HISTORIA GENERAL DE ESPAÑA
CAPÍTULO XIIIFISONOMÍA
SOCIAL DE AMBOS PUEBLOS EN ESTE PERIODO
(Siglo IX )
I.
Cerca
de otro siglo ha trascurrido desde Alfonso II el Casto hasta Alfonso
III el Magno, desde Abderramán II hasta la proclamación de Abderramán
III: y en este período la situación material y moral de ambos pueblos
ha sufrido modificaciones sensibles. La España cristiana ha crecido,
el imperio musulmán ha menguado: los confines de la una han avanzado,
los límites del otro han retrocedido. Un hijo del rey de Asturias
se atreve ya a establecer su corte en León; ya no se necesitan riscos
que constituyan un valladar al pequeño reino de Asturias; basta ya
el Duero, que corre por país llano, para servir de frontera al que
ha sido reino de Asturias y comienza a serlo de León. Aquel otro país
del Pirineo, la Vasconia navarra, que tanto ha pugnado por recobrar
su apetecida libertad, ha logrado sacudir la triple dependencia que
alternativamente pesaba sobre ella o la amenazaba, la de los francos,
la de los árabes y la de los asturianos. Roncesvalles la ha libertado
de la primera; Pamplona de la segunda un matrimonio, una mujer, Jimena,
ha recabado de un rey de Asturias una especie de fiat a la independencia en que de hecho se habían constituido ya los navarros;
y ya la Navarra es otro reino cristiano aparte, con monarcas y leyes
propias. Aquella Marca Hispana que al Oriente de la Península fundaron
los emperadores francos, ha redimido el feudo de la Francia y se ha
erigido también en Estado español independiente. El condado de Barcelona
se ha hecho otro reino cristiano: que si
sus condes siguen usando este modesto título, el nombre será signo
de su modestia no de que falten al Estado las condiciones de monarquía,
al modo que se cuentan por emperadores y califas de Córdoba los que
hasta ahora han conservado el sencillo título de emires.
Vio,
pues, el siglo IX constituido dentro de los naturales lindes de la
Península tres Estados cristianos, independientes entre sí, que han
ido arrancando al imperio musulmán los territorios comprendidos, de
una parte desde el mar Cantábrico hasta el
Duero, de otra desde el Pirineo hasta el Ebro. Y a estas adquisiciones
de las armas cristianas se agregan las usurpaciones que la rebelión
ha hecho al imperio musulmán, dominando un rebelde mahometano desde
el Ebro hasta el Tajo, desde más allá de Zaragoza hasta más acá de
Toledo. Gran desmembración, que no han bastado a impedir ni la actividad,
ni la política, ni los talentos militares de los emires.
Han
imperado en este periodo en Asturias Ramiro, Ordoño y Alfonso el Magno;
en Córdoba Abderramán II, Mohammed, Almondhir y Abdallah; en Navarra los dos Garcías y Sancho; en Barcelona, después de los siete condes francos, los españoles
Wifredo y Borrell; en Francia Luis el Pío, y sus hijos Carlos, Lotario
y Pipino.
No
hemos visto que ningún historiador haya reparado en la semejanza y
analogía de los elementos y contrariedades con que tuvo que luchar
cada uno de los soberanos o jefes de estos Estados, o de tan diferentes
procedencias, o de tan distintas religiones; y sin embargo, creemos
que esta observación nos revelará en gran parte la índole, la tendencia,
el genio, los rasgos comunes de la fisonomía de cada pueblo en estos
siglos: sediciones y revueltas en los países por cada uno dominados
: rebeliones de súbditos, conspiraciones de magnates, conjuras y tramas
de príncipes, de hermanos, de hijos de cada soberano reinante: ¡qué
asimilación de circunstancias!
Ramiro
no ha empuñado el cetro, cuando se ve suplantado por el conde Nepociano, y tiene que castigar después las conspiraciones
de Aldroito y Piniolo.
Ordoño, antes que contra los enemigos de
la fe, tiene que ensayar sus armas contra sus propios súbditos de
la Vasconia alavesa rebeldes a su autoridad. El reinado de Alfonso
III se inaugura con la rebelión de un conde, como el de Ramiro, y
antes que contra los sarracenos tiene que marchar contra los alaveses,
como Ordoño. Multiplícanse y se suceden
en tiempo de aquel gran monarca las conjuraciones. Ya son los magnates Hanno y Hermenegildo, ya son los hermanos del príncipe, ya
son sus propios hijos y esposa, que le ponen en el caso de desprenderse
de un cetro que con tanta gloria y por tantos años había manejado.
¿Qué
acontecía en el imperio musulmán? Abderramán II, como Alhakem su padre
y como Hixem su abuelo, tiene que pelear contra sus propios parientes,
que le disputaban el trono, antes que con
los cristianos, sus naturales enemigos. Los Suleiman y los Abdallah, los Mohammed y los Aben Mafot, son para los emires de Córdoba lo que los Nepocianos, los Aldroitos, los Piniplos, para los monarcas de Asturias. Los walíes del Ebro
y del Pirineo se rebelan contra Abderramán y Mohammed, como los condes
de Galicia y de Álava contra Ramiro y Alfonso. En el reinado de Abdallah se suceden una tras otra las conjuraciones como en
el de Alfonso el Magno. Los Hafsún, los Muza, los Lupos,
los Suar, y Aben Suquela son para el emir Abdallah lo que los Fruelas,
los Hannos, los Hermenegildos y los Witizas para el rey Alfonso. Si contra
Alfonso se alzaron sus hermanos y sus hijos en Oviedo y Zamora, contra Abdallah se rebelaron dos hermanos y un hijo en Sevilla: Mohammed, Alkasim y Alasbag nos recuerdan a García, Fruela y Ordoño.
