ESPAÑA PRIMITIVA
CAPÍTULO 1 PRIMEROS
POBLADORES
Si
alguna comarca o porción del globo parece hecha o designada por el
gran autor de la naturaleza para ser habitada por un pueblo reunido
en cuerpo de nación, esta comarca, este país: es España. Separada
del continente europeo por una inmensa y formidable cadena de montañas,
rodeada en las dos terceras partes de su perímetro por las aguas del
Océano y del Mediterráneo, diríase que el Supremo Hacedor ha querido
dibujar con su dedo omnipotente sus naturales límites, y que defendiéndola
de Europa con el antemural de los montes Pirineos, del resto del mundo
con los dos mares, se había propuesto que pudiera ser la mansión o
morada de un pueblo aislado y uniforme, ni inquietador de los otros,
ni por los otros inquietado. ¿Por qué serie de causas, por qué conjunto
de extraños acontecimientos, transformaciones y vicisitudes, esta
parte del globo de tan demarcados términos y lindes, presenta en su
historia el cuadro confuso de tantos pueblos y naciones, de tan distintos
idiomas, de tan diversa y variada fisonomía en sus costumbres? ¿Cómo
tan invadida ha sido siempre, y más que otra nación alguna, por extrañas
gentes? Explica en gran parte lo primero su propia topografía: el
curso de la historia demostrará lo segundo: ella irá descifrando este
al parecer incomprensible fenómeno, este destino excepcional del pueblo
español.
Las
extensas cordilleras que la cruzan, corriendo en irregulares y tortuosas
direcciones, y extendiéndose y desparramándose por todo el ámbito
de la Península como las arterias de un gran cuerpo, formando profundas
sinuosidades, estrechas gargantas y desfiladeros, risueños y fértiles
valles, anchas y dilatadas planicies, sirven como de frontera a otras
tantas comarcas independientes. Dejemos a los geógrafos la descripción
de todas estas ramificaciones, que asemejándose en su marcha y vicisitudes
a la vida del hombre, nacen, crecen, se ostentan a las veces robustas
y soberbias, a las veces abatidas y flacas, yendo a morir en el profundo
lecho de unos u otros mares. Contentémonos con no olvidar esta constitución
física de España, porque ella será una de las claves para explicar
la diferencia de caracteres que se observa en el pueblo español, y
la facilidad con que pudieron formarse dentro de su territorio distintos
e independientes reinos.
Así, mientras las altas sierras producen en abundancia maderas de
construcción y canteras de jaspes, mármoles y alabastros, en los pingües
pastos de sus valles y cañadas se apacientan ganados de todas especies,
que dan al hombre sustento y vestido; las llanuras y riberas le suministran
con prodigalidad todo género de cereales, variedad de exquisitos vinos
y de sabrosas frutas, y los mares de sus costas le surten abundosamente
de pescados. Las minas de ricos metales con tal profusión derramó
la Providencia en este suelo, que tomaríamos por fábulas las noticias
que de ellas nos dejaron los antiguos geógrafos e historiadores, si
de ser verdad y no ficción no viéramos todavía en nuestros tiempos
tantos y tan irrecusables testimonios. «En ningún país del mundo,
decía ya Estrabón, se ha encontrado el oro, la plata, el cobre y el
hierro, ni en tanta abundancia ni de tan excelente calidad como en
España.» Háblannos todos los autores de aquellos apartados tiempos
de montañas de plata (Argentarius
mons), de ríos que arrastraban arenas de oro; y el mismo Estrabón
llama repetidas veces al Tajo: Tagus
aurifer, auratus Tagus, Tagus opulentissimus.
No
siendo nuestro propósito enumerar todas las producciones de este suelo
privilegiado, en que parece concentrarse todos los climas y todas
las temperaturas, diremos solamente que sobre proveer con largueza
a todas las necesidades de la vida, suministra además al hombre cuanto
racionalmente pudiera apetecer para su comodidad y regalo. De modo,
que si algún estado o imperio pudiera subsistir con sus propios y
naturales recursos convenientemente explotados, este estado o imperio
sería el de España.
Por
lo mismo no es maravilla que desde la más remota antigüedad atrajera
el concurso de pueblos extraños, y que cuantos de él iban teniendo
noticia anhelaran fijar su planta y asentarse en esta región tan singularmente
favorecida.
¿Quiénes fueron los primeros que a ella llegaron? ¿quiénes los primitivos pobladores de España? Oscuro por lo demás y entre densas nieblas envuelto se presenta por lo común el origen y primer periodo de la historia de casi todos los pueblos. Ocasiónalo el temerario afán y pueril orgullo de querer remontar su antigüedad a la época más apartada posible, comúnmente a la de la trasmigración de las gentes después del Diluvio, y a falta de otro origen que poder atribuirse suelen llamarse hijos de la tierra. Al empeño de realzar esto que algunos llaman glorias de antigüedad, ha sido muchas veces lastimosamente sacrificada la verdad histórica, supliendo la falta de datos con invenciones ingeniosas, con fabulosas tradiciones, o con caprichosas y sutiles etimologías, especie de adivinación fantástica, en que por palabras aisladas y sonidos semejantes se pretende deducir y legitimar las derivaciones que se buscan y están en la mente o en el intento y conveniencia del escritor. Con el propósito de dar a un país o a una población la preeminencia de antigüedad se han tejido esas cronologías caprichosas de príncipes o personajes que jamás existieron, y cuyos hechos, sin embargo, no falta quien refiera con tal puntualidad, como si hubiera conocido a los primeros, y hubiese sido testigo presencial de los segundos. Ficciones halagüeñas con que no ha debido ser difícil sorprender la credulidad pública en épocas poco alumbradas todavía, y que fácilmente trasmitidas de generación en generación han ido recibiendo una especie de sanción tradicional, hasta que la antorcha de la sana crítica las hace desaparecer. Tal vez nuestra España ha sido una de las naciones que por más tiempo han probado los efectos de este sistema que las luces y el buen sentido han condenado ya. No fueron sólo los historiadores griegos y latinos los que desfiguraron nuestra historia con bellas ficciones mitológicas, porque así les convenía en su tiempo para mantener entretenidos los espíritus con las ideas de lo extraño y de lo maravilloso: nuestros historiadores más antiguos, o con buena fe adoptaron ciegamente lo que en aquellos hallaron escrito, o con menos sinceridad ellos mismos inventaron crónicas que más adelante se averiguó ser apócrifas y supuestas, en que ya se hacía a Noé venir a España y fundar en ella poblaciones, ya se traía a ella la mitad de los dioses del Olimpo, ya se daba el catálogo y cronología de más de treinta reyes fabulosos que debían haberse sucedido en el gobierno de España y cuyos hechos, guerras, leyes y vicisitudes minuciosamente se referían. Aun después de evidenciada la falsedad de las crónicas de Auberto, de Juliano, de Dextro, y del nuevo Beroso de Fray Annio de Viterbo, sobre que fundó la suya el buen Florián de Ocampo, todavía el mismo padre Mariana, historiador por otra parte tan sensato, juicioso y erudito, no atreviéndose a desechar abiertamente aquellas fábulas, aunque parecía reconocerlas o sospecharlas de tales, dedicó no pocos capítulos de su historia a darnos razón de una serie de imaginados reyes, entre los cuales cuenta como verdaderos los Geriones, Híspalo, Héspero, Atlas, Sículo, Gargoris y Abides, y refiere las hazañas de Osiris, de Baco, de Hércules, de Ulises, de los Argonautas, y de otros héroes y divinidades: si bien aparece tal la vacilación e incertidumbre que trabajaba su ánimo, que lo que en una página sienta formalmente como cosa cierta y averiguada, en otra afirma haberlo puesto siempre en cuento de hablillas y consejas: con lo que introduce en el espíritu del lector no poca perplejidad, confusión y embarazo. He aquí lo que escribía Florián de Ocampo sobre este particular:
CRÓNICA GENERAL DE ESPAÑA.
LIBRO I.
