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HISTORIA DEL REINO DE GRANADA

I

HISTORIA ANTIGUA HASTA EL CONCILIO DE ELVIRA

¡FÉRTILES y risueñas praderas donde la naturaleza reunió flores que embellecen el suelo de apartadas regiones! ¡sierras majestuosas coronadas de nieves eternas! ¡ríos cuya sonora corriente pasa bajo bóvedas de verdura al pie de ciudades ayer florecientes y hoy sepultadas en el polvo de sus ruinas! ¡monumentos que oscureció la niebla de los siglos! reino encantador de Granada ¡salud! La fama de tu belleza y de tu gloria nos separó de nuestros hogares, y te saludamos desde lo alto de tus fronteras.

Deseamos respirar el aire que perfuman tus vegas, gozar de la sombra de tus álamos, oír el susurro de tus frondas y el murmullo de tus arroyos, contemplar desde la cumbre de tus colinas la azulada bóveda de tu cielo, orlada de franjas de oro al hundirse el sol en occidente. Deseamos sentarnos bajo la copa de tus árboles y el techo de tus palacios; y evocando el genio de esos lugares solitarios, oír tus tradiciones misteriosas, mientras silba el viento entre las ramas y las aguas turban el silencio de la noche. Deseamos abrir las páginas de tu historia en medio de tus vastas llanuras cubiertas de olivos, en medio de las ruinas de tus castillos sentados al borde de precipicios entre cuyas rocas tapizadas de musgo saltan los torrentes. Dicen que tus campos guardan aun impresa la huella de tus antiguos vencedores, que en el seno de tus cerros hay lugares en que de noche se oye aun estrépito de armas y suspiros de soldados que murieron hace veinte siglos bajo sus escudos, que están todavía ensangrentados algunos de tus barrancos; y deseamos ver esos testimonios vivos de batallas que hicieron estremecer la tierra y cambiaron la faz del mundo. Deseamos meditar en los escombros de tus pueblos sobre tu grandeza de otro tiempo, y arrancar a las mudas piedras los secretos de tu pasado

¡Granada, bello reino de Granada! tú eres ya una sombra, pero sombra augusta de lo que fuiste. Tus alcázares de mármol fueron un día cuna de reyes; sepulcro de príncipes tus fortalezas, medio ocultas en las nubes. Tus murallas salvaron una monarquía que había visto ya sumergidos dos tronos en la sangre de tus hijos. Fuiste el solio de Alhamar, cuyo poder y magnificencia ensalzan aun las salas de tus monumentos; fuiste la corte de su brillante dinastía. Serviste de postrer asilo a la civilización árabe, la primera que vino a disipar las tinieblas de la Europa; y te engalanaste con sus más ricas joyas. Eras entonces una reina. Tus palabras resonaban en bóvedas pintadas de oro; cantaban cien poetas tu hermosura; justaban por complacerte mil valientes, cuando las cornetas del ejército enemigo no los llamaban al campo de batalla. La fama llevaba de torre en torre el bullicio de tus festines y el ruido de tu grandeza hasta las fronteras de otros pueblos, que, al oírlos, envidiaban tu suerte, y suspiraban por no poder habitar en tus mansiones venturosas.

¡Granada, bello reino de Granada! ¿Qué has hecho hoy de tu cetro? ¿Cómo yace ya coronada solo de flores la que ciñó en otro tiempo una diadema? Llega a nuestros oídos un rumor triste como el de las hojas secas de tus árboles cuando las arrastra en otoño el viento de la tarde, y adivinamos qué es ese rumor siniestro. En la colina en que está sentado tu palacio suenan pasos lentos de caballos, y son esos caballos los que llevan fuera de sus muros al último de tus reyes. Llora, reino desgraciado, llora porque han llegado para ti horas de duelo y de amargura; ha llegado para ti la hora de la muerte. ¿No oyes el estruendo de los cañones y el clamoreo de los ejércitos enemigos? Así celebran tus funerales los que han vencido a tus hijos, que no supieron abrir en tus llanuras una tumba para tus contrarios. Llora, Granada, llora: tus vencedores son de corazón generoso; pero no comprenderán los misterios de tu existencia ni respetarán las costumbres de tu vida. Vendrá día en que derribarán con el hierro tus monumentos, devorarán con fuego los libros de tus sabios y de tus profetas, desterrarán con un decreto impío al último de tus creyentes.

¿Qué nos queda ya de tu esplendor antiguo? La yedra y los abrojos van separando lentamente las piedras de tus castillos, nido tan solo de las águilas: los brillantes colores de tus salones están confundidos por la humareda que arroja la hoguera del mendigo; las columnas de mármol que sostenían los arcos de tus patios caen bajo el peso del tiempo dejando rodar entre la yerba sus dorados capiteles. Las ciudades que sobrevivieron a tu ruina están poco pobladas y en silencio; ni se oyen en ellas los cantos de tus bardos, ni el rumor de tus festines, ni el confuso choque de tus talleres donde la recatada mora iba a ocultar con brillantes sedas su hermosura. En muchas de tus campiñas apenas se descubre un pueblo ni suena la voz del hombre; tus antiguos caminos han desaparecido bajo sombríos matorrales; vastos cuadros de tus comarcas más fecundas están condenadas a la esterilidad por la escasa energía de tus hijos. Poco, muy poco conservas ya de tu animación y poderío: has olvidado hasta el lenguaje de tus reyes, y las letras entalladas en el estuco de tus palacios son para misma un enigma. El viajero que te visita, después de haber admirado tus bellos paisajes, piensa solo en tu pasado si no quiere perder la ilusión que le hicieron concebir tus tradiciones y leyendas; y quizás al dejarte te olvida

Mas no, no, tú no eres ni has sido nunca digna de olvido. ¡Que cualquiera que crea en el Señor doble al verte la rodilla! Tus vencedores fueron grandes, y tú guardas su sepulcro; fueron cristianos, y tus verdes praderas están santificadas con su sangre. Sus banderas adornan los templos que sucedieron a tus mezquitas; tus pueblos están aún todos llenos de su gloria. ¡Granada! ¡Granada! tú fuiste vencida; pero tu vencimiento te honra, porque fueron santos tus enemigos, y dirigió la mano del Omnipotente sus espadas. Si, porque tú no obedeciste entonces más que a tu destino, y estaba escrito que había de triunfar en ti la Fe de nuestros padres, Cristo sobre el Profeta. ¿No conservas aun el estandarte de los que te vencieron? Enarbólalo en la más alta de tus torres: ve y oye al mundo que vive bajo la ley de Dios. Gritos de gozo pueblan los aires; aclamaciones entusiastas flotan en torno de tu pabellón sagrado. Las bóvedas de todas las catedrales retumban con el eco de tu nombre pronunciado por el sacerdote, acompañado por las cien voces del órgano, repetido por todo un pueblo. Triunfó en el Señor, y es santo el suelo que en ti pisamos. Las piedras de tus templos fueron cortadas por los aceros de los soldados de Cristo; tus altares están levantados sobre sus cenizas; y son doblemente sagrados los monumentos que consagraste al rey de los reyes. ¡Granada, Granada! tu presente es aún glorioso: en tus templos se respira la Fe de nuestros abuelos y deseamos orar en el fondo de tus capillas.

Las huellas de tu pasado no están por otra parte enteramente borradas en la superficie de tu suelo. Tu Alhambra revela aun la suntuosidad de tus monarcas, tus alcazabas las rudas costumbres de tus feroces africanos, tus acequias, venas de tus fértiles llanuras, la sabia administración de tu gobierno, tus palmas el origen oriental de tus guerreros. Una palma recordó un día a Abderramán el bello suelo de su patria; y hoy no hay viajero que al verla destacarse aislada en el azul del cielo no recuerde a tus antiguos pobladores. Quedó impreso en tu naturaleza misma el sello de los árabes, de quienes hablará eternamente el verde maíz y el espinoso chumbo que cubren tus vegas y tus cerros pintorescos. Cuatro siglos rodaron sobre después de tu caída, y el pastor refiere aun en la arroyada la historia de tus abencerrajes; tus poetas hacen estremecer aun las cuerdas de su lira para cantar las escenas de amor y de venganza que tuvieron lugar s la sombra de tus cipreses, en el interior de tus torreones, en el laberinto de tus jardines, en las tazas de mármol de tus fuentes. Y no son solo tus poetas los que encienden su fantasía en el fuego de tu pasado; poetas y artistas que respiran el aire menos poético de otras provincias vienen a inspirarse bajo el sol de tu inflamado cielo. Muchas almas entusiastas se han sentado ya bajo los avellanos que cubren las angosturas del Darro y las frescas alamedas que prestan su sombra a las márgenes floridas del Genil; y cantan tus días de gloria, los días de gloria de los héroes que por o contra desnudaron sus espadas.