PUERTA
DEL MONASTERIO DE RIPOLL
¿Reinaba
más armonía entre los cristianos de la Marca Hispana? Bera,
primer conde godo-franco de Barcelona, es acusado de traidor por otro
godo, y condenado a muerte. Bernhard, después de haber sido combatido
por un conde del palacio imperial, muere asesinado por el mismo Carlos
el Calvo, su emperador, y probablemente su hijo. Aledrán es hecho prisionero por Guillermo y Guillermo a su vez muere a manos
de los parciales de Aledrán. Supónese al conde Salomón
autor del asesinato de Wifredo el de Arria, y Salomón a su turno perece
a manos de los catalanes, que proclaman q Wifredo el Velloso.
¿Había
más concordia entre los sucesores de Carlomagno y Luis el Pío, entre
estos príncipes, entre quienes se distribuyó el imperio del nuevo
César de Occidente? Por favorecer Luis a su hijo menor Carlos el Calvo desmembra la herencia de Lotario: los obispos
no escrupulizan de alentar la sedición del hijo contra el padre, y
Pipino y Luis sus hermanos se ligan con el hermano mayor contra el
padre de los tres, como Fruela y Ordeño
se ligaron en Asturias con su hermano mayor García contra su padre
común Alfonso el Magno. Los leudes destronan a Luis en el Calvo del
Perjurio, como los nobles habían destronado en Oviedo a Alfonso el
Casto, y condenado Luis en un concilio a penitencia canónica por el
resto de sus días, viste públicamente el cilicio y el saco gris de
la penitencia en la Abadía de Saint-Medard. como Alfonso el Casto en el monasterio Abelianense, aunque luego recobra el trono como Alfonso II
¿Hay necesidad de recordar el destronamiento de Carlos el Calvo por
su hermano Luis el Germánico, y las perpetuas guerras domésticas en
que anduvo siempre envuelto el débil nieto de Carlomagno?
A
la vista de este cuadro, de esta fisonomía que presentan el imperio
franco-germano, la España Oriental y Septentrional, los reinos y Estados
cristianos, el imperio árabe-hispano de Mediodía y Occidente, ¿no
podremos designar este espíritu de sedición, de discordia y de rebeldía,
como uno de los caracteres del genio de la época, y en este germen
de insubordinación y de ruda independencia entrever ya en lontananza
el gran fraccionamiento y descomposición a que ha de venir la España
cristiana, y más todavía la España sarracena?
Este
mismo espíritu producía las transacciones más extrañas y las alianzas
más injustificables entre gentes de distintas y aun opuestas creencias
y principios. ¿Era ya la fe, era el principio religioso el solo que
motivaba los pactos o las rupturas entre los dos pueblos contendientes,
y el que añejaba o estrechaba los vínculos sociales? ¿O prevalecían
ya el interés y la política sobre el principio religioso? Es lo cierto
que hemos visto pelear no sólo ya cristianos con musulmanes, sino
cristianos con cristianos y agarenos con agarenos: y lo que es más,
al tiempo que los guerreros del cristianismo se hostilizan entre sí,
negocian tratos de alianza y amistad con los sectarios de Mahoma,
y pelean juntos y unidos por una misma causa, que parece no puede
ser la del Evangelio: y mientras los seguidores del Profeta se despedazan
entre sí, se ligan en confederaciones solemnes con los monarcas o
condes cristianos, y sus huestes combaten unidas y mezcladas por una
causa que parece no puede ser tampoco el triunfo del Corán. Si antes
vimos al moro Balhul acaudillando guerreros
cristianos en el Pirineo Oriental contra su propio emir, vemos luego
a Caleb ben Hafsún al frente de los montañeses cristianos de Jaca
desprenderse de aquellos riscos para batir las huestes del soberano
Ommiada. Si antes los cristianos de la Vasconia imploraban la ayuda
de los emires cordobeses contra los reyes cristianos de Aquitania,
después García de Navarra se enlaza con la hija de Muza el renegado,
y combate contra el monarca cristiano de Asturias.
Podríamos
atribuir estos y otros semejantes ejemplos, o a personales resentimientos
y ambiciones, o a individuales deslealtades, que nunca faltan en todo
pueblo y en toda causa por popular y nacional que sea, o a odios de
localidad, de tribu o de familia, si no viésemos tales alianzas y
tratos erigidos como en sistema entre los más poderosos soberanos
de unos y otros Estados y de opuestas y enemigas creencias; si no
viésemos a los condes de la Gothia, a los
caudillos o reyes de la Vasconia, a los emperadores cristianos de
Occidente, aliarse, no ya sólo con la corte del imperio mahometano,
sino con cualquier caudillo musulmán que no tuviese más representación
que la de un intrépido capitán de bandidos; si no viésemos a los mismos
monarcas de Asturias, los legítimos representantes de la causa cristiana,
al mismo Alfonso el Magno, el piadoso, el devoto, que fundaba basílicas
y convocaba concilios, hacer alianzas ofensivas y defensivas, y observarlas
con religiosa escrupulosidad, con Abdallah,
último soberano del imperio muslímico el siglo IX.