Muchos años después que Dios nuestro Señor hubo criado el mundo, según que más largamente lo cuenta la sagrada Escritura, habiendo ya gran abundancia de gentes en la tierra, comenzaron a crecer tanto los vicios y maldades entre los hombres, que no queriendo Dios sufrirlo, determinó de destruir el mundo con aguas. Solo se hallaron entre los varones Noé, con tres hijos suyos que fuesen justos, y que viviesen fuera de los pecados de los otros. Uno de ellos fue su primogénito, de nombre Sem, y el mediano Cam, y el más pequeño Jafet: a los cuales nuestro Señor quiso guardar con sus mujeres, para que después de pasada su ira multiplicasen y restaurasen el linaje humano. Por esta causa mandó a Noé que hiciese un gran navío a manera de arca, cubierto y embetunado por todas partes, donde se metiese con ellos, y se pudiesen librar de las muchas aguas que sobre la tierra viniesen, las cuales duraron cuarenta días y cuarenta noches; la mar y los ríos se salieron de madre, y se derramaron sobre la tierra de tal suerte que no se libró cosa viva que no fuese anegada, salvo los animales y personas que Noe metió consigo en el arca: las cuales anduvieron dentro, hasta que poco a poco la mar y los ríos se fueron calmando, y las aguas comenzaron a bajar y descender, de tal manera que la tierra se descubrió por algunas partes, y el arca o navío topó en los montes de una tierra que llaman Armenia, donde se detuvo. Desde allí Noé salió fuera con su gente, y considerando que todas las tierras quedaban despobladas, repartió las provincias del mundo entre sus hijos para que las morasen, y multiplicasen en ellas su generación. Y quiso Dios nuestro Señor mostrar en esta necesidad tal misterio, que mientras el Diluvio duró, las mujeres parían dos criaturas en cada parto. Con aquello, y con la mucha vida que los hombres en aquel tiempo vivían, como veremos adelante, se pudo multiplicar tanto la gente, que los hombres se repartieron en todos cabos. Entre las personas que pocos años después de esto pasado, Noé como padre principal, a quien todos obedecían, señaló para poblar las tierras del mundo, envió también a España un hombre lleno de virtudes y de gran habilidad, llamado Jobel o Jubal, a quien por otro nombre las historias sagradas dicen Tubal. Tubal vino con su mujer y sus hijos, y con otros muchos que ya tenía de su linaje: los cuales muy liberalmente le hicieron compañía. En esto concuerdan todos los Autores que mejor escribieron antigüedades, como son Josefo, Beroso, San Isidro, San Agustín, y todas las crónicas de España, sin discrepar alguna: las cuales, juntamente con la sagrada Escritura, dicen de este Jubal o Tubal ser nieto de Noé, hijo de Jafet, uno de los tres que en el diluvio se libraron, y éste fue el primer hombre que en las Españas sabemos haber morado: del cual descendemos, y de los que con él vinieron todos los que de ella son verdaderamente naturales. Mas
porque los buenos Historiadores, así Latinos como Griegos,
acostumbran al principio de sus obras describir el asiento y la forma
de las tierras de quien algo hablan, paréceme que será cosa justa
decir en el principio de nuestras crónicas algo de la figura y del
sitio de España, discurriendo primeramente por el contorno de sus
riberas y márgenes, y señalando las distancias de los lugares y pueblos
que por este tiempo conocemos en ellas.
Confesamos
ingenuamente que después de haber consultado, con el interés de quien
busca de buena fe la verdad, cuantos autores antiguos hemos podido
haber que supiésemos haber tratado las cosas de España, después de
haber evacuado muchas citas con gran escrupulosidad y consumo de tiempo,
no nos ha sido posible encontrar segura brújula y norte cierto por
donde guiarnos en las oscuras investigaciones acerca de los pobladores
primitivos de nuestra nación: antes bien hemos tenido momentos de
turbarse nuestra imaginación cuando la hemos engolfado en este laberinto
de dudas sin salida razonable, tropezando siempre, o con relaciones
que llevan marcado el sello de la fábula, o con noticias que por confesión
de los mismos autores se asientan en livianos y flacos fundamentos.
Con la fe más ardiente desearíamos que hubiese quien hallara datos
más sólidos, luces más claras y salida más segura de este intrincado
dédalo.
Un
pasaje del historiador de los judíos, Flavio Josefo, ha dado lugar
a que algunos de nuestros historiadores hayan afirmado como cosa segura
que Tubal, hijo de Jafet y nieto de Noé, fue el primer hombre que
vino a España, «y la gobernó con imperio templado y justo». Apoyados
otros en un capítulo del Génesis, en que se nombra a Tarsis, hijo
de Javán y nieto de Jafet, entre los que salieron a poblar las islas
de las naciones después de la confusión de las lenguas en la torre
de Babel, le hacen el primer poblador de España y el que dio su nombre
a la isla Tarseya, y de aquí el origen y principio de la nación española.
Bien querríamos, pero no nos es posible, tener por bastante sólidos
los fundamentos de una y otra opinión para asentar ni la una ni la
otra como ciertas.
Viniendo
a las razas de que más averiguadamente consta que poblaran España
en los tiempos que se esconden a las investigaciones históricas, aparecen
los primeros y más antiguos los Íberos, procedentes, según
los datos más probables, de las tribus indo-escitas, raza nómada,
compuesta de pastores y guerreros, que de la India escítica vinieron
derramándose por Europa hasta su extremidad occidental. El erudito
Vaudoncourt, siguiendo las sabias investigaciones de Bayer, Schlozer
y Adelung sobre el origen de los pueblos de Europa, hace a los Íberos
los aborígenes de España. Suponen muchos que
la lengua que hablaban estos pueblos fuese la misma que hoy conservan
y hablan todavía los vascos o euskaros; y no es de extrañar que habiendo
sido éstos los que más resistieron la dominación romana y donde se
hizo menos sensible su influjo, pudiera conservarse en ellos el idioma
que primitivamente hablaron los españoles. Afirman, no obstante, otros
eruditos y respetables autores haber sido el primitivo idioma de la
población íbera el hebreo-fenicio, o un dialecto del hebreo,
del cual pretenden demostrar haber quedado a la lengua española una
tercera parte de sus voces. Mucho desearíamos que acabara de resolverse
esta cuestión entre los filólogos.
Incontestable parece también la existencia posterior de los Celtas, que vinieron a disputar a los Íberos la posesión de la Península. Mucho tiempo se ha cuestionado, y creemos que tampoco esta cuestión se ha resuelto todavía, sobre si existieron los Celtas en España antes que en la Galia y emigraron de aquí a allá, como pretenden entre los nuestros Masdeu y Flórez, fundados en un testimonio de Herodoto; o si invadieron la Península por las gargantas de los Pirineos, viniendo de la Galia, como nos inclinamos a creer con Humboldt, por la marcha de Este a Oeste que llevaban todas las grandes emigraciones de los pueblos primitivos. De todos modos, esta nueva raza, belicosa, bárbara, y seminómada también, se mezcló con los íberos, llegando a dividirse entre sí el país y a formar una nación bajo el nombre de Celtíberos; bien fuese sin guerrear y por medio de pacíficas alianzas y matrimonios, como indica Estrabón, bien después de largas luchas, como lo atestigua Diodoro de Sicilia, y era más natural que acaeciese entre gentes que habitaban de largo tiempo un país, y otras que le invadían para posesionarse de él de nuevo. En una de estas guerras debió ser cuando algunas tribus íberas arrojadas de sus territorios, emigraron a su vez y se derramaron por los pueblos de Italia con los nombres de ligurios y sicanios, llevando allí su idioma y sus costumbres. Poblada la Península por estas dos grandes razas, al paso que se iban extendiendo fraccionábanse en tribus más o menos numerosas, llegando a subdividirse en términos que cada comarca componía una pequeña nación o tribu independiente, a que las ayudaba la material organización del territorio, desconociendo por otra parte en su estado incivil la utilidad y hasta el arte de hacer alianzas y de gobernarse con unidad. De su distribución y de sus costumbres sólo tenemos las noticias que
nos han suministrado los escritores griegos y romanos, únicos pueblos
civilizados cuyos escritos hayan llegado a nosotros. Pero conviene
no olvidar que las relaciones de estos escritores se refieren a España
tal como la encontraron los romanos cuando la invadieron sus armas,
y que entonces había sufrido ya la Península las dominaciones, aunque
parciales, de tres pueblos cultos. Pero las revoluciones intestinas
que entre sí habrían tenido las primitivas razas no pudieron serles
conocidas sino cuando más por imperfectas tradiciones. De suponer
es, no obstante, como en el principio de nuestro discurso dijimos,
que al paso que fueran asentándose en las diversas comarcas y zonas,
irían contrayendo hábitos, ocupaciones, vínculos diferentes, y que
los intereses de localidad y de tribu ocasionarían choques y guerras
entre los moradores de los vecinos territorios; sucesos de la infancia
de las sociedades, más fáciles de adivinar que de encontrar quien
los trasmita. Sin embargo, como los fenicios, los griegos y los cartagineses
sólo habían estado en inmediato contacto con los habitantes de las
costas, de las riberas de los grandes ríos y de las llanuras o comarcas
abiertas, las costumbres que nos describen de los moradores del interior
y de las regiones montuosas, conócese que habían sufrido muy poca
alteración, pues presentan toda la rudeza y ferocidad propias de los
pueblos nacientes.
La
población céltica, diseminada por toda la costa septentrional y occidental
de la Península, dividíase en cinco grandes y poderosas tribus, los
cántabros, los vascones, los astures, los galaicos y los lusitanos,
que ocupaban los países que hoy poco más o menos comprenden las provincias
Vascongadas y Navarra, las Asturias, Galicia y Lusitania o Portugal,
si bien no es tan exacta la correspondencia de los antiguos y de los
modernos límites, que los astures y los galaicos, por ejemplo, no
se extendiesen entonces por una buena parte del reino de León y de
Castilla la Vieja, los lusitanos por las Extremaduras y Castilla,
los vascones por Aragón, y los cántabros por la actual provincia de
Santander. Subdividíanse además estas tribus en multitud de pequeñas
poblaciones o grupos, tanto, que al decir de Estrabón, eran quince
las que componían la nación galaica, y sobre cincuenta las fracciones
en que se compartían los lusitanos.
