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LIBRO SEGUNDO

MEMORIA CRIMINAL DEL PSOE, IU, ERC  Y PNV

CAPÍTULO XXIII.

LAS CORTES APRUEBAN EL ESTATUTO DE CATALUÑA

 

La sublevación del general Sanjurjo no había producido la unidad revolucionaria, ni siquiera la unidad republicana; pero el Gobierno se benefició durante algunos meses del crédito de confianza que le otorgaron los grupos de la oposición: unos con prodigalidad, y otros, por la tácita. Los gobernantes gozaron de gran libertad de acción, asistidos por unas cortes condescendientes, dispuestas a refrendar cuantos proyectos fuesen sometidos a su aprobación.

¡Qué contraste entre aquellos diputados obstinados en cerrar el paso al Estatuto y a la Reforma Agraria, y éstos de ahora tan sumisos y complacientes! «parece —decía el diputado García Valdecasas— que se quieren aprovechar los momentos en que las minorías republicanas, por un sentimiento de amor a la República, han de estar más cerca del Gobierno, para que se tolere lo que en otra ocasión sería intolerable.» Lo que antes del 10 de agosto costaba conseguir un mes de empeñadas discusiones, se despachaba ahora en un pestañeo. seis meses se necesitaron entonces para poner en franquía nueve artículos del Estatuto, y, en cambio, después del 10 de agosto, en media docena de días quedó aprobado todo el proyecto.

El artículo 16, sobre Hacienda, en torno al cual se riñó dura lucha, por haberse coaligado el grueso de las fuerzas oposicionistas para impedir su aprobación, no encontró en esta segunda fase otros reparos serios que los expuestos por el señor Alba (30 de agosto de 1932) ante una Cámara semi­vacía, a la que inútilmente se llamaba a la reflexión antes de enajenar una de las facultades soberanas de la Constitución, al autorizar a Cataluña para establecer impuestos por tiempo ilimitado. El Jefe del Gobierno tranquilizó a los alarmados: «La Hacienda de la Generalidad será elástica y la concesión de impuestos se hará a tenor de las circunstancias.» Se determinaba el carácter variable del título de Hacienda del Estatuto: una revisión periódica ordinaria y otra legislativa. «Está previsto —añadía Azaña— el equilibrio entre los impuestos de la Generalidad y los de la República.» Lo importante era «liquidar cuanto antes esta cuestión del Estatuto para impedir que en torno a ella se reproduzca la agitación política». Esto era lo que en realidad preocupaba. El artículo quedó aprobado el 1.° de septiembre, y en la sesión siguiente, y en menos de una hora de discusión, el artículo 17, segundo y último del título referente a la Hacienda. Faltaban sólo dos artículos para rematar la discusión del Estatuto cuando la minoría radical acordó «por absoluta unanimidad y en interés de la República, votar afirmativamente los proyectos del Estatuto y de la Reforma Agraria». Con este refuerzo, el Gobierno se sintió vigorizado y se prometió una feliz y larga navegación.

A la vez que el Estatuto, las Cortes dispensaban su atención a las bases del proyecto de Reforma Agraria, que avanzaba fácilmente, y a otros proyectos de ley: uno, sobre reclutamiento y ascensos de la oficialidad del Ejército, y otro sobre jubilación de los funcionarios de las carreras judicial y fiscal. Una sola sesión (6 de septiembre) bastó para la aprobación del proyecto de ley de Bases, para la modificación del Código penal de 1870, conforme a la propuesta de la Comisión de Justicia, presidida por Jiménez Asúa. Inmovilizado dicho proyecto desde el mes de junio, se presentaba ocasión óptima para darle salida. La Base VI de la reforma suprimía la pena de muerte, y en vez de las de cadena y de reclusión perpetua se establecía la de reclusión mayor, que alcanzaba a veinte años. «La República Española —advertía Ossorio y Gallardo— está aún en trance de tener que defenderse durante mucho tiempo. Tengo que recordar que la primera República cayó por no aplicar la pena de muerte.» Además, consideraba obra incivil y antidemocrática que la pena de muerte, eliminada del Código penal, se mantuviese en los Códigos militares. Jiménez Asúa explicó cuáles eran los propósitos de los socialistas en este terreno: «Estamos persuadidos de que es preciso ir hacia una nueva meta en el orden penal. La pena de muerte sólo tiene eficacia cuando se aplica como eliminación en grandes hecatombes, como se hace en los países orientales; pero eso no es posible hacerlo en los nuestros.» Anunciaba también que a expensas del nuevo concepto constitucional de la propiedad se creaba un delito: el de abuso por parte del propietario. Con la aceptación de dos enmiendas de la diputado Clara Campoamor, quedó suprimido el delito de adulterio y equiparado éste al amancebamiento.

El proyecto de ley relativo al destino que debía darse a los bienes de la disuelta Compañía de Jesús se aprobó rápidamente (7 de septiembre). Pedía el diputado agrario Casanueva respeto para los títulos de propiedad anteriores al 14 de abril de 1931 y reintegro de los mismos a sus propietarios cuando éstos no pertenecieran a la Compañía. En el mismo sentido se expresó Ossorio y Gallardo. «Ésta es una cuestión resuelta — replicó Azaña—. Si un señor ha cedido su propiedad a la Compañía para fines docentes, el Estado necesita ahora esos bienes para los mismos fines y se los paga. La conciencia católica —concluyó Azaña— no tiene por qué padecer con esto.»

