DESDE AUGUSTO
HASTA TRAJANO
44 a. C . - 98 d. C.LOS DOCE CÉSARES
SITUACIÓN DE ESPAÑA
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19 a.C. - 98 d.C.
Fuese que ejerciera Augusto la autoridad suprema en Roma bajo el
nombre de emperador que conservaron sus sucesores, fuese el fundamento
principal de su poder el tribunado perpetuo, fuese la reunión de las
más altas magistraturas en su persona la que le hiciera árbitro y
soberano del Estado; que el gobierno de Roma fuese una monarquía con
formas republicanas, o que fuese una prolongada dictadura; que Augusto
disfrazara con más o menos astucia y disimulo su poder ilimitado y
absoluto conservando antiguos nombres, y que el pueblo y el senado
comprendieran toda la mudanza que bajo cierta apariencia de respeto
a los poderes existentes se había efectuado en el gobierno de la ciudad
y de las provincias, y que se sometieran a él, los unos por seducción,
los otros por creer el cambio provechoso, los otros por impotencia
de resistir, es lo cierto que los vastos dominios romanos se sujetaron
desde Augusto a la autoridad omnipotente de un solo hombre. Nueva
era para Roma, que ya se rigió siempre con gobierno imperial.
Subyugada España y sujeta al imperio romano, acostumbrados como
estaban los españoles a ver y sufrir el azote y la opresión de aquellos
gobernadores rapaces y crueles, tuvieron a dicha el ser gobernados
por un hombre, que si bien había dado el último golpe a su independencia
y a su libertad material, mostrábase con ellos no sólo dominador clemente, sino hasta
protector generoso. Veíanle amparar a los
pueblos contraías vejaciones y rapiñas de los pretores, declarar algunas
ciudades exentas de tributos, fundar nuevas colonias, abrir vías de
comunicación, establecer escuelas, y honrar los indígenas elevando
a muchos de ellos a las más altas dignidades, y no es extraño que
ellos, que eran duros y tenaces en vengar ultrajes y agravios, y extremados
y ardientes en amar a los que les dispensaban favores, se apasionaran
de Augusto hasta el punto de erigirle templos y altares. O no conocían,
o importábales poco, aunque lo conocieran,
que el proceder de Augusto no fuese hijo de la virtud sino de cálculo;
que tuviera todas las flaquezas de la humanidad como hombre, si era
generoso y humanitario como político; que fuera un usurpador de autoridad
en Roma, si era reparador de injurias en España. Nunca los españoles
fueron escasos ni en sentir ofensas ni en agradecer beneficios.
Levantaron los sevillanos un monumento a la emperatriz Livia, a
quien se llamó generatrix orbis, madre
de todos los pueblos. Los de Tarragona erigieron más adelante un templo
y un altar a Augusto. Sin aprobar la parte de adulación que entraba
en la apoteosis, disculpamos el entusiasmo. Mucho más había hecho
Roma con César vencedor, y eso que se constituía en árbitro de la
república. Al fin los españoles lo hacían en obsequio de quien los
redimía de mayor servidumbre.
Vióse, pues,
a la sombra del gobierno protector inaugurado por Augusto, desarrollarse
en España la agricultura, la industria y el comercio. De las costas
del Mediterráneo partían continuamente bajeles españoles para llevar
a Roma las producciones de este suelo, así naturales como manufacturadas.
España surtía a la gran ciudad de aceites, de cereales, de carnes,
telas, y de aquellas exquisitas lanas, que en tanta estimación tenían
y á tan subido precio pagaban los romanos, al decir de Estrabón.
Refiere también Dión Casio, y apenas hay historiador que no lo
haya reproducido, el caso ocurrido entre Augusto y un español nombrado Caracota o Corocota, capitán de
una cuadrilla de bandoleros con la cual recorría el país, y aun se
atrevía a penetrar en poblaciones considerables. Augusto había pregonado
su cabeza. Esto y la viva persecución que sufría, inspiraron al famoso
bandido la idea de presentarse en persona al emperador. Solicitó una
audiencia. Otorgósela Augusto, y después de haber prometido que si le
indultaba viviría honradamente el resto de su vida, concluyó reclamando
para sí el premio ofrecido al que le presentara vivo ó muerto, puesto que se presentaba él mismo. Concedióselo todo Augusto, encantado de la singular franqueza del célebre salteador.
