CAPÍTULO XXI FRACCIONAMIENTO
DEL CALIFATO. - GUERRAS ENTRE LOS MUSULMANES
Del
1031 al 1080
Dos
términos puede tener un imperio que se descompone y desquicia combatido
por las ambiciones, destrozado por las discordias, devorado por la
anarquía, y corroído y gangrenado por la desmoralización y por la
relajación de todos los vínculos sociales. Este imperio, o es absorbido
por otro que se aprovecha de su desorden, de su debilidad y flaqueza,
o se fracciona y divide en tantas porciones y Estados cuantos son
los caudillos que se consideren bastante fuertes para hacerse señores
independientes de un territorio y defenderle de los ataques de sus
vecinos. No aconteció lo primero al imperio de los Ommiadas de España
merced a la falta de acuerdo entre los príncipes cristianos, los Alfonsos,
los Sanchos, los Bermudos y los Borrells, a algunos de los cuales
los mahometanos mismos habían enseñado por dos veces el camino de
su capital. Se malogró aquella ocasión, y España tuvo que llorarlo
por siglos enteros. Sucedió, pues, lo segundo, esto es, el fraccionamiento
del imperio musulmán en multitud de pequeños reinos independientes,
como pedazos arrancados de un manto imperial.
Acostumbrados
los walíes de las provincias a ver sucederse rápidamente dinastías
y soberanos, fuertes por la flaqueza misma del gobierno central, halagados
y solicitados por califas débiles que necesitaban de su apoyo para
conservar un poder disputado, hechos a recibir por premio de un servicio
prerrogativas que los hacían semi-soberanos en sus distritos respectivos,
de que fue el primero a dar ejemplo el grande Almanzor con sus eslavos
y alameríes (que no comprendemos cómo se escaparon sus funestas consecuencias
al talento de aquel grande hombre), fuéronse emancipando de la autoridad
suprema, de forma que a la caída del último califa no tuvieron que
hacer sino cambiar los nombres de alcaides y walíes en los de emires
o reyes. Entre éstos los más poderosos fueron los de Toledo, Zaragoza,
Sevilla, Málaga, Granada y Badajoz, y, por la parte de Oriente, los
de Almería, Murcia, Valencia, Albarracín, Denia y las Baleares, aparte
de otra multitud de pequeños soberanos, de los cuales los había que
poseían sólo un reducido cantón, una sola ciudad o fortaleza. Cada
cual en su escala tenía su corte, sus vasallos y su ejército, levantaba
y cobraba impuestos, muchos acuñaron moneda con su nombre, y alguno
tomó el pomposo título de Emir Almumenín.
No
es fácil determinar la época precisa en que cada uno de estos reinos
comenzó a ser o a llamarse independiente, pues si bien desde el año
1009 empezaron algunos walíes a negar con diferentes pretextos y excusas
su obediencia a los califas o a rebelarse de hecho contra ellos, o
bien reconocían después a otros que les sucediesen y fueran más de
su partido, o bien aquellas mismas excusas y pretextos demuestran
que aún no se atrevían a emanciparse abiertamente del gobierno central.
Otros a quienes los califas dejaban en una dependencia puramente feudal,
iban arrogándose poco a poco los demás derechos y constituyéndose
en señores absolutos, relevándose del feudo siempre que la debilidad
de los califas lo permitía. De modo que desde la muerte del segundo
hijo de Almanzor hasta la extinción del califato en el tercer Hixem,
puede decirse que fueron fermentando y desarrollándose estas pequeñas
soberanías, hasta que al nombramiento de Gehwar en Córdoba en 1031
se vio que era excusado contar ya con los walíes, y que cada cual
gobernaba su comarca con autoridad propia y se apellidaba rey.
Compréndese
bien que entre tantos régulos o caudillos pertenecientes a distintas
familias o dinastías, todos más o menos ambiciosos, obrando todos
con independencia, dispuestos a sostener la posesión de su territorio,
con opuestos intereses, sin respeto a un poder superior que los refrenara,
la condición natural e inevitable de esta situación había de ser la
guerra. La España mahometana había de ser teatro de complicadas luchas,
de alianzas y rompimientos infinitos de los musulmanes entre sí y
con los príncipes cristianos, de variados incidentes, en que se viera
á soberanos y pueblos desplegar todo género de afectos y pasiones,
nobles y generosas, miserables y flacas, a que ayudaban las costumbres
a la vez bárbaras y caballerescas de las diferentes razas y familias
que formaban aquellos reinos. Embarazo grande para el historiador,
que por largo tiempo ha de tener que ligar los descosidos retazos
de cerca de cuarenta Estados, entre cristianos y musulmanes, que a
este tiempo se encuentran formados en el territorio de nuestra Península.
Dejamos, no obstante, a los historiadores de la dominación sarracena
en España el cargo de referir los sucesos especiales de algunas de
estas pequeñas soberanías que pasaron sin ejercer grande influjo,
tal vez sin que llegara a sentirse su influencia en la condición social
de los dos grandes pueblos, y nos concretaremos a hablar de las principales
dinastías, y de aquellos hechos que tuvieron alguna importancia en
la historia general de la Península.
