CAPITULO TERCERO
LEOVIGILDO
Y RECAREDO
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Llegamos a uno de los períodos más interesantes de la dominación
goda. No hay un solo individuo en la familia real que se ha sentado
en el trono godo-hispano que no haga un papel importante en la historia,
ni un solo personaje en este grupo que no excite grande interés. Va
a representarse un drama histórico, cuyas consecuencias han llegado
hasta nosotros, y alcanzarán a las generaciones que nos sucedan.
Uno de los primeros cuidados de Leovigildo fue tratar de desalojar
de España aquellos griegos imperiales, que los españoles de entonces
y muchos historiadores después llamaron romanos, tan imprudentemente
traídos a la costa por Atanagildo, y donde ellos habían procurado
consolidarse más de lo que sin duda había entrado en las intenciones
de aquel rey, y más de lo que a la unidad de España convenía. Eran
tanto más peligrosos para Leovigildo estos huéspedes, cuanto que siendo
ellos católicos y siéndolo también los hispano-romanos, mirábanse
unos y otros con la afición de correligionarios, y estaban siendo
un foco al que acudían fácilmente los descontentos de la dominación
goda o del arrianismo que representaba. Emprendió, por lo tanto, Leovigildo
con ardor la guerra contra los imperiales, y aunque no pudo llevar
a cabo la expulsión, porque para esto hubiera necesitado de una marina
de que carecía, les fue, no obstante, tomando las plazas de Baza,
de Málaga y de Assidonia (Medina Sidonia), no sin notable resistencia
en esta última, y reduciéndolos a límites más estrechos. Córdoba,
que desde su rebelión y triunfo sobre Agila rehusaba someterse al
poder de los godos, y que acordándose de su grandeza romana se gobernaba
municipalmente como en tiempo del imperio, fue también rendida a fuerza
de armas por Leovigildo, que en esta ocasión comenzó a desplegar la
dureza de su carácter, haciendo sentir su enojo con actos de excesiva
crueldad, no sólo a la ciudad rebelde, sino a toda la comarca. La
sangre corrió por la ciudad y por los campos, y llenas de terror se
sujetaron todas las poblaciones de la Bética a las armas victoriosas
del godo.
Diéronle los grandes del reino mil parabienes por estos triunfos,
y apresuráronse a mostrársele adictos, o por lo menos sumisos y respetuosos.
Con esto y con el ejemplo de los males y desórdenes a que había dado
ocasión la larga vacante del trono, fuéle fácil a Leovigildo persuadir
a los nobles la conveniencia de dar participación en la soberanía
y autoridad real a sus dos hijos Hermenegildo y Recaredo. La proposición
fue acogida con beneplácito por unos y sin oposición por otros, y
los dos hermanos fueron declarados príncipes de los godos y herederos
de la corona. Con esto lograba Leovigildo poner freno a las ambiciones
y al espíritu de insurrección, y hacer hereditario el trono en su
familia.
Tuvo después de esto que volver sus armas contra los indóciles
cántabros, que llevando de tan mala voluntad el dominio de los godos
como habían llevado el de los romanos, andaban desasosegados y revueltos.
Apoyábanlos los suevos de Galicia, que desde el reinado de Remismundo,
más de un siglo hacía, permanecieron ignorados como si no hubieran
tenido existencia histórica; o bien por falta de escritores que después
de Idacio trasmitieran sus hechos, o porque se hubieran ido confundiendo
con los naturales; y sólo vuelven a aparecer algunos años antes del
reinado de Leovigildo: pueblo misterioso, que parece haberse complacido
en ocultarnos su historia. Rastréase, no obstante, haber seguido teniendo
reyes propios, y que precedieron a los godos en la conversión al catolicismo,
ya fuese el primero en abrazar la fe ortodoxa Cariarico, movido por
los milagros de San Martín, obispo de Tours, y por las predicaciones
de otro San Martín que vino en aquel tiempo de la Palestina a Galicia,
según San Gregorio Turonense, ya fuese el primero a abjurar la secta
arriana y profesar la doctrina católica Teodomiro, según San Isidoro
de Sevilla, escritor contemporáneo y más inmediato al teatro de los
sucesos. Tal vez existieron simultáneamente dos reyes, el uno en Braga,
el otro en Lugo, las dos iglesias metropolitanas en que entonces se
celebraban concilios.