Los antiguos historiadores latinos, y los modernos historiadores extranjeros
se muestran maravillados del carácter, resolución y grandeza de ánimo
de aquel hombre.
Este mismo Estrabón nos habla también de los medios de comunicación
que Augusto había hecho construir en España para facilitar los trasportes
de los productos del interior a las embocaduras de los ríos.
Cuando Augusto se vio señor del mundo, queriendo saber cuántos
hombres tenía sometidos a su autoridad, mandó hacer un empadronamiento
general en todo el imperio. Hacíase esta
operación en la Palestina como provincia tributaria de Roma. Entonces
fue cuando al ir María, esposa de José, artesano de Galilea, a inscribir
su nombre en Belén, nació en un humilde establo el que había de redimir
al género humano, el salvador de los hombres, JESUCRISTO, hijo de
Dios. Cumpliéronse, pues, en el reinado
de Augusto César los tiempos anunciados por los profetas, y vino al
mundo el gran regenerador de la humanidad, el que la había de colocar
en el verdadero camino de la civilización, el que había de darle la
verdadera libertad. Sin embargo, este acontecimiento, el mayor que
han presenciado los siglos, pasaba en un apartado rincón de la Judea,
sin que apenas se apercibieran por entonces los hombres de un suceso
que había de cambiar la condición moral del universo. Augusto, que
entre otros medios de inmortalizarse había discurrido el de dejar
consignado su nombre en la cuenta de los tiempos, poniéndole a uno
de los meses del calendario romanos, ni siquiera imaginaba que existía
en los dominios de su imperio el hombre cuyo nacimiento había de servir
de base a una nueva cronología a que se habían de ajustar todos los
cómputos en lo sucesivo.
Aunque no faltaron en los postreros años del reinado de Augusto
alteraciones y guerras en diversas provincias del imperio, mantúvose España sosegada y en paz hasta su muerte, acaecida en Nola, ciudad
de la Campania, a los setenta y tres años de su edad, y a los catorce
de J. C. Dijese de él que nunca hubiera debido nacer, y que nunca
hubiera debido morir. Creemos, sin embargo, que el mundo ganó algo
con su vida, y perdió mucho con su muerte.
Sus sucesores parecían como escogidos para acreditar que si Augusto
había sido usurpador y tirano, era el menos perverso de los tiranos
y usurpadores. Si es cierto que al designar por sucesor a Tiberio,
tuvo el pensamiento de que la tiranía de éste hiciera resaltar la
moderación suya, logrólo cumplidamente, pero la posteridad no le perdonaría
el haber sacrificado la humanidad a un goce de criminal egoísmo.
Tiberio, el primero de los monstruos que deshonraron el trono imperial,
tuvo la habilidad de engañar los primeros años al mundo que acababa
de heredar. Afectando una modestia loable, fingió rehusar el imperio
como una carga superior a las fuerzas de un hombre solo, y aunque
concluyó por admitirle, fue aparentando hacerlo como con repugnancia
y de mal grado. Mostraba gran deferencia y respeto a los cónsules
y senadores; erigióse en reformador de las
costumbres públicas; manifestábase enemigo
de las delaciones, y negábase a castigar
las sátiras que contra él se publicaban, diciendo que en un Estado
libre debían serlo también el pensamiento y la palabra. Creyéronse sinceras su moderación y su dulzura. Pero luego arrojó la máscara,
y el hombre moderado y dulce apareció en toda su desnudez el déspota
y el malvado. Horroriza leer en Tácito y en Suetonio el catálogo de asesinatos y de crímenes que en este doble concepto
ejecutó, bien por sí, bien sirviéndose del senado como de un fácil
instrumento, bien con ayuda de su privado y consejero, el infame Sejano.
Su misma madre Livia, a quien debía el trono, no se eximió de probar
su ingratitud; y su esposa Julia, la hija de Augusto, vióse reducida a morir de hambre. Extraños y deudos, a todos alcanzaba su
crueldad calculada y fría.
