios para casarse, y se obligó
a los religiosos vagos que no eran ni clérigos ni monjes a que optaran
definitivamente entre las dos profesiones y la observaran y cumplieran.
Se mandó igualmente que los obispos separaran a los clérigos que se
habían casado con viudas, o repudiadas, o con mujeres públicas. Se
eximió a los eclesiásticos de los cargos públicos, y se mandó encerrar
en monasterios para hacer penitencia a los que tomaban las armas.
Por último, se ordenó también que todas las iglesias siguieran la
misma liturgia, que más tarde se denominó mozárabe.
Tal fue el carácter de las disposiciones de esta célebre asamblea,
en que sin perder la índole de religiosa, se marcó ya, determinadamente
la invasión de los concilios en los asuntos propios de la potestad
civil, y la sumisión de los príncipes a la influencia del sacerdocio.
Murió Sisenando a los cinco años de reinado
(636), y después de algunas contestaciones entre los grandes y obispos
sobre la elección de sucesor fue proclamado Chintila.
Siguiendo este monarca el ejemplo de su antecesor, convocó inmediatamente
el quinto concilio de Toledo. Casi todos los cánones de este concilio
tuvieron por principal objeto defender la autoridad y persona del
príncipe contra toda violencia y contra toda tentativa de usurpación,
y asegurar la libre elección del monarca. Se reprodujeron las disposiciones
del precedente sobre esta materia, mandando que se leyeran en todos
los concilios de España, se puso bajo la protección de la Iglesia
a los hijos del monarca reinante, y se prohibió maldecirlos o injuriarlos
aún después de muertos.
No satisfecha la piedad religiosa de Chintila con este concilio, congregó otro en el año 638 en la misma ciudad,
que fue el sexto de los de Toledo. Es de notar el vivo interés con
que repetidamente insistían los obispos en proclamar la inviolabilidad
de los reyes, y la docilidad con que los reyes accedían a las condiciones
que les impusieran los obispos. Que se guarde el mayor respeto al
rey Chintila y a toda su posteridad, decretaban
los padres del concilio: que los servidores del rey gocen tranquilamente
de las mercedes que les haya hecho; pero que las iglesias tengan también
el dominio perpetuo de los bienes que han adquirido por la liberalidad
de los monarcas y por la piedad de los fieles. Se declaró en este
concilio inhábiles para ceñirse la corona gótica a los religiosos
: sacerdotes o monjes, a los de origen servil, a los extranjeros,
y a los que no descendieran del noble linaje de los godos, y no fueran
de buenas y puras costumbres.
Pertenece también a esta asamblea el célebre decreto por el que
mandó que no se diese a nadie posesión del reino, sin que el elegido
se comprometiera con juramento antes de ser reconocido y coronado,
a no tolerar en el reino el judaísmo, a no permitir que viviera libremente
en los dominios de los godos ninguno que no fuese cristiano, y el
que faltara a este juramento sería excomulgado y maldito, y serviría
de alimento al fuego eterno él y todos sus cómplices. Tan poco duró
la templanza con que el cuarto concilio había querido suavizar el
edicto de proscripción de Sisebuto, y tan pronto se renovó la dura
persecución de aquella raza desventurada.
No se sabe que Chintila hiciera otra
cosa que la reunión y confirmación de los decretos de estos dos concilios
en los cuatro años de su reinado, reinado que, según la expresión
de un ilustre escritor, lo fue por los obispos y para los obispos.
A su muerte (640) y a petición suya, los obispos, agradecidos a la
sumisión del padre, elevaron a su hijo Tulga,
joven amable y dulce, pero falto de energía por su índole y por su
edad. Abusaban de su carácter y de su inexperiencia los funcionarios
de las provincias para oprimir los pueblos; la administración pública
empeoraba cada día; se miraba por otra parte su elección como una
tendencia al principio hereditario; se murmuraba del joven príncipe,
y se alzó contra él una parte considerable del pueblo: se concertaron
los grandes y resolvieron deponerle. Chindasvinto (Kind-swinth, poderoso
en hijos), viejo guerrero de noble raza, de carácter firme y enérgico
a pesar de su avanzada edad, fue el designado para suceder al joven Tulga. Se apoderó de él, le tonsuró, le obligó a vestir el
hábito monacal y le relegó a un monasterio (642). Chindasvinto quedó aclamado rey sin las formalidades que prescribían los concilios.