El que favorecía la sublevación de los cántabros y leoneses llamábase
Miro, sucesor de Teodomiro. El monarca godo marchó contra los cántabros,
y logró sujetarlos, no sin tener que vencer grandes dificultades,
ya por el valor de aquella gente belicosa, ya por los naturales obstáculos
de aquellas montuosas comarcas. Restituido a su dominio el país, disponíase
Leovigildo a atacar a los suevos, cuando el rey Miro le propuso y
pidió la paz, que el godo le concedió más como tregua que como paz
duradera y estable (575). Pasó luego a sujetar a los habitantes de
Orospeda, que por dos veces se habían también alterado, y los subyugó
igualmente y redujo a la obediencia, haciéndoles sufrir las leyes
del vencedor (577).
Otros cuidados llamaban ya la atención de Leovigildo, y vamos a
presenciar las trágicas e interesantes escenas que ocurrieron en la
familia real de España.
Habíase casado Leovigildo con Teodosia, hija de Severiano, gobernador
bizantino de la provincia de Cartagena, de la cual había tenido, mucho
tiempo antes de ser elevado al trono, los dos hijos Hermenegildo y
Recaredo. Viudo de Teodosia, contrajo segundas nupcias con Gosuinda,
que lo era de su antecesor Atanagildo. La primera había sido católica,
la segunda era arriana furiosa. Sosegadas las turbulencias intestinas,
hecha tregua con los suevos y reprimidos los imperiales, pensó el
monarca visigodo en casar a su hijo mayor con la princesa franca Ingunda,
hija de Sigiberto, rey de Austrasia, y de Brunegilda. Celebráronse
las bodas con gran solemnidad y no menor regocijo. Pronto la diferencia
de creencias había de cambiarla alegría en luto. Fervorosa católica
la joven princesa, arriana intolerante la madrastra del príncipe su
esposo, intentó ésta primeramente con fingidos halagos convertir a
Ingunda al arrianismo : convencida de la ineficacia de los medios
suaves, apeló pronto a la violencia, a que la inclinaba más su índole
y genio, llevando los malos tratamientos a tal punto que, al decir
de San Gregorio de Tours, en su frenética rabia le rasgaba los vestidos,
la mesaba los cabellos y la arrastraba hasta hacerla verter sangre
por las heridas. Tan bárbaro rigor no alcanzó a hacer vacilar la inquebrantable
fe de la joven princesa; y Leovigildo, menos intolerante entonces
que la reina, creyó prudente alejar a los dos esposos, cediendo a
Hermenegildo una parte de sus Estados, que fue la provincia de Andalucía.
El príncipe godo, hijo de una reina católica, esposo de una princesa
católica también, y sobrino del ilustre prelado católico de Sevilla
Leandro, preparado por la educación de la primera, edificado con el
ejemplo de la segunda, y acabado de catequizar por los consejos y
amonestaciones del tercero, convirtióse también a la fe católica,
y recibió por segunda vez el bautismo.
Gran contento infundió en los católicos de España aquella conversión,
tanto como enojo causó a Leovigildo y a Gosuinda. Llamó el padre a
la corte a su hijo, so pretexto de tratar con él negocios del Estado.
Hermenegildo, recelando acaso que el llamamiento envolviera otras
intenciones, desobedece a su padre que se prepara a marchar contra
él. Las poblaciones católicas se levantan en favor del príncipe, y
le ofrecen su apoyo los imperiales de la costa, y Miro, el rey de
los suevos de Galicia. Era ya una conjuración formal en nombre de
un principio religioso, en que entraban descendientes de la Escitia
y de la Germania, y restos de los antiguos imperios de Oriente y de
Occidente, a cuya cabeza se hallaba un príncipe godo. La lucha comenzada
en el palacio entre una reina y una princesa, va a proseguirse con
las armas en el campo de batalla entre el padre y el hijo. Sevilla
fue el teatro principal de esta sangrienta y lamentable querella,
a la vez doméstica, civil y religiosa. Ejercitado y mañoso Leovigildo
en el arte de sobornar, gana con dinero al jefe de los imperiales,
a quien debió parecerle mejor empuñar treinta mil sueldos que las
armas con que había prometido auxiliar a Hermenegildo : el rey de
los suevos que había acudido con gente en ayuda del príncipe godo
se halla cortado, interceptado por el viejo monarca, imposibilitado
de pelear y forzado a pedir un acomodamiento; al poco tiempo le sorprendió
la muerte. Para apretar el cerco de Sevilla intentó Leovigildo torcer
el curso del Guadalquivir y reedificar los muros de la antigua Itálica.