¡Granada! nosotros sentimos también entusiasmo por ; pero no arde en nosotros la llama divina que inflama la frente de esos genios. No nos es dado halagar tus oídos con el eco de nuestros cantos: nuestra voz es débil, y se confundiría con el murmullo de tus aguas y los torrentes de armonía que brotan de las arpas de aquellos cantores inspirados. Seremos solo tus historiadores: referiremos sencillamente tus vicisitudes, tus horas de triunfo y tus horas de amargura, los hechos que te llevaron a la cumbre de tu esplendor, los que te precipitaron al abismo de tu desgracia. Te seguiremos al través de los siglos que sacudieron sus pesadas nieblas sobre tu cabeza, y procuraremos presentarte al mundo como fuiste. Removeremos para ello con respeto la ceniza de tus sepulcros, el fondo de tus ruinas, el polvo de tus archivos; preguntaremos a cada uno de tus lugares por sus recuerdos, a cada uno de tus monumentos por su historia.

Amantes de la naturaleza y del arte, pintaremos también tus bellos paisajes y tus alcázares y templos. La arquitectura de tus antiguos reyes tiene para nosotros un lenguaje que llega al alma, bellezas que embelesan los sentidos; y deseamos sondar sus principios, describir sus obras, presentar con toda su hermosura esas fábricas encantadoras en que fue mecida la cuna de tus príncipes, asaltados tus guerreros, encerrados los espíritus que aun hoy parecen guardar bajo artesonadas techumbres los dulces secretos de tu historia.

iGranada! ¡Bello reino de Granada! perdónanos si con mano atrevida vamos a profanar quizás la urna sagrada que encierra tu pasado: el amor por nos trajo a estas fronteras, y solo el amor por pudo inspirarnos tanto atrevimiento. Brisas que oreáis nuestra humilde cabellera, arroyos que murmuráis a nuestras plantas, flores que crecéis a sus orillas y embalsamáis el aire con deliciosos perfumes, estrellas que alumbráis de noche el firmamento, espíritus que corréis en alas de las auras que agitan dulcemente los árboles de estas selvas, dad nueva frescura a nuestros sentidos, nuevas fuerzas a nuestra inteligencia, mayor vuelo a nuestra fantasía. Vamos a hablar de Granada, la reina de nuestra poesía y de nuestra historia, y tememos empañar el brillo que le dieron tres siglos de reinado y cuatro de glorioso vasallaje. Que Granada diga al leer nuestro libro: heme aqui: y sepultaremos con placer la pluma con que lo hayamos escrito.

 

 

Geografía antigua de las cuatro provincias.

 

INFIERESE de los escritores griegos y romanos que hubo antiguamente cuatro tribus en el suelo de Jaén, Almería, Málaga y Granada. Vivian al norte los Oretanos, que ocupaban las faldas meridionales de Sierra Morena y las occidentales de las de Segura y Cazorla, desde las cuales bajaban por ambas orillas del Guadalquivir hasta las fronteras de la Turdetania, cerca la ciudad de Andújar. A mediodía confinaban con ellos los Bastitanos, que se extendían desde más acá de Guadix al reino de Murcia, llegaban hacia oriente al mismo pie del mar, descendían de Orce A Berja por Almería, y de allí se dirigían por las vertientes meridionales de las Alpujarras y el valle de Lecrin al levante de Sierra Elvira. (Estas dos tribus se extendían más allá de los términos que les asignamos; debe, empero, advertirse que aquí solo hablamos de los Oretanos y de los Bastitanos que hubo dentro de lo que es hoy Andalucía. La Oretania corría al norte por todo el campo de Calatrava : la Bastitania llegaba hacia oriente hasta el rio Suero o Sucron, ahora Júcar). Los Túrdulos, que desde la provincia de Córdoba, donde se internaban por las márgenes del Betis, bajaban a la de Málaga quizás hasta la sierra de Guaro, moraban al occidente de aquellas dos tribus; y debajo de ellos y de los Bastitanos poseían los Bástulos las riberas del Mediterráneo desde Orce hasta el Estrecho. Muchos historiadores modernos han querido ver aun en estas provincias otros pueblos llamados Célticos, sitos según ellos en la Serranía de Ronda; mas no creemos que permitan juzgarlo así los textos de los geógrafos antiguos, que los ponen constantemente al oeste de Sevilla en las orillas del Guadiana. Los autores que escribieron antes de la caída del imperio romano son a nuestro modo de ver los únicos que pueden tener en estas cuestiones un voto decisivo.

Cada una de estas tribus tenía su capital. Los Oretanos, que al septentrión de Sierra Morena ocupaban todo el campo de Calatrava, la tuvieron en Oria u Oretum sentada a las orillas del Jabalón, donde se eleva el modesto santuario de Nuestra Señora del Oreto; los Bastitanos en Bastí, hoy Baeza, fecundada por el rio del mismo nombre; los Bástulos tal vez en Malaca; los Túrdulos en Corduba, que se cree haber sido también la metrópoli de toda la Turdetania. Comprendía, además, cada tribu en su territorio ciudades importantes. Dentro del término de estas provincias dependían de Oretum: Castulo (Cazlona), Biatia o Beatia (Baeza), Tuia (castillo de Toya), Mentesa (La Guardia) y Cervaria (tal vez Bilches); de Basti : Ilunurum (Hellín o Villena): Vergilia (Berja), Acci (Guadix) y Urci o Urcentis (Orce); de Malaca: Barbesula (ciudad que estuvo en la boca del Guadiaro): Suel (Fuengirola), Salduba (Marbella), Menoba (Vélez), Exi, Ex o Sex (Almuñécar), Selambina (Salobreña), Portus-Magnus (Almería) y Murgis (Mojacar); de Corduba: Baecula o Caecilia (Bailén); Illiturgis (Santa Potenciana), Ippaturgis (Los Villares, junto a Andújar), Obulcon, (Porcuna); Tucci (Martos), llliberis (Elvira), Escua (Archidona), Astigi (Alhama) y Lacitis (La Pedrera o Coín), acaso la última ciudad de las regiones que hubo en el interior del reino. ¿Hasta dónde, empero, llegaba esa dependencia? Desgraciadamente están mudas sobre este punto la tradición y la historia. Los escritores antiguos no vieron en las capitales sino un lugar donde se reunían las tribus en asambleas o conciliums para deliberar sobre negocios que pudiesen afectar el interés de todos los individuos; ni las pintaron mejor muradas, ni más embellecidas, ni dijeron que gozasen de preeminencias que pudiesen distinguirlas de las demás ciudades. A juzgar por las escasas noticias que nos dieron, no mediarían sino vínculos muy débiles entre unas y otras poblaciones. Ni puede suponerse otra cosa, si se atiende a que el hombre inculto tiende naturalmente al aislamiento, y está siempre dispuesto a sacudir el yugo que otros cualesquiera pretendan imponerle.

