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CONSTANTINO EL GRANDE

(274-337 d.C)

 

LIBROS

PRIMERO

SEGUNDO

TERCERO

CUARTO

QUINTO

 

I. EL VIEJO MUNDO DEL IMPERIUM ROMANUM: IMPERIO Y CRISIS IMPERIAL EN EL SIGLO III

 

Con la muerte de Cómodo en el año 192 terminaba aquella época del estilo alciónico, que sería para Edward Gibbon el punto culminante de la cultura de la Antigüedad. En los decenios siguientes, la anarquía y la amenaza de desmembración produjeron un estado permanente de desasosiego social, político y espiritual. Bajo el terror y la violencia se produjeron entonces enfrentamientos, que no pertenecían ya a aquellas normales condiciones de la existencia histórica, en las que el organismo social se adapta a su propio crecimiento. El antagonismo entre ¡a vieja religiosidad pagana y las religiones orientales de redención y de los misterios no fue sino un exponente de los conflictos más profundos que aquejaban a la sociedad. Las concepciones del hombre sobre el mundo y su posición en él sufrieron una brusca transformación. Al abrigo de la confusión, se abrieron camino transformaciones que tendrían gran influencia en el futuro.

El imperium romanum de principios del siglo III se diferenciaba poco del que habían creado los emperadores, desde Augusto a Adriano. El orbis romanus era para sus habitantes el orbis terrarum, el mundo de la cultura por antonomasia. Este «mundo» romano abarcaba desde las fronteras de Escocia y las orillas del Rin y del Danubio hasta los límites del Sahara y del Sudán; desde Portugal hasta más allá de Anatolia oriental, el Eufrates y Transjordania. Su verdadero centro era el mar Mediterráneo, que ofrecía gran seguridad a la navegación. La población de este inmenso imperio apenas alcanzaba una cuarta parte de la actual. Además se encontraba muy desigualmente repartida; Asia menor, Siria y Egipto eran, con gran diferencia, las más densamente pobladas; sólo en Egipto vivía probablemente una octava parte de la población total del imperio.

En el interior, la administración y las vías de comunicación, el uso del derecho romano y de la lengua latina contribuyeron a unificar economía, cultura y estilo de vida. Una red de carreteras, base de un intenso comercio interior, unió entre sí las innumerables ciudades del imperio, que eran al mismo tiempo centros económicos y administrativos. Desde Siria hasta España, las ciudades provinciales, con su red geométrica de carreteras, sus templos y basílicas, sus mercados y parques, sus acueductos, sus circos y baños públicos y sus bibliotecas, testimoniaban la unidad cultural del orbis romanus. Pero también el campo se vio afectado por esta civilización, al menos las grandes villas de los terratenientes y altos funcionarios, con sus soportales, baños y suelos de mosaicos.

Pero, pese a su unidad, existen en un área geográfica tan extensa diferencias perceptibles. Las provincias de Oriente eran las fuentes principales de la fuerza productiva y de los ingresos en concepto de impuestos; allí se encontraban los mayores centros industriales y de oficios artesanales. El Occidente actuaba más bien como consumidor y proveedor de materias primas, si bien algunas regiones de las Galias se hallaban entre las más ricas del imperio, con importantes industrias de lana y terra sigillata. También la influencia de la cultura romana-helenística era de distinto tipo según las regiones. En algunas provincias, como África, Siria y Egipto, se agitaban tradiciones locales, encubiertas durante mucho tiempo, capaces de marcar una evolución que terminó por romper la unidad cultural del imperio. Más allá de sus fronteras se mantenía en las tinieblas el mundo de los bárbaros: en el Oeste, el océano desconocido y apenas transitado; en el Sur, tras la delgada y feraz zona costera del Norte de África, el Sahara, con sus indomables tribus bereberes, y más allá, la desconocida África interior. El Norte y el Nordeste permanecían en la penumbra: la región de las estepas, de los bosques y de las zonas pantanosas, en las que vivían las tribus ¡lirias y germanas, era conocida a grandes rasgos. El limes no era aquí una frontera cerrada. Un sistema de puertos comerciales, situados en los extremos de las carreteras romanas, suministraba al imperio materias primas, como cuero y ámbar y esclavos.

Propiamente, el mundo romano se abría hacia el Este, donde limitaba con el gran estado constituido por el nuevo imperio persa de los sasánidas. Centros comerciales como Antioquía, Damasco o Alejandría, eran puntos terminales de las grandes caravanas y de las rutas marítimas, a través del Golfo Pérsico y del Mar Rojo; rutas que abrían al comercio romano el camino de Arabia meridional, de Uganda por Etiopía, de Ceilán por la India y hasta de China. Trabajos en plata, instrumentos de vidrio y cobre, artículos de lencería y vinos iban hacia Oriente, a cambio de objetos de lujo codiciados en el mundo romano: madera de ébano, de teca, marfil, seda, diamantes, perlas, especias e incienso, «El mundo se hace cada vez más civilizado y rico; por todas partes hay carreteras, por todas partes comercio»: Este cuadro de una vida económica floreciente y pacífica, esbozada por Tertuliano a principios de siglo, conoció profundas transformaciones en los siguientes decenios.

El comienzo del proceso de transformación se debe en parte al nacimiento de una auténtica política exterior en el siglo III Durante dos siglos, el imperio había sido un estado mundial que no tuvo, en el fondo, oponente alguno. En la ideología del imperialismo romano, el mundo, el orbis terrarum, fue equiparado al pacificador orden romano, a la pax romana. El imperio estaba protegido por sus fronteras naturales: el cinturón desértico del Sáhara y del desierto sirio, la zona montañosa de Anatolia oriental y las grandes cuencas del Rin y del Danubio. En las zonas abiertas, como Alemania sudoccidental y el norte de Inglaterra, tales barreras naturales eran sustituidas por fortificaciones fronterizas. Los intentos de invasión eran rechazados por las legiones estacionadas en los límites, preparadas para entrar inmediatamente en acción. El emperador garantizaba con la paz del imperio la continuidad de la vida cultural. Pero, desde comienzos del siglo III, llovieron los ataques sobre las fronteras imperiales del Nordeste y del Este, lo que condujo a un notable cambio en la situación: de su acostumbrada posición de superioridad defensiva hubo de pasar a una verdadera lucha por su existencia. Esta situación de crisis debió producir un shock en la mentalidad de extensas zonas de la población imperial. Para una burguesía, privada de intereses y de responsabilidad política, que se había consagrado con especial cuidado a lograr ventajas para su vida privada y sus negocios, desapareció la conciencia de seguridad, fraguada a lo largo de dos siglos. Motivos de la peligrosa crisis fueron las simultáneas transformaciones operadas en el frente germánico y en el persa, viejas zonas de fricción militar. Los enfrentamientos con tribus germánicas constituían un tema rutinario de la política romana. Durante doscientos años, Roma había defendido sus fronteras contra pequeños grupos tribales desde una posición de clara superioridad. Ahora aparecían nuevas y más poderosas agrupaciones y federaciones de tribus: alamanes, francos, marcomanos, cuados. Su inquietud encontró potentes acicates en los territorios europeos centrales y orientales, como consecuencia de las migraciones de godos, vándalos, hérulos y burgundios, procedentes de Escandinavia. En los Balcanes se produjo la expansión He los sármatas iraníes, cuyos dominios se extendieron desde el Sur de Rusia hasta el Tisza (Theiss) y el Danubio, donde se convirtieron en peligrosos vecinos del imperio. La rapiña, el hambre y la presión de los sármatas comprimieron a las federaciones tribales germánicas contra las fronteras romanas en un gran arco, que iba desde los Países Bajos hasta la desembocadura del Danubio.

Una evolución similar se produjo en la frontera oriental, donde el imperio tuvo como enemigo una formación estatal sólidamente organizada, en lugar de conjuntos de tribus sin coordinación entre sí. El problema fronterizo tampoco era aquí nuevo. En el siglo III a. C., el reino parto de los Arsácidas había restituido al Irán su independencia política, tras el dominio de Alejandro y los Seléucidas. El conflicto con Roma empero cuando los partos se anexionaron Mesopotamia y trasladaron la capital a Ctesifonte. Craso pagó con la muerte su derrota en el Eufrates, en el año 53 a. C. Desde Trajano hasta Septimio Severo, los emperadores intentaron una y otra vez asegurar las fronteras mediante puestos avanzados junto al Eufrates y en Armenia. No obstante, el imperio parto, con su débil estructura feudal, no constituyó hasta entonces un serio peligro.

