ESPAÑA
BAJO LA REPÚBLICA ROMANA
149 - 73 a.C LA GUERRA DE VIRIATO Y LA DESTRUCCIÓN DE NUMANCIA. (205-133)LA GUERRA DE SERTORIO (133-73?)
Expulsados
de España los cartagineses, y campando y a solas y sin rivales las
águilas romanas, parecía que los españoles tenían derecho a esperar
de los que se decían sus amigos y aliados, aquel tratamiento generoso,
benéfico y humanitario que los Escipiones habían inaugurado durante la guerra.
Pronto se
disiparon tan halagüeñas esperanzas. Aquella a que los romanos daban
el suave título de alianza, o el más dulce de amistad, fuese convirtiendo
luego en dominación verdadera, y los españoles se fueron penetrando
de que no habían prodigado su sangre, sino para resolver la cuestión
de cuál de las dos repúblicas había de ser la dominadora, de que
no habían peleado sino para cambiar de señores, y de que para sacudir
el nuevo yugo les sería preciso emprender nuevas lides.
Fueron los
primeros a conocerlo y pregonarlo aquellos dos belicosos e inquietos
príncipes Indíbil y Mandonio,
a quienes antes hemos visto hacer armas alternativamente contra
cartagineses y romanos, unos y otros igualmente aborrecidos, porque
en unos y otros veían los usurpadores de su independencia. Aprovechando
estos caudillos la ausencia de Escipión, único que había sabido
mantenerlos en respeto, excitaron con enérgicos discursos a los
ilergetes, ausetanos y otras vecinas tribus, a tomar las armas contra
los dominadores romanos, persuadiéndoles que si se uniesen para
ello les sería fácil arrojará su vez del territorio español a los
soldados de Roma y recobrar sus antiguas libertades. Más de treinta
mil hombres respondieron a la excitación de Indibil.
Pero los
procónsules Léntulo y Accidino,
que después de Escipión habían quedado con el gobierno de España,
acudieron con todas sus fuerzas y se hallaron pronto en presencia
de los insurrectos en los campos sedetanos.
Larga y mortífera fue la batalla: incierta estuvo mucho tiempo la
victoria. Desgraciadamente una saeta vino a quitar la vida a Indibil:
el suceso desalentó a los españoles; al desaliento sucedió el desorden;
al desorden la fuga, y el triunfo quedó por los romanos. Aún más
desgraciada suerte cupo a Mandonio. Como
condición de paz hicieron publicar los procónsules que habían de
entregarles vivo aquel caudillo: el terror inspiró a los españoles
la flaqueza de entregarle, y Mandonio recibió una muerte cruel y afrentosa para escarmiento de los demás
rebeldes.
Mas el espíritu
de independencia había comenzado a infiltrarse en los corazones
españoles, y no era fácil ya sofocarle. Así al poco tiempo los hallamos
otra vez insurreccionados, y teniendo que sufrir otra derrota de
parte de Lucio Cornelio Cetego, que en
reemplazo de Léntulo había venido.
De diferente
manera parecía llevarse la dominación romana en el Mediodía que
en el Oriente y centro de la Península. Cádiz logró del senado ser
declarada ciudad franca, como aliada que era y no conquistada por
los romanos, cuyo acto dio a éstos gran crédito en toda la Bética
(179). Mas disgustados los celtíberos, levantáronse más de una vez a ejemplo de los ilergetes y sedetanos, quedando vencedores en una ocasión y siendo vencidos
en otra.
Antes eran
dos naciones extrañas, grandes ambas, poderosas y guerreras, las
que se disputaban el cetro del universo en los campos españoles.
Ahora comienza la España sola, después de haber malogrado la flor
de su juventud en Auxilio de la que quedó triunfante, a defenderse
con sus propios recursos contra el inmenso poder de la orgullosa
Roma. Eran al principio insurrecciones parciales, ya por falta de
unidad y de plan entre los indígenas, ya porque no en todos los
pueblos pesaba igualmente la tiranía romana: pero reproducíanse unas tras otras, y revivían, apenas sosegadas, como centellas de
un fuego mal apagado. De tal manera que, temerosa y asustada Roma
del giro que iba tomando la guerra de España, determinó enviar a
ella al cónsul Marco Porcio Catón, el Censor, con dos legiones y
cinco mil caballos, dándole además dos pretores, uno para la España
Citerior y otro para la Ulterior. Así habían dividido los romanos
la España, siendo el Ebro el límite divisorio de las dos provincias.
El hombre
célebre por la austeridad de sus costumbres procuró moralizar la
administración militar, que tenía irritados a los naturales de España,
y se mostró tan enemigo en la guerra como lo fue en la tribuna de
la rapacidad que habían ejercido en la Península sus antecesores.
Pero al lado de estas virtudes como administrador, desplegó como
guerrero tal crueldad y violencia, que ningún romano usó de dureza
tanta ni de tan desapiadado rigor para con los vencidos. Tomó a
Rosas y fue recibido como amigo en Ampurias (196). Derrotó cerca
de Ilerda por medio de una hábil maniobra un cuerpo de celtíberos.
Tuvo que socorrer al pretor Manilo, que se veía hostigado por los
turdetanos; que ya había penetrado también el fuego de la insurrección
en la Bética. Vencieron los romanos allí; pero le fue preciso al
cónsul volver a sujetar a los lacetanos, ausetanos, bargusios y otros pueblos que de nuevo se habían sublevado, no pudiendo, aunque
lo intentó, tomar de paso a Segoncia. Sujetó aquellas gentes, y vendió los moradores de
algunas ciudades como esclavos; a otros los pasaba a cuchillo. Cuéntase que en trescientos días hizo demoler hasta cuatrocientas
poblaciones. Parecía animado más bien del furor del exterminio que
del espíritu de conquista. La dureza de su carácter formaba verdadero
contraste con la dulzura y generosidad de Escipión. Aquietáronse,
aunque por muy poco tiempo, los españoles con los rudos castigos,
y el severo Catón pasó a Roma a gozar los honores del triunfo (195)
Aquietáronse por poco
tiempo, decimos, puesto que al año siguiente hallamos a Publio Escipión,
pretor de la Bética, teniendo que lidiar con los lusitanos que bruscamente
habían invadido aquellas tierras; a Marco Fulvio, que lo era de
la Tarraconense, teniendo que partir apresuradamente a sujetar a
los carpetanos, que, ligados ya con los celtíberos, vacceos y vettones,
habían salido a campaña con ejército numeroso. Desgraciados eran
por lo común estos primeros esfuerzos de unas gentes todavía indisciplinadas,
teniendo que habérselas con las legiones aguerridas de los romanos.
Pero ni éstos dejaban de sufrir serios descalabros, ni sus triunfos
eran tan decisivos que hicieran a los españoles desmayar en su empresa,
ni tolerar la opresión en sosiego y reposo. No pasaba año sin que
se reprodujeran las sublevaciones, a veces tan imponentes, que en
192 quedaron en un encuentro seis mil romanos muertos sobre el campo
de batalla, salvándose el resto por la fuga. Los mandaba el pretor
Emilio: los vencedores eran lusitanos. Más tarde fueron batidos
estos mismos, pero otro año siguiente, concertados celtíberos y
lusitanos, rompieron simultáneamente los unos por la Tarraconense,
los otros por la Bética, en fuerza ya tan respetable, que hubieron los pretores de dejarles recorrer y calar los campos, limitándose
a defender las ciudades y las plazas. Se iban sucediendo ya alternativamente
los triunfos y las derrotas. Alentaban a los españoles los sucesos
prósperos, y los adversos no les hacían decaer de ánimo.
En esta
larga serie de luchas siempre renacientes, cuyos pormenores fuera
tan fatigoso como inútil narrar, dos graneles reveses sufrieron
los infatigables celtíberos; el uno en 186 a las márgenes del Tajo,
cerca de Toledo, en que, después de haber tenido arrolladas las
filas romanas con su sistema particular de ataque nombrado cuneus,
fueron al fin envueltos y vencidos, merced a los desesperados esfuerzos
del pretor Cayo Calpurnio; el otro en
182, no lejos tampoco de Toledo, en los campos de Ebura (Talavera de la Reina), en que dieron los romanos una de las más
sangrientas batallas, y en que un ardid de Quinto Fulvio Flaco convirtió
en favor de las armas romanas un combate que había estado mucho
tiempo indeciso. Al decir de los historiadores romanos, perdieron
los españoles sobre treinta mil hombres en cada una de estas batallas.
Otros que
no fuesen ellos se hubieran descorazonado con tan duros reveses;
y los romanos, al conseguir tan señalados triunfos, se hubieran
dado ya por dueños y señores del país, si este país no fuese el
de la resistencia y la perseverancia. Los romanos vencían, pero
no subyugaban. De tan antiguo viene a los españoles no desfallecer
por los infortunios y las adversidades. No faltó quien en el senado
mismo de Roma describiera al vivo el carácter de este pueblo singular.
Abogaba Minucio en favor del pretor Fulvio, que pedía su relevo de
España, y que se le permitiese volver a Roma con su ejército (180).
Recomendaba Minucio y ensalzaba las victorias
del pretor español. Levantóse entonces
Sempronio Graco, a quien se trataba de enviar en su reemplazo, y
dijo: «Al oír la relación que nos hacéis de las proezas de Fulvio,
no debería haber ya un solo pueblo en España que no obedeciese a
los romanos. Sin embargo, yo sé a qué se reducen estas conquistas,
que no pasan de las comarcas vecinas a nuestros campamentos: porque
hasta ahora no hemos hecho en España otra cosa que acampar. Sus
más apartadas regiones aborrecen la dominación y el nombre romano.
Si accedéis a la demanda de Fulvio, yo deberé ir sin ejército a
encargarme del gobierno de una provincia que fuerzas muy respetables
apenas han alcanzado hasta ahora a enfrenar. ¿Podré yo, decidme,
con un puñado de soldados que pueda alistar en España, reprimir
la energía de aquellos bárbaros, que tantas veces han rechazado
y puesto en vergonzosa fuga nuestras mejores y más veteranas legiones?
Romanos, ¿lo creéis vosotros así? Quiero conceder que Fulvio haya
sujetado toda la Celtiberia: ¿quién me asegura que los celtíberos
se darán por sometidos? ¿Pensáis que se puede esperar paz y reposo
de un pueblo acostumbrado a renacer incesantemente de sus ruinas,
y a levantar de nuevo el estandarte de la insurrección tantas cuantas
veces es vencido? Si nuestras legiones vuelven a Italia con Fulvio,
como él lo pretende, sin duda para solemnizar su triunfo, juro ante
vosotros todos que iré e España, pero iré e escoger un lugar en que pueda vivir tranquilo: no penséis que he
de ser tan temerario o tan insensato que vaya con escasas tropas,
flojas y sin experiencia, a acometer a un enemigo aguerrido y feroz.
He dicho.»
A pesar
de todo otorgósele a Fulvio volver a Roma
con los veteranos que llevaban diez y seis años de servicio, y diósele a Sempronio Graco un ejército de catorce mil hombres para que pasase
a España. ¡Cuán pronto vinieron los sucesos en apoyo del discurso
de este romano! Cuando Fulvio se encaminaba a hacer entrega del
gobierno en manos de su sucesor esperábanle los celtíberos, otra vez armados, en lo más fragoso
de un bosque por donde tenía que pasar (entre Daroca y Molina),
y poco faltó para que quedaran él y los suyos en poder de aquellos
que suponía subyugados. Salvóle su serenidad.
Fue este
Fulvio uno de los que se señalaron más en la guerra de España por
su orgulloso genio y condición altiva, y de los que con sus violencias
exasperaron más los pueblos y avivaron, en vez de apagar, sus odios
a la dominación romana. Llegó a Roma cargado de riquezas. Depositó
en el tesoro público ciento veinticuatro coronas de oro, treinta
y una libras de oro en barras, y ciento setenta y tres mil monedas
de plata de Osca. Poco era esto para lo que había amontonado en
su caja particular. De ello destinó una pequeña parte a recompensar
a los veteranos que le habían seguido; dio espectáculos públicos
por espacio de diez días, y erigió un magnífico templo a la Fortuna
Ecuestre.