Ocupaba
la raza íbera el Mediodía y el Oriente de España, dividida
también en porción de tribus, de las cuales eran las principales,
los turdetanos, que se extendían por la costa de la Bética o Andalucía
hasta una parte de la Lusitania; los bástulos, que habitaban al Este
del Estrecho, en lo que hoy es Ronda y el condado
de Niebla; les beturios, que poblaban las cercanías de Sierra
Morena; los bastetanos, en la costa
de Murcia hasta el Segura; los contéstanos, desde
Cartagena hasta el Júcar y parte de los reinos de Murcia y de
Valencia; los edetanos, que ocupaban también parte de Valencia y de
Aragón hasta confinar con la Celtiberia; los ilercavones, que se asentaban
entre el Oduba y el Ebro;
y desde el Ebro hasta el mar y los Pirineos los cosetanos, ausetanos,
indigetes, lacetanos, ceretanos e ilergetes: por último, los gymnesios,
o habitantes de las Baleares: casi todos subdivididos también en pequeñas
tribus como los Celtas.
Habitaba
el centro de la Península la raza mixta de los celtíberos; sus principales
tribus, según Estrabón, eran los arevacos, los más poderosos de todos,
al Sur del Duero; los carpetanos, en la comarca de Toledo por donde
corre el Tajo; los vacceos, por la parte donde está hoy Palencia;
los oretanos, en lo que riega el alto Guadiana: siendo los límites
de la Celtiberia, por el Norte las sierras de Urbión y de Oca, por
el Sur el Orospeda, por el Este las sierras de Segura y de Alcaraz,
habiendo variado mucho por Occidente, hasta llegar en una época cerca
de las costas del Mediterráneo.
Groseras
y rústicas tenían que ser las costumbres de estos primitivos pueblos.
Expresaremos algunos de sus rasgos característicos, tales como nos
han sido trasmitidos por los más antiguos historiadores.
Distinguíanse
los habitantes de las montañas por su ruda y agreste ferocidad. Estrabón
pondera en términos acaso demasiado enérgicos la fiereza de los cántabros.
Intrépidos y belicosos, de genio indomable y ánimo levantado, contentos
y bien hallados entre la fragosidad de sus bosques, en guerra siempre
con otras gentes por sostener su independencia, negábanse estos montañeses
a toda transacción y aún a toda comunicación con los demás pueblos.
Su furor marcial llenó de terror a cuan tos intentaron su conquista.
Servíanse
de una especie de escudos llamados peltas,
y de armas ligeras como el venablo, la honda y la espada, propias
de gente que necesitaba de agilidad para sus asaltos y correrías de
montaña. Los jinetes tenían sus caballos acostumbrados a trepar por
sierras y colinas; y al modo de los astures, no menos guerreros que
ellos, solían montar dos jinetes en un mismo caballo, para poder combatir,
cuando el caso lo requiriese, a pie el uno y a caballo el otro. Hacíaseles
insoportable la vida sin el arreo de las armas, y cuando la falta
de vigor los inutilizaba para la guerra, preferían la muerte a una
vejez que tenían por desdorosa, y la buscaban precipitándose de lo
alto de una roca. Pródigos y despreciadores de la vida, si se veían
amenazados de esclavitud, apelaban al suicidio; y si les faltaban
armas, recurrían a un veneno con el que iban siempre provistos, y
que decían mataba sin dolor.
Viéronse
en la guerra cantábrica rasgos de heroísmo salvaje, que eclipsan las
rudas virtudes bélicas de los espartanos. Madres que clavaban el acero
en los pechos de sus hijos para no verlos en poder del enemigo; padres
y hermanos, que hallándose prisioneros mandaban al hermano o al hijo
que los matase para no ser esclavos; hijos que lo ejecutaban, y soldados
que clavados en una cruz cantaban alegres himnos en honor de sus dioses.
Ni
por eso eran desconocidos los afectos del corazón a aquellas rústicas
gentes. Los vínculos de la amistad los llevaban a tal extremo, que
en consagrándose a un jefe o caudillo, de tal manera ligaban y compartían
con él su buena o mala fortuna por toda la vida, que no se vió un
solo ejemplar de que, muerto él, rehusaran morir todos, ni siquiera
nadie sobrevivirle. Admirable fidelidad, por lo mismo que caía en
tan groseros corazones.
Refiérese
de una de estas tribus que hacía su bebida favorita de sangre de caballo,
a estilo de los sármatas y de los masagetas: y afírmase también que
para limpiarse los dientes y encías usaban de un repugnante líquido,
cuyo nombre dejamos al poeta Cátulo expresar en idioma latino. Las
mujeres labraban los campos; y por más extraña que nos parezca la
costumbre de hacer las recién paridas acostarse a sus maridos y asistirles
con mucho cuidado y esmero, así nos lo atestiguan los escritores romanos,
y no es este solo el pueblo de que se refiere tan extravagante singularidad.
Ágiles
y astutos los lusitanos, diestros en armar asechanzas y en descubrir
las que a ellos les ponían, hacían sus evoluciones militares con admirable
orden y facilidad. Usaban pequeños escudos cóncavos atados con correas
sin asas ni hebillas, puñal o machete, casco con penacho y cota de
armas de lino. Algunos se servían de lanzas con los botes de cobre.
Combatían a pie o a caballo, a la ligera o armados de todas armas:
la guerra era su estado casi habitual; valientes, pero inconstantes
de suyo.
Sobrios
y frugales sobremanera como todos los habitantes de las montañas,
sustentábanse las dos terceras partes del año con pan de bellotas;
bebían una especie de sidra o cerveza; el poco vino que producía el
país le consumían en los festines de familia. En esos banquetes se
sentaban en bancos por orden de edad y de dignidad, y después danzaban
al son de una flauta o trompeta. Dormían en el suelo sobre haces de
hierba, cubiertos la mayor parte con túnicas negras o sacos oscuros.
Las mujeres gastaban trajes rústicamente bordados. Los de tierra adentro
traficaban entre sí por medio de cambios, si bien a veces empleaban
por moneda pequeñas laminitas de plata que cortaban a medida que las
necesitaban para pagar los objetos comprados.
Exponían
los enfermos en los caminos públicos, al modo que lo practicaban los
egipcios antiguamente, por si algún transeúnte conocía por propia
experiencia la enfermedad y el remedio. Apasionados de los sacrificios,
que ofrecían a una especie de divinidad guerrera, servíanse de las
entrañas de los cautivos para sus adivinaciones, y desde el momento
que la víctima recibía el golpe fatal sacaban los primeros augurios
del modo o postura en que caía. Cortaban la mano derecha a los prisioneros
de guerra, y los consagraban a sus dioses. Tenían también sus hecatombes,
a semejanza de aquellas de que hablaba Píndaro cuando dijo: «Inmolad
cien víctimas de cada especie de animales.» El suplicio de los reos
de muerte era la lapidación, y sacaban a los parricidas fuera de las
fronteras, o por lo menos de las poblaciones para aplicarles la pena.
De
las tribus galaicas que moraban cerca del Duero dícese que no hacían
sino una comida diaria muy sencilla y frugal, que se bañaban en agua
fría, y que se frotaban dos veces al día el cuerpo con aceite al modo
de los lacedemonios.
Atribúyese
a los astures haber sido los primeros entre aquellas naciones bárbaras
en dedicarse a la explotación de minas y al rebusco del oro, hasta
el punto de llamarlos Silio Itálico avaros
astúres, y Lucano pálidos
escudriñadores del oro: si bien solían tropezarse con los galaicos
sus vecinos, ocupados en la propia operación en las sierras aledañas
de ambos países. Dícese que era frecuente en Galicia al labrar la
tierra enredarse el arado en gruesos pedazos ele oro, y que había
en sus fronteras un bosque sagrado al cual era prohibido aplicar el
hierro: «solamente, añade Justino, cuando el rayo hendía la tierra,
se permitía recoger el oro puesto así al descubierto como un presente
de la divinidad»
Aparte
de alguna ocupación propia de alguna de las mencionadas tribus, entiéndese
que en lo general los cántabros, vascones, gallaicos, lusitanos y
astúres, asemejábanse mucho en las costumbres y manera de vivir.
Dominando,
a lo que parece, entre los celtíberos la raza celta sobre la íbera,
tenían mucho de común con las tribus de que hemos hecho mérito, pero
diferenciábanse ya en costumbres y en genio. También los celtíberos,
como los cimbrios y como los cántabros, cifraban su gloria en perecer
en los combates, y consideraban como afrentoso morir de enfermedad.
También adoraban un dios sin nombre, al cual festejaban en las noches
de los plenilunios, bailando en familia a las puertas de sus casas.
Pero esto no impide el que dieran culto a Elman, a Endovellico, y
a otras divinidades, según atestiguan las inscripciones, bien indígenas,
o bien originarias de la Fenicia, como conjetura Depping. Natural
es la idea de un culto religioso aun en los pueblos mas bárbaros;
y lo que Estrabón dice de los galaicos, que no se les conocía religión
alguna, suponemos significará que no se sabía adorasen ningún dios
de la teogonia pagana.
El
traje celtíbero era una ropilla negra u oscura, hecha de la lana de
sus ganados, a que estaba unida una capucha o capuchón, que le dio
el nombre de sagum cucullatum, con la cual se cubrían
la cabeza cuando no llevaban el casquete, adornado con plumas o garzotas.
Al cuello solían rodearse un collar; y una especie de pantalón ajustado
completaba su sencillo uniforme. En las guerras usaban espadas de
dos filos, venablos y lanzas con botes de hierro, que endurecían dejándole
enmollecer en la tierra. Gastaban también un puñal rayado, y se alaba
su habilidad en el arte de forjar las armas. Presentábanse ya a pelear
a campo raso: interpolaban la infantería con la caballería, la cual
en los terrenos ásperos y escabrosos echaba pie a tierra, y se batía
con la misma ventaja que la tropa ligera de infantería. El cuneus, u orden de batalla triangular de
los celtíberos, se hizo temible entre los guerreros de la antigüedad.