El artículo 18 sobre modos de reformar el Estatuto, por iniciativa de la Generalidad, mediante referéndum de los Ayuntamientos, y por iniciativa del Gobierno de la República, a propuesta, en este caso, de la cuarta parte de los votos de las Cortes, más una disposición transitoria con las normas a que debía de ajustarse el inventario de bienes y derechos, adaptación de los servicios que pasaban a la competencia de la Generalidad, fueron aprobados (8 de septiembre), y al día siguiente lo fue el proyecto de Bases de la Reforma Agraria, por 318 votos contra 19. Votaron en contra los conservadores y Al Servicio de la República, los regionalistas y el comunista Balbontín. Con sorpresa de muchos, Maura y Santiago Alba dieron sus sufragios al proyecto. A continuación se aprobó el Estatuto de Cataluña por 324 votos contra 27. Los votos negativos fueron de los diputados conservadores, Agrupación al Servicio de la República, agrarios y Sánchez Román. En cambio, Maura, Alba, Ossorio y Gallardo y Unamuno votaron a favor. «Yo soy —explicó Alba—, ante todo, hombre de Gobierno.» El resultado de la votación fue acogido con grandes ovaciones. Los diputados catalanes hicieron patente su satisfacción con demostraciones estentóreas. A los «¡Visca Catalunya!» de los más gubernamentales, respondió Companys con un «¡Viva España!» Abundaron las escenas de efusión y de fraternidad republicana. Algunos diputados se precipitaron hacia el banco azul para abrazar a Azaña. «El Estatuto —dijo Companys— es lo que más obliga a Cataluña con el resto de España y afirmará el españolismo de los catalanes.» En aquel momento febril y de arrobamiento propicio a las expansiones de entusiasmo, el diputado Hurtado, ardiente nacionalista, manifestó: «Las Cortes Constituyentes han dado al mundo y para el mundo una nueva fórmula de Derecho público. El Estatuto de Cataluña pasará al estudio de todos los hombres de Derecho, dará la vuelta al mundo y tendrá inevitables repercusiones en múltiples Estados modernos, sobre todo en los tiempos inmediatos, en que la tendencia más o menos trascendente a una federación universal obligará a los Estados a tener libres las manos para cumplir sus nuevas leyes de convivencia internacional, asegurando la solidez de su constitución interna, que no se consigue por la coacción de una unidad impuesta, sino por la solidaridad nacional entre pueblos libres.»

Entendían los partidarios apasionados del Estatuto que eran autores de una obra gigantesca, sin precedentes, insólita en la Historia, y que desde aquel momento comenzaba, no sólo para Cataluña, sino para toda España, un nuevo entendimiento de la política e incluso de la vida. Tan pronto como se supo la noticia en Barcelona, Maciá se apresuró a difundir por medio de la radio «la llegada de aquella hora por la que hace siglos suspirábamos». «Este Estatuto —dijo—, a pesar de no ser el reclamado, nos da facultad para la creación de nuestro Gobierno autónomo; facultad que podrá ser ampliada a medida que lo exijan nuestras necesidades.»

Barcelona y toda Cataluña se vistieron de fiesta para celebrar la gran noticia. Flamearon en los balcones colgaduras y banderas catalanas. Hubo encendidos discursos en el Ayuntamiento y en la Generalidad; se enviaron telegramas de reconocimiento y adhesión al Jefe del Estado, a los presidentes del Consejo y de las Cortes, al diputado Luis Bello, «por las pruebas de comprensión y amistad a Cataluña» y «por haber creado un nuevo tipo de fraternidad hispánica». La Esquerra vivía su hora de triunfo y de plenitud y quería contagiar a todos de su optimismo y de su júbilo. El amanecer del Estatuto no podía ser más dichoso. Los apologistas de la autonomía daban a entender que habían entrado en posesión de claves y fórmulas misteriosas e irresistibles, capaces de evitar en adelante los males y las desgracias políticas de Cataluña, cuya salud, perfecta, estaría garantizada por el Estatuto. Las congratulaciones dirigidas a los representantes del poder central se cruzaban con mensajes jubilosos que procedían de la capital de España hacia Cataluña. Azaña alentaba por radio a los catalanes a seguir adelante, después de haber alcanzado con el Estatuto «un punto culminante en la obra de reconstrucción de España emprendida por la República». «Estoy orgulloso de haber llevado a término glorioso un empeño que a muchos les parecía, hace unos meses, imposible de conseguir.» Barcelona se engalanó (10 de septiembre) para recibir a los parlamentarios, acogiéndolos como a triunfadores de las más reñidas batallas por la libertad de Cataluña. Maciá esperaba en la estación a los diputados, y al aparecer éstos en el paseo de Gracia, la multitud cantó Els Segadors. Se puso en marcha la manifestación, camino de la Generalidad. El coche de Maciá se llenó de flores, ofrenda de mujeres entusiastas, y mil banderas y pendones de todos los partidos y grupos del nacionalismo catalán flotaban sobre la muchedumbre, que enronquecía a gritos. La ausencia de enseñas republicanas era total. Los diputados y Maciá hablaron desde los balcones de la Generalidad. Todos insistían en decir cuán sensacional era la conquista lograda y los luminosos caminos que se abrían para Cataluña y «para los otros pueblos ibéricos». «Hemos de convertirnos en el Piamonte —afirmaba el diputado Xirau— y hacer extensivas al resto de los pueblos hispánicos las libertades conseguidas.» «Día llegará —profetizaba Gassol— en que todos los pueblos ibéricos con características especiales y conciencia de su personalidad obtengan lo que hoy es sueño de todos: la República federal.» «El Estatuto es final de una lucha —decía Ayguadé— y comienzo de otra para conseguir todas las libertades que desean los catalanes.» Aquella noche Barcelona, entregada a la fiesta, no durmió.

Esta demostración nacionalista resultó pálida y fría comparada con el homenaje tributado el 11 de septiembre al conseller Casanova: fiesta anual de la nostalgia y del irredentismo de los nacionalistas catalanes, que en esta ocasión rebasaron todos los niveles conocidos, tanto en entusiasmo como en demasías antiespañolas. Ante el monumento desfilaron el Ayuntamiento y la Generalidad en corporación e innumerables agrupaciones y sociedades que cubrieron el monumento y sus alrededores con más de mil coronas. Día y noche se cantó con fervor infatigable Els Segadors por grupos corales. El Orfeó Cátala también entonó el «himno de la libertad de Cataluña».