Esto era
lo que hacían todos los pretores y procónsules de España; con excepciones
rarísimas. Cneo Léntulo se había llevado mil quinientas quince libras de oro, veinte mil
de plata, y treinta y cuatro mil quinientas monedas del mismo metal.
Lucio Sterninio recogió quinientas mil
libras de plata, y a su regreso a Roma le levantaron tres arcos
triunfales. El severo Catón llevó al tesoro mil cuatrocientas libras
de oro, veinticinco mil de plata en barras, y ciento veintitrés
mil en monedas de lo mismo. Hízose decretar los honores del triunfo.
Era la España
un campo de explotación para los sórdidos pretores y procónsules
avaros. Venían aquí pobres, y sobrábanles dos años para volver opulentos. No bastaban las ricas minas de este
suelo para apagar su insaciable sed de oro; no les bastaban las
exacciones y tributos; en su codicia desenfrenada empleaban también
la depredación y la rapiña como medios comunes. El senado romano,
en otro tiempo tan virtuoso y austero, en vez de castigar a los
que así se entregaban a la rapacidad y al escándalo, solía premiarlos
con ovaciones, y graduaba la gloria o el talento de cada pretor
por las riquezas que llevaba. Los honores triunfales se compraban
a peso de oro. Escipión Nasica, que correspondiendo a la gloria de su nombre, se había
conducido con pureza y desinterés, pidió dinero a Roma para proseguir
la guerra de España. «¿Pues qué, le respondió irónicamente el senado,
se han agotado ya las minas de ese país?» De creer es que no habría
sólo tolerancia de parte del senado, sino complicidad también y
participación en la presa. De tal modo se adulteran las instituciones
más venerables cuando se corrompen los hombres. Así eran tan codiciadas
las pretorias de España, pero así se dificultaba también su conquista,
porque no era posible que sufrieran los españoles tanta imprudencia
y tanta inmoralidad.
Sempronio
Graco se dedicó a reparar en lo posible los desmanes de sus predecesores. Condújose como guerrero con prudencia y humanidad: ganó como
gobernador reputación de desinteresado y probo. Ningún pretor había
penetrado tan al Norte como él: su comportamiento predispuso a muchos
a aceptar su amistad; entre ellos Numancia, ciudad considerable
y capital de los pelendones. No lejos de ella estaba Illurcis,
a la cual hizo agrandar y fortificar, y en ella estableció sus reales
y la hizo el centro de sus operaciones : llamóse desde entonces Gracchuris,
hoy Agreda. Prorrogó el senado por un año más la pretura al padre
de los Gracos, que a favor de su sistema
blando y suave para con los pueblos de España hizo esfuerzos para
comunicarles y hacerles aceptar los principios e ideas de la vida
civil de los romanos, e introducir en ellos una forma de gobierno
y de administración semejante a la de Roma. Pero faltóle tiempo para que su ensayo pudiera producir fruto, y el buen nombre
que sus gestiones comenzaban a restituir a la república borráronle otra vez sus sucesores, que volvieron al camino de las violencias
y de los excesos.
Distinguióse entre ellos
el que en 175 vino de pretor a la Tarraconense. Este hombre, que
a su incapacidad unía la avaricia más sórdida, excedió a todos sus
antecesores en las exacciones, en las estafas en los robos. Llamábase Publio Furio Filón. Una sublevación general
de los pueblos fue la consecuencia de su desatentado proceder; sublevación
que alarmó a Roma, y la obligó a enviar a Apio Claudio con el título de procónsul y el encargo de apagar un fuego
que se mostraba tan amenazador. Claudio logró en efecto aquietar,
al menos en apariencia, a los cien veces alterados celtíberos, vencidos
muchas veces y sujetos nunca.
Alzóse bandera
en Roma para reclutar legiones de los que voluntariamente quisiesen
alistarse para la guerra de España. Nadie se presentó a inscribir
su nombre. Repugnaba la juventud romana venir a pelear con los fieros
celtíberos. Como sepulcro de romanos era mirada esta tierra, y los
soldados de Fulvio que acababan de volver de ella no hacían sino
aumentar el pavor que ya inspiraba, contando y pregonando las fatigas
y privaciones, los sustos y trabajos, los muchos peligros y reveses
y el ningún reposo que ellos aquí experimentado habían con gente tan indómita y tenaz como era la de España.
El mismo cónsul Lúculo, nombrado para el gobierno de esta provincia,
andaba desesperado de no encontrar tribunos que quisieran seguirle. Presentóse en esto el joven Escipión Emiliano, que correspondiendo
al nombre glorioso de la ilustre familia que le había adoptado,
pidió servir en la guerra de España en cualquier puesto que al senado
le pluguiese señalarle. La inesperada resolución de este joven,
parecida a la que en una ocasión semejante había tomado setenta
años hacía su abuelo adoptivo, produjo un cambio súbito en los ánimos
de aquella desalentada juventud, que con esto se apresuró a alistarse
en la legión voluntaria.
Vino, pues,
el cónsul Lúcido a la España Citerior, trayendo consigo como lugarteniente
a Escipión Emiliano, y el gobierno de la Ulterior se encomendó en
calidad de pretor a Sergio Galba. Llegaron éstos en ocasión que
Marcelo había hecho paz con los numantinos, a condición de que se
separasen de los titios, belos y arevacos; y en que el pretor Atilio había destruido muchas
ciudades de la Lusitania.
En la historia
de los dos nuevos personajes vamos a ver hasta qué punto llegó la
crueldad de los gobernadores romanos, y con cuánta razón y justicia
se apuró el sufrimiento de los españoles.
Penetra
Lúculo apresuradamente en la Carpetania,
pasa el Tajo y pone sitio a Cauca (hoy Coca, en la provincia de
Segovia) ciudad que tenía fama de rica. Esto iba buscando Lúcido,
que era hombre sin fortuna, y venía ávido de hacerla. Vencedores
los cauceos en un encuentro, fueron en
otro deshechos y obligados a aceptar la paz. Entregados los rehenes
y socorros en ella estipulados, y admitida en la ciudad guarnición
romana, descansaban los sencillos habitantes tranquilos y confiados,
cuando a una señal dada se arrojan sobre ellos los soldados de Lúculo,
y degüellan bárbaramente a aquellos descuidados e indefensos moradores,
sin perdonar edad ni sexo, dando el codicioso cónsul la última mano
al horroroso cuadro con un saqueo general que ordenó, desconfiando
sin duda de poder saciar de otro modo la sed de riquezas que le
abrasaba. Aterrados los pueblos vecinos con tamaña crueldad y alevosía,
abandonaron sus hogares y retiráronse a las ásperas sierras con sus mujeres y sus hijos, entregando antes
a las llamas todo lo que no pudieron llevar a sus rústicas guaridas.
La fe romana podía muy bien disputar la primacía a la fe púnica.
Puesto después
sobre Intercacia, y requeridos sus moradores
para que bajo ciertas condiciones se rindiesen, «no, le respondieron
con dignidad; para admitir vuestras proposiciones sería menester
que no hubiera llegado a nuestra noticia la prueba de vuestra buena
fe que acabáis de dar a los de Cauca». Largamente se prolongó el
sitio de Intercacia, sin que ni ingenios
ni asaltos fueran poderosos a rendirla; sitiados y sitiadores llegaron
a verse en gran necesidad y penuria; y cuando ya el extremo del
hambre forzó a los cercados a capitular, aviniéronse a hacerlo sólo bajo la fe de Escipión, teniendo que devorar el cónsul
en silencio dos grandes mortificaciones; la una, la de no poder
recoger el botín que codiciaba y con que acaso se había ya lisonjeado;
y la otra, la del menosprecio en que su palabra era tenida, no fiándose
de ella los pueblos, ni queriendo pactar con él, no obstante su
investidura de jefe y de cónsul.
Allá iba
el avaro Lúculo donde, calculaba que había riquezas que adquirir. Dirigióse, estimulado de este aguijón, a Pallancia (hoy Palencia), y puso cerco a la ciudad. Pero los
cántabros por una parte, la caballería palentina por otra, obligaron
al cónsul a levantar apresuradamente el sitio, no sin molestar su
retaguardia hasta el Duero. Lúculo, pobre y avariento; desesperado
de no hallar donde satisfacer su codicia, fue asolando el país por
donde pasaba, y del pillaje que sus tropas ejercían y a que las
excitaba él mismo, se hacía aplicar a sí la parte más pingüe. Hizo
execrable su nombre, y entre las maldiciones de los pueblos, prosiguió
su correría hasta la Turdetania (151).
Con no menos monstruosa crueldad y con no menor perfidia se estaba
conduciendo el pretor Galba en la región lusitana. Penetrado de
que con el sistema hasta entonces empleado ni las insurrecciones
se apagaban ni Roma adelantaba en su conquista, fingió haber comprendido
la causa de tantas inquietudes, y mostróse conmovido de la suerte de los lusitanos. Díjoles que estaba pronto a remediar sus necesidades; que
les daría tierras de cultivo, donde podrían vivir tranquila y holgadamente,
dedicados a las labores de la agricultura: y hablóles con tal aire de sinceridad (que él tenía más de orador que de humano),
que aquellas gentes tan sencillas como fieras dieron completa fe
a sus buenas palabras. Mas apenas se habían establecido en los pagos
y barriadas que les señaló para entregarse a las pacíficas faenas
del campo, con inaudita alevosía cayó con su gente sobre los descuidados
cultivadores, y ejecutó en ellos horrible y bárbara matanza. Los
que no degolló vendió por esclavos. Salváronse pocos, pero los suficientes para pregonar la traición
por el país, y acabar de hacer execrable el nombre romano. Las consecuencias
las veremos después.
¿Podría
creerse lo que luego pasó en Roma con estos dos monstruos, Lúculo
y Galba? Fenecido el tiempo de su gobierno, pasaron a Roma estos
dos detestables personajes; tan cargados de riquezas como lo iban
de infamia. Lúculo tuvo la imprudencia de erigir un templo a la
Felicidad. Galba fue acusado ante el senado. El severo Catón, que
aunque octogenario ya, conservaba toda su antigua rigidez, acusó
también al malvado pretor. Pero Galba era rico, y quedó absuelto.
A tal grado de corrupción había venido el senado romano.
Sin embargo,
nunca eran infructuosos estos procesos públicos para España. Aun
había romanos virtuosos: y a los escándalos en esta acusación descubiertos,
se debió la ley que acertó a arrancar el tribuno del pueblo Calpurnio Pisón, por la cual se daba a las ciudades sujetas o aliadas de Roma
el derecho de denunciar los excesos de sus magistrados, y de reclamar
ante el senado la devolución de las sumas que indebida y arbitrariamente
les exigiesen. Ley justa y reparadora, que algún coto puso a la
rapacidad de los ávaros pretores.
Veamos las
consecuencias que en España produjo la alevosa y sangrienta ejecución
de Galba.
VIRIATO
150 – 146
a.C.
Entre los
pocos lusitanos que habían logrado escapar de la matanza villanamente
ordenada por el pretor Galba, hallábase un hombre de complexión
recia, de corazón grande, y de un alma tan elevada cuanto era su
condición humilde, porque había sido pastor de oficio. Este hombre
se llamaba Viriato.
Habíanse derramado
por el país él y los demás que milagrosamente salvaron la vida,
pregonando la infame traición de que habían sido víctimas tantos
millares de compañeros suyos, y excitando a un levantamiento general
para tomar venganza, no ya del pretor, que pronto se marchó a Roma,
sino de la aborrecida tiranía romana. Sus acentos hallaron eco en
el país, y no tardaron en reunirse hasta diez mil lusitanos, poseídos
todos del mismo espíritu de indignación, todos ansiosos de vengar
tamaño ultraje. Nombraron jefe y caudillo suyo a aquel Viriato,
sin duda por ser entre ellos conocidos ya su valor y su capacidad
para grandes cosas. Pronto mostraron los sucesos que había recaído
la elección de aquellas gentes en quien era digno de mandarlas.