Parece haberse propuesto Chindasvinto en el primer período de su reinado reprimir el espíritu de conspiración
no ya con el apoyo de los obispos ni con el auxilio de las armas espirituales
de la Iglesia, sino con el rigor y la dureza de un viejo soldado.
Como si él no hubiera conquistado el trono con la fuerza, o acaso
teniendo presente esto mismo, buscó y castigó sin piedad a todos los
que habían tomado parte en las maquinaciones de los reinados precedentes,
y hacen subir a doscientos el número de nobles, a quinientos el de
las personas de otras clases que condenó a muerte, siendo aún mayor
el de los que tuvieron que refugiarse en África en la Galia franca
huyendo de su rigor. Es lo cierto que mientras él imperó nadie se
atrevió a perturbar la paz del reino, el cual recobró bajo su enérgica
dominación mucha parte del vigor que en los últimos años había ido
perdiendo.
En medio de esta dureza militar, no carecía Chindasvinto ni de celo religioso, ni de amor a la justicia, ni de afición al fomento
de las letras. Debiósele en este último
concepto la idea, tanto más loable cuanto en aquellos tiempos más
extraña, de enviar a Roma al obispo Tajón de Zaragoza con la comisión
de buscar los libros morales de San Gregorio el Grande que se habían
perdido, y que por un milagro, refieren las crónicas cristianas, le
fueron descubiertos. Como amante de la justicia, quiso, a semejanza
de Eurico, hacer olvidar el vicioso origen de su encumbramiento, haciendo
nuevas y útiles leyes y mostrándose fiel observador de las que existían.
Y como hombre religioso, fundó y dotó iglesias y monasterios, y convocó
el séptimo concilio de Toledo (646).
Se impuso en este concilio pena de excomunión y confiscación a
los traidores al rey y a la patria, con más la de degradación si fuesen
clérigos; se mandó recluir en monasterios a los ermitaños vagabundos,
que con su desarreglada conducta seguían escandalizando las gentes,
y se ordenó que los obispos sufragáneos de la metropolitana de Toledo
residiesen un mes en cada año en la capital, «para dar honor al rey
y a la corte, y consuelo al mismo metropolitano»
O por tener con quien compartir el peso del reino en una edad tan
avanzada, o por el natural deseo de hacer la corona hereditaria en
su familia, procuró y logró Chindasvinto con beneplácito y ayuda del clero, asociar en la gobernación del reino
a su hijo Recesvinto (Rek-swinth, fuerte
en la venganza), que desde aquel momento (649) fue el verdadero rey,
porque su anciano padre descargó en él todo el peso de los negocios
del Estado, Tres años vivió todavía el viejo Chindasvinto,
viendo a su hijo reinar en su nombre hasta que a los noventa de su
edad murió de enfermedad en Toledo, sin que falte quien sospeche no
haber sido su muerte natural, sino de hierbas, como acostumbran a
decir nuestros historiadores: sospecha que quedaba casi siempre de
todos los que no sufrían muerte más violenta, y que prueba por lo
menos cuan raro era en los monarcas godos acabar tranquilamente sus
días.
Menos pacífico el reinado de Recesvinto, se vio turbado por algunos
próceres descontentos, entre los cuales fue el más resuelto y atrevido
un noble llamado Froya, que supo traer a
su partido a los vascones de la Aquitania, y promover una sublevación
de aquellas gentes enérgicas, belicosas y emprendedoras, tan indomables
como sus hermanos los vascones de España, con quienes se correspondían
y confederaban para sus excursiones. A la cabeza de estos hombres
independientes y duros entró Froya en la Península, y llegó hasta Zaragoza. Allí fue detenido
el torrente de la invasión por las tropas de Recesvinto. Los insurrectos
fueron derrotados y Froya hecho prisionero.