Los homenajes a los diputados catalanes —«los vencedores», como los denominaba la prensa afecta— se sucedían sin que se viera final a la apoteosis. En aquel alborozado clamor de victoria actuó de aguafiestas Cambó, con un artículo en La Veu de Catalunya (13 de septiembre) que era un recordatorio de la verdadera génesis del Estatuto. Se titulaba «La hora de las justicias y de las paradojas.» «Éste es el momento —decía el líder regionalista— de recordar a todos los no catalanes que han ayudado a que se hiciera justicia.» En primer término citaba a Alcalá Zamora, Azaña, Bello y Ossorio y Gallardo. Y a continuación añadía: «El Estatuto no hubiera sido aprobado o, de serlo, hubiera venido con tantas limitaciones y recortes, que, en lugar de una satisfacción, habría sido un agravio, de no haber hecho explosión, en el momento más comprometido de su tramitación, el complot pretoriano, que paró en seco la campaña antiestatutista. Recordad, si no, el ambiente que se había creado en torno del Estatuto y que se iba densificando de día en día hasta la explosión del complot. Recordad que aquel ambiente iba minando la solidez de la mayoría, hasta el punto de que Azaña, para no ser vencido, impuso a los catalanes la decepción y la amargura del artículo 7.°, que sustrae a Cataluña las facultades más deseadas y para el ejercicio de las cuales es más notoria la aptitud de los catalanes. Y en una batalla, el primer retroceso es anuncio seguro de los que luego han de venir. Recordad el pesimismo y las vacilaciones en el seno de la representación parlamentaria catalana y la preferencia de algunos por resoluciones radicales, que estimo habrían traído las mismas consecuencias que parecidas actitudes ocasionaron en 1919.»

Entendía Cambó que en la lista de aquellos a quienes Cataluña debía agradecimiento era de justicia no olvidar a los anticatalanes, y citaba en primer término al general Barrera, «que con sus persecuciones enconadas y vejatorias durante la Dictadura fortaleció el sentimiento catalán», y al general Sanjurjo, director de una sublevación «cuya finalidad primordial era impedir el triunfo de las pretensiones catalanas». Ambos, «contra su propia voluntad, han hecho tanto y tanto por el triunfo de una fórmula de autonomía para Cataluña».

Para unos, el comentario de Cambó fue como una ducha escocesa aplicada al pueblo catalán en el momento álgido de su fervor autonomista, otros lo interpretaban como una diversión estratégica para rebajar méritos y humos a los diputados que atribuían la victoria a su esfuerzo y casi a su heroísmo.

* * *

Faltaba el acontecimiento cumbre: la firma del Estatuto en San Sebastián elegida para dicho acto. Hacia ella salió el Presidente de la República acompañado de los ministros de Obras Públicas y de Estado. Indalecio Prieto había apercibido a los diputados vascos sobre la importancia de este viaje y les invitó, en un telegrama, a que contribuyesen a la mayor solemnidad, «por la esperanza que significaba la obtención de un régimen análogo para el país vasconavarro». Alcalá Zamora, en el saludo a la muchedumbre que le aclamaba, dijo que llegaba como peregrino a San Sebastián, por ser «cuna de la República española, en la que los representantes de los partidos republicanos sellaron el pacto por el cual nació el régimen y marcaron con fuerza las indudables características de la República española». El Presidente fue constantemente festejado. Se multiplicaron las fiestas en su honor de todas clases: hípicas, náuticas, taurinas, teatrales, gastronómicas. Recorrió varios pueblos de la costa y dedicó una visita preferente a Éibar, de la que afirmó en su discurso desde el balcón de la Casa Consistorial que «si San Sebastián fue la cuna de la República, aquí pasó su infancia, aquí dijo sus primeras palabras y, por lo tanto, aquí nació». Prieto, en su deseo de poner digno remate a las palabras presidenciales, pidió al director de la banda municipal que interpretase el Guernikako Arbola.

Al prolongarse el viaje, Alcalá Zamora se vio forzado a prodigar títulos honoríficos a otras localidades. En atención al abolengo tradicionalista de Tolosa, recordó una conversación sostenida «hacía mucho con Vázquez de Mella» y su coincidencia con este orador, «gloria de la tribuna española» en su incompatibilidad con el absolutismo. Antes, violentando la metáfora, había comparado a Tolosa con la tierra volcánica de las islas Canarias, pues «apartando la lava de rencores, aparece la tierra santa de las tradiciones y de los fueros y con ella de la verdadera libertad». Indalecio Prieto esperaba de las excursiones del Presidente extraordinarios efectos, y afirmaba que «cambiaría rápidamente la psicología política del país vasco».

Los parlamentarios catalanes llegaron a San Sebastián en la noche del 14 de septiembre y su presencia fue aprovechada por los nacionalistas vascos para hacer una gran ostentación de su fuerza y de su preponderancia. Fueron recibidos con vivas a Euzkadi y a Cataluña, bailes de espatadantzaris, música de chistus y banderas de la «nación vasca», excediéndose tanto en sus desprecios y ofensas a España, que soliviantaron a los republicanos, dando origen a colisiones que empezaron en la estación y no terminaron hasta que los diputados catalanes penetraron en el hotel.