La situación cambió radicalmente como consecuencia de una revolución en el reino parto, que en el año 224 puso en el trono a su jefe Ardasir (Artajerjes) I, de la familia imperial de los Sasánidas. El «imperio neo-persa» se vio a sí mismo como un renovado estado nacional persa. Los Sasánidas mantuvieron a la privilegiada nobleza feudal del reino parto en sus cargos militares y administrativos, pero fortalecieron la hasta entonces dispersa confederación de estados vasallos, mediante una rígida centralización y una magnífica organización. La superior fuerza combativa del ejército se basaba en el arma más moderna del siglo: la caballería pesada acorazada. En el resurgimiento nacional tuvo parte decisiva el renacimiento de la religión de Zoroastro, que, con su influyente jerarquía, constituyó un elemento unificador del imperio sasánida. La aspiración al dominio del mundo del antiguo imperio persa se convirtió en el lema político de los Sasánidas. Esto significaba equiparación con Roma y «liberación» de los antiguos territorios persas en Asia Menor, Siria y Egipto. El nuevo estado era suficientemente fuerte como para emprender una política dirigida a la expulsión de Roma de estos territorios; esto se hizo patente ya a los pocos decenios (cf. ídem). En el año 260, tras sangrientas derrotas, el emperador Valeriano cayó prisionero del monarca sasánida Sapor I (241-272). El prestigio de Roma en el Oriente Medio quedó gravemente quebrantado; los Sasánidas celebraron su victoria en múltiples representaciones, como en el gran relieve en roca de Naqs-i-Rustam (en Persépolis).

Así, pues, desde los años treinta del siglo, el imperio hubo de sostener una guerra en dos frentes, que se diluía en un complicado mosaico de constantes acciones aisladas. Hasta los años setenta no cedió la presión de constantes agresiones. La peligrosa caballería persa avanzó muchas veces hasta el corazón de Asia Menor y Siria. Simultáneamente, francos, alamanes, cuados y godos lograban penetrar profundamente en los provincias fronterizas del Rin y del Danubio. Sus devastadoras expediciones alcanzaron incluso Italia y el norte de España. Los piratas sajones dominaban el Canal; flotas de godos y hérulos, partiendo de sus bases en el Mar Negro, saqueaban el norte del Egeo. Las fuerzas militares del imperio, debilitadas por conflictos internos, no eran suficientes en ninguna parte. De este modo, volvieron a su anterior agresividad tribus trabajosamente pacificadas en otras fronteras: en la fortificación de Adriano, los pictos escoceses; en el sur de Egipto, los blemnios; y en el limes desértico del norte de África, los bereberes, que, con sus dromedarios, habían conseguido ampliar el campo de sus acciones de rapiña. Para comprender tal estado de cosas, basta con observar las nuevas o renovadas fortificaciones de las hasta ahora abiertas ciudades, incluso de aquellas situadas en el corazón del imperio. La misma capital tuvo bajo el emperador Aureliano (desde el 271) sus murallas. No es casual que la lucha contra los bárbaros constituyera en esta época un típico motivo ornamental de los sarcófagos de las altas clases romanas.

La crisis en la política exterior tuvo enormes repercusiones en la interior. La defensa del imperio constituía el objetivo primordial y, por tanto, comenzaron a primar inmediatamente los intereses militares, lo que tuvo muy graves consecuencias. En los decenios de la anarquía militar (235-284), gobernaron tres docenas de emperadores-soldados, procedentes la mayor parte de ellos de las legiones. Sus mandatos eran extraordinariamente cortos: dos años y medio de promedio. Las luchas por el trono estaban al orden del día; casi todos los emperadores y pretendientes murieron de muerte violenta.

La dificultad de mantener y reclutar grandes ejércitos, en un mundo acostumbrado a un largo periodo de paz y al libre ejercicio de las actividades económicas, obligó a tomar medidas que incidieron profundamente en la estructura política y social del imperio. En los dos primeros siglos de la época imperial, el concepto de principado liberal coexistió siempre con el de monarquía absoluta. Con Cómodo terminó el absolutismo ilustrado del imperio adoptivo. El principado comenzó a transformarse, a grandes rasgos, en una monarquía militar absoluta.

El absolutismo militar se basó en dos postulados decisivos, en los que se hace patente el papel dirigente jugado por la dinastía de los Severos. Por una parte, tendía a completar la estructura estatal del imperio. La administración fue unificada y el status de los ciudadanos nivelado: la constitutio Antoniniana del año 212 concedía a todos los súbditos del estado la plena ciudadanía romana. Pero esto significaba menos una política de igualdad jurídica de todos los ciudadanos (que eran ya súbditos hacía mucho tiempo), que un nuevo elemento de unificación. En segundo lugar, y éste es el factor más importante, se modifica la estructura del ejército, que acoge cada vez mayor número de bárbaros. En vez de por itálicos, la espina dorsal de las reservas militares está formada por súbditos semi-romanizados del imperio, como los ilirios, pero también por partos y germanos. Al mismo tiempo los legados de la clase senatorial fueron substituidos en los cargos directivos del ejército por oficiales de carrera, desapareciendo con ello definitivamente la antigua estructura romana del mando. El paso de la tropa al cuerpo de oficiales fue considerablemente facilitado, y constituyó la vía de ascenso de muchos emperadores-soldados. Junto a las transformaciones étnicas y sociológicas, se impusieron los cambios de táctica y organización. Como tropa de ataque para las zonas de peligro en la frontera imperial surgieron los incipientes ejércitos móviles de reserva, cuerpos armados que podían asumir un papel político decisivo en el momento en que su comandante no se contentase ya con ejercer una función puramente militar. Las formas de combate de los principales adversarios del imperio obligaron a la creación de una caballería pesada como tropa de choque.

Desde el punto de vista político, el aspecto fundamental de la nueva forma de poder residía en la diferente posición del emperador. En los primeros tiempos del principado existía aún un frágil triángulo de poder entre el emperador, el ejército y el senado. Ahora, el senado se ve cada vez más apartado del juego político. Su formal asentimiento al nombramiento del emperador pronto dejó de ser requerido: importantes atribuciones pasaron al . consilium principis, el consejo de estado del emperador. En lugar de la vieja aristocracia, ocupó el senado la nobleza de espada proveniente del ejército y, a menudo, superficialmente romanizada. A finales del siglo, el senado era una institución que se reducía a aprobar por aclamación las órdenes imperiales. El auténtico sostén del poder lo constituyen las legiones, sobre las que disponía el emperador, como comandante en jefe de un ejército que le era sumiso. No se debe infravalorar el papel de los militares ya en el temprano principado; pero ahora, el ejército se convierte en el fundamento absoluto de la soberanía. El espíritu profesional de cuerpo, propio de un ejército mercenario, hizo desaparecer los últimos vestigios de lealtad al estado. La dependencia personal del ejército respecto al emperador se hizo cada vez más estrecha. El ejército no era, con todo, un fácil instrumento de poder. El poder del emperador a través del ejército descansaba en un precario equilibrio, que fácilmente podía romperse a favor del dominio del ejército sobre el emperador. El siglo III ofreció muchos y peligrosos ejemplos de esto, cuando las legiones proclamaban o deponían emperadores en cortos periodos de tiempo, sin consideración alguna hacia los intereses del imperio. Los intereses particulares de los grandes grupos militares de los frentes del Rin, Danubio y Tigris hicieron surgir de facto, cada cierto tiempo, verdaderos estados independientes, como el de la Galia, bajo Postumo y Tétrico (259-274), o el de Palmira, la metrópoli del comercio oriental, bajo Odenato y Zenobia (262-273).

