HISTORIA GENERAL DE ESPAÑA
CAPÍTULO VIII
RODRIGO,
ÚLTIMO REY DE LOS GODOS
Del
709 al 711
Tócanos referir en este capítulo uno de los acontecimientos más
graves, una de las catástrofes más terribles, una de las más espantosas
revoluciones, acaso la mayor que ha sufrido España, y con dificultad
se leerá otra más grande, más repentina y más completa en los anales
de la humanidad. Porque caer derrumbada en un solo día una monarquía
de tres siglos, verse de repente invadido un gran pueblo, vencido,
subyugado por extrañas gentes, que hablaban otra lengua, que traían
otra religión, que vestían otro traje, venir unos hombres desconocidos,
de improviso y sin anunciarse, casi sin preparación, apoderarse de
un antiguo imperio, pelear un día para dominar ocho siglos, desaparecer
como por encanto todo lo que existía, y sorprender la muerte a una
nación casi tan de repente como puede sorprender a un individuo, es
ciertamente un suceso prodigioso de los que rarísima vez acontecen
en el trascurso de los siglos. ¿Cómo se verificó tan súbita mudanza?
¿Qué causas la prepararon y la condujeron al término y remate que
tuvo?
Fatalidad es que cuanto más se aproxima un grande acontecimiento,
cuanto más importante es un período histórico, más hayan de escasear
los documentos auténticos contemporáneos, menos luces, más oscuridad,
más incertidumbre y confusión haya de envolver y rodear la historia.
No parece, dice un escritor de nuestro siglo, sino que en la turbación
de aquella crisis fatal no había quien tuviese tiempo para anotar
y trasmitir los pormenores de acaecimientos tan interesantes. Y así
fue en verdad que no le tuvieron para escribir los hombres de aquel
tiempo. Período por lo tanto tan fecundo para los poetas como tormentoso
para el historiador, cuya misión es brujulearla realidad por entre
el silencio o las escatimadas palabras de los unos, y por entre las
abundantes fábulas y prolijas ficciones de los otros.
Es no obstante fuera de duda, que encumbrado Rodrigo (Ruderich), de la
sangre real de Chindasvinto, en brazos de
un partido, y vencido y castigado Witiza, de la familia de Wamba,
acaso con el mismo género de castigo que aquél había empleado con
el padre del nuevo rey, quedó el reino godo miserablemente dividido
en bandos y parcialidades, que le destrozaban y destruían, defendiendo
unos al monarca reinante, trabajando otros y conspirando en favor
de la familia del monarca destronado. Los jóvenes hijos de Witiza,
Sisebuto y Ebas, y su tío el metropolitano
de Sevilla, Oppas, hombre a lo que parece
activo, revoltoso y enérgico, así como sus amigos y parciales, veían
con enojo el cetro de la nación goda en manos de un enemigo de su
linaje y partido; le miraban como un usurpador, y aunque no podían
alegar el derecho de herencia que las leyes godas no reconocían, punzábalos por una parte el deseo de vengar el agravio recibido, por otra el
empeño de entronizará alguno de los hijos de Witiza por los mismos
medios de que a su vez se había valido el hijo de Teodofredo.
Ardía la nación en discordias , hervían las ambiciones, y las maquinaciones y
conjuras traían revuelto el reino e inquieto y desasosegado al rey.
Ayudaba al desconcierto del Estado la inmoralidad que en los últimos
reinados había cundido, y no era ciertamente el nuevo monarca el que
la curaba con su prudencia ni la corregía con su ejemplo.
Habíanse en efecto depravado y corrompido en los últimos reinados las costumbres
del pueblo hispano-godo, así por parte de los eclesiásticos como de
los legos, hasta el punto que con harta evidencia lo demuestran los cánones
de los concilios. Los decretos sinodales, aunque fuertes y severos,
no bastaban a reprimir la incontinencia, el fausto y profusión en
que el clero vivía; y de aquí puede colegirse cuáles serían las costumbres
de los seglares: tolerábase el concubinato público; y la fidelidad conyugal,
tan respetada de los antiguos godos, era ya frecuentemente y sin recato
quebrantada. El lujo, la sensualidad y los desarreglos de Witiza,
su ejemplo y sus leyes, habían contribuido
mucho a que corriera desbocado el pueblo hacia la desmoralización,
y lejos de detenerle en tan funesta carrera Rodrigo, empujábale más con sus imprudencias, sus liviandades y sus desórdenes, vicios
con que oscureció otras prendas que a la naturaleza debía, tales como
su liberalidad, su firmeza, resolución y aun osadía de ánimo.