Las mujeres se empleaban también en ejercicios varoniles, y ayudaban
a los hombres en la guerra.
De
entre las tribus celtíberas la que conservó por más tiempo los hábitos
de la vida nómada fue la de los vacceos. Late
vagantes los llama Silio Itálico. Pastores, agricultores y guerreros
a un mismo tiempo, veíanse precisados para pelear a dejar guardados
sus cereales en silos, especie de hórreos o graneros subterráneos,
donde se conservaban bien los granos por largo tiempo. Aun subsisten
muchos en los pueblos de la Vieja Castilla, y la curiosidad ha movido
muchas veces al autor de esta historia a bajar a estos silos y a examinarlos.
Distribuíanse los vacceos las tierras que habían de cultivar cada
año, y se repartían su producto, considerando el suelo Como una propiedad
común: el que ocultara alguna parte de estos frutos era castigado
con la última pena.
Había
entre los carpetanos una tribu que vivía en cavernas aisladas. Moraba
en una colina al Norte del Tajo.
Mucho
menos toscos eran los que habitaban entre la costa oriental y los
Pirineos. Los barcos representados en las medallas encontradas en
los campos de Tortosa prueban que los moradores de la costa se daban
ya al tráfico marítimo, y no es inverosímil o que estuvieran ya mezclados
con los pelasgos y tirrenios, o que al menos mantuviesen tratos y
relaciones con los etruscos de la opuesta costa de Italia. Valerosos
y tenaces en defender su libertad nos pintan a los edetanos o ilergetes.
El sol y la luna eran los principales dioses que adoraban aquellos
pueblos.
Iban
los de las Baleares a la pelea o enteramente desnudos, llevando en
la mano un pequeño broquel y un venablo quemado por la punta, o cubiertas
sus carnes con pieles de carnero a manera de zaleas, que nombraban sisyrnas. Ponderada fue siempre su habilidad y destreza en el manejo
de la honda, y al decir de Lucio Floro, las madres no daban a sus
hijos más sustento que aquel que puesto en el hito acertaban ellos
a tocar con la piedra lanzada con la honda. Diodoro, hablando de las
tres hondas de distintos tamaños que parece acostumbraban a llevar
aquellos insulares, dice que una la llevaban ceñida a la cabeza, otra
al rededor de la cintura y otra en la mano.
Distinta
era ya la cultura de los íberos que poblaban la costa meridional
de la Península. Establecidos de inmemorial tiempo en el templado
litoral del Mediterráneo, o en las amenas márgenes del Betis o del
Guadiana, es de creer que la belleza de aquel cielo, la dulzura del
clima y la feracidad de aquel suelo privilegiado, habrían modificado
su originaria rusticidad y hecho que gustasen más de la vida sedentaria
y quieta, y que fuesen menos turbulentos y guerreadores que los pueblos
del interior y de las montañas; sin que por eso hubiesen perdido del
todo sus rudos instintos, ni dejaran de resistir con vigor y energía
a los pueblos invasores. Los monumentos religiosos que dicen haberse
hallado sobre el Promontorio Cuneo testifican la rudeza de los cinesios,
pues según Estrabón y Artemidoro, reducíanse a tres o cuatro piedras
sobrepuestas, y conforme a una tradición conservada de padres a hijos,
cada vez que los navegantes abordaban aquel lugar mudaban las piedras
y las cambiaban de posición, contentándose con dirigir algunas preces
a aquella especie de altar movible y de obelisco rústico. También,
según Valerio Máximo, inmolaban, como los cántabros, a los ancianos
imposibilitados de llevar las armas.
En
tal estado debieron encontrarlos los fenicios a su llegada. Mas habiendo
sido las costas meridional y oriental de la Península las que primero
recibieron la influencia de los tres pueblos civilizados que diremos
después, natural es que cuando los conocieron los romanos hallaran
ya en aquellos, pueblos otra cultura y otras costumbres más blandas
y suaves. Estrabón y Polibio hablan en términos magníficos y pomposos
de la civilización de los turdetanos. Suponen que hacía nada menos
que seis mil años que poseían leyes escritas en verso. Por esta cuenta
se remontaba la civilización turdetana a tiempos muy anteriores a
la creación del mundo según la Escritura. Mas de la confusión y embarazo
en que esta especie pudiera ponernos, sácannos con facilidad Diodoro
de Sicilia, Varrón, Plutarco, Lactancio, Suidas y otros no menos graves
autores, enseñándonos la costumbre de muchos pueblos antiguos, de
contar, no por años solares, sino por años de estaciones o meses:
en cuyo caso, siendo verosímil que ellos contasen por estaciones de
a tres meses, coincidirían los primeros rayos de civilización que
recibieron los turdetano con el arribo de los primeros colonizadores.
De
todos modos, no es en el estado civil de los habitantes de las costas
de Mediodía y Levante donde hemos de buscar el tipo de las costumbres
de los primitivos pobladores de España, sino en los que ocupaban el
Norte, el Occidente y el centro de la Península, en los que no habían
sido modificados con el influjo de las colonias.
Los
rasgos comunes y característicos de estos pueblos eran la rusticidad,
la sobriedad, el valor, el desprecio de la vida, el amor de la independencia,
la tendencia al aislamiento, y por consecuencia la falta de unidad.
Separados y como aislados del continente europeo, y más todavía de
las demás partes del mundo, parecían destinados á pasar una vida ignorada
y una existencia oscura. Veamos ahora cómo fueron entrando a participar
del movimiento social del mundo antiguo, no olvidando el fondo de
carácter creado por las primitivas razas, que veremos ir sobreviviendo,
bien que con algunas modificaciones, a los siglos, a las dominaciones
y a las conquista.
FENICIOS,
GRIEGOS, CARTAGINESES
Los fenicios fueron las primeras gentes civilizadas que llegaron a España y fundaron en ella poblaciones. Estos descendientes de Canaán, cuya tierra habían cubierto de ciudades
ricas y populosas, las cuales habían elevado a un grado admirable
de esplendor y de prosperidad por medio de la navegación y del comercio,
en que eran singularmente entendidos y aventajados, sostenían mucho
tiempo hacía relaciones mercantiles en Egipto, en el Asia Menor, en
las costas del Mediterráneo y de la Europa Oriental. Verosímil es
que estos intrépidos navegantes en algunas de sus excursiones marítimas
hubieran avistado las costas de España, y aun arribado a ellas, o
con deliberado intento como exploradores, o arrojados por algún azar,
y que el aspecto de tan bello clima y de tan fértil suelo inspirara
a su genio mercantil el pensamiento de extender a él sus relaciones
comerciales. Sea lo que quiera de las expediciones que pudieran hacer
y la tradición oriental les atribuye antes de la época que vamos a
señalar, creemos que la fundación de sus primeros establecimientos
en el litoral de nuestra Península no puede remontarse más allá de
los quince siglos antes de la era cristiana.
Coincide
este acontecimiento con la época en que arrojados los fenicios del
interior de sus tierras por las armas de Josué, que las había invadido
para dar a la posteridad de Abraham la posesión de la tierra prometida
por Dios, el crecimiento excesivo de la población que se había replegado
a las grandes ciudades, especialmente a Sidón y a Tiro, les
hizo pensar en salir a establecer colonias donde antes se habían presentado
solo como simples traficantes. En esta dispersión abordaron muchos
de ellos las costas africanas, y las del Sur de la Península española
que acaso conocían ya, y estableciéndose primero en la isla Eritya
o Eritrea, que se cree sea la de Santi-Petri, hoy en gran parte cubierta
por las olas, trasladáronse luego y fundaron Cádiz con el nombre de Gadir, comenzando por erigir un templo a Hércules, su divinidad
favorita, cuyo culto llevaban consigo a todas partes, colocando en
él dos columnas de bronce de ocho codos de altas.
El
incendio sería violento, pues las piedras estaban calcinadas, así
como algunos huesos humanos, que se conservan en el Museo.
Pocos
restos de la industria de aquellos remotos tiempos se salvaron de
la voracidad de las llamas, si se exceptúan algunas pocas vasijas
de un tosco barro arenisco, construidas a mano, sin ausilio del torno
de alfarero, leves pero elocuentes muestras de la rudeza, así de los
bravos habitantes de la ciudad, como del pueblo semi-salvaje que la
asoló e incendió.
He
aquí, pues, explicada según nuestras indagaciones, las causas
que produjeron la primera ruina de Tarragona; ruina terrible que a
pesar del transcurso de millares de años ha llegado a nosotros de
una manera expresiva, admirándonos de sus espantosos efectos. ¡Cuántas
y cuántas otras ruinas en los siglos venideros debían sufrir esta
infortunada ciudad, siempre por los mismos Celtas, Germanos o Galos
descendientes directos de aquellas hordas salvajes venidas de la Escitia
y de la Sarmacia! Aun recordamos con dolor una de ellas ocurrida en
nuestros días, tan sangrienta y feroz como aquella sin duda. Deducimos
que la acrópolis de Olérdula tuvo en aquella lejana época el mismo
desastroso fin que Tarragona; pero como el ave Fénix una y otra renacieron
de sus cenizas, como veremos más adelante.