Hemos
nombrado ya los más poderosos emiratos que se formaron en la España
musulmana a la caída del imperio Ommiada. Casi toda la parte oriental
y mucha de la meridional quedaba en poder de los Alameríes y de los
Tadjibitas (llamados así estos últimos de la tribu de que eran originarios),
familias unidas por la sangre y por las alianzas. En Zaragoza dominaba
el bravo Almondhir el Tadjibi, a quien hemos visto figurar en las
guerras de los últimos califas de Córdoba, y que por su valor y sus
hazañas era apellidado con el título de Almanzor. Almondhir se había
apoderado de Huesca, cuyo gobierno tenía su primo Mohammed ben Ahmed,
el cual tuvo que refugiarse al lado del rey de Valencia, Abdelaziz,
nieto de Almanzor. Acogió Abdelaziz con tanta benevolencia a su ilustre
y desgraciado huésped, que dio en matrimonio sus dos hermanas a los
dos hijos de Mohammed. Pereció éste en el mar queriendo pasar a Oriente.
Sucedió a Almondhir en el reino de Zaragoza su hijo Yahia, que reinó
diez y seis años, y acabó con él la dinastía de los Beni-Hixem, apoderándose
de Zaragoza Suleiman ben Hud, aquel walí de Lérida que había dado
generoso asilo al postrer califa Ommiada Hixem III. Con Suleiman reemplazó
en Zaragoza a la familia de los Tadjibitas la de los Beni-Hud. Era
Yahia rey de Zaragoza cuando el primer rey de Aragón don Ramiro invocó
el auxilio de los musulmanes aragoneses para hacer la guerra a su
hermano don García de Navarra.
En
Almería sucedió a Hairan el Alamerí, muerto en 1028, su hermano Zohair,
el cual guerreó con Badis el de Baeza. y murió en batalla en Alpuente
en 1038 después de un reinado de diez años. Abdelaziz el de Valencia
intentó apoderarse de Almería después de la muerte de Zohair, pero
Mogueiz el de Denia atacó entretanto Valencia, y queriendo Abdelaziz
hacer la paz con él, salió de Almería dejando el gobierno de la ciudad
a su hermano Abul Ahwaz Man, que después se declaró independiente,
y le reconocieron entre otras ciudades, Lorca, Baeza y Jaén.
Murcia
pertenecía a los Estados del dominio de Zohair, pero después de la
muerte de este príncipe pasó con su territorio a Abdelaziz el de Valencia.
En Castellón, Tortosa y fronteras de Cataluña, dominaban también los
Tadjibitas y Alameríes. Otro tanto acontecía en Mérida y casi todo
Portugal. Mandaba allí Abdallah ben Al Afthas y los Afthasidas eran
también adictos a los Alameríes a quienes debían su reino. Alamerí
era igualmente Sapor o Sabur que se había alzado con el gobierno independiente
de Badajoz, hasta que se apoderó de esta ciudad y reino el mismo Abdallah
ben Al Afthas. Y en Toledo dominaba Ismail Dilnum, cuya familia dio
a este reino cuatro emires o reyes.
Por
el contrario, en Málaga y Algeciras reinaban los Edrisitas, o sea
la familia de los Ben Alí y Ben Hamud de aquellos emires de África
que obtuvieron en los últimos tiempos el califato de Córdoba, y cuyo
señorío se extendía por las vertientes meridionales de las Alpujarras,
teniendo su principal fuerza y apoyo en África. El país de Granada
y Elvira era regido por un sobrino de Zawi el Zeiri, aquel que tanto
había favorecido á los califas africanos contra los Ommiadas durante
las guerras del imperio, y que continuaba tan adicto como su tío al
partido y familia de los Hamuditas. Por último, el reino de Sevilla
se hallaba en manos del poderoso Mohammed Ebn Abed, que había bastado
él solo para derribar al califa Yahia ben Alí, y acaso el más terrible
de los que aspiraban a recoger la herencia de los Ommiadas.
Tal
era el estado de la España muslímica cuando a consecuencia de la retirada
del último califa Ommiada fue proclamado emir de Córdoba por los jeques,
vazires y cadíes reunidos el honrado Gehwar ben Mohammed, hombre de
relevantes dotes personales, de ilustres ascendientes, ajeno a todos
los partidos, respetado por todos los bandos y muy querido de todos.
Gehwar, modelo de desinterés y de modestia en medio de tantas ambiciones
desmedidas, creó para el gobierno del Estado un diván o consejo compuesto
de los principales jefes de las tribus, especie de asamblea aristocrática
a la cual invistió del supremo poder, reservando para sí solamente
la presidencia. El diván era el que deliberaba sobre todos los negocios
graves del Estado, y si alguno se dirigía a él en particular con alguna
queja o demanda, acostumbraba a responder: «Yo no puedo resolver por
mí en este asunto: eso pertenece al consejo, y yo no soy más que uno
de sus individuos.» Moderación desusada en tales tiempos, y con cuya
política, a la vez que rehuía la responsabilidad de exigencias peligrosas
se captaba las voluntades así de los hombres influyentes como del
pueblo. Todo correspondía en él a esta prudente y modesta conducta.