Hizo Viriato
una irrupción en la Turdetania hacia el
estrecho de Cádiz, donde el pretor Vetilio,
que había sucedido a Galba, le obligó a entretenerse por algún tiempo
en lugares ásperos y fragosos. Como el hambre llegase a apretar
ya a sus soldados, comenzaron algunos de ellos a mover pláticas
de paz. Entendido que fue por Viriato, recordóles con energía la abominable conducta de Galba, la
mala fe de los romanos que tantas veces habían experimentado, lo
poco que había que fiar de sus palabras, y que entregarse a ellos
era entregar las gargantas al cuchillo: que si querían seguirle
y ejecutar lo que les mandara, él sabría sacarlos del peligro a
salvo y con la honra que a hombres tan esforzados correspondía.
Reanimó a todos este discurso, sintiéronse inflamados de ardor hasta los más pusilánimes y todos a una voz
juraron ejecutar sus disposiciones. Satisfecho Viriato de tan buena
resolución; púsolos en orden de batalla, previniéndoles que cuando le
vieran montar a caballo, se desbandaran a un tiempo, y por diferentes
caminos que les señaló fueran a reunírsele en Tríbola. Hiciéronlo así, y sorprendido el pretor con tan extraña maniobra,
no sabía qué hacer ni a qué resolverse. Últimamente determinó perseguir
a Viriato y a los jinetes que le acompañaban, pero el astuto lusitano,
fingiendo por un momento hacer rostro al enemigo para dar tiempo
a que su infantería estuviese a salvo, de repente mandó picar espuelas
y las picó él mismo, y partiendo al galope por desusadas sendas,
dejó de nuevo burlados a los romanos, que ni conocían el terreno
ni por lo pesado de sus armas podían darles alcance.
Ganó Viriato
con este primer ardid tanta fama con los suyos como enojo causó
al pretor Vetilio, el cual, queriendo
vengar la pesaba burla, encaminóse con
su ejército a Tríbola, donde supo se hallaba el lusitano. Salió éste a recibirle;
hizo ademán de aceptar el combate; pero vuelve luego espaldas como
quien huye temeroso, hasta atraer el ejército romano orillas de
un bosque donde había dejado emboscada su gente. Entonces Viriato
revuelve repentinamente contra el enemigo, la muchedumbre sale de
la celada, cae como una nube sobre los romanos, que acosados por
todas partes, sin poderse apenas mover en terreno estrecho y fangoso,
se dejan degollar hasta cuatro mil, entre ellos el mismo pretor,
que yendo a buscar venganza encontró la muerte.
Seis mil
hombres que habían quedado vivos se refugiaron en Tarteso.
Desde allí el cuestor pidió auxilio a los titios y belos sus aliados. Acudieron de ellos cinco mil, pero salióles al camino Viriato, y dio sobre ellos con tal ímpetu
que ni uno solo quedó con vida; no hubo, dice Apiano,
quien pudiera llevar al cuestor la noticia del desastre. Permaneció
aquél en Tarteso esperando socorros de Roma.
Vino el
pretor Plancio en ocasión que Viriato
recorría la Carpetania Allí le fue a buscar el nuevo pretor; halláronse frente a frente el español y el romano. La misma
astucia que había empleado Viriato con Vetilio en Tríbola usó con Plancio en las orillas
del Tajo: el éxito casi el mismo, cerca de otros cuatro mil romanos
perecieron. Después de esto Viriato repasa el Tajo, y va a acampar
a un monte de olivos no lejos de Evora,
donde espera a los romanos. El pretor, escarmentado ya, llevó allí
todo su ejército. Empeñóse un combate formal en la llanura: larga y brava fue
la pelea; aquello tuvo ya todas las condiciones de una batalla.
La victoria quedó también por los lusitanos. Viriato desplegó allí
ya las dotes, no de un capitán de bandidos, como le llamaban en
Roma, sino de un general experto, prudente y atrevido a la vez,
que vencía en batallas campales. Ya Plancio no se atrevió a medir más con él sus fuerzas, y aunque
era el medio del estío mantúvose encerrado
en las ciudades amuralladas.
De los dos
pretores que el año siguiente vinieron a España, Unimano y Nigidio, el primero halló pronto la
muerte en las armas lusitanas en los campos de la que es hoy Ourique en Portugal; sus insignias pretoriales sirvieron de trofeo en los
montes, junto con los estandartes romanos que en poder de Viriato
cayeron. El segundo sufrió cerca de Viseo una derrota vergonzosa
(146). Los triunfos de Viriato se iban contando por el número de
pretores.
El primero
que comenzó a quebrantar algo sus fuerzas fue Cayo Lelio, llamado
en Roma el Prudente. Desplegando este romano su acreditada habilidad
y experiencia, logró hacer cambiar la faz de la guerra, o por lo
menos la sostuvo sin reveses, hasta que Roma, penetrada de que aquella
lucha que en un principio llamaba guerra de ladrones, no era sino
una guerra seria y formal, no poco comprometida y grave para la
república, envió a España con extraordinarios refuerzos a Quinto
Fabio Máximo Emiliano, que acababa de ser nombrado cónsul, hijo
también de Paulo Emilio, y hermano de aquel Escipión Emiliano, que
por este tiempo destruía Cartago.
Con estos
pensamientos, estableció el cónsul sus reales en Urso (hoy Osuna),
y reuniendo allí los dos ejércitos, el de Lelio y el suyo, pasó
a ofrecer sacrificios al templo de Hércules Gaditano. Pero mientras
él se ocupaba en hacerse propicios a los dioses, Viriato daba buena
cuenta de las tropas consulares, que mandadas por el lugarteniente
de Fabio habían hecho una salida contra los lusitanos, que ya en
busca de sus enemigos se aproximaban (145). Con la noticia de aquel
descalabro, apresuróse Fabio a incorporarse
a su ejército. La confianza del cónsul había bajado grandemente
de punto. En lugar de emprender pronto la campaña a que le provocaba
Viriato, dejó trascurrir todo el año en preparativos, siguiendo
el prudente sistema que el otro Fabio Máximo había seguido en Italia
con Aníbal, como si por otro Aníbal tuviese a Viriato el Fabio Máximo
Emiliano. Así dejó expirar el tiempo de su gobierno, pero no hallando
el senado quien reuniese las cualidades necesarias para hacer la
guerra en España, prorrogó a Fabio los poderes.
A juzgar
por los resultados, no fueron infructuosos los preparativos del
cónsul, pues comenzando la nueva campaña venció a Viriato y le rechazó
hasta Bécor (144), obligándole luego el pretor a retirarse hasta
las cercanías de Evora. Pero nada bastó
a desalentar al intrépido lusitano. No tardó en congregar nuevas
tropas, y mientras el cónsul hacía cuarteles de invierno en Córdoba,
Viriato excitaba a los arevacos, a los triccios, a los
vacceos y a los celtíberos a una alianza y general confederación
contra el común enemigo, exhortándolos a unirse en derredor de un
solo estandarte nacional, habiendo sido de este modo Viriato el
primero que indicó a sus compatriotas el pensamiento de una nacionalidad
y la idea de una patria común. Acudiéronle unos con gentes, otros con armas y dinero, y si
su proyecto no llegó á realizarse, por
lo menos no fue su voz desoída.
Después
de algunos pretores, de quienes no nos han quedado hechos señalados,
vino a España el cónsul Q. Cecilio Metelo, llamado el Macedónico,
por haber subyugado la Macedonia (142). Andaban ya alterados los arevacos y celtíberos: Metelo los sujetó,
tomando algunas ciudades, entre ellas Contrebia, no sin resistencia porfiada, y puso cerco a Nertobriga. Cuéntase de aquel cónsul
en el sitio de esta ciudad un acto generoso de aquellos que honran
siempre al hombre, y que nosotros nos complacemos en aplaudir sin
mirar si el que los ejecuta es amigo o enemigo. Jugaban ya los arietes
contra la muralla: hallábanse dentro de la ciudad los hijos de un español que
militaba en las filas romanas en clase de centurión: indignados
los habitantes de la traición de su compatricio, colocaron a sus
hijos en el lugar más peligroso del muro donde deberían perecer
los primeros. Informado el cónsul del caso, quiso más levantar el
sitio que tomar la ciudad a costa de aquellos inocentes. Proceder
tan generoso y humano le valió la amistad de muchos pueblos; que
tal era la índole de los españoles.
Hacía entretanto
la guerra contra Viriato en la Lusitania el pretor Quincio con fortuna varia. Sucedióle el cónsul Fabio Serviliano, hermano adoptivo
de Fabio Máximo Emiliano. Con el numeroso ejército que él trajo
y con un refuerzo de caballos y elefantes que le envió de África
el rey Micipsa, hijo de Masinisa, acometió
a Viriato y le venció en el primer combate. Pero usando luego el
lusitano de una de las sagaces maniobras de su táctica, revolvió
sobre él con su acostumbrada rapidez e impetuosidad, mató tres mil
consulares y forzó a Serviliano a abrigarse
en Ituccia, ciudad de la Bética. No daba reposo Viriato a los
enemigos: desde la aspereza de los bosques donde se escondía, desprendíase como un funesto meteoro, se desgajaba al modo
de una exhalación, y tenía a los romanos en perpetua alarma y rebato,
hasta que la falta de mantenimiento le obligaba a retirarse a su
país natal, donde se reparaba y daba nuevo ánimo a los suyos. De
una de estas ausencias se aprovechó el cónsul Serviliano para apoderarse de la Beturia y del país de los cinesios o cuneos, donde hizo cuarteles de invierno.
Conócese que los
españoles, aunque al principio no habían sido sordos a la voz de
la unión, levantada por Viriato, no se habían agrupado en derredor
de aquel heroico jefe, como les hubiera convenido. Porque ni vemos
unidad ni acuerdo entre los españoles en las operaciones de esta
guerra, ni a pesar de las pocas derrotas y de los muchos triunfos
que Viriato alcanzara observamos que engrosaran sus bandas lo que
había sido de esperar, ni hacía más que pelear brava pero aisladamente
como en el principio de la campaña. El espíritu de la localidad
predominaba todavía en aquellos españoles, para quienes parecía
ser la más difícil de las obras la unión.
Mas ni por
eso Viriato reposaba, ni era posible a los romanos reposar con él.
Apenas pasado el invierno, reapareció el infatigable lusitano, y
tomó cuatro ciudades, Gemela, Escadia, Obólcola y Baccia (que acaso son Martos, Escua, Porcuna
y Baeza). Manteníase por él Erisana. Sitióla el cónsul Serviliano (141). Pero el astuto Viriato halló medio de introducirse
en ella de noche y á las calladas, sin
ser visto ni sentido. A la mañana siguiente hace una salida tan
impetuosa como inesperada, se arroja sobre los sitiadores, los pone
en precipitada fuga, los sigue, los acosa, logra encerrarlos en
la estrecha garganta de una montaña, en un desfiladero sin salida.
Fácil le era a Viriato acabar con todo el ejército consular; pero
el magnánimo guerrero español quiso más pedir la paz al pueblo romano
cuando era vencedor, que aceptarla cuando fuese vencido. Entonces
convidó con la paz a Serviliano. ¡Admirable
contraste el de la generosidad del guerrero español con la matanza
aleve del romano que le movió a emprender la guerra!
No era ocasión
para que dejara de admitir el cónsul una paz que ciertamente en
su apurada situación no esperaría. Concertóse,
pues, que los romanos conservarían lo adquirido, obligándose solemnemente
a no pasar adelante, y que habría paz y amistad entre el pueblo
romano y Viriato. Confirmado el convenio por el senado y el pueblo
de Roma, esta paz debía ser sagrada para la república. Pero faltábale al nombre romano una mancha que acabara de hacerle abominable en
España, y llegó este caso ignominioso para el pueblo-rey.
