cristoraul.org |
CAPÍTULO XX.TRIUNFO Y FRACASO DE SANJURJO EN SEVILLA
Poco
después de las tres de la madrugada del día 10 de agosto llegó a Sevilla el
general Sanjurjo. Se dirigió directamente al hermoso palacio de la marquesa
Viuda de Esquivel, en el paseo de las Palmeras, ofrecido por la aristócrata
para alojamiento del jefe de la sublevación. Siete parejas de la guardia Civil
montaban vigilancia dentro y fuera de la Casa.
Le
esperaban con la natural impaciencia la marquesa y sus hijos, el general de
Ingenieros García de la Herrán, el comandante de Infantería Delgado Serrano y
hasta unos veinte oficiales más, en su mayoría capitanes de diversas Armas y de
la Guardia Civil. El tiempo apremiaba y Sanjurjo, animoso, sin muestras de
fatiga, dio a conocer el programa tal como lo tenía trazado y la misión
atribuida a cada uno de los presentes. El comandante Sánchez Rubio visitaría en
nombre del general los cuarteles de Aviación y de Infantería; el comandante
Delgado Serrano el de Ingenieros; Vicente Medina, hijo de la marquesa de
Esquivel, el de Artillería, y los capitanes Rodríguez Hinojosa y Franco Pineda,
el de la Guardia Civil. En el acto se puso en marcha la maquinaria del pronunciamiento.
Esteban Infantes habló por teléfono con complicados de Madrid y Granada. La
mecha estaba encendida y la ilusión de todos era grande.
Sanjurjo
dio lectura al manifiesto justificativo de su rebeldía contra el Gobierno. Lo
había redactado el escritor Juan Pujol, director del diario madrileño Informaciones,
tomando como falsilla el del Comité revolucionario escrito por Lerroux a raíz
de la intentona de diciembre de 1930 contra la Monarquía. Preocupación
inmediata del general fue preparar el bando con la declaración del estado de
guerra. Lo redactó García de la Herrán, y decía así: «El excelentísimo señor
general don José Sanjurjo y Sacanell, teniente
general de los ejércitos. Hago saber: Queda declarado el estado de guerra en
toda la región andaluza, con las consecuencias que dicho estado lleva consigo.
Como capitán general de Andalucía asumo el mando, concentrando en mi autoridad
todos los poderes. Así como Dios me permitió llevar el Ejército español a la
victoria en los campos africanos, ahorrando el derramamiento de sangre moza,
confío en que también hoy me será permitido con mi actitud llevar la
tranquilidad a muchos hogares humildes y la paz a todos los espíritus. ¡Viva
España Única e Inmortal! Sevilla, 10 de agosto de 1932».
En
virtud de otra disposición designaba al general García de la Herrán jefe de la
División y comandante militar de Sevilla.
Sanjurjo
quería hacer una sublevación con el menor estrago y perturbación, si fuera
posible, de «guante blanco», y para ello empezó por enviar mensajeros al
gobernador civil Valera y al gobernador militar Manuel González, a fin de
hacerles sabedores de sus propósitos y recabar su adhesión. A las cuatro y
media de la madrugada penetraba el teniente coronel Esteban Infantes en la
Comandancia Militar, donde todos dormían. Costó trabajo que le recibiera el
jefe de la División, el cual se demudó al oír las asombrosas nuevas de labios
del extraño visitante. En este crítico momento le llamó por teléfono el propio
Azaña para ordenarle el arresto de Sanjurjo y comunicarle que la intentona de
Madrid había fracasado. El general no dio su aquiescencia a la propuesta del
ayudante de Sanjurjo: «A usted —le dijo— le debía detener para que no se
moviera de aquí. Sin embargo, le dejo marchar».
El
comandante Sánchez Rubio encontró en el cuartel de San Hermenegildo la
oposición cerrada del coronel de Infantería Rodríguez Polanco, el cual se negó
a facilitar una compañía para la declaración del estado de guerra. Cuando el
gobernador tuvo noticias de lo que se preparaba mandó un camión de guardias de
Asalto con orden de detener a cuantas personas encontraran en el Palacio de la
Palmera. Sanjurjo invitó al oficial que mandaba a los guardias a dialogar con
él a solas en una de las habitaciones. Pocos minutos duró el parlamento, y a su
terminación, el oficial y sus subordinados se alejaron.
Sanjurjo
escuchó sin titubear los relatos de los mensajeros a su regreso: en conjunto,
resultaban poco alentadores. Pero no vaciló, y la forma expeditiva en que se
produjo dio a entender a cuantos le rodeaban que estaba dispuesto a enfrentarse
resueltamente con la adversidad: «Yo mismo exclamó— sacaré las fuerzas a la
calle». Y seguido de jefes y oficiales se encaminó hacia el Palacio Nacional de
la Plaza de España, donde tenía su cuartel una compañía de la Guardia Civil.
Prevenidos los centinelas le presentaron armas, y los guardias, formados en el
patio, aclamaron al general, que les enardeció con una arenga. García de la
Herrán, por su parte, se dirigió al cercano cuartel del batallón de Zapadores y
consiguió en el acto la adhesión. Todo resultó bien. Poco después, los dos
generales, al frente de una compañía de Zapadores y otra de la Guardia Civil,
atravesaban la Puerta de Jerez camino de la Plaza Nueva, en el corazón de
Sevilla. Eran las seis de la mañana. Los contados espectadores de este insólito
desfile lo contemplaban sin comprenderlo. Un agente de policía se acercó a
Sanjurjo con un singular ruego: enterado el gobernador por el oficial de
guardias de Asalto que parlamentó con Sanjurjo en el Palacio de la Palmera de
que el general contaba con la adhesión de toda la guarnición de la ciudad, le
pedía que retardase la marcha hacia el centro, dándole tiempo para retirar los
retenes de fuerzas de policía y Seguridad a fin de evitar choques sangrientos.
Sanjurjo prometió complacerle.