Esas expansiones del nacionalismo vasco preludiaban la apoteosis del día 15, señalado para la firma del Estatuto de Cataluña. «Los diputados nacionalistas se presentaron en la Diputación de Guipúzcoa escoltados por varios cientos de mendigoitzales en perfecta formación. Rompían la marcha de esta comitiva un ciento de espatadantzaris con su bandera al frente. La llegada de los diputados vascos al Palacio de Guipúzcoa fue clamorosa». Entraron a continuación las cuatro Comisiones Gestoras de Navarra y de las provincias vascongadas, con sus maceres y su guardia foral. En el Palacio se hallaban el Presidente de la República, los ministros de Estado, Agricultura, Hacienda y Obras Públicas, gobernadores de las cuatro provincias, y en presencia de todos ellos Alcalá Zamora se sentó ante la mesa, y con una pluma obsequio de la Generalidad de Cataluña firmó el decreto de promulgación del Estatuto, y con otra, regalo de la ciudad de Éibar, la ley. En este momento el Orfeón Donostiarra entonó el Guernikako Arbola, y, hecho el silencio, hablaron los presidentes de la Gestora y de la Diputación de Guipúzcoa, y el diputado Companys, que desde aquel momento «consideraba vinculada la tierra guipuzcoana de una manera especial a Cataluña y a la España que resurge». El Presidente de la República pronunció las palabras finales. Explicó cómo los republicanos donostiarras querían que el acto se celebrara en la humilde estancia donde se acordó el Pacto de San Sebastián; pero él propuso que se celebrara en la Diputación, «ya que bastante honor es para aquella estancia y para San Sebastián ser la iniciadora del Pacto». Y, exaltando el acontecimiento, exclamó: «Nosotros hemos hecho algo grande, algo inmenso, que la revolución política no conoce. Hemos hecho una construcción histórica y hemos presentado el nuevo edificio virgen, limpio, ancho y claro». A los representantes del país vasco les invitó a «conservar el encanto de la esperanza, que es la aurora, con el primer rayo de sol, que es la implantación del Estatuto». A los representantes catalanes recomendó la implantación del Estatuto «con honor, con rectitud y con eficacia». «¿Cómo no vamos a entendernos —preguntaba— con un texto escrito y claro, si tenemos el hecho, para honor de todos, de que nos entendimos sin texto alguno desde el día de la revolución?» Los oyentes dispuestos a dar por buenas las presunciones del Presidente, aplaudían las peregrinas interpretaciones de Alcalá Zamora sobre la inteligencia y fraternidad revolucionaria.

Llegó el momento de exhibirse al público. El Presidente se asomó al balcón a la vez que era izada la bandera catalana. La muchedumbre reclamó con alboroto la bandera vasca. El diputado Leizaola, que la tenía a punto, la desplegó. Entonces Indalecio Prieto enlazó las dos enseñas, mientras la multitud vitoreaba a Cataluña y a Euzkadi y entonaba el Guernikako.

Fiestas, discursos y escenas de fraternización encendieron en llamarada las ilusiones de los nacionalistas vascos, los cuales aceptaron a Prieto por aliado. El líder socialista, en la creencia de que el Estatuto vasco sería una realidad en breve plazo, consideró un acierto político reconciliarse con sus antiguos aborrecidos adversarios. En el salón de sesiones de la Diputación de Guipúzcoa, Prieto expuso a los diputados vasconavarros allí congregados el plan a seguir para la consecución del Estatuto. Como miembro del Gobierno vería, acaso, trabada su actuación; pero, en cambio, su influencia podría pesar considerablemente.

Tres cuartas partes del camino hacia el Estatuto vasco se habían ade­lantado con la aprobación del de Cataluña. Pero surgía una cuestión previa: la actitud de Navarra. «Yo no soy partidario —explicó— de excluir a Navarra; pero si ésta persiste en su actitud, habrá que dejarla la responsabilidad de sus determinaciones.» «La puerta no está cerrada al Estatuto vasconavarro, a pesar del resultado de la Asamblea de Pamplona. Conviene esperar lo que decida Navarra, sobre la marcha, e ir, en último caso, al Estatuto de las tres provincias restantes, teniendo en cuenta que las circunstancias políticas nos son totalmente favorables en la actualidad.»

Aconsejaba a los diputados nacionalistas que no pusieran demasiado empeño en las cuestiones económicas, aspecto secundario ante el problema autonómico del país. «No creo —decía— que fracase la autonomía, dada vuestra experiencia administrativa y el ambiente general de moralidad del pueblo. En cambio, he de advertir lealmente que se duda de la eficacia de su implantación en Cataluña. No es cosa ignorada que la administración más corrompida ha sido la del Ayuntamiento de Barcelona.»

Se manifestaba Prieto tolerante, casi magnánimo, y en ciertos momentos patriarcal. «No es posible gobernar adecuadamente teniendo enfrente o descontenta una masa de opinión: hay que procurar no herir en lo posible los intereses de las clases, incluso los económicos, y respetar la voluntad del país y especialmente la de Navarra. ¿Qué sería de las provincias vascongadas sin su formidable vinculación a la economía española, de la cual se nutren sus más potentes industrias? El separatismo sería el suicidio por asfixia. La aspiración a las tradicionales libertades del país quedará plenamente realizada con el Estatuto. Entonces las masas nacionalistas necesitarán vibrar por otros ideales, y a mí me anima la esperanza de verlas enrolarse, aun manteniendo sus signos particulares, en la legión formada por quienes demandamos una mayor justicia social.»

La causa de los recelos de republicanos y socialistas eran las tendencias reaccionarias del nacionalismo, «su espíritu ultramontano, sobre cuya apreciación no llegarían a un acuerdo» pero esperaba una evolución de sus masas en un sentido más liberal y comprensivo.

A su juicio, «debía redactarse un proyecto tan sencillo y limpio que pudiera ser examinado rápidamente por la Comisión parlamentaria y aprobado sin demora en el salón de sesiones». «Ello es tanto más conveniente cuanto que no cabe perder de vista que los diputados catalanes, por constituir una fuerza predominantemente izquierdista, no suscitaban en el Parlamento los recelos que despiertan los nacionalistas vascos. Debe ser, el vuestro, lo más semejante al Estatuto aprobado por Cataluña, lo cual facilitaría mucho su discusión, pues en estas condiciones podría ser aprobado en dos sesiones de la Comisión parlamentaria y en cuatro de las Cortes.»