Confió el
senado el gobierno de la España Ulterior a Quinto Servilio Cepión,
hermano de Fabio. No podía haberse elegido un hombre ni más inepto
como guerrero, ni más malvado como hombre. Este hombre ambicioso,
pérfido y avaro, sin mirar que la letra del tratado estaba reciente
todavía, que había sido pactado por su hermano mismo, y que había
sido debido a la magnanimidad del vencedor, persuadió al senado
la necesidad de romper de nuevo la guerra contra Viriato, so pretexto
de que era indigna de la majestad del pueblo romano aquella paz.
Decía verdad en esto, pero era una paz solemnemente aprobada; bien
que el senado mismo se alegró acaso de encontrar un hombre tan desleal
como Copión; y accediendo a su propuesta, dio otro testimonio más
de que la fe romana no rendía parias a la fe púnica, y de que Roma
no marchaba por más noble senda que Cartago.
Descansaba
Viriato confiado y tranquilo en una ciudad del interior de la Lusitania,
cuando supo con sorpresa que Cepión, faltando a todos los derechos
divinos y humanos, había renovado la guerra y se encaminaba a buscarle.
Salió Viriato a recibirle con la escasa gente que pudo reunir. No
fue grande hazaña en el cónsul el obligarle a hacer una retirada;
pero proporcionándose luego algunos socorros entre los celtíberos
sus amigos, todavía acreditó a Cepión en un encuentro que era el
mismo Viriato, y con una de sus estratagemas le dejó tan burlado
como en el principio de su campaña había dejado a Vetilio y a Plancio.
Entonces
resolvió el cobarde cónsul deshacerse por medio de una traición del mismo a quien no podía vencer con las armas. Vínole bien que Viriato, acaso con el fin de libertar a su
patria de los horrores y devastaciones que por todas partes Copión
cometía, le enviara tres embajadores recordándole el tratado concluido
con su hermano. El perverso cónsul sobornó con dádivas y promesas
a los tres legados, los cuales tuvieron la flaqueza, indigna también
de pechos españoles, de comprometerse a dar muerte a su propio general.
Volvieron los enviados al campo lusitano, y entrando en la tienda
de Viriato a hora muy avanzada de la noche, en su mismo lecho donde
le encontraron dormido le cosieron a puñaladas
(140).
Así pereció
el gran Viriato, uno de los capitanes más ilustres que España ha
producido: así pereció para baldón perpetuo de Roma el que por tantos
años hizo frente a su poder y humilló tantas veces sus legiones.
Los historiadores romanos no pudieron dejar de reconocer su mérito
y sus virtudes.—«Viriato, dice Appiano,
en medio de los bárbaros se distinguió por las virtudes de un general:
no hubo una sola sedición entre sus tropas; nadie fue más equitativo
que él en la distribución del botín.»— «Viriato, dice Floro, de
cazador se hizo bandido, y de bandido general, y si la fortuna le
hubiera ayudado, hubiera sido el Rómulo de España». Sus mismos enemigos
le hicieron justicia. Todos convienen en que era humano, afable,
benéfico, generoso, fiel observador de los tratos: sencillo en el
vestir, frugal en el comer, despreciador de las comodidades, del
lujo y del regalo, su vida, su porte, su traje, eran los de un simple
soldado de aquel tiempo: ni las adversidades le quebrantaban, ni
las prosperidades le envanecían, ni el alto puesto a que se elevó
le ensoberbeció nunca: los despojos de la guerra repartíalos entre sus compañeros de armas, sin reservar nada
para sí, porque al revés de los cónsules y pretores, a quienes combatía,
jamás pensó en enriquecerse. Cuéntase que el día que se celebraron sus bodas con la hija de un principal
español, mientras los convidados se entregaban a los placeres del
festín, él ni soltó la lanza ni tomó más sustento que el ordinario,
que se reducía a carne y pan; y que terminada la fiesta de familia,
tomó a su esposa, la subió en su mismo caballo, y la condujo a los
montes, donde ya sus secuaces le aguardaban.
En otro
país, que no fuera España, apenas se comprendería que un hombre,
desde el humilde oficio de pastor de ganados, y después soldado
de montaña, llegara a hacerse, sin otra escuela ni instrucción que
su genio y el ejercicio práctico de las armas, un general temible
a la más poderosa de las repúblicas, hasta el punto de hacerla pactar
como de poder a poder. La historia nos enseñará cuán fecundo ha
sido siempre nuestro suelo en hombres que, dejando la esteva o el
cayado para empuñar la espada, han sabido hacerse con su valor y
sus hazañas un renombre ilustre.
Cuando los
asesinos de Viriato se atrevieron a reclamar el premio de su inicua
acción, respondióseles que Roma no acostumbraba premiar a los soldados que asesinaban a su jefe. A Copión le fue
negado el triunfo: el senado adquirió el fácil mérito de desaprobar
su conducta.
Sucedió a Viriato un hombre llamado Tántalo. Pero un héroe no es fácil de reemplazar. El nuevo caudillo capituló luego con los romanos: los lusitanos depusieron las armas, y el mismo Cepión les dio tierras que pudiesen cultivar tranquilamente: con lo que se dio por terminada aquella famosa guerra.
NUMANCIA
140 – 122 a.C
Desembarazados
los romanos de la molesta guerra de Viriato, volvieron de nuevo
sus miras sobre Numancia. Esta célebre ciudad celtíbera, después
de las guerras de Fulvio que dejamos referidas, había asentado paz
con el cónsul Marcelo (152), por la cual respetaba Roma la independencia
de Numancia, permitiendo también volver a sus casas a los segedanos a quienes había dado hospitalidad. Cuando el cónsul Mételo, durante
las guerras con Viriato, sujetó los pueblos de la Celtiberia, Numancia
fue también respetada como ciudad independiente y neutral, y los
numantinos habíanse limitado a dar asilo
a los celtíberos del partido de Viriato, como antes le habían dado
a los de Segeda. Concluida la guerra lusitana, hízoles Quinto Pompeyo Rufo un cargo de
esta conducta, exigiéndoles lo que llamaríamos hoy la extradición
de los refugiados. Contestó Numancia que las leyes de la humanidad
no le permitían entregar a los que en ella habían buscado un asilo,
y que esperaba guardaría la fe de los tratados. Volvióle Pompeyo aquella jactanciosa y acostumbrada respuesta: «Roma no trata
con sus enemigos sino después de desarmados». Esta contestación
fue la señal de guerra. El pretexto por parte de los romanos fue
éste: el verdadero motivo era que los abochornaba la independencia
que Numancia se había sabido conquistar.
Reunieron
los numantinos sus fuerzas, que en todo subirían a ocho mil hombres,
y nombraron general de este pequeño ejército a un ciudadano llamado
Megara. Pompeyo acampó cerca de la ciudad con más de 30,000 hombres,
y se posesionó de las alturas vecinas (140). Asentábase Numancia, ciudad de los pelendones, a poco más de una legua de la
moderna Soria, y en el término que comprende al presente el pequeño
pueblo de Garray, en un repecho de subida
no muy agria, pero de dificultosa entrada en razón a los montes
que la rodean por tres partes; sólo por un lado tenía una llanura
que se extiende por las márgenes del Tera, que va a mezclar sus
aguas con las del Duero. Dentro de sus débiles tapias había una
especie de ciudadela donde en tiempo de guerra solía recogerse la
gente armada, y donde solían guardar los ciudadanos sus alhajas
y preseas.
Intentaba
Pompeyo atraer a los numantinos a batalla campal; hizo mil tentativas
para lograrlo: pero dirigidos aquéllos por el prudente y esforzado
Megara, adoptaron un sistema de defensa el más propio para mortificar
al general de la república: De tiempo en tiempo hacían salidas y
empeñaban combates parciales, de que siempre sacaban alguna ventaja;
y cuando veían al ejército romano desplegar banderas y ponerse en
movimiento, replegábanse dentro de las
trincheras de la ciudad, a las cuales nunca se acercaban impunemente
los romanos.
Fatigado
Pompeyo de aquel sistema de guerra, suspendió el sitio y fue a ponerse
sobre Termes, distante de Numancia nueve leguas. Tampoco Termes
estuvo de parecer de dejarse subyugar; antes bien, haciendo los termesinos una salida impetuosa, obligaron
a Pompeyo a retirarse por ásperos y tortuosos senderos erizados
de precipicios, por donde muchos soldados se despeñaron, teniendo
el ejército que pasar la noche acampado y sobre las armas. Al día
siguiente volvió sobre la ciudad, pero no recogió del nuevo ataque
más fruto que del anterior. Dirigióse a Manlia, que se le entregó, matando los
mismos manlieses la guarnición numantina: corrióse a la Edetania, donde deshizo algunas partidas de sublevados, y
revolvió con todo su ejército sobre Numancia.
Quedaba
Numancia soládsela para resistir a todo el poder romano. Habíala aislado Pompeyo incomunicándola con las pocas ciudades que pudieran
ayudarla. Queriendo ahora apretar el sitio y reducir a los numantinos
por hambre, discurrió hacer variar el curso del Duero, torciendo
su cauce para que no entraran por él bastimentos a los sitiados.
Pero éstos con sus espadas supieron hacer desistir brevemente de
su obra a los que se ocupaban en tales trabajos. Llegóse en esto el invierno, y los soldados romanos, no acostumbrados
a la cruda temperatura de aquel clima, sucumbían al rigor de las
heladas y de las nieves. Noticioso por otra parte Pompeyo de haber
sido nombrado el cónsul M. Popilio Lenas
o Lenate para sucederle (139), antes de entregarle el gobierno
resolvió hacer paces con los numantinos, acaso temeroso de que su
sucesor alcanzara en esta guerra glorias a que él había aspirado
en vano. Tropezamos aquí con otro testimonio de lo que era entonces
la fe romana. Cuando llegó el cónsul Popilio,
negó Pompeyo haber hecho aquellas paces, por lo menos con las condiciones
que de público aparecían. Verdad era que el insidioso cónsul había
tenido la cautela de no firmarlas so pretexto de hallarse entonces
enfermo; y por más que los numantinos apelaban al testimonio de
los principales jefes y caballeros del ejército romano, enturbióse de tal manera el negocio que hubo de remitirse
su decisión al senado, el cual optó por la continuación de la guerra:
que la flaqueza de los senadores igualaba la indignidad y bajeza
de los cónsules.
Fue primeramente Popilio contra los lusones,
a quienes no pudo vencer. Volvió al año siguiente sobre Numancia
(138), y le hubiera valido más haber admitido la paz que halló establecida
Pompeyo. En cumplimiento de las órdenes con que le estrechaban de
Roma, intentó un asalto en la ciudad. Ya estaban puestas las escalas
sobre el débil muro, ni una voz, ni un ruido se sentía en la población:
profundo silencio reinaba en ella: parecía una ciudad deshabitada. Hízosele sospechoso a Popilio tanto silencio, y se retiró temiendo alguna estratagema. Temía con
razón, porque saliendo repentinamente los numantinos a ayudarle
en la retirada arrollaron a los legionarios, y los pusieron en desorden
y en verdadera derrota.
Sucesos
dramáticos va a ofrecer la historia de Numancia en los años siguientes.
Decio Bruto había sido enviado a la España Ulterior, donde los lusitanos
habían comenzado á alterarse de nuevo.
Vino a la Citerior el cónsul Cayo Hostilio Mancino (137), hombre de imaginación tétrica, que turbada con funestos y
fatídicos sueños, de todo auguraba desgracias y calamidades. Al
tiempo de embarcarse para España creyó haber oído en el aire una
voz que le decía: Detente, Mancino, detente.
Las noticias que acerca de la fuerza de los numantinos traían de
Roma sus soldados no eran menos siniestras. Y con esto y con experimentar
más de una vez la realidad de su bravura, no se atrevían ya a mirar
a un numantino cara a cara. Encerrados permanecían en su campamento,
hasta que a la voz de que los vacceos y cántabros venían en ayuda
de los de Numancia dióse prisa el cónsul
a levantar los reales, y a favor de las sombras de la noche se apartó
de una ciudad donde creía no esperarle sino desventuras. Una casualidad
descubrió su fuga.