Era
gobernador civil de Sevilla Eduardo Valera Valverde, teniente coronel de
caballería retirado, afiliado al partido de Miguel Maura, republicano
platónico, enemigo de la violencia en todas sus formas. Cuando Maura dimitió la
cartera de Gobernación, quiso aquél abandonar el cargo, pero la población
entera pidió que continuase, reconocida su buena disposición por mantener el
orden en la provincia. Si Sanjurjo contaba con toda la guarnición de Sevilla,
¿qué podía oponer él a la arrolladora fuerza sediciosa?
El
comandante Delgado Serrano se presentó en la Plaza Nueva al frente de dos
compañías de Infantería, que enviadas por el jefe de la División para proteger
el Gobierno Civil habían decidido adherirse a Sanjurjo. En cuanto éste lo supo,
reanudó la marcha, y pocos momentos después desembocaba en la Plaza Nueva. Se
aumentó el conjunto de fuerzas allí mismo concentradas con dos baterías de
artillería, enviadas por el general González para batir a los sublevados, que se pasaron también al bando
de éstos. Las cosas no podían desarrollarse mejor. Se dio lectura, en la misma
Plaza y en presencia de Sanjurjo, al bando declarando el estado de guerra. El
teniente coronel de ingenieros, marqués de Sauceda, se posesionó del Gobierno
civil, después de desposeer, simbólicamente, por la fuerza, a Valera Valverde,
y de contener un arrebato de violenta indignación del teniente coronel Ildefonso Puigdengolas,
allí presente. Realizada la primera parte de su programa, Sanjurjo se trasladó
al edificio de la División, en la plaza de Gavidia, pasa entrevistarse con el
general González. Hora y media duró la conversación, sin que Sanjurjo lograra
convencer ni reducir la actitud de su compañero, opuesto a lo que consideraba
una disparatada aventura, máxime después del infausto resultado de Madrid, del
que estaba enterado por su conversación con Azaña.
Sanjurjo
se dirigió luego al inmediato cuartel de San Hermenegildo y en la sala de
banderas fue recibido por toda la oficialidad, a la que expuso las razones de
su decisión, sus propósitos y sus esperanzas en un triunfo total en España.
Jefes y oficiales se reunieron brevemente para cambiar impresiones y acordaron
secundar al general. Así lo decidieron también las clases de tropa. En este
momento hizo su aparición el general González, acompañado de todo su Estado
Mayor. El jefe de la división preguntó en tono airado a Sanjurjo con qué
autoridad hablaba a los oficiales.
—Con
la mía, respondió el interpelado. Y como usted — añadió— ha dejado de ser jefe
de la División, le requiero para que ahora mismo resigne el mando. Al general
González le bastó retirar el semblante a los reunidos para comprender que podía
considerar decaída su autoridad ante ellos. Puede usted mandar —exclamó
dirigiéndose a Sanjurjo—, puesto que a mí no me obedecen. Y se volvió a
Capitanía, de la que no saldría en toda la jornada. A Capitanía fue también el
general Sanjurjo, como jefe absoluto militar, para presidir una reunión de
jefes de cuerpo. Allí se enteró del triunfo total en Sevilla, de la ocupación
por las tropas de las centrales de Teléfonos, Telégrafos, Radio y estaciones de
ferrocarril sin la menor oposición. Supo también que el coronel de la Guardia
Civil ArturoPárraga se había adueñado, sin oposición,
del Ayuntamiento de Jerez de la Frontera. En contraste, conoció el desgraciado
final de la intentona en otras ciudades: en Madrid, el fracaso había sido
completo y las radios de la capital de España difundían el éxito del Gobierno;
el general González Carrasco no encontró asistencia ni ayuda en Granada y se
ignoraba su paradero; ni en Córdoba, ni en Cádiz había repercutido la
sublevación; en esta última ciudad el general Mena, como medida de precaución,
había ordenado detener al coronel Varela. Abruman y angustian todas estas
noticias al general Sanjurjo. ¡Cómo desazonan tantos fallos a una mente
fatigada, a unos ojos cargados de sueño, a un organismo sesentón, macerado por
las incesantes e intensas emociones de dos días!
Sevilla,
al despertar, se encontró con las grandes novedad., incubadas en el breve lapso
que mediaba de tres a seis de la mañana. Había sido desplazado el Gobierno de
Azaña y sustituido por un poder militar. Si Sanjurjo, se atenía a las ovaciones
y vítores que escuchaba al cruzar a pie la calle de las Sierpes y otras
céntricas, podía creer que había acertado y que el pueblo estaba con él.
Mediada la mañana, se dirigió a la Base aérea de Tablada. Aquí obtuvo la
adhesión de la mayoría de los jefes y oficiales; pero no sucedió lo propio con
los suboficiales, sargentos y tropa, que resueltamente se manifestaron
contrarios a la rebeldía. La marcha ascensional de la sublevación había
terminado.
Porque
lo de Tablada sólo era un aviso de cosas peores que se avecinaban: desde el
comienzo de la mañana latía una sorda protesta entre los afiliados a las
organizaciones obreras y a los partidos izquierdistas, que no tardaría en
exteriorizarse.
El
Ayuntamiento no había sufrido alteración ni cambio; el Alcalde, José González y
Fernández Labandera, redactó un bando e incluso fue
fijado en algunos muros. En él se ratificaba «la absoluta adhesión y fidelidad
al Poder constituido, repugnando por sedicioso todo intento subversivo que bajo
cualquier pretexto pretenda atacar al régimen instaurado por la soberanía
nacional». Declaraba el Ayuntamiento su resolución de permanecer firme en su
puesto, y anunciaba que la sublevación «se circunscribía a Sevilla, pues en el
resto de España no había prendido». Para acabar con este foco de resistencia,
el comandante Sánchez Rubio se presentó allí con fuerzas de la Guardia Civil y
procedió a la detención del alcalde y de cincuenta concejales que se
encontraban en el palacio municipal, y ordenó su conducción al cuartel del
Carmen.
