CAPITULO III
FIN DE ALFONSO VI DE CASTILLA. — SANCHO RAMÍREZ Y PEDRO I EN ARAGÓN. — BERENGUER RAMÓN II Y RAMÓN BERENGUER III EN CATALUÑA. (1094 - 1109)
No
había hecho poco Alfonso de Castilla en irse reponiendo del desastre
de Zalaca, hasta el punto de triunfar al poco tiempo de los Almorávides
en Aledo, y de poder en 1093 hacer una gloriosa expedición por Extremadura
y Portugal, apoderándose sucesivamente de Santarén, Lisboa y Cintra.
Tanto en Aledo como en la campaña del Algarbe habían hecho importantes
servicios al monarca castellano aquellos condes franceses que dijimos
habían venido a España con el deseo de tomar parte en la solemne lucha
que en nuestra Península se sostenía con tanto heroísmo en favor de
la cristiandad. Habíanle merecido particular predilección dos caballeros
de la ilustre casa de Borgoña, Ramón y Enrique, primos-hermanos y
parientes de la reina de Castilla Constanza, segunda mujer de Alfonso
VI. De tal modo ganaron estos condes el afecto y privanza del rey,
que en 1092 les dio en matrimonio sus dos hijas Urraca y Teresa. Obtuvo
el conde Ramón la mano de Urraca, hija legítima de Alfonso, habida
de su matrimonio con Constanza. Fuele dada a Enrique la otra hija
de Alfonso llamada Teresa, nacida de la unión declarada ilegítima
del rey con Jimena Núñez. A Urraca y Raimundo les dio el condado de
Galicia, a Teresa y Enrique el del territorio que de los moros había
ganado en la Lusitania. Principio fue éste de grandes sucesos, origen
del nuevo reino que había de erigirse en Portugal, y fundamento que
había de servir para que dos extranjeros fuesen tronco y raíz de dos
dinastías reales en España, como lo habremos pronto de ver. De esta
manera tomaron los franceses en Castilla en el reinado de Alfonso
VI igual influjo y preponderancia en lo político y en lo militar al
que anunciamos habían tomado en lo eclesiástico y lo religioso los
prelados y monjes de aquella nación de que aquel monarca llenó las
iglesias españolas.
Las
invasiones de los Almorávides en el Algarbe y la conquista de Badajoz
con la muerte del último emir Omar ben Alafthas que en otro lugar
dejamos indicada, hicieron que Alfonso volviera a perder una parte
de aquellas adquisiciones, abrieron sus puertas a los africanos Évora,
Silves, la misma Lisboa y otras importantes poblaciones de Occidente.
Mas distraídas después las fuerzas musulmanas a la parte de Valencia
por el Cid Campeador, y habiendo los dos condes franceses sostenido
algunos encuentros y combates con las tropas musulmanas que en Portugal
y en sus fronteras habían quedado, hallamos en 1097 a Enrique de Borgoña
dominando el territorio comprendido entre el Miño y el Tajo, y a Raimundo
en posesión de lo que hoy abraza la moderna Galicia, después de haber
ayudado a Alfonso á repoblar las ciudades de Castilla, Ávila, Salamanca,
Almazán y Segovia.
Habiendo
fallecido en 1093 la reina Constanza, el monarca castellano contrajo
nuevas nupcias con Bertha, repudiada de Enrique IV de Germania, que
a los dos años dejó otra vez vacante con la muerte el tálamo de Alfonso.
Una princesa mora fue entonces llamada a compartir con el rey de Castilla
el lecho y el trono. Era la bella Zaida, la hija del rey árabe Ebn
Abed de Sevilla, que en los tiempos en que su padre había hecho alianza
con el monarca cristiano la había entregado a éste como prenda de
amistad y a título de esposa futura, juntamente con los pueblos de
Vilches, de Alarcos, de Mora, de Consuegra, de Ocaña y otros del reino
de Toledo, en calidad de dote. Muy joven en aquel tiempo la hermosa
Zaida, había continuado en poder de Alfonso, según unos como consorte,
según otros en concepto más equívoco y menos honroso. Ni lo uno ni
lo otro creemos fundado. Ni las crónicas insinúan que Alfonso quebrantara
la ley de los cristianos que prohíbe la bigamia, ni hay documento
que indique que tuviera con la bella musulmana relaciones de naturaleza
de producir escándalo. Pero Alfonso amaba tiernamente a la joven mora,
y el corazón de la hija de Ebn Abed se había prendado de la grandeza
y generosidad del monarca castellano. Ambos deseaban unirse con legítimos
lazos, poro la diferencia de religión establecía entre ellos un abismo.