Cualidades eran estas que gradualmente habían ido perdiendo los
godos apenas pasados los tiempos de Recaredo. Aquella energía militar
que los había hecho tan terribles cuando eran un pueblo conquistador,
habíase ido enervando desde que la vieja espada gótica se había sometido
al cayado episcopal, y sobre todo desde que se habían entregado a
los goces y deleites de la vida muelle y delicada. Chindasvinto y Wamba habían logrado resucitar momentáneamente el vigor varonil
de los antiguos visigodos, pero había vuelto a apagarse en los flacos
reinados sucesivos, y nadie hubiera podido reconocer en los afeminados
godos de Egica y Witiza a los belicosos
y esforzados guerreros de Eurico y Leovigildo. Y un pueblo así viciado,
estragado y dividido, se comprende cuan poco podría resistir al empuje
de otro pueblo vigoroso y fuerte, en el caso de verse invadidos a
su vez los que en otro tiempo habían sido invasores.
Contaban los parciales de la familia de Witiza y los descontentos
de Rodrigo con el apoyo y protección del conde Julián, gobernador
de Ceuta, plaza litoral de la Mauritania, que hacía tiempo, se cree
que desde el reinado de Sisebuto, pertenecía a los godos españoles.
Este personaje de funesta celebridad histórica, y a cuyo nombre va
unido el recuerdo doloroso de la pérdida de España, tenía injurias
personales que vengar del rey, y satisfacción de agravios propios
que tomar ¿Qué clase de ofensas eran las que había recibido?
No habrá un solo español que ignore la célebre aventura de los
amores de Rodrigo y la Cava. Acaso entre las tradiciones de los pueblos
no habrá ninguna que haya tenido la boga y alcanzado la popularidad
que ésta.
Cuentan las crónicas, que, entre las damas que en su corte tenía
el rey Rodrigo, había una que se señalaba por su singular belleza,
llamada Florinda, o la Cava, hija de aquel conde Julián. Tuvo Florinda
la desgracia de parecer bien al rey, el cual (dicen), en ocasión que
la linda joven se bañaba o salía del baño con varias de sus amigas
y compañeras, vio desde una ventana de su palacio más de lo que el
recato y pudor de Florinda hubiera, si imaginase que había quien la
mirara, consentido, y más de lo que era menester para inspirar no
tanto amor como pasión a un monarca cuya virtud no era ciertamente
la continencia y la honestidad. Desde entonces no cesó el rey de perseguirla
con amorosos requiebros. Después que el rey (dice la Crónica del rey
don Rodrigo), hubo descubierto su corazón a la Cava, no había día
que no la requiriese una vez o dos, y ella se defendía con buena razón.
Un día en la siesta envió el rey con un doncel por la Cava, y ella
vino, etc.» La crónica refiere con una minuciosidad, que nosotros
no imitaremos, desde el principio hasta el fin de esta lucha amorosa,
cuyo resultado fue, que viendo Rodrigo que por el camino de la seducción,
de los ruegos y de las persuasiones no le era posible vencer la virtud
de Florinda, cumplió por la fuerza lo que por la voluntad no había
podido recabar. Disimuló aquélla su enojo, hasta que halló ocasión
de informar a su padre de la deshonra que el rey la había hecho, con
lo que encendido en cólera el conde Julián, juró vengar la afrenta
de su hija y lavarla con la sangre del malvado forzador.