Desapareció
ese brote de oposición, pero surgían otros. En el Alcázar funcionaba desde
media mañana un Comité, integrado por los catedráticos Estanislao del Campo,
Juan María Aguilar, el diputado Fernández Ballesteros; el conservador del
Alcázar, Alfonso Lasso de la Vega, y delegados de la C. N. T. y de los
partidos socialista y republicanos de izquierda, asistidos por un francés
llamado Henry Oger, experto en organizar agitaciones
populares.
Al
mediodía se repartían por todo Sevilla octavillas y proclamas dirigidas a los
obreros, soldados y afiliados a los partidos revolucionarios, pidiéndoles se
opusieran al intento de implantar una dictadura, «tras la que se encubre la
instauración de la odiosa casta de los Borbones». A los soldados se les
excitaba a «desobedecer a los jefes traidores», y a los obreros a «emplear la
acción directa contra los sublevados y a desertar del trabajo, a fin de
paralizar la vida de la ciudad en todos sus aspectos, mediante la huelga
revolucionaria». Por su parte, la C. N. T. destacaba agentes con órdenes de
suspender el trabajo en todas partes.
Esta
campaña empezó en seguida a surtir efectos. La actividad de la capital se
paralizaba por instantes. El general Sanjurjo, que se vanagloriaba de haber
alcanzado el éxito sin disparar un solo tiro, insistió todavía en su propósito
de imponerse por la persuasión y buenas razones y, en consecuencia, redactó,
para ser leída por la Radio, una nota que denunciaba una pluma torpe y medrosa,
para contener la impetuosa catarata que al general se le venía encima. «Los
rumores, decía la nota, propalados por ciertos elementos de que el Movimiento
es monárquico no es más que un pretexto de los que disfrutan de ciertos
privilegios y temen perder las ventajas de que disfrutan, intentando con esas
manifestaciones y rumores introducir el descontento en la opinión. El general
Sanjurjo afirma por su honor que el Movimiento es republicano; pero desde luego
contra un Gobierno que repudia España, ya que con sus desaciertos y sus actos
está llevando al desquiciamiento el Poder. Por ello, recomiendo a todos que
vayan al trabajo, cuya libertad garantizo».
La
recomendación no sirvió de nada: en cambio, eran obedecidas la órdenes de la C.
N. T. y de los socialistas: los «taxis» se retiraron del servicio, muchos
comercios cerraron al presentir sus dueños la tormenta, pues grupos de
extremistas, agoreros del motín, recorrían las barriadas y excitaban a la lucha
contra el dictador. Además, diversas radios, la de Madrid a la cabeza,
repetían que las columnas militares habían iniciado su marcha sobre Sevilla: un
tren con dos batallones de los regimientos números 1 y 6 habían salido de
Madrid a las tres de la tarde a las órdenes del coronel Leret.
Otro tren transportaba el grupo de Artillería de Vicálvaro y el de obuses de
Getafe. En Cádiz y Algeciras eran esperados dos batallones de Cazadores de Africa y dos tabores y un escuadrón de Regulares de Ceuta.
La aviación había sido movilizada y antes de doce horas comenzaría su acción
contra los rebeldes. «Ruiz Trillo —escribe Azaña en su diario — me ha hablado por
teléfono desde varias estaciones del camino. La aviación está posada en
Daimiel, esperando la orden para actuar sobre Sevilla al amanecer de mañana. La
fuerza de Cádiz también marcha. Toda la infantería y la artillería que sacamos
de Madrid está de viaje. No espero ya nada alarmante del lado de Sevilla. Sólo
falta saber cómo se va a terminar aquello».
A
Azaña le llena de asombro la inacción de Sanjurjo. «¿A qué espera?, se
pregunta. Yo, en su caso, agrega, habría sacado en el acto de Sevilla a la
guarnición sublevada y me la habría llevado al campo, iniciando una operación
para marchar sobre Madrid». El general conoce el cerco que le preparan, y el
teniente coronel Esteban Infantes y dos comandantes de Estado Mayor, Martín
Naranjo y López Maristany, se dedican a organizar la columna móvil que habrá de
enfrentarse con las tropas del Gobierno: se compondrá de un batallón de
Infantería, dos baterías, cuarenta soldados de Intendencia, veinte de Sanidad y
algunas patrullas de Caballería para servicios de escolta. No es mucho,
ciertamente, en contraste con los importantes elementos ofensivos que acumula
el Gobierno. Pero las noticias infaustas para los sublevados se suceden. Un
Capitán de Ingenieros, enviado con un pelotón de soldados a Lora del Río con
orden de volar el puente de Azanate e impedir el paso
de los trenes descendentes de Madrid y Córdoba hacia Sevilla, había sido
detenido con su fuerza por la Guardia Civil. La autoridad de Sanjurjo, se había
eclipsado.
Al
llegar la noche, el aspecto de la ciudad se hizo más amenazador. Por si no
fuera bastante la literatura incendiaria que circulaba por las calles, desde
un trimotor, procedente de Madrid, tres diputados radicales-socialistas
arrojaban proclamas, con incitaciones al pueblo sevillano para que se
amotinara. En los barrios extremos los tranvías eran apedreados. Hubo que
reforzar los retenes de fuerzas en las calles, casi solitarias, porque la
gente, atemorizada, no obstante el calor sofocante de la noche canicular,
prefería permanecer en las casas, temerosa por miedo a los desmanes.
Las
largas horas de trabajo y de tensión nerviosa que llevaba el general se
reflejaban profundamente en su rostro. Extenuado y exhausto, sus inmediatos
colaboradores consiguieron, tras de no pocas porfías, que se retirase a
descansar en una habitación de Capitanía, pues los acontecimientos en
perspectiva aconsejaban que Sanjurjo repusiera fuerzas y recuperase su vigor.
Pero los deseos de los colaboradores eran ya irrealizables. Acababa el general
de penetrar en su habitación, cuando se presentaron el coronel Rodríguez
Polanco y el teniente coronel Muñoz Tassara, con la
pretensión de ver inmediatamente a Sanjurjo. En vano los ayudantes pidieron a
los visitantes el aplazamiento por unas horas de la entrevista. No era posible:
como delegados de la guarnición de Sevilla necesitaban verle en el acto, para
comunicarle un acuerdo urgente y gravísimo. No hubo otro remedio que avisar al
general. Hablaron los comisionados para decir que enterados del avance de
tropas gubernamentales de diversas regiones sobre Sevilla, el Cuerpo de
Oficiales estaba decidido a no combatir contra sus hermanos de armas. La
columna preparada no saldría de la ciudad.