Pocos
puntos históricos pertenecientes a los antiguos tiempos se presentan
tan obscuros y tan controvertibles como la historia de los Celtas,
asi como no existe otro en que se hayan emitido tantas y tan diversas
opiniones. Mientras unos hacen originarios a los Celtas de los países
inmediatos al mar Báltico y otros septentrionales de Europa, otros
los consideran aborígenas de España, engañados sin duda estos por
el nombre de algunas comarcas occidentales y meridionales que en la
Península Ibérica poseyeron, y el de muchas ciudades de la antigua
geografía, llegando hasta el extremo de suponer que los Celtas residieron
antes en España que en las Galias. Igualmente se ha atribuido a este
pueblo la erección de los monumentos toscos y colosales calificados
hasta aqui de célticos, conocidos bajo el nombre de Menhires, Peulvans,
Trilitos y Cromlehs, Pasadizos cubiertos o Cuevas de las hadas, Piedras vacilantes, etc.; y en verdad, que atendidas las eruditas
investigaciones de personas y corporaciones tan sabias y competentes
como sir Roberto Hoare, sir Higgins, M, Cambri, M. Eloy Johanneau,
M. de Frenmville y otros, así como la Sociedad Céltica de Francia,
fundada en 1807 y la Academia Real de Anticuarios que la sucedió en
1815, la Sociedad Highlandesa y la Sociedad Arqueológica de Londres,
de esperar era que no se hubiesen equivocado, siendo lo más notable,
que otras personas y corporaciones no menos sabias y respetables,
hubieran atribuido estos gigantescos y rudos monumentos a los sacerdotes
druidas que sucedieron a los Celtas; pero los estudios antropológicos
y paleo-arqueológicos recientes, verificados sobre estos
restos simultáneamente en Inglaterra, en la Bretaña, en la Bélgica
y Escandinavia; las investigaciones practicadas en las turberas de
todo el Norte de Europa; los casuales descubrimientos hechos en las
ruinas de los Palafitos y ciudades lacustres en el fondo de los lagos
de Suiza e Italia; y por último, las exploraciones ejecutadas en los kjockkenmoedding o vaciaderos
de Dinamarca, Suecia y en Cornualles, han esclarecido esta parte importantísima
de la historia antigua de una manera admirable, resultando en consecuencia,
que dichos monumentos no solo no eran célticos, sino que los Celtas
a su llegada a los países en donde existían desde muy antiguo
se asombraron de su grandeza, de modo que muy lejos de ser sus constructores,
se aprovecharon por el contrario de estas enormísimas moles utilizándose
de ellas en lo que les convino (Fignier), y de ahí la destrucción
y desaparición completa de los unos, y de la ruina parcial de la mayor
parte de los existentes.
Menos
razón hay para considerarlos druídicos; primero, porque los verdaderos
Druidas, según todas las investigaciones enunciadas, no aparecen realmente
en las Galias hasta el siglo sexto antes de nuestra era, y ninguna
parte de la historia habla de sus pretendidas construcciones gigantescas
ni de estos toscos altares denominados dolmenes y menhires que tan ligeramente se les atribuyen; y segundo, porque es ya
sabido que los sacerdotes druidas practicaban su culto y sus supersticiosas
ceremonias en la espesura de los bosques, en donde cogían el muérdago
sagrado, y ejercían en la soledad de las umbrosas selvas sus misteriosas
prácticas, iniciando allí a sus adeptos; y precisamente los monumentos
calificados de célticos por unos y de druídicos por otros se levantan
casi sin excepción en comarcas despejadas y peñascosas, y muy comúnmente
en las orillas de mar, no siendo ya dudoso el que, si para los celtas
eran antiquísimos estos monumentos, para los Druidas su erección se
perdía en la noche de los tiempos.
Las
pomposas y recientes descripciones de estos supuestos altares druídicos
(E. Bretón) en donde se degollaban sin misericordia las víctimas humanas
en cruentos sacrificios, o se precipitaban cruelmente desde su altura
para quedar destrozados sus cuerpos en las puntas de hierro destinadas
a recibirlos, han quedado desmentidas desde luego, reduciéndose estos
altares ficticios o dolmenes, a cámaras sepulcrales, construidas con
piedras toscas puestas de pié, y otras enormísimas colocadas horizontalmente
encima para servirlas de techo, de las que, habiendo desaparecido
la tierra que sus constructores habían acumulado encima, en forma
de montículos (túmulus), han quedado descarnadas.
De
aquellas poéticas descripciones de los sabios, más brillantes que
sólidas, hechas muy modernamente nos han admirado dos cosas; una,
¿cómo habiendo sido examinados interiormente algunos de estos túmulos
o cámaras sepulcrales, cubiertas con sus correspondientes montículos
en perfecta integridad, según sucedió en Firlemont, Bartlow y Silbury,
y otros semidestruidos como en Pornic, en Bongon y en New-Orange,
no hayan observado los arqueólogos que los describieronue los dólmenes
o altares druídicos de Anglesey, de Roscoff, de Kerven-Burel, de Librac,
etc., tenían la misma configuración interior de aquellas, y por lo
tanto que estos fingidos altares druídicos se reducían a simples esqueletos,
digámosle así, de aquellos túmulos o cámaras funerarias? y luego ¿cómo
no pensaron sus apologistas en la imposibilidad de ser altares druídicos
los que existen en Inglaterra, en España y sobre todo en Africa, donde
no se introdujo ni ejerció jamás el culto druídico? Y ciertamente
que no faltan en España importantísimos monumentos de aquel género
en varios puntos, especialmente en Andalucía, debiendo citar entre
otros los de Dilar y de Hoyon, descritos recientemente por nuestro
amigo D. Manuel de Góngora, los cuales son de mayor importancia sin
duda que los que tanta celebridad han conseguido los situados en las
costas de la Gran Bretaña, en las Galias y en la Bélgica, pudiendo
en consecuencia deducir que aquellos tan decantados estudios verificados
por los sabios durante la primera mitad de este siglo, eran muy imperfectos,
así como es de colegir que su atribución a un pueblo anterior de muchísimo
a los Celtas es no solo posible, sino aún, históricamente hablando,
indispensable.
Una
segunda cuestión sumamente importante surge cuanto se trata de someter
a cómputos cronológicos la época de la venida a Europa de los pueblos
célticos o escíticos, hasta ahora poco conocidos, cuestión ávida y
en extremo controvertible.
Los
antiguos escritores creían ya tan remota la época del establecimiento
de los Celtas en los países donde los encontraron situados, que los
consideraban casi como aborígenes. Plinio los hace anteriores al Diluvio,
del que dice se salvaron. Estrabón dice que Celtas y Escitas
son un mismo pueblo con diferentes denominaciones, los cuales vivían
desde tiempos ignotos en los países situados al extremo septentrional
del antiguo mundo, cuyo territorio apellida indistintamente Escitia
o Céltica, añadiendo luego, que después del desbordamiento de estos
pueblos por el Occidente se denominó a los septentrionales escíticos,
y a los occidentales célticos. Lo mismo con poca variedad dicen Eforo,
de donde lo sacó Estrabon y Plutarco en la vida de Mario.
Los
escritores griegos y romanos hablan muy vagamente de los Celtas, porque
tuvieron ideas bien poco precisas de estos pueblos semisalvajes, como
que habitaban en regiones para ellos casi desconocidas. Los escritores
modernos, según hemos dicho, no conocían la historia de los Celtas
sino por lo que dijeron los antiguos, sin tomarse la pena de practicar
averiguaciones arqueológicas; de modo que, lo escrito hasta hace poquísimos
años no es bastante para formarse un juicio de los Celtas; pero todos
están conformes en remontar su origen hasta las primeras edades del
hombre después del Diluvio; y los más eruditos los hacen proceder
de lo spaíses inmediatos a la laguna Meótides y de las orillas del
mar Caspio: hasta aquí llegan las indagaciones.
Mr.
Amadeo Thierry, si bien no se atreve a asegurar la época cierta del
establecimiento de la confederación céltica en Francia, cita no obstante,
de acuerdo con la opinión de Freret, la época del paso de los Celtas
por los Pirineos a España por primera vez, sobre 1400 años antes de
la era vulgar, lo que siempre es un dato.
Este
cálculo cronológico del erudito historiador de las Galias está basado
sobre un hecho histórico muy conocido.
Los
Fenicios arrojados de gran parte de la Palestina por los Israelitas
conducidos por Moisés, enviaron colonias a España, posesionándose
de los países meridionales de la península. Esta expedición fenicia
se verificó quince siglos antes de nuestra era, época de la entrada
de los Hebreos en el país de Canaán, según las cronologías de Eusebio,
de Userio y de Bosuet.
Por
testimonio de Estrabón y de Plinio los Celtas ocuparon España
después de los Fenicios, por cuyo motivo Mr. Freret da un siglo más
de antigüedad a las navegaciones de los Tirios que a la venida de
los Celtas a la Península Ibérica, como queda expresado arriba. Pero
por ingenioso que sea el cálculo de Freret, apoyándose en el testimonio
de aquellos dos historiadores, creemos que siendo tres las irrupciones
célticas a España como expresa Thierry, la primera completa y destructora,
la segunda parcial, y la tercera, ya en época histórica, apenas intentada,
la atribución de los citados escritores debe referirse sin duda alguna
a la segunda, la más próxima a su época. Sobre esto expondremos nuestras
conjeturas al hablar de la venida de los Cimbrios a España, o sea
la segunda invasión.