He aquí el famoso suceso que, al decir de nuestros antiguos cronistas
e historiadores, desde el monje de Silos y el arzobispo don Rodrigo
hasta Mariana y Ferreras, dio motivo al conde Julián y a los parientes
de Witiza sus amigos para llamar a los árabes y moros de África y
traerlos a España. Los críticos modernos, por el contrario, desechan
la anécdota por apócrifa y fabulosa. Conocemos los fundamentos y razones
en que estos últimos apoyan su juicio, y creemos haber visto todo
lo que se ha escrito, que es mucho, en pro y en contra de la autenticidad
de este acaecimiento ruidoso. Es ciertamente notable que ni Isidoro
Pacense, único escritor contemporáneo, y el que mejor informado debió
hallarse del suceso que se supone, ni otros posteriores cronistas
españoles dijeran una sola palabra de aquellos amores funestos, y
que no se hallen mencionados hasta el monje de Silos que escribió
cuatro siglos después de aquella época, el cual parece lo tomó a su
vez del árabe Ben Alcuthya, autor de escaso
crédito entre los suyos, muy posterior también a los sucesos y a quien
aleccionó su discípulo Abulcacim Tarif Abentarique, conocido por lo fabulista, si es que no inventó
su historia el español Miguel de Luna que nos la dio por traducción.
Los autores árabes de Conde tampoco hablan de los amores de Rodrigo
con la Cava; y Al Makari, traducido al inglés
por Gayangos bajo el título de History of the Mahomedan dynasties,
los niega como fabulosos. Graves son en verdad estas razones en contra
de una de las más popularizadas tradiciones españolas. Mas no negarán
tampoco los más duros impugnadores de la tradición, que si la historia
no la ha hecho evidente, la razón por lo menos la hace verosímil,
y que lejos de repugnar al buen sentido como muchas que se mezclan
en las historias de todos los pueblos, el hecho no habría estado en
disonancia con la conducta y costumbres que la generalidad de los
historiadores atribuye a Rodrigo. Nosotros, por lo tanto, no nos constituiremos
ni en defensores ni en impugnadores de la autenticidad del hecho de
la violación, puesto que con él y sin él nos sobran causas para explicar
el suceso de la invasión de los árabes y creemos que de todos modos,
por las razones que vamos a exponer, se hubiera verificado.
Hallábanse los árabes, después de haber paseado sus pendones victoriosos por
la Persia, la Siria y el Egipto, en posesión de la Mauritania, subyugada
por las armas del Profeta como aquellas otras regiones. Habíanse detenido sus estandartes ante las olas del mar que los separaba de
España, pero no se había extinguido ni el ardor bélico, ni el entusiasmo
de los triunfos, ni el afán de la conquista. El gobernador de África,
Muza ben Noseir, desde las ventanas de su
palacio de Tánger podía dirigir una mirada ambiciosa hacia las costas
de la Península separadas por el Estrecho, y en sus silenciosas meditaciones
acaso habría medido ya el tiempo y el espacio que necesitaría para
franquear la barrera que había contenido su marcha victoriosa. «Un
paso más, diría, y un nuevo mundo se abre á mis conquistas.» Ya en tiempo de Wamba habían hecho los hijos del
desierto una tentativa seria sobre las playas españolas; tentativa
que la energía de aquel monarca godo había logrado frustrar con la
destrucción de la flota sarracena. No hubo de renunciar por esto el
pueblo árabe, joven, robusto y guerrero como entonces era, á sus designios sobre España; mucho más cuando los moradores de Tánger
y otros africanos no cesaban de ponderar á Muza la suave temperatura
de España, la calidad y abundancia de sus plantas y frutos, su claro
y sereno cielo, sus grandes y ricas ciudades. «Es, le decían, una
tierra maravillosa, fértil y bella como la Siria, templada y dulce
como el Yemen, abundante como la India en aromas y flores, parecida
al Hegiaz en sus frutos, al Catay en la producción de metales
preciosos, á Adena en la fertilidad de sus costas» ¿Qué faltaba a
este cuadro tentador? Otras excitaciones todavía, y éstas vinieron.