Costó mucho trabajo hacerle habitar los regios alcázares, y cuando
ya se determinó a ello, arregló el servicio de palacio bajo el pie
económico de una casa particular, reduciendo gastos y suprimiendo
gran número de sirvientes, y fuera de la material suntuosidad del
alcázar parecía más bien la vivienda de un súbdito honesto que la
morada del jefe del Estado.
Llamamos
la atención de nuestros lectores sobre el gobierno de este ilustre
musulmán. Una de sus primeras medidas fue la abolición de los delatores,
que vivían como en otro tiempo los de Roma de las calumnias y litigios
que ellos mismos inventaban o fomentaban. Estableció procuradores
asalariados como los jueces y especie de fiscales encargados de las
acusaciones públicas. Creó proveedores, alcaldes de los mercados,
almojarifes o recaudadores de los impuestos, que cada año tenían que
dar cuenta de su administración al diván. Formó un cuerpo de inspectores
de seguridad pública y de vazires encargados de vigilar la ciudad
de día y de noche. Cerrábanse las puertas y las tiendas a determinada
hora. Hizo dar armas a los vecinos más honrados y acomodados, los
cuales por turno rondaban las calles, y concluido su servicio entregaban
las armas a los que habían de reemplazarlos, dándoles cuenta de lo
que habían observado. Para prevenir los excesos y crímenes que solían
cometerse de noche y que los malhechores no pudieran evadir el castigo
fugándose de un cuartel a otro, hizo construir barreras o verjas de
hierro al extremo de cada calle. Con tan esmerada policía, logró restablecer
la tranquilidad y seguridad pública después de tantos desórdenes,
y con las medidas para el abastecimiento de la ciudad llegó a hacerse
Córdoba el granero de España y el gran mercado a que concurrían gentes
de todas las provincias.
Bajo
un gobierno tan prudente y paternal, y bajo una administración tan
económica y acertada parece que hubieran debido los walíes agruparse
en derredor del único hombre que se mostraba capaz de volver la vida
al desmoronado imperio. Así lo intentó el mismo Gehwar escribiéndoles
y exhortándoles a que le prestaran obediencia como a jefe superior
del Estado: pero fueron ya inútiles los esfuerzos y las buenas intenciones
de Gehwar; llegaban tarde, y el mal no tenía remedio. Despreciaron
la excitación unos, y recibiéronla otros con indiferencia fría y desconsoladora.
Disimuló no obstante el prudente Gehwar, y aun volvió a escribirles
aplaudiendo su celo por el bien y la seguridad de las provincias que
les estaban encomendadas, pero rogándoles no olvidasen que la unión
y la concordia eran la base de la prosperidad de los imperios.
Dirigíanse
tan buenos consejos a quienes no tenían voluntad de oírlos. Estaban
demasiado vivas las rivalidades y las ambiciones, y la guerra era
inevitable. Fue el primero a romperla el poderoso emir de Sevilla,
Mohammed Ebn Abed, acometiendo al sahib de Carmona, cuya familia deseaba
exterminar. Bloqueado estrechamente el de Carmona, pudo no obstante
fugarse, y corrió a implorar el auxilio de los de Málaga y Granada,
Edris ben Alí y Habus ben Zairi, los cuales le facilitaron tropas
y recursos con el designio de atajar los ambiciosos proyectos del
de Sevilla. Éste por su parte envió contra los aliados a su hijo Ismail
con un cuerpo de ejército. En un encuentro que tuvieron sucumbió peleando
Ismail, y los soldados de Málaga enviaron su cabeza en testimonio
de su triunfo a su rey Edris (1034). Este funesto golpe y el temor
de que Gehwar pudiese ligarse contra él con aquellos mismos emires
movieron al de Sevilla a discurrir un medio que le diese a él prestigio
y visos de justificación á sus pretensiones. Al efecto inventó la
especie más original y peregrina. Publicó que el califa Hixem II el
Ommiada había reaparecido otra vez en Calatrava, que aquel infortunado
califa le había pedido su amparo, que él le había dado asilo en su
alcázar y prometídole reponerle en el califato. Hízolo anunciar oficialmente,
y escribió a los principales jeques y walíes de España y África interesándolos
en favor del segunda o tercera vez resucitado califa. Por extravagante
y absurda que fuese la ficción, era tal el respeto y cariño que los
pueblos de Andalucía conservaban al ilustre nombre de los Beni-Omeyas,
que aunque todos los hombres de razón oyeron con desdén tan inverosímil
fábula no faltó quien por credulidad y por política la prohijase,
y llegó a rezarse la chotba en las mezquitas y a batirse moneda en
la zeka de Sevilla a nombre de Hixem II (1036).
Pero
entretanto el ejército aliado de Málaga, Granada y Carmona corrió
las tierras de Sevilla, llevó sus algaras hasta las puertas de la
ciudad, y llegó a entrar en el arrabal de Triana. Logró al fin rechazarlos
el general de la caballería sevillana, Ayub ben Ahmer, y los aliados,
culpándose mutuamente del mal éxito de la expedición, se separaron
desavenidos y se volvió cada cual a su país. Ayub se recompensó a
sí mismo alzándose con la soberanía de Huelva y de Gezirah Saltis,
cuyo gobierno tenía, al modo que su hermano Ahmed ejercía un señorío
absoluto en Niebla. A este precio se salvó Sevilla.