El ministro, enemigo resuelto y tenaz del nacionalismo vasco y, en general, de las autonomías, que había permanecido silencioso durante la discusión del Estatuto catalán sin ocultar su enemiga al proyecto, se mostraba ahora partidario de la autonomía y se ofrecía como guía para llevar al nacionalismo vasco a la consecución de sus propósitos. Los nacionalistas, alborozados, se dejaron contagiar del optimismo de Prieto. «El contenido autonomista del discurso fue exacto y su intención laudable», escribía José Antonio Aguirre. Las circunstancias no podían ser más favorables. El nacionalismo, el más importante adversario de Prieto vio con agrado esta postura en pro de la autonomía del país. No había tiempo que perder. El 19 de octubre las Comisiones Gestoras de las cuatro Diputaciones, reunidas en San Sebastián, elegían una nueva Comisión con el encargo de adaptar el texto del Estatuto a las particularidades del momento.

Alcalá Zamora prolongó su viaje por Irún, Pamplona, Vitoria y Logroño y dio por terminada su excursión el mismo día en que emprendía un viaje a Galicia y Asturias el jefe del Gobierno (19 de septiembre). En Oviedo visitó la Fábrica Nacional de Armas y la de cañones de Trubia. Afirmó aquí que el porvenir industrial estaba asegurado, y tras de un breve alto en Madrid, prosiguió hacia Barcelona, en tren especial (24 de septiembre), con lucido acompañamiento, en el que figuraban los ministros de la Gobernación, Hacienda, Marina y muchos diputados y periodistas. En la capital catalana le aguardaba un recibimiento grandioso, preparado con esmero por los dirigentes de la Generalidad, para dar la sensación de dominio y poderío. «Nunca una representación del Gobierno —escribía Ahora (27 de septiembre) — había sido acogida en Cataluña con el fervor genuino con que el pueblo catalán ha recibido a Azaña y a sus acompañantes. Se han desvanecido recelos y hostilidades tradicionales y el camino queda abierto para una colaboración generosa a base de libertad y mutua comprensión.» Entre continuas aclamaciones, Azaña y sus amigos se trasladaron a la Generalidad para presenciar el desfile de tropas, y al terminar éste, Maciá habló a la muchedumbre, apiñada en la plaza de la República. «Habéis podido ver —dijo— la unanimidad que hay en nuestro pueblo en favor del Estatuto que es el Código de sus libertades: un Código que no sabemos cuándo se llenará, pero que se llenará algún día.» Y añadió: «La libertad de Cataluña tenía que triunfar, porque no hay poder humano que pueda oponerse a la petición de libertad colectiva de un pueblo cuando se expresa de un modo tan unánime. Pero ese afán de libertad, que al fin y al cabo había de obtener el triunfo, podía haber llevado al pueblo, de no ser atendido, a una lucha cruenta, que hubiera producido males horrorosos a las dos partes.» Pidió en nombre de Cataluña al jefe del Gobierno «que pusiera su fuerza política y su poderosa inteligencia al lado de los demás pueblos españoles cuando éstos pidan también sus libertades». La última parte del discurso la pronunció en catalán. La multitud, enardecida, le aclamaba sin cansancio. A continuación, Azaña aceptó los vítores y aplausos «como toque de júbilo y victoria de la revolución triunfante, que empezaba a palpar los frutos ciertos de sus primeras creaciones». El hecho político que se festejaba «abría una página nueva en la historia de España y en la historia de Cataluña». «Ésta es —dijo— la revolución triunfante.» «Ya no hay en España reyes que puedan declarar la guerra a Cataluña. Vuestro himno histórico, catalanes, se queda sin enemigo a quien motejar.» «El hecho que celebramos no es un hecho catalán, sino un hecho español, y más diré: un hecho de la historia universal, y es probable que sea la República española, con sus soluciones autonomistas, la que en adelante señale los caminos a seguir a otros pueblos europeos en situación más o menos semejante a la nuestra.» A encomiar, entre ovaciones encendidas, la trascendencia de la obra de las Cortes españolas se entregó de lleno el jefe del Gobierno, que no vaciló en pronosticar los muchos e inapreciables bienes que se seguirían para todos de la concesión de la autonomía a Cataluña y pronto «a otros pueblos peninsulares en las modalidades que les sean propias».

La jornada fue memorable, de las que merecían eternizarse en mármoles. «Azaña, el amigo de Cataluña —escribía Rovira y Virgili en La Rambla — ha venido a darnos, en nombre de la República española, una de las reparaciones positivas de una grave injusticia multisecular y a abrirnos el camino de la libertad nueva.» «Estos días—refería Gaziel — se han presenciado en Barcelona cosas inverosímiles, literalmente increíbles, como por ejemplo: vivas a España estentóreos, brotando del pecho de multitudes enormes, que ni saben ni pueden mentir: las mismas que antaño lanzaban, rabiosas, el grito contrario, y, cosa que parece sueño, aclamaciones populares al Ejército y a los estandartes militares, en la ciudad donde el desfile de un regimiento provocaba la sorda y hostil indiferencia que el paso de la tropa produce en país ocupado. Una transformación semejante sólo podrían producirla dos únicos factores: la República combinada con la autonomía.» El propio líder de la Lliga Regionalista, Cambó, parecía muy impresionado por el júbilo con que Cataluña había recibido el Estatuto y se felicitaba al ver desvanecidos los apasionamientos provocados anteriormente por el problema catalán. «Ha desaparecido —afirmaba— el gran obstáculo para la marcha normal de la política española y se ha creado la posibilidad de una colaboración efusiva y constante de los catalanes en la política española. Es preciso confesar noblemente que este resultado se debe a la República».

