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LIBRO
SEGUNDO
MEMORIA
CRIMINAL DEL PSOE, IU, ERC Y PNV
CAPÍTULO XXIII.LAS CORTES APRUEBAN EL ESTATUTO DE
CATALUÑA
La sublevación del general Sanjurjo no había producido la
unidad revolucionaria, ni siquiera la unidad republicana; pero el Gobierno se
benefició durante algunos meses del crédito de confianza que le otorgaron los
grupos de la oposición: unos con prodigalidad, y otros, por la tácita. Los
gobernantes gozaron de gran libertad de acción, asistidos por unas cortes
condescendientes, dispuestas a refrendar cuantos proyectos fuesen sometidos a
su aprobación.
¡Qué contraste entre aquellos diputados obstinados en cerrar
el paso al Estatuto y a la Reforma Agraria, y éstos de ahora tan sumisos y
complacientes! «parece —decía el diputado García Valdecasas— que se quieren
aprovechar los momentos en que las minorías republicanas, por un sentimiento de
amor a la República, han de estar más cerca del Gobierno, para que se tolere lo
que en otra ocasión sería intolerable.» Lo que antes del 10 de agosto costaba
conseguir un mes de empeñadas discusiones, se despachaba ahora en un pestañeo.
seis meses se necesitaron entonces para poner en franquía nueve artículos del
Estatuto, y, en cambio, después del 10 de agosto, en media docena de días quedó
aprobado todo el proyecto.
El artículo 16, sobre Hacienda, en torno al cual se riñó
dura lucha, por haberse coaligado el grueso de las fuerzas oposicionistas para
impedir su aprobación, no encontró en esta segunda fase otros reparos serios
que los expuestos por el señor Alba (30 de agosto de 1932) ante una Cámara
semivacía, a la que inútilmente se llamaba a la reflexión antes de enajenar
una de las facultades soberanas de la Constitución, al autorizar a Cataluña
para establecer impuestos por tiempo ilimitado. El Jefe del Gobierno
tranquilizó a los alarmados: «La Hacienda de la Generalidad será elástica y la
concesión de impuestos se hará a tenor de las circunstancias.» Se determinaba
el carácter variable del título de Hacienda del Estatuto: una revisión
periódica ordinaria y otra legislativa. «Está previsto —añadía Azaña— el equilibrio
entre los impuestos de la Generalidad y los de la República.» Lo importante era
«liquidar cuanto antes esta cuestión del Estatuto para impedir que en torno a
ella se reproduzca la agitación política». Esto era lo que en realidad
preocupaba. El artículo quedó aprobado el 1.° de septiembre, y en la sesión
siguiente, y en menos de una hora de discusión, el artículo 17, segundo y
último del título referente a la Hacienda. Faltaban sólo dos artículos para
rematar la discusión del Estatuto cuando la minoría radical acordó «por
absoluta unanimidad y en interés de la República, votar afirmativamente los
proyectos del Estatuto y de la Reforma Agraria». Con este refuerzo, el Gobierno
se sintió vigorizado y se prometió una feliz y larga navegación.
A la vez que el Estatuto, las Cortes dispensaban su atención
a las bases del proyecto de Reforma Agraria, que avanzaba fácilmente, y a otros
proyectos de ley: uno, sobre reclutamiento y ascensos de la oficialidad del
Ejército, y otro sobre jubilación de los funcionarios de las carreras judicial
y fiscal. Una sola sesión (6 de septiembre) bastó para la aprobación del
proyecto de ley de Bases, para la modificación del Código penal de 1870,
conforme a la propuesta de la Comisión de Justicia, presidida por Jiménez Asúa.
Inmovilizado dicho proyecto desde el mes de junio, se presentaba ocasión óptima
para darle salida. La Base VI de la reforma suprimía la pena de muerte, y en
vez de las de cadena y de reclusión perpetua se establecía la de reclusión
mayor, que alcanzaba a veinte años. «La República Española —advertía Ossorio y
Gallardo— está aún en trance de tener que defenderse durante mucho tiempo.
Tengo que recordar que la primera República cayó por no aplicar la pena de
muerte.» Además, consideraba obra incivil y antidemocrática que la pena de
muerte, eliminada del Código penal, se mantuviese en los Códigos militares.
Jiménez Asúa explicó cuáles eran los propósitos de los socialistas en este
terreno: «Estamos persuadidos de que es preciso ir hacia una nueva meta en el
orden penal. La pena de muerte sólo tiene eficacia cuando se aplica como
eliminación en grandes hecatombes, como se hace en los países orientales; pero
eso no es posible hacerlo en los nuestros.» Anunciaba también que a expensas
del nuevo concepto constitucional de la propiedad se creaba un delito: el de
abuso por parte del propietario. Con la aceptación de dos enmiendas de la
diputado Clara Campoamor, quedó suprimido el delito de adulterio y equiparado
éste al amancebamiento.
El proyecto de ley relativo al destino que debía darse a los
bienes de la disuelta Compañía de Jesús se aprobó rápidamente (7 de
septiembre). Pedía el diputado agrario Casanueva respeto para los títulos de
propiedad anteriores al 14 de abril de 1931 y reintegro de los mismos a sus
propietarios cuando éstos no pertenecieran a la Compañía. En el mismo sentido
se expresó Ossorio y Gallardo. «Ésta es una cuestión resuelta — replicó Azaña—.
Si un señor ha cedido su propiedad a la Compañía para fines docentes, el Estado
necesita ahora esos bienes para los mismos fines y se los paga. La conciencia
católica —concluyó Azaña— no tiene por qué padecer con esto.»