Así
las cosas, falleció el rey de Málaga Edris ben Alí (1039), sucediéndole
con general aprobación su hijo Yahia ben Edris, conocido por Hassán.
Mas llegado que hubo la noticia de la muerte de Edris á Ceuta, el
eslavo Nahjah que tenía aquel gobierno, vino de allí con el proyecto
de coronar en Málaga al joven Hassán ben Yahia, a quien él había educado,
y a cuya sombra se prometía dominar a un tiempo en Málaga y Ceuta.
Siguióse una guerra en que el eslavo llegó a poner en aprieto grande
al de Málaga, y en la mayor extremidad, hasta encerrarle en su propio
palacio como en una prisión. Dios sabe en qué hubieran parado sus
proyectos de no haber acudido en socorro del de Málaga su pariente
Mohammed ben Kassin el de Algeciras. Murió por último el ambicioso
Nahjah en una celada que el de Algeciras supo prepararle, y desalentadas
sus tropas, las unas se retiraron a África, las otras se quedaron
al servicio del mismo Ben Kassin el de Algeciras; el emir de Málaga
fue repuesto, y volvieron las cosas al estado anterior.
Tales
discordias, tales facciones y guerras a la vecindad misma de Córdoba,
convencieron al buen Gehwar, con harta pesadumbre suya, de que sus
generosos planes de unión y de paz eran irrealizables, e inútiles
de todo punto sus nobles gestiones. Entonces se resolvió a ir sometiendo
por la fuerza a los más vecinos y menos poderosos de los rebeldes.
Envió, pues, un general con un cuerpo de caballería escogida a ocupar
la comarca de Alsahllah que tenía Hudhail como si fuese suya propia.
Pero imploró este jeque el auxilio de Ismail ben Dilnum el de Toledo,
y una hueste toledana penetró fácilmente en el territorio ocupado
por los de Gehwar y repuso a Hudhail, a quien el país por otra parte
amaba por sus buenas prendas y por la dulzura con que le gobernaba.
A pesar de no ser venturosos los sucesos de la guerra de Gehwar contra
el señor de Alsahllah y el de Toledo, amábanle los cordobeses con
justo entusiasmo por su bondad y su acrisolada justicia, y bendecíanle
por la tranquilidad y abundancia interior de que gozaban a la benéfica
sombra de su sabia administración y gobierno: llamábanle el padre
del pueblo y el defensor del Estado, y no había sacrificio a que por
él no se prestaran gozosos. En tan feliz estado vivieron hasta que
acaeció su muerte en el año de la hégira 435 (1044). Acompañaron su
pompa funeral con llanto y sollozos todos los vecinos de Córdoba;
y hasta las retiradas doncellas, dice el escritor arábigo, fueron
detrás de su féretro derramando preciosas lágrimas. Sucedióle su hijo
Mohammed Abul Walid, tan prudente y virtuoso como su padre, pero de
salud enfermiza y quebrantada. Amigo de la paz, más de lo que convenía
á tan revueltos tiempos, entabló negociaciones de avenencia con el
rey de Toledo y el señor de Alsahllah, mas habiéndole éstos contestado
con altiva aspereza, continuó a pesar suyo la guerra por las comarcas
fronterizas, no con gran resultado.
Entretanto
el de Sevilla creyó ya oportuno dar otro giro a la fábula de la aparición
de Hixem, y publicó que había muerto, dejando escritas unas cartas
en que le declaraba su heredero y vengador de sus enemigos. No faltaron
todavía imaginaciones que se dejaran seducir por la nueva conseja,
y especialmente los alameríes y la gente sencilla del pueblo, a quienes
el inextinguible apego a la dinastía de los Omeyas predisponía a creer
todo lo que se les contara favorable a aquella esclarecida familia.
Logró, pues, con esto que se le mantuvieran fieles los que se le habían
adherido cuando comenzó a pregonar la primera parte de la fábula.
Mas un suceso fatídico vino a su vez a turbar la imaginación supersticiosa
del emir. Su hijo Abed estaba casado con una hermana de Mogueiz el
rey de Denia, y de este matrimonio nació en 1041 un niño de quien
auguraron los astrólogos que al fin de sus días y cuando su fortuna
se hallase en el plenilunio de la prosperidad se eclipsaría totalmente.
Al oir Ebn Abed que su nieto estaba sometido a las adversidades de
un fatalismo irresistible, devoróle la pesadumbre de saber lo poco
duradera que habría de ser su dinastía. Consumióle una enfermedad
de melancolía, y al poco tiempo la muerte, dice la crónica, le trasladó
de los alcázares de Sevilla a los del Paraíso (1042).
