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Historia General de España

TOMO TERCERO - LIBRO SÉPTIMO.

 

CAPITULO IX

 

PORTUGAL

 

 

Cuando el feliz acontecimiento de la unión de Aragón y Cataluña parecía impulsar a España hacia la apetecida unidad, otra parte integrante del territorio español se iba poco a poco desmembrando de la corona de Castilla hasta erigirse en reino independiente, segregándose así dos Estados que la naturaleza parece había formado para constituir dos bellas porciones de un vasto imperio, de la monarquía española, que con ellas sería una de las más ricas y poderosas naciones de Europa. Veamos por qué pasos llegó Portugal a separarse de Castilla y a alcanzar su independencia.

La antigua Lusitania había corrido en todas las épocas y dominaciones la misma suerte que todos los demás distritos de la Península. Otro tanto sucedió en los primeros siglos de la restauración. Hacia el siglo X comenzó ya a nombrarse el distrito de Portucale o Terra Portucalensis; porque así como Coimbra era la población más importante sobre el Mondego, Portucale era a su vez la más notable sobre el Duero. Cuando el rey de Castilla y de León Fernando el Magno conquistó Coímbra, encomendó el gobierno del territorio comprendido entre el Mondego y el Duero, en que estaba la tierra portucalense, al mozárabe Sisnando, que había sido visir del rey árabe de Sevilla, el cual le gobernó con prudencia y sirvió fielmente a todos los príncipes hasta que murió en 1091. A los últimos del siglo XI, comenzaba ya a sonar como provincia distinta, y en la distribución de reinos que hizo Fernando el Magno le tocó a su hijo García la Galicia con Portugal. Pasó luego sucesivamente al dominio de Sancho II de Castilla y de Alfonso IV de Castilla y de León, siempre como una parte de Galicia, ya fuese ésta considerada como reino, ya como provincia regida por condes dependientes de los monarcas de León y Castilla. Pero aquella provincia y sus distritos, con las agregaciones que fue recibiendo de los territorios de Algarbe conquistados a los musulmanes, formaba ya un vasto Estado bastante apartado del centro de la monarquía leonesa, y los condes de sus distritos, sujetos unas veces a un conde superior de Galicia, otras bajo la autoridad inmediata del monarca, participaban de las ideas de independencia de aquel tiempo, a las cuales favorecía la distancia a que se hallaban de la acción del rey.

Contamos entre los errores del gran monarca Alfonso VI la desmedida protección que dispensó a los condes franceses Ramón y Enrique de Borgoña, que habían venido a España a guerrear contra los infieles y a buscar fortuna, y a los cuales no se contentó con darles en matrimonio sus dos hijas Urraca y Teresa, legítima la una y bastarda la otra, sino que les adjudicó por vía de dote y con una especie de soberanía el condado de Galicia al primero, el de Portugal 0 del distrito Portugalense al segundo. Desde esta época se ve al conde Enrique, unas veces en su distrito de Portugal, otras en la corte de Alfonso VI auxiliando al rey su suegro en las guerras contra los árabes, y aun se menciona una batalla que Enrique les dio en 1100, a las inmediaciones de Ciudad Real: hasta que en 1101 a consecuencia de una nueva cruzada publicada por Pascual II, el conde Enrique de Portugal fue de los que llevados del espíritu aventurero cayeron en la tentación de ir a buscar o más gloria o más fortuna en Tierra Santa, dejando de combatir a los infieles de casa para ir a guerrear contra los de tierras lejanas. Mas en 1106 estaba ya otra vez en España y en la corte de Alfonso VI. En su ausencia gobernaba doña Teresa su esposa el condado de Portugal.

Hacia este tiempo comenzaron ya los dos condes extranjeros, el de Portugal y el de Galicia, a mostrar hasta dónde rayaba su ambición, y cómo pensaban corresponder a las excesivas preferencias con que los había favorecido su suegro el monarca de Castilla. Bajo la inspiración y dirección del viejo abad de Cluny su compatricio y pariente, y con arreglo a las instrucciones enviadas por conducto del monje Dalmacio, juraban los dos primos un pacto secreto para repartirse entre sí el reino, anulando la sucesión legítima del infante don Sancho, hijo del rey. Las condiciones de este célebre tratado eran que a la muerte del monarca, Enrique sostendría fielmente el dominio de Ramón, como su señor único, ayudándole a adquirir todos los Estados del rey contra cualquiera que se los disputase; que si caían en sus manos los tesoros de Toledo, se quedaría él con la tercera parte y cedería las otras dos a Ramón: que éste daría a Enrique Toledo y su distrito, a condición de reconocerle vasallaje, tomando para sí las tierras de León y de Castilla; que si alguno se les opusiese le harían la guerra juntos; que en el caso de no poder dar la ciudad de Toledo a Enrique, le daría la Galicia, comprometiéndose Enrique a ayudarle a posesionarse de León y Castilla. Tales eran en sustancia las condiciones de este curioso pacto, en que cada cual se aplicaba de futuro la porción que a su posición respectiva convenía más.