Mr.
Le Hon, sincronizando varios acontecimientos históricos calcula que
la emigración ariana o céltica del Asia al Norte y Sudoeste de Europa
hubo de ser simultánea con el paso de los Hicsos de la Arabia al Egipto,
y remonta a cuatro mil años la venida de los Celtas a ocupar las Galias
por primera vez.
No
hallamos desacertada la conjetura de Mr. Le Hon, pues si efectivamente
sincronizamos los acontecimientos históricos de data conocida, vienen
a dar el mismo resultado. A tenor de las mejores cronologías, el patriarca
Abrahám nació en Ur de Caldea 2093 años antes que Jesucristo, y según
el texto de la Biblia salió de allí para el país de Canaán sobre el
año de 1960; pero por causas que no explican los Libros sagrados hubo
de detenerse en Harán, pueblo situado a orillas del Eufrates.
A
la edad de 75 años, dice el Génesis, es a saber
el de 1921 (el mismo de la vocación del Señor) partió aquel patriarca,
padre del pueblo hebreo de Harán para la Palestina; transcurridos
430 años del expresado acontecimiento, memorable en los fastos de
la historia de los Israelitas, se verificó la salida de estos de la
esclavitud del Egipto y el paso del mar Rojo bajo la conducta de Moisés,
según el Exodo, lo que coincide con el año 1491, como expresa la cronología
de Userio, igual fecha o en los contornos de la primera expedición
de los Fenicios a España. Estas datas son históricas, y nos servirán
de base para las conjeturales.
Hemos
visto que Abraham abandonó la ciudad de Ur sobre el año 1936, y que
residió 45 en Harán. La Biblia no expresa la causa que le obligó a
huir de su patria con toda su familia, ganados y riquezas, pero los
sucesos contemporáneos lo indican claramente. La ciudad de Ur se hallaba
situada en la orilla derecha del Tigris, no muy lejos de Nínive, confinando
con el Irán. Una de las más terribles irrupciones del Turán a este
país obligó a los Iranios o Arias a emigrar en masa de su patria,
desbordándose por los países limítrofes, y este movimiento de repulsión
fue causa de tres notables acontecimientos históricos simultáneos;
la mayor parte de la familia Aria emigrante se esparció por el Norte
y Sudoeste de Europa, y de aquí el origen de la primera y más grande
invasión celta a orillas del Báltico y Océano Germánico; otra parte
se desparramó por la Mesopotamia y por el Yemen, obligando a los Hicsos,
o pueblos pastores que
transhumaban por los desiertos de la Arabia, a pasar al Bajo Egipto,
del que se apoderaron con violencia, y se sospecha con muchas
probabilidades que éste quizás fué el motivo también que precisó a
Taré a abandonar su casa y patrimonio con su hijo Abraham, salvándose
por orden del Señor al país de los Cananeos,
Si
en vista de estos antecedentes computamos las fechas, nos darán la
comprobación de aquellos tres tan importantes acontecimientos. En
efecto, restando del año 1980 en que salió Abraham de Ur, los 260 que
los Hicsos permanecieron en Egipto sojuzgándole, nos da el guarismo
1700, precisamente la época, según Bosuet, del encumbramiento del
patriarca José, hijo de Jacob en la corte de Faraón y si a
los 1966 años anteriores a Jesucristo añadimos los del corriente siglo
nos dan 3960 fecha que se aproxima al cálculo de Mr, Le Hon, quien
hace ascender a cuatro mil años la primera invasión de los Celtas
a Europa; y he aqui que a la vez tenemos los datos casi ciertos para
conocer la época del establecimiento de la confederación céltica y
gaélica de la Bélgica, en la Bretaña y en las Galias y su paso por
los Pirineos, causando según Thierry grandes desastres en España,
según lo atestiguan las ruinas de los dólmenes en Andalucía, en Portugal
y en otros puntos, y la destrucción de los gigantescos muros ciclópeos
de Tarragona, todo lo que no vacilamos a atribuirlo a los Celtas,
según explicamos arriba.
Resumiendo
pues lo que acabamos de exponer, resulta, que la gran emigración iraniana
o de los Arios aconteció sobre 1966 años antes de nuestra era, y que
a consecuencia de la misma ocurrieron a un tiempo las invasiones de
los Arias a la Mesopotamia y al Yemen o Arabia, arrojando a los Hiksos
contra los Egipcios, de que queda hecha mención, y la de los Celtas,
da la misma familia, al Septentrión y Occidente de Europa, llevando
en pos de sí la destrucción, de conformidad con la opinión de Mr.
Thierry y Mr. Le Hon, lo mismo que atestiguan los monumentos denominados
hasta aqui y con error célticos o druídicos, situados en el Norte
y Occidente de Europa.
Que
una vez dado el impulso, aquellas emigraciones célticas, esciticas
o arias continuaron sin interrupción, como queda demostrado, y una
multitud de pueblos o tribus, sin duda de la misma estirpe y procedencia,
pero con diversas denominaciones, empujándose mutua y sucesivamente
llegaron de comarca en comarca hasta ocupar, si bien que temporalmente
a la sazón, la península ibérica devastándola.
Como
todos estos movimientos exigían tiempo, podremos calcular prudenciamente
la época de su arribo a España sobre diez y nueve siglos antes de
nuestra era, de modo que el paso de los Sicanos a Italia y Sicilia,
y el de los Ligures a las Galias, asi como la ruina de los muros ciclópeos
de Tarragona, se remontaron, según aquellos cálculos, nada menos que
a 3700 años; calcúlese entonces la antigüedad de su construcción.
Dijimos
que la primera ocupación de España por los Celtas o Arios fue transitoria,
en el supuesto que no dejaron otro recuerdo de su desoladora irrupción
que la ruina de los monumentos erigidos por el pueblo de los dólmenes; y creemos con entera convicción, que el establecimiento definitivo
de la raza céltica y gaélica en España retardó algunos siglos, hasta
la invasión de los Cimbros que los griegos tradujeron homofónicamente
en Cimmerio y los latinos en Cimbros, verificándose en este intermedio
las expediciones fenicias, ocurridas quince siglos antes de Jesucristo,
y de ahí que tanto Estrabón como Plinio, por testimonio de
Varrón, pongan a los Celtas ocupantes de España posteriormente
a los Fenicios, y a esta segunda invasión solamente debe remontarse
la mezcla de los Celtas con los Íberos, de la que resultó la
raza Celtíbera, como opina juiciosamente Mr. Carlos Romey en su Historia
de España.
BUENAVENTURA
HERNÁNDEZ SANAHUJA
Una
vez asentados en Cádiz, situación grandemente favorable para el comercio,
fueron extendiendo sus colonias por el litoral de la Bética, y por
todo el país habitado por los turdetanos, fundando ciudades y estableciendo
factorías en la costa y a las márgenes de los grandes ríos, y en general
en los puntos más acomodados para el tráfico. Pertenecen a las primeras
fundaciones Málaga, Sevilla, Córdoba, Martos, Adra, y otros varios
pueblos de Andalucía, de los cuales unos subsisten aún, otros con
el tiempo han desaparecido. Fuéronse luego derramando por el interior;
que no podían ser indiferentes a los oídos de aquellos comerciantes
las noticias que recibían de las riquezas que el país encerraba, y
de que les llevaban preciosas muestras los naturales. Cebo era este
a que no podía resistir la codicia de aquellos hombres, por otra parte
de genio naturalmente emprendedor, y así determinaron entrarse tierra
adentro, estableciendo de paso, según su costumbre, almacenes y depósitos
en correspondencia con los de las costas, donde acudían los bajeles
de Tiro a hacer sus cargamentos. Grandes debieron ser las riquezas
que extrajeron de España, puesto que en aquel tiempo fue cuando adquirió
la ciudad de Tiro aquella prosperidad y engrandecimiento mercantil
que la hizo tan famosa. Y suponiendo que Aristóteles hablara más como
poeta que como filósofo al decir que los fenicios construían de oro
y plata todos los utensilios, anclas, herramientas y vasijas de sus
naves, y que hasta lo cargaban como lastre, todavía rebajando la parte
hiperbólica a que pudo dejarse arrastrar, o en su entusiasmo, o en
su admiración, el sesudo filósofo, infiérese que era prodigiosa la
cantidad de oro y plata que aquellos asiáticos exportaban a cambio
de sus mercancías: que tan desconocido o tan desestimado era entonces
de los naturales de España el valor de estos preciosos metales.
No
se contentaron los fenicios con derramarse por la Península como enjambres
industriales, ni con explorar el Océano discurriendo por la costa
occidental de España, sino que se atrevieron a avanzar en sus excursiones
hasta las regiones septentrionales de Europa, llegando hasta las islas
Casiteridas, según todas las probabilidades las Sorlingas de Inglaterra,
de donde traían abundancia de estaño.