¿Deberemos
sospechar por eso que el sentimiento religioso de ambos pueblos no
se conservaba ya tan puro como en los primeros tiempos de la conquista
y de la restauración? Creemos que no hay necesidad de suponer que
se hubiera ido enfriando o evaporando el ardor religioso para explicar
las causas de unas negociaciones y conciertos que en verdad se habrían
tenido por irrealizables en el principio de una lucha, que parecía
haber abierto una sima infranqueable entre los dos pueblos. Creemos,
y es más natural que así fuese, que obraban así los más por ambición,
por rivalidades de localidad y de origen, por enconos y venganzas,
por amor a la independencia individual, y por pasiones humanas comunes
a musulmanes y a cristianos. Aconsejábaselo a los monarcas la necesidad o la conveniencia política, a la cual
no escrupulizaban en sacrificar una parte de la antipatía religiosa
a trueque de libertarse de un vecino temible o de quedar desembarazados
para atender a un competidor peligroso. Pero el pueblo, que no alcanzaba
las miras políticas de sus soberanos, estaba pronto a murmurar de
unos convenios de que se figuraba no podían salir sino muy lastimadas
sus creencias. Así los árabes andaluces y los moros de Toledo criticaban
a Abdallah de mal creyente porque negociaba
paces y alianzas con Alfonso el infiel, y los unos omitían su nombre
en la oración pública, y los otros excitaban a la rebelión contra
el ismaelita excomulgado. Así los cristianos de Asturias, aun cuando
nuestras crónicas explícitamente no lo expresen, debían llevar muy
a enojo la larga paz de Alfonso con los soberanos infieles de Córdoba,
pues no se comprende de otro modo el grande apoyo que encontraron
en el reino sus rebeldes hijos, siendo como era Alfonso un monarca
tan esclarecido y de tan grandes prendas, y que a tan alto punto de
esplendor había sabido ensalzar la monarquía.
El
primero que contó el milagro de la batalla de Clavijo se mostró más
conocedor del espíritu del pueblo que de su historia. Porque tal era
la fe y el entusiasmo religioso de los soldados españoles de aquel
tiempo, que si les hubieran dicho que peleaba por ellos el apóstol
Santiago en persona, hubieran jurado verle, como los soldados de Constantino
juraban haber visto la misteriosa cruz; y con el mismo ardor que combatieron
las legiones del emperador romano en los campos del Tíber, hubieran
lidiado las huestes de Ramiro en el collado de Clavijo, confiados
en que el esclarecido capitán los sacaría triunfantes cualquiera que
fuese el número de los infieles. Y este espíritu fue el que les dio,
no ya la victoria fabulosa de Clavijo con Ramiro, sino el triunfo
verdadero de Albelda con Ordoño, casi en el mismo sitio en que se
supuso la primera.
Gran
monarca fue este Ordeño. «Príncipe, decía su epitafio de Oviedo, de
quien siempre hablará la fama, y cuyo semejante no verán quizá los
siglos futuros» Sin poder convenir nosotros con el autor del honroso
epitafio, y más cuando hemos visto sucederle un Alfonso III, no ya
semejante, sino muy superior a Ordeño, debiéronle engrandecimiento la religión y el reino. Administrador celoso y acertado,
mereció el título más honroso de los reyes, el de padre de los pueblos.
Fue, dicen, de irreparables costumbres, y esto más que la fortuna
y el valor en las batallas nos hace mirar con gusto su alabanza en
el sarcófago de Oviedo.
¿Pero
era Alfonso III menos piadoso y menos devoto que sus antecesores porque
celebrase tratos de paz y viviese a veces en buena inteligencia con
los emires del imperio mahometano? ¿Lo sería porque enviara sus hijos
a instruirse en las ciencias naturales en las escuelas arábigas de
Zaragoza, de acuerdo y aun bajo la protección del walí Ismael? Alfonso,
bastante ilustrado para no confundir la educación profana con la religiosa,
y bastante discreto para distinguir las necesidades del guerrero de
los deberes del creyente, no cedió a ninguno de sus predecesores en
actos de piedad cristiana. Bajo su reinado, y merced a sus generosas
donaciones, prosperan el culto, la riqueza y la magnificencia de los
templos. La iglesia compostelana, erigida de pobre y tosco material
por Alfonso el Casto, se trasforma en templo suntuoso de sólidos sillares
por la mano liberal de Alfonso el Magno. La de Oviedo, que había hecho
catedral Alfonso II, es elevada a metropolitana por el tercer Alfonso,
y asigna rentas de que puedan vivir los obispos de las ciudades ocupadas
por los infieles, que se habían ido congregando en Oviedo. Propúsose exceder al rey Casto en esplendidez y largueza, y al modo que aquél
enriqueció el templo del Salvador con la famosa cruz de los Ángeles,
éste, no satisfecho con haber hecho el presente de una hermosísima
cruz de oro a la iglesia de Santiago, regala a la de Oviedo otra cruz
aún más preciosa, formada en planchas de oro, con labores de esmalte,
y tachonada de riquísimas piedras, casi con las mismas inscripciones
que se leían en la del segundo Alfonso, como si en los actos más piadosos
no pudiera dejar de entreverse el orgullo humano. El alma o parte
interior de esta segunda cruz es de roble. ¿Qué misterio encierra
este leño? Encierra un recuerdo el más propio para excitar al mismo
tiempo el entusiasmo religioso y el patriotismo de los asturianos.
Es la misma cruz de Pelayo. es aquella cruz rústica que el primer
libertador de España tenía en Covadonga, y con la cual se presentó
en el glorioso combate.
Es la cruz de la Victoria,
que así la llamaba el pueblo, porque con ella venció su héroe.
¿Cuál
sería el móvil principal que impulsara a Alfonso a consagrar este
don, que Ambrosio de Morales, teniéndole a la vista, llama la más
rica joya de España? ¿Sería todo piedad, mezclaríase algo de rivalidad humana, o sería acaso un pensamiento político? Todo
pudo aunarse en unos tiempos en que si la devoción y la piedad eran verdaderas virtudes en
los príncipes, tenían que ser también su política, como el medio de
captarse las voluntades de unos pueblos para quienes era todo la fe.