Acaso el afecto y la convicción obraron de concierto en el corazón
de Zaida, y Zaida renunció a la fe de sus padres y abrazó la religión
de Alfonso; hízose cristiana, y tomó en el bautismo el nombre de María
Isabel (con el segundo la nombraba siempre Alfonso y es conocida en
los documentos). Entonces el rey, libre de todo compromiso por las
muertes sucesivas de Constanza y de Bertha, realizó solemnemente su
deseado enlace con Isabel Zaida (1095), de la cual tuvo al año siguiente
el ansiado placer de ver nacer un príncipe, fruto de su amor y heredero
de su trono, puesto que Sancho, que así se llamó el hijo de Zaida,
era el único varón que Alfonso había logrado tener en sus diferentes
consorcios.
Pasáronse
los años siguientes atendiendo Alfonso a las cosas de su reino, y
acudiendo, ya a la parte de Extremadura, ya a la de Aragón o Andalucía,
según que la necesidad y sus relaciones con los reyes musulmanes y
cristianos lo reclamaban, sin que otros sucesos importantes ocurrieran
en Castilla que los que en anteriores capítulos dejamos referidos.
Así las cosas, volvió Yussuf el emperador de Marruecos por cuarta
vez a España, trayendo en su compañía sus dos hijos Abu Tahir Temín
y Alí Abul Hassán. Aunque el menor este último, tenía más talento
y más valor que su hermano, y era el predilecto de su padre. Con ellos
recorrió las provincias, y hablando de la disposición y naturaleza
del país comparaba su conjunto a un águila, y decía que la cabeza
era Toledo, Calatrava el pico, el pecho Jaén, las uñas Granada, el
ala derecha la Algarbia, y la Axarkia el ala izquierda. Terminada
su visita, convocó los jeques y principales caudillos Almorávides,
y concertó con ellos declarar futuro sucesor de todos sus Estados
de África y España a su hijo Alí, cuya carta y pacto de sucesión comenzaba
en los siguientes términos: «Alabanza a Dios que usa de misericordia
con los que le sirven en las herencias y sucesiones; que hizo a los
reyes cabezas de los Estados para la paz y concordia de los pueblos
etc.» Extendida y leída la carta, prestado por Alí el juramento de
gobernar el imperio en conformidad a las condiciones que su padre
le imponía, y por los jeques y visres el de aceptar gustosos y contentos
la sucesión, firmóse el acta en Córdoba en setiembre de 1103. Entre
las condiciones que Yussuf impuso a su hijo relativamente al gobierno
de España se hallaban las de que habría de encomendar las magistraturas
y gobiernos superiores militares a los morabitas de Lamtuna: que la
guerra contra los cristianos y la guarda de las fronteras la hiciese
con los musulmanes andaluces como más prácticos y entendidos en la
manera de pelear que convenía para España: que mantuviera constantemente
en la Península un ejército bien pagado de 17,000 jinetes Almorávides,
distribuidos de esta manera: 7,000 en Sevilla, 1,000 en Córdoba, 3,000
en Granada, 4,000 en el Este y 2,000 en el Oeste; que honrara siempre
a los musulmanes andaluces y evitara toda colisión con los de Zaragoza
que eran el baluarte del Islam.
Dadas
estas disposiciones, partió Yussuf otra vez para Ceuta, donde retirado
de los negocios comenzó al poco tiempo a enfermar, o más bien a sentir
la debilidad de la vejez, pues contaba ya cerca de cien años. Lleváronle
á Marruecos; pero de cada día, dice el autor árabe, era mayor su debilidad,
tanto que sus fuerzas del todo desaparecieron, «y así murió (Dios
haya misericordia de él) a la salida de la luna de Muharrán entrado
el año 500 (1107), habiendo vivido cien años y reinado cerca de cuarenta.»
Llamáronle el excelente, la estrella de la religión, el defensor de
la ley de Dios, y dábanle otros pomposos nombres. Su imperio llegó
a ser el más vasto que se había conocido, y fue el que hizo predominar
en España la raza africana sobre la raza árabe. Su hijo Alí Abul Hassán,
que había ido a recoger sus últimos alientos y a recibir sus postreras
instrucciones, fue inmediatamente proclamado emperador de Marruecos.
En
aquel mismo año vino Alí a España. En Algeciras recibió a todos los
cadíes de las aljamas, a los walíes y gobernadores de las ciudades,
a los sabios y principales caballeros del pueblo, que fueron a visitarle,
y arregladas las cosas de Andalucía se volvió a África, desde donde
envió a su hermano Temín, walí que había sido de Almagreb, confiriéndole
el gobierno de Valencia. Deseoso Temín de ejecutar alguna empresa
que acreditara su mando en España, propúsose tomar la ciudad y castillo
de Uclés, que defendía una fuerte guarnición castellana. Un numeroso
ejército africano asedió la población y la combatió con tal ímpetu
que la tomó a viva fuerza. Los cristianos se atrincheraron en el castillo.