Era aún mayor la independencia entre las diversas tribus. Aunque oriundas todas del Asia, mirábanse antes como enemigas que como hermanas, veían en su proximidad menos motivos de confianza que de recelo, y apenas se conocían más que por las relaciones a que habían dado origen sus querellas y frecuentes guerras. Las tribus de estas provincias, como las demás que fueron poblando la Europa, eran el resultado de las incesantes emigraciones que movieron a los hombres en los primeros siglos las necesidades físicas, los escasos medios de satisfacerlas, y sobre todo el deseo de vivir en mejor clima y bajo mejor cielo. Habíanse impelido por mucho tiempo unas a otras, habían sido arrojadas repetidas veces de los países que habían escogido sucesivamente por morada; y al fijarse en regiones que estaban ya en los últimos confines del mundo, era natural que temiesen a sus vecinos y viviesen sin cesar sobre sus armas. No gozaban, por otra parte, todas de una situación igualmente ventajosa: los Oretanos Vivian en una tierra generalmente áspera y poco fecunda, y los Túrdulos en un país donde brota la vegetación entre las mismas rocas; los Bastitanos estaban, en todo lo que es hoy Andalucía, encerrados en estrechos valles circuidos de sierras escabrosas, y los Bástulos al pie del mar, que les abría la comunicación con las vecinas costas de la Mauritania. ¿No podía ser esto causa de continuas invasiones?

Los geógrafos griegos y romanos hablan, sin embargo, de una vasta región llamada Turdetania, que suponen compuesta de diversos pueblos en cuyo número cuentan a los Túrdulos y a los Bástulos. Indican que Córdoba fue su capital, describen su situación, sus ríos, sus montes y sus fronteras, y en cuanto dicen de ella dejan sospechar que hubo lazos sociales y políticos cuando menos entre algunas tribus. Importa, pues, que nos hagamos cargo de esta región antigua. La Turdetania, según Estrabón, era lo que fue después la Bética. Se extendía desde las orillas del Guadiana hasta el golfo de Urci (orce), estando bañada casi en toda su extensión por las cristalinas aguas del Guadalquivir, conocido en las primeras épocas de la historia con el nombre de Tarteso. Llamábase la también Tartésida, y solían pintarla como un lugar de ventura, donde eran desconocidas la nieve y la escarcha, y Vivian felices los hombres, halagados sin cesar por las suaves y frescas auras que despedía el mar vecino. (Estas palabras están literalmente copiadas de la Odisea de Homero, que aunque no mentó la Turdetania por su nombre, es indudable que quiso hablar de ella cuando dice que fue su héroe a una región sita en los últimos confines de la tierra, próxima al Océano). Celebrábase especialmente su feracidad y la riqueza de sus metales, tanta, al decir de la antigüedad, que brotaba la plata entre las peñas y arrastraban oro consigo los arroyos y los torrentes. La fama de su belleza había llegado ya desde muy antiguo a las playas de la Grecia; y la habían escogido por campo de sus ficciones la religión y la poesía. En ella o cerca de ella habían sido colocados los Campos Elíseos, morada de las almas de los justos, el jardín de las Hespérides, célebre por sus manzanas de oro, las fecundas praderas donde apacentó Gerión sus numerosos rebaños, el lugar de las hazañas de Hércules, de quien dijeron que rompió el istmo que separaba el Mediterráneo del Océano. A ella había traído la mitología a Pan y a Baco, y la poesía a Ulises, cuyas armas, cuenta la tradición, que estuvieron suspendidas por muchos siglos de los muros de un templo de Minerva fundado en una ciudad al norte de Adra. Homero, considerándola situada en los límites del Orbe, había visto, por fin, en ella el trono de Minos y de Radamanto, inmediato a este el Tártaro y más allá las olas del Océano que extinguían, según él, los más brillantes rayos del sol y atraían la noche sobre la tierra. Los griegos del tiempo de este poeta no tenían de tan apartada región más que ideas vagas y confusas; y es sabido que la oscuridad tanto en la geografía como en la historia favorece la fuerza creadora de la poesía.

Mas ¿esta Turdetania era verdaderamente una provincia o una tribu? Todos los escritores hablan de unos Turdetanos que habitaban en las márgenes del Tarteso, cuyo territorio suponen limitado al occidente por el mismo Guadiana, al mediodía por el mar y al oriente por los Túrdulos, con los que estaban ya confundidos en tiempo del imperio. Remontan su origen y su civilización a las épocas más oscuras de la historia, y los pintan suaves en sus costumbres, adelantados en el ejercicio de las artes, gobernados por leyes antiquísimas, enemigos de la guerra, amantes del cultivo del entendimiento, muy lejanos ya del estado de barbarie en que se encontraban los habitantes de las regiones próximas. Tribu de tan buena situación y tan aventajada en cultura parece verdaderamente que debía ejercer algún influjo sobre sus vecinas; mas esta consideración no basta para establecer en ella el centro político de las demás, ni considerarla como la cabeza de toda la comarca. Carecemos de datos históricos, y solo cabe emitir masó menos fundadas conjeturas. No era solo notable la tribu de los Turdetanos por sus mayores adelantos sociales; lo era por su mayor extensión, por la mayor riqueza de su suelo, que contenía en sí lo más feraz y pingüe de toda la Andalucía, por su mayor facilidad en aprovecharse de las ventajas naturales del terreno : circunstancias todas que habiéndose debido presentar aun con más realce a los ojos de los primeros invasores, es muy posible que hayan sido causa de que estos hiciesen ostensivo su nombre ya que no su influencia a las regiones encerradas entre el Guadiana y los montes de Cazorla, entre Sierra Morena y el Mediterráneo. Apoya esta hipótesis el mismo Estrabón, que después de haber descrito la posición geográfica de la Oretania y de la Bastitania, pasa a hablar de la Bética, llamada así, dice, porque la baña el Betis y Turdetania por el nombre de sus habitantes. Todos los habitantes de la Bética ¿eran pues Turdetanos, según este geógrafo? A haberlo creído así, hubiera guardado silencio sobre los Bástulos, de que no tarda en ocuparse.

La geografía de la mayor parte de los pueblos suele presentarse entre sombras hasta la época en que la civilización penetró en ellos con las armas de alguna nación conquistadora. Divididos y subdivididos antes en pequeñas tribus, es difícil apreciarlos en detalle, imposible a veces abarcarlos en conjunto. Mas cuando gimen ya bajo el yugo de un imperio extraño, reunidos en grandes grupos, en distritos judiciales, en provincias, van haciéndose asequibles a la ojeada rápida de los historiadores. Respecto a nuestras tribus no tuvo aun lugar esta mudanza bajo la dominación de los Fenicios ni la de los Cartagineses; pero la tuvo indudablemente bajo la de los Romanos, a cuyos escritores debemos hasta las oscuras noticias que preceden. Dueños los Fenicios apenas más que de nuestras playas meridionales y occidentales, y atajados los Cartagineses en su conquista por las armas de la república del Tíber, no pudieron verificar en la Península ninguna revolución política que debiese dar por resultado una nueva clasificación geográfica; al paso que los Romanos, señores de todo el reino, se vieron obligados por el deseo que tenían de conservarlo en su poder a distribuir los pueblos en mayor o menor número de provincias y conventos según lo iban exigiendo sus sistemas de administración de justicia y sus medios de gobierno. Agrupólos en dos provincias la República, en tres Augusto, en seis Constantino, que después de haber trasladado a oriente el trono levantado y sostenido por sus mayores, trastornó casi del todo la división antigua del imperio.

Durante los cónsules, pertenecieron a la España ulterior las tribus de estas provincias; mas desde el primer sucesor de Cesar fueron distribuidas parte en la Bélica y parte en la Tarraconense. Era entonces la Bética una provincia que desde el Guadiana se extendía hasta Mojacar por las orillas del Mediterráneo, torcía por entre Granada y Guadix, y Andújar y Cazlona hacia Sierra Morena y la Mancha, y al llegar en esta a la altura de Medellin, volvía a las márgenes del mismo río que constituía su punto de partida. Confinaba al occidente con la Lusitania, al norte con los Carpetanos, con la Oretania y la Bastitania a oriente y con el mar a mediodía. De las tribus de estas provincias solo tenía a los Túrdulos y a los Bástulos dentro de sus fronteras: las otras dos dependían de la antigua Tarraco.

