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CAPÍTULO 95.EL EJÉRCITO DE MARRUECOS SE ALZA CONTRA LA REPÚBLICA
Para
informar al general Sanjurjo de las desavenencias entre Mola y el jefe de los
carlistas, Fal Conde, encarga éste a José Antonio
Lizarza, delegado de los requetés de Navarra, que se traslade a Estoril (8 de
julio). Una vez que Sanjurjo conoce cómo se han desarrollado las negociaciones
y el punto muerto en que han quedado, redacta, en calidad de árbitro, dos
cartas, una para Fal Conde y otra para Mola, a modo
de laudo para fallar el pleito. En ellas, el general satisface a los carlistas
en aquellas peticiones fundamentales que se refieren a la bandera, Gobierno
apolítico, revisión de lo legislado (de modo especial, en lo que afecta a
cuestiones religiosas), supresión de partidos y derogación del sistema liberal
parlamentario.
Lizarza
se apresura (11 de julio) a llevar la carta correspondiente a Fal Conde, que reside en San Juan, y recibe una
felicitación efusiva «por haber conseguido un documento de tal importancia, de
puño y letra del general Sanjurjo, en que dirimía de una vez el pleito
—llamémoslo así— entre Mola y la Comunión». Por la tarde de ese día, el
mensajero entrega la carta destinada a Mola al ayudante de éste, Fernández
Cordón. A la mañana siguiente, el ayudante se persona en el domicilio de
Lizarza y en nombre del general le manifiesta que si bien la firma de la carta
es auténtica, el contenido no es de Sanjurjo. La sorpresa del carlista es indecible.
¿En qué se funda Mola para afirmar que la carta es apócrifa? Le falta tiempo a
Lizarza para ir a San Juan de Luz y contarle a Fal Conde el peregrino descubrimiento. El jefe carlista, desbordándose en asombros,
no encuentra razones para explicarse la incredulidad de Mola. Como respuesta,
ordena que no se secunde el movimiento. Lo que se haga, será de responsabilidad
exclusiva de los carlistas.
En San
Juan de Luz se encuentran los miembros de la Junta Regional Carlista de
Navarra. Joaquín e Ignacio Baleztena, José Martínez Berasáin,
Luis Arellano e Isidro Arraiza, a los que se suma
Fermín Sagúes. Recibidos por el príncipe don Javier, en presencia de Fal Conde, solicitan autorización para movilizar a los
requetés, a fin de secundar el Movimiento que se va a producir de un momento a
otro, acaudillado por Mola. El príncipe les pregunta: «¿Qué condiciones han
impuesto ustedes?» Le responden: «Mola nos ha prometido que en cuanto se
triunfe se decretará que la bandera bicolor sea enseña nacional, y que los
Ayuntamientos de Navarra, estarán integrados por carlistas.» El príncipe
exclama: «¿Y a eso supeditan ustedes todo el historial y el futuro de la Comunión
Tradicionalista?» Mas como los navarros insisten que se les autorice para
secundar a Mola, don Javier de Borbón Parma sentencia: «Yo no lo puedo
autorizar en esas condiciones. No obstante, mi tío, el rey don Alfonso Carlos,
que está en Viena, tiene la última palabra. Y nada resolverá sin previa
consulta.»
Surge una
duda: «¿Y si el Movimiento estalla antes?» «Entonces — replica el príncipe—
podrán ustedes sumarse a él; pero mejor será esperar la respuesta de Viena».
Al día
siguiente (12 de julio), Fal Conde reitera la orden
de que los requetés no secunden ningún levantamiento sin superior aprobación.
En plena incertidumbre se hallan los carlistas cuando se propala la noticia del
asesinato de Calvo Sotelo, que enciende al rojo los ánimos de los comprometidos.
Un torbellino de rumores corre por Pamplona: la explosión se va a producir de
un momento a otro. El día 14, tres capitanes, enlaces de Mola, cuentan a
Lizarza que todo está a punto para el Alzamiento. Todo, no. El delegado
carlista les informa de los contratiempos surgidos como consecuencia de la
disputa en torno a la carta de Sanjurjo, de la que aquél ha sido portador, y en
la que se fijan las condiciones para la participación de los carlistas. Hora es
ya de decir que las razones en que se apoya Mola para reputar apócrifo el
documento es la falta de la contraseña convenida por los dos generales para
autentificar sus comunicaciones escritas. A Sanjurjo se le había olvidado
ponerla. Los capitanes resuelven visitar a Mola, a quien convencen fácilmente.
El general les entrega un escrito autógrafo con esta declaración: «Conforme con
las orientaciones que en su carta del día 9 indica el general Sanjurjo, y con
las que en el día de mañana determine el mismo, como jefe de Gobierno. Emilio
Mola.»
Portador
de este escrito, llega Lizarza de nuevo a San Juan de Luz, donde se encuentra
la Junta Regional de Navarra, en busca de la respuesta de don Alfonso Carlos.
La anhelada contestación no se ha recibido. Fal Conde
estima «que aunque el documento de Mola, en sí, no decía nada, como quiera que
tenía la carta de Sanjurjo, en la que expresaba su pensamiento y el general
Mola decía estar conforme con sus orientaciones, se podía admitirla y, en
consecuencia, ir al Movimiento». La conformidad queda expresada de modo
explícito en el siguiente escrito que recibió Mola el día 15: «La Comunión
Tradicionalista se suma con todas sus fuerzas en toda España al Movimiento
militar para la salvación de la Patria, supuesto que el Excmo. Sr. General
Director acepta como programa de gobierno el que en líneas generales se
contiene en la carta dirigida al mismo por el Excmo. Sr. General Sanjurjo, de
fecha de 9 último. Lo que firmamos con la representación que nos compete.—
Javier de Borbón Parma, Manuel Fal Conde.» De este
modo queda finalmente decidida la incorporación de los carlistas al Movimiento.
* * *
Mola
parecía muy impresionado de su conversación con el general Batet en el
monasterio de Irache, porque le había descubierto que la conspiración era
conocida del Gobierno en mucha mayor hondura y detalle de lo que pudiera
suponerse. Cabía esperar, por lo tanto, cualquiera reacción para
desarticularla. Por la tarde del día de la entrevista (10 de julio), decide
señalar fecha para la rebeldía: el 12, en Navarra, y el 14, en África. Al
capitán de la Legión, Gerardo Imaz, que se encuentra en Pamplona, como enlace
de Mola, le ordena que sin perder tiempo salga en dirección a Madrid y África,
portador de pliegos con instrucciones para la Junta de la capital y para Yagüe.