Dos jóvenes
numantinos amaban ardientemente a una misma doncella. No queriendo
el padre desairar a ninguno de los dos mancebos, propúsoles que se internasen los dos en el campo romano, y aquel que primero
tuviera valor para cortar la mano derecha a un enemigo y traérsela,
obtendría la de su hija y se la daría en matrimonio. Salieron los
dos enamorados jóvenes, y como hallasen con sorpresa suya el campamento
romano desierto y solo, regresaron apesadumbrados como amantes,
y gozosos como guerreros, a dar noticia de aquella impensada novedad.
Tomaron entonces las armas con nuevo aliento los numantinos, y salieron
en número de cuatro mil en busca de aquellos cobardes fugitivos.
Avanzaron hasta encontrarlos, y empujándolos de posición en posición redujérenlos a una estrechura, donde no les quedaba otra alternativa
que entregarse o morir. Mancino pidió
la paz. No faltaba generosidad a los de Numancia para otorgarla,
a pesar de no haber recibido de Roma sino deslealtades y agravios.
Así ahora, imitando el ejemplo de Intercacia cuando no quiso fiarse del cónsul Lúculo ni entenderse para las
capitulaciones sino con su lugarteniente Escipión, tampoco quisieron
los numantinos ajustar tratos sin la intervención del cuestor Tiberio
Graco, acordándose de la exactitud con que su padre había hecho
ratificar otra paz en el senado. Vino en ello el cuestor, y concertóse que Numancia sería para siempre ciudad independiente
y libre, y que el ejército romano entregaría a los numantinos todo
el bagaje, máquinas de guerra, alhajas de oro y plata y demás objetos
preciosos que poseía: único medio de salvar las vidas a más de veinte
mil hombres que el hambre tenía reducidos al postrer apuro.
Pareció
muy bien esta paz al consternado y desfallecido ejército; no así
al senado, que comprendió todo el baldón que tan afrentoso tratado
echaba sobre la república: y como los padres conscriptos estaban
lejos del peligro y no los alcanzaba la miseria, importábales poco que pereciesen veinte mil guerreros romanos con tal de que
no se dijese que el pueblo más poderoso del mundo se humillaba a
recibir la ley de un puñado de montañeses españoles. Rompióse, pues, solemnemente el pacto como injurioso e indigno,
sin que valieran al cuestor Graco sus esfuerzos por que se cumpliese
lo tratado y por demostrar la necesidad crítica en que se había
hecho. Cierto que la odiosidad del pueblo romano cayó toda sobre
el desgraciado Mancino, a quien se condenó a ser entregado a los de Numancia
desnudo y atado de pies y manos. Inútiles fueron también los buenos
oficios de Graco para salvar al cónsul de tan vergonzoso castigo.
El desventurado Mancino sufrió la afrenta
de ser colocado en aquella actitud a las puertas de Numancia, donde
permaneció todo un día desahuciado de sus conciudadanos y no admitido
por los enemigos. Porque los generosos numantinos, no creyendo aquella
suficiente satisfacción del rompimiento del tratado, ni queriendo
vengarse en un inocente desarmado y desnudo, ultrajado por la altivez
de su ingrata patria, rehusaron admitirle. Lo que ellos pedían era,
o que lo pactado se cumpliese, o que se repusieran las cosas en
el ser y estado que tenían cuando se hizo el ajuste, entregándoles
los veinte mil hombres que tuvieron la generosidad de perdonar.
La petición era a todas luces justa, pero se la hacían a Roma.
Llevaba
ya Numancia vencidos tres cónsules en tres años y celebrados dos
tratados de paz cuando vino Emilio Lépido en reemplazo de Mancino (137). Bajo el pretexto de que habían abastecido a los numantinos
durante la guerra acometió este cónsul a los vacceos y puso sitio
a Palencia. Ya los palentinos le habían forzado a levantarle, pero
no contentos con esto hicieron sin ser sentidos una irrupción en
su campo, y le mataron hasta seis mil hombres. Dos legados de Roma
vinieron a intimarle que dejara a los vacceos y atendiera a Numancia.
Pero Numancia vio pasar un consulado más. y Roma vio regresar de
España otro cónsul sin haber ganado más mérito que la derrota de
Palencia y las estafas de que fue públicamente acusado.
Reemplazóle Lucio Furio Filón (136), que no hizo otra cosa que
ejecutar el castigo de Mancino, indisponer
con él a sus propios soldados, contemplar a Numancia, y poder decir
en Roma que había visto una ciudad y no se había atrevido a acometerla.
Calpurnio Pisón,
que vino después (135), tuvo a bien retirarse a invernar en la Carpetania, y fue testigo de cómo había ido relajándose la
disciplina del ejército romano, si es que él mismo no contribuyó
a acabar de corromperla con su codicia.
Roma, la
soberbia Roma, llamaba ya a Numancia el terror de la República:
los ciudadanos no osaban pronunciar su nombre. Abochornábala que una pequeña ciudad de la Celtiberia estuviera tantos años desafiando
a la capital del mundo. Con indignación, más que con dolor, veía
cómo iban quedando enterradas aquí sus legiones, cómo se estrellaban
aquí sus cónsules y sus generales. Ya no encontró otro que creyera,
fuese capaz de domar esta ciudad heroica que el que había destruido
a Cartago. Por dos veces se confirió a Escipión Emiliano el consulado
sin pretenderlo, una para que fuese a destruir a Cartago, otra para
que viniera a destruir a Numancia, las dos ciudades, como observó
Cicerón, más enemigas de Roma. Pero la una había sido una población
de setecientos mil habitantes, la otra apenas contaría ya en su
recinto cuatro o seis mil defensores. Hemos visto cuán poco tiempo
le bastó para borrar del mapa de los pueblos la primera; veremos
si le fue tan fácil arruinar la segunda.
Trajo el Africano consigo cuatro mil voluntarios (134), de entre los
cuales formó un cuerpo de quinientos hombres pertenecientes a familias
distinguidas, especie de guardia de honor, que se nombró la cohorte
de los amigos. Halló Escipión el ejército de España viciado en extremo
y corrompido. Dedicóse el ilustre general a reformar la disciplina y a moralizarle.
Desde luego arrojó del campo los chalanes, los vivanderos y las
mujerzuelas; de éstas hasta dos mil. Suprimió las cómodas camas
en que se habían acostumbrado a dormir y a comer, y las reemplazó
con unos sacos, en que dormía él mismo para dar ejemplo. Hacía que
cada soldado cargase con la provisión de trigo para quince o veinte
días, y con siete gruesas estacas para levantar empalizadas y trincheras,
y con este cargamento y su equipaje obligábalos a hacer marchas y contramarchas; ejercitábalos en cavar fosos y rellenarlos, en levantar muros
y destruirlos, endureciéndolos así en todo género ele trabajo y
de fatiga. Que se manchen de lodo, decía, ya que tanto temen mancharse
de sangre. Hallábase él presente en todos estos ejercicios, y no
permitía la menor indulgencia ni guardaba la menor consideración.
Y para ir fogueando sus tropas, quiso ensayarlas en más fáciles
empresas (que todo lo creía necesario antes de comenzar la conquista
de la indómita ciudad) haciendo algunas correrías por el país de
los vacceos. Viéronse allí el mismo cónsul
y el tribuno Rutilio Rufo (el que después escribió la historia de
esta guerra) en más de un conflicto y en más de un riesgo de caer
en las celadas que les armaban los palentinos y de ser cogidos por
su intrépida caballería. En una de estas excursiones vio Escipión
por sus mismos ojos la ruina de Cauda destruida por la traición
de Lúculo, y movido a lástima ofreció a voz de pregón todo género
de franquicias a los que quisiesen reedificarla y habitarla.
Pasada así
la mayor parte del invierno, volvió a los alrededores de Numancia.
Observando los numantinos que los romanos se corrían a forrajear
hacia una pequeña aldea ceñida de peñascos, emboscáronse algunos detrás de aquellos naturales atrincheramientos. Hubieran
perecido los forrajeadores que por aquellas partes andaban, si el
hábil y previsor general no hubiera destacado allí hasta tres mil
caballos, con lo que los numantinos tuvieron a cordura replegarse
a la ciudad. Gran contento y maravilla causó a los soldados romanos
esta retirada: como un prodigio se pregonó la nueva de haber visto
una vez las espaldas a los numantinos.
Llegada,
en fin, la primavera (133), formalizó Escipión el sitio de Numancia
con un ejército de sesenta mil combatientes, disciplinados ya a
su gusto. ¡Y todavía el poderoso romano esquivaba la batalla con
que en su desesperado arrojo le provocaban muchas veces los numantinos!
Nada bastaba a hacer variar de propósito al prudente capitán, que
decidido a rendir a los sitiados por hambre hizo circunvalar a la
ciudad, comprendiendo en la línea la colina en que estaba situada.
Fosos, vallados, palizadas, fortalezas y torres, no quedó obra de
defensa que no se construyera; y para que por el río no les entraran
provisiones a los cercados, se atravesó por todo su ancho una cadena
de gruesas vigas erizadas de puntas de hierro, en tal forma que
no sólo las barcas, pero ni los nadadores y buzos podían pasar sin
evitar el riesgo de clavarse en las aferradas puntas de las estacas.
Saeteros y honderos guarnecían las torres, a más de las ballestas,
catapultas y otras máquinas e ingenios. Velaban los vigías de día
y de noche, y al menor movimiento se avisaba el peligro por medio
de señales convenidas, y al punto se acudía al lugar amenazado.
Mucho, aunque
en vano, trabajaron los numantinos por impedir estas obras, que
de cierto no hubieran sido mayores las que hubiera podido emplear
Aníbal para conquistar a la misma Roma. Penetráronse ya de que no les quedaba más alternativa que la de perecer de hambre
o morir matando, porque rendirse no era cosa que cupiera en el ánimo
de aquellos hombres independientes y fieros. Hubo entre ellos uno
de tan grande osadía y arrojo (Retógenes Caraunio nos dice Apiano que se llamaba),
que con cuatro de sus conciudadanos se atrevió a escalar las fortificaciones
romanas, y degollando cuantos enemigos quisieron estorbarles el
paso, franquearon la línea de circunvalación estos cinco valientes,
y dirigiéronse a pedir auxilio a sus vecinos
los arevacos. Hízoles el bravo Retógenes una enérgica
y animada pintura de la angustia en que se encontraba Numancia,
recordándoles la infamia y deslealtad de los romanos, la destrucción
de Caucia, el rompimiento de los tratados de Pompeyo y de Mancino, las crueldades de Lúculo, la esclavitud que aguardaba
a todo el país si Numancia sucumbía, concluyendo por conjurarles
que diesen ayuda y socorro a los numantinos, sus antiguos aliados.
Y como algunos de ellos movidos de su discurso vertiesen lágrimas:
Lágrimas no, les dijo, brazos es lo que necesitamos y os venimos
a pedir. Pero una sola ciudad. Lutia, fue la que se atrevió a arrostrar el enojo de los romanos,
y la única que sin tener en cuenta las calamidades que podía atraerse
sobre sí, no se contentó con un inútil lloro, sino que se aprestó
a sacrificarse por su antigua amiga. Sacrificio fue por desgracia
más loable que provechoso, porque avisado de ello Escipión oportunamente, púsose apresuradamente sobre la ciudad
generosa, y haciendo que le fuesen entregados cuatrocientos jóvenes,
con la crueldad que en aquel tiempo se usaba les hizo cortar a todos
las manos. Con esto acabó toda esperanza para los infelices numantinos.
A la madrugada siguiente estaba ya otra vez Escipión sobre Numancia.