Los judíos de España, duramente tratados desde el concilio cuarto
de Toledo, vejados, oprimidos, esclavizados, proscritos desde el reinado
de Sisebuto, habían muchos de ellos, según
en su lugar dijimos, refugiados en África huyendo de la persecución
y del bautismo forzoso. Este pueblo, tan tenaz en sus rencores como
en sus creencias, había ido aglomerando en su corazón gran depósito
de odio contra los monarcas godos que tan desapiadadamente le trataban.
Aviesos e incorregibles ellos, y duros e intolerantes los concilios
y los reyes, meditaban los judíos la ruina de sus opresores. En el
reinado de Egica se averiguó que los de
España se habían concertado con los de África para perder el reino,
y nuevos rigores se emplearon contra la raza maldecida. Fuese por
templar su enojo o por otras causas, Witiza había alzado el anatema
que pesaba sobre los judíos y dádoles, si no protección, por lo menos seguridades y consideraciones,
cosa que había disgustado a muchos como contraria a los cánones y
a las leyes. Destronado Witiza, y puesto el cetro en manos de Rodrigo,
no esperaban sino nuevas calamidades y rigores. En tal situación,
y viendo revuelto y desconcertado el reino, nada más natural, atendidos
todos los precedentes, que los que ya en tiempo de Egica habían conspirado en África contra una dominación que aborrecían,
instigaran de nuevo a los musulmanes y aun se ofrecieran a ayudarlos
a derrocar el poder de los godos. La confianza que de ellos hicieron
los sarracenos al tiempo de la conquista prueba que obraban ya de
concierto los sectarios de Mahoma y los secuaces de la ley de Moisés.
A su vez los partidarios y parientes de la familia de Witiza, y
principalmente el obispo Oppas y el conde
Julián, ansiosos los primeros de derrocar al que llamaban usurpador,
ardiendo el último en ira y aguijado del deseo de hacer expiar a Rodrigo,
o bien la afrenta y deshonor de su hija, o bien otra grave injuria
que de él recibiese, instaron también a Muza a que invadiera la Península,
pintándole la empresa como fácil, atendida la inexperiencia del monarca,
el disgusto con que le miraba el pueblo, el desconcierto de la nación,
los bandos y facciones que la dividían, y el abandono y relajación
de la disciplina militar en que habían caído los godos. Tales instigaciones
no podían dejar de halagar al emir africano, que acaso llevaba ya
en su cabeza el pensamiento de la conquista. Pero tan prudente y sagaz
como emprendedor y resuelto, quiso antes consultar con el califa Walid,
que ocupaba el trono de Damasco, el cual, entusiasmado con la idea
y esperanza de que se cumpliese la predicción del Profeta que prometía
a sus discípulos el Oriente y el Occidente» se apresuró a enviar a
Muza amplios poderes, y éste se preparó a realizar la invasión.
Circunspecto y cauto todavía el árabe, envió primero a Tarif, caudillo africano, con quinientos hombres (cien árabes
y cuatrocientos berberiscos) en cuatro grandes barcas, a hacer un
reconocimiento de exploración en la costa. Abordaron estas gentes
a la opuesta orilla, desembarcaron en el sitio que del jefe de esta
primera expedición se llamó Tarifa (año 91 de la hégira, julio de
710), recorrieron algunos pueblos del litoral, tomaron ganados e hicieron
algunos cautivos, y con esto regresaron impunemente a Tánger a dar
cuenta a Muza del feliz resultado de su expedición. Convencido con
esto Muza de la exactitud de las noticias de Julián, y considerando
el éxito de esta primera tentativa como un buen agüero y presagio
de la prosperidad de sus armas, preparó otra segunda y más respetable
expedición para la primavera siguiente. Todos querían ya pasar el
Estrecho y ver con sus ojos un país de que oían contar tantas maravillas.
Encomendó el mando de esta segunda flota, en que iban ya doce mil
berberiscos y algunos centenares de árabes, al intrépido africano
Tarik ben Zeyad. Dicen que el mismo conde
Julián los guiaba. Desembarcaron esta vez los sarracenos en una península
cubierta de verde, que denominaron Alghezirah Alhadra (isla verde,
hoy Algeciras). Desde allí pasaron a atrincherarse en el monte Calpe,
que desde entonces se llamaba Gehal Tarik
(monte de Tarik, ahora Gibraltar). Terminaba el mes de abril de 711. Tres siglos hacía que los godos habían invadido
por la opuesta frontera esta misma España que ahora iban a perder.