A raíz de aprobarse el Estatuto dimitió el Gobierno de la Generalidad, y a los pocos días (3 de octubre) quedó constituido del siguiente modo: Instrucción Pública, Ventura Gassol; Gobernación, José Terradellas; Economía, Manuel Serra Monet; Trabajo, Javier Casals; Asistencia Social y Sanidad, Antonio Xirau; Justicia y Derecho, Pedro Comas; Hacienda, Carlos Pi y Suñer, y Obras Públicas, Juan Lluhí y Vallescá. El departamento, de Agricultura quedaba adscrito a la Presidencia. La primera reunión del nuevo Gobierno se celebró en Lérida (15 de octubre) y en ella se fijó la fecha del 20 de noviembre para las elecciones de diputados del Parlamento catalán. Maciá, en una nota dada al terminar el Consejo de la Generalidad, contestaba, sin nombrarle, a Cambó, porque éste había preguntado desde La Veu de Catalunya si, una vez aprobado el Estatuto y satisfechas las reivindicaciones del catalanismo, la política debía de desarrollarse a base de partidos catalanes, con organización limitada a Cataluña, donde residirían las direcciones supremas. Maciá se declaraba partidario de continuar la política regional, a base de partidos locales que tuviesen por fundamento el catalanismo y una tendencia izquierdista, pues ésta hizo posible la República y el Estatuto. «Os llamo—terminaba Maciá— a realizar una de las empresas de ideal y de justicia que jamás pudo haber realizado ningún otro pueblo de la Humanidad.» A efectos electorales, Cataluña quedó dividida en cinco circunscripciones: Barcelona (ciudad), Barcelona (provincia), Gerona, Lérida y Tarragona. El Parlamento catalán lo compondrían 87 diputados: uno por cada 40.000 habitantes. La convocatoria para las elecciones al Parlamento de Cataluña, con la firma de Maciá, se publicó el 25 de octubre. Ese mismo día, por decreto del Gobierno provisional de la Generalidad, se creaba una Comisión jurídica asesora, dependiente del Departamento de Justicia y Derecho, para elaborar los proyectos de ley que el Gobierno de la Generalidad le encargase, evacuar los informes que el Gobierno solicitara sobre cuestiones de orden especial y formular el anteproyecto de la ley civil catalana. Una subcomisión proyectaría la Constitución interna de Cataluña, la ley municipal, la reguladora del Tribunal Supremo de Cataluña y la electoral.

Los propósitos de constituir bloques de fuerzas con ánimo de que la Administración del Estatuto fuese una labor mancomunada de todos los partidos catalanes, y no un monopolio de la Esquerra, no cuajaron. La Esquerra, envalentonada por su enorme fuerza, se negaba a todo compromiso o alianza. «Los radicales —proclamaba Lerroux en el teatro Olimpia de Barcelona— lucharemos solos. Si triunfa la Esquerra, será un triunfo alcanzado por medios reprobables. El partido radical ha sido autonomista desde su nacimiento.» Cambó, opinaba que el mejor Parlamento catalán sería aquel en que ningún partido político tuviese mayoría. El ministro de Agricultura, Marcelino Domingo, que dirigió personalmente la propaganda de la concentración catalanista republicana, proclamó en Tarragona: «La actitud irresponsable de la Esquerra ha impedido el frente único de izquierdas.» Barcelona, elevó la cotización de la contienda electoral al asegurar «que el mundo tiene puestos sus ojos en las elecciones catalanas» y que un triunfo de la Esquerra «impediría la presencia en el Parlamento de los hombres que Cataluña necesitaba».

Conforme se aproximaba el día de las elecciones, la propaganda crecía en intensidad y en violencia. En los últimos mítines participaron Maciá, Lerroux, Goicoechea, Bertrán y Musitu y Lamamié de Clairac. Optaban a las 87 actas nada menos que 506 candidatos. Para 24 puestos (19 por la mayoría y 5 por las minorías) de Barcelona (capital) se presentaban 228 candidatos. Los partidos que intervenían en la contienda eran los siguientes: Concentración Catalanista Republicana, Acción Catalana, Esquerra, Partido Radical, Lliga Regionalista, Estat Cátala, Federal, Partido Comunista, Bloque Obrero y Campesino, Alianza de Extremas Izquierdas, Derecha de Cataluña (católicos y monárquicos), Concentración Española, candidatura de coalición y Partido Nacionalista Catalán. Los sindicalistas se abstenían. «No dejéis que os engañen — escribía Solidaridad Obrera (19 de noviembre) —. Seréis siempre las víctimas propiciatorias. No votéis.» El triunfo de la Esquerra fue completo: ganó las mayorías en las cuatro provincias. Los puestos de las minorías fueron para la Lliga Regionalista. Maciá obtuvo 62.000 votos en Barcelona (capital); el candidato regionalista más favorecido, 32.000; el radical, 17.000; el de la Derecha catalana, 6.000, y el comunista Casanellas, 1.700.

La Esquerra reunió el 40 por 100 de los sufragios emitidos; la Lliga, el 35 por 100, y los restantes partidos, el 21 por 100. En las elecciones anteriores la Esquerra había superado a la Lliga en 400 por 100, y en estas elecciones, con todos los recursos del poder, no había llegado al 35 por 100. El sistema electoral de mayorías daba lugar a anomalías como éstas: con 192.000 votos, la Esquerra conseguía 69 diputados, mientras la Lliga, con 129.000 votos, sacaba 18 diputados, y 104.000 electores, que habían votado distintas candidaturas, se quedaban sin representación. La Derecha monárquica logró, en total, 15.300 votos, y los comunistas, 10.900.

La Lliga Regionalista se consideró vencedora y festejó el triunfo con un banquete de 6.348 comensales (4 de diciembre), celebrado en el Palacio de Arte Moderno, de Montjuich. Cambó, Ventosa y Abadal, en sus discursos, recalcaron que la aspiración autonomista se debía a la Lliga, que había sabido inculcar este anhelo en el alma de los catalanes. «Antes que afiliados a un partido —dijo Ventosa— somos catalanes.» Y Abadal pidió a todos que se esforzaran sin descanso hasta obtener la autonomía plena.