La nueva posición del emperador encontró su expresión en el culto a su persona y en el ceremonial imperial. El poder fue ideologizado. Si en los primeros siglos el emperador fue solamente magistrado y primer ciudadano, al menos en teoría, ahora se convierte en señor absoluto del estado, en fuente de paz y bienestar, como representante de la divinidad. Este proceso alcanzó su punto culminante con Aureliano, que subió al trono como dominus et deus (señor y dios), gobernando en su inaccesible majestad por encima de los mortales.

A lo largo del siglo II, en la administración del imperio, se constituyó una burocracia centralizada que actuaba como instrumento de dominio del emperador. En contraposición a la tradicional unidad de los puestos de mando civiles y militares, fueron rigurosamente separadas las carreras del ejército y de la administración civil. Sin embargo, existía un común denominador para ambos instrumentos del absolutismo imperial: la militarización alcanzó también a la administración civil, en la que se colocaban, sobre todo en sus cargos más elevados, muchos de los antiguos oficiales. Esta administración, de carácter centralista, extendió también, paulatinamente, sus tareas y competencias a la vida económica. Se elaboró escrupulosamente un más riguroso sistema de exacción de impuestos y de reglamentación estatal de la economía.

La economía sufrió gravemente las consecuencias de las constantes incursiones militares, de las guerras civiles y de las requisiciones. Las ciudades eran saqueadas y destruidas, las cosechas devastadas y los ganados robados. La producción agrícola y la actividad comercial e industrial disminuyeron intensamente a causa de la inseguridad general y del bloqueo de numerosas vías de comunicación. «El campo es menos productivo, la producción del suelo y el número de campesinos disminuye». La inflación, provocada en parte por la política monetaria estatal, empujó salarios y precios al alza. Muy probablemente, la población del imperio disminuyó de manera sensible a lo largo de este confuso siglo. Al mismo tiempo, las permanentes guerras civiles y defensivas hicieron cada vez mayores las exigencias fiscales y las requisiciones. Mediante medidas coercitivas, la burocracia intentó expoliar los últimos bienes del campo, con lo que naturalmente no se detuvo la decadencia económica. Lo que originariamente . se concibió como medidas de emergencia, sirvió de base a un nuevo planteamiento que contenía los elementos más significativos de la estructura social del siglo IV: prestación de servicios al estado por personas o ciudades; explotación de los arrendatarios campesinos; formación forzosa de corporaciones de trabajadores manuales y profesionales del transporte. El peso económico comenzó a desplazarse de las ciudades, en parte gravemente afectadas por la crisis, al campo. Estaba naciendo, un sistema que significaba algo más que el mero reparto del poder político. Las medidas tomadas por los emperadores y las nuevas funciones de , la burocracia tuvieron repercusiones decisivas en la vida social, preparando aquellas profundas transformaciones de la economía y la sociedad, que alcanzaron su pleno desarrollo en el siguiente siglo.  

Las causas de la gran crisis se encontraban en la interacción de factores y conflictos políticos y sociales; el factor originante o, al menos, acelerador fue la situación de la política exterior Pero también en la cultura se operó un cambio en el comportamiento social, que corría paralelo a la separación del individuo de las viejas agrupaciones. La insatisfacción e inseguridad del individuo en el orden tradicional condujeron a un cambio fecundo en la mentalidad de la sociedad. La religión politeísta pagana y el mundo cultural clásico, estrechamente ligado a ella, fueron poco a poco sustituidos por nuevas formas religiosas de pensamiento. Los hombres de la época comenzaban a poseer una elevada sensibilidad religiosa. Fenómeno destacado fue la penetración de los cultos y las religiones de los misterios orientales, favorecida por el reclutamiento de parte de las tropas en Oriente. El Mitra persa, la Cibeles frigia, el dios del sol de Emesa, Isis y Serapis, Sol Invictus, etc., encontraron cada vez mayor número de creyentes entre la población del imperio. A ellos se unió, especialmente en los territorios periféricos, la teoría de la gnosis, con su rígido dualismo entre espíritu y materia, que sobre todo fue adoptada como religión por la gente culta. Manifestaciones marginales de esta situación religiosa fueron la difusión de un bárbaro sincretismo y un portentoso auge de la astrología, la magia y la hechicería.

Las nuevas religiones eran, en oposición a la tradicional, religiones monoteístas de revelación y de salvación. Respondían a las exigencias de los tiempos respecto a una mayor seguridad religiosa y a un contacto personal con la divinidad, prometiendo el conocimiento mediante la iluminación y la redención a través de la revelación; se propugnaba, pues, una ruptura fundamental con el universalismo racional de la antigüedad clásica grecoromana.

También en filosofía se anunciaba la disolución del racionalismo. Con el neoplatonismo se introducían en el edificio aparentemente racional de la filosofía elementos místico-extáticos y ascético-contemplativos. Se trataba más de una forma de vida que de un estricto sistema de pensamiento.

Esta situación espiritual no se limitaba al imperio romano; existían casos paralelos, sumamente instructivos, en la Persia sasánida, con la renovación del zoroastrismo y el surgimiento de la religión de Mani y su rígida doctrina severamente dualista. El monoteísmo y la severa regulación del culto estatal encontraron su expresión tanto en Persia como en Roma. Fue Aureliano quien intentó convertir el Sol Invictus de su fe personal en la máxima divinidad del estado y en patrono del imperio.

Evidentemente, la conversión de las nuevas religiones en culto oficial, del estado era solo una posibilidad. A diferencia de los cultos tradicionales, ligados al poder político, las nuevas religiones, en un principio extrañas al estado, podían actuar políticamente, procurando un mayor distanciamiento o una más acusada unión con éste. En aquel tiempo, el maniqueísmo y, sobre todo, el cristianismo entraron en conflicto con el estado a causa de su actitud hostil a la autoridad. Para sus contemporáneos, el cristianismo era solamente una de tantas religiones orientales, con sus ritos secretos, prescripciones ascéticas, fiestas y santos. A lo sumo, llamó la atención por su rigurosa oposición a las exigencias puramente formales del culto oficial. En sus múltiples comunidades, sobre todo en las de Oriente, pero también en Italia, Galia y Africa, comenzaron a crearse las bases de una ordenada jerarquía y organización. Clemente y Orígenes, los grandes teólogos alejandrinos, habían concedido la máxima importancia a la lucha contra la gnosis y la filosofía pagana. A excepción de algunas sectas, e) conjunto de la Iglesia no se opuso sistemáticamente al estado. Pero su negativa a presentar las ofrendas prescritas por el estado, fundada en razones religiosas, desencadenó las abiertas persecuciones de Decío y Valerio. De tales persecuciones surgió la ecclesia martyrum, con aquella nueva confianza en sí misma, que el apasionado africano Tertuliano resumió en la orgullosa fórmula de militia Christi (el ejército de Cristo).

El poder militar logró atajar la amenazadora desintegración del imperio; el estado autoritario actuó como factor de orden, defendiendo al imperio del caos completo y de la barbarie. Hacia la mitad del siglo, cuando el imperio, bajo el poder de Valerio y de Galieno (253-268), parecía al borde de la ruina, se produjo la superación política de la crisis imperial. Esta fue la obra de los emperadores ilirios, militares austeros, que por sus dotes de mando habían sido escogidos por el ejército para dirigir los difíciles combates defensivos y para restablecer el orden.

El proceso de estabilización comenzó con Claudio Gótico (268-270); avanzó con Aureliano (270-275), Probo (276-282) y Caro (282-283), para concluir con Diocleciano. Las incursiones germánicas se rechazaron victoriosamente; Persia sufrió una derrota; los reinos autónomos de Galia y Palmira fueron barridos. El admirable balance fue que, a partir del año 280, las fronteras del imperio pudieron ser afianzadas casi en ios mismos límites del siglo II, lo que representaba un admirable balance. Unicamente dos pequeñas regiones fueron definitivamente evacuadas: Dacia y los Agri decumates en la Germania sudoccidental, entre el alto Rin y el lago de Constanza, ocupados por los alamanes desde el año 254. A pesar de operarse esta trabajosa recuperación en política exterior, la decadencia monetaria y económica no fue en modo alguno eliminada. La situación política interior siguió siendo inestable y la posición del emperador precaria, como lo prueba el que Aureliano fuera eliminado a los cinco años de mandato, por una conjuración de oficiales y que Probo y Caro murieran a manos de sus prefectos pretorianos.