El artículo 18 sobre modos de reformar el Estatuto, por
iniciativa de la Generalidad, mediante referéndum de los Ayuntamientos, y por
iniciativa del Gobierno de la República, a propuesta, en este caso, de la
cuarta parte de los votos de las Cortes, más una disposición transitoria con
las normas a que debía de ajustarse el inventario de bienes y derechos,
adaptación de los servicios que pasaban a la competencia de la Generalidad,
fueron aprobados (8 de septiembre), y al día siguiente lo fue el proyecto de
Bases de la Reforma Agraria, por 318 votos contra 19. Votaron en contra los
conservadores y Al Servicio de la República, los regionalistas y el comunista
Balbontín. Con sorpresa de muchos, Maura y Santiago Alba dieron sus sufragios
al proyecto. A continuación se aprobó el Estatuto de Cataluña por 324 votos
contra 27. Los votos negativos fueron de los diputados conservadores,
Agrupación al Servicio de la República, agrarios y Sánchez Román. En cambio,
Maura, Alba, Ossorio y Gallardo y Unamuno votaron a favor. «Yo soy —explicó
Alba—, ante todo, hombre de Gobierno.» El resultado de la votación fue acogido
con grandes ovaciones. Los diputados catalanes hicieron patente su satisfacción
con demostraciones estentóreas. A los «¡Visca Catalunya!» de los más
gubernamentales, respondió Companys con un «¡Viva España!» Abundaron las
escenas de efusión y de fraternidad republicana. Algunos diputados se precipitaron
hacia el banco azul para abrazar a Azaña. «El Estatuto —dijo Companys— es lo
que más obliga a Cataluña con el resto de España y afirmará el españolismo de
los catalanes.» En aquel momento febril y de arrobamiento propicio a las
expansiones de entusiasmo, el diputado Hurtado, ardiente nacionalista,
manifestó: «Las Cortes Constituyentes han dado al mundo y para el mundo una
nueva fórmula de Derecho público. El Estatuto de Cataluña pasará al estudio de
todos los hombres de Derecho, dará la vuelta al mundo y tendrá inevitables
repercusiones en múltiples Estados modernos, sobre todo en los tiempos
inmediatos, en que la tendencia más o menos trascendente a una federación
universal obligará a los Estados a tener libres las manos para cumplir sus
nuevas leyes de convivencia internacional, asegurando la solidez de su
constitución interna, que no se consigue por la coacción de una unidad
impuesta, sino por la solidaridad nacional entre pueblos libres.»
Entendían los partidarios apasionados del Estatuto que eran
autores de una obra gigantesca, sin precedentes, insólita en la Historia, y que
desde aquel momento comenzaba, no sólo para Cataluña, sino para toda España, un
nuevo entendimiento de la política e incluso de la vida. Tan pronto como se
supo la noticia en Barcelona, Maciá se apresuró a difundir por medio de la
radio «la llegada de aquella hora por la que hace siglos suspirábamos». «Este
Estatuto —dijo—, a pesar de no ser el reclamado, nos da facultad para la
creación de nuestro Gobierno autónomo; facultad que podrá ser ampliada a medida
que lo exijan nuestras necesidades.»
Barcelona y toda Cataluña se vistieron de fiesta para
celebrar la gran noticia. Flamearon en los balcones colgaduras y banderas
catalanas. Hubo encendidos discursos en el Ayuntamiento y en la Generalidad; se
enviaron telegramas de reconocimiento y adhesión al Jefe del Estado, a los
presidentes del Consejo y de las Cortes, al diputado Luis Bello, «por las
pruebas de comprensión y amistad a Cataluña» y «por haber creado un nuevo tipo
de fraternidad hispánica». La Esquerra vivía su hora de triunfo y de plenitud y
quería contagiar a todos de su optimismo y de su júbilo. El amanecer del
Estatuto no podía ser más dichoso. Los apologistas de la autonomía daban a
entender que habían entrado en posesión de claves y fórmulas misteriosas e
irresistibles, capaces de evitar en adelante los males y las desgracias
políticas de Cataluña, cuya salud, perfecta, estaría garantizada por el
Estatuto. Las congratulaciones dirigidas a los representantes del poder central
se cruzaban con mensajes jubilosos que procedían de la capital de España hacia
Cataluña. Azaña alentaba por radio a los catalanes a seguir adelante, después
de haber alcanzado con el Estatuto «un punto culminante en la obra de
reconstrucción de España emprendida por la República». «Estoy orgulloso de
haber llevado a término glorioso un empeño que a muchos les parecía, hace unos
meses, imposible de conseguir.» Barcelona se engalanó (10 de septiembre) para
recibir a los parlamentarios, acogiéndolos como a triunfadores de las más
reñidas batallas por la libertad de Cataluña. Maciá esperaba en la estación a
los diputados, y al aparecer éstos en el paseo de Gracia, la multitud cantó Els
Segadors. Se puso en marcha la manifestación, camino de la Generalidad. El
coche de Maciá se llenó de flores, ofrenda de mujeres entusiastas, y mil
banderas y pendones de todos los partidos y grupos del nacionalismo catalán
flotaban sobre la muchedumbre, que enronquecía a gritos. La ausencia de enseñas
republicanas era total. Los diputados y Maciá hablaron desde los balcones de la
Generalidad. Todos insistían en decir cuán sensacional era la conquista lograda
y los luminosos caminos que se abrían para Cataluña y «para los otros pueblos
ibéricos». «Hemos de convertirnos en el Piamonte —afirmaba el diputado Xirau— y
hacer extensivas al resto de los pueblos hispánicos las libertades
conseguidas.» «Día llegará —profetizaba Gassol— en que todos los pueblos
ibéricos con características especiales y conciencia de su personalidad obtengan
lo que hoy es sueño de todos: la República federal.» «El Estatuto es final de
una lucha —decía Ayguadé— y comienzo de otra para conseguir todas las
libertades que desean los catalanes.» Aquella noche Barcelona, entregada a la
fiesta, no durmió.
Esta demostración nacionalista resultó pálida y fría
comparada con el homenaje tributado el 11 de septiembre al conseller Casanova:
fiesta anual de la nostalgia y del irredentismo de los nacionalistas catalanes,
que en esta ocasión rebasaron todos los niveles conocidos, tanto en entusiasmo
como en demasías antiespañolas. Ante el monumento desfilaron el Ayuntamiento y
la Generalidad en corporación e innumerables agrupaciones y sociedades que
cubrieron el monumento y sus alrededores con más de mil coronas. Día y noche se
cantó con fervor infatigable Els Segadors por grupos corales. El Orfeó Cátala
también entonó el «himno de la libertad de Cataluña».