Al
expirar el año 884, presenciaron los españoles, cristianos y musulmanes,
un espectáculo interesante, cuadro dramático y tierno, que representa
y dibuja a los ojos del mundo pensador, mejor que los documentos históricos,
la índole de la época y la situación respectiva en que se habían colocado
ya los dos pueblos. Un embajador cristiano se había presentado en
la corte mahometana de Córdoba, enviado por el rey de Asturias. Este
embajador es un ministro del altar, era un presbítero, Dulcidio de Toledo. ¿Cómo así se ha atrevido ya un sacerdote de Cristo a presentarse,
solo, desarmado, indefenso, en la capital del imperio Ommiada, allí
donde está el sucesor de Mahoma, el terrible Mohammed, gran perseguidor
que ha sido de los cristianos? Es que este Mohammed ha solicitado
una tregua, ha propuesto una alianza al rey cristiano Alfonso el temido,
y ese sacerdote ha llevado de Alfonso la misión de ajustar las condiciones
de la paz. Entre estas condiciones había entrado una muy propia del
espíritu de aquel tiempo, la de que los cuerpos de los santos mártires
Eulogio y Leocricia que los mozárabes de
Córdoba guardaban, fuesen trasladados a Oviedo. Accedió a todo el
emir, y las reliquias de dos santos, conducidas por un sacerdote,
cruzaron pacíficamente desde el Mediodía de España hasta su extremidad
septentrional por en medio de pueblos mahometanos, sin que nadie se
atreviese a inquietar ni los sagrados restos ni al ministro de paz
que los conducía.
Una
solemne festividad religiosa anunciaba el 9 de enero en la corte del
reino cristiano la llegada del precioso tesoro. Es extraño que la
imaginación poética de los orientales no augurara de esta primera
humillación del islamismo que pudiera un día el templo del Salvador
de Oviedo donde iban las reliquias, acabar de abatir la gran mezquita
de la ciudad de donde salían.
¡Sublime
testimonio del gran respeto que debía inspirar ya a los infieles el
solo nombre de Alfonso el cristiano! ¿Y cómo no habían de respetar
al vencedor de Abdel Walib, al triunfador de Orbigo,
de Polvoraria, de Sahagún y de Zamora, al
que les había arrancado Deza y Atienza, Salamanca
y Coria, al que los había arrojado de Coimbra,
de Porto, de Auca, de Lamego y de Viseo, al que se había atrevido
a llevar las lanzas cristianas hasta tocar con ellas los viejos torreones
de la antigua corte de Recaredo y de Wamba? ¡Príncipe magnánimo,
que después de abdicar un cetro que empuñara con gloria por espacio
de 45 años, tuvo la heroica humildad de pedir permiso al mismo a quien
acababa de hacer monarca para combatir a los infieles, y que, anciano
y destronado, acreditó que para ser grande y vencedor no necesitaba
ni de juventud ni de cetro, y ejecutada su postrera hazaña bajó tan
satisfecho al sepulcro como había descendido resignado del trono!
Por
lo menos entre los monarcas de Asturias y los emires de Córdoba hemos
visto guardarse los pactos con cierta nobleza y dignidad correspondiente a dos grandes poderes. La
sangre árabe mostrábase por lo común menos
indigna de mezclarse con la sangre española. Perfidia y doblez era
lo que acreditaban casi siempre los caudillos berberiscos. Estos africanos
no sólo no escrupulizaban de faltar abiertamente a las promesas y
convenios, sino que empleaban los artificios más aleves para engañar así a cristianos como a musulmanes, así a enemigos como a favorecedores.
Zaid, Hassam, Amrú,
hacen gala de rebelarse primero contra su soberano para burlar después
a Carlomagno y Luis. Mohammed ben Abdeigebir,
el revolucionario de Mérida, infiel a Abderramán, concluye con ser
traidor a Alfonso el Casto, a quien había debido asilo y hospitalidad.
Hafsún, el famoso jefe de bandidos de Trujillo, gran revolvedor en
el Pirineo y en el Ebro, después de protestar sumisión, obediencia
y lealtad a Mohammed, asesina traidoramente a su nieto Ben Cassim y a las tropas que el confiado emir le suministrara.
Su hijo Caleb, heredero de su deslealtad, ejecuta en Toledo una felonía
semejante a la de su padre en Alcañiz, abusando tan alevemente de
la buena fe de Haxem, como su padre había
abusado de la de Almodhir. Abdallah ben Lopia corresponde con ingratitud a Alfonso III, protector
de su padre; abandónale sin motivo, para aliarse después y faltar
alternativamente a sus dos tíos, al emperador musulmán y al monarca
cristiano. La conducta de Muza el renegado con árabes y españoles,
con extraños y con deudos, mostró lo que había que fiar en la fe morisca.
Parecía que estos africanos se habían propuesto renovar en España
y resucitar la memoria de aquella fe púnica de los otros africanos
sus mayores, los cartagineses.
En
este período han comenzado a sonar en Álava, Castilla y Galicia, y
como a anunciar su futura influencia los condes gobernadores de provincias
y castillos. En Álava Eilón y Vela Jiménez,
rebelde y prisionero el uno, enviado a reemplazarle el otro: en Castilla
Rodrigo, de desconocido linaje, Diego Rodríguez Porcellos su hijo, fundador de Burgos, Nuño Núñez, gobernador de Castrojeriz,
Nuño Fernández, suegro de García de León y conspirador con él: en
Galicia Pedro, el que arrojó a los normandos, y Fruela,
el que se levantó contra Alfonso III. Hasta ahora han sido gobernadores
puestos por los monarcas; no tardarán en aspirar a ser independientes.
Época
estéril todavía en letras, no dejaba de haber ya escuelas cristianas,
tales como la estrechez de los tiempos las permitía. Abundaban los
libros sagrados, y no faltaba algún obispo y algún monje que escribiera
las crónicas de los sucesos; y si la que hemos citado tantas veces
como del obispo Sebastián de Salamanca no fue acaso del mismo rey
Alfonso III, como muchos sostienen, y con cuyo nombre es también conocida,
prueba por lo menos que se suponía á aquel monarca bastante aficionado a las letras para hacerla
escribir, o con bastante capacidad para escribirla él mismo.