El Gobierno de Madrid aprobó el decreto de constitución de una Comisión mixta para la transmisión de servicios a la Generalidad. Se instaló el Parlamento en el antiguo palacio del Gobernador en la Ciudadela que fue mandado construir por Felipe V, residencia en algún tiempo de reyes y museo de arte después.

La sesión de apertura se celebró el 6 de diciembre. «Después de más de doscientos años de silencio —se decía en un decreto con la firma de Maciá— se reúnen de nuevo, por primera vez, las Cortes catalanas. Nuestro pueblo hará oír otra vez su voz cordial y generosa a todos los pueblos de España y a todas las naciones del mundo. Toda Cataluña siente la trascendencia de este momento histórico y quiere proclamarlo bien alto, con palabras de alborozo, consciente de lo que representa para sus propios destinos.» El día fue declarado festivo «en todas las tierras catalanas». La comitiva salió de la Generalidad para trasladarse al Palacio de las Cortes, y en el momento de iniciar la marcha fueron echadas a vuelo las campanas. Maciá repitió ante los diputados, con ligeras variantes impuestas por las circunstancias, el mismo discurso sobre la libertad de Cataluña que venía pronunciando desde que escaló la presidencia, y la sesión se interrumpió para que los diputados presenciaran el desfile de la compañía de Infantería que había tributado honores a la llegada de Maciá al Parlamento. Aclamado el Presidente a su regreso a la Generalidad, se vio obligado a arengar una vez más a las masas, que le reclamaban. Fue elegido presidente del Parlamento, Companys; vicepresidente, Casanova, y Presidente de la Generalidad, Maciá, por 63 votos (14 de diciembre). El regionalista Abadal obtuvo 11 votos.Dimitió el Consejo de la Generalidad, y el nuevo quedó constituido de esta forma: Obras Públicas, Lluhí y Vallescá; Gobernación, Terradellas; Hacienda, Pi y Suñer; Trabajo y Asistencia Social, Casals; Cultura, Gassol, y Agricultura y Economía, Xirau. La política catalana quedaba íntegramente en poder de la Esquerra. El diputado Lluhí y Vallescá, que asumía, por decreto, la representación del Presidente ante las Cortes, esbozó el programa político a desarrollar: en primer término, la aprobación del Estatuto orgánico interior de Cataluña. El Parlamento comenzó a funcionar, y aprobado el reglamento de régimen interior, pasó a discutir el presupuesto provisional, que en total sumaba 65.738.839 pesetas.

 

CAPÍTULO 24.

DISCREPANCIAS SOCIALISTAS SOBRE LA PARTICIPACIÓN EN EL GOBIERNO

 

 

FRANCESC MACIÁ (1859-1933)

 

Francesc Macià i Llussà, que firmó como Francisco Maciá hasta los 55 años,nacido en Villanueva y Geltrú el 21 de septiembre de 1859, a los quince años ingresa en la Academia de Ingenieros de Guadalajara. Termina su formación tras cinco años y pasa destinado como teniente a Madrid en la sección de telegrafía. Es destinado a Sevilla con el grado de capitán (1882) y después a Lérida, donde llega a teniente coronel.

Se casó con Eugenia Lamarca en 1888, hija del arquitecto y terrateniente leridano, Agapito Lamarca Quintana. En 1896 el teniente coronel Macià se presentó como voluntario para ser trasladado a Cuba, solicitud que no fue admitida.

Sin embargo, tuvo que salir de la institución militar después de condenar el ataque de algunos oficiales del ejército al semanario La Veu de Catalunya en 1905. Estos asaltaron la imprenta en la que se elaboraba el semanario donde se había publicado una caricatura que consideraron vejatoria para los oficiales destinados en Cataluña, la revista satírica el Cu-cut y justo después el emplazamiento de la Liga Regionalista. En vez de tomarse medidas contra los militares, se les dio la razón y a los autores de la caricatura se les juzgó por un tribunal militar, es decir, la Ley de Jurisdicciones. Este hecho llevó a que se crease la Solidaridad Catalana, y Macià comenzó su actividad política.

Se presenta a diputado en las elecciones del 21 de abril de 1907 en las listas de la Solidaridad Catalana representando a Barcelona, obteniendo escaño con un gran éxito para su coalición política (44 de 47 diputados de Cataluña). Pero en 1908, se retira de las cortes. El mismo año consta su participación en una concentración carlista en el pueblo de Butsènit d'Urgell, en la que ofrecería su espada de militar a la causa.

Volverá a ser elegido diputado en 1914, 1916, 1918, 1919, 1920 y 1923. En el Congreso se dedica inicialmente a promover la regeneración de España, aunque irá deslizándose hacia el republicanismo.

A finales del año 1918, fundó la Federació Democràtica Nacionalista, una pequeña formación nacionalista fundamentalmente situada dentro la izquierda política, aunque no exenta de afinidad con las huestes carlistas. En julio de 1922, protagonizó la fundación de una organización paramilitar, Estat Català («Estado Catalán», EC).

En 1923, tras el golpe de Estado de septiembre de 1923 por parte de Miguel Primo de Rivera, se exilió en Francia. Asentado inicialmente en Perpiñán, se trasladará a finales de año a París, previo paso por Châteauroux. Es en esta época cuando desde Estat Català desarrolla su carácter insurreccional manteniendo contacto con anarquistas y comunistas, consigue la ayuda económica de las comunidades de catalanes residentes en Sudamérica y presta apoyo a casi todos los intentos insurreccionales en España.

En 1925, efectuó un fallido viaje a Moscú para tratar de recabar ayuda de las autoridades comunistas, manteniendo encuentros con Grigori Zinóviev y Nikolái Bujarin.

En 1926, durante la dictadura de Miguel Primo de Rivera organizó una incursión armada de voluntarios —el denominado «complot de Prats de Molló»— para invadir Cataluña desde Francia, provocar una insurrección general y proclamar una república catalana; la expedición, deficientemente preparada, no llegó a cruzar la frontera franco-española al ser detenida por la Gendarmería francesa en Prats de Molló. Esto le hará ganar mucha popularidad en Cataluña. Abortado el complot, Macià fue detenido y desterrado a Bélgica.