Esencialmente
comerciantes los fenicios, y por lo tanto más amantes de la paz que
de la guerra, supónese que se presentaron ante los indígenas menos
como conquistadores que como traficantes, y que para captarse el asentimiento
y buena voluntad de aquellas gentes, a fin de que no se opusieran
a que asentasen en su suelo, debieron emplear menos fuerza que política
y astucia, cuidando de mostrarse inofensivos y dispuestos a entablar
con ellos o amistades o alianzas. No consta por lo menos que los indígenas
opusieran resistencia abierta á la admisión de estos primeros huéspedes,
que sin duda acertaron a deslumbrarlos con los productos y artefactos,
bagatelas muchos de ellos, que de su país les trajeron y les daban
a cambio y trueque de otras más positivas riquezas, no conociendo
entonces aquellos hombres rústicos y groseros el valor respectivo
de aquellos y de estas. Tal fue en posteriores tiempos la conducta
de estos mismos españoles, ya civilizados, con los habitantes del
Nuevo Mando.
Fueron
pues los fenicios los primeros civilizadores de España, cuyo nombre
lograron imponer a todo el país, sembrando en ella las ideas del comercio,
de la navegación y de las artes, con cuyo trato y ejemplo comenzaron
a modificar su rudeza nativa los antiguos iberos, y a adquirir una
civilización, aunque muy imperfecta todavía.
Los
fenicios habían civilizado también la Grecia y establecido en ella
colonias. Habían comunicado a los griegos sus artes y sus letras,
y hécholos comerciantes y navegadores como ellos. Entre los griegos
insulares distinguíanse los de Rodas por sus largas expediciones marítimas;
mientras la Grecia europea colonizaba la Calabria y la Sicilia, los
griegos asiáticos comenzaron a venir a España como competidores ya
de sus antiguos maestros los fenicios. Vinieron, pues, los Rodios,
como unos novecientos años antes de la era cristiana, y fundaron en
la costa de Cataluña la ciudad de Rodas, hoy Rosas, entre Gerona y
los Pirineos. Indica Estrabón haber poblado también los rodios las
islas Gymnesias o Baleares, y así parece infefirse del nombre de Ophiusa,
dado a la isla de Ibiza, que es también el nombre antiguo de Rodas.
Poco
tiempo después los focenses, navegando por los mismos mares, arribaron
a las costas del país de los edetanos (en el reino de Valencia). Y
según Herodoto, un bajel de Samos, en el octavo siglo antes de J.
C. fue el primero que, empujado por el viento, pasó el Estrecho y
llegó a Tartesso, donde los samios, contentos por el buen despacho
que lograron dar a sus mercancías, consagraron la décima parte de
su producto a la diosa Juno. Háblase con esta ocasión del viejo Argantonio,
que dicen reinaba en aquella
sazón sobre los tartesios, y los colmó de riquezas, aunque no logró determinarlos a que se estableciesen en
el país: primer vestigio histórico que encontramos sobre el gobierno
de los indígenas en aquellas épocas remotas. La noticia de este resultado
estimuló a otros griegos asiáticos a
venir a tentar fortuna a nuestras costas, y contribuyó al gran movimiento
de navegación y al tráfico lucrativo que se entabló entre aquellos
insulares y las costas íbero-hispanas.
Tenían
los Focenses su principal y más rica colonia en Marsella, sobre la
costa de la Galia Meridional. Su espíritu comercial los animó a establecer
algunos depósitos hacia los Pirineos, y fundaron Ampurias bajo el
expresivo nombre de Emporión o mercado. O menos políticos
los griegos que los fenicios, o menos sufridos y más fieros los Indigetes
que habitaban aquel país que los Turdetanos de la Bética, no dejaron
a los Focenses apoderarse impunemente de su territorio, y sólo después
de porfiadas guerras vinieron los dos pueblos a concluir un singular
tratado, por el que los naturales cedían a los extranjeros una parte
de su ciudad, pero con la expresa condición de que una gruesa muralla
había de tener separada la porción correspondiente a cada uno. Lo
más admirable es que los dos pueblos observaran religiosamente tan
extravagante pacto sin mezclarse ni oprimirse, gobernándose cada cual
con absoluta y mutua independencia, al decir de Estrabón y Tito Livio.
Y cuando los Focenses se sintieron estrechos en tan reducido espacio,
fieles al convenio, antes que atacar a los Indigetes prefirieron hacer
sentir su humor belicoso a los Rodios, griegos como ellos, apoderándose
de Rodas, tres siglos antes fundada. Siguieron costeando la Cataluña,
y extendieron sus excursiones a lo que hoy es reino de Valencia, donde
con menos oposición de los naturales pudieron establecer algunas colonias
y erigir el famoso templo de Diana, en el lugar que hoy ocupa la ciudad
de Denia.
No lejos de allí y en la misma costa fundaron los griegos de Zante la ciudad de Sagunto, hoy Murviedro, que tan célebre había de ser en la historia. Así
los griegos en su sistema de colonización de la Península siguieron
una marcha y orden inverso al de los fenicios. Aquellos procedieron
de Oriente a Mediodía y Occidente, estos de Mediodía y Occidente a
Oriente. Parecía haberse convenido en compartirse la explotación del
Mediterráneo. Mas aunque no sabemos que ocurriesen choques o colisiones
entre estos dos pueblos rivales, conócese que los fenicios tuvieron
cuidado de preservar la posesión de la Bética del dominio de los nuevos
colonizadores, reservándosela exclusivamente para sí.
Civilizadores
también los griegos, difundieron entre los iberos el culto de sus
dioses, y principalmente el de Diana, enseñáronles algunas artes,
e introdujeron el alfabeto fenicio recibido de Cadmo y modificado
y añadido por ellos, que se hizo la base del alfabeto celtíbero, como
el fenicio lo había sido del turdetano. Prevaleció en toda España
el método de escribir de izquierda a derecha, al revés de los fenicios.
La
colonia fenicia de Cádiz era la más antigua y la que había prosperado
más. Su engrandecimiento y su opulencia llegaron a ser mirados con
envidia y con celos por los naturales: acaso los gaditanos, desvanecidos
con su poder, olvidaron la benévola acogida que a los indígenas habían
debido, y dejaron de tratarlos con la política y la dulzura que en
el principio habían necesitado usar; tal vez o la codicia o el orgullo
de su superioridad los arrastró a actos que ofendieran o irritaran
el ánimo levantado y firme de los españoles. Lo primero lo dice expresamente
el historiador Justino, lo segundo lo indican otros autores, y está
en el orden natural y común de las cosas humanas. Ello es que enojados
y sentidos los Turdetanos movieron guerra a los de Cádiz, con intento
al parecer y resolución de arrojarlos de su suelo; e hiciéronlo con
tal ímpetu y bravura, que puestos en aprieto los fenicios y desesperanzados
de poder resistir a los continuados ataques y batidas de la raza indígena,
ocurrióles en tal congoja volver los ojos a Cartago, ciudad de la
costa de Africa, y colonia también de Tiro como ellos, y demandar
a los cartagineses su protección y amparo, confiados en que acordándose
de su común origen no los desampararían en tan apurado trance. Hiciéronles
pues solemne y formal llamamiento. En mal hora lo hicieron, como muy
pronto lo habremos de ver.
Era
Cartago, como hemos dicho, una colonia fenicia como Cádiz. Pero Cartago
era ya una ciudad rica y populosa, metrópoli de la república de su
nombre, la primera república conquistadora y mercantil de que hace
mención la historia. Habíase emancipado de Tiro, y héchose cabeza
de una confederación de colonias militares extendidas por la costa
de África. Comerciantes los cartagineses como todos los fenicios,
distinguíanse de los de España por su ardor guerrero, por una inquietud
belicosa que los conducía, no sólo a sostener por las armas sus establecimientos,
sino a atacar sin piedad a cuantos a su engrandecimiento se opusieran.
Su poderío marítimo era inmenso, y entendían el sistema de colonización
mejor que ningún pueblo de la antigüedad.
Tiempo
hacía que envidiaban la prosperidad de los fenicios españoles: tenían
puestos los puntos sobre España, y deseaban ocasión y pretexto de
fijar su planta en este país de todos apetecido. Así el senado cartaginés
accedió de buen grado a dar a los de Cádiz el socorro que pedían,
y aparejada una flota, vinieron a combatir a la Península. Pelearon,
pues, con los naturales en favor de los fenicios, y empleando alternativamente
la fuerza y el halago, venciendo unas veces, procurando otras darse
a partido con los españoles, cuyo brío en más de una ocasión experimentaron,
lograron al fin ocupar algunos puntos de las playas de la Bética.
Miras
no menos avanzadas ni más generosas traían respecto a los fenicios
en cuyo auxilio acudieran. Llevados del pensamiento, propio sólo de
corazones desleales, de expulsar de la Península a aquellos mismos
a quienes debían el pisar la tierra de España, a aquellos mismos hermanos
que los habían invocado por auxiliares, sin tener en cuenta ni los
vínculos del antiguo parentesco, ni los lazos de la reciente amistad,
acometieron su principal ciudad y atacaron Cádiz con el interés y
empeño de quienes parecían mirar su conquista como la base del futuro
señorío de toda España, que ya entonces sin duda entraba en sus proyectos
y designios. Debieron, no obstante, encontrar no poca resistencia
en la metrópoli de las colonias hispano-fenicias, y hubo de costarles
algunos meses de asedio, puesto que para derribar sus muros tuvieron
que emplear una de las más formidables máquinas de batir que conocieron
los antiguos, el ariete, por primera vez mencionado en la historia.