II
¿Cómo
y por qué leyes se regían estos tres Estados cristianos independientes
que se han formado en la Península? Distintos en origen y procedencia,
distintos el carácter, las costumbres, las tendencias de cada localidad,
distintos tenían que ser también los principios que sirvieran de base
a su organización, y diversas la fisonomía social de Asturias, de
Barcelona y de Navarra.
Las
tradiciones y las leyes góticas seguían prevaleciendo en el más antiguo
de los tres reinos, así en la corte como en la Iglesia, así en el
orden de sucesión al trono como en el sistema penal; y las dos asambleas
de obispos que el tercer Alfonso congregó en Santiago y en Oviedo,
para consagrar aquella iglesia reedificada por él, y para elevar ésta
a la clase y dignidad de metropolitana, ambas fueron como una reproducción
de los concilios góticos, con la misma intervención que en aquellas
antiguas congregaciones eclesiásticas tenían respectivamente los monarcas
y prelados.
Mixto
de origen godo y franco el condado de Barcelona, tenía que reflejar en su constitución y en sus usos el genio y carácter
de los dos pueblos de que procedía. Godos eran los que se habían refugiado
en considerable número en aquel territorio; con el nombre de Gothia se señaló el vasto país de que formaba parte la Marca Hispana, y después
el condado de Barcelona, y era natural que se considerara en derecho
como vigente la legislación goda; por lo mismo no es maravilla que
las leyes godas se citaran con la frecuencia que manifiestan los documentos
insertos en el apéndice a la Marca Hispánica del arzobispo Pedro de
Marca. ¿Pero cómo había de dejar de sentirse al propio tiempo, y aun
con más fuerza, la influencia inmediata de la organización y de las
costumbres francas, habiendo sido los monarcas francos los creadores
de aquel Estado? ¿Cómo no había de participar el condado de Barcelona,
aun después de erigido en independiente, de la constitución, de la
índole, de la legislación de la monarquía franca, de que era hijo,
y de que había sido feudatario? He aquí la necesidad que más adelante
se reconoció de corregir en parte la legislación goda y de suplir
lo que a ella faltaba con los Usages,
que a su tiempo daremos a conocer, como lo hicimos con el fuero de los visigodos.
Desde
luego se observa en el condado de Barcelona el principio hereditario
de la soberanía, con aquella especie de carácter patrimonial y de
familia que le daban los reyes de la raza carolingia, tan diferente
del principio casi electivo que seguía observándose en la monarquía
de Asturias. Veíase el tinte, la fisonomía feudal que constituía la organización
de las monarquías francas, y que arrancando de la corona se extendía
a las últimas autoridades y funcionarios del Estado, formando como
una escala jerárquica de infeudaciones, de señoríos y vasallaje viniendo
a ser la condición social del condado de Barcelona por causas de origen
y de influencia casi idéntica a la de aquellas monarquías, como nos
lo irá demostrando la historia.
Si
oscuro, intrincado y nubloso hemos hallado el origen y principio del
reino de Navarra, no rodea más claridad ni alumbra más copia de luz
al origen, época y naturaleza del primer código de leyes que se supone
hecho por los navarros, conocido con el nombre de Fuero de Sobrarbe.
¿Qué era, y dónde y cuándo nació el famoso Fuero de Sobrarbe? Compendiaremos
lo que se cuenta de la historia de este código, que así se refiere
al reino de Navarra como al de Aragón, que algunos suponen simultáneos,
pretendiendo otros hacer aquél posterior a éste, que es la eterna
disputa que el afán de la antigüedad ha suscitado, y mantendrá si
se quiere perpetuamente entre aragoneses y navarros, como si uno y
otro país no abundaran de verdaderas glorias históricas, sin necesidad
de encaramarse a buscarlas allá donde no pueden hacer sino darse tormento
á sí propios y dársele al historiador.
Dícese
que un ermitaño llamado Juan, con deseo de hacer vida retirada, construyó
para sí una morada en el monte Uruel cerca
de Jaca, donde levantó también una capilla con la advocación de San
Juan Bautista. La fama de su santidad le atrajo otros cuatro compañeros
que quisieron hacer la misma vida ascética y eremítica que él. Cuando
murió el ermitaño Juan, acudió mucha gente de la comarca a hacerle
las honras. Entre los concurrentes lo fueron trescientos nobles o
caballeros, que algunos hacen subir a seiscientos, los cuales no iban,
dicen otros, a hacer las exequias al ermitaño Juan de Atares, sino
huyendo de los conquistadores moros. Allí reunidos, comenzaron a tratar
de la manera de defender su país de los infieles y sacudir su pesada
servidumbre, y entonces aclamaron por rey o caudillo, según unos á
Iñigo Arista, según otros a García Jiménez, que suponen dio el señorío
de Aragón al conde Aznar, padre de Galludo que le sucedió en el condado
de aquella tierra. Bajo la conducta de aquel jefe ganaron una gloriosa
batalla sobre un numeroso ejército de moros junto a la villa de Ainsa,
que desde entonces fue como la capital del naciente reino de Sobrarbe.
A la media legua de esta villa se encuentra una cruz puesta sobre
una columna de piedra, imitando el tronco de un árbol, rodeada de
otras columnitas de orden dórico, que sostienen una media naranja
cubierta de pizarra, cerrado todo el monumento por una verja de hierro.
Este, dicen, fue el sitio de aquella célebre victoria, y aquella cruz
es el emblema de una cruz roja que se le apareció al afortunado caudillo
sobre una encina durante la refriega, y de la cual viene el nombre
de Sobrarbe, contracción de sobre-el-árbol,
si bien otros le derivan de super-Arbem, sobre la sierra de Arbe.