Sucedióle
su hijo Abed llamado Al Motadhi, príncipe de buen personal y de agudo
ingenio, pero cruel y por demás voluptuoso. Dícese de él que en tiempo
de su padre entretenía en su harem hasta setenta lindas esclavas compradas
a precio de oro en diferentes países, y que dueño del trono aumentó
el número hasta ochocientas. Al propio tiempo hacía servir a sus cortesanos
bebidas dulces en tazas guarnecidas de oro y pedrería, formadas de
cráneos de los principales personajes cuyas cabezas habían derribado
el alfanje de su padre y el suyo, entre los cuales se contaba el del
califa Yahia ben Alí. Este hombre feroz y disoluto era además censurado
de impío, porque en los veinticinco castillos de sus dominios sólo
hizo una mezquita y un pulpito, y en las comidas y bebidas no era
tampoco más guardador de la ley del Corán. Hizo Al Motadhi de nuevo
la guerra a los emires de Málaga, Granada y Carmena, y logrando ganar
a su partido a Mohammed el de Algeciras, éste, aunque primo de Edris
II el de Málaga, a la cabeza de sus negros mercenarios acometió la
capital del Edrisita y se apoderó de su trono. Sublevóse en favor
de su legítimo rey el pueblo de Málaga, los negros del de Algeciras
o capitularon o se fugaron decolgándose por el muro, y abandonado
Mohammed se rindió a discreción. Edris tuvo la generosidad de perdonarle
la vida contentándose con desterrarle a Larache. Perdióle aquella
misma clemencia, porque Mohammed, nunca arrepentido, siguió desde
el destierro el hilo de sus tramas, volvió sobre Málaga, conmovió
el pueblo, y destronó a Edris, que murió ya viejo en una prisión.
El
de Toledo, que veía sus campiñas taladas por las tropas del de Córdoba,
escribió a su yerno Abdelmelik, hijo del rey de Valencia Abdelaziz,
y al walí de Cuenca Abu Ahmer para que levantasen gente y le acudiesen
con ella. Para quedar más desembarazado hizo treguas con los cristianos
de Castilla y Galicia. Hecho esto entróse con poderosa hueste por
las tierras del de Córdoba, tomóle muchas fortalezas, y convencido
Ben Gehwar de que no podía resistir solo a tan terrible adversario
solicitó por su parte la alianza y ayuda de Al Motadhi el de Sevilla
y de Mohammed ben Al Afthas el de Algarbe. En uno y otro halló la
proposición benévola acogida, y por medio de sus respectivos visires
reunidos en Sevilla, después de una madura discusión a que asistieron
los arrayaces o régulos de otros pequeños Estados, se estipuló una
triple alianza entre los de Sevilla, Córdoba y Algarbe, para el mantenimiento
y recíproca defensa de la integridad de sus dominios contra los enemigos
exteriores, pero sin mezclarse en los asuntos de gobierno interior
del Estado de cada uno. Sin embargo, no quedaron los de Córdoba y
el de Algarbe muy satisfechos de los términos del convenio, en el
cual salía aventajado el de Sevilla; pero disimularon por entonces
porque le necesitaban (1031).
En
conformidad a lo pactado auxilió el de Sevilla a Ben Gehwar el de
Córdoba con un cuerpo de quinientos jinetes mandados por Ben Omar
de Oksonoba, y otro semejante socorro le envió el de Badajoz. Los
señores de Huelva, Niebla y Santa María de los Algarbes, desazonados
contra el de Sevilla por no haber querido reconocerlos independientes,
se ofrecieron a pasar sin su orden al servicio del cordobés; sabido
lo cual por Ben Abey el Sevillano, despachó contra ellos a su hijo
Mohammed, que sucesivamente se fue apoderando de los Estados y dominios
de todos aquellos aspirantes a soberanos. Carmena, aquella ciudad
tan codiciada por los Abed, vióse también en la triste necesidad de
rendirse, y aunque otra vez pudo su sahib escaparse de noche e interesar
de nuevo en su favor a su antiguo aliado el de Málaga, no alcanzó
otra cosa que poder fortalecerse en Écija, única ciudad que le quedaba
de su pequeña soberanía.
No
intimidó la triple alianza a Ismail Dilnum el de Toledo: sus huestes
continuaron devastando las campiñas de Córdoba, y por último en un
sangriento combate que duró un día entero deshicieron el ejército
confederado cerca del río Algodor, así llamado por los muchos ardides
y estratagemas que usaron en aquella lid los caudillos de ambas huestes.
Golpe fue aquel que difundió la consternación en Córdoba, e hizo despertar
al príncipe Abdelmelik, hijo de Ben Gehwar, hasta entonces distraído
en juegos y deleites con los jóvenes de su edad. Avivóle el temor
del peligro, y corrió a Sevilla a implorar con urgencia mayor socorro
de Abed Al Motadhi. Pero este astuto y artificioso emir entretúvole
con obsequios, cumplimientos y lisonjas, y despidióle por último con
muchos ofrecimientos y con el escaso auxilio de doscientos caballos.
Cuando Abdelmelik llegó a las cercanías de Córdoba, halló la ciudad
estrechamente cercada por los toledanos. Cortadas las comunicaciones,
apretada la plaza, enfermo el rey y consternado el pueblo, ofreciéronse
premios a quien se atreviera a llevar cartas al príncipe Abdelmelik
y al rey de Sevilla que eran ya su única esperanza. No faltó quien
tuviera arrojo para atravesar el campo enemigo, y poner las cartas
en manos de los dos personajes. El rey de Sevilla creyó llegada la
ocasión oportuna para sus secretos proyectos, y dióse prisa a enviar
a su hijo Mohammed y al caudillo Aben Omar con toda la fuerza que
pudo reunir de a pie y de a caballo, y con instrucciones de lo que
deberían hacer. Qué instrucciones fuesen estas, nos lo van a demostrar
pronto los hechos. Grande fue la actividad que desplegaron los jefes
sevillanos y muy bien meditadas las disposiciones que tomaron para
el combate. Realizóse éste, y la caballería valenciana auxiliar del
de Toledo huyó ante la impetuosa acometida de las lanzas sevillanas
y cordobesas. El desorden de aquélla desconcertó a los de Toledo,
y todos se retiraron despavoridos. Los caballeros de Córdoba no quisieron
presenciar inactivos el triunfo de sus favorecedores, y salieron también
de la ciudad en alcance de los fugitivos.