Pero la estabilización de la política exterior era la condición necesaria para el desarrollo, durante las dos generaciones siguientes, de las nuevas formas de vida que habían surgido a la sombra de los desórdenes. El absolutismo militar, que constituyó durante mucho tiempo un mero sistema de emergencia, llegó a transformarse en un orden estable¡

II. NUEVAS FORMAS DE VIDA: ABSOLUTISMO Y CRISTIANISIMO.

El reinado de Diocleciano y Constantino: de la tetrarquía a la monarquía

La propaganda oficial saludó al emperador Diocleciano como parens auret saeculi y, al contrario de lo que había ocurrido con sus antecesores, existía en esta fórmula algo de verdad. De todas formas, esta fase de la evolución del imperio está ligada a dos nombres: los creadores de las nuevas formas de vida del Imperium Romanum Christianum fueron Diocleciano y Constantino. Incomparablemente más significativos como gobernantes que sus antecesores, afrontaron la herencia caótica de la anarquía militar, con la desesperada voluntad de conservar y renovar la organización del imperio, logrando realizar con éxito tan gran empresa. Resulta imposible distinguir los logros de cada emperador en la reforma y reorganización del estado. Frecuentemente, apenas es posible atribuir con certeza determinadas medidas a Diocleciano o a Constantino. Sin duda, en la transformación del imperio pueden observarse dos aspectos diferentes que, según los casos, van estrechamente ligados al nombre de uno de los dos emperadores. En la reorganización del estado y la sociedad—proceso reformador esencialmente evolutivo—, muchas decisiones fueron tomadas ya por Diocleciano. Lo que Constantino continuó, pero también lo que cambió, estaba ya orientado por tales decisiones en una determinada dirección. Por el contrario, Constantino fue el único responsable del reconocimiento del cristianismo y de su vinculación con el estado, lo que tuvo grandes consecuencias sociales y culturales. Constantino representa el modo revolucionario de actuar en este periodo de profundo cambio histórico. Por eso lleva, con más derecho que ningún otro, el sobrenombre de «Grande».

Los cuarenta años que van desde el 284 hasta la instauración de la monarquía por Constantino, en el 324, fueron una casi ininterrumpida cadena de luchas internas por el poder. Al mismo tiempo siguieron desarrollándose los combates defensivos en las fronteras, aunque la presión de las tribus había cedido momentáneamente. Los primeros años de gobierno de Diocleciano se caracterizaron por frecuentes luchas contra francos, alamanes y sármatas, así como por revueltas internas, entre las que destaca la de Carausio en Inglaterra, que se prolongó hasta el año 293. Ya en el 286, Diocleciano había nombrado corregente, con el título de Augusto, a un jefe militar capacitado y leal: Maximiano. En el año 293, creó el sistema de la tetrarquía, con el fin de neutralizar a los posibles pretendientes al trono, pero sobre todo para repartir la inmensa carga de las tareas políticas y militares. Diocleciano, Augusto de Oriente, nombró a Galerio césar asociado y Maximiano, Augusto de Occidente, hizo lo mismo con Constancio Cloro, ambos distinguidos militares. La buena inteligencia de los cuatro soberanos (simbolizada en el retrato de grupo situado en el exterior de la basílica de San Marcos de Venecia) y el funcionamiento del sistema sin fricciones, bajo una dirección unificada, fueron asegurados por la indiscutida autoridad de Diocleciano. Él fue en la tetrarquía el verdadero emperador. Los cesares ejercían la función de gestores de una activa y coordinada política militar en las fronteras: Constantino lucha contra los alamanes (victoria de Langres en el año 298) y Galerio dirige las campañas contra carpos y godos y contra los persas, en Armenia. La primera tetrarquía proporcionó al imperio una época de relativa tranquilidad. En el año 305, poco después de una solemne visita a Roma para festejar su veinte aniversario de mandato, se quebrantó seriamente la salud del .casi sexagenario Sénior Augustus y, en el año 305, abdicó juntamente con Maximiano. Constancio y Galerio pasaron a ser augustos, y Severo y Maximino Daia fueron nombrados césares. Diooleciano vivió después de esto más de ocho años, retirado en su inmenso palacio de Espalalo en admirable détachement del poder y apenas intervi­niendo ya en la política.

Diocleciano fue uno de esos grandes personajes, silenciosos y austeros, extraordinariamente pragmáticos, como Felipe el Bueno de Borgoña o Guillermo de Orange. Un pragmático que, sin duda, creía al mismo tiempo con fe ciega en Mitra, el dios de los legionarios, el «sol invencible», y en un orden eterno del mundo, cuyos secretos podía desentrañar la astrología. Es posible que el viejo organizador del absolutismo monárquico viera desmoronarse la obra de su vida en los tumultos de la segunda tetrarquía; sentimiento que, a la vez, tenía y no tenía justificación. La autocracia imperial fue mantenida por Constantino, aunqueno el sistema artificial de la tetrarquía. Pero el espíritu del nuevo estado fue profundamente transformado por el cristianismo, contra el que Diocleciano había luchado inútilmente.

En el relevo del año 305, funcionó el sistema de tetrarquía previsto por Diocleciano. La soberanía de la segunda generación se disolvió muy pronto en las luchas por el poder, debido a la ausencia de una gran autoridad. Ya en el año 306, murió Constancio en York; mientras que las legiones aclamaban a su hijo Constantino como sucesor, en Roma se nombró augusto a Majencio, hijo de Maximiano. Siguieron años de larga lucha militar y diplomática por el poder. El año 308, la conferencia de Carnunto declaró a Majencio (que seguía manteniendo sus posiciones en Italia y Africa) enemigo del imperio, sin que se llegara a un compromiso efectivo entre sus comunes adversarios. La muerte de Galerio (311) condujo a un nuevo reagrupamiento de fuerzas y a un conflicto abierto. En el año 312, Constantino marchó sobre Italia y, tras duros combates, derrotó a Majencio en Turín, Verona y el puente Milvio, frente a Roma. Fueron victorias ganadas instinctu divinitatis (por inspiración divina), como prudentemente el Senado hizo inscribir en el arco de triunfo erigido en honor del emperador, teniendo en cuenta su reciente conversión, Licinio, el aliado de Constantino, aniquiló en los años siguientes a Maximino Daia en Oriente. Los augustos Constantino y Licinio se convirtieron, por tanto, en soberanos absolutos de Occidente y Oriente. Sus relaciones fueron tirantes desde un principio. En el año 323, al plantear Licinio en el oriente una política hostil a los cristianos, se inició la batalla decisiva. En el otoño del 324, Constantino obligó a Licinio a abdicar y, poco después, ordenó ejecutarlo como enemigo del imperio. Constantino había alcanzado su meta: la monarquía universal, bajo la forma del Dominado. La tetrarquía, lo mismo que el triunvirato al final de la República, se había manifestado como una solución transitoria. Los trece años de monarquía absoluta (aunque nominalmente sus hijos Crispo, Constantino II, Constancio II y Constante eran corregentes con el título de césares) se vieron ensombrecidos por una tragedia familiar: la ejecución de Crispo y de la emperatriz Fausta. En estos años Constantino consolidó y completó el edificio del nuevo orden, cuyos cimientos y líneas fundamentales había creado Diocleciano.

Constantino y el Cristianismo.

Junto a la reorganización del estado como un sistema de soberanía basado en la fuerza, vino con Constantino el aspecto revolucionario de su obra histórica: el reconocimiento del cristianismo como legítima religión del estado, lo que iba unido a su conversión personal. Esta decisión causó gran impacto en la antigua religión y en la Iglesia y la fe cristianas, teniendo también extraordinaria trascendencia en todo el mundo histórico de los siglos siguientes. Tanto sus contemporáneos como las generaciones que les siguieron percibieron claramente su carácter revolucionario. El emperador Juliano calificó a su tío Constantino de «hombre revolucionario y subversivo de las viejas leyes y de las costumbres ancestrales». El pagano Zósimo vio en el edicto del año 313 la causa de la decadencia del imperio en el siglo V; los cristianos, en cambio, celebraron a Constantino como nuevo Augusto e instrumento de la Providencia. A principios del siglo IV, el cristianismo era aún una de tantas religiones de salvación de origen oriental. Pero, hacia la mitad del siglo, la Iglesia, a través de su influencia espiritual en la población del imperio, así como por su posición social y económica, se había convertido en una de las fuerzas vivas de la época, de extraordinaria influencia en la sociedad y la política, el arte y la cultura.