Todavía
los sitiados tentaron enviar un mensaje a Escipión. Admitido a la
presencia del cónsul: «¿Has visto alguna vez, oh Escipión, le dijo Aluro, el jefe de los legados, hombres
tan bravos, tan resueltos, tan constantes como los numantinos? Pues
bien, estos mismos hombres son los que vienen a confesarse vencidos
en tu presencia. ¿Qué más honor para ti que la gloria de haberlos
vencido? En cuanto a nosotros, no sobreviviríamos a nuestra desgracia
si no miráramos que rendimos las armas a un capitán como tú. Hoy
que la fortuna nos abandona, venimos a buscarte. Imponnos condiciones
que podamos admitir con honor, pero no nos destruyas. Si rehúsas
la vida a los que te la piden, sabrán morir combatiendo; si esquivas
el combate, sabrán hundir en sus pechos sus propios aceros, antes
que dejarse degollar por tus soldados. Ten corazón de hombre, Escipión,
y que tu nombre no se afee con una mancha de sangre». A tan enérgico
y razonado discurso contestó Escipión con helada frialdad, que no
le era posible entrar en tratos, mientras no depusiesen las armas
y se entregasen a discreción.
Acabó tan
desdeñosa y bárbara respuesta de exasperar a los numantinos, que
pesarosos ya y abochornados de haber dado aquel paso; buscando en
quién desahogar su rabia hicieron víctimas de su desesperación a
los enviados que habían tenido la desgracia de volver con tan fatal
nueva. Cegábalos ya la cólera. Hombres
y mujeres se resolvieron a vender caras sus vidas, y aunque extenuados
ya por el hambre, vigorizados con la bebida fermentada que usaban
para entrar en los combates, salen impetuosamente de la ciudad,
llegan al pie de las fortificaciones romanas, y con frenéticos gritos
excitan a los enemigos a pelear. ¿Pero qué podían ya unos pocos
millares de hombres enflaquecidos contra un ejército entero, numeroso
y descansado? Innumerables fuerzas acudieron a rechazar a aquellos
heroicos espectros: muchos murieron matando: otros volvieron todavía
a la ciudad. Pero las subsistencias estaban agotadas; nada tenían
que comer; los muertos servían de sustento a los vivos, y los fuertes
prolongaban algunos momentos a costa de los débiles una existencia
congojosa; la desesperación ahogaba la voz de la humanidad, y aun
así la muerte venía con más lentitud de la que ellos podían sufrir.
Para apresurarla recurrieron al tósigo, al incendio, sus propias
espadas, a todos los medios de morir; padres, hijos, esposas, o
se degollaban mutuamente, o se arrojaban juntos a las hogueras:
todo era allí sangre y horror, todo incendio y ruinas, todo agonía
y lastimosa tragedia. ¡Cadáveres, fuego y cenizas, fue lo que halló
Escipión en la ciudad! Y aun tuvo la cruel flaqueza de mandar arrasar
las pocas casas que el fuego no había acabado de consumir. Tal fue
el horrible y glorioso remate de aquel pueblo de héroes, de aquella
ciudad indómita, que por tantos años fue el espanto de Roma, que
por tantos años hizo temblar a la nación más poderosa de la tierra,
que aniquiló tantos ejércitos, que humilló tantos cónsules, y que
una vez pudo ser vencida, pero jamás subyugada. Sus hijos perdieron
antes su vida que la libertad. Si España no contara tantas glorias, bastaríale haber tenido una Numancia. Su memoria, dice oportunamente
un escritor español, durará lo que las historias duraren. Cayó,
dice otro erudito historiador extranjero, cayó la pequeña ciudad
más gloriosamente que Cartago y que Corinto.
Parecía
que la independencia de España estaba destinada a sucumbir a los
talentos militares, para ella tan funestos, de la ilustre familia
de los Escipiones. El destructor de Numancia añadió al título de Africano el de Numantino, y triunfó en Roma, donde no hubo
una voz que le acusara de injusto y de cruel.
«Pienso
que no habrá nadie, dice Rollín, el más
admirador de los romanos, y principalmente de los Escipiones,
que no compadezca la suerte deplorable de aquellos pueblos heroicos,
cuyo solo delito parece haber sido el no haberse doblegado jamás
a la dominación de una república ambiciosa que pretendía dar leyes
al universo». Floro dice expresamente «que nunca los romanos hicieron
guerra más injusta que la de Numancia ... No me parece fácil justificar
la total ruina ele esta ciudad. No me maravilla que Roma haya destruido
a Cartago. Era un rival que se había hecho temible, y que podía
serlo todavía si se le dejaba subsistir. Pero los numantinos no
estaban en el caso de hacer temer a los romanos la ruina de su imperio...»
Cayó Numancia,
y las pocas ciudades vecinas que esperaban con ansiedad el resultado
de sus esfuerzos, se fueron sometiendo a las vencedoras águilas
romanas.
Decio Bruto
había sometido también a los galaicos y recibido por ello los honores
triunfales en Roma. Pero el fuego del patriotismo no se había extinguido
todavía en España.
LA GUERRA
DE SERTORIO
133-73
AC
Destruida Numancia, quedó
España por más de veinte años en paz: no la paz de la conformidad
y de la resignación, ni menos la paz del contentamiento, sino aquella
especie de inmovilidad en que queda un pueblo aterrado con ejemplos
de terribles venganzas. Continuaron los romanos teniéndola sometida
a un gobierno militar, como país conquistado, si bien alteraron
algo la forma dividiéndola en diez distritos bajo la inspección
de otros tantos legados. Si bajo la opresión en que vivían los españoles
se levantaban algunas bandas armadas y recorrían el país, tratábanlas como a partidas de salteadores y bandidos, y como a tales las califican
los historiadores romanos. ¿Quién sabe si aquellos hombres obrarían
a impulso de más nobles fines? ¿No habían llamado también a Viriato
un bandido? Pero estas partidas fueron fácilmente exterminadas.
El resto de España callaba y sufría.
El único suceso de importancia
que de este tiempo nos han dejado consignado las historias, es la
expedición del cónsul Q. Cecilio Mételo a las Baleares, cuya conquista
le valió el sobrenombre de Baleárico. No sin resistencia se dejaron
subyugar los célebres honderos mallorquines, pero una vez vencidos,
aquellos rústicos isleños que hasta entonces habían habitado en
grutas campestres, fueron atraídos a la vida civil y sometidos a
un gobierno regular. Palma y Pollencia se hicieron al poco tiempo
ciudades romanas.
Aquella quietud en que habían
quedado los españoles hubiera podido ser duradera, si los gobernadores
romanos hubieran tratado con más consideración y miramiento a los
vencidos. Pero volvieron al antiguo sistema de las exacciones, de
las violencias y de las rapiñas, y los españoles que tampoco tenían
sino amortiguados los antiguos instintos de la independencia, y
la inveterada aversión a la coyunda romana, se alzaron de nuevo,
siendo los primeros a renovar la lucha los fieros e indomables lusitanos
(109). Quince años la sostuvieron contra los Pisones, los Galbas, los Escipiones, los Fulvios, los Silanos, y los Dolabellas,
con varias alternativas y vicisitudes, hasta que agotados primero
los hombres que el valor, fuéle ya fácil
a Licinio Craso enseñorearse sobre un país casi yermo ya de guerreros.
No se había sometido aun
la Lusitania. Cuando estalló nueva insurrección en la Celtiberia
(99). El senado romano tuvo el mal tacto de encomendar su represión
a Tito Didio Nepote, que vino a cometer los mismos desafueros, desmanes
y felonías de que habían dejado tan triste memoria los Lúculos y los Galbas. No decimos esto por la astucia con que ganó la primera
batalla sin haber vencido ni porque destruyera la ciudad de Termes,
siempre hostil a los romanos, y obligara a sus moradores a bajar
a habitar en la llanura; ni porque rindiera a Colenda (hoy Cuéllar],
después de siete meses de asedio. Comenzó sus demasías vendiendo
como esclavos a los valerosos habitantes de Cuellar, sin exceptuar
mujeres y niños. Llamó después a los moradores de las vecinas comarcas,
algunos de los cuales por la extremada pobreza dicen se habían dado
a robar, ofreciendo repartirles el territorio de la ciudad vencida.
Acudieron aquellas gentes bajo la fé de
su palabra a cultivar las tierras que a cada uno habían tocado,
y cuando los tuvo a su disposición los hizo degollar a todos, bárbara
y alevosamente ¡Así civilizaban ellos la España! Y
a los que se levantaban a vengar tamañas iniquidades los llamaban
bandidos y salteadores! Esta perfidia, no impidió que su
ejecutor triunfase en Roma.
Ocurrió por entonces (98)
un suceso que fué causa de que empezara
a sonar en España el nombre del ilustre personaje con que hemos
encabezado este capítulo, y que ejerció influjo grande en la condición
social de la península española.
Altamente incomodados los
habitantes de Castulón con los excesos
y desenfrenada licencia de la guarnición romana (que su mismo jefe
no podía reprimir), determinaron, de acuerdo con los gerisenos,
sus vecinos, vengar la insolencia de aquella soldadesca licenciosa.
En una noche de invierno, cuando, los soldados reposaban descansando
de los excesos del día, cayeron sobre ellos los castulonenses y ejecutaron no poca mortandad y estrago. Entre los que lograron
salvarse huyendo de la ciudad lo fue el joven Q. Sertorio, que los
mandaba en calidad de tribuno. Reunió Sertorio a los fugitivos,
y con ellos revolvió arrojadamente sobre la ciudad, que sorprendida
a su vez pagó con las vidas de muchos de sus hijos el atrevimiento
de la noche. Sabedor de la complicidad de los gerisenos, dispúsose también a castigarlos, y disfrazando a sus soldados
con los vestidos de los mismos habitantes de Castulon, encaminóse a la ciudad vecina, que tomándolos
por sus amigos les franqueó sin dificultad las puertas. Una vez
dueño de la población, la escarmentó con todo el rigor de las leyes
de la guerra. Así aquel Sertorio, a quien después habremos de ver
tan dulce, tan humano, tan amigo de los españoles, comenzó su carrera
en España con dos sangrientas ejecuciones. ¡Tan familiarizados estaban
entonces los romanos con la crueldad! Y en verdad que en aquella
ocasión los españoles habían dado justo motivo a su resentimiento.
Desde España fue destinado
este Sertorio a cuestor de la Galia Cisalpina, donde se hizo ya
notable por su valor. En aquella campaña perdió un ojo, cuya circunstancia
hizo decir a Plutarco: “Sertorio tuerto como Aníbal, como Antígono
y como Filipo, a ninguno de ellos fue inferior en claridad de entendimiento,
pero lo fue a todos en fortuna, que le fue mas adversa que a sus enemigos”.
En la famosa guerra civil que estalló en Roma
entre Mario y Sila, guerra en que España se mantuvo neutral, limitándose
a dar hospitalidad a los emigrados de uno y otro bando, Sertorio,
ya por odio a la tiranía, ya por resentimiento hacia la facción
de Sila que le había rehusado el consolado, se declaró por el partido
de Mario, sin que por eso aprobara nunca sus sanguinarios excesos.
Cuando Sila se hizo dueño de Roma, Sertorio fue comprendido en la
proscripción de aquel tirano. Entonces se refugió en España, así
por buscar en ella un asilo, como para suscitar aquí enemigos a
Sila.
Sertorio era sagaz, y conocía
el secreto de ganarse el afecto de los españoles, secreto reducido
a tratarlos bien y a ser generoso con ellos. Comenzó por ayudarlos
a sacudirse el yugo de los codiciosos pretores, y con estos e atrajo
a varias ciudades de la Celtiberia, que olvidando el antiguo hecho
de Castulón, lo reconocieron por pretor
de la provincia. Dedicóse a aliviarles
los tributos, acuarteló las tropas para relevar a los pueblos de
la incómoda y pesada carga de los alojamientos, y con otras semejantes
medidas logró encender en los pechos españoles la misma llama que
ardía en el suyo contra la tiranía de Sila; y habiéndosele agregado
muchos romanos de los que había en España enemigos del dictador,
juntó un ejército de nueve mil hombres, con que se creyó capaz de
hacer frente al dictador de Italia.