Recibía la Bética el río de que tomó nombre (el Betis, por los Moros llamado el Guadalquivir) junto a Illiturgis, a la entrada de la Osigitania, cuyos fértiles y encantados valles tapizaban las riberas de la misma corriente. Era a la sazón el Betis rio de mucha celebridad, y tenido como ahora por el primero de Andalucía. Plinio nos indicó ya su nacimiento en el Saltus Tugiensis o sierra de Segura, de la cual le pintó despeñándose con violencia como huyendo de la hoguera de uno de los Escipiones; Silio Itálico mencionó la fertilidad de sus márgenes cubiertas de olivos y la belleza de sus claras y trasparentes aguas acostumbradas a limpiar todos los días los caballos del sol; los geógrafos le supusieron todos navegable en buques mayores hasta Sevilla, y en pequeñas barcas hasta algo más allá de Córdoba, gloria de una tierra que produce oro, como la llama el mismo Itálico. Después de él apenas eran mentados en la Bética más que sus tributarios el Menoba (río Vélez) y el Singilis (el Genil), el mismo que cubre hoy de cármenes y alamedas la vega de Granada; el Barbesula (el Guadiaro), que ruge bajo las imponentes ruinas del castillo de Agucen, y desagua cerca de las Columnas de Hércules; el Salduba (río Verde), que fecunda los alrededores de Marbella; el Malaca, llamado después Guadalmedina; el caudaloso Anas (el Guadiana), por fin, en cuyas orillas estaban sentados los pueblos de dos regiones.

Las sierras donde nacen estos ríos llegarían también otro nombre entre los Romanos; mas no consta sino el de muy pocos en las obras que aquellos escribieron. Apenas hablaron más que del Mons Mariorum, que separa ahora Castilla de Andalucía, y del Ilipula, voz al parecer genérica con que designaron toda esa vasta cordillera que empieza en la sierra de Segura y va a hundir su planta en el Estrecho. El Orospeda que mientan alguna vez los geógrafos, no era más que una parte de esa misma cadena de montes a que pertenecía también el Salto Tugiense, llamado Argénteo por la mucha plata que en sus entrañas contenía. Por lo que cabe inferir de Estrabón era el Orospeda el ramal que va de mediodía a occidente, y el Mons Argentens la cabeza de la cordillera. El Ilipula no comprendía, pues, solo la Bética: hacia oriente constituía las fronteras de los Oretanos, y dividía por mitad la Bastitania.

Estaba además dividida cada provincia española, según la distribución de Augusto, en distritos o conventos judiciales, cada uno de los cuales comprendía en la Bética una cuarta parte del territorio. Los Túrdulos y los Bástulos orientales eran del de Córdoba; los que vivían más al occidente, del de Ecija; las otras dos tribus, del de Cartagena, uno de los de la Tarraconense. Esos límites están aún descritos con vaguedad, mas no creemos necesario descender a más detalles.

La reforma hecha por Constantino es también en este lugar poco digna de examen, porque apenas alteró la geografía detestas tribus. Los Oretanos y los Bastitanos pasaron a la provincia Cartaginesa.

 

Historia de las tribus granadinas

desde la entrada de los Fenicios hasta la conquista total de España por los Romanos.

 

Recorriendo los Fenicios las costas de África, créese que dieron con el Estrecho y desembarcaron en las playas de estas tribus. Admiróles al parecer en ellas la fecundidad de la tierra y la hermosura del cielo; mas no las escogieron para asiento de sus colonias hasta que tres siglos después la necesidad les obligó a dejar las poblaciones que tenían en la Siria (Dios había prometido a Abraham hacer a sus descendientes dueños de la tierra de promisión, que era el rico país de Canaán, patria de los Fenicios. Josué, en cumplimiento de esta palabra, entró a mano armada en ella, y ganó una tras otra las ciudades de Jericó, Har, Gabaón, Jerusalén, Betel, Yerimot, Hebrón, Gader y Laquis, cuyos habitantes, huyendo de la cólera del vencedor, bajaron precipitadamente a las que ya de mucho tiempo tenían en las orillas del mar Sirio. Rebosaron de población con este motivo Tiro, Sidón, Biblos y Arada, que no pudiendo contener al fin a los vencidos, les indujeron a ir a establecer colonias en los países que ya conocían, Pasaron entonces los Cananeos a los pueblos septentrionales del Ática y del Peloponeso, no tardando en arribar hasta estas playas españolas, cuyo recuerdo conservaban por una tradición no interrumpida. Tuvo lugar esta segunda expedición a mediados del siglo XV antes de Jesucristo; la primera se calcula que en el XVIII, en que se entregaron los Fenicios a las expediciones marítimas más aventuradas). Movidos entonces por la voz de sus oráculos, volvieron a estas riberas del Mediterráneo, donde se establecieron y fueron levantando ciudades que se hicieron célebres. Ocuparon al principio solo el país de los Bástulos, en que fundaron Malaca (Málaga), Abdera, Exi (Almuñécar) y Salambina (Salobreña); pero no tardaron en dirigirse al de los Turdetanos y al de los Túrdulos, cuya capital construyeron, según algunos escritores, para recoger y aprovechar el fruto de los vastos olivares que cubrían como ahora las orillas del Tarteso. Fijaron principalmente su morada en estas tres regiones, que poseyeron en paz y sin mezcla de otros pueblos hasta que los Foceos, después de haber establecido algunas colonias en las costas de oriente, bajaron por mar a Andalucía, y fueron tal vez los que dieron origen a una ciudad de carácter griego que hubo junto a Málaga. (Estrabón nos habla de esta ciudad que llama Menaces, manifestando que no se la debe confundir con la de Málaga, toda tan fenicia como aquella griega.)

La permanencia de los Fenicios en estos ni en oíros muchos lugares en que estuvieron no puede ser llamada en rigor dominación. No emplearon jamás las armas contra las tribus indígenas, a las cuales dominaron, más que por la fuerza, por la superioridad de su cultura y el trato continuo que con ellas tuvieron vendiéndoles los productos de sus artes, y tomando en cambio los frutos que con tanta abundancia arrojaba de su seno la naturaleza. No les exigieron nunca tributos, ni las obligaron a seguir su religión, ni les impusieron leyes, ni ejercieron por fin sobre ellas ninguna clase de poder político; antes las trataron siempre como aliadas, y se asegura que las consultaron en todos aquellos negocios en que podían darse por vejadas u ofendidas. Era muy peligroso para ellos pretender el dominio de los pueblos con que deseaban entrar en relaciones. Una república federativa que carece, como la suya, de un vínculo bastante fuerte para contrarrestar la tendencia a separarse que suelen tener los diversos elementos que la constituyen, no puede pensar en la conquista, cuya realización exige casi siempre la acción incesante y enérgica de un poder capaz de hacer sentir instantáneamente y donde quiera sus efectos. Los Fenicios, por otra parte, buscaban solo mercados para sus manufacturas; y les era sin duda más fácil encontrarlos en naciones independientes que en otras que, siendo esclavas, no podrían ver sino un arma de venganza en el arado con que debían cultivar la tierra. Siendo en aquellos tiempos el pueblo más adelantado del mundo, les bastaban, además, sus artefactos para cautivar gente aun sencilla y medio sumida en la barbarie: ¿con qué objeto habían de apelar a la conquista?

Sin proponerse el dominio de estas tribus lograron indudablemente satisfacer mejor sus deseos que los que las invadieron después a mano armada. Por muchos siglos sostuvieron aquí sin contradicción un comercio grande con los pueblos interiores, y mayor aun con los del Asia. Tiro, Sidón y otras ciudades de la Siria mandaban sin cesar naves a los puertos de los Bástulos, ansiosas de trocar sus finísimas telas por el aceite del Guadalquivir, los metales de las sierras contiguas, el trigo de los campos de Sevilla y las hermosas lanas de los ganados que se apacentaban en las colinas de la Turdetania. Las aguas del mar de Málaga estaban en todos tiempos cubiertas de embarcaciones que iban a cargar de la pesca salada de aquella ciudad, género tan celebrado entonces en oriente como lo fueron después en occidente los vinos generosos de la misma (Malacha, en griego Malaka, significa la ciudad de las salazones. Malach en hebreo, y sin duda en fenicio, significa salar). Se iba y se venía del Asia en un corto número de días, y presentaban todas estas costas meridionales vida y movimiento. Era ya muy decantada la riqueza de estas tribus, de la cual hablaron hasta los Profetas.