La religión antigua había sido siempre también una forma de religiosidad política. En ella se encontraba profundamente anclada la creencia de que la paz, el bienestar y el éxito de las ciudades y estados deben agradecerse a la acción de los dioses poderosos. El culto a determinados dioses estatales era, por esta razón, una función necesaria para toda sociedad organizada. A tan natural exigencia cedieron también las religiones orientales, que carecían de toda aspiración religiosa exclusivista. Los cristia­nos constituían, en este aspecto, la gran expectación; su fe les obligaba a rechazar el sacrificio a las divinidades oficiales, por lo que se consideró que ponían en peligro la ayuda divina al imperio, tan necesitado de ella en estos momentos de crisis. De «traidores a las leyes patrias» les calificó el filósofo pagano Porfirio (232-301). También el poder de los tetrarcas descansó en las convicciones tradicionales de una religiosidad política. Diocleciano, al querer imponer la unidad de la fe en la tradicional religiosidad romana, no hizo sino llevar a sus últimas consecuencias el sistema teocrático. Aquí y no en la presión de Galerio, fanático enemigo de los cristianos, residió la auténtica causa de las .grandes persecuciones contra el cristianismo.

Parecía que iba a producirse una lucha desigual: el poderoso aparato del estado reorganizado contra las dispersas comunidades cristianas. A partir de Valeriano, en los decenios de discreta tolerancia, el cristianismo se había extendido extraordinariamente, sobre todo en el oriente del imperio, consiguiendo adeptos en el ejército y en la alta administración. Sin embargo, los cristianos sólo representaban hacia el año 300 una fracción mínima de la población imperial. Las medidas anticristianas de Diocleciano se iniciaron en el año 302, con una depuración incruenta en el ejército y en la administración civil. En el año 303, comenzó la persecución general con prohibición del culto, detención de clérigos, destrucciones de iglesias, quema de libros sagrados, sacrificios forzosos y numerosas ejecuciones. Tras la retirada de Diocleciano, la persecución prosiguió enérgicamente, sobre todo con Galerio y Maximino Daia.

Sin duda, la persecución se mostró como un gran error político de Diocleciano, que había subvalorado el enraizamiento de la nueva fe y su capacidad de resistencia pasiva. El edicto de parcial tolerancia para la fe cristiana que hubo de promulgar Galerio en Sárdica, en el año 311, implicaba el reconocimiento de que la destrucción de los cristianos era tan imposible como vencer su lealtad religiosa. El edicto obligaba a los cristianos a realizar algo a lo que, en realidad, nunca se habían negado: rezar a su Dios por la permanencia y bienestar del imperio. El primer paso político-religioso de Constantino, «el Edicto de Milán», promulgado conjuntamente con Licinio en 313, no hacía sino confirmar el edicto de tolerancia de Galerio, precisando más exactamente sus términos. Pero, para el posterior desarrollo de los acontecimientos, existía una diferencia fundamental entre que la nueva fe fuese tolerada por el estado junto a las demás religiones o que el soberano, haciéndola suya, la favoreciese decididamente. De' ahí la extraordinaria significación de la decisión personal de Constantino; sin ella, la historia de la Iglesia y del imperio romano hubiese discurrido por caminos completamente diferentes.

Constantino era extraordinariamente capaz como militar, ad­ministrador y legislador y estaba dotado de una energía que, a veces, resultaba brutal. No podía ocultar la tosquedad característica del soldado ni la debilidad del autócrata por los personajes palaciegos. Como hombre de estado, era un planificador exigente y flexible en sus ideas. De su actitud religiosa y de sus posibles cambios sabemos pocas cosas con certeza. Conocemos al emperador a través de fuentes cristianas o paganas que, precisamente en esta cuestión, mantenían siempre una actitud parcial. Durante mucho tiempo dominó la brillante tesis de Jacob Burckhardt según la cual, Constantino sería, en definitiva, un político irreligioso y amoral, para el que el reconocimiento del cristianismo constituía un acto de frío cálculo, con el que utilizaba la nueva fe como fermento espiritual para la renovación del imperio. Esta tesis resulta ya insostenible, pues significaría atribuir a Constantino una visión demasiado profética para su época sobre las posibilidades del cristianismo. Constantino poseía, sin duda, una especie de predisposición religiosa y buscó con denuedo, durante mucho tiempo, la seguridad en la fe. Comenzó siendo adepto del Sol Invicto, para cambiar más tarde esta religión militar por un monoteísmo ligado al culto de Apolo, que paso a paso le condujo a la nueva fe. Posiblemente llegó a un contacto y confrontación con el cristianismo bajo la impresión de la gran persecución. Sin duda alguna, muchos de estos pasos encajaron extraordinariamente en sus cálculos y consideraciones políticas.

Lo cierto es que, en el año 312 y ante las puertas de Roma, Constantino ordenó luchar a sus soldados con el anagrama de Cristo puesto en sus estandartes. ¿Se debió a una indicación del cielo en sueños durante la noche anterior (como refiere Lactancio), o lo intentó «a modo de prueba» para comprobar el poder del cristianismo, lo que le decidiría en caso de éxito a abrazar esta fe? Esto coincidiría con una concepción de la acción divina, que Eusebio atribuye al mismo emperador. «El que siendo creyente cumple con la ley de Dios y no traspasa sus mandamientos, es premiado con la plenitud de sus bendiciones (...) y con mayor fuerza para conseguir sus fines» Cualesquiera que fuesen sus motivaciones personales, en el año 312, manifestó su posición personal en favor del cristianismo. La consecuencia de ello fue el Edicto de tolerancia de Milán, que definitivamente dio la libertad al cristianismo. Evidentemente, también jugaron aquí un gran papel las motivaciones políticas, sobre todo en Licinio, obligado a tener muy en cuenta las fuertes comunidades cristianas de Oriente. Pero es indudable que Constantino gobernó más tarde como decidido cristiano. Sus monedas mostraban emblemas cristianos, sus leyes favorecían a los cristianos; intervenía por intereses políticos y religiosos en la actividad eclesiástica. Actuando como soberano, pero sin un absoluto sentido dogmático, presionaba sobre donatistas y arrianos para unificar el culto a la divinidad y asegurar así la gracia del cielo para el imperio. Cuando murió, se le enterró en un mausoleo dispuesto por él mismo, junto a la Iglesia de los Santos Apóstoles, en Constantinopla, rodeado de símbolos conmemorativos de los doce apóstoles, conforme al concepto isapostólico de la futura ortodoxia.

Constantino no era un cristiano en el sentido moderno y espiritualizado de la fe. En su época, existía una compacta unidad de lo religioso y lo político. La divinidad era un poder que intervenía de manera muy concreta en este mundo y cuya ayuda debía, por tanto, requerirse, aunque su eficacia podía ponerse a prueba y tomar decisiones en consecuencia. De ahí que fuese tarea del hombre de estado buscar la recta fe e implantarla para la salvación del estado. Constantino no era ni el puro autócrata ni el homo religiosus, cuyas decisiones serían independientes de las consideraciones políticas. Para él, una decisión religiosa podía contener componentes políticos, sin que en ello viese una contradicción.