Se descubriera o no el pacto, y cayeran más o menos los dos yernos de la gracia del monarca, la muerte del conde Ramón de Galicia y la del príncipe Sancho, único hijo varón de Alfonso, mudaron totalmente la faz de las cosas, sin que por eso abandonara el de Portugal el pensamiento de quedar dueño de algunos Estados del monarca a su defunción. El fallecimiento de Alfonso VI (en 1109), dejando por sucesora del reino a su hija doña Urraca, la condesa viuda de Galicia, y el matrimonio de doña Urraca con don Alfonso de Aragón, y las escisiones, turbulencias y guerras que se siguieron, pusieron a Enrique de Portugal en el caso de tomar nuevo giro para llevar adelante las ambiciosas pretensiones á que no renunciaba de manera alguna, y por tantos caminos y combinaciones contrariadas.

De aquí la conducta incierta, inconstante y voluble del conde portugués durante las famosas revueltas del reinado de doña Urraca; sus alianzas, confederaciones y tratos, alternativamente con el rey de Aragón, con la reina de Castilla o con los condes gallegos, arrimándose al partido sobre el cual calculaba que podría levantar mejor la máquina de sus ambiciosos planes, y la poca lealtad en los manejos con los príncipes y señores de su tiempo, que tampoco se distinguían por la sinceridad de sus tratos. Murió al fin el conde Enrique de Borgoña, después de tantas alternativas de alianzas, guerras, aventuras y vicisitudes, sin poder dar cima a sus designios, y sin lograr otra cosa que una promesa de doña Urraca de darle algunas plazas y distritos de León y Castilla, promesa que la reina empeñó sin ánimo de cumplir y rehuyó de ejecutar. Pero quedaba, muerto Enrique, su viuda Teresa, que no cedía en ambición a su marido, y que a falta de un brazo robusto y varonil para manejar como él la espada, sobrábanle astucia, energía y tenacidad. Conociendo la hija de Alfonso VI y de Jimena Muñiz las pocas fuerzas con que todavía contaba para aspirar a las claras a formarse un reino independiente, y aun para obligar a la reina su hermana a entregarle los territorios prometidos, siguió fingiéndose amiga de doña Urraca, y unidas aparecían aún en una asamblea de obispos, nobles y plebeyos celebrada en Oviedo en 1115, en que suscribieron juntas las dos hermanas. Mas rota luego aquella aparente armonía, vióse a la condesa de Portugal tomar una parte activa en todas las intrigas, en todos los sucesos, en todas las negociaciones y revueltas de aquel proceloso reinado, y con una política más sagaz y no menos tortuosa que la de su marido aliarse o guerrear alternativamente con la reina de Castilla, con su sobrino el príncipe Alfonso Raimúndez, con el obispo Gelmírez, con los condes de Trava, apoderarse de castillos y territorios en Galicia, asediarse mutuamente en fortalezas de León o de Portugal las dos hermanas, y figurar, en fin, en todos los acaecimientos de aquel aciago período, del modo que en nuestra historia dejamos referido, y pugnando siempre por ensanchar el territorio portugués y hacer de aquel condado un reino independiente.

A este pensamiento de emancipación cooperaban con gusto todos los hidalgos y caballeros portugueses, y en este punto marchaban de acuerdo las tendencias del pueblo portugués y los designios ambiciosos así del difunto don Enrique como de su viuda doña Teresa. Los dictados de infanta, y a veces de reina, con que apellidaban a la hija de Alfonso, prueban bien cuál era el espíritu público de aquel país, e indicaban ya lo que había de ser. Caracterizábase ya un instinto y un deseo de nacionalidad, que se fue arraigando durante los catorce años del gobierno de doña Teresa, cuya política contribuyó a desarrollar aquel sentimiento de individualidad, que como observa juiciosamente un erudito historiador de aquel reino, «constituye barreras entre pueblo y pueblo más sólidas y duraderas que los límites geográficos de dos naciones vecinas».