El rey Alfonso con noticia de este suceso, aunque anciano ya y achacoso
de salud, se disponía a partir para socorrer en persona a los defensores
de Uclés. Pero impidióselo, al decir de algunos autores, una herida
recibida en otra anterior batalla, y en su lugar envió a los principales
de sus condes, y quiso además que fuese en su compañía su hijo Sancho,
que aunque de solos once años de edad había sido ya armado caballero
por su padre y sabía manejar un caballo. Iba el joven príncipe encomendado
a su ayo el conde García de Cabra. Encontráronse ambos ejércitos y
pelearon con ánimos encarnizados. El triunfo se declaró por los musulmanes.
Sobre veinte mil cristianos quedaron en el campo, entre ellos el tierno
infante don Sancho, el heredero del trono y el ídolo de su padre (1108).
En lo más recio de la pelea, dice el arzobispo don Rodrigo, el joven
príncipe sintió su caballo gravemente herido, y dirigiéndose a su
ayo exclamó: «¡Padre, padre! ¡mi caballo está herido!» A estas voces
acudió el conde y presenció la caída simultánea del caballo y del
infante. Apeóse el conde del suyo, y cubriendo con su escudo a Sancho
se defendió por buen espacio rechazando valerosamente los golpes de
multitud de musulmanes que le rodeaban, hasta que enflaquecido por
las muchas heridas cayó sobre el cuerpo de Sancho, como para morir
antes que su protegido, y allí sucumbieron los dos. Los otros magnates
quisieron sustraerse a la muerte con la huida; pero alcanzados por
un destacamento de caballería musulmana fueron los más degollados.
Los que escaparon con vida llevaron la triste nueva al rey don Alfonso,
el cual, traspasado de dolor y amargura, dicen que exclamó en el lenguaje
que se supone de su tiempo, en medio de suspiros que parecía arrancarle
el corazón: “¡Ay meu filio!
¡ay meu filio! alegría de mi corazón é lume de meos ollos, solaz de
miña vellez; ¡ay meu espello en que yo me soya ver, é con que tomaba
moy gran pracer! ¡ay meu heredero mayor! Caballeros, ¿hu me lo dejastes?
Dadme meu filio, condes”. A lo cual el conde Gómez de Candespina
respondió: «Señor, el hijo que nos pides, no nos le confiaste a nosotros.»
A esto replicó el rey: «Si se le confié a otros, vosotros erais sus
compañeros para el combate y para la defensa; y cuando aquel a quien
yo le di murió amparándole, ¿qué buscáis aquí los que le habéis abandonado?
— Señor, le respondió Alvar Fáñez, pareciónos que no podíamos vencer
aquel campo, que sería mayor daño vuestro perecer allí todos en vano,
y que no os quedara con quien poder defender la tierra, y las ciudades,
fortalezas y castillos que con tanto trabajo habéis ganado; esto nos
hizo venir aquí, señor, para que con la falta del príncipe y con la
nuestra no os quedarais de todo punto sin arrimo.» Mas no bastaban
razones a consolar al rey, que cada vez lanzaba más hondos suspiros.
Llamóse
esta batalla de Uclés la batalla de los Siete Condes, por el número
de los que en ella perecieron, y a esta lamentable derrota se siguió
la pérdida de Cuenca, Huete, Ocaña, Consuegra, y otras poblaciones
de las que habían formado el dote de Zaida, la cual, para mayor desconsuelo
del monarca, hacía poco tiempo le había dejado en triste viudez. Había
muerto también en 1107 su yerno el conde Ramón de Galicia, el marido
de su única hija legítima Urraca, de la cual dejaba un niño de cuatro
años llamado Alfonso, nacido en un lugar de la costa de Galicia, nombrado
Caldas, que de esto se dijo más adelante Caldas del Rey. Este tierno
nieto era el único varón que después del malogrado Sancho le quedaba
de sus diferentes matrimonios al anciano y afligido monarca de Castilla.
Tal vez el ansia de lograr todavía sucesión inmediata varonil fue
la que pudo determinarle, a pesar de su alta edad, de sus achaques
y de sus amarguras, a contraer aún nuevas nupcias con una señora nombrada
Beatriz, cuyo consorcio le proporcionaría en sus últimos días algunos
consuelos; pero la naturaleza le negó ya el de la sucesión que tanto
apetecía y que tan conveniente hubiera podido ser para la tranquilidad
del reino, que harto turbado se vio por aquella falta, como luego
hemos de ver.