Constantino no concebía una tajante separación entre los campos político y religioso, pero tampoco aspiraba a imponer la exclusividad del cristianismo frente a otras religiones. No renunció (al igual que sus primeros sucesores) al cargo de sacerdote de la religión pagana estatal (pontifex maximus). El paganismo no fue perseguido; funcionarios paganos detentaban todavía gran parte de los altos cargos. En realidad, el edicto de Milán se pensó como un estatuto de tolerancia para todas las religiones: «Que a los cristianos y a todos los demás les sea dada la posibilidad de confesar libremente la religión por ellos elegida, para que lo que de divino y celestial exista sea propicio a nosotros y a nuestros súbditoo». Tal tolerancia en los principios del estado constituía una novedad inaudita. Claro que —aunque de ture duró hasta el año 378— la situación de tolerancia desapareció pronto ante la necesidad del estado de conseguir el apoyo de una religión políticamente fuerte. Constantino no elevó nunca el cristianismo a religión oficial y única del estado; tan sólo lo liberó de su hasta entonces ilegal situación, equiparándole, como religio licita, a las demás religiones. Se devolvieron a las comunidades sus bienes confiscados y clérigos e iglesias recibieron, como corporación, los mismos privilegios jurídicos que el clero pagano. La simple equiparación jurídica abrió a la Iglesia enormes posibilidades de desarrollo. Ya en los últimos años de Constantino, se manifestó un claro favoritismo hacia la religión cristiana frente . a las demás. La política religiosa de Constantino aceleró la caída del politeísmo pagano y el retroceso de las religiones reveladas orientales. Se inicia entonces un intenso proceso de expansión del cristianismo; a lo largo del siglo, fue cristianizada una gran parte de la población imperial, aunque por ello no murieron los viejos cultos. Formas religiosas paganas subsistieron hasta el siglo VI. El paganismo se redujo cada vez más a un pequeño círculo de gentes cultas y a las zonas campesinas menos desarrolladas. Ya por el número de fieles, la Iglesia se convirtió en un factor de poder, junto al emperador, al ejército ya la administración. A esto se añadieron medidas estatales en su favor: los obispos obtuvieron el derecho de fallar juicios inapelables en los procesos civiles entre laicos; las comunidades podían aceptar legados testamentarios y constituir patrimonios propios; el domingo cristiano fue reconocido como fiesta estatal.

La Iglesia se fortaleció considerablemente en el plano económico mediante enormes donaciones. Las primeras construcciones eclesiásticas monumentales de la cristiandad, como la Basílica Lateranense, en Roma, o la Iglesia del Santo Sepulcro, en Jerusalén, son, en parte, fruto de fundaciones de la misma casa imperial. Al poder espiritual sobre los círculos cada vez mayores de cristianos entre los súbditos y en el ejército ya la posición económica y social de la Iglesia, se añadió el peso político de los altos cargos eclesiásticos, que se fue consiguiendo lentamente en las confrontaciones del siglo IV. La política religiosa de Constantino abrió así el camino a un mayor desarrollo de la Iglesia y de la cristiandad, independientemente de que el emperador se percatara de la transcendencia de sus decisiones.

Las grandes, aunque problemáticas, posibilidades de unión del emperador y la iglesia, fueron expuestas proféticamente en la «teología política» de Eusebio de Cesárea, uno de los consejeros cristianos de Constantino. Para Eusebio, el reino terrenal único y el Dios cristiano único encontraban con Constantino la unidad a que estaban predestinados: un imperio, un emperador, un Dios. Con ello se propugnaba una ligazón indestructible entre el cristianismo y el imperio romano, que para ambos podía resultar tan fructífera como peligrosa. Para el cristianismo, la revolución constantiniana constituía un triunfo con dos caras. La libertad y el apoyo del estado dieron a la Iglesia un poder y un desarrollo imprevisibles, que tuvieron consecuencias decisivas para la cristiandad. Al unir estrechamente sus intereses con los del estado, la Iglesia renunció a una parte de su independencia, lo que más tarde quedaría ampliamente demostrado en la política religiosa estatal. El entrelazamiento de la Iglesia con el mundo provocó ptonto en la misma Iglesia movimientos de protesta, que condujeron a una crisis espiritual: «La Iglesia ha tomado a los príncipes cristianos en su seno y así, evidentemente, ha ganado en poder y riqueza, pero, en cambio ha perdido en fuerza interior» ”.

Por otra parte, las repercusiones del cristianismo y de la Iglesia sobre el mundo político y social eran también de doble filo. Las intromisiones del estado en las disputas internas de la Iglesia iban en detrimento de la fuerza y autoridad del poder político. Pues lo que en principio se desarrollaba en la Iglesia Como disputa teológica y conflicto interno, terminaba repercutiendo en la política interior del imperio. Ciertamente, el cristianismo podía actuar como factor de unidad en el imperio y como sostén del absolutismo imperial, pero del mismo modo podía convertirse en un elemento de disgregación. Cuando la Iglesia se escindió en las grandes controversias teológicas de la época, esta división penetró también en el campo político, amenazando con provocar la guerra civil. Constantino tomó además una decisión de importantes consecuencias: dio una nueva capitalidad al imperio. El 11 de mayo del año 330, inauguró solemnemente, en el lugar de la vieja Bizancio, la nueva ciudad sobre el Bósforo que lleva su nombre. Roma había perdido, hacía ya mucho tiempo, la función de centro gubernamental: Tréveris, Milán y Aquileia, Sirmio, Sárdica y Nicomedia habían sido las residencias de la tetrarquía. Esta situación correspondía al desplazamiento del peso político hacia el Este, determinado, a su vez, por la superioridad económica de la mitad oriental del imperio, con sus grandes metrópolis comerciales, y por la situación militar. Los frentes principales se encontraban ahora en las provincias de los Balcanes, en Armenia y en Siria. Ya Diocleciano, como Augusto de Oriente, residió por lo general en Nicomedia. En la fundación de Constantinopla jugaron también un papel importante las consideraciones de orden político, económico y estratégico. Pero, junto a ellas, se encontraban sin duda las motivaciones religiosas y político-religiosas. La nueva capital debería verse libre del lastre de las viejas tradiciones paganas y de los recuerdos políticos. Roma seguía siendo el centro venerable de las viejas tradiciones paganas, mientras que el centro de gravedad del cristianismo se encontraba en ese momento en Oriente. En Siria y Asia Menor existían en el siglo IV numerosos y florecientes centros eclesiásticos, mientras que, en comparación, la extensión y organización del cristianismo en Occidente eran más débiles.

Constantinopla fue fundada, sin ningún género de dudas, como una segunda Roma; como capital imperial y no sólo como residencia del emperador. En la organización de la administración y en la estructura de la ciudad se expresó esta aspiración, que no pasó desapercibida en Roma. La nueva ciudad tuvo, como la vieja Roma, un senado, un capitolio, catorce distritos, pan gratuito para la plebe, un palacio imperial y numerosos edificios oficiales. Pero existía una profunda diferencia: La nueva Roma (en la que no estaba permitido el culto público pagano) se manifestó como una Roma cristiana, como la capital del Imperio Romano Cristiano.

La fundación de Constantinopla tuvo incalculables consecuencias históricas: «Desde la fundación de Roma, no ha sido creada en el mundo una ciudad más importante que ésta». Constantinopla representa el triunfo de aquella peculiar síntesis de dominación romana, cristianismo griego y cultura helenística-oriental, que había de mostrarse como eficaz poder en los siglos siguientes. Durante mil años Constantinopla fue el centro de gravedad de la vida y el último núcleo de resistencia del imperio bizantino. Que la ciudad conociese este destino dependió en gran medida de su posición extraordinariamente favorable. En las condiciones del siglo IV, la ciudad se encontraba en una posición dominante entre Asia y Europa, que hacía de ella, incluso desde el punto de vista geográfico, el centro del imperio y el lazo de unión entre Oriente y Occidente. Situada en la línea estratégica de las principales comunicaciones entre los frentes germano y persa, Constantinopla dominaba también las más importantes vías comerciaes entre las cuencas del Danubio y el Eufrates. Desde el punto de vista de la estrategia naval y del comercio marítimo, su posición era también extraordinariamente favorable; emplazada entre el Mar Negro y el Egeo, mantenía comunicaciones marítimas directas con Siria, Egipto, Africa del Norte e Italia. Su posición natural y sus modernos dispositivos de defensa hacían de ella la más importante fortaleza y la mayor ciudad comercial del Mediterráneo, sólo conquistada dos veces en el curso de su larga historia (en los años 1204 y 1453).