Había cierto legatario suyo usado la chanza de decir a un muerto: Ve a decir a Augusto que aún
no se ha ejecutado su última voluntad. Súpolo Tiberio y mandó degollarle diciéndole con impasibilidad horrible: Asi podrás llevar tú mismo a Augusto noticias más recientes y exactas. Tal fue la ferocidad que desplegó, y tal lo que gozaba con los suplicios,
que si alguno por sustraerse á ellos
se daba a sí mismo la muerte, exclamaba: Ese se me ha escapado; así sucedió con Carnucio.
El sistema de delaciones que al principio había fingido aborrecer,
fue después objeto de premios y recompensas, y le convirtió en medio
ordinario de gobierno. Premiados los delatores, pululaban los espías;
llovían cada día acusaciones: esclavos, ciudadanos, senadores, todos
se daban prisa a denunciar a otros, como único medio de libertarse
a sí mismos. Nadie se atrevía á hablar,
pero el silencio mismo se representaba como sospechoso; no era lícito
ni alegrarse ni entristecerse, porque la alegría era tomada como la
esperanza de alteraciones que se fraguaban en el Estado; la tristeza
se traducía por descontento del emperador. Se suprimió hasta la libertad
de pensar, se condenaba por supuestas intenciones, y se prohibía lamentar
la suerte de las víctimas. ¡Desgraciado el que dijera una palabra
en elogio de Augusto! Elogiar a Augusto era despreciar á Tiberio,
y se castigaba como crimen de Estado. Una expresión, un gesto, un
signo bastaba para condenar a muerte un hombre.
Con pretexto de lamentar que el pueblo abandonara sus ocupaciones
para asistir a los comicios, le arrancó el derecho de elegir sus magistrados
y de sancionar las leyes, y trasmitió estas prerrogativas al senado,
de quien disponía a su antojo, hasta el punto de disgustarle, ya tanta
humillación y tanta bajeza como veía en los senadores. Así acabó la
intervención del pueblo en los negocios de la república, ó por mejor decir, la república dejó de existir definitivamente. Había
hecho Augusto una ley estableciendo penas contra los que ofendieran
la majestad del pueblo romano. Tiberio aplicó esta ley a los que le
ofendían a él, como representante del pueblo, y tomó de ella ocasión
para consumar mil asesinatos legales. En verdad el pueblo moralmente
no existía, y Tiberio fue el primero que se atrevió a decir sin rebozo: El Estado soy yo: expresión
que, reproducida siglos adelante en boca de un esclarecido monarca,
adquirió una celebridad histórica que aun dura en nuestros días. ¡Y
sin embargo, humeaba el incienso en los altares ele la corrompida
y degenerada Roma en honor de Tiberio!
Natural era que los prefectos y delegados de las provincias fueran
dignos mandatarios de tal emperador. Condujéronse como tales en la Península, Vivio Sereno
y Lucio Pisón, el primero en la Bética, en la Tarraconense el segundo.
España demostró todavía, que aunque oprimida y sujeta, no toleraba
ni las depredaciones ni el despotismo, y se insurreccionó en gran
parte contra los dos prefectos. Los españoles, con más dignidad que
los romanos, no depusieron las armas hasta que el senado decretó la
separación de Vivio, y prometió hacerles
justicia. Puede juzgarse cuáles y cuántas serían las demasías y excesos
de aquel pretor, cuando el senado, tal como era ya entonces, oídas
las querellas y acusaciones que le elevaron los de la Bética, no pudo
dejar de desterrar a Vivió a una de las islas del mar Egeo. No era
menos culpable Lucio Pisón, pero siendo provincia imperial la Tarraconense,
no quiso Tiberio castigar al prevaricador, antes bien le mantuvo en
su empleo. Semejante impunidad irritó de tal manera aun labrador de
Termes, que haciéndose intérprete de la indignación de sus compatricios,
acometió un día al prefecto, y le dio muerte por su mano. Preso aquel
español, y puesto a tormento para que declarara sus cómplices, respondió
con admirable firmeza que su único cómplice era la abominable conducta
de Pisón. Cuando le llevaban al suplicio, se desasió de repente de
sus conductores y se estrelló de propósito la cabeza contra una piedra.