Sanjurjo
palideció al oír esto. Si tal era el acuerdo de la guarnición, al general le
apenaba mucho, pero lo respetaba. Y exigía la retractación del compromiso por
escrito. El coronel Rodríguez Polanco lo redactó en el mismo despacho y decía
así: «Excmo. Sr.: Habiéndome comprometido con V. E. para secundar el movimiento
indicado en la creencia y con la confianza que en su prestigio teníamos de que
no se llegaría al caso de oponernos a fuerzas de nuestro Ejército, recibida
orden de organizar una columna para resistir a las fuerzas que se dirigen a
ésta, tengo el sentimiento de comunicar a V. E. que los oficiales de mi
Regimiento, así como los de Artillería, Caballería e Ingenieros, se niegan a
salir a combatir a sus compañeros. Dios guarde a V. E. muchos años.— Sevilla,
10 de agosto de 1932. Emilio R. Polanco».
Era
la una de la madrugada cuando ocurrió esta escena. La sublevación había
terminado. Se trataba de ponerle un epílogo digno. Sanjurjo empezó por despedir
a los guardias civiles del destacamento que servía en Capitanía. Los más
impresionados por la determinación lloraban. A la una y media, en compañía de
su hijo Justo, del general García de la Herrán y de Esteban Infantes, se
dirigió a la Plaza de España y penetró en el Pabellón del Palacio Nacional
donde se alojaba la Guardia Civil. Iba a despedirse de los oficiales y
guardias, que mantuvieron hasta el final su adhesión. Allí expuso su propósito
de ir a Huelva para entregarse a las autoridades. «¿A quién —preguntará
después— me iba a entregar en Sevilla si las fuerzas estaban todas sublevadas y
las autoridades depuestas por mí? ¿No hubiera sido ridículo reponerlas yo mismo
para que me hicieran prisionero?: El general encomendó a Esteban Infantes la
misión de que le despidiera de la marquesa de Esquivel, que no perdió su
serenidad ni su entereza de espíritu, no obstante conocer lo mucho que había
arriesgado en aquella aventura. A los guardias formados, Sanjurjo les dijo:
—»Adiós,
leales veteranos! Hemos perdido la partida.
Accedió
a la petición hecha por uno de los capitanes y, tras de abrazarle, le entregó
su fajín de general. Pocas horas después apareció abandonado en el parque de
María Luisa.
Un
«taxi» le esperaba. En él se acomodó con su hijo y sus dos colaboradores. Otro
coche del servicio del cuartel le seguía con el teniente Antonio Díaz Carmona y
cuatro guardias que se ofrecieron voluntarios para darle escolta.
A
la salida de Triana hicieron un breve alto y el general y sus dos acompañantes
se cambiaron los uniformes por vestidos de paisano. En seguida reanudaron la
marcha. A voluntad del general estuvo haberse desviado del camino en Sanlúcar
la Mayor para seguir directamente hacia la frontera portuguesa, a través de la
sierra. Uno de los acompañantes se lo advirtió, pero el general parecía
inmunizado contra toda tentación de huida. «Con mi conducta —dijo— quiero dar
ejemplo de consecuencia y formalidad. La causa está perdida por lo pronto y lo
mejor que puedo hacer por ella es demostrar, con hechos y no con palabras, que
mis ideas las defiendo por propio e íntimo convencimiento hasta lo último, sin
rehuir peligros ni responsabilidad.» De haber pensado en mi seguridad personal,
medios tuve durante todo el día para prepararme tranquila y cómodamente el
medio de salir de España; pero repito que mi deseo es llegar a Huelva
A
las cinco menos cuarto de la mañana el «taxi» llegaba a la ciudad. Se detuvo y
los viajeros descendieron para indagar el camino que les conduciría hasta la
Comandancia de la Guardia Civil, donde deseaban presentarse. En este momento
cruzó junto a ellos una pareja de guardias de Seguridad. Uno de éstos, llamado
Julián Nieto, reconoció al general Sanjurjo, y encañonándole nervioso con el
fusil le conminó, así como a sus acompañantes. «Descansa ya ese fusil, le dijo
irónico, y recibe mi felicitación porque has demostrado ser muy sereno y muy
bravo.» Se encaminaron todos al Gobierno Civil y poco después, con escolta de
Policía y de un jefe de la Guardia Civil, salió para Madrid, en cumplimiento de
la orden dada por Azaña. Los otros detenidos fueron enviados al fuerte de Santa
Catalina, en Cádiz. Azaña mandó al director general de Seguridad para que se
hiciera cargo del general. «Llegó a Madrid más tarde de lo que se pensaba,
escribe Azaña. No puede estar mucho tiempo erguido en el coche y de vez en cuando
pedía que le dejasen andar un ratito. Menéndez ha viajado en el mismo coche.
Ahora el general está en la Dirección de Seguridad hasta que sea llevado a
Prisiones Militares. Refiere Menéndez que Sanjurjo habla del suceso como si no
tuviese nada que ver con él. No parece haberse dado cuenta de la gravedad de lo
que ha hecho. Menéndez ha querido llevar la conversación por derroteros que
produjeran algún esclarecimiento, pero el general se reserva.
—¿Cómo
ha podido usted, don José, lanzarse a eso solo?
—Cuando
uno es vencido, siempre se queda solo.
Aludió
Menéndez al general Goded y Sanjurjo se calló (Menéndez es un ingenuo).
Ha
pedido que le traigan aquí a su hijo. El juzgado especial ha ido a la Dirección
de Seguridad a tomarle declaración y cuando pasaba al despacho del juez, el
general ha dicho: ¡Qué sueño tengo! Me figuro cómo estará él, tan torpón de
ordinario».