Aquí
comenzó el caudillo Aben Omar de Sevilla a cumplir las instrucciones
de su señor. Mientras las tropas vencedoras corrían dando caza a los
que huían, y en tanto que los de Córdoba habían salido a recoger los
despojos del campo enemigo, Aben Omar, sin que nadie pudiese sospechar
de sus intenciones, entró con su hueste en Córdoba, ocupó las puertas
y los fuertes, se apoderó del alcázar, y el desgraciado y enfermo
Abul Walid Ben Gehwar se encontró custodiado, preso en su propio palacio
por una guardia que se había convertido de auxiliar en señora. Afectóle
de tal manera tan inesperada maldad y traición, que la enfermedad
se le agravó rápidamente, y a los pocos días le condujo al sepulcro.
Cuando el príncipe Abdelmelik volvió del alcance y supo la alevosía
de los sevillanos que le esperaban ya como enemigos a las puertas
de la ciudad para impedirle la entrada, ardiendo en ira vacilaba sobre
el partido que debería tomar, pero sacóle de la incertidumbre la misma
caballería sevillana que le rodeó intimándole la rendición. Determinóse
el desesperado príncipe a morir matando, y peleó con heroica bravura,
despreciando las ocasiones que tuvo para huir, hasta que herido de
muchas lanzadas, cayó prisionero. Encerráronle los nuevos poseedores
de Córdoba en una torre, donde le acabó la pesadumbre más que las
heridas, y murió maldiciendo a su falso amigo Abed Al Motadhi el de
Sevilla, pidiendo al Dios de las venganzas que diese igual suerte
al príncipe su hijo, y oyendo entre los sollozos de la muerte las
aclamaciones con que era recibido en Córdoba el rey de Sevilla, el
cual a fuerza de mercedes y de fiestas y espectáculos de fieras (a
estilo de los romanos), con que halagó y entretuvo a los cordobeses,
proemio hacerles olvidar la memoria del sabio y benéfico gobierno
de los Gehwar, cuya dinastía quedó extinguida juntamente con el reino
de Córdoba (1060).
Así
acabó la grandeza y la independencia de aquella ciudad insigne, que
por más de tres siglos había sido la metrópoli del imperio ismaelita,
la madre de los sabios, la antorcha de la fe y la lumbrera de Andalucía,
la corte de los ilustres y poderosos califas, el centro y emporio
del comercio, del lujo, de la riqueza y de las artes, y la envidia
del Oriente. El rey de Sevilla pudo vanagloriarse del medio que empleó
para alzarse con el más precioso resto del imperio y del califato.
Mientras
tales sucesos acontecían en el Mediodía y Centro de la España musulmana
después de la caída del imperio Ommiada, en la parte oriental ocurrían
otros de no menor importancia, y cuyo conocimiento nos es indispensable
para la inteligencia de la historia misma de los reinos cristianos,
con la cual está íntimamente unido. Al emir de Zaragoza Almondhir
el Tadjibi, cuyos hechos hemos contado en otro capítulo, sucedió en
1023 su hijo Yahia, que reinó diez y seis años, y fue el que auxilió
a Ramiro I de Aragón, aunque con poca fortuna. Yahia murió en una
revolución que acaeció en Zaragoza en 1039, asesinado por su primo
Abdallah ben Hasam, probablemente sobornado por Suleiman ben Hud el
de Lérida, que fue el que se alzó con el reino, puesto que el asesino
le reconoció por su soberano. Amotinóse el pueblo de Zaragoza contra
Abdallah, que tuvo que retirarse al fuerte castillo de Rotal-Yeud,
llevando consigo todos los tesoros de la familia real. El populacho
saqueó el palacio arrancando hasta los mármoles, y hubiérale destruido
completamente si no hubiera acudido a toda prisa Suleiman, el cual
restableció el orden y quedó desde esta época reinando en Zaragoza,
reemplazando así a la dinastía de los Tadjibi la de los Beni-Hud.
Otro
de los más poderosos, y acaso el más bello de todos los principados
que se fundaron sobre las ruinas del imperio fue el de Almería. Después
de la muerte de Zohair el sucesor de Hairán, cuyos hechos hemos también
referido, quiso apoderarse de Almería Abdelaziz el de Valencia, nieto
de Almanzor, pero estórbeselo Mogueiz el de Denia acometiendo Valencia
mientras aquél se hallaba en Almería. Con objeto de hacer la paz con
Mogueiz, salió Abdelaziz de esta ciudad dejando por gobernador de
ella a su cuñado Abul Ahwaz Man (1040). Declaróse Man independiente,
y reconociéronle la mayor parte de las ciudades de aquel reino, que
abrazaba territorios de Murcia, de Granada y de Jaén. Poco tiempo
reinó Man, pues murió en 1041, y le sucedió su hijo Mohammed, de edad
de catorce años, durante cuya minoría gobernó el Estado su tío Abu
Otbali el Zomadih. Sublevóse contra el nuevo príncipe el gobernador
de Lorca. y aunque acudió contra él el regente, no le fue posible
reducirle a obediencia. El regente murió a los tres años, y Mohammed
comenzó a los diecisiete años a regir por sí mismo el reino
(1044), y a ejemplo de Abed el de Sevilla que había tomado el nombre
de Al Motadhi, éste tomó el de Al Motacim, con que es conocido en
la historia.