Tantas
y tan hondas penas no podían dejar de abreviar los días de un príncipe
que tantos trabajos y vicisitudes había sufrido, y a quien por otra
parte aquejaban materiales y físicos padecimientos. La enfermedad
y las penas le iban simultáneamente consumiendo la vida, que al decir
del arzobispo cronista se iba sosteniendo con el ejercicio a caballo
que por consejo de los médicos hacía diariamente, como el más provechoso
para quien estaba acostumbrado a las duras fatigas de la campaña.
Al fin, sintiéndose ya extremadamente débil, llamó cerca de sí al
arzobispo don Bernardo y a los monjes de San Benito, y con ellos pasó
los postreros días. Por último, en la noche del 30 de junio de 1109
pasó á gozar del eterno descanso el gran conquistador de Toledo, a
los setenta y nueve años de su edad y a los cuarenta y tres y medio
de su reinado tan lleno de glorias como de azares y vicisitudes, sostenido
con ánimo constante en todas las mudanzas de la fortuna. Lloráronle
los toledanos, y exclamaban: «¿Cómo así, oh pastor, abandonas tus
ovejas? Ahora los sarracenos y malhechores acometerán el rebaño que
estaba encomendado a tu guarda.»
El
arzobispo don Rodrigo nos dejó un magnífico elogio de este monarca:
«Fue (dice la traducción antigua) de gran bondad
é muy noble, alto en virtud, e de gran gloria, y en sus días nunca
menguó justicia, y el duro servicio ovo cabo é fin, y las lágrimas
lo ovieron, y la fé ovo crecimiento, y la tierra y el reino ovo ensalzamiento,
y el pueblo atrevimiento, y el enemigo ovo confondimiento. Amansó
el cuchillo, quedó el alárabe, ovo miedo el de África El lloro y el
llanto de España nunca ovo consolador fasta que este reynó.... La
grandía del de su corazón, virtud de los fijosdalgo, no se tuvo por
entero de vivir entre las angosturas de las Asturias, y escogió el
afán y el trabajo por compañero en su vida. El deleite el vicio tovo
mezquindad, é probar las dubdosas lides le fué placer é alegría....
Rey crecido, recio, fuerte el su corazón, fiando en nuestro Señor
falló gracia ante los ojos de nuestro Señor del cielo y de la tierra.»
Su
cuerpo estuvo expuesto por espacio de veinte días, al cabo de los
cuales con gran solemnidad y acompañamiento de obispos, sacerdotes,
magnates, guerreros, nobles, plebeyos, hombres y mujeres, cubiertos
de ceniza, con los vestidos desaliñados, y dando gritos de dolor,
fue trasladado, según él lo había dispuesto, al monasterio de Sahagún,
de que había sido gran protector y devoto, donde al decir de algunos
historiadores tuvo impulsos de tomar el hábito monacal, donde le había
tomado provisionalmente algún tiempo en días de desventura, y donde
yacían las cenizas de sus mujeres.
Antes
de entrar en las graves alteraciones que a poco de la muerte de este
gran príncipe agitaron y conmovieron los reinos cristianos, menester
es que volvamos un momento la vista hacia lo que entretanto en Aragón
y Cataluña había acontecido, y más habiendo de enlazarse tanto después
los sucesos de unos y otros Estados.
Hemos
visto como las fronteras del reino de Aragón se iban dilatando bajo
el enérgico y activo Sancho Ramírez, rey también de Navarra, que cada
día tomaba alguna población, alguna fortaleza, algún enriscado castillo
a los sarracenos, acosándolos, y reduciéndoles por las riberas del
Ebro y del Gallego, del Cinca y del Alcanadre. Enemigo terrible de
los dos reyes mahometanos de Zaragoza Al Mutamín y Almostaín, hemos
visto en cuan apretados conflictos llegó a ponerlos muchas veces,
aliándose al efecto con Berenguer de Barcelona y con el emir de Tortosa
y Denia Al Mondhir Alfagib, si bien por desgracia contrariado en muchas
ocasiones y teniendo que medir sus armas con las del Cid Campeador.
A pesar de estas contrariedades llegó el caso de considerarse bastante
fuerte para poner en ejercicio el proyecto que constituía el blanco
de sus más vehementes deseos, el de la conquista de Huesca, uno de
los más fuertes baluartes de los infieles y su principal escudo de
defensa contra las armas cristianas de Aragón. Había ido Sancho Ramírez
preparando muy diestramente el terreno para esta importante conquista,
y cuando se determinó ya a ponerle sitio llevó consigo respetable
hueste de aragoneses y navarros que distribuyó en los collados de
alrededor.