Los homenajes a los diputados catalanes —«los vencedores»,
como los denominaba la prensa afecta— se sucedían sin que se viera final a la
apoteosis. En aquel alborozado clamor de victoria actuó de aguafiestas Cambó,
con un artículo en La Veu de Catalunya (13 de septiembre) que era un
recordatorio de la verdadera génesis del Estatuto. Se titulaba «La hora de las
justicias y de las paradojas.» «Éste es el momento —decía el líder
regionalista— de recordar a todos los no catalanes que han ayudado a que se
hiciera justicia.» En primer término citaba a Alcalá Zamora, Azaña, Bello y
Ossorio y Gallardo. Y a continuación añadía: «El Estatuto no hubiera sido
aprobado o, de serlo, hubiera venido con tantas limitaciones y recortes, que,
en lugar de una satisfacción, habría sido un agravio, de no haber hecho
explosión, en el momento más comprometido de su tramitación, el complot pretoriano,
que paró en seco la campaña antiestatutista. Recordad, si no, el ambiente que
se había creado en torno del Estatuto y que se iba densificando de día en día
hasta la explosión del complot. Recordad que aquel ambiente iba minando la
solidez de la mayoría, hasta el punto de que Azaña, para no ser vencido, impuso
a los catalanes la decepción y la amargura del artículo 7.°, que sustrae a
Cataluña las facultades más deseadas y para el ejercicio de las cuales es más
notoria la aptitud de los catalanes. Y en una batalla, el primer retroceso es
anuncio seguro de los que luego han de venir. Recordad el pesimismo y las
vacilaciones en el seno de la representación parlamentaria catalana y la
preferencia de algunos por resoluciones radicales, que estimo habrían traído
las mismas consecuencias que parecidas actitudes ocasionaron en 1919.»
Entendía Cambó que en la lista de aquellos a quienes
Cataluña debía agradecimiento era de justicia no olvidar a los anticatalanes, y
citaba en primer término al general Barrera, «que con sus persecuciones
enconadas y vejatorias durante la Dictadura fortaleció el sentimiento catalán»,
y al general Sanjurjo, director de una sublevación «cuya finalidad primordial
era impedir el triunfo de las pretensiones catalanas». Ambos, «contra su propia
voluntad, han hecho tanto y tanto por el triunfo de una fórmula de autonomía
para Cataluña».
Para unos, el comentario de Cambó fue como una ducha
escocesa aplicada al pueblo catalán en el momento álgido de su fervor
autonomista, otros lo interpretaban como una diversión estratégica para rebajar
méritos y humos a los diputados que atribuían la victoria a su esfuerzo y casi
a su heroísmo.
* * *
Faltaba el acontecimiento cumbre: la firma del Estatuto en
San Sebastián elegida para dicho acto. Hacia ella salió el Presidente de la
República acompañado de los ministros de Obras Públicas y de Estado. Indalecio
Prieto había apercibido a los diputados vascos sobre la importancia de este
viaje y les invitó, en un telegrama, a que contribuyesen a la mayor solemnidad,
«por la esperanza que significaba la obtención de un régimen análogo para el
país vasconavarro». Alcalá Zamora, en el saludo a la muchedumbre que le
aclamaba, dijo que llegaba como peregrino a San Sebastián, por ser «cuna de la
República española, en la que los representantes de los partidos republicanos
sellaron el pacto por el cual nació el régimen y marcaron con fuerza las
indudables características de la República española». El Presidente fue
constantemente festejado. Se multiplicaron las fiestas en su honor de todas
clases: hípicas, náuticas, taurinas, teatrales, gastronómicas. Recorrió varios
pueblos de la costa y dedicó una visita preferente a Éibar, de la que afirmó en
su discurso desde el balcón de la Casa Consistorial que «si San Sebastián fue la
cuna de la República, aquí pasó su infancia, aquí dijo sus primeras palabras y,
por lo tanto, aquí nació». Prieto, en su deseo de poner digno remate a las
palabras presidenciales, pidió al director de la banda municipal que
interpretase el Guernikako Arbola.
Al prolongarse el viaje, Alcalá Zamora se vio forzado a
prodigar títulos honoríficos a otras localidades. En atención al abolengo
tradicionalista de Tolosa, recordó una conversación sostenida «hacía mucho con
Vázquez de Mella» y su coincidencia con este orador, «gloria de la tribuna
española» en su incompatibilidad con el absolutismo. Antes, violentando la
metáfora, había comparado a Tolosa con la tierra volcánica de las islas
Canarias, pues «apartando la lava de rencores, aparece la tierra santa de las tradiciones
y de los fueros y con ella de la verdadera libertad». Indalecio Prieto esperaba
de las excursiones del Presidente extraordinarios efectos, y afirmaba que
«cambiaría rápidamente la psicología política del país vasco».
Los parlamentarios catalanes llegaron a San Sebastián en la
noche del 14 de septiembre y su presencia fue aprovechada por los nacionalistas
vascos para hacer una gran ostentación de su fuerza y de su preponderancia.
Fueron recibidos con vivas a Euzkadi y a Cataluña, bailes de espatadantzaris,
música de chistus y banderas de la «nación vasca», excediéndose tanto en sus
desprecios y ofensas a España, que soliviantaron a los republicanos, dando
origen a colisiones que empezaron en la estación y no terminaron hasta que los
diputados catalanes penetraron en el hotel.
Esas expansiones del nacionalismo vasco preludiaban la
apoteosis del día 15, señalado para la firma del Estatuto de Cataluña. «Los
diputados nacionalistas se presentaron en la Diputación de Guipúzcoa escoltados
por varios cientos de mendigoitzales en perfecta formación. Rompían la marcha
de esta comitiva un ciento de espatadantzaris con su bandera al frente. La
llegada de los diputados vascos al Palacio de Guipúzcoa fue clamorosa».