Noticioso de esto Sila despachó
contra él a Cayo Annio por las Galias
con un gran ejército. Sertorio por su parte envió a Livio Salinator con la mayor fuerza del suyo para que le interceptase el paso de
las gargantas de los Pirineos. No se atrevió Annio a disputar a los soldados de Sertorio aquellos desfiladeros. En
su lugar recurrió a la traición. Annio era digno lugarteniente de Sila. Logró ganar con dádivas a uno de
los que militaban en las filas enemigas, el cual asesinó traidoramente
a su jefe. Con esto sus tropas se desbandaron, pasándose unas a Annio y otras a Sartorio, que no pudiendo sostenerse en España
con el pequeño ejército a que quedaba reducido, determinó pasar
a África. Siguióle Annio con una flota que sacó de Cartagena. Desde entonces se vio a Sertorio
correr todos los azares de la suerte de un aventurero, ya apoderándose
momentáneamente de Ibiza, ya dispersada por una borrasca su pequeña
flotilla, ya meditando pasar a las islas Afortunadas, y ya volviendo
a África, donde ganó algunos triunfos contra las tropas que allí
enviaba Sila.
En tal situación recibe un
mensaje de los lusitanos, convidándole a que viniera a ayudarlos
a sacudir la tiranía romana. Con gusto accedió Sertorio a una solicitud
que le proporcionaba ocasión y medios para combatir al tirano. Embarcóse pues con dos mil quinientos soldados y setecientos auxiliares de
África, y burlando la vigilancia de los que en la costa Bética intentaron
impedir su desembarco, consiguió incorporarse con un cuerpo de cinco
mil lusitanos que le esperaba (81 a.C.).
Más afortunado ahora que
la vez primera en los diferentes encuentros que tuvo, hallóse al poco tiempo el proscripto de Sila dueño de una gran parte de
la Bética, de la Lusitania y de la Celtiberia. Con siete mil hombres
batió a cuatro generales romanos. Con estas hazañas y el amor que
mostraba a los españoles, corrían estos gustosamente a alistarse
en sus banderas. Veían en Sertorio un general de talento, de arrojo,
de carácter amable, y aunque extranjero, protector de su libertad;
porque él les repetía frecuentemente que no descansaría hasta liberar
España de la opresión en que tan inmerecidamente gemía, que él mismo
no tenía ya más patria que España, y que o la fortuna y los dioses
le habían de ser muy adversos o había de verla una nación grande,
independiente y libre. Creíanle los españoles, porque estas palabras venían del hombre
que cuando fue pretor les había rebajado los impuestos y sobre todo
porque las obras iban guardando consonancia con las promesas. El
organizó y equipó el ejército español a la romana, y supo lisonjear
su orgullo dándoles hasta brillantes armadoras y lujoso vestuario.
El botín lo distribuía entero entre los soldados no reservando nada
para sí. Era un Viriato, que reunía además la política de la civilización
romana.
Conociendo el influjo que
lo maravilloso ejerce sobre los pueblos todavía rudos, tenía y llevaba
siempre consigo una cierva blanca, a imitación de Numa y de la ninfa
Egeria, y a ejemplo del mismo Mario y de la mujer siria que le acompañaba
siempre. Persuadió Sertorio a los sencillos y supersticiosos españoles
que por medio de la cierva se comunicaba con los dioses, y principalmente
con Diana. Hízoles creer que la cierva
le revelaba los secretos del porvenir y cuando por sus espías sabia
anticipadamente algún suceso favorable, aparecía la cierva coronada
de flores, como fausto agüero de un acontecimiento próspero. Diestramente
amaestrada, acercábasele entonces al oído,
como para inspirarle la resolución que debería tomar. Miraban los
españoles la misteriosa cierva con el más religioso respeto.
No podía el orgulloso Sila
soportar en paciencia el engrandecimiento y prestigio que Sertorio
iba tomando en España. Derrotados los generales que contra él había
enviado, fue preciso que viniera el viejo Metelo Pío, acreditado por su prudencia, que se había hecho hasta proverbial.
Pero Sertorio era mas joven, era vigoroso y ágil; sus tropas, aunque inferiores
en número, peleaban con el denuedo de quien defiende su libertad,
tenían fé en su caudillo, y estaban acostumbradas a guerrear sin
provisiones, sin tiendas y sin embarazos. Conocedor de todos los
pasos y senderos, tanto como el más práctico cazador del país, sabía
atraer al enemigo con sus tropas ligeras allí donde las pesadas
legiones romanas no podían maniobrar libremente, donde conocía que
había de faltarles el agua y los víveres. Entonces caía de repente
sobre ellas con sus españoles. Así fatigó al anciano Metelo, que no pudo resistir los efectos de tan sabía táctica.
Puso Metelo sitio a Lacobriga,
y cortó las aguas a los sitiados. Sertorio tuvo astucia para introducir
en la ciudad hasta dos mil cueros llenos de agua con otros bastimentos. Obligóle a levantar el sitio, y le derrotó en la retirada.
No pudo Metelo hacer que progresara en
España la causa del dictador.
La parte militar no era solo
de lo que cuidaba Sertorio. Tan político como guerrero, quiso hacer
de España una segunda Roma. Dividióla al efecto en dosmç grandes provincias o distritos; Evora, donde él tenia habitualmente su residencia, era la capital de la Lusitania:
a Osca (hoy Huesca) hizo
capital de la Celtiberia. En Evora estableció
un senado compuesto de trescientos senadores, en general romanos
emigrados: este senado ejercía la potestad suprema sobre ambas provincias,
y tenía bajo su dependencia pretores, cuestores, tribunos, ediles
y demás magistrados al estilo de Roma. Lo único que no tomó de su
ciudad natal fue un título para sí: modestia o política es lo cierto
que no quiso intitularse ni emperador, ni dictador, ni aceptar otro
dictado que significase suprema magistratura. En Osca, o Huesca,
creó una escuela superior, especie de universidad, donde se enseñaba
la literatura griega y latina a los jóvenes de las principales familias
españolas. Esta educación, que equivalía a un privilegio aristocrático,
daba el nombre y derecho de ciudadanos romanos, y abría el camino
a las magistraturas y a los cargos públicos. El mismo Sertorio solía
asistir a los exámenes de esta escuela, y distribuía por si mismo los premios de aplicación. Este instituto, al mismo tiempo
que servía para ir civilizando a los españoles, servíale también para tener allí reunida y como en rehenes la juventud más
distinguida de España. Sin embargo, ¿qué más hubiera podido hacer
ningún español? ¿Y cómo no habían de amarle los españoles, sin mirar
que fuese romano?
Vínole a Sertorio un refuerzo
de donde menos lo podía esperar. Otro romano proscripto por Sila,
Perpenna, que había vivido retirado en Cerdeña, encontróse por la muerte de Lépido al frente de veinte mil hombres. Seducido
por los brillantes progresos que en España había alcanzado otro
proscripto como él, vino también a la Península con la esperanza
de atraerse un partido. Pero arrastrados sus soldados por la fama
y el prestigio que gozaba Sertorio, pidieron a una unirse a él.
Perpenna tomó el único partido que le quedaba; ceder, y someterse
mal de su grado a ser el segundo de Sertorio.
La muerte de Sila (79) liberó
a Roma de su dura tiranía, y parecía deber esperarse que hubiera
dejado también respirar a España. Pero entonces fue cuando el senado,
identificado con la causa de aquel dictador, opuso a Sertorio un
adversario formidable, el joven Pompeyo, «triunfador, dice Plutarco,
antes de tener pelo de barba», y a quien Sila, que conocía bien
su mérito, había decorado con el título de Grande.
De este modo se encontraron
a un tiempo en España cuatro célebres generales romanos, dos de
un bando, y dos del otro. Mételo y Perpenna eran capitanes experimentados,
pero viejos: Sertorio y Pompeyo eran jóvenes fogosos y ardientes. Metelo y Pompeyo que defendían una misma
causa, reunían sesenta mil hombres; Sertorio y Perpenna sobre setenta
mil, comprendiendo ocho mil jinetes españoles, organizados a la
romana por Sartorio, y en brillante estado.
Era Pompeyo arrogante y presuntuoso;
había ofrecido que en pocos meses daría buena cuenta de los restos
de la facción de Mario, que así se llamaba por desprecio al ejército
de Sertorio. Tenían éste y Perpenna cercada a Laurona (Liria, en la provincia de Valencia). Acudió
Pompeyo y envió a decir con jactancia a los lauranenses,
“que no tardarían en ver sitiados a sus sitiadores”. Súpolo Sertorio, y respondió : “Yo enseñaré a
ese aprendiz de Sila que un buen general mira más detrás de sí que
hacia adelante”. Y en efecto, cuando Pompeyo pensaba cercar al enemigo, encontróse él cercado por todas partes.
La pérdida de diez mil hombres fue la primera lección que recibió
la vanidad de Pompeyo, y la ciudad fue tomada e incendiada a su
vista (76). Aun pudieron calentarle sus llamas. Metelo y Pompeyo se retiraron a las faldas de los Pirineos; Sertorio y
Perpenna volvieron a la Lusitania (77).
Al año siguiente un cuerpo
del ejército sertoriano mandado por Hirtuleyo, fue derrotado por Metelo en Itálica, muriendo el mismo Hirtuleyo con diez y ocho mil de los suyos, que fue horrorosa mortandad si
los historiadores no la exageran. Entretanto Sertorio tomaba a Contrebia,
una de las más fuertes plazas romanas, en cuyo sitio se habla de
haberse empleado el combustible aplicado a las minas para volar
las murallas, cuyos efectos asustaron a los sitiados y los movieron
a rendirse.
Muchos fueron los encuentros,
combates y batallas que se dieron entre los cuatro ejércitos, ya
reunidos, ya separados, ora regidos por los principales generales,
ora por sus lugartenientes, de que fuera enojoso e inútil contar
todos los lances y pormenores. En una ocasión (75), en los momentos
de ir a empeñarse una acción entre Sertorio y Pompeyo llególe a aquel un mensajero con la nueva de haber sufrido dos derrotas
su aliado Perpenna. Conocía el mal efecto que en ocasión tan crítica
habría de hacer aquella noticia en sus tropas, y para que nadie
pudiera saberla más que él atravesó con su propia espada al desgraciado
mensajero de aquella nueva fatal. Y como en medio de la lucha viera
desordenarse y ceder su ala izquierda; “¿dónde están mis españoles?”
gritó; “¿dónde están esos españoles que han jurado defenderme basta
la muerte? Id, id a vuestras casas, que para buscar la muerte me
basto yo solo”. Y picando los hijares a su caballo se precipitó temerariamente sobre las
primeras filas enemigas. Realentaron aquellas
palabras el valor de los fugitivos, y volviendo denodadamente a
la pelea, se declaró el triunfo por los españoles, a tal punto que
hubieran aniquilado el ejército enemigo, sin la casualidad feliz
para Pompeyo de haberse aparecido Mételo llevándole oportuno socorro.
Entonces fue cuando Sertorio pronunció aquellas célebres, incisivas
y arrogantes palabras: “sin la venida de esa vieja (por Metelo], ya hubiera yo enviado a Roma a ese muchachuelo (por
Pompeyo) muy bien azotado”.
Durante esta batalla extraviósele su querida cierva, de lo cual dedujo (entiéndese que para sus soldado)
que se la había arrebatado Diana enojada por el poco ardor con que
algunos se habían conducido en la refriega. Habiendo aparecido después
y saludándole con sus acostumbradas caricias dijo que venía a comunicarle
de parte de la diosa que se reconciliaba con los españoles y los
favorecería siempre, con tal que ellos no volvieran a flaquear en
los combates como lo habían hecho por un momento el día anterior.
Así sacaba partido el sagaz romano de la supersticiosa credulidad
de los españoles.
En otro encuentro cerca de Segontia (Sigüenza), en que hubo choques
sangrientos, y alternativas varias (que ya los reveses mismos hablan
enseñado a Pompeyo a vencer), hirió Sertorio con su propia lanza
al viejo Metelo, a quien por fortuna suya
pudieron salvar sus soldados cubriéndolo con los escudos. Dio luego
orden Sertorio a los suyos para que se diseminaran en pequeñas partidas
y fueran a reunirsele en Calahorra. Era
un ardid de guerra. Súpose que irían a
sitiarle allí los dos generales enemigos, y conveníale entretenerlos mientras por otro lado reclutaban sus oficiales nuevas
fuerzas. Así se verificó todo. Cuando le pareció oportuno, hizo
una salida repentina de la ciudad, y dejó burlados a los sitiadores.