Todos los años el 14 de setiembre acuden los fieles en romería a aquella
capilla, y para mantener viva la memoria de tan glorioso suceso algunos
vecinos vestidos de moros hacen una especie de simulacro de la referida
batalla. Esta es una de las diferentes versiones con que se explica
el nacimiento del reino de Sobrarbe a principios del siglo VIII.
Añádese que al depositar aquellos montañeses el poder en manos de un caudillo
le pusieron entre otras las condiciones siguientes: «que jurase mantenerlos
en derecho y mejorar siempre sus fueros; que se obligase a partir
la tierra y distribuir bienes y honores entre los naturales del país;
que ningún rey pudiera juzgar, ni hacer guerra, paz o tregua, ni determinar
negocios graves con príncipe alguno, sin acuerdo de doce ricos-omes, o de doce de los más ancianos y sabios de la tierra.»
A esto poco más o menos se reducía el Fuero de Sobrarbe, según Moret
y Elizondo; el mismo en lo sustancial, pero distinto en los términos
del que trae Blancas en sus Comentarios
de las cosas de Aragón, escrito en la propia forma y estilo que
las famosas leyes de las Doce tablas de los romanos (2). Avanzan algunos
escritores aragoneses a asegurar que en el Fuero de Sobrarbe se estableció
ya la dignidad del Justicia, que tan célebre se hizo en la historia
política y civil de aquel reino, y no lo dirían sin fundamento a ser
ciertas las palabras del Fuero latino: Judex quídam medius adesto, ad quem a rege provocare, etc.
En
vista de esto, ¿será cierta la existencia del Fuero de Sobrarbe? El
historiador Moret que trató de propósito de esta materia después de
haber consultado los archivos, y a cuyo buen juicio y espíritu investigador
hacen justicia los mismos que difieren de sus opiniones, sienta como
cosa incontestable que el Fuero de Sobrarbe no pudo redactarse hasta
fines del siglo XI en tiempo de Sancho Ramírez. El motivo, dice, de
haberse puesto en forma por don Sancho Ramírez el Fuero de Sobrarbe
fueron las grandes quejas que en su reinado se levantaron acerca del
gobierno, leyes y forma de juzgar entre aragoneses, pamploneses y sobrarbinos. Así lo indica aquel rey en una escritura suya,
según la cual pasó a arreglarlo todo con los magnates en San Juan
de la Peña.
Niegan
muchos modernos no sólo la existencia del Fuero, sino hasta la del
reino mismo de Sobrarbe, que ciertamente no hallamos mencionado en
las crónicas que nos han servido de guía, al menos como existente
en la época remota en que se supone.
El
señor Yanguas, antiguo archivero de la diputación de Navarra, y de
cuyos conocimientos en esta materia tenemos más de un testimonio en
sus diferentes obras, dice así, hablando del Fuero de Sobrarbe: «Si
oscura es la materia que acabamos de explicar, no lo es menos la del
origen del Fuero de Sobrarbe, y el tiempo en que se estableció: porque
el Fuero primitivo no existe, y son muchos los códices que andan manuscritos,
casi todos de diferente contexto, variados y adicionados. Yo sospecho
que el Fuero original de Sobrarbe contenía muy pocos artículos, reducidos
principalmente sobre la forma de proclamar al rey, su juramento, y
las prerrogativas de la nobleza y del país de Sobrarbe, a quien parece
se concedió; de manera que podía titularse el Fuero de los Infanzones,
como lo indica el artículo 137 del códice de Tudela que dice así:
«Et establimos é damos por fuero á los infanzones
de Sobrarbe, etc.» Y más adelante: «El título y prólogo de este Fuero
de Sobrarbe tampoco dan ninguna luz acerca de la época de su establecimiento,
porque están llenos de inconexiones.» El de Tudela comienza diciendo:
«En el nombre de Jesucristo, que es y será nuestro salvador, empezamos
este libro, por siempre remembramiento de
los Fueros de Sobrarbe y de las cristiandad exaltamiento» «En medio de estas dificultades, dice después, sólo
se puede asegurar que hubo un Fuero de Sobrarbe, pero nada de la época
en que se estableció, del rey que intervino en su concesión, ni de
sus leyes primitivas. Pudiera dudarse también si se le dio el nombre
de Fuero de Sobrarbe por haberlo concedido a ese país, o por haberse
formado en él; pero parece más cierto lo primero, si se examina con
reflexión el artículo 137 ya copiado: Et establimos é damos por fuero á los infanzones de Sobrarte: lo cual indica que dicho
Fuero era relativo únicamente a la nobleza, esto es, a los hombres
libres; pero también se mezclaron en ese código leyes y costumbres
antiguas, y se adicionaron otras sucesivamente Puede asegurarse finalmente,
que hubo ciertos pactos sociales y jurados entre los monarcas y los
pueblos de Navarra, Sobrarbe y Aragón, cuyos naturales, unidos desde
el principio de la guerra contra los africanos, por costumbres, simpatías
y necesidades que les eran comunes, caminaron también acordes en sus
instituciones civiles, hasta que la división de las monarquías, las
nuevas conquistas de Aragón, y las relaciones de Navarra con Francia,
les hizo contraer respectivamente otros hábitos, y alejarse con el
tiempo de los primitivos»
«La
Academia de la Historia (dice el académico Tapia), que registró tantos
autores y documentos originales para ilustrar la primera época del
reino Pirenaico, da por sentado que en la elección de Iñigo Arista
se hicieron pactos fundamentales. Natural era, pues, prosigue, que
se escribiesen para presentarlos del olvido; y esto se haría en latín,
que era la lengua usada para los instrumentos públicos»
Sentados
estos precedentes, y omitiendo otros que no harían sino complicar
esta reseña de las diversas opiniones sobre la existencia, carácter
y origen del Fuero de Sobrarbe, nosotros creemos que los vascones
del Pirineo y los montañeses de Jaca, viéndose acometidos por los
moros, y con noticia de la resistencia que a los mismos opusieron
los cristianos de Asturias, se unieron y aliaron más estrechamente
de lo que antes estaban, y reconociendo la necesidad de elegir un
caudillo que los gobernara en la paz y en la guerra, y obrando conforme
a su espíritu de independencia y a sus costumbres, impusieron a este
caudillo, bien se llamara García Jiménez, bien Iñigo Arista, bien
García Iñiguez, o bien Sancho Garcés, ciertos pactos y condiciones
que creyeron necesarias para conservar sus libertades, y para que
el gobierno que se iban a dar no degenerara en un despotismo como
el de los últimos monarcas godos, cuya memoria tuvieron acaso presente.