Entraron a continuación las cuatro Comisiones Gestoras de Navarra y de las
provincias vascongadas, con sus maceres y su guardia foral. En el Palacio se
hallaban el Presidente de la República, los ministros de Estado, Agricultura,
Hacienda y Obras Públicas, gobernadores de las cuatro provincias, y en presencia
de todos ellos Alcalá Zamora se sentó ante la mesa, y con una pluma obsequio de
la Generalidad de Cataluña firmó el decreto de promulgación del Estatuto, y con
otra, regalo de la ciudad de Éibar, la ley. En este momento el Orfeón
Donostiarra entonó el Guernikako Arbola, y, hecho el silencio, hablaron los
presidentes de la Gestora y de la Diputación de Guipúzcoa, y el diputado
Companys, que desde aquel momento «consideraba vinculada la tierra guipuzcoana
de una manera especial a Cataluña y a la España que resurge». El Presidente de
la República pronunció las palabras finales. Explicó cómo los republicanos
donostiarras querían que el acto se celebrara en la humilde estancia donde se
acordó el Pacto de San Sebastián; pero él propuso que se celebrara en la
Diputación, «ya que bastante honor es para aquella estancia y para San
Sebastián ser la iniciadora del Pacto». Y, exaltando el acontecimiento,
exclamó: «Nosotros hemos hecho algo grande, algo inmenso, que la revolución
política no conoce. Hemos hecho una construcción histórica y hemos presentado
el nuevo edificio virgen, limpio, ancho y claro». A los representantes del país
vasco les invitó a «conservar el encanto de la esperanza, que es la aurora, con
el primer rayo de sol, que es la implantación del Estatuto». A los
representantes catalanes recomendó la implantación del Estatuto «con honor, con
rectitud y con eficacia». «¿Cómo no vamos a entendernos —preguntaba— con un
texto escrito y claro, si tenemos el hecho, para honor de todos, de que nos
entendimos sin texto alguno desde el día de la revolución?» Los oyentes
dispuestos a dar por buenas las presunciones del Presidente, aplaudían las
peregrinas interpretaciones de Alcalá Zamora sobre la inteligencia y
fraternidad revolucionaria.
Llegó el momento de exhibirse al público. El Presidente se
asomó al balcón a la vez que era izada la bandera catalana. La muchedumbre
reclamó con alboroto la bandera vasca. El diputado Leizaola, que la tenía a
punto, la desplegó. Entonces Indalecio Prieto enlazó las dos enseñas, mientras
la multitud vitoreaba a Cataluña y a Euzkadi y entonaba el Guernikako.
Fiestas, discursos y escenas de fraternización encendieron
en llamarada las ilusiones de los nacionalistas vascos, los cuales aceptaron a
Prieto por aliado. El líder socialista, en la creencia de que el Estatuto vasco
sería una realidad en breve plazo, consideró un acierto político reconciliarse
con sus antiguos aborrecidos adversarios. En el salón de sesiones de la
Diputación de Guipúzcoa, Prieto expuso a los diputados vasconavarros allí
congregados el plan a seguir para la consecución del Estatuto. Como miembro del
Gobierno vería, acaso, trabada su actuación; pero, en cambio, su influencia
podría pesar considerablemente.
Tres cuartas partes del camino hacia el Estatuto vasco se
habían adelantado con la aprobación del de Cataluña. Pero surgía una cuestión
previa: la actitud de Navarra. «Yo no soy partidario —explicó— de excluir a
Navarra; pero si ésta persiste en su actitud, habrá que dejarla la
responsabilidad de sus determinaciones.» «La puerta no está cerrada al Estatuto
vasconavarro, a pesar del resultado de la Asamblea de Pamplona. Conviene
esperar lo que decida Navarra, sobre la marcha, e ir, en último caso, al
Estatuto de las tres provincias restantes, teniendo en cuenta que las
circunstancias políticas nos son totalmente favorables en la actualidad.»
Aconsejaba a los diputados nacionalistas que no pusieran
demasiado empeño en las cuestiones económicas, aspecto secundario ante el
problema autonómico del país. «No creo —decía— que fracase la autonomía, dada
vuestra experiencia administrativa y el ambiente general de moralidad del
pueblo. En cambio, he de advertir lealmente que se duda de la eficacia de su
implantación en Cataluña. No es cosa ignorada que la administración más
corrompida ha sido la del Ayuntamiento de Barcelona.»
Se manifestaba Prieto tolerante, casi magnánimo, y en
ciertos momentos patriarcal. «No es posible gobernar adecuadamente teniendo
enfrente o descontenta una masa de opinión: hay que procurar no herir en lo
posible los intereses de las clases, incluso los económicos, y respetar la
voluntad del país y especialmente la de Navarra. ¿Qué sería de las provincias
vascongadas sin su formidable vinculación a la economía española, de la cual se
nutren sus más potentes industrias? El separatismo sería el suicidio por
asfixia. La aspiración a las tradicionales libertades del país quedará
plenamente realizada con el Estatuto. Entonces las masas nacionalistas
necesitarán vibrar por otros ideales, y a mí me anima la esperanza de verlas
enrolarse, aun manteniendo sus signos particulares, en la legión formada por
quienes demandamos una mayor justicia social.»
La causa de los recelos de republicanos y socialistas eran
las tendencias reaccionarias del nacionalismo, «su espíritu ultramontano, sobre
cuya apreciación no llegarían a un acuerdo» pero esperaba una evolución de sus
masas en un sentido más liberal y comprensivo.
A su juicio, «debía redactarse un proyecto tan sencillo y
limpio que pudiera ser examinado rápidamente por la Comisión parlamentaria y
aprobado sin demora en el salón de sesiones». «Ello es tanto más conveniente
cuanto que no cabe perder de vista que los diputados catalanes, por constituir
una fuerza predominantemente izquierdista, no suscitaban en el Parlamento los
recelos que despiertan los nacionalistas vascos. Debe ser, el vuestro, lo más
semejante al Estatuto aprobado por Cataluña, lo cual facilitaría mucho su
discusión, pues en estas condiciones podría ser aprobado en dos sesiones de la
Comisión parlamentaria y en cuatro de las Cortes.»