La
corta edad de este príncipe tentó a sus vecinos a hacerse señores
de las plazas situadas a alguna distancia de la capital, y como en
realidad Al Motacim no se distinguiera por lo belicoso, lográronlo
aquéllos sin dificultad grande hasta reducirle al recinto de la ciudad
y de la comarca que la circunda, y aun así no carecía de importancia,
porque la sola ciudad equivalía a un reino. Todos los escritores árabes
ponderan su grandeza en aquella época. Contábanse en ella, dicen,
cuatro mil telares de las más preciosas telas, había multitud de fábricas
de utensilios de hierro, de cobre y de cristal, era el puerto más
concurrido de España, buques de Siria, de Egipto, de Génova y Pisa
se surtían en él de todo género de mercancías, y contenía cerca de
mil hospederías y casas de baños.
Mas
si Al Motacim no era ni gran capitán ni profundo político (dice el
autor de quien tomamos estas noticias); si el historiador no puede
consagrarle páginas brillantes, la justicia obliga á poner en su cabeza
la bella corona debida a un príncipe que merecía ser llamado el bienhechor
de sus súbditos. No envidiaba a los que poseían más vastos dominios
que los suyos; contentábase con lo que tenía: enemigo de verter sangre,
cuando la necesidad le forzaba a rechazar los ataques de sus ambiciosos
vecinos, hacía la guerra contra su voluntad: honraba la religión y
los sacerdotes, y ciertos días de la semana reunía en una sala de
su palacio los faquíes y cortesanos, los cuales conferenciaban allí
y discutían sobre los comentarios del Corán y sobre las tradiciones
relativas al Profeta. Era justo, bondadoso, y se complacía en perdonar
las injurias.
Cuéntase
de él la siguiente curiosa anécdota. Después de haber colmado de favores
al famoso poeta de Badajoz Abid Walid al Nihli, éste desde Sevilla
cometió la ingratitud de insertar en un ditirambo, compuesto en honor
de aquel rey, el siguiente verso: Ebn
Abed ha destruido los berberiscos; Ebn Man (que era el de Almería), ha exterminado los pollos de
las aldeas. Pasado algún tiempo volvió el poeta a Almería, olvidado
ya de la amarga sátira que había escrito contra Al Motacim. Convidóle
este príncipe un día a comer, y no le presentó otra cosa que pollos
de distintas maneras aderezados. “Pero, señor, exclamó admirado el
poeta, no hay en Almería otros manjares que pollos?” — “Otros tenemos,
respondió Al Motacim, pero he querido haceros ver que os engañasteis
cuando dijisteis que Ebn Man había exterminado los pollos de las aldeas.”
Quiso el poeta, abochornado, disculparse, pero el príncipe: ”Tranquilizaos,
le dijo; un hombre de vuestra profesión no gana su vida sino obrando
como vos: el solo que merece mi cólera es el que os oyó recitar este
verso y sufrió que ultrajaseis a un igual suyo.” Para más tranquilizarle
le hizo el príncipe nuevas dádivas, pero el poeta, que no conocía
bien toda la bondad de su carácter, no se atrevió a permanecer en
Almería.
Ciertamente,
prosigue este autor, si un príncipe tan noble, tan generoso, tan justo,
tan amante de la paz, hubiera reinado en otra época y en un país más
extenso, su nombre hubiera sido inscrito entre los de los reyes que
no deben su gloria a los arroyos de sangre vertida por ensanchar algunas
leguas los límites de su reino, sino a los beneficios que han derramado
sobre sus subditos y a su amor por la justicia. El carácter de Al
Motacim era bien diferente del de los demás príncipes que gobernaban
entonces en España, y su protección a las letras atrajo a Almería
un considerable número de los más distinguidos ingenios de la época.
Consagrado a hacer la felicidad pacífica de sus gobernados, ningún
acontecimiento político de importancia caracterizó su largo reinado,
que duró hasta Junio de 1091.
Habiendo
muerto en 1061 Abdelaziz el de Valencia, sucedióle su hijo Abdelmelik
Almudhaffar bajo la tutela de su pariente Al Mamún el de Toledo, que
había sucedido a Ismail Dilnum, el cual nombró su representante en
Valencia a Abu Abdallah Ebn Abdelaziz, perteneciente a una familia
plebeya de Córdoba y cuyo hijo había de sentarse en el trono de Valencia.