Sentó
el rey sus reales en un montecillo o repecho de donde podía ofender
grandemente a los sitiados, y que desde entonces tomó el nombre de el Pueyo de Sancho. El cerco, no obstante, continuaba con lentitud,
porque los sitiados se defendían con bizarría. Impaciente el monarca
aragonés púsose un día a reconocer el muro, y habiendo hallado en
él una parte más flaca que las otras, y por donde le parecía que se
podría más fácilmente combatir, levantó el brazo derecho para señalar
aquel sitio a sus compañeros de armas: en esto una flecha arrojada
desde el adarve vino a herir al rey debajo del brazo en la parte que
dejó descubierta el escote de la loriga. La fatal saeta llevaba en
su punta la muerte, como la que atravesó a Alfonso V en el sitio de
Viseo. Conociólo así Sancho, y convocando a todos los ricos-hombres
y caballeros hizo jurar ante ellos a sus dos hijos don Pedro y don
Alfonso, que no levantarían el cerco hasta tener ganada la ciudad
y puesta bajo su dominio y poder. Hecho esto, y consolando con animoso
esfuerzo a los príncipes y a sus caudillos, murió este aguerrido y
valeroso monarca el día 4 de junio del año 1091.
Su
cuerpo fue llevado al monasterio de Monte-Aragón fundado por él, donde
estuvo depositado hasta que, ganada la ciudad, le trasladaron al de
San Juan de la Peña, donde le dieron honrosa sepultura.
Muerto
don Sancho, y aclamado y reconocido por rey su hijo don Pedro, continuó
éste el sitio de Huesca con el mismo ánimo, perseverancia y empeño
con que hubiera podido hacerlo su padre Mas considerando también el
de Zaragoza que de la conservación o pérdida de Huesca dependía la
posesión de toda la tierra llana, hizo un llamamiento general a los
musulmanes de su reino, y aun invocó la cooperación de dos condes
cristianos sus amigos, Gonzalo y García Ordóñez de Nájera ; «caen
aquella revuelta de tiempos y estrago de costumbres, dice un historiador,
no se tenía por escrúpulo que cristianos ayudasen a los moros contra
otros cristianos.» Púsose en marcha el ejército infiel, sin que su
número arredrara al nuevo rey don Pedro; antes salió a encontrarle,
marchando delante de todos el príncipe Alfonso su hermano, que ya
anunciaba lo que había de ser más adelante este insigne guerrero.
Acompañábanle los principales caballeros y ricos-hombres de Aragón,
los Gastón de Biel, los Lizanas, los Bacallas, los Lunas, y aquel
Fortuno, que dicen traía de Gascuña trescientos peones armados de
mazas, de que tomó el nombre de Fortuno Maza que dejó a sus nobles
descendientes.
Los
agarenos eran en tan gran número que cubrían todo el camino desde
las riberas del Ebro hasta las del Gallego. El conde García envió
un atento mensaje al rey don Pedro aconsejándole que levantara el
sitio, porque no era posible que escapara ningún cristiano. La respuesta
del rey fue avanzar a los campos de Alcoraz, donde se encontraron
las dos huestes. El príncipe don Alfonso fue el que comenzó el combate
haciendo terrible daño a los infieles. La pelea se fue generalizando
y embraveciendo: convienen todos en que fue de las mayores y más sangrientas
batallas que se habían dado entre musulmanes y cristianos; duró hasta
la noche, y el arrogante don García, auxiliar de los moros, el que
decía que no podría escapar ningún cristiano, fue uno de los prisioneros.
Aguardaban los aragoneses que al día siguiente se renovara la pelea,
y lo que al día siguiente sucedió fue ver desamparados los reales
de los infieles, que con pérdida de treinta a cuarenta mil muertos
se habían retirado de prisa con su rey a Zaragoza. Ganada la batalla,
volvió el rey don Pedro sobre Huesca, que a los ocho días se le rindió,
y entró en ella triunfante el 25 de noviembre de 1096. Esto es lo
que refieren las crónicas cristianas; veamos cómo lo cuentan los árabes.
«El
rey de Zaragoza Almostaín Billah Abu Giafar, cuando creía descansar,
y que los cristianos escarmentados en Zalaca le dejarían gozar de
la felicidad de aquella victoria, se vio acometido de muchedumbre
de infieles que acaudillaba el tirano Aben Radmir. Salió contra él
con cuanta gente pudo allegar, que serían veinte mil hombres entre
jinetes y peones, gente muy esforzada, y robusta columna del Islam.