De las revueltas del reinado de doña Urraca salieron gananciosos los portugueses, pues a la muerte de aquella reina en 1126 se encontraba el distrito de Portugal considerablemente acrecido por la parte de Galicia, y por las modernas provincias de Beira y Tras-os-Montes. Prestábale a doña Teresa poderlo conservar, dominando ya en toda Castilla el hijo de doña Urraca Alfonso VII, que no podía ver impasible la especie de independencia en que se iba constituyendo aquel país. Sin embargo, como en la entrevista que en Zamora tuvieron la tía y el sobrino no se decidiera nada respecto a las relaciones entre Portugal y León, doña Teresa continuó fortificando los castillos que había tomado en territorio gallego, y le fue preciso al monarca castellano pasar á Galicia y usar de la fuerza para obligar a la infanta su tía a reconocer la superioridad de la monarquía leonesa.

En esto una revolución interior vino a cambiar la situación de Portugal. Tiempo hacía que traían disgustados a los barones e hidalgos portugueses las intimidades de doña Teresa con el joven conde gallego don Fernando Pérez, hijo del de Trava, que a favor de las amorosas preferencias había llegado a ejercer una autoridad casi igual a la de la reina (que este nombre le daban ya), y además de la inmediata administración de los distritos de Porto y de Coímbra ejercía en todos los negocios una influencia ilimitada. El disgusto que había ido fermentando lentamente estalló en rebelión abierta, a cuya cabeza pusieron al joven príncipe hijo de doña Teresa, Alfonso Enríquez, a quien ella había tenido en un apartamiento y oscuridad ignominiosa. Llegado el caso de combatirse en formal batalla los partidarios de la madre y los del hijo, la suerte de las armas favoreció a los parciales de Alfonso (11 29) y en los campos de San Mamed, cerca de Guimaranes, se decidió la cuestión quedando desbaratadas las tropas de doña Teresa, la cual tuvo que salir expulsada de Portugal, junto con el conde su valido, objeto de sus privanzas y del odio de los portugueses. Todo el país se fue adhiriendo a la causa del vencedor.

Distraído el de Castilla en otras atenciones, descuidó apagar la hoguera que en Portugal ardía, o por lo menos combatió flojamente el fuego de la insurrección. El mismo tratado de Tuy (1137), si bien humillante para el príncipe portugués, estuvo lejos de corresponderá lo que podía esperarse de la severidad de un emperador victorioso que dictaba la ley del vencedor a un súbdito que se había alzado en armas contra su soberano, y le negaba o esquivaba la obediencia.

No eran las virtudes de Alfonso Enríquez ni la resignación con su suerte ni el amor al reposo, y mientras el monarca castellano le dejaba tranquilo, él empleaba la simulada inacción en que quedó después del armisticio de Tuy en prepararse a empresas más gloriosas. La situación de los musulmanes y las turbulencias que agitaban el suelo andaluz le depararon ocasión oportuna para ello, y en julio de 1139 pasó audazmente el Tajo con un ejército portugués devastando los campos sarracenos. Uniéronse los caudillos musulmanes del país para atajar la irrupción del que ellos llamaban el terrible Abén Errik (el hijo de Enrique). Hallábase éste en las alturas que se extienden al Sur de Beja, cuando vinieron a su encuentro los alcaides y walíes del Algarbe. En una de las eminencias que median entre los campos de Beja y las ásperas sierras de Monchique asentábase el castillo nombrado por los árabes Orik, ahora por los portugueses Ourique. Encontráronse allí sarracenos y cristianos, aquéllos mandados por Ismar, éstos por Alfonso Enríquez, y aquí fue donde se empeñó el combate tan famoso en la historia portuguesa, y en que, según la crónica lusitana, hasta las mujeres de los Almorávides (costumbre peculiar de los lamtunas) empuñaron las armas y vinieron a pelear al lado de sus maridos y hermanos en defensa de una tierra que miraban ya como su país propio, como una nueva patria. Las circunstancias de esta batalla han quedado más oscurecidas de lo que era de esperar de un hecho que tanto influyó en la suerte del pueblo portugués. Sábese que Alfonso Enríquez desbarató a los sarracenos, dejando el campo cubierto de cadáveres musulmanes, entre ellos muchas mujeres, y que se suponen derrotados en esta célebre batalla de Ourique cinco reyes o caudillos moros (22 de julio de 1139). Los soldados, ebrios de gozo, aclamaron con el título de rey a jefe que los había conducido a la victoria, y la batalla de Ourique fue, valiéndonos de la expresión de uno de sus más distinguidos historiadores la piedra angular de la monarquía portuguesa. Mas con respecto a Castilla, aun subsistía el tratado de Tuy, y estaba lejos de ser reconocido el Portugal como un reino independiente.