Mas al día siguiente sobreviene la nueva desavenencia con los carlistas, a
propósito de la carta de Sanjurjo. Hay más contrariedades: la señorita Elena
Medina, enlace de la Junta de Madrid, llega a Pamplona portadora (11 de julio)
de un mensaje, según el cual el Alzamiento de África no puede producirse el día
14, porque una gran parte de las fuerzas del Protectorado, participan en unas
maniobras en el Llano Amarillo, planicie muy dilatada en una alta meseta del
macizo central montañoso de Marruecos, denominado Pequeño Atlas. En primavera
la planicie se cubre de flores amarillas y su color da la denominación a la
llanura. Se halla en la carretera de Tetuán a Melilla, a 163 kilómetros de
Tetuán y a 265 de Melilla. Las maniobras van a tener una influencia decisiva en
los acontecimientos que se producirán a partir del 17 de julio de 1936. Asiste
a los ejercicios, de seis días de duración, el Alto Comisario, Plácido Alvarez Buylla, antiguo diputado
de Unión Republicana y capitán de Artillería, retirado y de uniforme se viste
por excepción para presidir estos ejercicios militares. Concurren también los
dos personajes más calificados del Ejército de África: el general Agustín Gómez
Morato, Comandante General de las Fuerzas de África, y el general Manuel
Romerales Quintero, jefe de la Comandancia de Melilla. A Gómez Morato se le
considera como uno de los principales inspiradores de la política de depuración
del Ejército, para separar del mando a jefes y oficiales que se estiman
peligrosos para el régimen, desarrollada por Azaña y Casares Quiroga.
En las
maniobras participan seis Banderas de la Legión, diez tabores de Regulares,
seis de las Mehalas, siete batallones de Infantería, diez escuadrones de
Caballería, seis baterías, más otras fuerzas complementarias, que hacen un
total de 20.000 hombres. El número de caballos y acémilas se eleva a 5.000. Un
conjunto de tropa poderoso y muy entrenado, difícil de reunir en la península,
donde las guarniciones están diezmadas y desarticuladas por los permisos y la
reducción de servicios
Las
maniobras del Llano Amarillo que el Alto Comisario en su informe al ministro
de la Guerra califica de «alarde de entusiasmo, disciplina y cohesión»,
constituyen la nunca imaginada ocasión para que los jefes de las guarniciones
de las dos zonas, oriental y occidental, se reúnan, discutan sus planes y se
pongan de acuerdo en aquellos puntos todavía confusos o imprecisos referentes
al Alzamiento. De este modo los conjurados llegan a la anhelada coincidencia,
identificados sus propósitos y sincronizados sus relojes. «Nos vamos a
sublevar, dice y repite el coronel Yagüe, antes de que se adelanten ellos. No
les permitiremos la satisfacción de que sean nuestros verdugos. Ya los
conocimos en Octubre».
El día 13
de julio, dislocadas las fuerzas que han participado en los ejercicios,
emprenden el regreso hacia sus bases de las dos zonas. Algunas unidades
tardarán tres días en llegar a ellas. Mola, al leer esto en el mensaje de la
Junta de Madrid, que acaban de entregarle, no puede ocultar su disgusto. «Nunca
creo haberle visto tan contrariado», dice un testigo. Escribe unos renglones, y
el papel es cuidadosamente colocado en el interior del cinturón de la señorita
y cosido. Es para el coronel Yagüe. Luego, alzando la voz, exclama: «No son
posibles nuevos aplazamientos, pues nunca llegaría el momento oportuno. Puede
usted, señorita, decir a todos los nuestros que esto está ya en marcha y que no
hay nadie que pueda detenerlo.»
La nota
llevaba la orden para los conjurados de África de que el Alzamiento comenzaría
el día 17. Por su parte Yagüe escribe una carta a Mola en la que le dice:
«Terminadas las maniobras, ha empezado la dislocación. Y si no hay orden en
contra, el día 16 estarán todas las fuerzas en sus bases. El trabajo efectuado
ha sido fecundo. Aquí todo está listo. Sólo necesitamos mando y barcos. He
recibido, por una carta, una orden de ponerme en movimiento el día 14, y otra,
al mismo tiempo, aplazando la cosa. Si esta segunda se pierde, se arma lío.
Esto no puede ser; insisto en que el día y la hora debe mandarse a priori y
traerlo en mano por dos personas de confianza, mejor que por una. Tengo todo
preparado; los bandos de guerra, hechos. No dudo un momento en el triunfo. El
espíritu de todos, magnífico. Mando, barcos y ¡adelante! ¡Viva España!»
En la
noche del 14 de julio salen de Pamplona mensajeros para muchas capitales.
Llevan la orden de la sublevación: el día y la hora. El 17 a las 17.
* * *
De cuán
avisado está José Antonio de los acontecimiento que se avecinan lo dice en su
correspondencia. «Espero que pronto llegarán ocasiones difíciles y decisivas»,
escribe a Francisco Bravo (18 de junio). A Ernesto Giménez Caballero le dice
(12 de julio): «Estos cuatro meses de cárcel me han permitido calar más dentro
en algunas cosas, y, aparte de eso, a fuerza de tender cables, estoy ya en
contacto con cuanto puede haber en España de eficaz. Hasta tal punto, que sin
la Falange no se podría hacer nada en este momento, como no fuera un ciempiés
sin salida. Créeme que no he descansado en la adopción de estas precauciones,
porque me horroriza el temor de que la ocasión grave y magnífica que estamos
viviendo aborte una vez más, o, lo que es peor, dé a luz un monstruo. Si eso
pasa, no será por mi culpa. Una de las cosas temibles sería la «dictadura
nacional republicana». Estoy conforme contigo al ver en su defensa un síntoma
del reconocimiento de nuestras posiciones. Hasta ahí, bien. Lo malo sería la
experiencia Maura-Prieto, con una excitación artificial de los negocios, las
obras públicas, etc., para fingir una prosperidad económica sin levantar nada
sobre fundamentos hondos. Al final del ciclo de febril bienestar sobrevendría
una gran crisis económica sobre un pueblo espiritualmente desmantelado para
resistir el último y decisivo ataque comunista (lo nuestro, en un período de
calma burguesa no es donde alcanza su mejor cultivo). Otra experiencia falsa
que temo es la implantación por vía violenta de un falso fascismo conservador,
sin valentía revolucionaria ni sangre joven. Claro que esto no puede
conquistar el Poder; pero, ¿y si se lo dan? Porque ninguna de las cosas ocurra,
trabajo, como te digo, sin tregua y con un no poco éxito. Ya faltan pocos días,
me parece, para que la vía quede completamente libre y despejada.»