Aunque aislado, el hecho de este vengador rústico fue bastante
para que, deduciendo el emperador la antipatía con que se miraba en
España á sus prefectos, hiciera sentir su tiranía y descargara el
peso de su ira sobre las cabezas de los españoles más ilustres. Entre
ellos fue víctima de su saña Sexto Mario, avecindado en Roma, hombre
de gran fortuna, y en cuya hija, notable por su hermosura, había puesto
Tiberio sus torpes y lascivos ojos, como quería poner su avara mano
en la caja de las riquezas del padre. No viendo medio de lograr ni
lo uno ni lo otro, hizo que se acusara al padre del delito de incesto
con su hija. Nada más fácil al emperador que probar todo lo que se
proponía. Ambos fueron arrojados de lo alto de la roca Tarpeya, y
Tiberio se apoderó seguidamente de todo el oro de aquel desgraciado.
Era menester que bajo el imperio de este tirano se cometiera el
mayor desafuero, y la más negra ingratitud que ha manchado las páginas
de la historia de la humanidad. Era menester que el que había venido
a salvar a los hombres y a predicar una religión de caridad, fuera
sacrificado por el que ejercía la autoridad en nombre de Tiberio en
el pueblo escogido por Dios. En el año 19 del reinado de Tiberio se
verificó el gran suceso de la muerte y pasión de nuestro redentor
Jesucristo (33). «Del pie de la cruz en que fue clavado por la ingratitud
y ceguedad de los hombres partieron doce nuevos legisladores, pobres,
humildes y desnudos, a predicar por el mundo la doctrina de la salud,
y a derramar por las naciones las semillas de la verdadera civilización
que había de cambiar la faz del universo (2)»
Cuatro años más tarde (37) acabó Tiberio la vida de desórdenes
con que había escandalizado al mundo.
¡Pluguiera a los
dioses que el pueblo romano tuviera una sola cabeza para derribarla
de un solo tajo! Esto decía en una ocasión el sucesor de Tiberio,
Cayo Calígula, llamado así de cierto calzado militar (caliga) que usaba. Bastaría esta
brutal expresión para calcular la bárbara ferocidad del nuevo emperador
romano. Propio era esto de quien cerraba los graneros públicos por
el placer de ver al pueblo morir de hambre; de quien decía a la mujer
que amaba “me parece muy hermosa tu cabeza, y sobre todo
cuando ypenso que a la más leve indicación
mía la podría hacer rodar a mis pies”. Instintos tan sanguinarios
y feroces sólo pueden explicarse por el estado de desarreglo y de
delirio en que debía encontrarse su cerebro; y si de estar desjuiciado
no hubiera dado mil pruebas, con todo género de extravagancias, sobrara
la ridícula insensatez de hacer para su caballo cuadras de mármol,
pesebres de marfil, ronzales de perlas y mantas de púrpura; de darle
a comer avena dorada, de ponerle a su mesa, de incorporarle en el
colegio de sus sacerdotes, y de designarle para cónsul. ¡Y los envilecidos
romanos obedecían a este loco! Un español llamado Emilio Régulo quiso
librar la tierra de este monstruo imperial, pero descubierta la conspiración,
fue Régulo condenado a muerte. A l fin la espada de Casio Choreas,
tribuno de los pretorianos, ejecutó lo que aquél no había podido conseguir
(41).
Pero al desjuiciado Calígula sucedió el imbécil Claudio su tío,
el digno esposo de la célebre prostituta Mesalina, cuyas obscenidades
y desarreglos no abochornaban a Roma que las presenciaba y ruborizan
a la posteridad que las recuerda. Comprenderíamos que Roma hubiera
sufrido la imbecilidad de Claudio, si hubiese sido una imbecilidad
inofensiva; que hubiera tolerado el destierro de Séneca de parte de
quien tenía pretensiones de pasar por sabio, cuando su misma madre
para calificar a un hombre de necio solía decir: Es bestia como mi hijo Claudio; que se
burlaran de él los tribunales a que tenía la manía de asistir; pero
no se comprende que se sufriera a un imbécil que llevaba al suplicio á treinta y cinco senadores, á trescientos caballeros romanos,
y a gran número ele mujeres de las principales familias, y que por
no tomarse el trabajo de pronunciar una sentencia indicaba con un
gesto su voluntad de que un hombre fuera degollado. Y sin embargo
,a este hombre no sólo le obedecía la ciudad del Capitolio,
sino que se denunciaba y castigaba a los que ofendieran su majestad,
habiendo llegado a ser en su tiempo el oficio de denunciador uno.