Lo que hizo el vencedor de Ourique fue atreverse a romper de nuevo por el territorio de Galicia sin respetar el juramento de Tuy, hecho en presencia de cinco obispos y confirmado por ciento cincuenta hidalgos portugueses. Esta vez, sin embargo, fue en diversos reencuentros escarmentado por el valiente alcaide de Allariz Fernando Joannes (que otros dicen Yáñez), que gobernaba por el emperador el distrito de Limia, y en uno de ellos salió herido de lanza el mismo infante de Portugal, quedando por algún tiempo imposibilitado de ajustarse la armadura y de dirigir personalmente la guerra (1140). Creyóse otra vez el soberano de Castilla en el deber y la necesidad de castigar por sí mismo el rompimiento de la tregua y la infracción del tratado, y otra vez se encaminó con sus leoneses a Portugal destruyendo poblaciones y tomando castillos. Penetró el emperador en Portugal por las ásperas cimas de las sierras que desde Galicia se internan en la provincia de Tras-os-Montes, y descendiendo de aquellas agrestes cumbres y dirigiéndose a las márgenes del Lima, asentó sus reales frente al castillo de Peña de la Reina. El conde Ramiro, que tuvo la imprudencia de adelantarse separándose del cuerpo del ejército, fue atacado y hecho prisionero por los portugueses. Tomáronlo éstos por buen agüero y no vacilaron en avanzar hacia Valdevez, ofreciéndose a los ojos del emperador coronada de lanzas portuguesas la cordillera de cerros que se prolongaban dando frente a su campamento. En la vega intermedia se ejercitaron algunos días los caballeros de ambas huestes en combates personales, como si fuese un gran torneo en que se ponía a prueba, según las leyes de la caballería, cuál de las provincias españolas aventajaba a la otra en guerreros vigorosos, y de robusto y diestro brazo en el manejo de las armas. Parece que en estas parciales lides fueron vencidos, entre otros caballeros castellanos y leoneses, Fernando Hurtado, hermano del emperador, y Bermudo Pérez, hermano de Fernando Pérez, y cuñado de Alfonso Enríquez. En memoria de estos triunfos se llamó primeramente aquel campo Juego del Bofordo, y más adelante los portugueses con su natural tendencia a lo hiperbólico le nombraron Vega de la Matanza: «bien que la historia no nos diga (añade un ilustrado historiador de aquella nación) que muriese en el combate ni uno solo de aquellos nobles contendientes»

Se engañaron los que esperaban que estos solemnes preparativos serían preludio de una gran batalla. En lugar de una lucha sangrienta se encontraron ambos ejércitos sorprendidos con un tratado de paz entre los dos primos, que unos suponen solicitado por el emperador, otros por Alfonso Enríquez, celebrado por intervención del arzobispo de Braga, y del cual quedaban por fiadores los principales capitanes de uno y otro ejército, hasta que se asentaran las bases de una paz definitiva. Era, pues, más propiamente una suspensión de hostilidades; mas ya no con las condiciones de la de Tuy, tan desventajosas para el portugués, sino igual para los dos y con mutuo canje y entrega de prisioneros y castillos. Este tratado por lo monos manifiesta cuan respetable se había hecho ya para el mismo emperador el poderío del príncipe y del pueblo portugués.

Mas ¿cuál era la relación en que quedaba Portugal relativa a Castilla con el tratado de Valdevez? No es fácil definirla todavía con exactitud. Si bien aquella concordia no pasaba de una tregua, y el tratado de Tuy no se había revocado, si por parte del emperador no había reconocimiento alguno de independencia, ésta por lo menos era problemática, y la separación de hecho había dado un gran paso. Es lo cierto que Alfonso Enríquez, que hasta entonces no se había atrevido a aceptar el título de rey que le daba su pueblo, contentándose con el de príncipe o infante, y alguna vez con el de dominador de Portugal, se resolvió ya a tomarlo y usarlo en los diplomas desde la paz de Valdevez. Vemos ya por otra parte a los portugueses obrar solos o por su cuenta en las guerras con los musulmanes, no unirse sus pendones a los de Castilla, no asistir a las asambleas del reino castellano, ni acudir con tributos, ni presentarse su príncipe en la corte del imperio, demostrando en todo la separación material en que de hecho se consideraba aquella importante porción de la monarquía leonesa. La cuestión sin embargo quedaba indecisa, y había de tardarse en resolverse algunos años.