No creemos que para esto fuese necesario un grado de ilustración como
el que algunos modernos parece exigir para la redacción de aquellos
fueros; bastaba para dictarlos el sentimiento de libertad y de independencia
que era como innato a aquellos rústicos montañeses-
Tenemos,
pues, por cierta la existencia de un pacto entre los pueblos aragoneses
y navarros, todos vascones en aquel tiempo, y sus primeros reyes,
cuyo pacto se llamaría entonces o después Fuero
de Sobrarbe. Y así como convenimos en que aquellos primeros reyes,
más que verdaderos monarcas serían unos caudillos militares, a quienes
unos pueblos también guerreros confiaban el ejercicio de un poder
mixto de legislativo, judicial y militar, así también convendremos
en que aquellos fueros, o no se escribieron en el principio, supliendo
el juramento a la escritura, o si se consignaron por escrito, perdiéronse en aquella época de turbulencias y de guerras, quedando acaso mejor
conservados en la memoria tradicional que en las diferentes copias
que de ellos nos han dado diversos autores, las cuales, opinamos con
el juicioso Yanguas, han sido variadas y adicionadas, no existiendo
ya el primitivo Fuero.
El
estar basados sobre el Fuero de Sobrarbe así el general de Navarra,
como los demás cuadernos legales que con el nombre de Fueros otorgaron
después los reyes don Sancho Ramírez y don Alfonso el Batallador a
las ciudades de Jaca y Tudela, y el haber sido el fundamento y principio
de las tan famosas y celebradas libertades de Aragón que tan merecido
renombre gozan en la historia, al propio tiempo que nos persuade no
haber podido ser el llamado Fuero de Sobrarbe una mera invención o
un hecho imaginado, nos da una alta idea del espíritu de independencia
y libertad que abrigaban en sus corazones los rústicos montañeses
del Pirineo, espíritu que unido a su denuedo y bizarría en los combates,
y al celo religioso que los animaba, contribuyó tanto a enfrenar el
orgullo sarraceno, influyó tan poderosamente en la reconquista de
España, y sirvió de nuevo cimiento a las libertades españolas, como
en el discurso de la historia tendremos más de una ocasión de ver
comprobado.
Tales
eran en general los respectivos principios que servían de base al
gobierno de cada uno de los tres Estados cristianos de la Península;
gobierno imperfecto todavía, como de Estados nacientes, pues si bien
el de Asturias contaba ya dos siglos de existencia, la rudeza de los
tiempos y la necesidad continua de pelear hacían que monarcas y súbditos
atendieran más o a la propia defensa o a la conquista y material engrandecimiento
de territorio que a la organización política y civil del Estado, que
al estudio de las letras, al fomento de la industria y de las artes,
y alos medios de regularizar una administración.
III.
¿Qué
lengua se hablaría en estos primeros siglos de la reconquista en las
diversas comarcas y Estados cristianos de España? Que el idioma se
alteró y modificó con la conquista de los árabes y la caída del imperio
godo, es incuestionable. Fuera es de duda también que el latín, ya
algo adulterado en la dominación goda aun entre las clases ilustradas
y los hombres de letras, y más viciado y corrompido en el uso vulgar
de las masas iliteratas e incultas, apareció desde los primeros tiempos
de la restauración no sólo alterado en su sintaxis en sus casos y
declinaciones, sino salpicado también de palabras nuevas y extrañas,
que revelaban el nacimiento y formación de un nuevo lenguaje en el
pueblo, cuyo lenguaje trascendía a los documentos oficiales, a las
escrituras públicas y a los instrumentos solemnes. No hay sino ver
los que de esta clase y de aquellos tiempos insertan en sus obras
Yepes, Sandoval, Aguirre, Flórez y otros coleccionistas de escrituras,
de donaciones y privilegios de los primeros siglos de la restauración.
¿Pero
qué elementos entraban en la confección de este nuevo idioma, de que
había de resultar andando el tiempo la rica y armoniosa lengua castellana?
Creemos que los eruditos Aldrete, Pellicer, Poza, Mayáns y Ciscar, Larramendi, Escolano, Sarmiento, Marina y otros ilustres
españoles que han tratado de propósito esta materia hubieran podido
andar más acordes en sus opiniones y sistemas, si algunos no se hubieran
dejado llevar del apasionamiento hacia lo que se llama glorias de
cada país; flaqueza de que no suelen eximirse los escritores de más
ilustración y criterio. No nos empeñaremos ahora nosotros en apurar
la parte respectiva que en la formación del nuevo idioma que lentamente
se elaboraba pudo caber a cada uno de los elementos que entraron en
su composición: ni es de nuestro propósito, ni nos prometeríamos que
de nuestro examen saliera una opinión menos sujeta a controversia
que las de los autores citados. Cúmplenos sólo como historiadores
considerarlas circunstancias de tiempo y de lugar en que comenzó a
obrarse esta fusión de idiomas y la situación relativa en que cada
pueblo entonces se hallaba, para deducir cuáles de ellos pudieron
ejercer más influjo en la construcción do aquella nueva e imperfecta
gramática, de que después había do resultar una de las más variadas
y armoniosas lenguas vulgares.