de los más lucrativos. Y lo que es más, seducidos los españoles por
una ley de Claudio, en que se mandaba que los gobernadores de provincias
hubieran de pasar un año en Roma antes de poder ser reelegidos, a
fin de que los pueblos tuvieran tiempo para exponer las quejas á que
hubieran dado lugar, por más que esta ley quedara sin ejecución como
tantas otras, tuvieron la debilidad de levantarle estatuas; que así
iba contagiando a España el espíritu servil y adulador de los romanos.
Por fortuna no era esto sólo lo que tomaban de sus dominadores.
Las semillas literarias que Augusto había sembrado en España no habían
caído en tierra estéril, y producían ya sus frutos. Florecían unos
y comenzaban a distinguirse otros españoles como oradores, como filósofos,
como poetas y como hombres científicos. Séneca, Sextilio Ena, Marco Porcio Latrón, Moderato
Columela, Pomponio Mela, Turanio Grácil, y otros españoles, de cuyos
escritos nos ocuparemos más adelante, brillaban en Roma precisamente
cuando las ciencias y la literatura latina habían venido a precipitada
decadencia come las costumbres. Aunque algunos de ellos no dejaron
de participar de la baja adulación que entonces parecía estar en boga,
no por eso se libraron de la persecución de unos emperadores que tenían
la insensata presunción de pasar por sabios, y no sufrían a los que
lo eran más que ellos.
Murió Claudio (54), envenenado, a lo que se cree, por su segunda
mujer Agripina, y le sucedió Nerón, cuyo nombre parece haber alcanzado
el privilegio de servir para designar a los hombres tiranos y feroces.
Comenzó, no obstante, a gobernar con dulzura como Tiberio, declarando
que se proponía seguir las huellas del divino Augusto. Y las siguió
en un principio. Al oirle decir cuando tuvo
que firmar la primera sentencia de muerte: Quisiera no saber escribir, ¿quién no le
tendría por clemente? Cuando al decretarle el senado estatuas de oro
y plata dijo: Que aguarden a
que las merezca, ¿quién no elogiaba su modestia? Eran entonces
sus maestros Afranio Burro, jefe del pretorio, y el español Anneo
Séneca, el filósofo, aquél en lo relativo al arte militar, y éste
en moral y elocuencia. Había querido Agripina, madre de Nerón, aprovechándose
de la corta edad de su hijo, gobernar a su arbitrio el imperio; Séneca
cortó el pernicioso influjo de aquella mujer ambiciosa, de que murmuraba
ya y se quejaba el pueblo. ¿Por qué no empleó la misma energía con
su augusto discípulo cuando le veía después despeñarse por la senda
de los crímenes? Pero el moralista que encontró medio de evitar un
incesto entre el imperial alumno y su impúdica madre, no le halló
para impedir que el emperador expidiera sicarios para que matasen
a aquella misma madre, y que les dijera: Abrid aquel vientre que ha llevado a Nerón, y que se recreara después
en examinar su cadáver y en analizar sus formas: antes escribió al
senado justificando en lo posible el bárbaro parricidio.
Había alcanzado a Séneca el contagio de la corrupción, y sus obras
no iban en consonancia con sus escritos. Escribía contra la lisonja,
y adulaba al hombre más perverso: declamaba contraía avaricia, y ejercía
la usura; acriminaba el lujo, y poseía quinientas mesas de limonero
con pies de marfil que valían una fortuna. Si no pudo apartar a Nerón
del camino del crimen, fue por lo menos débil en no abandonarle cuando
le vio encenagado en los vicios. Triste recompensa recibió el filósofo
estoico del hombrea quien había lisonjeado.
Cansado de él el emperador, le condenó a muerte, suponiéndole cómplice
en la conjuración de Pisón; dióle a escoger
el género de muerte que más gustase: Séneca se abrió las venas, y
acabó con la entereza del estoicismo una vida sobre la que pesaban
flaquezas indisculpables. Aconteció otro tanto con el poeta Lucano,
su sobrino, y con Junio Gallión, su hermano.