Hízose el anciano Metelo la ilusión de
que aquello era una retirada, atribuyólo a miedo de caer en sus manos, y loco de alegría se concedió a sí
mismo los honores del triunfo.
Preciso era que al buen anciano
se le hubiera debilitado algo la razón con la edad, porque habiendo
pasado a invernar a Córdoba, hacía que los pueblos de la Bélica
le dieran título y trato de emperador; presentábase en público coronada la cabeza y ataviado con las vestiduras triunfales;
coros de jóvenes y doncellas cantaban sus victorias mientras comía,
y entonaban himnos de alabanza compuestos por los más hábiles poetas. Representábanse en su presencia dramas
alegóricos que tenían por objeto celebrar sus hazañas. El humo de
sus imaginarios triunfos llegó a desvanecerle hasta
el punto que un día se hizo erigir un trono recamado de oro
y plata en un magnífico salón cubierto de tapicería: sentóse en él el infatuado general, y mientras se quemaba incienso en honor
de héroe, una Victoria bajaba del cielo y se dignaba asentar una
corona sobre su cabeza con propia mano. No sabemos que admirar más,
si la fatuidad del que así se hacia divinizar, o la baja adulación de los que cooperaban
a la ridícula apoteosis. No quiso tampoco, privarse de la gloria
de poner su nombre a algunas ciudades, y entre ellas debió contarse
la llamada Cecilia Metellina, acaso la moderna Medellín.
Mientras de este modo Metelo, con mengua y daño de su razón, se hacía tributar honores
casi divinos, Sertorio reforzaba su ejército, le disciplinaba y
ejercitaba, y poníale en estado de reparar
sus pasadas quiebras. Adoptando entonces un sistema de guerra semejante
al de Viriato, al que ya antes había mostrado afición, por todas
partes aparecían escuadrones y partidas sertorianas,
que cayendo rápidamente sobre el enemigo le cortaban los víveres,
le atajaban los desfiladeros, le interceptaban los caminos, y le
hostigaban sin tregua ni descanso. Pompeyo y Metelo no se ponían de acuerdo para poner sitio a Palencia (75), ciudad
que había dado siempre mucho que hacer a los romanos. Disponíanse ya a asaltarla cuando apareció Sertorio. Huyeron los enemigos, a
quienes persiguió hasta los muros de Calahorra, donde les mató hasta tres mil. No les dejaba respirar, ni les daba tiempo
para avituallarse; redújoles así a un estado de penuria insoportable a tropas
regulares: aproximábase otro invierno,
estación en que comúnmente nadase atrevían a emprender en España
los romanos, y todas estas causas reunidas movieron a Metelo a retirarse a su predilecto país de la Bética; Pompeyo traspuso
esta vez los Pirineos y no paró hasta la Galia Narbonense.
Desde allí escribió al senado
aquella célebre carta en que le decía: “He consumido mi patrimonio
y mi crédito: no me queda más recurso que vos; si no me socorréis,
os lo prevengo, mal que me pese tendré que volver a Italia, y tras
de mí irá todo el ejército, y detrás de nosotros la guerra española”.
Este era aquel Pompeyo que había venido a España con ínfulas de
acabar con Sertorio en contados meses. Hubiera podido entonces Sertorio
cruzar la Galia y los Alpes como otro Aníbal, y más contando con
las simpatías de muchos pueblos de Italia. Pero Sertorio no quería
dejar de ser romano. Amaba a su patria, donde tenía una madre a
quien idolatraba, y de cuyo extraordinario amor filial no hay historiador
que no haya hecho especial mérito. Su deseo era regresar a Italia
pacíficamente, y que el senado revocara el decreto que le tenía
proscrito. Con esta condición proponía la paz, pero tuvo el dolor
de ver rechazadas sus proposiciones.
Entretanto España se iba
amoldando al gobierno y a las costumbres de aquella misma Roma que
combatía: los españoles se llamaban ciudadanos romanos; Evora y Huesca eran ya ciudades ilustradas, que habían adoptado letras,
artes, idioma y legislación romanas: el mismo Sertorio se vanagloriaba
de haber hecho una Roma española, de haber trasladado Roma a España.
La fama de las proezas de
Sertorio había llegado al Asia, y Mitrídates, rey del Ponto, que
le buscaba en todas partes enemigos a Roma, al tiempo de renovar por tercera
vez la guerra contra los romanos, despachó embajadores a Sertorio
solicitando su alianza. Estos, después de compararle a Pirro y Aníbal
le ofrecieron en nombre de su rey una suma de tres mil talentos
y cuarenta galeras equipadas para combatir a los romanos en España,
con tal que él le enviara refuerzo de tropas al mando de uno de
sus mejores oficiales. Pero Sertorio, fiel a la causa de su patria,
contestó con dignidad, y aun con algo de altivez: “No acrecentaré
yo nunca mi poder con detrimento de la república: decidle que guarde
él la Bitinia y la Capadocia que los romanos no le disputan, pero
en cuanto al Asia Menor no consentiré que tome una pulgada de tierra
más de lo que se ha convenido en los tratados”. Cuando esta contestación
le fue comunicada a Mitrídates, exclamó: “Si tales
condiciones impone hallándose proscrito, iqué seria si mañana fuese dictador en Roma?” Sin embargo,
aceptó el tratado con aquella cláusula, y envió a Sertorio los tres
mil talentos y las cuarenta galeras, que él fue a recibir a Denia,
ganando Valencia de paso (74).
Pero estos eran los últimos
resplandores de la gloria de Sertorio. Aquel Metelo que por pequeñas e imaginadas victorias se había hecho incensar
como una divinidad, determinó deshacerse por la traición de un enemigo
a quien no obstante todas sus ilusiones no podía vencer. Pregonó entonces su cabeza, y pesóla a precio, ofreciendo por su vida mil talentos de plata y veinte
mil hectáreas de tierra. Y como este coincidiese con haber recibido
Pompeyo refuerzos que el senado le enviaba en virtud de su enérgica
reclamación, y con haberse empezado a notar deserciones en las filas sertorianas de parte de los soldados romanos, que ya pensaban
en el instante en que se quedaran sin jefe, mil negros presentimientos
comenzaron a ennublecer y turbar la imaginación
ya harta melancólica y sombría de Sertorio. Recelando de la lealtad
de los romanos, su mismo recelo le hacía tratarlos con aspereza
y severidad. Habiendo confiado la guarda de su persona exclusivamente
a españoles esta preferencia excitó en aquellos el resentimiento
y la envidia, y poco a poco le fueron abandonando. Entonces pudo
conocer de parte de quién estaba la lealtad, y cuan injusta había
sido la predilección con que antes había mirado a los romanos sobre
los indígenas, pero era ya tarde.
Mortificado además con la
perpetua ansiedad que le agitaba, obróse en su carácter un cambio completo. El negro humor que le dominaba hízole áspero, duro, caprichoso y cruel.
Por simples y ligeras sospechas, castigaba con inexorable rigor
las ciudades que le estaban sometidas. Aprovechándose de esta disposición
sus tropas vejaban los pueblos con todo género de violencias y extorsiones,
pregonando que lo hacían por orden de su jefe. Y como el edicto
de Metelo le hiciese ver en cada uno de
los que le rodeaban un conspirador y un aspirante al premio de su
muerte a tal punto se extravió su razón, que hizo perecer en el
suplicio una parte de los jóvenes nobles que se educaban en Huesca,
vendiendo a otros como esclavos. Tan cruel desahogo de su exaltada
bilis acabó de exacerbar los ánimos con gran satisfacción de los
que trabajaban por hacerle odioso, y muchas ciudades se entregaron
a Metelo y Pompeyo, que con tal motivo caminaban boyantes y
victoriosos.
No eran, sin embargo, infundadas
las zozobras del inquieto y desalentado general. La conjuración
existía. El viejo Perpenna, que desde el principio se habia resignado mal a ocupar un segundo puesto en el ejército, era el
alma de la conspiración, en la cual había hecho entrar a muchos
oficiales. “Para honor de España, dice un escritor extranjero, hay
que confesar que ninguno de los conjurados era español; todos eran
romanos”. El cobarde Perpenna discurrió ejecutar sua bominable proyecto en un festín, pero
era difícil hacer concurrir a él al melancólico y mal humorado Sertorio.
Para conseguirlo fingió una carta en que uno de sus lugartenientes
le noticiaba una victoria alcanzada sobre los enemigos, y díjole que para celebrarla se había dispuesto un banquete. Asistió, pues,
Sertorio. Los convidados se entregaron de propósito a una inmoderada
alegría. En medio de ella dejó caer Perpenna una copa de vino; era
la señal convenida: el que se sentaba al lado do Sertorio, le atravesó
con la espada: quiso el desgraciado incorporarse, pero sujetándole
el asesino al respaldo del sillón, cosiéronle a puñaladas los demás conjurados. Desastroso y no merecido fin del
hombre a quien los españoles llamaban el Aníbal romano, y que por
espacio de ocho años había estado haciendo dudar si la España sería
romana o si Roma seria española (73).
Según Velleyo Patérculo, esta trágica y horrorosa escena
se verificó en Etosca,
hoy Aytona, a algunas millas de Lérida.
Si en los traidores pudiera
tener cabida el pundonor, debió Perpenna haber muerto de remordimiento
y de bochorno, cuando abierto que fue el testamento de Sertorio
se vio que le tenía nombrado heredero y sucesor suyo. Tan horrible
pareció a todos entonces la perfidia, que falló poco para que fuese
despedazado. Reservábale no obstante Pompeyo
el castigo que merecía su detestable hazaña. Apenas se posesionó
de su ambicionado puesto de general en jefe de las tropas, le atacó
Pompeyo y le derrotó completamente. El cobarde Perpenna se había
escondido entre unos matorrales: de allí le sacaron unos soldados:
el traidor quiso evitar la muerte presentando a Pompeyo las cartas,
cogidas a Sartorio, en las cuales se cree resultaban comprometidos
muchos personajes de Roma. Pompeyo con loable generosidad las hizo
quemar sin leerlas, y mandó dar muerte al execrable traidor con
algunos de sus cómplices. Uno de ellos, Aufidio,
fue a Africa a arrastrar una vida infame
y mísera, mil veces más desastrosa que la muerte.
En cuanto a los españoles,
aquella guardia sertoriana de devotos
que habían jurado no sobrevivir a su amado jefe, cumpliéronlo con su fidelidad acostumbrada, haciendo el sacrificio sublime, sin
ejemplo en los anales de otros pueblos, de quitarse la vida unos
a otros. Imposible es llevar a más alto punto la devoción y la fidelidad,
el respeto a los juramentos, el desprecio de la vida, y la austeridad
y rigidez de costumbres. Tales eran los españoles de aquella edad.
Así se ve confirmado lo que de ellos dijimos en el capítulo primero
de esta obra
Fuéronse rindiendo a Pompeyo
unas tras otras las ciudades de España, algunas no sin resistencia.
Terrible fue todavía la de Calahorra. La pluma se resiste a dibujar
el cuadro espantoso que ofreció esta ciudad en su obstinada defensa.
El hambre que se padeció fué tal que según Valerio Máximo se salaban los cadáveres
para que pudiesen alimentar a los que aun sostenían el peso de las
armas. Pero apartemos la vista de las repugnantes escenas de aquella
heroica barbarie. Pompeyo destruyó la ciudad y degolló con crueldad
menos heroica, pero no menos bárbara, el resto de sus infortunados
habitantes. Con la destrucción de Calahorra acabó de sometérsele
España.
Pompeyo y Metelo fueron a
Roma a compartir los honores del triunfo. Así acabó la famosa guerra
de Sertorio.
4 LAS GUERRAS
DE LOS CÉSARES, JULIO Y AUGUSTO, EN ESPAÑA.
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