Reunidos
al abrigo de unos riscos los restos del imperio godo-hispano, apiñados
allí y en inmediato contacto emigrados e indígenas, obispos, clérigos,
monjes, nobles y pueblo de diferentes comarcas de España, así habitantes
del interior como moradores de aquellas montañas que más habían resistido
la influencia civilizadora de los pueblos dominadores; los unos con
el influjo que les daba su mayor saber, los otros con el ascendiente
del número; viviendo todos en íntimo trato y comunicación; hablando
el clero y los hombres más ilustrados el latín heredado de los romanos,
más o menos alterado o puro, degenerado en las masas, y adulterado
y confundido en los dialectos usuales de éstas con vocablos del primitivo
idioma que siempre conservan los pueblos, y con los que en más o menos
copia dejan y trasmiten a cada país las dominaciones que pasan, al
modo de las arenas o del limo que los ríos desbordados van depositando
en las comarcas que riegan: todos estos elementos, allí donde la necesidad,
el peligro y el interés estrechaban entretanto a los hombres, debieron
entrar en la refundición del idioma que comenzó a obrarse. Por lo
mismo no tenemos dificultad en convenir en que al latín, raíz principal
y elemento dominante siempre, se agregarían voces célticas, euscaras,
fenicias, púnicas, griegas y hebreas, y que alterando su sintaxis, y modificándole en sus casos, desinencias é
inflexiones, dieran nacimiento a la lengua mixta, que perfeccionada
y enriquecida había de ser la que después hablaran los españoles.
Siguiéronse luego las guerras con los árabes, las continuas y recíprocas irrupciones;
las conquistas y reconquistas, las treguas y alianzas. Comarcas enteras
eran dominadas frecuente y alternativamente por españoles y sarracenos;
árabes resentidos emigraban a territorio cristiano, cristianos había
en países de continuo ocupados por los árabes; ejércitos árabes y
españoles peleaban juntos; cautivos musulmanes eran educados por los
cristianos y los hacían sacerdotes, como los clérigos sacricantores de Alfonso el Casto; sacerdotes cristianos eran hechos cautivos por
los sarracenos, y con sus predicaciones convertían después a los muslimes,
como San Víctor; renegados de una y otra religión que se pasaban a
los dominios contrarios; capitulaciones, cartas, embajadas, y por
último enlaces matrimoniales entre súbditos y aun entre príncipes
de ambos pueblos. Todas estas relaciones no podían menos de producir
mezclas en los idiomas, y no extrañamos que Marina señale la lengua
arábiga como una de las que se inocularon más en la que hoy se habla
en Castilla; ni que Escalígero dijera que
eran tantas las voces arábigas que se encontraban en España, que podía
hacerse de ellas un lexicón completo. Y aunque no carezca de razón
un crítico moderno cuando dice, «que entrando en el examen de la afinidad
de las lenguas por el significado de ciertos vocablos y por el análisis,
se entra en un laberinto y se prueban los mayores absurdos,» tales
pueden ser las afinidades, y tan numerosas las voces y de tan clara
procedencia, que no pueda ponerse en duda su origen, y no hay sino
abrir el vocabulario español para hallar multitud de palabras cuya
raíz, sabor y sonido arábigo es imposible desconocer.
Mientras
así se formaba la lengua en el Norte de España, los cristianos del
Mediodía de tal manera llegaron a arabizarse, que al decir del ilustre
cordobés Pablo Alvaro, a mediados del siglo IX apenas se encontraba en aquella
tierra quien supiese escribir bien una carta en latín, habiendo por
el contrario muchísimos que hacían elegantes y muy correctos y limados
versos en árabe. Y esto hubiera acontecido de todos modos con el trascurso
de los tiempos, y aun cuando el emir Hixem no hubiera prohibido, como prohibió, que se enseñase el latín en las
escuelas de los cristianos, y ordenado el uso del árabe para todas
las transacciones sociales.
Entretanto
en el Oriente de España, en la Cataluña o condado de Barcelona, formábase también otra lengua, nacida, como la castellana,
del latín corrompido y modificado con los idiomas y dialectos de los
pueblos de raza germánica que se establecieron en el Mediodía de la
Francia, con quienes en tan inmediatas y tan largas relaciones estuvieron
aquellas regiones españolas. Este idioma, construido también sobre
las ruinas del romano, fue el provenzal o lemosín, del que dijo nuestro
historiador Gaspar Escolano: «La tercera lengua maestra de las de
España es la lemosina, y más general que todas por ser la que se hablaba
en Provenza, y toda la Guiayna, y la Francia
Gótica, y la que agora se habla en el Principado
de Cataluña, reino de Valencia, islas de Mallorca, Minorca,
etc.» Y hablábase en efecto el lemosín en
la larga zona comprendida desde las fronteras de Valencia y parte
de Aragón, Cataluña, la Guiena, Languedoc,
Provenza, y la Italia Septentrional hasta los Alpes
: era la lengua de los célebres trovadores provenzales.
No
insistimos ahora más sobre este punto, porque la historia y los documentos
nos irán mostrando cómo el idioma, siguiendo la misma marcha que la
nación, se fue formando como ella sobre los fragmentos incoherentes
y dispersos arrancados a anteriores dominaciones, que unidos con el
tiempo habían de constituir una nación y una lengua propia, abundante
y rica.
CAPÍTULO XIVABDERRAMÁN
III EN CÓRDOBA. — DESDE GARCÍA HASTA ORDOÑO III EN LEÓN
Del
912 al 950
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