Al cabo de dos años de asedio, convencido Hermenegildo de la imposibilidad
de prolongar la resistencia huyó a Córdoba, donde tomó asilo en un
templo. Sólo a instancias de su hermano Recaredo salió del lugar sagrado
para arrojarse a los pies de su padre, cuya cólera esperaba desarmar,
y así se lo había persuadido su hermano. Pero el severo Leovigildo,
obrando más como monarca que como
padre,
y viendo en Hermenegildo menos al hijo humillado que al conspirador
político y peligroso, le hace despojar de las insignias reales que
llevaba, y cerrando el enojo la entrada a la piedad, le mandó conducir
a una prisión de Sevilla. Ni la dureza de la prisión, ni las privaciones,
ni los halagos pudieron hacer que Hermenegildo renunciara a sus creencias
religiosas. Desde allí, o si hemos de creer el testimonio de Juan
de Viciara, desde Córdoba, fue desterrado a Valencia.
Las diminutas crónicas de aquel tiempo, sobre no hallarse muy consistentes
en el relato de algunas circunstancias de esta discordia fatal, tampoco
arrojan demasiada luz para poder graduar con exacto nivel la parte
de culpabilidad que cupo áa cada uno de los ilustres actores de este
drama funesto en conducirle al trágico desenlace que después tuvo.
Mas todas nos representan al monarca y al príncipe, al padre y al
hijo, obrando a impulso de la creencia religiosa y de la conveniencia
política, y sacrificando a ellas, el respeto paternal el uno, la ternura
filial el otro. Hermenegildo aparece por segunda vez aliado con los
imperiales, protegido por el pueblo, en su mayor parte católico, y
tal vez alentado por los reyes francos de las Galias, católicos también,
y padres o parientes de Ingunda, haciendo armas contra el monarca.
Nuevamente irritado Leovigildo, siempre impetuoso y duro, persigue
a su hijo hasta hacerle prisionero, y le encierra en un calabozo de
Tarragona. En vano trabaja Leovigildo por arrancar a su hijo una abjuración
de la fe católica: Hermenegildo resiste a todas las sugestiones con
la entereza de un héroe y con la firmeza y la imperturbabilidad de
un mártir. Llegada la Pascua, el padre le envía un obispo arriano
para que reciba de su mano la comunión : el príncipe católico, perseverante
en sus creencias, desoye las persuasiones del prelado hereje, y le
despide con desabrimiento. El desairado obispo da cuenta al rey del
resultado de su misión, y el arrebatado Leovigildo, montando en cólera,
expide la orden fatal : los satélites armados del enfurecido monarca
penetran en la prisión de Hermenegildo: Sisberto su jefe descarga
el golpe de su hacha sobre el cuello del ilustre prisionero, y la
cabeza del príncipe católico cae rodando en cumplimiento de la orden
del monarca arriano : el juez y el sentenciado, el verdugo y la víctima
eran un padre y un hijo. La Iglesia católica ha colocado a Hermenegildo
en el catálogo de los santos mártires.
Tal fué el término lamentable y triste (585), que tuvieron la disidencias
religiosas entre el monarca y el príncipe godo, después de cerca de
seis años de alteraciones y de disturbios. La desgraciada princesa
Ingunda, que se hallaba en poder de los imperiales, murió en África
cuando era llevada a Constantinopla con el hijo que de Hermenegildo
había tenido. El huérfano príncipe llegó a su destino, y se educó
y creció al lado del emperador griego Mauricio, hasta que su abuela
Brunegilda solicitó vivamente su rescate y libertad.
En este intermedio Leovigildo había hecho celebrar en Toledo un
concilio en que, aparentando querer concertar a los católicos con
los arrianos, se presentó una fórmula capciosa de bautizar que envolvía
disimuladamente la misma herejía arriana. Algunos obispos católicos
tuvieron la debilidad de suscribirla, con lo que menguó por entonces
el partido de Hermenegildo. Mas esto no impidió al exaltado e intolerante
monarca, que se había hecho mucho más iracundo con las contrariedades
que su hijo y los católicos del reino le suscitaban, para que comenzara
un sistema de cruda persecución contra los prelados y sacerdotes ortodoxos,
ya desterrando a los más ilustres y virtuosos de entre ellos, entre
los cuales lo fue a Barcelona el mismo Juan de Viciara, autor de la
crónica, ya confiscándoles los bienes, ya llenando las cárceles de
católicos, ya empleando los tormentos y los suplicios, y vióse en
el siglo VI de la Iglesia reproducir la herejía en España escenas
semejantes a las que en el III y IV había ofrecido el paganismo. fue
el último desahogo de la herejía, sostenida por el trono y proscrita
por el pueblo.