Ezequiel dijo hablando a la ciudad de Tiro: “todas las naves de la mar y sus marineros estuvieron en el pueblo de tu negociación. Los de Persia, y de Lidia y de Libia eran en tu hueste tus hombres de guerra; el escudo y el morrión colgaron en para tu gala. Los hijos de Arad con tu hueste estaban sobre tus muros al rededor; y los Pigmeos que estaban en tus torres colgaron sus aljabas en tus muros; ellos colmaron tu hermosura. Los hijos de Tarsis que comerciaban contigo hincharon tus mercados con muchedumbre de todas riquezas, de plata, de hierro, de estaño y de plomo”. Cuando habló el Profeta de los hijos de Tharsis, ¿no es probable que se refiriese a los Españoles, a quienes supone la tradición descendientes de aquel hijo de Noé? Las mismas riquezas de que les supone dueños ¿no parecen confirmarlo?

Con un comercio tan activo llegaron pronto los Fenicios a un alto grado de opulencia; mas no cabe por ello censurarlos. No levantaron como otros pueblos su fortuna sobre la ruina de los indígenas; los enriquecieron en lugar de empobrecerlos, los civilizaron en lugar de degradarlos, les llevaron de día en día a mejor suerte. Les hicieron más productivos los frutos naturales, les iniciaron en el conocimiento de las artes, les abrieron el paso de los mares, les enseñaron a multiplicar por medio de la forma y del cambio el valor intrínseco de todos los objetos. Templaron las rudas costumbres que aun tenían, los acostumbraron a gozar de las dulzuras de la paz bajo la sombra del trabajo, les comunicaron el alfabeto, sin el cual solo una tradición vaga podía consignar y trasmitir a la posteridad los progresos de la inteligencia, los aficionaron al cultivo de las ciencias, fueron por fin sus ayos y sus maestros

 La civilización de los Turdetanos, tan decantada por los historiadores, no creemos que date de otra época más apartada que la del establecimiento de esos cultos asiáticos en nuestras costas. Los escritores del Imperio romano aseguran que tenían aquellos leyes escritas más de seis milenios atrás; más es sabido que no es posible contar los años según nuestro sistema astronómico por oponerse a la cronología sagrada. Los Turdetanos estuvieron desde muy temprano en relaciones con los Fenicios, y a ellos debieron, según la más fundada conjetura, las suaves costumbres y los adelantos literarios que tanta fama les dieron en la antigüedad. Sentados bajo mejor clima que los demás pueblos, entraría más pronto en ellos la civilización, a ser ciertas las observaciones de Müller sobre la influencia del clima en los progresos sociales.

No procedieron tan pacífica ni tan provechosamente con ellos los Cartagineses, que llamados por los mismos Fenicios en defensa de ciertas colonias amenazadas por los Turdetanos, entraron en estas tribus como aliados, y acabaron por ser sus dueños y opresores. Los Cartagineses eran también Fenicios, pero de un carácter y de una índole distintos. Criados bajo el sol abrasador del África, tenían de ordinario mayor fuerza de voluntad y pasiones más enérgicas: eran más audaces, más resueltos, más amigos de vencer a punta de espada los obstáculos que se oponían a sus planes. Eran más orgullosos y sobre todo pérfidos, pues raras veces atendían a lo que exigen la amistad y la buena , y casi siempre sacrificaban sus sentimientos a sus intereses. Vivían, además, bajo un sistema político más rigoroso: constituían un solo pueblo, y estaban dominados por una aristocracia guerrera que podía hacer sentir su influencia en los más apartados límites de la república por medio de sus mismos individuos, dueños exclusivos del ejército y la armada. Puede verdaderamente decirse que se diferenciaban de una manera esencial de los demás Fenicios: aquellos parecían nacidos y organizados para colonos, estos para conquistadores; aquellos para la súplica, estos para el mandato; aquellos para la paz, estos para la guerra.

Pronto manifestaron en España su carácter. Habían puesto apenas el pie en estas tribus, cuando volviendo las armas contra los mismos que habían pedido su protección, se apoderaron de todas las colonias fenicias, abriéndose paso con el ariete donde no pudieron con la espada, tratando con el mismo rigor a los Asiáticos que a los naturales, y sujetándolos a todos a la ley de los vencidos. Dominaron en breve a los Bástulos, en cuyas ciudades pusieron tropas para contener las invasiones de los Españoles; pero no creyeron oportuno continuar la conquista que solo dos siglos después emprendieron formalmente para reponerse de las derrotas que sufrieron en Sicilia. Vinieron entonces de África a las órdenes de Amílcar, el mejor general de la República, y arrollando con ímpetu cuantas tribus les salieron al encuentro, se hicieron dueños de gran parte de la Bética, desde la cual fueron y volvieron de las costas de oriente, hasta que junto a los muros de Hélice (ciudad al poniente de Alicante) cayeron vencidos y rotos por un gran número de pueblos confederados, entre los que figuraron los habitantes de Oretania.

Perdieron los Cartagineses en esta jornada de Hélice a su general, que se ahogó según algunos en el paso de un rio; mas no por esto desmayaron. Vengáronse cruelmente de los vencedores bajo el mando de Asdrúbal, fundaron la ciudad de Cartagena, que fue desde entonces centro de sus operaciones militares, penetraron tras el joven Aníbal hasta el centro de Castilla, sitiaron y tomaron a Sagunto, y llenos de un arrojo, al parecer temerario, pusieron en armas todas nuestras tribus, atreviéndose a llevar la guerra al través de montes y de enemigos al mismo corazón de Roma, que aborrecían de muerte. Recogieron en Italia laureles regados por torrentes de sangre romana; pero no los debieron solo a sus esfuerzos, los debieron también a los de los pueblos de estas provincias, que pelearon por ellos en Tesino, Trebia, Trasimeno y Canas. Aníbal había contraído antes enlace con la bella Himilce, natural de Cástulo, había visitado todas las tribus granadinas las había mejorado y embellecido, y las encontró dispuestas a seguir la suerte de sus banderas al querer ir a hollar con su planta el Capitolio.

Las derrotas de los Cartagineses en España no fueron, sin embargo, menores que sus triunfos en Italia. Acometidos por legiones romanas que entraron en dos épocas distintas a las órdenes de los hermanos Escipiones, se vieron obligados a retroceder de campo en campo de batalla desde las márgenes del Ebro hasta las fronteras de este reino de Granada, que fue en adelante el principal teatro de la guerra. Perseguidos en el interior de estas mismas tribus, ni aun en ellas supieron encontrar por mucho tiempo sino un sepulcro para sus soldados. Perdieron la Bastitania; quedaron en la Oretania vencidos y humillados al pie de las murallas de Illiturgis (Mengíbar), Cástulo (Cazlona) y Auringi (Jaén). Desde la entrada de sus enemigos hasta la muerte de Gueyo y Publio Escipión, que cayó de una lanzada en la Sierra de Segura, no alcanzaron masque una victoria en Munda (Monda, provincia de Málaga); y aun esta fue sin resultado. Acabaron por fin con los capitanes que tantas veces les habían hecho morder el polvo de la tierra; ¿mas fueron ellos solos los que les vencieron? Estaban con ellos los rudos guerreros de la Galia; estaban con ellos los feroces Númidas que capitaneaba el joven Masinisa. No sacaron por otra parte grandes ventajas de la muerte de estos jefes romanos; un solo soldado bastó para trocar sus alaridos de triunfo en gemidos de dolor y en suspiros de muerte; un solo soldado bastó para hundirlos en su antiguo abatimiento, y cubrir de luto sus banderas vencedoras. Marcio no solo los derrotó; atajó también sus pasos, que pretendían encaminar hacia Italia.