Vigilaban ya la costa los cristianos, alarmados con el ruido de
la primera invasión; y Teodomiro (a quien los árabes nombraban Tadmir), jefe superior de Andalucía, con un cuerpo de mil
doscientos a mil setecientos jinetes que pudo reunir, se presentó
intrépido a atacar a los invasores. ¿Cómo con tan escasa gente podía
detener el ímpetu de los africanos? Los cristianos se vieron envueltos
y acuchillados, y entonces fue cuando Teodomiro escribió al rey aquella
célebre carta: «Señor, aquí han llegado gentes enemigas de la parte
de África, que por sus rostros y trajes no sé si parecen venidos del
cielo o de la tierra: yo he resistido con todas mis fuerzas para impedir
su entrada, pero me fue forzoso ceder a muchedumbre y a la impetuosidad
suya: ahora, a mi pesar, acampan en nuestra tierra: ruégoos, señor, pues tanto os cumple, que vengáis a socorremos
con la mayor diligencia y con cuanta gente se pueda allegar: venid
vos, señor, en persona, que será lo mejor.»
Llenó la nueva de espanto a Rodrigo, que según Al Makar se hallaba ocupado en sujetar a los inquietos cántabros,
y reuniendo a sus parciales, se apresuró a hacer levas de gente con
ayuda de los condes y prelados, a los cuales se agregaron, a lo que
se cree, los mismos hijos y parciales de Witiza con el metropolitano Oppas, fingiendo deponer sus rivalidades
y querellas interiores para resistir a los invasores extranjeros.
No puede suponerse, en verdad, que hubieran llevado los enemigos de
Rodrigo su despecho y su perfidia a tal extremo, que fuera su ánimo
causar la ruina y pérdida total de España, pérdida y ruina en que
al cabo se vieron envueltos ellos mismos, y entregarla a los musulmanes.
Creerían, y acaso lo concertaran así, que destronado Rodrigo, su principal
objeto, habrían de contentarse aquéllos o con un tributo o cuando
más con la posesión de alguna parte del territorio español, como en
tiempo de Atanagildo había acontecido con los griegos imperiales,
buscados como éstos por auxiliares para destronar un rey. Consolémonos,
mientras otra cosa no se pruebe, con fijar límites al encono y la
traición, que también suelen tenerlos.
Entretanto los musulmanes difundían el terror por las tierras de
Algeciras y Sidonia, llegando hasta las márgenes del Anas (Al Uady Anas,
el río Anas); y noticioso Tarik de los preparativos de Rodrigo, había
pedido también refuerzos a Muza, que le envió otros cinco mil jinetes
africanos, a los cuales se incorporaron algunos judíos. Con este socorro,
habiendo hecho quemar Tarik las naves para que no quedara a los suyos
ni otra esperanza ni otra elección que la victoria o la muerte, salió
denodadamente en busca del ejército cristiano, que en número de noventa
a cien mil hombres, mandados por el monarca en persona, pero gente
la mayor parte allegadiza y mal armada, llenaba ya los campos de Andalucía. Incorporóseles Teodomiro con el resto de
los suyos. Encontráronse ambos ejércitos
a orillas del Guadalete, cerca de donde hoy está Jerez de la Frontera.
Allí era donde iba a darse la batalla sangrienta que había de decidir
del destino de la nación godo-hispana. Eran los últimos días de julio
del año del Señor 711.
Godos y sarracenos, cristianos y musulmanes se miran de frente.
La religión de Jesús se halla en presencia de la religión de Mahoma.