*
* *
La
llamarada sediciosa que alumbró en la madrugada del 10 de agosto se ha
extinguido en veinticuatro horas. Sin embargo, todavía hay quien trata de
reavivaría; el general Barrera, como dijimos, al ver fracasada la intentona de
Madrid, salió de la casa de la calle de Prim en compañía del teniente coronel
de Aviación José Antonio Ansaldo, y en una avioneta propiedad de éste se
dirigieron a Pamplona, persuadidos de que la guarnición y las fuerzas carlistas
de Navarra se sumarían a la sublevación. Desde las once de la mañana hasta las
seis de la tarde comunicaron por medio de enlaces con algunos jefes militares y
políticos carlistas de la capital navarra sobre la necesidad y urgencia de
alzarse. El fracaso de Madrid influía en contra en el ánimo de los mejor dispuestos.
Convencido Barrera de la inutilidad de continuar las gestiones, convino con
Ansaldo en trasladarse a Biarritz para procurarse allí un avión de mayor radio
de acción que les permitiera volar hasta Sevilla. No tuvieron suerte en sus
negociaciones, y en la misma avioneta partieron el general y el aviador en la
madrugada del 11 hacia España, y tras breve escala en Pamplona, donde les
confirmaron la respuesta negativa del día anterior, volaron hacia Madrid. Muy
peligrosa era aquella escala, dada la rigurosa vigilancia montada en todos los
aeródromos, a pesar de lo cual con mil industrias lograron repostar de gasolina
en Getafe para proseguir hacia Sevilla. Cuando llegaron al aeródromo de la
capital andaluza ya se había derrumbado el efímero gobierno de Sanjurjo, y sólo
les quedaba como recurso la huida. Merced a los buenos oficios de un mecánico,
ignorante de la personalidad de los dos viajeros, obtuvieron treinta litros de
gasolina extraídos de un avión comercial, los precisos para llegar con dificultad
a las seis y media de la tarde a las cercanías de Córdoba, muy próximos a la
finca de «Las Cuevas», cuyos dueños lograron proporcionarles esencia, y con
ella, el día 12, al despuntar el alba, remontaron, de nuevo en dirección a
Madrid. No era posible el aterrizaje en ningún aeródromo, pues estaban tomados
militarmente, en vista de lo cual, el piloto eligió el campo de golf de Puerta
de Hierro. El general renunció a continuar el viaje y sin más desapareció. Un
mes estuvo en Madrid, durmiendo cada noche en un sitio distinto; al cabo de ese
tiempo logró llegar a Jaca, donde pudo cruzar la frontera, para continuar hacia
París. El teniente coronel Ansaldo llenó los depósitos de la avioneta con la
gasolina que transportó su esposa en el coche, y el matrimonio aterrizó sin
novedad en Biarritz.
En
una declaración escrita al cabo de algunos meses sobre lo que pasó el 10 de
agosto, el general Barrera aseguraba que en el plan acordado «no se había
omitido nada». «El movimiento —añadía— tuvo por única y exclusiva finalidad
derribar al Gobierno. Ninguno de los que intervinieron pensaron para nada en el
cambio de régimen, que para ellos era secundario... Se quiso evitar que
pudieran convertirse en leyes proyectos que, a nuestro juicio y al de la
inmensa mayoría de los españoles, llevaban a la patria camino de la
desmembración. La organización del movimiento —añadía el general Barrera— llegó
a límites insospechados por su perfección y hubiese triunfado sin derramamiento
de sangre, que era nuestra obsesión. Pero... no contábamos con un elemento
imponderable: ¡la traición!, Los comprometidos no creían ni por asomo «que
pudiera adentrarse en una organización en la que creíamos que sólo había
caballeros». «Triste es confesarlo, pero a esto obedecía el fracaso. El Gobierno,
de otro modo, no hubiese sabido nada, como no ha sabido ni sabrá la extensión
que tenía el movimiento y sus ramificaciones.» «Ni aun siquiera pensamos en
constituir Gobierno y sí una Junta provisional, cuya misión no era legislar,
sino garantizar el orden y restablecer y robustecer el principio de autoridad.»
*
* *
A
las tres y media de la madrugada (11 de agosto) —refiere Azaña— viene el
general subsecretario a decirme que acaban de hablar por el telégrafo con el
general González. Le comunica que se ha restablecido la normalidad en Sevilla,
que ha vuelto a encargarse del mando y que el general Sanjurjo ha huido hacia
Portugal. Todo se ha acabado. Le digo al subsecretario que suspenda los envíos
de tropas. Vámonos a dormir, que es hora.»
El
jefe del Gobierno se levanta tarde. Lo consigna en su diario, con estas otras
anotaciones: «Sanjurjo está ya preso. Instrucciones a Ruiz Trillo, que se
encarga del mando en Sevilla. En la capital motines del «pueblo soberano», que
se desquita en las casas de algunos monárquicos. También en Granada hay
alborotos. Parece que en Sevilla han surgido algunos tribunos que se disponen a
ceñirse el laurel de la victoria. De Madrid salieron el día 10 por la mañana,
en un avión, varios diputados radicales socialistas con el propósito de
«sublevar al pueblo, contra Sanjurjo. Claro, no pudieron hacer nada; pero ahora
resulta que se han comido a Sanjurjo».
La
presencia del general cautivo en Madrid tranquilizó los ánimos de los
asustadizos y de los pesimistas, que todavía pocas horas antes miraban con
pavor el horizonte del Sur, preocupados de lo que podía depararles el enigma de
la sedición sevillana. En las Cortes, los semblantes de los diputados afectos
al Gobierno transpiraban satisfacción. El gozo de quien se siente aliviado de
una pesadilla. El jefe del Gobierno se mostró menos circunspecto y más
desembarazado que en la tarde anterior en el discurso complementario dedicado a
relatar la conclusión de los sucesos en Sevilla. Estimaba Azaña que
«indudablemente, a los directores del movimiento (igual a los directores
conocidos y públicos, como aquellos otros que todavía se ocultaban en lo
desconocido) la actitud del pueblo en general, la energía del Gobierno y la
manifestación de las Cortes han debido hundirles el ánimo, así como el abandono
en que les han dejado algunas otras ayudas con las que quizá quisieron contar».