El ministro, enemigo resuelto y tenaz del nacionalismo vasco
y, en general, de las autonomías, que había permanecido silencioso durante la
discusión del Estatuto catalán sin ocultar su enemiga al proyecto, se mostraba
ahora partidario de la autonomía y se ofrecía como guía para llevar al
nacionalismo vasco a la consecución de sus propósitos. Los nacionalistas,
alborozados, se dejaron contagiar del optimismo de Prieto. «El contenido
autonomista del discurso fue exacto y su intención laudable», escribía José
Antonio Aguirre. Las circunstancias no podían ser más favorables. El
nacionalismo, el más importante adversario de Prieto vio con agrado esta
postura en pro de la autonomía del país. No había tiempo que perder. El 19 de
octubre las Comisiones Gestoras de las cuatro Diputaciones, reunidas en San
Sebastián, elegían una nueva Comisión con el encargo de adaptar el texto del
Estatuto a las particularidades del momento.
Alcalá Zamora prolongó su viaje por Irún, Pamplona, Vitoria
y Logroño y dio por terminada su excursión el mismo día en que emprendía un
viaje a Galicia y Asturias el jefe del Gobierno (19 de septiembre). En Oviedo
visitó la Fábrica Nacional de Armas y la de cañones de Trubia. Afirmó aquí que el
porvenir industrial estaba asegurado, y tras de un breve alto en Madrid,
prosiguió hacia Barcelona, en tren especial (24 de septiembre), con lucido
acompañamiento, en el que figuraban los ministros de la Gobernación, Hacienda,
Marina y muchos diputados y periodistas. En la capital catalana le aguardaba un
recibimiento grandioso, preparado con esmero por los dirigentes de la
Generalidad, para dar la sensación de dominio y poderío. «Nunca una
representación del Gobierno —escribía Ahora (27 de septiembre) — había sido
acogida en Cataluña con el fervor genuino con que el pueblo catalán ha recibido
a Azaña y a sus acompañantes. Se han desvanecido recelos y hostilidades
tradicionales y el camino queda abierto para una colaboración generosa a base
de libertad y mutua comprensión.» Entre continuas aclamaciones, Azaña y sus
amigos se trasladaron a la Generalidad para presenciar el desfile de tropas, y
al terminar éste, Maciá habló a la muchedumbre, apiñada en la plaza de la
República. «Habéis podido ver —dijo— la unanimidad que hay en nuestro pueblo en
favor del Estatuto que es el Código de sus libertades: un Código que no sabemos
cuándo se llenará, pero que se llenará algún día.» Y añadió: «La libertad de
Cataluña tenía que triunfar, porque no hay poder humano que pueda oponerse a la
petición de libertad colectiva de un pueblo cuando se expresa de un modo tan
unánime. Pero ese afán de libertad, que al fin y al cabo había de obtener el
triunfo, podía haber llevado al pueblo, de no ser atendido, a una lucha
cruenta, que hubiera producido males horrorosos a las dos partes.» Pidió en
nombre de Cataluña al jefe del Gobierno «que pusiera su fuerza política y su
poderosa inteligencia al lado de los demás pueblos españoles cuando éstos pidan
también sus libertades». La última parte del discurso la pronunció en catalán.
La multitud, enardecida, le aclamaba sin cansancio. A continuación, Azaña
aceptó los vítores y aplausos «como toque de júbilo y victoria de la revolución
triunfante, que empezaba a palpar los frutos ciertos de sus primeras
creaciones». El hecho político que se festejaba «abría una página nueva en la
historia de España y en la historia de Cataluña». «Ésta es —dijo— la revolución
triunfante.» «Ya no hay en España reyes que puedan declarar la guerra a
Cataluña. Vuestro himno histórico, catalanes, se queda sin enemigo a quien
motejar.» «El hecho que celebramos no es un hecho catalán, sino un hecho
español, y más diré: un hecho de la historia universal, y es probable que sea
la República española, con sus soluciones autonomistas, la que en adelante
señale los caminos a seguir a otros pueblos europeos en situación más o menos
semejante a la nuestra.» A encomiar, entre ovaciones encendidas, la
trascendencia de la obra de las Cortes españolas se entregó de lleno el jefe del
Gobierno, que no vaciló en pronosticar los muchos e inapreciables bienes que se
seguirían para todos de la concesión de la autonomía a Cataluña y pronto «a
otros pueblos peninsulares en las modalidades que les sean propias».
La jornada fue memorable, de las que merecían eternizarse en
mármoles. «Azaña, el amigo de Cataluña —escribía Rovira y Virgili en La Rambla
— ha venido a darnos, en nombre de la República española, una de las
reparaciones positivas de una grave injusticia multisecular y a abrirnos el
camino de la libertad nueva.» «Estos días—refería Gaziel — se han presenciado
en Barcelona cosas inverosímiles, literalmente increíbles, como por ejemplo:
vivas a España estentóreos, brotando del pecho de multitudes enormes, que ni
saben ni pueden mentir: las mismas que antaño lanzaban, rabiosas, el grito
contrario, y, cosa que parece sueño, aclamaciones populares al Ejército y a los
estandartes militares, en la ciudad donde el desfile de un regimiento provocaba
la sorda y hostil indiferencia que el paso de la tropa produce en país ocupado.
Una transformación semejante sólo podrían producirla dos únicos factores: la
República combinada con la autonomía.» El propio líder de la Lliga
Regionalista, Cambó, parecía muy impresionado por el júbilo con que Cataluña
había recibido el Estatuto y se felicitaba al ver desvanecidos los
apasionamientos provocados anteriormente por el problema catalán. «Ha
desaparecido —afirmaba— el gran obstáculo para la marcha normal de la política
española y se ha creado la posibilidad de una colaboración efusiva y constante
de los catalanes en la política española. Es preciso confesar noblemente que
este resultado se debe a la República».