Mas al fin tomaron Cádiz, y expropiaron y expulsaron a los fenicios
de la más rica ciudad y del más fuerte atrincheramiento que en España
tenían, y que ya no trataron de recobrar. Con esto acabó su dominación
en la Península ibérica. ¡Felonía insigne de parte de los cartagineses,
de que más adelante habían de dar aquellos africanos más de un ejemplo!
Sucedió esto a los 252 años de la fundación de Roma,
y 501 antes de J. C.
Dueños
los cartagineses de Cádiz, fuéles ya fácil extenderse por el risueño
litoral de la Bética. Su sistema era ir asegurando militarmente las
posesiones que adquirían, fortificándolas y poniendo en ellas guarniciones.
Hubieran acaso emprendido entonces la conquista del país, si las guerras
en que por otras partes andaban envueltos no les hubieran movido a
diferir este pensamiento para ocasión más oportuna. Antes calculando
que la amistad y alianza de los españoles podría servirles de gran
provecho y ayuda para las empresas en que la república andaba por
otras regiones empeñada, estrecharon con ellos relaciones y tratos
y fingiéronse amigos, hasta el punto de conseguir de los incautos
y crédulos españoles que les facilitasen riquezas y soldados.
Habíanse
dedicado los Cartagineses a dilatar su imperio y dominación por el
Mediterráneo, donde tenían los griegos numerosas y ricas colonias,
y por lo tanto veían éstos con recelo y de mal ojo el afán con que
los de Cartago pretendían el señorío de aquellos mares, y temían la
rivalidad de un pueblo conocido ya por su poder y por su crueldad
fría y calculada. Desde 550 hasta 480 antes de C. aparecen dueños
de Cerdeña; y aliándose con los tirrenios, arrojan también de Córcega
a los griegos focenses, obligándolos a refugiarse entre sus hermanos
de Marsella; y revolviendo después contra los mismos tirrenios sus
aliados, cuyos progresos marítimos veían con envidia, los atacan a
su vez y les toman todas sus posesiones insulares del Mediterráneo.
Aparecen también sometidas asu dominio las islas Gymnesias o Baleares,
no sin que les costara ser alguna vez rechazados a pedradas por sus
célebres honderos.
Entonces fue cuando las colonias griegas de España comenzaron a temer la peligrosa rivalidad de los Cartagineses, y se dispusieron a aliarse con los Romanos, que ya en aquel tiempo se mostraban poderosos, y ya se habían encontrado en los mares con los Cartagineses. Debemos al griego Polibio el conocimiento del más antiguo tratado que la historia menciona entre los dos pueblo. Sin embargo, ni en esta estipulación ni en otra que se celebró después se menciona a España. Acaso entraba en la recelosa y reservada política de los Cartagineses no llamar sobre ella la atención de los Romanos. La
letra del tratado traducida del latín bárbaro, decía
así: «Entre los romanos y sus aliados y entre los cartagineses
y los suyos habrá alianza bajo las siguientes condiciones:
que los romanos ni sus aliados del Latium no navegarán más
allá del gran Promontorio, a no ser que a ello se vean obligados
por sus enemigos o arrojados por las tempestades: que en este último
caso no les será permitido comprar ni tomar nada, sino lo precisamente
necesario para avituallar sus naves o para el culto de los dioses,
y que no podrán permanecer más de cinco días:
que los que vayan a comerciar no podrán concluir negociación
alguna sino en presencia de un pregonero y un notario: que todo cuanto
se venda delante de estos testigos se considerará bajo la seguridad
de la república, ya se verifique en el mercado de Africa, ya
en el de Cerdeña: que si algunos romanos arriban a la parte
de la Sicilia que se halla sometida a Cartago, gozarán de los
mismos derechos que los cartagineses: que estos por su parte no inquietarán
de modo alguno a los anciotas, los ardeanos, los laurentinos, los
circeyanos, los terracinenses ni otro alguno de los pueblos latinos
que obedezcan a los romanos: que si hay algunos que no estén
bajo la dominación romana, los cartagineses no combatirán
sus ciudades: que si toman alguna, la entregarán á los
romanos sin restricción: que no construirán fortalezas
en el país de los latinos, y que si entran armados en una plaza,
no pasarán en ella la noche.» Polibio
En
el año 480, famoso por la expedición de Jerjes, hallaron buena ocasión
los de Cartago para abatir el poderío marítimo de los griegos, valiéndose
de la alianza de aquel poderoso rey para ingerirse de su cuenta en
Sicilia, de donde tuvo principio aquella larga serie de guerras sicilianas,
de que a nosotros no nos toca sino apuntar la parte que en ellas cupo
a los españoles. Durante aquellas sangrientas luchas no cesaron los
cartagineses de levantar gente en las provincias de España, prestándose
los españoles con increíble generosidad a servirles de auxiliares.
Así vemos en 413 a Aníbal Gisgón venir a España en busca de
recursos para acometer a los siracusanos. En 411 fueron los Españoles
los primeros en dar el asalto a Selinonte como auxiliares. En 396
un considerable ejército español acudió para reparar sus pérdidas
de Sicilia. Así más adelante los vemos en el sitio de Agrigento dar
la victoria a los Cartagineses, cuando ya los llevaban en derrota
las tropas, del tirano Dionisio. Así todavía después hallamos a un
senador de Cartago recurriendo de nuevo a España en demanda de socorros
con que poder indemnizarse de los desastres de Sicilia. ¡Triste suerte
la de España, estar sacrificando a sus hijos en lejanas tierras en
favor de fingidos aliados, a quienes daban triunfos, para que vinieran
después a imponerles el yugo de su tiranía!
En
aquella misma Sicilia estalló en 264 una lucha de que había de depender
más tarde la suerte de España. Hallábase entonces aquella isla dividida
entre los Cartagineses, los Siracusanos y los Mamertinos. Apurados
estos por Gerón, rey de Siracusa, iban a entregarle su última ciudad,
cuando receloso Aníbal, general entonces de los cartagineses, del
creciente poder de Gerón envió tropas a Messina. Colocados así los
Mamertinos entre dos enemigos poderosos, en su conflicto, como campamos
que eran, pidieron auxilio a Roma. Tal fue el origen de la primera
guerra púnica, que duró 24 años, y que después de mucha sangre vertida,
costó a los cartagineses tesoros inmensos y la pérdida de Sicilia
y Cerdeña, de donde tuvieron que salir ajustada una paz bajo durísimas
condiciones.
Dos
propósitos formaron entonces los Cartagineses: el de indemnizarse
en España, de las pérdidas y desastres de Sicilia, y el de buscar
en esta región un nuevo campo en que vengarse de los Romanos sus vencedores.
Lo primero lo exigía la necesidad, lo segundo el orgullo humillado
de la república. Resolvióse, pues, la conquista de España.
Pero
antes tuvieron los Cartagineses que dar cima a otra guerra que se
suscitó en su propio país, la guerra de los Mercenarios. Debemos decir
dos palabras de lo que fue esta guerra horrible. Ella nos dará idea
del carácter de los que vinieron en seguida a dominar nuestro suelo.
Ajustada
con Roma la paz de Sicilia, Cartago trató de licenciar las tropas
mercenarias, que le eran ya gravosas. Amotináronse éstas reclamando
sus sueldos atrasados. Aquellas feroces bandas, procedentes de diferentes
pueblos, que se expresaban en multitud de idiomas, excitaron y arrastraron
tras sí a las ciudades africanas, irritadas entonces por el exceso
de los tributos. Juntáronse, pues, a los veinte mil estipendiarios
sesenta mil africanos, y Cartago se vió asediada por este ejército
formidable de rebeldes. Encomendó el senado su salvación a Amílcar
Barca, que se había distinguido en las guerras de Sicilia. Amílcar
soborna con dinero a los Númidas, y priva a los rebeldes del auxilio
de la caballería; pero irritados éstos, aprisionan a Giscón que había
ido a tratar con ellos, y mutilándole y desjarretándole, lo mismo
que a otros setecientos cartagineses, los precipitan en el fondo de
un abismo. Amílcar, por vía de represalias, arroja a las fieras todos
sus prisioneros, y cercando a los rebeldes, los reduce al extremo
de devorarse de hambre unos a otros. En tan apurado trance acuden
los jefes a Amílcar en solicitud de paz. Amílcar la otorga a condición
de que le entreguen en rehenes las diez personas que él escogiera.
Convenido que hubieron aquellos, «pues bien, les dijo Amílcar, las
diez personas sois vosotros», y apoderándose de ellos los hace crucificar.
Privados los rebeldes de sus caudillos, fueron degollados hasta cuarenta
mil. Otros sirvieron de diversión a los habitantes de Cartago, que
en sus espectáculos gozaban con la muerte horrorosa que les hacían
sufrir. Así terminó la famosa y horrible guerra de los mercenarios.
Concluida
la cual, y en el año 238 antes de nuestra era, acordó el senado enviar
a aquel mismo Amílcar Barca a la conquista de España, donde hasta
entonces se habían limitado los cartagineses a fundar colonias en
el litoral, y a servirse de las alianzas con los pueblos o tribus
comarcanas para reclutar auxiliares y enviarlos a la expedición de
Sicilia.
2ESPAÑA BAJO LOS CARTAGINESES HASTA LA CAÍDA DE CARTAGO :AMÍLCAR. ASDRÚBAL. ANÍBAL. ESCIPIÓN EL GRANDE. 234-149 A.C.
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