Por este tiempo acabó de desaparecer el reino de los suevos. El
activo Leovigildo supo aprovechar la revolución que entre aquellas
gentes estalló con motivo de la muerte de Miro. Habíale sucedido su
hijo Eborico, joven de corta edad. Levantóse contra él un poderoso
suevo llamado Andeca y le arrebató el cetro. Habíale hecho cortar
el cabello, ceremonia con que los hombres de la raza germánica inhabilitaban
a los príncipes para reinar, y recluídole en un monasterio; casóse
en seguida con su viuda para más asegurarse en el trono. Halló en
esto Leovigildo especiosa ocasión y pretexto para acabar de aniquilar
el imperio de los suevos, y pasando con su ejército a Galicia so color
de castigar al usurpador Andeca, llevándolo todo a fuego y sangre,
apoderóse fácilmente de Braga, residencia de Andeca, y usando con
el intruso la propia conducta que él había tenido con Eborico, cortóle
también el cabello, hízole ordenar de sacerdote, y le envió desterrado
a Beja. Así acabó la monarquía de los suevos, quedando desde entonces
sujeta al dominio de los godos a los ciento setenta y seis años de
la primera invasión. La nación sueva quedó, pues, refundida en la
monarquía visigoda.
Pero aún no han acabado las guerras para Leovigildo, cuya larga
vida había de ser una cadena no interrumpida de graves acontecimientos,
cada uno de los cuales había de valerle un triunfo. Los francos, siempre
en acecho y siempre codiciosos de la Galia gótica, enemigos y rivales
perpetuos de los godos, irritados además con la muerte de Hermenegildo
su correligionario, pariente y aliado, resuelven despojar a los visigodos
de sus bellas posesiones de la Galia. Gontran ( Gonth-hram , fuerte en la batalla), de acuerdo con Childeberto (Hilde-bert, pasmoso en el combate), es el que toma a su cargo esta
expedición, y la toma con ardor y coraje, «¿No es vergonzoso, les
decía a sus tropas, que los abominables godos extiendan los límites
de su imperio hasta las Galias ?» Y con todo el ejército de su reino
dividido en dos cuerpos invade por ambos extremos la Septimania, llegando
por la una parte a Nimes, por la otra a Carcasona. Esta última ciudad
les abre las puertas, pero la brutalidad de los soldados francos subleva
a los habitantes, que los arrojan denodadamente de su recinto, y colocan
la cabeza del conde Terenciolo, jefe de los francos, clavada en una
pica sobre la muralla.
Entretanto Leovigildo había dado orden a su hijo Recaredo para
que pasase a las Galias a contener a los francos, que por la parte
de Nimes habían hecho horribles destrozos : conducíanse como vándalos;
la relación de sus atrocidades hecha por los mismos escritores de
su nación hace estremecer. A la noticia de la aproximación de Recaredo
levantan el sitio de Nimes y se pronuncian en retirada; pero asolado
antes por ellos mismos el país que tenían que atravesar, los más perecen
de hambre y de miseria. Recaredo, aventados los enemigos a su sola
presencia, avanza por el territorio de los francos, penetra en él
y toma varias fortalezas; Gontran desahoga su cólera reconviniendo
a presencia de cuatro obispos a los generales vencidos, y atribuyendo
los últimos desastres a su poca devoción por el culto de los santos.
En esto llega el invierno y Recaredo repasa los Pirineos y se vuelve
a España dejando aseguradas de toda agresión las posesiones hispano-godas.
Leovigildo estaba no siendo menos afortunado por mar que por tierra.
Mientras Recaredo se internaba victorioso en el país de los francos,
una flota enviada por el rey Gontran había abordado las costas de
Galicia, con objeto de promover una insurrección en los suevos. Avisado
Leovigildo oportunamente, prepara su armada, y los buques españoles
destrozan los de los francos, pudiéndose salvar sólo dos o tres para
llevar a Gontran la nueva de la catástrofe.
Había negociado Leovigildo la boda de su hijo Recaredo con Ringunda,
hija de Chilperico, que reinaba en París, especie de Nerón de los
francos, y de la famosa Fredegunda. Vencidos ya algunos obstáculos,
Leovigildo trató de traer a Ringunda a Toledo, y Chilperico hizo los
convenientes preparativos para el viaje de su hija. Los conquistadores
de la vieja Galia fundaban los dotes de sus hijas sobre los tributos
que imponían a las propiedades y a las personas de sus súbditos, y
Chilperico arrancó de sus casas a cuatro mil habitantes de París para
que acompañasen en calidad de esclavos a la futura esposa de Recaredo:
con esto y con cincuenta carros cargados de riquezas por el mismo
medio arrancadas, púsose en camino el lujoso cortejo de la joven princesa.