Encontráronse estas tropas con las del tirano Aben Radmir, que eran
igual número entre caballos y peones. Fué el encuentro de estas dos
huestes, dice Ben Hudeil. cerca de Medina Huesca, fronteras de España
Oriental (fortifíquelas Dios y ampárelas). Estaban ambos ejércitos
muy confiados cada uno en su poder y en el valor y destreza de sus
caudillos, hijos de la guerra, leones embravecidos. Presentáronse
la batalla, y al principio de ella dijo Aben Radmir (destrúyale Dios)
a sus principales campeadores: «Ea, mis amigos, señalemos con piedra
blanca este día; ánimo y a ellos.» En este punto se trabaron las dos
contrarias huestes con igual denuedo y valor, y fue la batalla muy
reñida y sangrienta, que ninguno tornó la cara a la espantosa muerte,
ni quería ceder ni perder su puesto ni fila, y mucho menos el campo:
cada uno quería que su caudillo le viese peleando como bravo león,
hasta que fatigados ambos ejércitos que no podían menear las armas
suspendieron la cruel matanza a la hora de alahzar. Estuviéronse mirando
unos a otros como una hora, y luego, haciendo señal ellos con sus
bocinas y trompetas, y nosotros con nuestros tambores, se trabó con
nuevo ímpetu la porfiada y sangrienta lid: acometieron los cristianos
con tal pujanza que de tropel entraron dividiendo nuestra hueste,
y así hendida aquella fortaleza que se mantenía, se siguió la confusión
y desordenada fuga, y la espada del vencedor se cebó en las gargantas
muslimicas hasta la venida de la noche, y el rey Almostaín el Zagir
Aben Hud y los suyos se acogieron a la ciudad de Huesca.
Luego
los cristianos cercaron la ciudad y la combatían con máquinas e ingenios,
y los valientes muslimes salían y daban rebatos, y se los destruían,
y en uno de éstos fue herido y muerto de saeta Aben Radmir, el rey
de los cristianos: pero no por eso levantaron el sitio, antes bien
con nuevas tropas vinieron a la conquista. Estaban los muslimes muy
apurados, y como Almostaín hubiese logrado salir de la ciudad allegó
muchas gentes, y pidió auxilio a los emires de Albarracín y de Játiva
y Denia, que luego fueron en su ayuda. Con la fama de la venida de
este socorro los cristianos levantaron su campo de Huesca, y salieron
con poderosa hueste al encuentro de los muslimes. Fue el encuentro
en cercanías de la fortaleza de Alcoraza, acometiéronse con grande
ánimo y la pelea fue muy reñida y sangrienta que duró hasta la venida
de la noche: en ella los muslimes recibieron grave daño, y muchos
principales, así que como fuesen gentes diversas, culpando los unos
a los otros del suceso, no quisieron esperar al día siguiente la suerte
de nuevo combate, y unos por una parte y otros por otra se retiraron
aquella noche, dejando muchos muertos y heridos en montes y valles
para agradable pasto de las fieras y de las aves carnívoras. El rey
Almostaín se retiró a Zaragoza perdiendo la esperanza de mantener
aquella ciudad, y pocos días después se entregó Huesca a los cristianos.»
De
esta victoria data el haber tomado los reyes de Aragón por armas la
cruz de San Jorge en campo de plata (pues los historiadores aficionados
a apariciones dicen que San Jorge anduvo a caballo en aquella batalla),
y en los cuadros del escudo cuatro cabezas rojas que dicen representan
cuatro reyes o caudillos moros que en aquella jornada murieron.
Dueño
don Pedro de Huesca, hizo convertir la mezquita principal en templo
cristiano, que se dio al obispo de Jaca para establecer en ella la
silla episcopal, como había estado antes de la entrada de los moros,
y el obispo de Jaca volvió a intitularse de Huesca. Y el papa Urbano
II con noticia de esta victoria, confirmó al rey la facultad que Alejandro
II y Gregorio VII habían concedido a su padre para que los reyes de
Aragón pudiesen distribuir las rentas de las iglesias que se ganasen
de los moros, y de las que de nuevo se edificasen, a excepción de
las catedrales; dando también facultad a los ricos-hombres para que
pudiesen anexar cualquier monasterio, o reservarse para sí y sus herederos
cualesquiera iglesias de lugares de moros que ganasen en la guerra,
o las que se fundasen en sus propios heredamientos, con las décimas
y primicias, a condición de hacer celebrar los oficios divinos por
personas convenientes con lo demás necesario al culto.