Pero el país protegía a los rebeldes, y ni los intimidaba el triunfo
de las armas reales, ni desistían de sus proyectos de rebelión. Al
fin, habiendo expuesto al rey sus quejas y el motivo de su descontento,
que era principalmente el recargo de impuestos con que se los vejaba,
con palabra que el rey les empeñó de repararles las injusticias y
de usar con ellos de clemencia, se sometieron y volvieron a la obediencia.
El rey cumplió su palabra. Mas le fue preciso para ello solicitar
del concilio octavo de Toledo, que seguidamente convocó, que le relevara
de la obligación del juramento que había hecho de no transigir con
los rebeldes. El concilio declaró que aquel juramento no obligaba
por ser contrario a la inquietud y tranquilidad pública, y Recesvinto
pudo cumplir su ofrecimiento de ser indulgente con los vencidos.
En los concilios es donde se retrata ya la marcha simultánea de
la doble organización del Estado y de la Iglesia goda, y cómo ésta
se iba absorbiendo a aquél. En el octavo toledano (652) se añaden
nuevas reglas para la elección de los reyes, contrariando así más
y más la tendencia al saludable principio hereditario. Establécese en él que en lo sucesivo los obispos y los grandes de palacio se reúnan
a elegir sucesor al trono en el mismo lugar en que el monarca hubiese
muerto, y que no se reconozca por válida la elección hecha en otra
parte, o por pocos, o tumultuariamente por el pueblo. Los desventurados
judíos vuelven a ser víctimas de su tenacidad en la fe de sus mayores,
y de la constancia de la Iglesia católica en perseguirlos. Los cánones
cuarto hasta el octavo nos dan triste idea del estado a que
iban viniendo las costumbres del clero, así como consuela ver el incesante
afán de los virtuosos prelados por corregirlas y moderarlas. Ordénase que los obispos depongan a los sacerdotes y demás
ministros que vivían torpemente con mujeres extrañas, y que a éstas
se las encierre en monasterios, y que sean tratados como apóstatas
los clérigos que con pretexto de haberse ordenado por temor volvían
a casarse y a la vida seglar. Se ve en todo la mezcla de religión y de política en que los concilios intervenían. Al propio
tiempo que así se trataba de disciplinar el clero, se declaraba que
los hijos de los reyes sólo pudieran heredar de los padres los bienes
patrimoniales que éstos tuvieran antes de haber ocupado el trono,
y se obligaba a los electos a jurarlo así si habían de ser reconocidos.
La mayor gloria de Recesvinto fue haber acabado de obrar la fusión
entre los dos pueblos, godo y romano-hispano, anulando solemnemente
la ley que prohibía los matrimonios entre personas de las dos razas.
«Establecemos por esta ley, que ha de valer por siempre, que la mujer
romana puede casarse con hombre godo, y la mujer goda puede casarse
con hombre romano... Y que el hombre libre puede casarse con la mujer
libre que quiera, sea convenido por consejo, o por otorgamiento de
sus parientes.» Con esto, y con la confirmación solemne de la ley
de Chindasvinto prohibiendo el uso del derecho
romano y mandando se rigiesen indistintamente uno y otro pueblo por
la legislación visigoda, acabaron de confundirse en un solo pueblo
los que habían estado separados por las leyes : y la unidad política y civil completó la unidad de la fe.
Celebráronse en el reinado de Recesvinto algunos otros concilios que sólo trataron
de asuntos eclesiásticos. Este monarca, a quien el pueblo español
debió el gran beneficio de la unidad, murió en Gérticos,
pequeña aldea a tres leguas de Valladolid, donde había ido con deseo
de recobrar su quebrantada salud, en 672, a los veintitrés años de
su reinado, el más largo que se cuenta en los anales de los godos,
y en que sólo una vez se vio turbada la paz con la corta rebelión
de Froya y los vascones.
CAPITULO SEXTOWAMBA
Del
672 al 680
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