Familia española tan desgraciada como ilustre.
Por estragadas que estuvieran las costumbres en la corrompida Roma,
podría, si se quiere, mirarse sin indignación el desenfreno de las
pasiones personales de los emperadores, en que sus mismos súbditos
se apresuraban a imitarlos, así como ciertos caprichos pueriles, hijos, ó de la estupidez ó de la presunción. Pero el placer feroz que Nerón quiso darse de pegar
fuego a la ciudad eterna, de ver cómo se abrasaban sus cuarteles,
de gozar en el incendio, y de cantar al son de la cítara la destrucción
de Troya a la luz de las llamas, no era posible que dejara de indignar
a los romanos por prostituidos que estuviesen. De España partió el
golpe que había de libertar al mundo de aquel odioso incendiario.
Hallábase de pretor en la Tarraconense Servio Sulpicio Galba, donde
so había hecho querer de los naturales por la severidad con que castigaba
a los que empleaban malos medios para enriquecerse: había mandado
crucificar a un tutor que envenenó a su pupilo para apoderarse de
su hacienda: a un administrador a quien se probó falta de pureza en
el manejo de los caudales mandó cortarle las manos y clavarlas en
la mesa: terrible rigidez, pero acaso necesaria en el estado a que
había llegado la desmoralización. Antiguo consular, y anciano de más
de setenta años, ni siquiera soñaba Galba, en reemplazar a Nerón,
cuando le fue propuesto por Julio Vindex,
simple propretor de la Galia. Irresoluto se mostró Galba a pesar de
verse proclamado por la tropa y el pueblo, y de habérsele adherido
Otón que gobernaba la Lusitania. Un acontecimiento inesperado vino á alentar su timidez. Hallábase retirado
en Olunia (Coruña del Conde), cuando supo
que Nerón, objeto ya de la execración pública, insultado y maldecido
por todos, perseguido por los soldados de la guardia pretoriana, había
puesto término por su misma mano a su abominable existencia en una
casa de recreo cerca de Roma.
Nerón había hecho abrir a su presencia el hoyo que le había de
servir de sepulcro. Al oir el ruido de los
pretorianos que iban en su busca, acarició la hoja de su puñal, recitó
algunos versos de Homero, y clavósele diciendo:
¡Qué artista va a perder el mundo!
Galba entonces partió a tomar posesión del imperio (68). La proclamación
de Galba, dice Tácito, descubrió el peligroso secreto de que podía
elegirse emperador fuera de Roma. Galba hubiera pasado por el mejor
emperador posible, si no hubiera llegado a serlo. Pero el emperador
romano estuvo lejos de ser el gobernador de la Tarraconense. Rodeado
de tres oscuros aduladores que el pueblo llamaba sus pedagogos, ejecutó
crueldades que debieron el no parecer mayores a estar tan reciente
la memoria de las de Nerón. España, que tanto había contribuido a
su elevación, fue tratada con ingratitud, gravada con exorbitantes
impuestos, y condenados a muerte muchos de los que le habían servido
de escala para subir al poder. Condújose lo mismo con los pretorianos que le allanaron el camino del trono.
Cuando se le presentaron a reclamar la recompensa ofrecida, les contestó: Yo elijo mis soldados, no los
compro. Palabras dignas de un emperador, si este emperador no
fuese el mismo que había querido comprarlos. No faltó quien lo hiciera,
ya que él les había enseñado que podían venderse. Creyéndose también
Otón mal correspondido, aquel mismo Otón que siendo gobernador de
la Lusitania puso a disposición de Galba sus tropas, y aun le regaló
su rica vajilla para que la convirtiera en moneda, sedujo a aquellos
mismos soldados, y con ellos asesinó a Galba en la plaza pública.
El septuagenario emperador alargó el cuello a los asesinos, diciéndoles: Herid, si mi muerte es útil
al pueblo romano. No desarmaron estas palabras a los soldados,
que se cuidaban poco de que su muerte fuese ó no útil al pueblo. Imperó Galba siete meses.
Proclamado Otón emperador, pueblo y soldados, caballeros y senadores,
fueron con humilde bajeza a besarle la mano y a prodigarle títulos
y honores. Otón tuvo presente que en España había comenzado su engrandecimiento
y quiso engrandecerla también, agregando á la Bética las costas de África bajo el nombre de Hispania Tingitana.