Siguió
a la conquista de Huesca la alianza del aragonés con el Cid y su expedición
a Valencia, según lo dejamos referido. De regreso a sus Estados prosiguió
el rey don Pedro atacando denodadamente los castillos y fortalezas
de los moros, entre ellos el formidable de Calasanz, el de Pertusa,
con que terminó la campaña de 1099 y por último la importante plaza
de Barbastro (1100), con los castillos de Ballovar y Velilla, últimas
reliquias del reino de Huesca. Viósele en 1102 correr las fronteras
de Cataluña, donde habían quedado a los moros algunos asilos que les
quitó sin dificultad, y en 1104 entrar atrevidamente por tierras de
Zaragoza hasta poner el pie cerca de sus muros talar y destruir su
campiña, y retirarse a Huesca, donde pronto iban a verse malogradas
las esperanzas que a los aragoneses había infundido la reputación
de su joven monarca. La pérdida de un tierno príncipe de su mismo
nombre que había tenido de su esposa Bertha acibaró los días de aquel
ilustre soberano en términos que sobrevivió muy poco tiempo a la prematura
muerte de su hijo. M sus glorias de conquistador fueron bastantes
a consolarle, ni la robustez de la edad, que contaba entonces treinta
y cinco años, pudo neutralizar el estrago que en su naturaleza produjo
el dolor de aquel infortunio, y el 28 de setiembre de aquel mismo
año (1104) lloraron los aragoneses el fallecimiento del conquistador
de Huesca y de Barbastro. Mucho en verdad los consoló el haber recaído
la sucesión del remo en su hermano Alfonso, príncipe animoso y fuerte,
que había de merecer más adelante el sobrenombre de Batallador; pero
cuyos hechos nos reservamos referir en otro capítulo por el íntimo
enlace que tuvieron con los sucesos de Castilla que siguieron a la
muerte de Alfonso VI.
Dejamos
en Cataluña al conde de Barcelona Berenguer Ramón II el Fratricida
rigiendo el Estado por sí y como tutor del tierno príncipe Ramón Berenguer,
el hijo de su hermano Cap de
Estopa el asesinado, si bien con la condición impuesta por los
condes y barones de que la tutela no hubiese de durar sino hasta que
el huérfano cumpliese los quince años y con ellos adquiriese el derecho
de reinar calzando las espuelas de caballero. Ocupado trajeron al
Fratricida en los siguientes años las guerras en que le hemos visto
envuelto con el Cid Campeador, tan funestas para la causa de la cristiandad
como las alianzas del conde catalán con el rey de Tortosa y Denia
Al Mondhir Alfagib, que dejamos en otra parte referidas.
En
medio de estas lamentables escisiones entre el conde barcelonés y
el guerrero castellano, una empresa grande, noble, digna, vino a ocupar
la atención del primero con gran contentamiento de los catalanes:
tal fue el proyecto de reconquistar la antigua metrópoli de la España
Citerior, la célebre Tarragona, punto avanzado que los musulmanes
poseían en el Oriente de España y cuya ventajosa posición para el
tráfico de mar les hacía cuidar con particular interés de su conservación.
Ya en el anterior condado, el clero catalán, ansioso de recobrar su
antigua metrópoli, había hecho excitaciones para que se acometiera
una empresa a la vez patriótica y religiosa; ya había preocupado este
pensamiento a don Ramón Berenguer el Viejo; y ahora el hijo, mal seguro
de la sumisión de los condes y barones, menos seguro todavía del cariño
del pueblo, temeroso de ver recaer sobre sí las penas y censuras de
la Iglesia y acosado tal vez de remordimientos, no podía menos de
acoger con ahincó un proyecto cuya ejecución habría de borrar en gran
parte el hondo disgusto que en todo el país y en todos los ánimos
había producido el fratricidio. Por otra parte el obispo de Vich,
cabeza de la asamblea de los vengadores de aquel crimen, tenía el
mayor interés en la realización de una conquista que había de valerle
la posesión de aquella silla metropolitana, por haberlo ofrecido así
la Santa Sede para cuando llegara el caso de la apetecida restauración.
Así, mientras el conde soberano se aparejaba para una empresa de que
esperaba habría de resultar su rehabilitación en el aprecio público,
el prelado ausonense partía a Roma a implorar los auxilios del jefe
de la cristiandad.
Ocupaba
entonces la silla de San Pedro el papa Urbano II, el gran promovedor de las cruzadas a la Tierra Santa
que a la sazón absorbían el pensamiento y el entusiasmo del mundo
cristiano. El pontífice vio en el proyecto de recobrar y restaurar
la iglesia tarraconense un motivo de cruzada no menos digno de los
apóstoles y de los guerreros de la fe que el de recuperar los santos
lugares; por lo cual, no sólo acogió con gusto la demanda del prelado
catalán, sino que eximió del voto de cruzarse para la Palestina a
cuantos quisiesen acudir a la reconquista de Tarragona, «futuro antemural,
decía, del pueblo cristiano;» concedió jubileo plenísimo a los que
personalmente acompañasen la expedición, otorgó otras muchas gracias
espirituales, confirmó al obispo de Vich la futura prelacía de aquella
metrópoli, y excitó eficazmente a todos los príncipes, barones y caballeros,
eclesiásticos y seglares de los países limítrofes, a que concurrieran
a la santa empresa. Con tales elementos activáronse los preparativos,
alistáronse en gran número los guerreros, y abrióse la campaña.