¿Por qué va a permitir Dios que el acero haya de decidir cuál de las
dos ha de triunfar en España? Inescrutables son sus juicios y podemos
a veces presumirlos, pero no penetrarlos. Los árabes, a quienes el
Profeta había prometido la herencia de toda la tierra, marchaban al
combate con el entusiasmo de una religión a que creían deber todos
sus triunfos: los españoles iban a pelear en defensa de sus vidas,
de su patria y de su fe. Los sarracenos eran muy inferiores en número:
había cuatro cristianos para cada musulmán, dicen sus crónicas. Pero
los godo-hispanos habían perdido su antiguo vigor con las dulzuras
de una larga paz: los sarracenos estaban aguerridos con cien recientes
campañas. El uno era un pueblo viejo y debilitado; el otro un pueblo
vigoroso y joven. Los cristianos, vestidos de lorigas y armados los
unos de lanzas y espadas, los otros de hondas, hachas, mazas y guadañas
cortantes, lo primero que habían podido haber a las manos: los musulmanes,
con sus turbantes en la cabeza, su arco en la mano, su alfanje colgado
al cuello, su lanza al costado, sus albornoces blancos, encarnados
u oscuros, montados en alazanes ligeros como el viento: a la cabeza
de los cristianos el rey Rodrigo, en su carro bélico incrustado de
marfil, con corona en la cabeza y clámide de púrpura bordada de oro
sobre los hombros.
Dio principio la pelea al despuntar el día: cristianos y sarracenos
se arremetieron con igual brío y coraje: temblaba, dicen los historiadores
árabes, bajo sus pies la tierra, y resonaba el aire con el estruendo
de los tambores y añafiles, con el sonido de guerreras trompas y con
el espantoso alarido de ambas huestes. Se mantuvo igual la lid todo
el día hasta que la noche vino a poner tregua a tantos horrores. Recomenzó
la lucha al rayar el alba del siguiente, «y el horno del combate permaneció
encendido desde la aurora hasta la noche.» Al tercero comenzaban a
flaquear los sarracenos. Tarik recorrió las filas a caballo, y arengó
a los suyos diciendo: «¡Oh muslimes, vencedores de Almagreb!
¿a dónde vais? ¿dónde pensáis encontrar asilo? El mar está a vuestra
espalda, y delante tenéis el enemigo: no hay remedio sino en vuestro
valor y en la ayuda de Dios. ¡Guallah (por Dios)! Yo acometeré a su rey, y le quitaré la
vida, o moriré a sus manos.» Y arrimando el acicate a su caballo partió
en busca de Rodrigo, siguiéndole ya reanimados los musulmanes. ¿Qué
fue lo que les infundió tanto aliento cuando iban ya de caída? ¿Fue
sólo la arenga de Tarik, o fue acaso la defección de los hijos de
Witiza, del prelado Oppas y sus parciales,
que vieron llegado el caso de consumar su traición y su venganza,
y abandonaron a Rodrigo o se pasaron a los árabes? Muchas crónicas
lo afirman, y así inducen a sospecharlo los antecedentes, aunque otras
lo nieguen, y algunas de los árabes lo omitan. Con esto los africanos
arremetieron a manera de torbellino las primeras filas cristianas:
Rodrigo, sin embargo, no desmaya, antes crece su arrojo, y pelea con
bravura: ¡inútil esfuerzo aunque laudable ! ¡En aquel momento se cumplía el destino fatal de
España! El desventurado monarca perece en el calor de la pelea herido
por la lanza misma de Tarik, y ahogado con su caballo en las aguas
del Guadalete. Los escritores árabes añaden que su cabeza fue enviada
a Muza como testimonio y trofeo de la victoria.
Privados los cristianos de su rey y caudillo, se desordenaron descorazonados
y llenos de pavor. Los árabes y berberiscos hicieron entonces espantosa
carnicería en los hispano-godos, cebáronse en ellos por mucho espacio, y murieron tantos, «que sólo Dios que
los crió, dice un escritor arábigo, los podría contar». La tierra
quedó cubierta de cadáveres, y las aguas del río tintas de sangre
noble. Por mucho tiempo se vieron en los campos los despojos, las
rotas armaduras y los huesos blanquecinos de los godos.
¡Cuánto yelmo quebrado !
¡Cuánto cuerpo de nobles destrozado!