Explicó a continuación cómo se produjo el deshielo de la sublevación de
Sevilla, y afirmó que por dos veces el general quiso hablar con el ministro de
la Guerra, pero no fue atendido en su deseo. Para el orador, la salida de
Sanjurjo de Sevilla fue una huida «hacia la frontera portuguesa o más bien
hacia Ayamonte, donde quizá contaba con embarcarse y desaparecer. Pasó luego a
referir lo sucedido en Sevilla al terminar la sublevación: «En Sevilla
—explicó— se ha producido el estado de ánimo y de orden público que era de
esperarse, o de temerse, después de los sucesos de ayer; porque la indignación
popular ante el acto cometido por el general Sanjurjo y sus secuaces y la
excitación natural del sentimiento republicano han traído como consecuencia una
situación de orden público delicada. Se han producido ataques a centros y
edificios y alteraciones en las calles, de que voy a leer a las Cortes una
breve enumeración. Parece ser que el pueblo —no puedo precisarlo más—, masas de
ciudadanos que no sé a qué partido o grupo político pertenecen, han incendiado
los siguientes edificios o cometido en ellos otros desmanes: el Círculo de
Labradores, el local del periódico La Unión, la casa del señor Esquivel,
donde el general Sanjurjo tenía establecido su cuartel general; la casa del
señor Luca de Tena, el Círculo Mercantil, la Unión Comercial, el nuevo Casino,
la imprenta de Blanco, la iglesia de San Ildefonso, la casa de A B C, un
garaje y la casa de don José María Ibarra. Se han producido algunos choques en
las calles entre el pueblo y la fuerza pública; creo que hay algunas víctimas y
tengo entendido que hay un guardia civil muerto. También en Granada ha habido
incidentes de esta naturaleza y entiendo que con el incendio de algún
establecimiento, casino, centro o algo parecido. Éstas son las consecuencias,
que el Gobierno va a reprimir y está reprimiendo para establecer el orden
público, las consecuencias inevitables, previstas y dolorosas del acto de
rebeldía cometido por aquellos señores que tienen sobre su conciencia, además
de las víctimas inocentes causadas en el encuentro callejero de Madrid, daños y
perturbaciones en los cuales seguramente no han pensado reflexivamente al
lanzarse a los actos que han realizado contra la República».
En
Sevilla «las autoridades militares están bajo el mando del general que envió el
Gobierno y es para felicitarnos que un momento de reflexión haya aconsejado al
general Sanjurjo el abandono de sus pretensiones, evitándonos el sentimiento
de violentar la represión para reducirlo a la Ley». En cuanto a los efectos
judiciales, «se ha presentado por el Fiscal general de la República la querella
correspondiente». «La Sala del Tribunal Supremo competente en estos asuntos se
ha reunido y las actuaciones se llevarán con celeridad.»
El
presidente del Gobierno entra en la parte final: va a pedir a las Cortes dos
autorizaciones: una para recompensar a los funcionarios que se han distinguido
en su obediencia a la República; otra, «para que el Gobierno pueda, en el orden
gubernativo y orgánico, imponer previamente, con independencia de las
responsabilidades de orden criminal, las sanciones que la autoridad exige para
su buen mantenimiento». La autorización que se pide «es amplia, perfectamente
limitada por la Constitución; enérgica, para que el Gobierno pueda desde ahora,
desde mañana, intervenir en la parte económica y gubernativa de los organismos
que dependen del Poder público, sin ningún perjuicio ni menoscabo de la
facultad de los Tribunales de Justicia, para que el que haya incurrido en una
responsabilidad criminal la pague y la sufra». Por otra parte, se han adoptado
ya algunas resoluciones: «sustitución de mandos, relevos de generales,
sanciones aplicadas con arreglo a la ley de marzo, en virtud de la cual cierto
número de generales han sido pasados a la reserva, y otros que estaban en ella
han sido privados, con arreglo a la ley, de los emolumentos que venían cobrando
de la República, a la cual han traicionado». Entendía Azaña que este suceso
«había sido provechosísimo para la República» y
debemos felicitarnos —decía— porque ha venido a probar la fuerte salud moral
de las instituciones republicanas, que han sabido purgarse con toda
tranquilidad de estos gérmenes dañinos que tenían en su seno».
«Es
el estertor de un ser parásito dentro de la República. Acaba de curarse de los
restos flotantes que aún quedaban del régimen antiguo.» «Como venimos de un
régimen perturbado y perturbador, y la República representa la normalidad, el
orden, el imperio de la ley, el que esos gérmenes antiguos todavía alienten no
es para asustarse, sino al contrario, para que nos satisfaga, porque eso
demuestra que todos esos restos van desapareciendo de nuestra campo político y
moral. Yo tengo la convicción de que con lo ocurrido, con la lección recibida y
con las medidas que el Gobierno y las Cortes van a adoptar, esos sucesos no se
podrán reproducir jamás.»
Concluyó
el jefe del Gobierno con unas palabras cargadas de intención, dirigidas a
personajes que todos entendieron se hallaban en la Cámara o representados en
ella. «Una de las cosas que íntimamente más me escandalizan es que haya en
prisiones o encausados o en peligro de serlo y de sufrir una grave
responsabilidad cierto número de gentes que, aunque sea para el crimen y para
el mal, al fin han arrostrado las consecuencias de sus actos, y que haya otras
que permanezcan en la oscuridad y que por habilidades que a mí me sonrojaría
practicar, puedan pasar al margen de la Ley y del Código penal y de la
responsabilidad consiguiente, dispuestas a aprovecharse de los frutos del
crimen si el crimen prospera, y dispuestas a seguir tranquilamente en la sombra
si el crimen fracasa. Naturalmente, que esto va dicho de una manera general y
como un principio de decencia moral y de decencia pública, y marca una norma
para la conducta del Gobierno.»