Tras residir unos cuantos meses en Bruselas, entró clandestinamente en Argentina, donde residió más de medio año. Tras efectuar visitas a las comunidades de catalanes en Uruguay, Argentina y Chile, llegó a Cuba en agosto de 1928. En La Habana fundó el Partido Separatista Revolucionario de Cataluña, del cual fue presidente y en el que estudió por primera vez (en septiembre-octubre de 1928) la posibilidad de constituir una República Catalana que adopte «como forma de Gobierno la República técnico-democrática-representativa».

Caída la dictadura del general Primo de Rivera (enero de 1930), Macià regresa a España el 22 de febrero de 1931. Fue elegido diputado a Cortes en 1931 (y más tarde también en 1933). En 1931, Estat Català se unió con el Partit Republicà Català de Lluís Companys y el grupo L'Opinió para fundar el nuevo partido Esquerra Republicana de Catalunya (ERC), manteniendo autonomía interna.

El 14 de abril de 1931, las elecciones municipales que llevaron a la Segunda República española también dieron la mayoría en Cataluña a ERC. El mismo día, desde el balcón del Palacio de la Generalidad de Cataluña, Macià proclamó la República Catalana en los siguientes términos:

En nombre del pueblo de Catalunya proclamo el Estado Catalán bajo en régimen de una República Catalana, que libremente y con toda cordialidad ansía y pide a los otros pueblos hermanos de España su colaboración en la creación de una Confederación de pueblos ibéricos ofreciéndoles por los medios que sean de liberarse de la Monarquía borbónica.

En estos momentos hacemos llegar nuestra voz a todos los pueblos libres del mundo, en nombre de la libertad, de la justicia y de la paz de los pueblos.

El presidente de la República Catalana, Francesc Macià

La proclamación se adelantaba en algunas horas a la proclamación de la Segunda República española en Madrid. El día siguiente, 15 de abril, Macià enviaba «instrucciones para la proclamación de la república catalana a los ayuntamientos de Cataluña»

Tras la proclamación, dirigentes del carlismo catalán acudieron a ofrecer su «colaboración patriótica».

La proclamación de la República Catalana por parte de Macià abrió un conflicto con el recién constituido Gobierno provisional de la República. Para resolverlo, tres días después, tres ministros del Gobierno provisional (Marcelino Domingo, Nicolau d'Olwer y Fernando de los Ríos) llegaban a Barcelona para negociar, alcanzando un acuerdo por el que Macià aceptaba el compromiso del Gobierno provisional de que presentaría en las futuras Cortes Constituyentes un estatuto de autonomía para Cataluña:

Los tres ministros del Gobierno provisional de la República han confirmado de la manera más completa y absoluta, la seguridad del cumplimiento del Pacto de San Sebastián y se ha reconocido por todos los reunidos la conveniencia de adelantar la elaboración del Estatuto de Cataluña» que, «una vez aprobado por la Asamblea de Ayuntamientos Catalanes, será presentado, como ponencia del Gobierno provisional de la República y como solemne manifestación de la voluntad de Cataluña, a la resolución de las Cortes Constituyentes.

En la práctica, tras las negociaciones, Macià renunciaba a la República Catalana y el Gobierno de Cataluña pasaría a utilizar en adelante la denominación de Generalitat de Catalunya:

Con la creación del parlamento catalán, Macià fue elegido diputado por dos circunscripciones diferentes, Lérida y Barcelona ciudad, teniendo que renunciar a una de las actas. Fue elegido presidente de la Generalidad con 63 votos a favor en el parlamento catalán el 14 de diciembre de 1932. Se mantuvo en el cargo hasta su muerte en 1933.

Durante su mandato, se produjeron algunos conflictos sociales como la huelga general de Barcelona de septiembre de 1931. Con la creación de Estat Catalá trató de ensamblar un ultranacionalismo compatible con un populismo de izquierdas. Representante de un nacionalismo radical periférico, su figura llegó a ser tomada coyunturalmente como modelo por Ernesto Giménez Caballero a la hora de elucubrar acerca de la conformación de un nacionalismo español combativo y fascistizante. En cambio, durante el periodo de la Segunda República, desde la perspectiva del liberalismo europeo, imbuido de un aura heroica, tendió a ser visto como el abanderado de un movimiento democrático.

Macià falleció de una apendicitis aguda el 25 de diciembre de 1933 a los setenta y cuatro años de edad. Fue sustituido al frente de la Generalidad de Cataluña por Lluís Companys.

Cuando Macià falleció se llevó a cabo un rito masónico para su enterramiento consistente en introducir su corazón y sus vísceras en urnas. Durante la guerra civil española, ante el inminente triunfo del bando sublevado, Josep Tarradellas mandó a un funcionario a recoger el corazón de Macià y llevárselo al exilio y comunicó a la familia que, para evitar profanaciones, el cuerpo de Macià había sido trasladado secretamente de su tumba oficial al panteón Collaso Gil. En 1954 Tarradellas fue nombrado presidente de la Generalidad en el exilio. Durante la Transición Española, Tarradellas regresó a España y la familia le reclamó el corazón de Macià, ya que el Ayuntamiento de Barcelona deseaba realizar un acto solemne de la devolución del corazón al sepulcro. Se procedió a la exhumación del cadáver del panteón Collaso Gil pero se descubrió que Macià no había sido enterrado allí, lo que provocó la profunda indignación de la familia de Macià y del Ayuntamiento. Tras esto se comprobó que, efectivamente, el cuerpo de Maciá se encontraba en su tumba original. Se descubrió, además, que en la tumba de Macià el corazón seguía allí, con lo cual el supuesto corazón de Macià que conservaba Tarradellas era de un individuo desconocido.

 

 

 

CAPÍTULO 24.

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