A poca distancia de París la brillante comitiva se ve asaltada por
un cuerpo de caballería de otros francos: eran enviados por el rey
Childeberto, tío de la novia, con encargo de protestar contra su matrimonio,
y requerirla que se volviese a París. Median algunas explicaciones
entre unos y otros, y la permiten al fin continuar su jomada, no sin
llevarse cien caballos con frenos y caparazones de oro. Todos fueron
azares en esta expedición nupcial. Grupos de paisanos armados de la
Galia Meridional se oponían a su marcha. Llega al fin Ringunda a Tolosa:
invade la ciudad el conde Desiderio, hijo natural de Clotario, y se
apodera de todas las riquezas y de la persona misma de Ringunda :
al propio tiempo llega la noticia de la muerte de su padre Chilperico:
todo el mundo abandona a la prometida de Recaredo; su madre Fredegunda
envía por ella, vuélvese Ringunda sola a París; Recaredo por su parte
indispuesto con los francos renuncia a su mano, y queda deshecho este
matrimonio. Recaredo casó después con la hija de uno de los principales
godos de la Península llamada Bada.
Leovigildo, achacoso y anciano, fatigado ya también de tan larga
lucha, queriendo dejar asegurada la paz del reino, entabló negociaciones
de alianza con Gontran, rey de los francos. Mas todas sus gestiones
se estrellaron en el carácter duro e inflexible de este monarca y
en su inextinguible odio contra los godos. Irritado Leovigildo con
tan obstinada repulsa, envía de nuevo a Recaredo a la Septimania.
Pronto tuvo que volver el hijo a recoger los últimos suspiros del
padre, cuyos achaques se habían agravado. Cuestiónase si Leovigildo
algunos días antes de morir se convirtió a la fe católica, movido
por las persuasiones de Leandro, metropolitano de Sevilla. Discrepan
en esto los mismos cronistas, y es asunto sobre el que no pueden formarse
sino conjeturas. Murió en Toledo a fines del año 586. Cuando llegó
Recaredo a aquella ciudad le halló ya difunto.
Fue Leovigildo uno de los monarcas más grandes que tuvo el imperio
godo. Guerrero de gran corazón, y astuto político, así supo vencer
y sosegar todas las alteraciones intestinas, como refrenar y tener
en respeto a los imperiales, restablecer la disciplina de su ejército,
aniquilar la monarquía de los suevos y unirla a su corona, escarmentar
a los francos y conquistarles plazas, y redondear y aun extender el
imperio godo. Era diestro en el soborno, y mañoso en sembrar la discordia
entre los enemigos. En la paz no desplegó menos actividad y energía
que en la guerra. Como administrador asentó un sistema completo de
hacienda: como legislador, modificó muchas de las disposiciones del
código de Alarico, y le añadió leyes nuevas. Leovigildo creó instituciones
que han durado hasta nuestros días: fue el primero que estableció
el fisco real; el primero que adoptó las insignias que aun distinguen
a los reyes de España, el trono, el manto, el cetro y la corona: el
primero que se presentó en una asamblea pública revestido con estos
atributos, y que sentado en un magnífico solio en su palacio de Toledo
recibía en audiencia los grandes, los obispos y el pueblo. Hasta aquí
las voces de trono, de cetro y de corona sólo han podido usarse en
sentido figurado : desde ahora ya son los verdaderos emblemas del
poder real. Mas Leovigildo por otra parte era avaro, cruel, fanático
por el arrianismo, y hemos visto hasta qué punto llevó su severidad
con su hijo Hermenegildo.
Pero una revolución va a efectuarse en el imperio gótico. En todos
tiempos, y aún más en aquellos en que el principio religioso es el
elemento que principalmente influye en la política de los reyes y
en la suerte de los pueblos, y en que las cuestiones de religión preocupan
todos los ánimos y son las que producen las guerras y alteraciones,
el acontecimiento más grande que puede sobrevenir es un cambio de
creencias en los que rigen, y gobiernan el Estado. El que se preparaba
en el reino hispano-gótico había de influir en la condición del pueblo
español por largas generaciones y siglos, acaso hasta la consumación
de ellos.