Al día
siguiente de quedar encerrados en la Prisión los hermanos Primo de Rivera,
llegan a Alicante y se instalan en un hotel su tía doña María, su hermana
Carmen y Margot Larios, esposa de Miguel, que obtienen autorización para
visitar a los presos a diario. Pese a las rigurosas órdenes superiores de
limitar los permisos a lo más estricto para evitar que vean a los detenidos
personas ajenas a la familia, por benevolencia de los funcionarios de la
Prisión, José Antonio puede recibir la visita de bastantes afiliados y amigos.
De estas audiencias destaca la concedida a una delegación de falangistas
valencianos de ambos sexos (8 de julio), en la que figuraban dos jefes de
Milicias que tres días después efectúan el espectacular asalto a la emisora de
radio de la capital levantina.
El día 15
logra autorización para ver al jefe de Falange José Finat,
conde de Mayalde, portador de varios mensajes de Madrid, uno de ellos del jefe
de Milicias Juan Ponce de León, y de una carta de Miguel Maura que José Antonio
reconoció al ver el sobre.
El jefe de Falange refiere al conde de Mayalde lo sucedido con un proyecto de
evasión preparado para unos días antes con muchas probabilidades de éxito, pero
malogrado a última hora por inesperado cambio en la guardia de la cárcel. El
autor de esta iniciativa, según le contó José Antonio a Mayalde, era un oficial
de la Prisión, aragonés, llamado Isaac Delplan —el
plan Delplan, repetía el jefe de Falange, jugando con
las palabras—. El oficial contaba con la adhesión expresa o tácita de casi
todos los funcionarios, incluso del Director y del Administrador. Contaba
asimismo con la colaboración de uno de los sargentos que prestaba servicio de
guardia en la Prisión, y al que Mayalde le vio saludar militarmente y ponerse a
las órdenes del jefe de Falange. Estaban complicados en la confabulación dos
capitanes de Aviación de la base de Los Alcázares y algún otro oficial.
José
Antonio parecía desasosegado e intranquilo, como si la desconfianza quebrantara
su característica serenidad y equilibrio. Creía que el Alzamiento había sido
aplazado. Se lo hacía suponer así un telegrama recibido por el enlace de la U.
M. E. en Alicante, en el que valiéndose de la noticia «La tía está peor», el
delegado de la organización en Valencia daba a entender que la sublevación
quedaba aplazada o encontraba grandes dificultades.
José
Antonio me dijo cuenta el conde de Mayalde— que saliera inmediatamente para
Pamplona, con el fin de suplir un viaje que debió realizar Rafael Alberola,
quien a última hora hubo de suspenderlo. Me entregó una carta muy cariñosa para
el general Mola, en la que aludía a la supuesta orden recibida en Alicante para
aplazar el Alzamiento. Apelaba al patriotismo del general y le animaba a que
sin pérdida de tiempo comenzara el Alzamiento, ya que la gravedad de las
circunstancias aconsejaban esta urgencia. De palabra me repitió lo que en la
carta quedaba escrito, insistiendo mucho en ello, pues José Antonio estaba
convencido de que cada minuto de inacción después del asesinato de Calvo Sotelo
era ventajoso para el Gobierno. «Dile —repetía José Antonio— que siempre oí decir
a mi padre que si se retrasa una hora, su golpe de Estado hubiese fracasado.»
El conde
de Mayalde sale acto seguido para Madrid, y una vez cumplidos los encargos que
le confió José Antonio y de recoger unos documentos que le entrega Serrano
Suñer para Mola, continúa su viaje a Pamplona. El general comenta la carta de
José Antonio con estas palabras: «Estoy en absoluto conforme. Un enlace mío va
camino de Alicante y lleva órdenes concretas para la guarnición y la fecha en
que habrá de sublevarse.»
El mismo
día 15 visita a José Antonio su pasante, Manuel Sarrión. Éste será portador de
las últimas instrucciones del encarcelado para Rafael Garcerán. Le pide que a
la primera noticia de la sublevación en Alicante, le procure por todos los
medios un avión de la Compañía Comercial L. A. P. E., para que pueda
trasladarse a Madrid. Ordena que los falangistas salgan a la calle con la tropa
y nombra aquellos edificios públicos sobre los cuales se debe actuar en el
primer momento. Incluye también un manifiesto, que lleva fecha del 17 de julio,
lo cual induce a pensar que el enlace de Mola había logrado pasar a José
Antonio la fecha del Alzamiento. El manifiesto carece de aquella viveza y
perfección características del estilo de José Antonio :
«Un grupo de españoles, soldados unos y otros hombres civiles, que no quieren asistir a la total disolución de la Patria, se alza hoy contra el Gobierno traidor, inepto, cruel c injusto que la conduce a la ruina. «Llevamos
soportando cinco meses de oprobio. Una especie de banda facciosa se ha adueñado
del Poder. Desde su advenimiento, no hay hora tranquila, ni hogar respetado, ni
trabajo seguro, ni vida resguardada. Mientras una colección de energúmenos
vocifera —incapaz de trabajar— en el Congreso, las casas son profanadas por la
policía —cuando no incendiadas por las turbas—, las iglesias entregadas al
saqueo, las gentes de bien encarceladas a capricho por tiempo ilimitado; la Ley
usa dos pesos desiguales: uno, para los del Frente Popular; otro, para los que
no militan en él. El Ejército, la Armada, la Policía son minados por agentes de
Moscú, enemigos jurados de la civilización española; una Prensa indigna
envenena la conciencia popular y cultiva todas las peores pasiones, desde el
odio hasta el impudor; no hay pueblo ni casa que no se halle convertido en un
infierno de rencores; se estimulan los movimientos separatistas; aumenta el
hambre, y, por si algo faltara para que el espectáculo alcanzase su última calidad
tenebrosa, unos agentes del Gobierno han asesinado en Madrid a un ilustre
español, confiado al honor y a la función pública de quienes le conducían. La
canallesca ferocidad de esta última hazaña no halla par en la Europa moderna, y
admite el cotejo con las más negras páginas de la checa rusa.
Este es
el espectáculo de nuestra Patria en la hora justa en que las circunstancias del
mundo la llaman a cumplir otra vez un gran destino. Los valores fundamentales
de la civilización española recobran, tras siglos de eclipse, su autoridad
antigua. Mientras otros pueblos que pusieron su fe en un ficticio progreso
material ven por minutos declinar su estrella, ante nuestra vieja España,
misionera y militar, labradora y marinera, se abren caminos esplendorosos. De
nosotros los españoles depende que los recorramos. De que estemos unidos y en
paz, con nuestras almas y nuestros cuerpos tensos en el esfuerzo común de hacer
una gran Patria. Una gran Patria para todos, no para un grupo de privilegiados.