Entretanto, habiendo aprendido los soldados que ellos eran los que
hacían emperadores, quisieron los de Germania, á ejemplo de los de
España, tener también su emperador, y nombraron a Vitelio. Otón se
suicidó. Una noche se acostó diciendo: Añadamos esta noche más a nuestra vida.
Colocó dos puñales debajo de la almohada, y a la mañana siguiente hallóse sólo un cadáver en su lecho.
Vitelio solamente se hizo notable por su glotonería. Hasta repugnantes
son las descripciones que se hacen de sus comidas y banquetes, y de
los medios que empleaba para excitar su estragado apetito. Poco le
duró también aquella, vida de brutales deleites. A ejemplo de los
ejércitos de España, de las Gallas y de Germania, las legiones de
Oriente habían proclamado á Vespasiano. Los parciales de uno y otro
llegaron a pelear dentro de la misma Roma. Vitelio se escondió en
un lugar inmundo de su propio palacio, acompañado de su cocinero y
su panadero, dignos secuaces de tal emperador. Sacáronle de allí los soldados, y entretuviéronse en pasearle todo lo largo de la Vía-Sacra, con una soga al cuello,
las manos atadas a la espalda, y desgarrados los vestidos, entre la
gritería de la muchedumbre, que ya le arrojaba inmundicias, ya le
llamaba a voces ebrio y glotón, a cuyos ultrajes respondía él: A
pesar de todo he sido emperador vuestro. Quitáronle luego la vida, y después de pasear su cabeza clavada en una pica,
arrojaron su cuerpo al Tíber (69). A tal degradación había venido
en poco tiempo la dignidad imperial. Iban ya ocho emperadores, y los
seis habían muerto desastrosamente. ¡Desgraciada Roma, y desgraciada
España, que seguía su suerte!
Afortunadamente, tras de tantos vicios, tras de tanta corrupción
y desorden, vino un período de reposo y de consuelo al mundo. Trájolo Flavio Vespasiano, el único que al revés de todos
los que le habían precedido, se hizo mejor desde que ascendió al trono.
Indiferente, y aun desafecto a los títulos pomposos, modesto y sencillo
en sus costumbres, él mismo hablaba muchas veces de su humilde nacimiento;
enemigo de derramar sangre humana, lloraba cada vez que se veía en
la necesidad de pronunciar una sentencia de muerte. España se había
pronunciado por su partido, y más agradecido que Galba, la remuneró
concediendo a los españoles los derechoslatinos.
Reconocidas a esta honra muchas ciudades, tomaron el nombre de Flavias, como en otro tiempo habían tomado el de Julias o
Augustas. De este número fueron Flaviobriga, Aquae Flaviae, Iria Flavia, Flavium Brigantinum, y otras muchas que no pueden verse en nuestro
catálogo. Debióle también España la construcción
de varios caminos, puentes y monumentos públicos. Y no falta quien
suponga obra suya una de las más maravillosas que en España se conservan,
y que por la grandiosidad de sus proporciones y por las dificultades
vencidas para su ejecución, excita el asombro de cuantos la visitan:
hablamos del famoso acueducto de Segovia, que los más, aunque sin
fundamento seguro en que apoyarse, atribuyen a Trajano.
Uno de los más bellos presentes que Vespasiano hizo a España, fue
haber enviado en calidad de cuestor a esta provincia á Plinio el Mayor,
que no sólo desempeñó con celo sus funciones como procurador de la
hacienda imperial, sino que hizo grandes mejoras en la Bética, visitó
una gran parte de España, y estudiando a fondo sus diferentes climas
y países, recogió en ellos abundantes materiales para su historia
natural. Hizo además relaciones de amistad con los españoles más distinguidos,
con los cuales siguió después correspondencia desde Roma, no perdiendo
nunca su afición a España.