Después de este suceso inesperado apenas pudieron ya los Cartagineses pasar más allá de estas regiones. Encontraron al enemigo en la Oretania, y fue en ella donde se estrellaron sus últimos esfuerzos. Entre Mentesa (La Guardia) e Illiturgis (Mengíbar) fueron vencidos por Nerón, cuya confianza burlaron con su astucia; quedaron rotos en Baeza por el joven vencedor de Cartagena; perdieron Illiturgis, saqueada, talada, reducida a cenizas, arada y sembrada de sal por los Romanos; perdieron Cástulo (Cazlona), que se entregó al enemigo; perdieron su fama y su sangre dondequiera que aceptaron la batalla. Retrocedieron entonces a la Bética, donde Astapa, como otra Sagunto, fue sepultada entre sus propias ruinas; y se vieron, al fin, reducidos a encerrarse dentro de los muros de Cádiz, de los que no salieron ya sino para abandonar por siempre este país, cuya conquista les costaba tantos años de luchas y de afanes. Asdrúbal, uno de sus jefes, pudo aun en medio de tantas derrotas organizar en la Lusitania un ejército, y pasar con él a Italia; mas ¿a qué fueron entonces los Cartagineses, sino a empañar sus glorias en las orillas del Metauro y obligar a Aníbal a regresar al África, donde habían de irle a derrotar esos mismos Romanos que tanto aborrecía? Asdrúbal murió; y Magón, para ir a recoger en sus naves los restos del ejército del Lacio, tuvo que dejar Cádiz, que pasó al dominio de Roma como todas las demás ciudades que obedecían aun a los vencidos.

Los Romanos, sin embargo, no quedaron aun dueños de España. Libres ya de las armas de Cartago, tuvieron que empezar con los pueblos indígenas una guerra que consumió sus más bravas legiones y puso a prueba la destreza y el valor de sus mejores capitanes. Tomaron parte en ella los Celtíberos, que parecidos a la hidra de Lerna, cuyas cabezas retoñaban incesantemente bajo la clava de Hércules, salían siempre más fieros y más terribles del polvo en que les hundía la espada de los pretores y de los cónsules. Tomáronla los Lusitanos, que acaudillados después de continuadas derrotas por Viriato, fueron el terror de sus enemigos, no hallando dique a sus ímpetus sino en la cordura de Fabio y en la perfidia del que le sucedió en el mando. Tomáronla los Astures, tomáronla los Cántabros, a quienes no bastó a vencer la República, y tuvo que pasar a dominar con sus propias armas el primer jefe del Imperio. Tomáronla casi todos los pueblos, ansiosos de defender hasta el último trance su tan querida independencia. Roma llegó a temblar ante tan numerosos y tan indomables enemigos; veía a cada paso contrarrestado el valor de sus legiones, recordaba hoy la sangre vertida ayer, consideraba todos los días sus escasos adelantos, y sentía a veces hasta desaliento y vergüenza de sí misma. Había encontrado en pocos pueblos una resistencia tan firme y tan porfiada, y sabía apenas comprenderla. La venció; pero después de siglos.

¿Mas cuál fue, en tanto, el papel reservado a las tribus granadinas? Fue desgraciadamente muy triste para tribus españolas. Salidas de la mano de los Cartagineses para entrar en la de los Romanos, vivieron desde un principio sujetas al gobierno de los pretores, y apenas pudieron hacer más durante esta guerra memorable que oír a lo lejos el rumor de los combates en que defendían las demás su patria y lamentaren lo más secreto de sus hogares su larga servidumbre. Fueron consideradas como enemigas por los Lusitanos, que las invadieron muchas veces tratándolas con la misma crueldad que a los Romanos; y en, cambio no encontraron en sus dominadores sino hombres a quienes la codicia y el orgullo impelían todos los días a mayores vejaciones, crímenes y escándalos. Cuando las provincias de España en general, no pudiendo ya sobrellevar más agravios, enviaron embajadores al Senado de Roma para que pusiera remedio a sus males, no tuvieron ellas menos motivos de queja que exponer que las tribus tantas veces sublevadas, a pesar de no haber hecho nunca armas contra la República. Llegó aun a más su desventura. En las circunstancias difíciles para sus invasores tuvieron que ingresar en las legiones y derramar por la causa de sus enemigos la sangre que reclamaban los intereses y el bienestar de la Península. Debieron pelear tal vez contra el mismo Viriato, que procurando con ardor por la causa de los pueblos llevó sus temidos escuadrones hasta las fronteras orientales de la Bastitania.

De las tribus granadinas solo se sublevaron Cástulo y Jirisis (¿Jaén?) en los últimos tiempos de la República, y fueron por cierto bien desgraciados en su empresa. Quinto Sertorio, que acometido de improviso por los habitantes de aquellas dos ciudades había creído prudente abandonarlas para evitar una muerte casi segura, volvió a poco contra Cástulo, que tomó y castigó con severidad excesiva, hizo disfrazar a sus soldados con el traje de los vencidos, y les llevó a Jirisis, donde ejecutó sin piedad las leyes de la guerra. No podían esperarse, a la verdad, mejores resultados de un movimiento tan parcial, verificado en una época en que Roma tenía ya sojuzgada la mayor parte de España.

No cupo tampoco mejor suerte a estas tribus durante las guerras civiles de la República, en las que debieron tomar una parte más o menos activa todos los pueblos españoles. O fueron de ellas simples espectadoras o víctimas. Anduvieron de mano en mano, y tuvieron que sobrellevar la codicia y la cólera de todos los partidos. Al triunfar Mario, acogieron generosamente a Craso, que venía huyendo de su patria; mas lejos de obtener de él beneficios al apoderarse Sila de la dictadura, no recibieron sino mayores cargas e injurias, debiendo llegar a contemplar sin poder vengarse talada y saqueada la ciudad de Málaga, que se resistió a satisfacer los tributos impuestos por aquel jefe ingrato. Cuando Sertorio volvió de África, donde le llevó la alevosa muerte de Salinator, fueron el primer teatro de sus hazañas, el primer fruto de sus triunfos y el primer punto de sus derrotas sin haber mediado nunca su voluntad ni para ser vencedoras ni vencidas. Estalló después entre Cesar y Pompeyo la fatal contienda que debía acabar con la libertad romana: partidarias de Cesar, fueron de nuevo oprimidas por los pretores; partidarias de Pompeyo, experimentaron todo el rigor de que eran capaces Cesar y sus legiones generosas. Quizás tomaron entonces parte en un combate sangriento que decidió por fin la rivalidad de los dos caudillos; pero nada lograron con ella sino agravar sus infortunios. La batalla de Munda, cuyo estrépito despertó el eco de estas sierras y confundió los bramidos del Mediterráneo, cubrió de cadáveres el campo para hacer la fortuna de Cesar, no para mejorarla de estas tribus dentro de cuyos términos fue dada. Vencidas estas por haber seguido entonces las banderas de Pompeyo, se vieron por el contrario mucho más humilladas teniendo que guardar silencio sobre su propia desventura y ver con la frente doblada pasar en medio de ellas el vencedor del mundo.

El triunfo de Cesar, sin embargo, como creó un nuevo orden de cosas para la República, lo creó en breve para estos y los demás pueblos de la Península. La dictadura llevó al Imperio, y el Imperio fue indudablemente para los españoles más beneficioso que la República.

 

 

Historia de las tribus granadinas durante el Imperio; introducción del Cristianismo; Concilio Iliberitano.

 

Sujetas estas tribus al yugo romano desde los primeros tiempos de la conquista, favorecidas por el nuevo sistema político que introdujo Augusto, y poco partícipes por su misma posición de las violentas vicisitudes que agitaron el Imperio, gozaron después de la guerra de Cantabria de una paz apenas interrumpida por leves tumultos y pasajeras invasiones. Siguieron aun expuestas a la tiranía de los que las gobernaban ya por el Cesar, ya por el Senado, mas no carecieron ya como durante la República de medios para prevenirla ni aun para vengarla. Puestas bajo el benéfico gobierno de las curias, recaudaron por sí mismas sus tributos, entendieron en su administración interior, y quitaron a los procónsules y a los procuestores los pretextos de que estos se servían a menudo para enriquecerse a costa de los pueblos. Tenían, además, contra aquellos el juicio de residencia, podían acusarlos ante el Senado, pedir y obtener la reparación de los ultrajes que hubiesen recibido; y lograron con este derecho, no solo castigar a sus principales opresores, sino también intimidar y hacer más justos a los que después de ellos vinieron a encargarse del mando de las provincias.