Mientras el emperador, después de dar la vuelta a Castilla, se ocupaba en los asuntos de Navarra y de Aragón, el de Portugal combatía a los sarracenos del Algarbe, siendo unas veces vencedor y otras vencido, pero mostrando siempre aquel genio intrépido y belicoso que le acreditó de esforzado y animoso guerrero. Como supiese después que una armada francesa de setenta velas que navegaba para la Tierra Santa surcaba por junto al puerto de Gaia, y empujada tal vez por los temporales había fondeado dentro del río, le pareció oportuna ocasión para dar un golpe a los sarracenos del distrito de Santarén, e invitados a esta empresa los capitanes de la nota y convenidos con Alfonso, levaron anclas y fueron costeando hasta entrar en la bahía del Tajo, mientras un ejército marchando por tierra se aproximaba a Lisboa. Las fuerzas portuguesas unidas a las de los cruzados no bastaron a apoderarse de la plaza: tan fuerte era ésta y bien defendida; y hubieron de contentarse con volver cargados de despojos cogidos en sus alrededores. Decidióse luego el hijo de Enrique a fortificar sus fronteras; reconstruyó el dos veces destruido castillo de Leiria, llave de todo el país por aquella parte; erigió el fuerte de Germanello, y en estos preparativos llegó el año 1143.

Cuando el monarca castellano mandó suspender las campañas contra los musulmanes a causa de la sentida muerte del famoso capitán de Toledo Ñuño Alfonso, según en su lugar expusimos, aprovechó el emperador aquella calma para arreglar los negocios de Portugal, y establecer definitivamente las relaciones entre los dos países aplazadas en la tregua de Valdevez. Citáronse, pues, los dos príncipes para celebrar pláticas en Zamora, a las cuales fue llamado el cardenal Guido, que como legado del pontífice Inocencio II había presidido un concilio provincial en Valladolid, en que se acordaron algunas providencias para el gobierno de la Iglesia de España y se publicaron las resoluciones del concilio general de Letrán. El resultado de aquellas vistas parece fue reconocer el emperador el título de rey que su primo se daba, cediéndole el señorío de Astorga a título de feudo, y como para que constara la especie de vasallaje y dependencia política en que quedaba el de Portugal. Con esto se separaron los dos príncipes, satisfechos al parecer de haber dejado asegurada la paz de los dos pueblos. Alfonso Enríquez puso por gobernador de Astorga a su alférez Fernando Captivo.

¿Quedaba definitiva y legalmente segregado Portugal de la monarquía leonesa con el tratado de Zamora? ¿Qué significaban los dos títulos de rey de Portugal y vasallo de León acumulados en la persona de Alfonso Enríquez? La separación parecía ser un hecho consumado y consentido: la dependencia en que quedaba de la corona leonesa, o no era menos clara, o por lo menos no podía lo contrario justificarse. Si acaso aquel acto envolvía implícitamente la independencia de Portugal, no era fácil evitar las disputas y cuestiones que sobre la legitimidad de la emancipación pudieran en lo sucesivo suscitarse. Bien lo conocía sin duda el hijo del conde de Borgoña y de doña Teresa, y por lo tanto se discurrió apelar a una doctrina que desde el tiempo del papa Gregorio VII andaba en boga en Europa y en España, a saber, que la legitimidad de los poderes temporales y de los derechos de los príncipes derivaba del papa, a quien se miraba como señor de reyes y distribuidor de reinos. A esta especie de suprema y universal dictadura recurrió el astuto príncipe portugués, y en una carta que escribió a Inocencio II le hizo homenaje de su reino, ofreciéndose a pagar a la Iglesia romana un censo anual de cuatro onzas de oro. Añadía en ella que sus sucesores contribuirían siempre con igual suma, no reconociendo dominio alguno eminente, ni eclesiástico ni secular, sino el de Roma en la persona de su legado, en cambio de lo cual se prometía hallar auxilio y amparo en la Santa Sede en todo lo que tocase a la honra o a la dignidad de su país. Si el papa aceptaba este homenaje, creía el portugués tener apoyado su reino en un derecho que se quería hacer superior a todos los derechos políticos, a saber, el teocrático.