Realizóse en el reinado de Vespasiano una de las grandes profecías de los divinos
libros, la destrucción del templo de Jerusalén y la dispersión de
los judíos por todas las naciones de la tierra: terrible expiación
impuesta a un crimen sin ejemplo. Su mismo hijo Tito, tan celebrado
después por su piedad y dulzura, fue el que recibió la triste misión
de destruir el templo y la ciudad y no dejar piedra sobre piedra. Fué este uno de aquellos grandes y terribles
acaecimientos que forman época en los siglos, y que se imprimen indeleblemente
en la historia del linaje humano. Millón y medio de israelitas perecieron
en aquella célebre guerra; noventa y siete mil fueron hechos cautivos.
Tito no pudo reprimir el llanto al contemplar el miserable estado
de Jerusalén, atestada de cadáveres y convertida en ruinas. Los que
quedaron con vida se diseminaron sobre toda la haz de la tierra, en cumplimiento de la terrible profecía. La Judea dejó
de existir como nación, y España recogió en su seno una parte de aquellos
fugitivos, que aunque perseguidos y anatematizados habían,
no obstante, de constituir una gran parte de su población por muchos
siglos. Créese que se les señaló por primer asiento la ciudad de Mericla.
España conservó por mucho tiempo gratos recuerdos de Vespasiano.
Murió este emperador el año 79, dejando por sucesor a su hijo Tito,
que aun aventajó a su padre en virtudes, y a quien los españoles llamaron
las delicias del género humano. Éralo realmente el hombre que profesaba
la máxima de que nadie debía salir apesadumbrado de la presencia del
príncipe; el que si se acordaba de noche de no haber dispensado algún
beneficio desde la mañana, exclamaba pesaroso: He
perdido el día; el que al aceptar el pontificado declaró que desde
aquel momento se conservaría puro de toda efusión de sangre; el que
no permitía que se denunciara a nadie por haber hablado mal de su
persona; el que fulminó nota de infamia contra los jueces venales
y contra los gobernadores concusionarios; el que prohibió a los caballeros
hacer el papel de histriones y degradó a un senador por haber bailado;
el que reprimió la licencia pública, e hizo todo lo posible por restablecer
la decencia de las costumbres.
La corta duración de su reinado no dejó tiempo ni a España ni a
la humanidad de probar todos los efectos de la justicia y de la bondad
de este príncipe. Pero la paz que gozaba le permitía entregarse a
la cultura de las letras y de las artes, y alas dulzuras de la vida
social. Poco más de dos años disfrutó el mundo de la felicidad con
que comenzaba a regalarle este benéfico príncipe (81).
Parece que la Providencia quiso mostrar a la especie humana que
aún no merecía príncipes tan buenos, y la castigó enviándole un Domiciano,
que más que de la familia Flavia y hermano de Tito, parecía de la
raza de los Claudios y hermano de Nerón. Jamás hubo hermanos más desemejantes
que Tito y Domiciano. No cedió Domiciano ni en crueldad ni en desenfreno
ni en tiranía a ninguno de sus predecesores. Mataba por complacencia,
y derramaba sangre por deleite. España volvió a sufrir las vejaciones
y despojos de los gobernadores romanos: pero también tenía defensores
celosos. Acusado un procónsul por sus rapiñas ante los tribunales,
y llevada la causa a Roma, abogaron en favor de los españoles Plinio
el Joven y Herennio Senección, natural de la Bética,
e hiciéronlo con tanto ardor y tales eran
los excesos del acusado, que aun imperando un Domiciano, sufrió por
sentencia del tribunal el secuestro de todos sus bienes.
Nerón había dado el primer edicto de persecución contra los cristianos;
Domiciano dio el segundo. Confundía con los cristianos a los matemáticos
y filósofos, y los desterró a todos de Roma. Domiciano murió como
morían los tiranos, y su muerte fue mirada como una felicidad para
los pueblos (90). El senado decretó que su nombre fuera borrado de
todos los monumentos públicos. Fue el último de los emperadores designados
con el nombre de los doce Césares.
Sucedióle el anciano Nerva. ¡Lástima que su edad no le permitiera dar al mundo
más años de felicidad y de justicia! Nerva abolió el crimen de lesa
majestad aplicado a los emperadores por Tiberio, castigó a los delatores,
dotó a España de magistrados sabios, embellecióa Córdoba con soberbios edificios, e hizo al morir el mayor beneficio
que pudiera hacer a España: el de darle por emperador a un español,
al insigne Trajano (98).