Prósperas
y felices marcharon las primeras operaciones; fueron los sarracenos
perdiendo sus castillos; la ciudad de las antiguas murallas ciclópeas
fue con impetuoso valor acometida, y los pendones del cristianismo
tremolaron en los muros en que tiempos atrás resplandecieron las águilas
romanas y en que después había ondeado orgulloso el estandarte de
Mahoma (1090). Lanzados los infieles de la ciudad y campo de Tarragona
y forzados a internarse en lo más áspero de las montañas de Prados
al abrigo de Ciurana y de Tortosa, limpio de sarracenos el territorio
comprendido entre el llano de Tarragona y de Urgel, quedó allanado
el camino para los futuros ataques de Tortosa y de Lérida. Restaurada
y purificada solemnemente aquella insigne iglesia, y arreglado lo
conveniente al gobierno de la ciudad, el conde Berenguer hizo donación
de su conquista al apóstol San Pedro, y a los pontífices sucesores
suyos: «con lo cual, añade un ilustrado escritor catalán, acaba de
ser notorio que vino en la empresa movido de penitencia y cuánto ansiaba
detener el rayo del Vaticano»
De
incalculables y felicísimas consecuencias hubiera podido ser para
todo el Oriente de España la gloriosa conquista de Tarragona, si seguidamente
no hubieran embarazado de nuevo al conde Berenguer y a los catalanes
las guerras con el Cid, sus descalabros y contratiempos en Calamocha
y Tobar del Pinar (1092) que en otra parte dejamos referidos, su estancia
en Zaragoza y sus correrías por tierras de Valencia después de avenido
con el Campeador, hasta la conquista de Murviedro por el de Vivar
y el sitio de Oropesa por el barcelonés (1095). La misma Tortosa había
sido ya objeto de algunas tentativas de parte de Berenguer II en 1096,
cuando de repente se ve vacar la corona condal, y al año siguiente
se encuentra a su joven sobrino rigiendo por sí el Estado. ¿Qué fue
lo que motivó tan repentina desaparición?
Las
expediciones militares del conde Berenguer Ramón II pudieron acaso
suspender, pero no hacer desistir a los magnates barceloneses de su
empeño en descubrir y castigar al perpetrador de la muerte de Ramón Cap de Estopa; y aunque la asamblea de 1085 no tuvo el resultado que
entonces se propusieron, no pararon los coligados, especialmente Bernardo
Guillermo de Queralt, Ramón Folch de Cardona y Arnaldo Mirón, hasta
retar como buenos al fratricida, al uso de aquellos tiempos, y obligarle
a fuer de caballero a presentarse al reto en la corte de Alfonso VI
de Castilla, donde al fin fue convencido de su traición y alevosía
judicialmente o per batallam. Este singular juicio debió
verificarse entre el 1096 y el 1097, que es la fecha que media entre
las últimas escrituras que se hallan firmadas por este conde y su
desaparición del condado de Barcelona.
Convencido
pues y deshonrado el fratricida, tomó la única resolución que era
ya compatible con el descrédito en que la prueba de su delito le ponía
a los ojos de los catalanes: la de partir a Tierra Santa. Así y por
tan misteriosos caminos conduce muchas veces la Providencia a los
hombres a la expiación de sus crímenes. Allá en aquellos apartados
lugares murió batallando en defensa de la cruz el matador de su hermano,
con cuya penitencia pudo acaso aplacar al eterno Juez, ya que acá
sus hazañas no fueron bastantes a desenojar a los vengadores del fratricidio.
Como
ya en aquel tiempo el joven Ramón Berenguer, hijo del asesinado y
sobrino del fratricida, el defendido y amparado en su niñez por la
fidelidad de los catalanes en medio de aquellas turbaciones y guerras,
se hallase en la edad de los quince años en que podía ser armado caballero,
fue proclamado conde y sucesor de su padre con arreglo al testamento
de su abuelo. Acaso ya entonces se había enlazado el joven príncipe
con María, la hija segunda del Cid y de doña Jimena, de quien hablamos
arriba, y de la cual sólo tuvo una hija cuyo nombre se ignora. Muerta
ésta, se casó hacia mediados de 1106 con Almodis, de la cual no tuvo
sucesión, y últimamente de terceras nupcias en 1112 con Dulcía, condesa
de Provenza, de quien tuvo tres hijos y cuatro hijas, de los cuales
hablaremos más adelante.
Fue
este conde el conocido con el nombre de Ramón Berenguer III el Grande,
príncipe valeroso y esforzado caballero, como tendremos ocasión de
ver en otro lugar: puesto que los sucesos del reinado de don Ramón
Berenguer III serán ya objeto y materia de otro capítulo.
CAPITULO IV.-DOÑA URRACA EN CASTILLA. — DON ALFONSO I EN ARAGÓN. — (1019 - 1134)
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