El ascenso de Constantinopla significaba la continua decadencia de Roma, que llevaba una digna y fantasmal existencia, a la sombra de sus grandes monumentos y de las viejas tradiciones. Ya sólo era el lugar donde los emperadores, en sus raras estancias, celebraban triunfos y aniversarios de gobierno. Sin embargo, la significación simbólica de Roma era todavía muy grande para los contemporáneos, A la aeterna urbs se ligaba la creencia mágica en la aeternitas imperii, de ahí la consternación que se produjo cuando los godos conquistaron la ciudad, en el año 410. Esto también afectó a los cristianos; a las tradiciones paganas se unía la tradición de Roma como ciudad de las tumbas de los apóstoles. Aquí se fraguó el futuro papel de Roma: la despolitización de la ciudad era la condición necesaria para que el papado, como centro de la cristiandad occidental, pudiese alcanzar un día la independencia.

Imperio e Iglesia, estado absoluto y cristianismo cambiaron la realidad de la vida y la existencia del individuo. El estado romano tardío constituía tan sólo la cobertura exterior de este cambio. Los modelos y las formas de vida individuales y sociales, surgidos de la acción recíproca del orden político absolutista y de la revolución espiritual del cristianismo, sobrevivieron a tal estado. Con el ascenso de la Iglesia en una sociedad que se estaba renovando, se completó el proceso de transformación, que debía constituir las bases del futuro.

Los decenios que van desde Constantino a la muerte de San Agustín (430), constituyeron la gran época de la cristiandad. De una secta, no sin influencia pero sí reducida, la Iglesia se convirtió con gran rapidez en una organización que abarcaba todo el imperio. Partiendo de las catacumbas (en las que ciertamente no había vivido de hecho, pero sí desde el punto de vista político y espiritual, la Iglesia llegó a convertirse, junto al estado, en un factor de poder.

La Iglesia del siglo IV es una ecclesia triunphans. Los creyentes se entregan a sus obligaciones con la conciencia de pertenecer a una comunidad que ha conquistado su propia libertad y ve ante sí un grandioso futuro. Las nuevas posibilidades de acción y su gran atractivo hacen de la Iglesia en el orden espiritual y cultural, durante la época de los Santos Padres y del primer arte cristiano monumental, un factor creador.

La fe y sus problemas  penetran también rápida y profundamente en las amplias masas, modificándose el sentido y la concepción del mundo de todos los grupos sociales. En el año 382, el obispo Gregorio de Nisa nos ofrece un cuadro muy instructivo de la atmósfera reinante en Constantinopla: «La ciudad está llena de gentes, que dicen cosas incomprensibles por las calles, mercados, plazas y cruces de caminos. Cuando voy a la tienda y pregunto cuánto tengo que pagar, me responden con un discurso filosófico sobre el Hijo engendrado o no engendrado, del Padre. Cuando pregunto en una panadería por el precio del pan, me responde el panadero que, sin lugar a dudas, el Padre es más grande que el Hijo. Cuando pregunto en las termas si puedo tomar un baño, intenta demostrarme el bañero que, con toda certeza, el Hijo ha surgido de la nada. Los grandes problemas de la fe no eran asunto exclusivo del clero o de las gentes cultas, sino una cuestión vital para todo el mundo. Las sesiones o conclusiones de los concilios se discutían y criticaban como hoy ocurre con los partidos de fútbol o el «Tour de France»; tal era la intensidad con que estos problemas ocupaban la mente de las amplias masas populares.

Respecto a los laicos, disponía de las amplias medidas disciplinarias eclesiásticas, pero también del derecho a emitir juicios inapelables en los conflictos civiles. Todo ello le confería una influencia y consideración, en su lugar de residencia, que frecuentemente superaba a la de la autoridad civil. Tan especial posición social no era privativa del obispo, alineado por su rango entre los altos funcionarios del imperio y libre en todos los asuntos religiosos de la potestad judicial civil, sino que también los clérigos se beneficiaban de grandes privilegios (estaban exentos de las cargas comunales y del servicio militar). Esto hacía atractivo el estado sacerdotal, incluso para las clases sociales elevadas, como la de los curiales; no sin razón, los emperadores promulgaron leyes contra el abandono de los catgos comunales por el servicio eclesiástico. La riqueza de ciertos clérigos y el enriquecimiento de las comunidades por las dádivas imperiales o privadas condujeron, en ciertas sedes episcopales, a ostentosos modos de vida, criticados por los contemporáneos como moralmente escandalosos. Pero, por otra parte, el obispo contribuía considerablemente a mitigar las necesidades sociales, mediante la caridad, el cuidado de los enfermos y las hospitales. La estructura de la Iglesia episcopal correspondía a la constitución de la ciudad, ya que la ciudad y su región formaban la jurisdicción del obispo. De ahí que las diócesis fuesen mucho más pequeñas que hoy; solamente en el Norte de África había en aquel tiempo más de 300 sedes episcopales. Los obispos metropolitanos tenían cierta jurisdicción eclesiástica sobre los de cada ciudad. Sus jurisdicciones coincidían muchas veces con los distritos de las provincias imperiales. En la fase final del imperio romano de Occidente, esta estructura eclesiástica, que correspondía a la administrativa, permitió a la autoridad episcopal, gracias a su influencia espiritual, a sus atribuciones jurídicas y a su poder económico, sustituir temporalmente la organización civil-estatal, que se vino abajo en el transcurso de las guerras contra los invasores bárbaros.

A través de la constitución metropolitana, sancionada en Nicea, se desarrollaron las zonas de influencia de los grandes patriarcados. Muy pronto existieron algunas Iglesias madres de fundación apostólica —como Alejandría, Antioquía o Roma—, cuyas comunidades filiales se regían según el ordenamiento y usos de estos especiales protectores de la verdadera tradición. Al considerarse estas Iglesias como misionales, las comunidades filiales empezaron a depender de las originarias, que poco a poco se atribuyeron jurisdicción sobre un grupo de provincias eclesiásticas. A lo largo del siglo IV, se formaron cinco de estos patriarcados, definitivamente sancionados por el concilio de Calcedonia del año 451: Alejandría, Antioquía, Constantinopla, Jerusalén y Roma (la cual, en su origen, era una de las sedes patriarcales, independientemente de la posterior posición especial del obispo de Roma). El rango especial de estas sedes episcopales no sólo dependía de su importancia como grandes centros religiosos, sino también del hecho de estar enclavadas en puntos neurálgicos de la administración, de especial significación política y económica. Sólo Jerusalén no era ni sede de un gran poder político ni un gran centro de misión; retuvo una posición honorífica entre los mayores patriarcados en virtud de su tradición religiosa.

La estructura de la Iglesia era esencialmente administrativa y disciplinar. Obispos y patriarcas poseían autoridad docente, pero no dogmática. Se aceptaba la igualdad de rango de todos los obispos como responsables de la transmisión de la fe, igualdad que había defendido con decisión el cartaginés Cipriano, a mediados del siglo III. Las cuestiones dogmáticas y teológicas las debatía y decidía una asamblea de obispos: el sínodo, que podía limitarse al ámbito metropolitano o reunir a todos los obispos de un patriarcado. Por intervención del emperador Constantino se creó después una institución semejante, que abarcaba la totalidad del imperio: el sínodo general o concilio ecuménico, asamblea que reunía a todos los obispos cristianos para deliberar y tomar conclusiones sobre cuestiones litúrgicas, dogmáticas y jerárquicas de la Iglesia universal y de sus miembros. El concilio era convocado y presidido por el emperador, pues no existía una autoridad eclesiástica superior, investida del necesario (poder para sustituir al emperador en .estos menesteres.

El papel dominante de las sedes episcopales y de los patriarcados no acabó con la conciencia , de la unidad en la fe común y en una misma Iglesia. La Iglesia de los obispos era la Iglesia «una, santa, católica y apostólica» —que comprendía unitariamente a todos los hombres y que conservaba la tradi­ción apostólica de la fe, esforzándose en la imitación santificadora de Cristo.

 

CRONOLOGIA DE SU IMPERIO

 

305

1° de mayo. Diocleciano y Maximiano abdican.

306

25 de julio. Muerte de Constancio Cloro. Constantino es proclamado Augusto por las tropas en Eburacum (York).

311

Fin de abril. Edicto de tolerancia de Galerio.

312

28 de octubre. Batalla del Puente Milvio. Noviembre-diciembre. Ley general en favor de las iglesias cristianas.