Muerto Leovigildo, fue reconocido más bien que nombrado rey de
los godos su hijo Recaredo (Reke,
venganza. Rede, palabra),
que gozaba ya de gran reputación por su comportamiento en las campañas
de la Septimania, volviendo así a restablecerse la sucesión dinástica
como en tiempo de Teodoredo. La educación de Recaredo había sido,
como la de su hermano Hermenegildo, propia para disponer su espíritu
al conocimiento de la verdadera fe: las predicaciones del prelado
más ilustre y más influyente de la Iglesia Española, Leandro de Sevilla
su tío, el sostenedor infatigable de la lucha de su hermano, el que
había convertido a éste y defendido su causa con tanta energía, habían
labrado también en su ánimo, y si ya cuando príncipe no era Recaredo
católico, y acaso lo disimuló por no suscitar más contrariedades a
su padre, por lo menos tan pronto como ciñó la diadema (586), disfrazó
ya poco su tendencia al catolicismo. El suplicio de Sisberto, de aquel
capitán de guardias que había tenido la honra poco envidiable de ser
el ejecutor de la muerte de Hermenegildo, fuese o no Sisberto conspirador
contra el nuevo monarca, mostró ya bien claramente que no era el arrianismo
lo que Recaredo favorecía. Pero bastante ilustrado y discreto para
conocer que el cambio de religión en un Estado, por más dispuestos
que parezca hallarse a él los pueblos, puede fácilmente producir alteraciones
y disturbios, condújose con circunspección y prudencia, y dióse tiempo
para sondear antes la opinión del clero y de las poblaciones.
A los diez meses de reinado, creyó ya estar seguro de que sería
bien recibido en la nación el cambio que meditaba, anuncia pública
y formalmente Recaredo que abraza la fe católica, tal como está contenida
en el símbolo de Nicea, repone en sus iglesias a los obispos desterrados
por Leovigildo, erige y dota monasterios, y sin valerse de la soberanía
para mandar, emplea sólo la exhortación con sus súbditos, españoles,
godos y suevos, para que se conviertan como él al catolicismo.
Hiciéronlo así la mayor parte de los arrianos, pero algunos, más
pertinaces, y principalmente aquellos prelados a quienes Leovigildo
había colocado en las sillas de que expulsara a los obispos católicos
y a quienes el nuevo monarca reponía, comenzaron a tramar contra él
conjuraciones, así en España como en la Galia gótica. Aquí era Sunna,
el obispo arriano de Mérida, que con los condes Segga y Viterico atentaban
contra la vida del respetable Mausona, metropolitano católico de la
misma silla desterrado por Leovigildo, y del duque Claudio, gobernador
de Lusitania. Allá era el obispo arriano de Narbona Ataloco, a quien
llamaban Arrio por su exaltación y fogosidad en sostener las doctrinas
del heresiarca, y que en unión con otros dos condes ofrecía a Gontran
la Septimania siempre que con sus tropas auxiliara la rebelión. Descubierta
por el mismo Viterico la conjuración de Mérida, desterrado el obispo
Sunna, y trasportado el conde Segga a Galicia después de haberle cortado
las manos, otra conspiración se fraguó dentro del palacio mismo, que
hubiera sido más peligrosa y temible si por fortuna no se hubiera
frustrado también. Otro obispo arriano nombrado Uldila, de concierto
con la reina Gosuinda, la viuda de los dos reyes Atanagildo y Leovigildo,
de cuyo furor por el arrianismo tenía la familia real tan tristes
pruebas, enderezaban sus planes, ya no sólo contra la doctrina ortodoxa,
sino también contra la vida del monarca. Sabida por el rey esta conjura,
el obispo salió desterrado de España, y la muerte que en aquella sazón
sobrevino a Gosuinda ahorró a Recaredo el trabajo de discurrir el
Y todavía no cesaron las conjuraciones. Al año siguiente un duque
de provincia, llamado Argimundo, perteneciente al oficio palatino,
conspiró simultáneamente contra la vida del rey y contra el trono
de que pretendía apoderarse. Los cómplices de esta maquinación, también
oportunamente descubierta, pagaron con la vida el atentado. Su jefe
Argimundo, que aspiraba a ceñir la corona, sufrió la afrenta ignominiosa
de ser paseado por las calles de Toledo, sentado sobre un jumento,
con el cabello rapado y cortada la mano derecha, expuesto a la burla
y escarnio de la plebe, después de lo cual se le condenó a muerte.