Una Patria grande, unida, libre, respetada y próspera. Para luchar por ella
rompemos hoy abiertamente contra las fuerzas enemigas que la tienen
secuestrada. Nuestra rebeldía es un acto de servicio a la causa española.
Si
aspirásemos a reemplazar un partido por otro, una tiranía por otra, nos
faltarla el valor —prenda de almas limpias— para lanzarnos al riesgo de esta
decisión suprema. No habría tampoco entre nosotros hombres que visten uniformes
gloriosos del Ejército, de la Marina, de la Aviación, de la Guardia Civil.
Ellos saben que sus armas no pueden emplearse al servicio de un bando, sino al
de la permanencia de España, que es lo que está en peligro. Nuestro triunfo no
será el de un triunfo reaccionario ni representará para el pueblo la pérdida de
ninguna ventaja. Al contrario: nuestra obra será una obra nacional, que sabrá
elevar las condiciones de vida del pueblo —verdaderamente espantosas en algunas
regiones—, y le hará participar en el orgullo de un gran destino recobrado.
«¡Trabajadores,
obreros, intelectuales, soldados, marinos, guardianes de nuestra Patria:
sacudid la resignación ante el cuadro de su hundimiento y venid con nosotros
por España: Una, Grande y Libre! ¡Que Dios nos ayude! ¡Arriba España! —
Alicante, 17 de julio de 1936 —. José Antonio Primo de Rivera.»
El jefe
de Falange terminaba así sus instrucciones: «Este es el momento único. De lo
contrario, todo quedará otra vez en palabras.» El mensaje revela la ansiedad
que devoraba a José Antonio en aquellas horas inciertas y graves, en que el
jefe de la Falange espera y teme todo.
Corren
los agentes y enlaces de Mola hacia sus destinos, portadores del gran secreto:
la orden y día del Alzamiento. El general ha dispuesto para el grave momento
cuanto está a su alcance prevenir y preparar. Aún le espera la prueba más dura
y amarga. Su hermano, el capitán Ramón, huésped de Capitanía, reintegrado a su
puesto en Barcelona, después de corta permanencia en Pamplona, se presenta de
nuevo (17 de julio). Llega desolado, con las peores noticias. En la capital
catalana la partida está perdida antes de comenzar. Su única misión es
aconsejarle que aplace el Alzamiento o renuncie a él, porque allí el fracaso es
seguro. El general sabe dominar la aflicción que le producen tan desalentadoras
palabras. Le responde: «Todo está decidido y no se puede esperar más. Vuelve a
tu puesto. No dudo que sabrás defenderlo y cumplir con tu deber.» Por la noche,
el capitán Ramón Mola regresa a Barcelona, a su puesto. En él le esperaba la
muerte dos días después.
Franco en
Canarias previene y dispone lo tocante al Alzamiento en el Archipiélago. Sigue
al día los preparativos en la península. Los mensajes en clave del teniente
coronel Galarza son frecuentes. El 11 de mayo fondea en Santa Cruz de Tenerife
una división naval mandada por el almirante Francisco Javier de Salas, con
quien el general conversa discretamente en una fiesta en honor de los marinos
celebrada en la Comandancia General. El almirante se duele del espíritu de
subversión e indisciplina de las tripulaciones. No se podrá contar con la
colaboración de la Marina.
En
contraste y con motivo de una concentración de tropas de las distintas plazas
de la isla de Tenerife en el monte de La Esperanza, los jefes, oficiales y
suboficiales obsequian al general Franco (17 de junio) con una frugal comida
campestre. Sin discursos. «La reunión —dice el teniente coronel de Estado Mayor
González Peral, testigo de aquel acto— cobró por sí misma el único significado
que podría tener en aquellas circunstancias. Los reunidos quedaron juramentados
para cumplir el deber que les señalaría aquel caudillo hermético».
A fines
de junio llega a Santa Cruz de Tenerife el comandante de Estado Mayor Bartolomé
Barba, dirigente principal de la U. M. E. Es portador de instrucciones y
noticias de los generales comprometidos. Dos viajes a la capital tinerfeña ha
realizado Serrano Suñer, cuñado del general Franco y enlace de la Junta de
Madrid. El 14 de julio llega José Antonio de Sangróniz,
quien «entrega a Franco su pasaporte de diplomático, por si le fuese necesario
al general en el azaroso viaje que iba a emprender».
El avión
que había de trasladar a Franco desde Canarias a Marruecos aterriza en la tarde
del 15 de julio en el aeródromo de Gando, en Las Palmas. Es un bimotor «Dragón Rapide», siete plazas que ha contratado a la Olley Airways Company de Croydon el corresponsal de A B C
en Londres, Luis A. Bolín, por encargo del propietario del periódico, marqués
de Luca de Tena, a instancias del general de Aviación Alfredo Kindelán. Ha
intervenido como asesor en la negociación el inventor del autogiro Juan de la
Cierva. Refiere Bolín que recibió «dos mil libras esterlinas, que alguien puso
a mi disposición para cubrir el costo completo del viaje y los gastos
incidentales». Unas páginas antes, Bolín cuenta que Luca de Tena al
encomendarle la gestión le había dicho: «Un español llamado Mayorga te
facilitará el dinero preciso; trabaja en la City, en la Banca Kleinwort.» Tripula el aparato el capitán Cecil W. H. Bebb,
piloto de brillante historial, auxiliado por un mecánico, y son pasajeros
además del corresponsal Bolín el comandante Hugo B. C. Pollard,
perito de armas, su hija Diana y la amiga de ésta, Dorothy Watson (. Todos, viajeros circunstanciales que aceptaron la invitación para
realizar un viaje de recreo, ignorantes de la verdadera razón del vuelo y del
riesgo que entrañaba la aventura.
Se
plantea el problema de buscar un pretexto para el viaje de Franco a Las Palmas,
donde se halla el avión, cuando se recibe la noticia (16 de julio) de la muerte
del comandante militar de aquella isla, general Amado Balines, ocurrida al
probar unas pistolas en el Campo de Tiro. La asistencia al entierro justifica
el viaje del Comandante Militar de Tenerife en cualquier ocasión y tiempo. A
media noche, el general Franco con su esposa e hija embarca en el vapor «Viera
y Clavijo» rumbo a Las Palmas.