Mas no pudo responder a su carta Inocencio II por haber muerto. Pasó también el breve pontificado de Celestino II sin obtener contestación. Acaso repitió su ofrecimiento a Lucio II, que ocupó la cátedra de San Pedro en marzo de 1144. Porque este pontífice contestó por medio del arzobispo de Braga, absolviendo a Alfonso Enríquez de no haberse personado en la capital del orbe católico según costumbre de aquel tiempo para tales casos, y elogiándole mucho por el homenaje que hacía a la Sede apostólica. Pero con toda la cautela propia de la curia romana eludía la cuestión de rey y reino, nombrando a Alfonso solamente dux portucallensis y designando con el nombre genérico de tierras a sus dominios. Con lo cual quedaba ilusorio, o dudoso cuando menos, el derecho de llamarse rey que iba buscando en la corte pontificia. De manera que el príncipe de Portugal era rey por consentimiento del emperador de España, y el país estaba separado de la monarquía española por consentimiento de la corte de Roma, y con todo eso la cuestión de reino independiente quedaba en pie, porque no había un reconocimiento completo ni de Roma ni de España.

Estas gestiones de Alfonso, aunque hechas con mucho sigilo y reserva, llegaron por fin a noticia del emperador, el cual escribió al papa Eugenio III (que había sucedido a Lucio II en 1145), quejándose de dos cosas, o sea exponiendo dos agravios; primero, que el arzobispo de Braga, en Portugal, no quisiese reconocer la primacía del de Toledo establecida por el papa Urbano II; en cuya cuestión, aunque al parecer eclesiástica, iba envuelta la cuestión política: y segundo, que el pontífice tratase de disminuir o lastimar los derechos de la monarquía leonesa con las concesiones que hacía al de Portugal. Esta carta parece haber sido escrita en 1147, o principios de 1148. Y la reclamación indica bien que si el emperador había reconocido el título de rey al príncipe de Portugal, insistía en su derecho de considerar aquel país o sea reino, como una dependencia de su corona. La respuesta del papa abrazaba también los dos puntos. En cuanto a la cuestión eclesiástica estaba explícito y preciso: mandó que los arzobispos de Braga obedeciesen al primado de Toledo, y aun a consecuencia de reclamación del metropolitano bracarense fue después aún más allá en su declaración, mandando que todos los arzobispos y obispos de España reconociesen la primacía del de Toledo. Mas en cuanto a la cuestión política, casi eludiéndola totalmente, contentábase el pontífice con negar de un modo oscuro y ambiguo la protección que se suponía dispensar al de Portugal, envolviendo su vaga negativa en una multitud de expresiones llenas de cariño y afecto al emperador.

Así las cosas, y en ese estado incierto e indefinible, parece que no volvió el monarca leonés a reproducir sus tentativas o reclamaciones sobre el Portugal, o al menos no existen de ello documentos que nosotros conozcamos. Tampoco se habla de que Alfonso Enríquez conservara más el señorío de Astorga. Se ve sólo el reino de Portugal seguir desmembrado de la corona de Castilla, y obrar cada uno de su cuenta, obedeciendo los portugueses a Alfonso Enríquez como a su rey propio, y los castellanos a Alfonso VII su monarca legítimo, y pasando, como veremos después, el título de cada Estado a sus respectivos sucesores. Sin embargo, hasta Alejandro III no pudo obtener el de Portugal de la Santa Sede el título explícito de rey.

De esta manera lenta, insensible, indefinida, se fue constituyendo el reino de Portugal. Decimos de él lo que en su lugar dijimos acerca del condado independiente de Castilla. Es imposible fijar una data cierta en que se pudiera decir con seguridad: «El Portugal es desde hoy un reino independiente.» Y el empeño de muchos historiadores en querer circunscribir a un punto único y limitado de tiempo hechos por su naturaleza complexos y sucesivos, es lo que ha dado margen a disputas cronológicas interminables, y a equivocaciones e inexactitudes que confunden la historia. Decimos de Alfonso I de Portugal lo que dijimos de Fernán González de Castilla. — Volvamos ya la vista hacia los demás Estados cristianos de España y prosigamos la narración de los sucesos.

 

 

CAPITULO X

ALFONSO VIII EN CASTILLA. — FERNANDO II EN LEÓN. — ALFONSO II EN ARAGÓN

(1157 - 1188 )