Unos
y otros coincidían en que Azaña había querido aludir a Melquiades Alvarez, y tal vez a Lerroux. Muchos días después de los
sucesos siguió la polémica en torno a la responsabilidad de ciertos políticos. El
Socialista se refirió a las estrechas relaciones entre Sanjurjo y el jefe
radical, a quienes servía de agente de enlace el diputado Ubaldo Azpiazu.
Lerroux calificó de «canallada» la información del diario socialista, y en unas
declaraciones para la United Press afirmó que jamás quiso hablar reservadamente de
la cuestión con Sanjurjo y al general González Carrasco «le hizo comprender que
no era ése el camino». «En la noche del 9 la policía le previno para que se
pusiera a salvo, porque los conjurados tenían la consigna de ir contra Azaña,
Casares Quiroga y él. Como se negara a esconderse, le aconsejaron que se fuera
a San Rafael, cuya guardia civil había recibido instrucciones de defender su
finca.» Bergamín, defensor de Sanjurjo, resucitó la cuestión al decir a un
redactor de El Sol (28 de agosto): «Sanjurjo es un hombre de corazón y
su propósito fue el de crear una junta o directorio para que se disolviera el
Parlamento y se convocaran nuevas elecciones. El señor Lerroux sabe
perfectamente que Sanjurjo no participó en ningún complot monárquico». El jefe
radical pidió al abogado aclarase la intención de sus palabras y el requerido
dio explicaciones que satisficieron a aquél.
*
* *
Al
despertar los sevillanos el día 11 supieron que durante la madrugada el
andamiaje de la dictadura militar se había derrumbado como castillo de naipes.
Las cosas habían sucedido con celeridad tan vertiginosa que, ya detenido en
Huelva el general Sanjurjo, el diario tradicionalista de Sevilla La Unión salía a la calle con grandes titulares en su primera plana que decían así: «Un
nuevo régimen. El general Sanjurjo, en nombre de una Junta Provisional asume
todos los poderes en la región andaluza. Otros generales se incautan del mando
en las demás regiones. Las Cortes quedan disueltas: España necesita de todos
sus hijos y a todos hace un llamamiento para dotar a la nación de instituciones
más saludables». Pero ya estaba el motín en el arroyo, y los paquetes del
periódico fueron pasto de hogueras. Las turbas, envalentonadas, sabiéndose
dueñas de la ciudad e impunes, se dedicaron al asalto e incendio de los
edificios que les vino en gana. El jefe de los albiñanistas sevillanos, Narciso Puertas, recién salido de la cárcel donde estuvo como
detenido político, puso fin a su vida, disparándose un tiro, cuando las turbas
allanaban su casa. Por la tarde, seis mil personas, congregadas en la Plaza de
Toros e inflamadas por arengas furibundas, acordaban pedir al Gobierno «que el
general Sanjurjo fuese juzgado por un Tribunal de obreros y campesinos, la
inmediata libertad de los presos políticos y sociales, la apertura de los
Sindicatos, la disolución de la Guardia Civil, el armamento de los partidos
revolucionarios y la formación del frente único compuesto de comunistas,
socialistas y sindicalistas.»
En
otras poblaciones se produjeron también desmanes. En Granada, en la noche del
día 10 hubo tumultos y tiroteos; asalto e incendio del diario Ideal y
del Casino Principal. Los grupos se dirigieron después contra la finca del
conde de Guadiana, en cuya casa se decía que había estado alojado el general
González Carrasco. Desde el edificio se hicieron disparos con rifle, que
causaron dos muertos y cinco heridos. El conde fue detenido y protegido en su
tránsito hasta la cárcel, pues gentes enfurecidas querían lincharle. Los
amotinados, dueños de la ciudad, desvalijaron tres armerías e impusieron la
huelga general los días 11 y 12. En este último derivó su furor hacia los
templos. Intentaron incendiar el convento de Santa Paula, y prendieron fuego a
la Iglesia de San Nicolás, antigua mezquita árabe, en el Albaicín, famosa por
su retablo de panes de oro y un riquísimo artesonado del siglo XVI. Las
imágenes fueron sacadas a la calle y acribilladas a balazos. Ante los progresos
que hacía la anarquía, el Gobierno, advertida la debilidad demostrada por el
gobernador, lo destituyó reemplazándole por el de Córdoba, investido con
poderes especiales para restablecer el orden, cosa que logró, después de dictar
un severísimo bando: «Granadinos—decía—, no consintáis que se destruyan
nuestros incomparables tesoros monumentales y artísticos, esplendor de España y
envidia del mundo entero. Quien los destruya a pretexto de un impulso político,
antirreligioso o social, comete un crimen de lesa patria». En varios pueblos de
la misma provincia se produjeron también disturbios, cuyo balance fueron cuatro
muertos y diez heridos. En Santander, donde nada había ocurrido que diera
pretexto para los desmanes, fue incendiado el Club Marítimo, saqueado el
Círculo de Recreo y destruida su biblioteca. Hubo un muerto en un choque de los
revoltosos con la fuerza pública. En días sucesivos, y siempre endosados a
cuenta de la sublevación de Madrid y Sevilla, se produjeron alborotos y
destrozos en diversas localidades. El 16 fue incendiada la iglesia de Carranza,
en El Ferrol.
La
prensa izquierdista y con más furia los periódicos socialistas y comunistas
excitaban al Gobierno para que no flaqueara en la represión y diera un
escarmiento ejemplar a los enemigos de la República. El Sol — observaba
Azaña— «se abstiene, prudentísimo, de comentar los sucesos, como si en aquella
casa hubiese quienes creían en el triunfo del Gobierno». Los diarios de
derecha, según se ha icho, habían sido suprimidos, con excepción del decano de
los periódicos de Madrid, La Época, conservador y en otro tiempo
palatino. Su supervivencia se atribuía a los buenos oficios de Mariano Marfil,
que simultaneaba la dirección de este diario con el cargo de editorialista de Ahora.