La novedad del cambio de religión en el monarca y en el pueblo
era demasiado importante para que Recaredo dejara de solemizarla de
la manera digna que tan gran negocio requería. Al efecto, convocado
en Toledo un concilio general de todos los obispos de España (589),
que era el tercero que se celebraba en aquella ciudad, congregados
hasta el número de sesenta y dos prelados y cinco metropolitanos,
entre los cuales se hallaba el esclarecido Leandro de Sevilla, alma
y lumbrera de aquel concilio, presentóse el monarca ante la venerable
asamblea; y renovando solemnemente el acta de abjuración del arrianismo,
declaró en su nombre y en el de la reina Bada que abrazaba y profesaba
la fe católica y el símbolo de Nicea, reconociendo la igualdad de
las tres personas divinas. Exhorta seguidamente a los obispos arríanos
y a los grandes que asistían al concilio a que sigan e imiten su ejemplo
en obsequio a la unidad de la Iglesia. Un prelado pregunta en su nombre
si se adhieren a los sentimientos del monarca, y como por una inspiración
providencial todos suscriben a la profesión de fe de Recaredo, el
cual entrega por su mano a los obispos el tomo regio, que contenía
los puntos relativos al buen orden y disciplina de la Iglesia de que
el concilio se había después de ocupar.
Así quedó la religión católica solemnemente proclamada la religión
del Estado en España. Así triunfó el principio religioso, el emblema
de la civilización que se había anunciado en Judea, que había subido
al trono de los Césares con Constantino, y que depurado de la herejía
después de algunos siglos de controversia y de lucha, se asentó puro
y sin mancilla en el trono español, esperamos que para no descender
de él jamás. «Si los monarcas españoles, dijimos en nuestro discurso
preliminar, se decoran hoy con el título de Majestades católicas,
la historia nos enseña su origen, y nos lleva a buscarle en Recaredo.»
Celebróse tan fausto acontecimiento con demostraciones públicas de
alegría en toda España, y Roma saltó de regocijo. Interesantes son
las cartas que con tan feliz motivo dirigió el papa San Gregorio el
Grande, ya al monarca español, ya al ilustre prelado de Sevilla San
Leandro. «¿Qué diré en el juicio final, le decía a Recaredo, cuando
me presente con las manos vacías, y vos vayáis seguido de rebaños
de fieles cuyas almas habéis ganado a la fe con sólo el imperio de
la persuasión? Cargo terrible, que acusará la tibieza y ociosidad
del gran pastor de los fieles, cuando se vea las santas fatigas de
los reyes cristianos para la conversión de las almas.» Y envióle con
esta carta, en retorno de los presentes que de él había recibido,
un fragmento de la verdadera cruz, algunos cabellos de San Juan Bautista,
y dos llaves, la una tocada en el cuerpo del apóstol San Pedro, la
otra en que habían entrado limaduras de las cadenas con que el santo
había estado aprisionado.
Pero los negocios de la religión no habían estorbado a Recaredo
atender a los de la guerra. Movíasela en la Galia gótica el implacable
Gontran, único de los reyes francos que se había negado a toda proposición
de alianza ni de paz con el monarca visigodo después de su conversión
al catolicismo. Habiendo Recaredo pedido en matrimonio a Clodosuinda,
hermana de Childeberto (con quien parece no llegó al fin a casarse),
otorgábasele la mano de la princesa franca con tal que Gontran diera
su consentimiento. «¿Cómo queréis, contestó el vengativo rey de Borgoña
á los enviados de Recaredo, que yo fíe en vuestras promesas cuando
mi sobrina Ingunda se vio en una prisión, y vuestra perfidia la hizo
morir en un destierro mientras su marido caía bajo el hacha del verdugo?
Andad, y decid a vuestro señor que no recibiré de él embajada alguna.
Dios me ordena vengar a Ingunda, y obedeceré a Dios. » Así el obispo
arriano de Narbona le encontró dispuesto a auxiliar la rebelión de
la Septimania, y el conde Desiderio fue enviado por Gontran con un
cuerpo de tropas para apoyar la sublevación del fogoso y ambicioso
prelado. Derrotados los rebeldes por el ejército de Recaredo esperaba
el monarca visigodo que el obstinado Gontran se determinaría a aceptar
la paz que otra vez le propuso; pero el odio inveterado de Gontran
al soberano español pudo en su ánimo más que su conveniencia propia,
y volvió a rechazarle con cólera y enojo. Antes haciendo un llamamiento
general a todos los hombres de armas de su reino, resolvió en su soberbia
despojar a Recaredo de la Septimania: sesenta mil hombres al mando
de Boson penetraron en la bella provincia del dominio gótico. Contra
tan formidable fuerza envió Recaredo al duque Claudio, gobernador
de la Lusitania. Condújose el experimentado general español en esta
campaña con tal destreza y valentía, que habiendo atraído al numeroso
ejército franco a un estrecho y montuoso valle, donde tenía emboscado
un escaso pero escogido cuerpo de godos, imposibilitadas las masas
enemigas de revolverse y evolucionar en aquella estrechura, ejecutaron
en ella los godos tan espantosa carnicería, que el triunfo de Claudio
en aquella ocasión se cuenta por el mayor que habían alcanzado los
godos desde la famosa batalla de los campos Cataláunicos. «Jamás,
dice San Isidoro, dieron los godos en España batalla mayor ni aún
semejante.» Las crónicas cristianas suponen que los soldados de Claudio
no pasaban de trescientos, y atribuyen a milagro tan señalada victoria.