El
entierro del general Balmes se celebró por la mañana. Durante la tarde y la
noche, el general Franco recibe en el Hotel Madrid, donde se hospeda, las
visitas del general Orgaz y de varios jefes de la guarnición isleña. Tema único
de las conversaciones ¿podía haber otro?, el Alzamiento, que en la calle era
rumor palpitante, respirado con el aire, pues por misteriosas ondas e hilos
llegaban desde la distante península los latidos de la emoción e inquietud que
allá desasosegaban. Como en el curso de las conversaciones se hiciesen
pronósticos optimistas sobre el esperado acontecimiento, Franco enfrió el
entusiasmo de quienes se figuraban la empresa fácil y rápida. «Si el golpe
militar fracasa —dijo—, sobrevendrá la guerra, que podrá ser encarnizada y
larga, pues los enemigos son muchos y poderosos.»
A
medianoche se retira el general a descansar y a las tres de la madrugada es
despertado por sus ayudantes, para informarle de que en la Comandancia de
Tenerife se ha recibido la noticia de la sublevación del Ejército de África.
Allí acaba el sueño. Franco se traslada a la Comandancia y llama a Tenerife
para ordenar al coronel de Estado Mayor González Peral que ponga en ejecución
el plan del Alzamiento en aquella isla. La Comandancia de Las Palmas se anima
con la llegada de jefes y oficiales, desvelados por la sensacional nueva, y
prontos a cumplir la misión que tienen confiada. A las cinco de la mañana
Franco firma el bando declarando el estado de guerra en todas las islas.
Durante varias horas asistido por sus colaboradores, atiende con minuciosidad
cuantos problemas e incidentes surgen relacionados con el funcionamiento de los
servicios de la ciudad y de varias localidades, interrumpidos por la huelga
general declarada por la Casa del Pueblo, y dispone lo concerniente para
prevenir las posibles contingencias. «No quiero dejar papeletas a mi espalda»,
exclama. Entregado afanosamente a la labor le sorprende la hora de la partida.
Su Rubicón.
El coche
aguarda. A punto de arrancar, al veterano y fiel guardia civil de su escolta,
Miró Mestres, le encarga diga a la esposa «que he salido a dar una vuelta y
regresaré pronto». A los que le rodean les despide con estas palabras:
«Disciplina, disciplina, disciplina. Fe, fe y fe.» El automóvil parte en
dirección al antiguo embarcadero de San Telmo, donde le espera un remolcador
para trasladarle a la ensenada próxima al aeródromo de Gando. Un bote le
aproxima al aeródromo, donde posa el «Dragón Rapide».
El piloto Bebb se adelanta a saludar al para él misterioso viajero. Todo está
a punto. Con el general suben al avión su ayudante el teniente coronel
Francisco Franco Salgado y el capitán aviador Villalobos. El general dice a
quienes le despiden: «Fe ciega en el triunfo».
El
«Dragón Rapide» despega a las dos y diez minutos del
día 18, hace escala en Agadir y llega a las nueve de la noche a Casablanca. Al
amanecer del siguiente día reanuda el vuelo en dirección a Tetuán. «Franco se
había quitado el bigote para alterar en cierto modo su fisonomía». «Llevaríamos
media hora de vuelo —cuenta Bolín, que embarcó en el avión en Casablanca, donde
aguardaba desde el viaje anterior—, cuando el general, seguro de que había
quedado atrás la zona francesa, se despojó del traje gris oscuro que había
traído y lo sustituyó por su uniforme de campaña... ¡Había llegado la hora!».
Para la
mejor comprensión de los hechos conviene decir cómo y dónde saltó el primer
chispazo de la sublevación. Fue en un pequeño edificio de las afueras de
Melilla, oficinas de la Comisión de Límites de África, convertido en centro de
conspiración. En las primeras horas de la tarde del 17 de julio coinciden allí
los tenientes coroneles Juan Seguí Almuzara, Darío
Gazapo y Maximino Bartoméu; los capitanes Medrano,
Cano y García Alled y otros oficiales. Según lo
convenido, en la Comisión de Límites se recibirá el aviso de comienzo del
Alzamiento en Tetuán y Ceuta y al punto se pondrá en ejecución el plan
concerniente a la circunscripción de Melilla. La hora señalada es las cinco de
la tarde. El 17, a las 17 rezaba la consigna.
En tanto
llega ese momento se intercambian por teléfono palabras de alerta con los
agentes en cuarteles, campamentos y puestos, se revisan instrucciones y se
sacan copias mecanográficas del bando que declara el estado de guerra. El
fuerte calor y la ansiedad que a todos los reunidos domina, tiene a los
organismos en un estado febril. Saben que falta una hora, acaso menos, para que
se abran las puertas que conducen a los aventurados y peligrosos caminos de la
rebeldía. La tropa de servicio en el edificio se compone del teniente de
Ingenieros Sánchez Suárez de un sargento y de diez soldados del Equipo
Topográfico.
Por una
confidencia, el general Romerales, comandante general de Melilla; conoce la
actividad conspiratoria a que se entregan los congregados en la Comisión de
Límites, y en el acto ordena al delegado gubernativo Benet que sin pérdida de
tiempo ordene un registro en el edificio. El general, obeso y congestivo, «el
más grueso de los generales españoles», respira con dificultad, agobiado por el
calor de horno de aquellas horas. Son poco después de las cuatro de la tarde
cuando se presentan en la Comisión de Límites agentes de policía, y un oficial
con diez guardias de Asalto. Mientras unos guardias rodean el edificio, el
oficial con una escolta de dos números y varios policías entra en las oficinas.
Gazapo entabla diálogo con el jefe de la Fuerza sobre el carácter de la misión
que se le ha confiado, cuya licitud pone en duda, y llama al propio general
Romerales para verificar la autenticidad de la orden de registro. En tanto
discurren estas conversaciones, un oficial avisa a las Oficinas de la Legión, muy
próximas, y requiere al jefe del puesto, un sargento, para que con los soldados
a sus órdenes, en total veinte, acudan presurosos en su auxilio. A los pocos
minutos aparecen los legionarios con los fusiles apercibidos para hacer fuego.
El oficial de los guardias de Asalto, que no está dispuesto a resolver la
cuestión por la tremenda, ordena a su gente la retirada.
Los
conjurados se consideran descubiertos y creen llegado el momento de tomar la
decisión tajante, sin esperar la hora convenida. Funcionan los teléfonos y se
transmiten órdenes. En pocos minutos toda la Circunscripción Militar de Melilla
se conmoverá como tocada por el rayo y los acontecimientos se sucederán igual
que las explosiones de una traca.