Al declararse Augusto emperador, fueron divididas las provincias en imperiales y senatorias. Las senatorias, que eran las que por estar ya de mucho tiempo conquistadas no necesitaban de la presencia de las legiones, estaban bajo la jurisdicción del Senado y eran gobernadas por un procónsul; las otras estaban bajo la del Imperio y lo eran por un procuestor o legado, la Bética fue declarada senatorial, y la Lusitania y la Cartaginense imperiales, de modo que de las cuatro tribus comprendidas en el reino de Granada, los Bástulos y los Túrdulos pertenecían al Senado, los Bastilanos y los Oretanos al Imperio.

En los primeros años del reinado de Tiberio, Vibio Sereno y Lucio Pisón, legado proconsular el uno e imperial el otro, quisieron ejercer sobre ellas el despotismo con que aterró el emperador la Italia; mas ni aun escudados por su príncipe, pudieron evitar del todo el castigo que por sus crímenes merecían y exigía la justa cólera de los ofendidos. Estas y las demás tribus de la Península, sobre todo las de la Bética, se alzaron armadas contra ellos y no depusieron sus espadas hasta que Vibio fue desterrado a una de las Islas Cicladas del Archipiélago. No combatían ya como en otro tiempo por la independencia; pero creyeron deber pelear por los derechos que les habían sido otorgados por las prerrogativas que constituían la base de sus libertades, y eran la mejor garantía de su seguridad personal y de la propiedad que sobre sus cosas les competía. Bajo el gobierno de Domiciano, y aun bajo el de Trajano, vejadas las de la Bética por la insaciable codicia de sus procónsules, no tardaron tampoco en alcanzar contra ellos la debida justicia, a pesar del poder que estos tenían y de la influencia que por el lustre de su linaje y la grandiosidad de sus riquezas pudieron ejercer sobre el ánimo de los Senadores. Encontraron un defensor ardiente en Plinio el Joven, que había sido en ellas cuestor, y lograron que fuesen secuestrados y confiscados los bienes de ambos magistrados, desterrados los cómplices y restituido a sus legítimos dueños todo lo que unos y otros habían usurpado. Cecilio Clásico, procónsul entiempo de Trajano, hubiera sido indudablemente castigado aun con mayores penas; mas viendo el rigor de la sentencia que le amenazaba, no se sintió con fuerzas para sobrellevar tanta deshonra, y se suicidó antes que el Senado decidiera de su suerte.

Libres así de las vejaciones que pesaban sin cesar sobre ellas, cuando las gobernaban a su antojo los pretores, fueron creciendo en prosperidad estas tribus, sobre todo cuando ocuparon la silla imperial príncipes tan esclarecidos como Flavio Vespasiano, Tito, Trajano, Elio Adriano y Antonino. Las costas de los Bástulos estaban animadas de continuo por naturales y extranjeros que iban a trocar en ellas los frutos de la naturaleza y los productos de las artes; recibían en sus puertos naves de Italia, Asia y aun de África; eran visitadas a cada paso por las escuadras romanas destinadas a guardar las orillas del Mediterráneo contra las invasiones de los piratas; aumentaban de día en día su riqueza, crecían en población y en poderío. Abríanse en el interior escuelas, construíanse puentes, uníanse las ciudades más importantes con esas sólidas y majestuosas vías romanas en cuyos restos creemos ver aun impresas las huellas de las legiones. No tardó en cruzar la Bastitania, la Oretania y aun parte de la Turdulia, la dilatada vía Aurelia que se extendía desde Roma hasta Cádiz pasando al través de los Alpes y los Pirineos por gran parte de la Galia y toda España. Desde Cartagena se dirigió esta a Baza y a Guadix por la sierra de Cazorla, a Córdoba por la ciudad que hubo junto a Andújar, a Málaga por la misma tierra de Guadix, a Orce, frontera oriental de la Bética, por las pobladas playas de la Bastulia. Partieron pronto de ella ramales más o menos largos que fueron acortando las distancias entre las poblaciones en que florecieron más la industria y el comercio.

Levantáronse en todas partes templos y otros monumentos, sobre todo en las ciudades que fueron declaradas colonias, pobladas generalmente por los Romanos que hablan servido en las legiones, y embellecidas por el capricho de patricios opulentos que venían a gozar en ellas de esta tierra fecunda y de este hermoso cielo. Húbolos también en las consideradas como municipios; húbolos en Adra; húbolos en Antequera, donde existía un panteón a semejanza del de Roma; mas no era tan fácil levantarlos en estas ciudades, donde la construcción de los monumentos corría muchas veces a costa de los ediles. Las ciudades federadas tenían aún menos recursos para poder emprender obras públicas, abandonadas como estaban a sus propias fuerzas, y sin que les cupiese contar con la protección decidida del Imperio; pero no dejaron de tenerlas por lo que nos permiten juzgar los grandiosos restos que están aún brotando del suelo de la ciudad de Málaga. Pueblos ahora insignificantes, sobre los cuales ha pasado la espada niveladora de los Vándalos y las armas regeneradoras de los Árabes, ostentan aun medio cubiertas entre la yerba, ruinas imponentes de aquellos siglos; y este hecho prueba más que las crónicas y las obras de los historiadores antiguos el grado de riqueza y de prosperidad a que llegaron entonces estas tribus, puestas por los emperadores al abrigo de la tiranía de los procónsules y a la sombra de una libertad garantizada en unas ciudades por las leyes fundamentales de la metrópoli, y escudada en otras por la energía de las municipalidades.

Recibieron además estas tribus en los buenos tiempos del Imperio una civilización que fue adelantando de día en día y cundió después en todos los pueblos de la Península. El roce continuo con sus dominadores, avecindados en gran número dentro de sus fronteras, les hizo participar poco a poco de los progresos intelectuales y morales de Roma, y no tardaron en igualarse con esta misma capital del mundo, de la cual tomaron no solo el saber, sino también la lengua y las costumbres. Según muchos escritores de aquella época, hablábase en ellas latín, olvidado ya del todo el idioma patrio; se vestía y se vivía al uso romano; se celebraban y eran altamente aplaudidos los sangrientos espectáculos del circo y las escenas que se representaban en los teatros. Se trocaron los apellidos bárbaros por los más cultos y sonoros de la Italia; se imitó a la metrópoli en la gravedad, en el lujo, hasta en los vicios. Estuvieron dentro de algún tiempo tan identificadas con esta, que siguió en ellas al mismo paso la decadencia y la corrupción, que más tarde la fueron corroyendo hasta acabar con la ruina completa de una y otras. Introdujese en su seno al mismo tiempo que en el de Roma la codicia más desenfrenada y el más inmundo libertinaje; desgarrólas al mismo tiempo aquella prostitución tan decantada de los poetas, en la cual muchos han visto con razón la principal causa de la caída del Imperio.

Fueron estas tribus las primeras de España en que penetró la luz del cristianismo; tuvieron quizás desde el primer siglo prelados austeros que les hicieron oír la voz de aquel hijo de Dios que vino a predicar la paz cuando era el mundo un campo de batalla, y a enseñar la virtud cuando dormía la tierra al afeminado rumor de las orgías; mas no bastaron los acentos de esa nueva religión para contener el mal moral que fue devorándolas lentamente desde los primeros emperadores, y creció y se multiplicó desde que fue invadido el trono de los Césares por la anarquía de las guardias pretorianas. Al decir de la tradición entró en ellas el cristianismo con siete discípulos de Santiago que, desembarcando según las órdenes de su maestro en las costas de la provincia de Granada, se dirigieron a Guadix cuando estaba la ciudad entregada a las fiestas del gentilismo, y salvados allí milagrosamente por la mano del Señor, que rompió de improviso el puente que los separaba de sus enemigos, pasaron a ocupar cuatro ciudades en estas tribus, una en la Lusitania, otra en el reino de León y otra en Castilla. Dícese que de los siete quedó Torcuato en Acci, Indalecio en Urci, Cecilio en Illiberis y Eufrasio en Iliturgis; añádese que murieron todos mártires en sus propias diócesis; y hay quien asegura que algunos siglos atrás se conservaba aun el olivo que fue plantado a la llegada de estos apóstoles, olivo que, según cuentan, se cubría todos los años de flores la víspera del día destinado para celebrar su memoria y de frutos sazonados al rayar el alba. Estas tradiciones prueban cuando menos que no tardó en ser conocida aquí la doctrina de Jesucristo, y que si no en el primer siglo, lo sería en el siguiente en que ya la suponen extendida hasta las últimas regiones españolas Tertuliano en su libro contra los judíos y S. Ireneo en su obra contra los herejes.