De todos modos fue portentoso el triunfo, y tan eficaz, que ni Gotran
con todo su encono, ni los demás reyes francos, se atrevieron a inquietar
a los godos en la posesión de la Septimania.
En cuanto a los griegos imperiales de la Bética, tuvo también Recaredo
que combatirlos para reprimir sus incursiones. Pero queriendo respetar
las posesiones que obtuvieron legítimamente en virtud del tratado
entre Justiniano y Atanagildo y habiendo este perecido en el incendio
de los archivos de Constantinopla, encargóse el papa Gregorio Magno
de negociar con el emperador Mauricio otro tratado, por el que se
inhibía a los bizantinos toda conquista en el interior de España,
asegurándoles sus primitivas posesiones del litoral. Así quedaron
todavía apegados a la costa de España aquellos extranjeros tan indiscretamente
traídos.
Invirtió Recaredo los años siguientes de su reinado en promover
la unidad nacional y la felicidad interior de su pueblo. Habiendo
ya reunido a todos sus súbditos, godos, suevos, galos y romano-hispanos,
bajo una fe, y establecido la unidad del principio religioso, quiso
también igualarlos en los derechos civiles, sometiéndolos a todos
a una misma legislación. Si no abolió el Breviario de Alarico, hizo
por lo menos muchas leyes que mandó fuesen obligatorias indistintamente
para los pueblos, echando de este modo los cimientos de la unidad
política sobre la base de la unidad religiosa que eran los dos principios
de que había de partir la civilización moderna. Mostrando en todo
su tendencia hacia las tradiciones del imperio, la lengua latina fue
reemplazando en los actos públicos, en el servicio divino, y hasta
en la vida privada a la lengua gótica; los empleos de la corte tomaron
títulos latinos, y comenzando a fundirse en una sola las dos razas
hasta entonces separadas por la religión y las leyes, fueron perdiendo
también su tinte nativo las costumbres góticas. Llevando al extremo
la imitación de los Césares de Oriente, tomó el título bizantino de
Flavio, que adoptaron también sus sucesores, a estilo de los reyes
ostrogodos y lombardos.
Fué Recaredo el primer rey godo que se hizo ungir con el óleo santo
por , la mano de los obispos de la iglesia metropolitana de Toledo.
De su tiempo data la importancia de los célebres concilios de aquella
ciudad, y la influencia y preponderancia del clero, no ya sólo en
los negocios eclesiásticos, sino también en los políticos y de Estado.
Murió este gran príncipe cuando se hallaba consagrado a la revisión
y reforma de las leyes eclesiásticas y civiles, en Toledo a los quince
años de su glorioso reinado (febrero de 601). Príncipe verdaderamente
grande, si la grandeza de un rey se ha de medir, como creemos, por
los beneficios que dispensa a sus pueblos, y por las instituciones
útiles con que los dota para su felicidad futura. «Era, dice San Isidoro,
de un natural amable, pacífico y bondadoso, y tal el imperio de su
dulzura sobre los corazones, que sus mismos enemigos no podían resistir
al atractivo que los arrastraba hacia él. Liberal hasta el extremo,
restituyó a sus propietarios todos los bienes que les había confiscado
su padre. Sus riquezas eran de los pobres tanto como suyas: porque
sabía que no había recibido el poder sino para hacer buen uso de él,
y para merecer un fin dichoso por medio de las buenas obras.» «No
se hallaría acaso, dice un escritor de nuestros días, en aquella época
triste un reinado en que se vertiera menos sangre, en que se cometieran
menos violencias, menos atentados a la fortuna pública o privada.
Y sin embargo, continuas conjuraciones amenazaron la vida de este
príncipe tan digno de ser amado. La nobleza, cuyo influjo disminuyó
por favorecer el del clero, no le perdonó nunca, y la veremos pronto
tomar venganza en su descendencia.»
ORGANIZACIÓN
RELIGIOSA, POLÍTICA Y CIVIL DEL REINO GODO-HISPANO HASTA
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