«Condenamos la sublevación —decía La Época (10 de agosto), — el
alzamiento contra el poder público. No sabemos lo que representa la
sublevación, pero habría de ser la expresión más fiel de nuestros pensamientos
y la repudiamos. Las derechas tenemos que pedir una autoridad robusta, una ley
que se cumpla, un orden material y jurídico inflexible y la autoridad para
pedirlo nace de que nos movamos siempre en la legalidad». «Operación cesárea»
llamó Ernesto Giménez Caballero en Heraldo de Madrid (16 de agosto) a la
practicada por Azaña, quien «siguió minuto a minuto lo que se gestaba. Estaba
preparado como en una clínica. La criatura nació muerta, pero se salvó la
parturienta: la nación. Un poco de fiebre. Pero dentro de unos días, restablecida
y normal. Una brillante operación cesárea. Digna sencillamente de unas manos
cesáreas. Autoritarias». Continuaban las detenciones, que ya sumaban varios
millares en toda España, la clausura de centros políticos, confesionales o de
recreo, como la Gran Peña y el Nuevo Club de Madrid. Gobernadores y alcaldes,
agudizado su celo de guardianes de la República, actuaban como guerrilleros,
para ampliar con excesos persecutorios, la victoria del régimen.
*
* *
El
homenaje a las fuerzas que intervinieron en la defensa del Ministerio de la
Guerra y del Palacio de Comunicaciones se celebró en la mañana del día 13 en el
parque del Retiro, con asistencia del jefe del Estado y del Gobierno en pleno.
Cinco guardias de Asalto, heridos durante la refriega, ocuparon lugar
preferente. A su lado se situaron los dos guardias civiles que prestaban
servicio en el Palacio de Comunicaciones, los guardias de Seguridad de la
Comandancia de Huelva que intervinieron en la detención de Sanjurjo y cinco
oficiales de Telégrafos de Sevilla, que mientras ocurrían los sucesos
consiguieron mantener comunicación secreta con la Central de Madrid. El
director general de Seguridad, Menéndez, el comandante Saravia y los capitanes
Fernández Navarro y Tourné fueron condecorados con la
Gran Orden de la República. Los guardias fueron ascendidos. El general Queipo
de Llano, como jefe militar de la casa del Presidente de la República, se
adelantó a la tribuna presidencial y entre grandes ovaciones presentó al
público al alcalde radical de Sevilla, González y Fernández Labandera.
«Hemos hecho —cuenta Azaña—el recorrido en coche abierto, rodeados y seguidos
del escuadrón de escolta, para esplendor de las instituciones. Estruendo de
herraduras al ritmo del trote, ruidosos aplausos, vítores, calor atroz.
Aburrimiento... El retorno es penosísimo, porque hay que cortar una masa de
cien mil personas. Nos estrujan, nos palmean, nos soban. ¡Qué paliza! Besteiro,
que venía en nuestro coche, me dice: «Esto es una charlotada que no puede
repetirse». Preparó la fiesta Indalecio Primo, que según el propio Azaña,
«estaba en sus glorias, como organizador de estas comparserías».
Si
bien el director general de Seguridad fue el héroe de la fiesta, sin embargo el
ministro de la Gobernación confesaba al jefe del Gobierno su descontento por
los servicios prestados por Menéndez en la noche de los sucesos. No puede
suplirse todo —decía Casares— con valor personal. «Tengo la misma impresión,
escribe Azaña. Lo de menos, con ser mucho, es que no tuviesen
pista de Sanjurjo. La distribución de fuerzas en Madrid aquella noche fue
equivocada. Dejaron abandonada la casa de Correos. Puso guardias de Asalto en
la calle de Xiquena, donde menos falta hacían, porque
el Ministerio estaba defendido y no se le ocurrió situar ni un retén en las
calles que por la otra vertiente bajan a Recoletos: calle de Olózaga, calle de
Recoletos o Plaza de la Independencia, que hubieran cogido de revés a los
asaltantes y los hubieran cortado la fuga. Tampoco han estado más felices en
los trabajos posteriores al levantamiento.»
Otra
vez (28 de agosto) insiste Azaña en recapitular sobre los sucesos. Es domingo y
se ha asomado al balcón de una de sus habitaciones, que mira a la calle de
Barquillo. «No se veía alma viviente. Las verjas, de par en par. Un centinela
en la calle de Prim y otro en la calle de Alcalá. Y yo me preguntaba por qué
obsesión, nacida acaso de lo tenebroso «de la conjura, los asaltantes del
Ministerio eligieron la hora de la madrugada para dar el golpe, cuando por lo
menos están cerradas las verjas y puertas del edificio. Si hubiesen venido en
una tarde como ésta, habrían entrado de seguro, y cuando la guardia hubiera
querido reponerse de la sorpresa, ya estarían en los patios del edificio
principal o en las escaleras. En cuanto a reunir prontamente en tales circunstancias
a la tropa, que habría estado casi toda de paseo, ni pensarlo. Lo más audaz en
apariencia puede ser, a veces, muy hacedero y llano. ¿No se les ocurrió? Habrá
que creer en la suerte. Claro que tampoco habrían vencido definitivamente, pero
un golpe grande y de efecto sí lo habrían dado y quizás hubieran logrado acabar
conmigo, que no hubiese sido poco. Lo desatinado es pretender asaltar el
Ministerio a las cuatro de la madrugada, como no fuera que creyeran contar con
inteligencias dentro de la casa (de lo que hay indicios) y, además, con la
sorpresa. Pero es estúpido, fallado el primer ataque a la puerta, pretender
dominar el Ministerio tiroteándolo desde la acera de enfrente. Habría que
forzar la puerta o escalar a toda costa las rejas, aun dejándose prendida en
ellas la mitad del efectivo. ¡Qué cosas no habrán hecho en África estos
estrategas!). Azaña veía detrás de los conjurados que se
acercaron al Ministerio en la calle de Prim todo un Estado Mayor planeando el
asalto al edificio, y la realidad no respondía a las figuraciones del jefe del
Gobierno.
CAPÍTULO XXI.SANJURJO, CONDENADO A MUERTE, ES INDULTADO
|