313

Enero-febrero. Ley general sobre la inmu­nidad de los clérigos católicos. Encuentro de Constantino y Licinio en Milán. Licinio desposa a Constancia.

30 de abril. Licinio derrota a Maximino Daya y entra en Nicomedia.

13 de junio. Ley de tolerancia emitida por Licinio en Nicomedia.

2-4 de octubre. Proceso (celebrado en Roma ante una corte de obispos) por la cuestión entre Ceciliano, obispo de Cartago, y los donatistas. Absolución de Ceciliano.

3 de diciembre. Muerte de Diocleciano.

314

Agosto-octubre. Concilio de Arles.

315

25 de julio. Constantino celebra en Roma los decennalia (el décimo aniversario del augustado).

316

10 de noviembre. Sentencia definitiva contra los donatistas.

316-317

Conflicto entre Constantino y Licinio.

320

Nueva ruptura violenta entre Constantino y Licinio.

320-321

Leyes constantinianas en favor de las igle­sias católicas; festividad civil del dies So­lis; manumissio in ecclesia; foro eclesiástico; capacidad de recibir herencia.

323

Estallido de la crisis ariana.

324

3 de julio. Constantino derrota a Licinio en Adrianópolis.

18 de setiembre. Batalla de Crisópolis. Diciembre. Concilio de Antioquía.

325

Mayo-junio. Concilio de Nicea.

25 de julio. Constantino celebra el vigésimo aniversario de su augustado, los vicennalia, en Nicomedia.

326

25 de julio. Constantino celebra los vicennalia en Roma. Condena de Crispo.

327

Fin de noviembre. Segunda sesión del concilio de Nicea.

330

11 de mayo. Inauguración de Constantinópolis.

335

25 de julio. Constantino celebra los tricennalia en Constantinopla. Proyecto de repartición del imperio.

31 de diciembre. Muerte de Silvestre, obispo de Roma.

337

22 de mayo. Constantino muere en Achyrona, cerca de Nicomedia.

 

Constantino nació del amor de un alto oficial dardano (hoy se diría serbio), quien tal vez habría alcanzado ya el rango de gobernador provincial, por una cantinera, en Naisso (ahora Nisch), el 19 de febrero de 273; Flavio Constancio era el nombre del oficial, Elena el de la madre. Elena era cristiana y probablemente también lo era Constancio, si bien sin conciencia precisa de los principios propios del catolicismo; como gran parte del ejército, se hallaba entre los adoradores del Sol, pero a aquellas mentes endurecidas por las fatigas de las armas ambos cultos no deberían parecerles muy distintos entre sí y en realidad no fueron pocas las influencias recíprocas. Pero tanto Constancio como Elena debieron sentir la atracción de una religión que fundaba el matrimonio sobre el amor; en Roma, Calixto había enseñado a los cristianos el modo de evadirse de las leyes que amenazaban con la degradación social a quien se desposara con una persona de rango inferior; podían recurrir a la institución legal del concubinato, pero sintiéndose esposos en el corazón.

Cuando se plantea el problema—infinitas veces propuesto—de la “conversión” de Constantino, tal vez se olvida el hecho más simple: el ambiente familiar de la niñez y de la adolescencia. Constantino estuvo junto al padre y a la madre hasta los veinte años (por lo menos hasta los quince, para aquellos que anticipan en algunos años el nacimiento). En el año 293, en efecto, su padre fue elegido por Diocleciano y Maximiano como uno de los dos Césares que, según la fórmula tetrárquica, debía colaborar con los dos Augustos, en Oriente y en Occidente respectivamente, y asegurar sucesiones del poder sin perturbaciones. El nombramiento de César era demasiado importante como para que Constancio fuera capaz de rechazar a la esposa que se le ofrecía junto con el cesariato: una hi­jastra del Augusto Maximiano, Teodora. Constancio se trasladó a su nueva sede, en Tréveris, y Elena desapareció por muchos años. Constantino fue enviado a la corte de Diocleciano, tal vez como testimonio de la fidelidad de su padre. Nada sabemos de eventuales encuentros entre Elena y Constantino. Pero yo considero que el joven debía conservar en su corazón el eco de las conversaciones oídas cuando era un muchacho, más agudamente cuanto más evidente se le hacía la naturaleza de la dorada prisión en la que se hallaba; pasaron doce años, durante los que conoció de cerca la geométrica mentalidad racional de Diocleciano, su abstracta concepción del estado como de un mecanismo del que es posible dirigir el movimiento y programar los efectos, su concepción del mundo como orden inmóvil y eterno, eterno e inmóvil como Júpiter, en el que justamente como Jovius se originaba (el otro Augusto, Herculius descendiente de Hércules era, por así decirlo, el ejecutor de la voluntad jovia, como lo fuera Hércules); y tal vez ya en aquellos años sintió la divergencia con la concepción dinámica de Dios y el mundo de los cristianos (Dios como providencia imprevisible, la historia del mundo como un misterioso viaje hacia la plenitud final); y cuando asistió impotente, a la persecución de los cristianos (302-304) tal vez ya viviera en él la imagen del monarca que sintiera la voz de Dios por intermedio de los místicos, siguiera los deseos inescrutables y realizara los proyectos misteriosos (del Dios de los cristianos, de su madre, de su padre, de su niñez); y tal vez vibraba en él la esperanza de que aquel monarca, único sobre la tierra como único es Dios en los cielos, y designado por Dios, fuera él mismo. ¿Qué sentido tenía la fórmula tetrárquica, pobre producto de la mente humana, frente a la gran voz de Dios? He aquí que, en el 305, Diocleciano pone a prueba el sistema tetrárquico de la sucesión del poder: abdica, y le exige a su colega Maximiano hacer lo mismo; los dos Césares, Constancio y, en Oriente, Galerio, se convierten en Augustos. Para los puestos cesarios, que habían quedado vacantes, son elegidos Severo y Maximio Daya. Parece que el sistema funciona; la elección se traduce, según la “teología” tetrárquica, en filiación (en aquel instante Severo y Maximino Daya se convierten, en cuanto a Herculius y a Jovius, en hijos primogénitos de Constancio y de Galerio). Pero es evidente que todo esto es pura ficción; se trata de una construcción humana (la misma abdicación lo demostraba, y la cosa se hará más evidente en unos pocos años, cuando Diocleciano, ya privatus, impondrá no obstante el nombramiento de Licinio) en la que la sucesión hereditaria del poder posee una fuerza arcana, tanto mayor cuanto más extraña a la voluntad y a los cálculos humanos. Éste era ciertamente el pensamiento de Constantino, más allá de su interés personal por defenderlo; ésta era una idea bastante difundida, con una mística más profunda porque era más irracional, más liberadora porque estaba abandonada al cuidado próvido de Dios; una idea difundida especialmente en el ejército. De allí que, cuando en julio del 306, Constancio murió repentinamente en Eburacum (hoy York), aun antes de que la noticia se difundiera, las tropas aclamaron como Augusto no a Severo, a quien le habría correspondido el título, sino a Constantino (quien acudiera con presteza al lecho de muerte del padre), no al hijo herculius, sino al verdadero hijo. Sin embargo, tres meses más tarde, el mismo principio impulsó a las tropas de Italia y de África, sobre las que había imperado un tiempo Maximiano, a aclamar al hijo, Majencio. También el viejo Augusto reasume inesperadamente la púrpura imperial, y le da a Constantino por esposa a su hija Fausta. El Occidente parece un dominio definitivamente dividido entre los miembros de una sola familia, herculia y verdadera al mismo tiempo; parece realizado el sueño anhelado por Maximiano desde los tiempos del nombramiento del césar Constancio, cuando se había hecho pintar en su palacio de Aquilea junto a Constancio, y a la pequeña Fausta en el acto de ofrecerle un yelmo al pequeño Constantino.

 

LIBROS

PRIMERO

SEGUNDO

TERCERO

CUARTO

QUINTO

 

BASILICA DE MAJENCIO EN ROMA

ESTATUA DE CONSTANTINO EL GRANDE EN LA BASÍLICA DE SAN JUAN DE LETRÁN, ROMA

ARCO DE CONSTANTINO