A raíz de aprobarse el Estatuto dimitió el Gobierno de la
Generalidad, y a los pocos días (3 de octubre) quedó constituido del siguiente
modo: Instrucción Pública, Ventura Gassol; Gobernación, José Terradellas;
Economía, Manuel Serra Monet; Trabajo, Javier Casals; Asistencia Social y
Sanidad, Antonio Xirau; Justicia y Derecho, Pedro Comas; Hacienda, Carlos Pi y
Suñer, y Obras Públicas, Juan Lluhí y Vallescá. El departamento, de Agricultura
quedaba adscrito a la Presidencia. La primera reunión del nuevo Gobierno se
celebró en Lérida (15 de octubre) y en ella se fijó la fecha del 20 de
noviembre para las elecciones de diputados del Parlamento catalán. Maciá, en
una nota dada al terminar el Consejo de la Generalidad, contestaba, sin
nombrarle, a Cambó, porque éste había preguntado desde La Veu de Catalunya si,
una vez aprobado el Estatuto y satisfechas las reivindicaciones del
catalanismo, la política debía de desarrollarse a base de partidos catalanes,
con organización limitada a Cataluña, donde residirían las direcciones
supremas. Maciá se declaraba partidario de continuar la política regional, a
base de partidos locales que tuviesen por fundamento el catalanismo y una
tendencia izquierdista, pues ésta hizo posible la República y el Estatuto. «Os
llamo—terminaba Maciá— a realizar una de las empresas de ideal y de justicia
que jamás pudo haber realizado ningún otro pueblo de la Humanidad.» A efectos
electorales, Cataluña quedó dividida en cinco circunscripciones: Barcelona
(ciudad), Barcelona (provincia), Gerona, Lérida y Tarragona. El Parlamento
catalán lo compondrían 87 diputados: uno por cada 40.000 habitantes. La
convocatoria para las elecciones al Parlamento de Cataluña, con la firma de
Maciá, se publicó el 25 de octubre. Ese mismo día, por decreto del Gobierno
provisional de la Generalidad, se creaba una Comisión jurídica asesora,
dependiente del Departamento de Justicia y Derecho, para elaborar los proyectos
de ley que el Gobierno de la Generalidad le encargase, evacuar los informes que
el Gobierno solicitara sobre cuestiones de orden especial y formular el
anteproyecto de la ley civil catalana. Una subcomisión proyectaría la
Constitución interna de Cataluña, la ley municipal, la reguladora del Tribunal
Supremo de Cataluña y la electoral.
Los propósitos de constituir bloques de fuerzas con ánimo de
que la Administración del Estatuto fuese una labor mancomunada de todos los
partidos catalanes, y no un monopolio de la Esquerra, no cuajaron. La Esquerra,
envalentonada por su enorme fuerza, se negaba a todo compromiso o alianza.
«Los radicales —proclamaba Lerroux en el teatro Olimpia de Barcelona—
lucharemos solos. Si triunfa la Esquerra, será un triunfo alcanzado por medios
reprobables. El partido radical ha sido autonomista desde su nacimiento.»
Cambó, opinaba que el mejor Parlamento catalán sería aquel en que ningún
partido político tuviese mayoría. El ministro de Agricultura, Marcelino
Domingo, que dirigió personalmente la propaganda de la concentración
catalanista republicana, proclamó en Tarragona: «La actitud irresponsable de la
Esquerra ha impedido el frente único de izquierdas.» Barcelona, elevó la cotización
de la contienda electoral al asegurar «que el mundo tiene puestos sus ojos en
las elecciones catalanas» y que un triunfo de la Esquerra «impediría la
presencia en el Parlamento de los hombres que Cataluña necesitaba».
Conforme se aproximaba el día de las elecciones, la
propaganda crecía en intensidad y en violencia. En los últimos mítines
participaron Maciá, Lerroux, Goicoechea, Bertrán y Musitu y Lamamié de Clairac.
Optaban a las 87 actas nada menos que 506 candidatos. Para 24 puestos (19 por
la mayoría y 5 por las minorías) de Barcelona (capital) se presentaban 228
candidatos. Los partidos que intervenían en la contienda eran los siguientes:
Concentración Catalanista Republicana, Acción Catalana, Esquerra, Partido
Radical, Lliga Regionalista, Estat Cátala, Federal, Partido Comunista, Bloque
Obrero y Campesino, Alianza de Extremas Izquierdas, Derecha de Cataluña
(católicos y monárquicos), Concentración Española, candidatura de coalición y
Partido Nacionalista Catalán. Los sindicalistas se abstenían. «No dejéis que os
engañen — escribía Solidaridad Obrera (19 de noviembre) —. Seréis siempre las
víctimas propiciatorias. No votéis.» El triunfo de la Esquerra fue completo:
ganó las mayorías en las cuatro provincias. Los puestos de las minorías fueron
para la Lliga Regionalista. Maciá obtuvo 62.000 votos en Barcelona (capital);
el candidato regionalista más favorecido, 32.000; el radical, 17.000; el de la
Derecha catalana, 6.000, y el comunista Casanellas, 1.700.
La Esquerra reunió el 40 por 100 de los sufragios emitidos;
la Lliga, el 35 por 100, y los restantes partidos, el 21 por 100. En las
elecciones anteriores la Esquerra había superado a la Lliga en 400 por 100, y
en estas elecciones, con todos los recursos del poder, no había llegado al 35
por 100. El sistema electoral de mayorías daba lugar a anomalías como éstas:
con 192.000 votos, la Esquerra conseguía 69 diputados, mientras la Lliga, con
129.000 votos, sacaba 18 diputados, y 104.000 electores, que habían votado
distintas candidaturas, se quedaban sin representación. La Derecha monárquica
logró, en total, 15.300 votos, y los comunistas, 10.900.
La Lliga Regionalista se consideró vencedora y festejó el
triunfo con un banquete de 6.348 comensales (4 de diciembre), celebrado en el
Palacio de Arte Moderno, de Montjuich. Cambó, Ventosa y Abadal, en sus
discursos, recalcaron que la aspiración autonomista se debía a la Lliga, que
había sabido inculcar este anhelo en el alma de los catalanes. «Antes que
afiliados a un partido —dijo Ventosa— somos catalanes.» Y Abadal pidió a todos
que se esforzaran sin descanso hasta obtener la autonomía plena.
El Gobierno de Madrid aprobó el decreto de constitución de
una Comisión mixta para la transmisión de servicios a la Generalidad. Se
instaló el Parlamento en el antiguo palacio del Gobernador en la Ciudadela que
fue mandado construir por Felipe V, residencia en algún tiempo de reyes y museo
de arte después.