El
coronel Luis Solans con el teniente coronel Juan
Seguí Almuzara y el comandante Luiz Zanón se presentan en la Comandancia Militar y
conminan al general Romerales a que resigne el mando, y tras corta y agria
discusión, porque los términos en que plantean los jefes la cuestión son
perentorios, el general comprende la inutilidad de toda resistencia. Desde la
Comandancia se transmite la noticia de la instauración de un nuevo Mando a los
agentes más caracterizados de las dos zonas. El comandante Bartoméu al frente de cincuenta soldados de la Legión y Regulares, da lectura en las
calles de Melilla al bando de la declaración del estado de guerra, que empieza
con estas palabras: «Francisco Franco Bahamonde, general jefe de las Fuerzas de
Marruecos, hago saber...» Tropas del Tercio y de Regulares afluyen sobre la
ciudad y reducen con rapidez algunos brotes de revuelta callejera y un intento
de resistencia en el Batallón de Ametralladoras.
Poco
después de las siete de la tarde el general Gómez Morato, avisado desde Madrid
de la anormalidad que en el Ministerio han advertido en sus comunicaciones con
la zona oriental, se traslada en avión desde Larache, donde accidentalmente se
encontraba, a Melilla, y es detenido en el momento de pisar tierra en el aeródromo
de Tauima. A las nueve de la noche el coronel Solans envía el siguiente mensaje: «Jefe Circunscripción
Melilla a Comandante General Canarias. Este Ejército, levantado en armas, se ha
apoderado en la tarde de hoy de todos los resortes del Mando en este
territorio. La tranquilidad es absoluta. ¡Viva España!-Coronel Solans.»
En la
zona occidental los sucesos se desarrollan a partir de las primeras horas de la
noche al mismo acelerado ritmo. El coronel Eduardo Sáenz de Buruaga ocupa la
Alta Comisaría y la Comandancia General de Tetuán; el teniente coronel Juan
Beigbeder la Delegación de Asuntos Indígenas; el coronel Yagüe domina la
ciudad de Ceuta sin disparar un solo tiro; legionarios de la Quinta Bandera del
campamento del Zoco el Arbáa de Beni Hassan, mandados
por el comandante Castejón, reducen, tras breve lucha, la resistencia en el aeródromo
de Sania Ramel. En Larache,
las fuerzas encargadas de ocupar la central de Correos y el edificio de
Teléfonos son tiroteadas, y mueren los tenientes Jacobo Boza y Francisco
Reinoso.
A las
nueve de la noche se declara el estado de guerra en Tetuán. Todo el territorio
del Protectorado de Marruecos está bajo el dominio de los sublevados, realidad
que las radios del Protectorado se encargan de difundir con alborozo. Sin
embargo, en Madrid las referencias oficiales insisten en ocultar la verdad y en
reducir el Alzamiento de África a una insignificante cuartelada a punto de ser
reprimida.
A partir
del 13 de julio de 1936, la creencia de que van a suceder cosas tremendas y
transcendentales está en el ambiente. El español se ve envuelto en un
torbellino enloquecedor de emociones dramáticas. Una sola pregunta en todos los
labios: ¿Qué va a pasar? El fuerte calor del verano contribuye al enervamiento
de las gentes, sobresaltadas por los continuos rumores de próximos terribles
sucesos. Es la época del tradicional éxodo hacia playas y montañas, pero este
año son tantos los presagios de desgracias que muchas familias resuelven no
salir, a fin de afrontar unidas lo que sobrevenga.
Las
calles de Madrid, semidesiertas durante las horas de
sol abrasador, conforme avanza la noche caliginosa se animan con la presencia
de jóvenes, muchos con pistolas al cinto: todos lucen camisa roja o azul pálido
y corbata roja, el uniforme de milicianos marxistas. Se sitúan en las
bocacalles, en las esquinas de las plazas, en las cercanías de cuarteles,
cárceles y ministerios, alguno de los cuales, el de la Guerra, les abre
confiadamente las puertas para que monten guardia en sus jardines. La Milicia
Motorizada socialista escolta a las camionetas de Asalto en servicio de
vigilancia por los alrededores de la capital.
Otros
milicianos secundan a la Policía, que en cuarenta coches va de aquí para allá
dedicada a practicar registros y detenciones. Decaídas o derogadas las
garantías ciudadanas, es cosa corriente el allanamiento de moradas, el
minucioso registro, y, como epílogo de estos abusos, el secuestro del padre o
del hijo, acusados de fascistas o de enemigos del régimen, que entre gritos,
llantos y súplicas de los familiares, desaparecen en las tinieblas del terror.
Miles de madrileños que sienten próximas las pisadas de los esbirros viven
desvalidos y huidizos, buscadores anhelantes de un rincón donde ocultarse. La
vida ha perdido toda amabilidad y es sólo zozobra y espanto. Igual que en
Madrid sucede en Barcelona y en casi todas las ciudades y en muchos pueblos, pues
la movilización de milicias rojas es general y las consignas se cumplen con
celo y eficacia revolucionarias.
* * *
Hacia las
seis de la tarde del 17 de julio se reciben en Madrid noticias confusas de
Melilla y de Tetuán sobre sucesos extraños. Ciertos jefes militares y algunos
diputados socialistas y comunistas que acuden al Congreso dicen saber de manera
imprecisa que en las guarniciones de África se advierte una actividad
sospechosa. Donde están enterados es en los Ministerios de la Guerra y de la
Gobernación, pero en uno y otro desmienten que se haya producido nada anormal.
Á media noche, la verdad rompe los diques con que la censura la amordazaba. El
rumor de la sublevación del Ejército de Marruecos está en las calles. La incomunicación
con las plazas africanas es absoluta. El Comité Nacional del partido
socialista, convocado con toda urgencia, ordena que los diputados salgan para
sus respectivas provincias para organizar la huelga revolucionaria al primer
conato de rebeldía.
Por fin,
a las ocho y media de la mañana del 18, habla el Gobierno, y por una breve nota
difundida por radio hace saber que «se ha frustrado un nuevo intento criminal
contra la República. El Gobierno no ha querido dirigirse al país hasta tener
conocimiento exacto de lo sucedido y disponer las medidas para combatirlo».