Fue esta última batalla memorable en viernes 31 de julio de 711,
el 5 de la luna de Xawal del año 92 de la
hégira. Acabó en las riberas del Guadalete la monarquía goda; se desplomó
el trono de Ataúlfo, de Recaredo y de Wamba; perecieron su libertad
y sus leyes: sopló el viento de África, y cayó derrumbado el imperio
de tres siglos: el estandarte de Mahoma tremolará en los templos cristianos,
y costará ocho siglos de lucha el abatirle. En todos los ámbitos de
España resonó un quejido de dolor. Cinco siglos después de la catástrofe pintaba el rey sabio el Llanto de España con los siguientes
tiernos y elocuentes rasgos en el idioma de su tiempo:
«Después que la batalla
acabó, desventuradamente fueron muertos los unos y los otros, y quedó
toda la tierra vacía de gente, bañada de lágrimas, huésped de los
extraños, engañada de los vecinos, desamparada de los moradores, viuda
y asolada de sus hijos, confundida por los bárbaros, desmedrada por
llanto y por llaga, desfallecida de fortaleza, flaca de fuerza, sin
consuelo, asolada de los suyos España, que en otro tiempo fue llagada
por espada de los romanos. Apenas comenzaba a renacer por obra y gracia
y de los godos, era quebrada, y que eran muertos y enterrados cuantos
ella criara. Olvidados le son sus cantares, su lenguaje ya se ha tornado
ajeno, o en palabra extraña... España cató su muerte; no quedó ninguno
que la llorase : llámenla dolorida, y más muerta que viva. Suena su
voz así como de otro siglo, y sale la palabra así como de su tierra;
y dice con la gran pena: Los que pasáis por aquí, parad y ved si hay
dolor que se asemeje a mi dolor. Y llantos dolorosos y alaridos España
lloró. Sus ojos no encuentran consuelo, porque ya no tiene. Sus casas
y sus moradas todas quedaron yermas y despobladas. Su honra y su orgullo
se volvieron confusión porque hijos y criados todos murieron a espada.
Los nobles cayeron en cautiverio. Los príncipes y los nobles yacen
en deshonra: los buenos combatientes apenas si quedan, y los que antes
eran libres, son ahora siervos. El fuerte y corajudo murió en la batalla;
el corredor y ligero de pies no escapó de las saetas. ¿Quién me diera
a mí agua, que toda mi cabeza fuese bañada, y mis ojos se hiciesen
fuentes de las que siempre manasen lágrimas, porque llorasen y plañesen
la pérdida, y la muerte de los de España, y la mezquindad, y el terror
de los godos? Aquí se remató la santidad y religión de los obispos
y de los sacerdotes; aquí quedó y menguó el abundamiento de los clérigos
que servían las iglesias, aquí pereció el entendimiento, y la enseñanza
de las leyes de la santa fe, y los padres y los señores todos perecieron
a una. Toda la tierra la arrasaron los enemigos, las casas quemaron,
los hombres mataron, las ciudades robaron y tomaron.....
Cuanto mal sufrió aquella Babilonia, que fue la primera y mayor en
todos los reinos del mundo, cuando fue destruida del rey Ciro y del
rey Darío, y cuanto mal sufrió Roma, que era señora de todas las tierras,
cuando la tomó y la destruyó Alarico, y después Ataúlfo, rey de los
godos, y después Genserico, rey de los vándalos; y cuanto mal sufrió
Jerusalén, que según la profecía de nuestro Señor Jesucristo fue derribada
y quemada, que no quedó piedra sobre piedra; y cuanto mal sufrió aquella
de nombre Cartago, cuando la tomó y la quemó Escipión, cónsul de Roma;
dos veces tanto mal, y más sufrió la mezquina de España, desamparada,
sobre la que cayeron todas estas penas y tribulaciones.»
Antes de proseguir la historia de la fatal desgracia, hagamos aquí
un descanso, y examinemos la condición del pueblo godo en lo religioso,
en lo político y civil, y lo que legó a España para su vida futura
cuando fue destruido.
CAPÍTULO IXESTADO
SOCIAL DEL REINO GODO-HISPANO EN SU ÚLTIMO PERIODO
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