La sesión de apertura se celebró el 6 de diciembre. «Después
de más de doscientos años de silencio —se decía en un decreto con la firma de
Maciá— se reúnen de nuevo, por primera vez, las Cortes catalanas. Nuestro
pueblo hará oír otra vez su voz cordial y generosa a todos los pueblos de
España y a todas las naciones del mundo. Toda Cataluña siente la trascendencia
de este momento histórico y quiere proclamarlo bien alto, con palabras de
alborozo, consciente de lo que representa para sus propios destinos.» El día
fue declarado festivo «en todas las tierras catalanas». La comitiva salió de la
Generalidad para trasladarse al Palacio de las Cortes, y en el momento de
iniciar la marcha fueron echadas a vuelo las campanas. Maciá repitió ante los
diputados, con ligeras variantes impuestas por las circunstancias, el mismo
discurso sobre la libertad de Cataluña que venía pronunciando desde que escaló
la presidencia, y la sesión se interrumpió para que los diputados presenciaran
el desfile de la compañía de Infantería que había tributado honores a la
llegada de Maciá al Parlamento. Aclamado el Presidente a su regreso a la
Generalidad, se vio obligado a arengar una vez más a las masas, que le
reclamaban. Fue elegido presidente del Parlamento, Companys; vicepresidente,
Casanova, y Presidente de la Generalidad, Maciá, por 63 votos (14 de
diciembre). El regionalista Abadal obtuvo 11 votos.Dimitió el Consejo de la
Generalidad, y el nuevo quedó constituido de esta forma: Obras Públicas, Lluhí
y Vallescá; Gobernación, Terradellas; Hacienda, Pi y Suñer; Trabajo y
Asistencia Social, Casals; Cultura, Gassol, y Agricultura y Economía, Xirau. La
política catalana quedaba íntegramente en poder de la Esquerra. El diputado
Lluhí y Vallescá, que asumía, por decreto, la representación del Presidente
ante las Cortes, esbozó el programa político a desarrollar: en primer término,
la aprobación del Estatuto orgánico interior de Cataluña. El Parlamento comenzó
a funcionar, y aprobado el reglamento de régimen interior, pasó a discutir el
presupuesto provisional, que en total sumaba 65.738.839 pesetas.
CAPÍTULO 24.DISCREPANCIAS SOCIALISTAS SOBRE LA PARTICIPACIÓN EN EL GOBIERNO
FRANCESC MACIÁ (1859-1933)
Francesc
Macià i Llussà, que firmó como Francisco
Maciá hasta los 55 años,nacido
en Villanueva y Geltrú el 21 de septiembre de 1859, a los quince años ingresa en la Academia de Ingenieros de
Guadalajara. Termina su formación tras cinco años y pasa destinado como
teniente a Madrid en la sección de telegrafía. Es destinado
a Sevilla con el grado de capitán (1882) y después a Lérida,
donde llega a teniente coronel.
Se casó con
Eugenia Lamarca en 1888, hija del arquitecto y terrateniente leridano, Agapito
Lamarca Quintana. En 1896 el teniente coronel Macià se presentó como voluntario
para ser trasladado a Cuba, solicitud que no fue admitida.
Sin embargo,
tuvo que salir de la institución militar después de condenar el ataque de
algunos oficiales del ejército al semanario La Veu de Catalunya en 1905. Estos asaltaron la imprenta en la que se elaboraba
el semanario donde se había publicado una caricatura que consideraron vejatoria
para los oficiales destinados en Cataluña, la revista satírica el Cu-cut y justo después el emplazamiento de la Liga
Regionalista. En vez de tomarse medidas contra los militares, se les dio la
razón y a los autores de la caricatura se les juzgó por un tribunal militar, es
decir, la Ley de Jurisdicciones. Este hecho llevó a que se crease
la Solidaridad Catalana, y Macià comenzó su actividad política.
Se presenta
a diputado en las elecciones del 21 de abril de 1907 en las listas de la
Solidaridad Catalana representando a Barcelona, obteniendo escaño con un gran
éxito para su coalición política (44 de 47 diputados de Cataluña). Pero en
1908, se retira de las cortes. El mismo año consta su participación en una
concentración carlista en el pueblo de Butsènit d'Urgell, en la que ofrecería su espada de militar a la causa.
Volverá a
ser elegido diputado en 1914, 1916, 1918, 1919, 1920 y 1923. En el Congreso se
dedica inicialmente a promover la regeneración de España, aunque irá
deslizándose hacia el republicanismo.
A finales
del año 1918, fundó la Federació Democràtica Nacionalista, una pequeña formación
nacionalista fundamentalmente situada dentro la izquierda política, aunque no
exenta de afinidad con las huestes carlistas. En julio de 1922,
protagonizó la fundación de una organización paramilitar, Estat Català («Estado Catalán», EC).
En 1923,
tras el golpe de Estado de septiembre de 1923 por parte de Miguel
Primo de Rivera, se exilió en Francia. Asentado inicialmente en Perpiñán, se trasladará a finales de año a París, previo paso por Châteauroux. Es en esta época cuando desde Estat Català desarrolla su carácter insurreccional
manteniendo contacto con anarquistas y comunistas, consigue la
ayuda económica de las comunidades de catalanes residentes en Sudamérica y
presta apoyo a casi todos los intentos insurreccionales en España.
En 1925,
efectuó un fallido viaje a Moscú para tratar de recabar ayuda de las
autoridades comunistas, manteniendo encuentros con Grigori Zinóviev y Nikolái Bujarin.
En 1926,
durante la dictadura de Miguel Primo de Rivera organizó una incursión
armada de voluntarios —el denominado «complot de Prats de Molló»—
para invadir Cataluña desde Francia, provocar una insurrección general y
proclamar una república catalana; la expedición, deficientemente preparada, no
llegó a cruzar la frontera franco-española al ser detenida por
la Gendarmería francesa en Prats de Molló. Esto le hará ganar mucha popularidad
en Cataluña. Abortado el complot,
Macià fue detenido y desterrado a Bélgica.