«Una parte del Ejército que representa a España en Marruecos se ha sublevado en
armas contra la República, realizando actos vergonzosos contra el Poder
nacional. El Gobierno declara que el movimiento está circunscrito a
determinadas ciudades del Protectorado, y que nadie, absolutamente nadie, se ha
sumado en la Península a tan absurdo intento. Por el contrario, los españoles
han reaccionado unánimemente y con la más profunda indignación contra esa
tentativa, frustrada en su nacimiento.» «El Gobierno —continúa la nota— se
complace en manifestar que buenos grupos de elementos locales resisten frente a
los sediciosos en las plazas del Protectorado, defendiendo con su prestigio al
Ejército y la autoridad de la República. En este momento, las fuerzas de aire,
mar y tierra, salvo la triste excepción señalada, permanecen fieles en el
cumplimiento de su deber y se dirigen contra los sediciosos para reducir este
movimiento insensato y vergonzoso. El Gobierno de la República domina la
situación y afirma que no tardará muchas horas en dar cuenta al país de estar
aplastada la rebelión.»
La
declaración peca de ambigua. La gente sabe ya mucho de lo que la referencia
oficial calla. ¿De dónde salen y cómo se filtran las noticias que conceden
tanta gravedad e importancia a lo que sucede? ¿Es el simple convencimiento de
que tiene que ser así, porque no se concibe, dada la situación, una parodia o
conato de sublevación, sino un estallido fenomenal y terrible?
A las dos
de la tarde, otro comunicado: «De nuevo habla el Gobierno para confirmar la
absoluta tranquilidad en toda la Península. Gracias a las medidas de previsión
que se han tomado por parte de las autoridades puede considerarse desarticulado
un amplio movimiento de agresión a la República, que no ha encontrado en la
Península ninguna asistencia, y sólo ha podido conseguir adeptos en una fracción
del Ejército que la República española mantiene en Marruecos. El Gobierno ha
tenido que tomar en el interior radicales y urgentes medidas, ya conocidas la
unas y culminando las otras en la detención de varios generales, así como de
jefes y oficiales comprometidos en el movimiento. Estas medidas, unidas a las
órdenes cursadas a las fuerzas que en Marruecos trabajan para dominar la
sublevación, permiten afirmar que la acción del Gobierno será suficiente para
restablecer la anormalidad. Para que la opinión no se desvíe conviene que la
gente sepa que la radio Ceuta, de la que se apoderaron los elementos facciosos,
da noticias simulando ser la radio de Sevilla, de cosas, que dice, ocurridas en
Madrid y en el resto de España, cuando, como es público y notorio, la
normalidad es absoluta.»
La
incredulidad de la gente cada vez es mayor, y como no se concede ningún crédito
a las referencias oficiales, se busca la información por otros cauces. Una ola
de rumores disparatados invade las calles, según los cuales la insurrección se
propaga por toda España como incendio devastador. «Continúan —dice un
comunicado radiado a las cinco y media de la tarde — los elementos enemigos del
Estado propalando rumores y noticias falsas. La adhesión de todas las fuerzas
al Gobierno es general en toda España. Solamente en Marruecos continúan
determinados elementos del Ejército en su actitud hostil a la República. La
emisora de radio de Ceuta trata de producir alarma, anunciando que barcos
ocupados por rebeldes se dirigen a la Península. Estas noticias son absolutamente
falsas. Por el contrario, la escuadra marcha hacia los puertos africanos, sin
encontrar oposición en el cumplimiento de las órdenes de restablecimiento de la
paz, que pronto será conseguida.»
Del
conjunto de negativas oficiales sale una realidad positiva: chispas de la
rebeldía han saltado y prendido en la Península. Focos de insurrección han
surgido en varias provincias, conforme a un plan convenido. A las siete y
veinte el Ministerio de la Gobernación dice: «Continúan todas las provincias
españolas en absoluta obediencia al Gobierno de la República. Algunos núcleos
donde se iniciaba cierta inquietud han reaccionado rápidamente y se ponen
decididamente al lado del Gobierno, que confía en que la subversión quede
localizada a sus pequeños focos actuales. En Sevilla, donde se declaró de una
manera facciosa el estado de guerra por el general Queipo de Llano, se
produjeron actos de rebeldía por elementos militares, que fueron repelidos por
las fuerzas al servicio del Gobierno. En estos momentos ha entrado ya en la
ciudad un regimiento de Caballería al grito de ¡Viva la República! El resto de
España continúa fiel al Gobierno, que domina en absoluto la situación.»
El
vecindario madrileño, agobiado por el fuego solar y la fatiga de tantas
emociones, ansía saber de una vez lo que sucede para proceder en consecuencia.
La información oficial insiste en presentar la rebeldía como una cuartelada
insignificante aplastada en el momento de producirse, mas a cada hora descubre
nuevos campos de inquietud y de erupción. Si en Sevilla, según el comunicado de
las nueve de la noche, «las autoridades legítimas tienen a raya a los
sediciosos» y el gobernador con las fuerzas a sus órdenes y la población
«realizan una admirable defensa de la República», en Las Palmas, la capital de
la isla canaria, «el gobernador con las fuerzas de la Guardia Civil y de Asalto
resiste, aunque la población está tomada militarmente».
La que
aclara algo que se oculta tras el telón de la prosa oficial es la diputado
comunista Dolores Ibarruri, «La Pasionaria», en una
alocución radiada a las diez de la noche, y que difunden las emisoras de
Madrid. «Todos en pie, dispuestos a defender la República —grita con acentos
desesperados—. En Marruecos y Canarias se sigue luchando con entusiasmo y coraje.»
Llama al combate a los comunistas, socialistas, sindicalistas y republicanos.
A los jóvenes, a las mujeres, a los soldados y trabajadores de todas las
tendencias. A los pueblos de Vasconia y Cataluña... «El partido comunista os
llama a todos a la lucha, para ocupar un puesto para aplastar definitivamente a
los enemigos de la República.» El lema debe ser: ¡No pasarán! Cierra la arenga
con vivas al Frente Popular a la unión de todos los antifascistas y a la
República del pueblo.
A partir
de este momento las gentes tienen una visión nueva de la situación. La rebeldía
no está aplastada y vencida, como proclama el Gobierno, sino en plena
expansión. Y ¿no es bien significativo el hecho de que sea una diputado
comunista y no el presidente del Consejo o uno de sus ministros el primero en
llamar a los españoles a pelear contra los sublevados? ¿No parece que el
Gobierno enajena su autoridad y traspasa la dirección y el mando político al
partido comunista?