Cuando en 1061 fue esta ciudad sitiada y atacada por Fernando de Castilla,
según en su lugar diremos, Abdelmelik pudo salvarse por la fuga. Al
Mamún el de Toledo dejó apresuradamente su capital y pasó a Cuenca
para estar más cerca de Abdelmelik. Pero fuese que no quisiera fiar
la defensa de aquella ciudad a un príncipe tan débil como Abdelmelik
contra un monarca tan valeroso y diestro como el cristiano, o fuese
sólo ambición, Al Mamún despojó a su deudo del trono y le tomó para
sí (1065). Alzado el sitio de Valencia por los cristianos, volvióse
Al Mamún a Toledo dejando encomendado el gobierno de aquella ciudad
a Abu Bekr, hijo de Ebn Abdelaziz que había muerto. Este Abu Bekr
se proclamó más adelante soberano independiente de Valencia, y era
el que poseía aquel reino cuando Alfonso VI puso sitio a aquella ciudad.
A
Mohammed ben Afthas el de Badajoz, llamado Almudhaffar, sucedió en
1068 su hijo Yahia, nombrado Almanzor como su abuelo; que este honroso
sobrenombre se hizo común entre los emires o reyes de estos pequeños
Estados, y aplicábansele con frecuencia desde que le llevó con tanta
gloria el gran ministro y regente del califa Hixem. Mas como hubiese
quedado de gobernador de Évora su hermano Omar Al Motawakil, estallaron
pronto desavenencias entre los dos hermanos, de que nos tocará hablar
en la historia de la España cristiana, viniendo por último a reinar
en Badajoz Al Motawakil, el postrero de la dinastía Afthasida (1081).
Continuaba
Al Mothadi el de Sevilla engrandeciendo sus Estados a costa de los
de Málaga y Granada y de los señores de otras pequeñas comarcas vecinas.
Ayudábale en sus expediciones de conquista su hijo Mohammed, aquel
sobre quien había recaído el horóscopo fatal, y como ya entonces comenzara
a sonar la fama de los Almorávides de África, no dudaba Al Motadhi
que aquellas gentes serían las que habían de eclipsar la estrella
de su dinastía según el pronóstico de los astrólogos, lo cual no dejaba
de llenar su corazón de amargura y zozobra en medio de sus triunfos.
Nuevas revoluciones estallaron en Málaga, y el viejo rey Edris ben
Yahia fue fácilmente desposeído por su sobrino Mohammed ben Alcasim
el de Algeciras, que continuó la guerra contra los Beni-Abed de Sevilla.
Murió Habus el de Granada, y su hijo Badis ben Habus, enérgico, noble
y brioso como su padre, guerreó también valerosamente contra el sevillano,
y supo mantener la integridad de su territorio. Llególe también su
hora al terrible y ambicioso Abed Al Motadhi de Sevilla (1069). Aquel
hombre codicioso, falso, disipado y cruel, que por tan pérfidos medios
se había apoderado de Córdoba, tenía el sentimiento de la familia,
y le mató la pesadumbre de haber perdido a su hija querida Thairah,
joven de maravillosa y singular hermosura. Empeñóse en que el cortejo
fúnebre había de pasar por delante de su palacio, y aunque la fiebre
le tenía postrado en cama, no pudo contenerse y se levantó y asomó
a una ventana para presenciar la ceremonia funeral: causóle el espectáculo
sensación tan viva y profunda que hubo que retirarle casi exánime,
y a los dos días siguió a su hija a la tumba.
Sucedióle
su hijo Abul Kasim, el del horóscopo fatídico, que entre otros títulos
tomó el de Al Motamid Billah (el fortalecido ante Dios). Valeroso,
magnífico y liberal, dulce y humano en la victoria, literato y protector
de los hombres de letras, en lo cual rivalizaba con Al Motacim el
de Almería, pero ambicioso también, político y astuto, supo el nuevo
monarca ganarse el afecto de sus súbditos, y restituyó a sus hogares
a todos los que la crueldad de su padre tenía desterrados. Criticábanle,
no obstante, como a aquél, porque también bebía vino y lo permitía
beber a sus tropas para animarlas a los combates, y además gustaba
de la sociedad de los judíos y de los cristianos. Veremos más adelante
las relaciones que con estos últimos sostuvo, y la intervención que
en ellas le tocó ejercer a su hija Zaida. Habíale recomendado su padre
en el lecho de muerte que se guardara mucho de los Lamtunas o Almorabitinos
(los que después conoceremos bajo el nombre de Almorávides), y que
cuidara de asegurar bien y guardar las llaves de España, Gibraltar
y Algeciras, y sobre todo que trabajara por reunir y concentrar en
una sola mano el fraccionado imperio de España, que le pertenecía
como señor de la imperial Córdoba.
Tal
era en general la situación de los pequeños Estados musulmanes formados
sobre los escombros del desmoronado imperio de los Ommiadas. Importábanos
conocer las principales divisiones en que quedó partida la España
musulmana, las familias y dinastías que en aquella región prevalecieron,
las escisiones y guerras que tuvieron entre sí, y el poder de cada
uno de aquellos príncipes, no sólo por lo que respecta a la historia
musulmana-española, sino para comprender lo mejor posible la de la
España cristiana en este oscuro y complicadísimo periodo.
CAPITULO XXIIFERNANDO
I DE CASTILLA Y DE LEÓN
Del
1037 al 1065
|