Tras residir
unos cuantos meses en Bruselas, entró clandestinamente en Argentina, donde
residió más de medio año. Tras efectuar visitas a las comunidades de catalanes
en Uruguay, Argentina y Chile, llegó a Cuba en agosto de 1928. En La Habana fundó el Partido Separatista
Revolucionario de Cataluña, del cual fue presidente y en el que estudió por primera vez (en
septiembre-octubre de 1928) la posibilidad de constituir una República Catalana
que adopte «como forma de Gobierno la República
técnico-democrática-representativa».
Caída
la dictadura del general Primo de Rivera (enero de 1930), Macià
regresa a España el 22 de febrero de 1931. Fue elegido diputado
a Cortes en 1931 (y más tarde también en 1933). En 1931, Estat Català se unió con
el Partit Republicà Català de Lluís Companys y el grupo L'Opinió para fundar el nuevo
partido Esquerra Republicana de Catalunya (ERC), manteniendo
autonomía interna.
El 14
de abril de 1931, las elecciones municipales que llevaron a
la Segunda República española también dieron la mayoría en Cataluña a
ERC. El mismo día, desde el balcón del Palacio de la Generalidad de
Cataluña, Macià proclamó la República Catalana en los siguientes
términos:
En nombre
del pueblo de Catalunya proclamo el Estado Catalán bajo en régimen de una
República Catalana, que libremente y con toda cordialidad ansía y pide a los
otros pueblos hermanos de España su colaboración en la creación de una Confederación
de pueblos ibéricos ofreciéndoles por los medios que sean de liberarse de la
Monarquía borbónica.
En estos
momentos hacemos llegar nuestra voz a todos los pueblos libres del mundo, en
nombre de la libertad, de la justicia y de la paz de los pueblos.
El
presidente de la República Catalana, Francesc Macià
La
proclamación se adelantaba en algunas horas a la proclamación de la
Segunda República española en Madrid. El día siguiente, 15 de abril,
Macià enviaba «instrucciones para la proclamación de la república catalana
a los ayuntamientos de Cataluña»
Tras la
proclamación, dirigentes del carlismo catalán acudieron a ofrecer su
«colaboración patriótica».
La
proclamación de la República Catalana por parte de Macià abrió un conflicto con
el recién constituido Gobierno provisional de la República. Para
resolverlo, tres días después, tres ministros del Gobierno provisional
(Marcelino Domingo, Nicolau d'Olwer y Fernando
de los Ríos) llegaban a Barcelona para negociar, alcanzando un acuerdo por el
que Macià aceptaba el compromiso del Gobierno provisional de que presentaría en
las futuras Cortes Constituyentes un estatuto de autonomía para Cataluña:
Los tres
ministros del Gobierno provisional de la República han confirmado de la manera
más completa y absoluta, la seguridad del cumplimiento del Pacto de San
Sebastián y se ha reconocido por todos los reunidos la conveniencia de
adelantar la elaboración del Estatuto de Cataluña» que, «una vez aprobado por
la Asamblea de Ayuntamientos Catalanes, será presentado, como ponencia del
Gobierno provisional de la República y como solemne manifestación de la
voluntad de Cataluña, a la resolución de las Cortes Constituyentes.
En la
práctica, tras las negociaciones, Macià renunciaba a la República Catalana y el
Gobierno de Cataluña pasaría a utilizar en adelante la denominación
de Generalitat de Catalunya:
Con la
creación del parlamento catalán, Macià fue elegido diputado por
dos circunscripciones diferentes, Lérida y Barcelona ciudad, teniendo que
renunciar a una de las actas. Fue elegido presidente de la Generalidad con 63
votos a favor en el parlamento catalán el 14 de diciembre de
1932. Se mantuvo en el cargo
hasta su muerte en 1933.
Durante su
mandato, se produjeron algunos conflictos sociales como la huelga general
de Barcelona de septiembre de 1931. Con la creación de Estat Catalá trató de ensamblar un ultranacionalismo compatible con un populismo
de izquierdas. Representante de un
nacionalismo radical periférico, su figura llegó a ser tomada coyunturalmente
como modelo por Ernesto Giménez Caballero a la hora de elucubrar
acerca de la conformación de un nacionalismo español combativo y fascistizante. En cambio, durante el
periodo de la Segunda República, desde la perspectiva del liberalismo europeo, imbuido
de un aura heroica, tendió a ser visto como el abanderado de un movimiento
democrático.
Macià
falleció de una apendicitis aguda el 25 de diciembre de 1933 a los setenta y cuatro
años
de edad. Fue sustituido al frente
de la Generalidad de Cataluña por Lluís Companys.
Cuando Macià
falleció se llevó a cabo un rito masónico para su enterramiento
consistente en introducir su corazón y sus vísceras en urnas. Durante la guerra civil española, ante el inminente
triunfo del bando sublevado, Josep Tarradellas mandó a un funcionario a
recoger el corazón de Macià y llevárselo al exilio y comunicó a la familia que,
para evitar profanaciones, el cuerpo de Macià había sido trasladado
secretamente de su tumba oficial al panteón Collaso Gil. En 1954 Tarradellas fue nombrado presidente de la Generalidad en el
exilio. Durante la Transición Española, Tarradellas regresó a España y la
familia le reclamó el corazón de Macià, ya que el Ayuntamiento de Barcelona
deseaba realizar un acto solemne de la devolución del corazón al sepulcro. Se procedió a la
exhumación del cadáver del panteón Collaso Gil pero
se descubrió que Macià no había sido enterrado allí, lo que provocó la profunda
indignación de la familia de Macià y del Ayuntamiento. Tras esto se comprobó
que, efectivamente, el cuerpo de Maciá se encontraba en su tumba original. Se descubrió, además, que en la tumba de Macià el corazón seguía allí, con lo cual el supuesto
corazón de Macià que conservaba Tarradellas era de un
individuo desconocido.
CAPÍTULO 24.DISCREPANCIAS SOCIALISTAS SOBRE LA PARTICIPACIÓN EN EL GOBIERNO
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