El ex
director de El Socialista, Julián Zugazagoitia, en su libro Historia de la
guerra de España, cuenta lo que ocurría en la intimidad gubernamental. Casares
Quiroga, presidente del Consejo y ministro de la Guerra, «había pasado, si no
del optimismo, sí de la más indomeñable confianza a una crisis rayana en la
pérdida de juicio». «Sus reacciones ante las noticias de nuevas adversidades
estaban tan faltas de serenidad como sobradas de violencia.» Añade el citado
autor: «La persona que nos proporcionaba los informes de lo que sucedía en el
Palacio de Buenavista estaba atribulada. Aquel Ministerio, me decía, es una
casa de locos, y el más furioso de todos es el ministro. No duerme, no come,
grita y vocifera como un poseído. Su aspecto me da miedo y no me sorprendería
que en uno de sus muchos accesos de furor se cayera muerto con el rostro
crispado por la última rabia no manifestada.»
Convocados
para una reunión extraordinaria, los ministros se reúnen a las cuatro y media
de la tarde del 18 de julio en el Ministerio de la Guerra. Asisten también el
presidente de las Cortes, Martínez Barrio; el secretario de la U. G. T., Largo
Caballero, y los miembros de la Comisión Ejecutiva socialista. Por la noche el
Presidente de la República firma una serie de decretos en virtud de los cuales
«se anula el estado de guerra declarado en las plazas de Marruecos, Península,
Baleares y Canarias, quedando sujetos a la máxima responsabilidad los autores
de las medidas, relevando de la obediencia a esta disposición a las fuerzas
militares de dichas plazas». Otro decreto declara «licenciadas las tropas y los
cuadros de mando que se han colocado frente a la legalidad republicana» y
disueltas las unidades del Ejército que han tomado parte en el movimiento
insurreccional. Otras disposiciones dejan suspenso en el cargo de Inspector
General de Carabineros al general de División don Gonzalo Queipo de Llano; cesan
en el mando de la Primera División Orgánica el general don Virgilio Cabanellas,
en la Comandancia General de Canarias el general don Francisco Franco, en el
mando de la Undécima Brigada de Infantería don Gonzalo González de Lara. Se
dispone el nombramiento de inspector general de División del general don Manuel
Núñez de Prado, sin perjuicio del desempeño de la Dirección General de
Aeronáutica.
Los
acuerdos del Consejo de ministros son pruebas acabadas de la profundidad e
importancia del Alzamiento militar. Ya no hay duda de que la rebeldía se
propaga de una provincia a otra y de que en cualquier momento se encenderá en
Madrid. La expectación nerviosa se traduce en una actividad frenética de las
organizaciones revolucionarias y de los partidos del Frente Popular. Los
Comités Nacionales respectivos ordenan a socialistas y comunistas que se
preparen «ahora mismo para todas las contingencias de una lucha en la calle».
Cada militante debe concentrarse en el local de la organización más inmediato
«y quedar a la espera de la orden de actuar, que les será dada tan pronto como
esa consigna sea necesaria. Nadie pida palabras inútiles, ni por su parte haga
gestos innecesarios, pues la lucha puede ser a muerte y hay que acumular la
energía de todos para lanzarse como un alud sobre el adversario».
La U. G.
T. ordena «la inmediata declaración de huelga general indefinida hasta que
finalice el movimiento sedicioso en cuantas poblaciones se haya declarado el
estado de guerra». La C. N. T. previene a sus afiliados para que estén atentos
al primer aviso.
El pulso
de Madrid se acelera con la fiebre revolucionaria, a cada instante más alta por
el nervosismo y el presentimiento de sucesos. Nadie duerme en la noche,
bochornosa y asfixiante, del 18 de julio, sin una brizna de aire. Alerta el
oído a los ruidos de la calle y a la radio, que en cualquier momento puede
decir la noticia sensacional esperada o inesperada. Inquieto el espíritu,
advertido de que ya vuelan en el cielo estival las aves fatídicas y agoreras de
la desgracia. ¡Qué noche interminable de tortura!
Hervor de
incesantes entradas y salidas en los Ministerios de la Guerra y de Marina. En
el primero, el general José Miaja, general de la División de Madrid, de
cincuenta y nueve años, y su Estado Mayor tratan de descifrar uno tras otro los
enigmas de cada guarnición y de cada cuartel, todavía sin definirse.
¿Se
sumarán a la rebeldía? ¿Permanecerán fieles a la República? En el Ministerio de
Marina, Giral, asesorado por un Comité improvisado con un comandante, varios
maestres, auxiliares y un cabo, de probado fervor marxista, envía sin cesar
órdenes a los barcos para que se concentren en aguas del Estrecho y bloqueen
las costas africanas. En Gobernación, en los cuarteles de Guardias de Asalto y
Comisarías de Policía, delirante confusión. Todos gritan. La insurrección, que
se considera inmediata en Madrid, debe ser ahogada en el nido. ¿Dónde encerrar
tantos cientos de sospechosos detenidos? Las milicias juveniles marxistas
colaboran en los servicios de vigilancia en torno a los ministerios, cuarteles,
emisoras de radio, Palacio de Comunicaciones y especialmente Palacio de
Oriente, para velar por la seguridad del Presidente de la República, recién
llegado de la residencia de El Pardo. La oficialidad de la Guardia Presidencial
ha sido cribada, y todos los mandos están en manos de total confianza. Seis
ametralladoras defienden la entrada. Respecto a la Guardia Civil, Pozas,
inspector general, afirma «que se mantiene la incondicional adhesión al
Gobierno».
¿Qué hace
la masa innúmera de madrileños que tiene puesta su fe y su ilusión en los
sublevados? Muchos han salido en trenes y coches en cualquier dirección, para
huir de la capital, que huele a mazmorra y a checa y que se hunde en el caos.
Los más temerosos se esconden a la espera de acontecimientos. Los más audaces
se aperciben para enfrentarse con lo que sobrevenga. Los confabulados se
deslizan como fantasmas hacia los lugares señalados, a sabiendas de que el
patriotismo es una credencial para el martirio.
Sin
embargo, Madrid es ya presa madura en las garras de la revolución.
Desorganizada la vida urbana por el conflicto de la construcción, con un
ejército de ochenta mil huelguistas exasperados, movilizadas y en pie de guerra
las legiones de afiliados a las organizaciones revolucionarias, alteradas las
calles por sucios tropeles de patibularios —aves de las tormentas— salidos de
no se sabe qué antros, atraídos por el olor del botín, del saqueo y del
crimen...
Noche terrible entre las más dramáticas que se cuenten en la Historia de la Villa y en la Historia de España ésta del 18 de julio de 1936; resumen de cinco años de discordia, durante los cuales los españoles divididos se odian, combaten y se matan; capítulo final de la Segunda República y prólogo de la más sangrienta guerra civil que ha conmovido y desolado las tierras de España.
FIN.
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