Consultando detenidamente la historia, no es posible, sin embargo, creer que hiciese la nueva religión en estas tribus muchos adelantos durante los primeros siglos. Ya desde mucho tiempo habían recibido los pueblos en el seno de sus hogares el culto de los ídolos, y eran paganos como los de la misma Italia, tan tenaces para conservar los altares de los dioses que según ellos habían mecido la cuna de la ciudad eterna. Eran, como se ha dicho, enteramente romanos, y permanecieron afectos por tantos años a su antigua idolatría, que aún bajo el reinado de Constantino, los mismos que habían recibido las aguas del bautismo, volvían con facilidad a ofrecer sacrificios en las aras de las divinidades del Olimpo. La depravación de costumbres en que estaban por otra parte sumergidos siendo ya muy grande, era un grave obstáculo moral para el desarrollo del cristianismo, que falto al principio de fuerzas, no podía contrarrestar aquel torrente de vicios lisonjeros y de pasiones violentas. Las conversiones eran escasas, y no todas sinceras ni completas: el catecúmeno caía no pocas veces en sus antiguos errores durante su preparación para entrar en la comunión de la Iglesia; el nuevo cristiano apenas podía resistir a su afición decidida a las inhumanas luchas de los gladiadores y a las vergonzosas representaciones teatrales; el mismo sacerdote del Señor vacilaba y abrazaba a pesar suyo algunas veces las doctrinas contra las que le había sido cedido el uso de la palabra divina.

Sucedía esto aun en el siglo III, en que, si bien creció la Fe en estas y en otras tribus de la Península, vinieron a turbarla y a producir abjuraciones continuas las sangrientas persecuciones ordenadas por Séptimo Severo y por Diocleciano. El paganismo era aún la religión del Imperio, estaba en el corazón de la muchedumbre, y no quería ceder fácilmente su trono a una religión cuyo modesto origen no podía menos de ser mirado con desprecio por el orgullo de aquellos tiempos. Mas existían ya parroquias, había obispo en muchas ciudades, se empezaba a tener edificios consagrados exclusivamente al culto divino; y todo esto anunciaba a la Iglesia un porvenir más risueño y a los cristianos una preponderancia no muy remota. La misma persecución de Diocleciano manifiesta evidentemente los progresos que durante este siglo había hecho la religión en estas tribus. Estaban aún calientes las cenizas del tirano, cuando en la ciudad de Illíberis (Elvira), en el corazón mismo del reino de Granada se reunió un Concilio a que pudieron asistir diez y nueve obispos, veinte y cuatro presbíteros y un gran número de diáconos y de legos. Consta de documentos auténticos cómo fue celebrada esta primera asamblea cristiana: reuniéronse sus individuos públicamente; excluyeron a los no iniciados; tuvieron largas sesiones; usaron casi de tantas prácticas y ceremonias religiosas como los que intervinieron en los famosos Concilios de Toledo: ¿hubieran podido hacerlo, por más que fuese ya declarada religión del Imperio la de Jesucristo, si no hubiesen ejercido cierto ascendiente en el ánimo del pueblo)

Es indudablemente este Concilio uno de los documentos más importantes del siglo IV. No solo pinta la situación respectiva del paganismo y del cristianismo; traza un cuadro vivo de las costumbres de aquella época, manifiesta las tendencias de la Iglesia, da idea de muchas prácticas religiosas, revela la repugnancia con que se miraba a los herejes y el odio que se profesaba a los gentiles, y sobre todo a los judíos. Los venerables sacerdotes que lo compusieron no tenían armas ni cadalsos para hacer cumplir sus leyes, no podían hacer más que llamar la cólera de Dios sobre la frente de los criminales; y fueron, sin embargo, los primeros que se atrevieron a levantar la voz contra la corrupción del siglo, contra la degeneración social que precedió y dio origen quizás a las terribles invasiones de los bárbaros. El adulterio, la bigamia, el estupro, los delitos más inmundos levantaban en todas partes la cabeza; manchaban hasta las esposas de los clérigos el lecho de sus maridos; prostituían los padres a sus mismas hijas; había hombres bastante viles para abusar de la infancia; los había bastante menguados para consentir su propia deshonra y permitir el perpetuo adulterio de sus mujeres. Madres que acababan de abrazar el cristianismo, abandonaban sin pudor el hogar donde habían nacido sus hijos, codiciosas siempre de nuevos placeres; hasta vírgenes consagradas al Señor, caían víctimas de sus pasiones en brazos del incesto. Cometíanse y repetíanse sin cesar estos delitos sin que la vergüenza colorara siquiera el rostro de los perpetradores: eran un verdadero torrente que arrollaba todas las clases de la sociedad, eran la carcoma general del mundo; y a pesar de que se sentía la necesidad de castigarlos y de detenerlos, no hubo poder que se sintiera con fuerzas para ello, hasta que esos ministros de una religión divina, lleno de el espíritu y de entusiasmo el corazón, tomaron a su cargo atajarlos cerrándoles las puertas de la Iglesia. El Concilio atacó de frente todos estos vicios; manifestó su intención decidida de no querer que se mancillara con ellos la nueva comunión a que pertenecían; y no dudando en oponer remedios violentos a males tan extremos, lanzó sobre ellos un anatema eterno, sin permitir que se otorgase el perdón a los que los tenían ni aun en la aciaga agonía de la muerte. Conocían la misión sublime de su Maestro, y no temían ser inexorables a trueque de poder librar la sociedad del veneno que la devoraba. No solo clamaron contra el libertinaje; clamaron contra los delatores, contra los testigos falsos, contra los usureros, contra la codicia exagerada, contra todo género de alevosía, ¿Qué prueba este hecho? Los que poco tenían que buscar en las cuevas un abrigo contralas persecuciones de los emperadores, los que se hallaban aun rodeados de paganos, los que estaban deliberando en medio de las hogueras que ardían delante de los altares de los ídolos, tronaban con toda la fuerza de su voz contra los vicios de sus semejantes, contralas costumbres degeneradas de los pueblos; y para esto no necesitaban solo valor, necesitaban dominar la sociedad contra la cual hablaban, habían de tener cuando menos un imperio moral sobre los que eran el objeto de sus severos cánones. La Iglesia podía no haber aumentado en número; pero había de haber aumentado en fuerza para que sus sacerdotes pudiesen hablar con tanta decisión y energía.

No dirigieron golpes menos rudos los padres de este Concilio contra la religión antigua, más hostil y más temible para ellos que la misma corrupción de las costumbres. El paganismo era aún poderoso: consagrado por el hábito y por los siglos, era a los ojos de los que trataban de abandonarlo y aun a los de los nuevos discípulos del cristianismo un fantasma que los perseguía; encontraba todavía ardientes defensores en la aristocracia que, nial avenida, como es de suponer, con la humildad de la doctrina de Jesucristo, doblaba a medida que iba perdiendo terreno sus esfuerzos; y conocieron cuan necesario era combatirlo, estrecharlo, emplear toda la actividad posible para aislarlo hacerlo caer por sus propios impulsos, por su misma quietud y abatimiento. Excluyeron para siempre de la comunión de los fíeles a cuantos después de haber adoptado la nueva religión quemasen incienso en las aras de la idolatría; prohibieron a los propietarios que admitiesen en las cuentas de sus administradores nada que hubiese sido dado para el culto de los dioses; aconsejaron a los fieles que no consintiesen que sirviese su casa de albergue a los ídolos que adorasen sus esclavos; obligaron a los decemviros a que se abstuviesen de entrar en ningún templo cristiano durante el año de su magistratura, por temor de que estos no los mancharan habiendo asistido por razón de su cargo a las fiestas religiosas de los gentiles; mandaron que ningún cristiano pudiese subir al Capitolio ni aun para ser mero espectador de los sacrificios. Vedaron, además, el matrimonio entre gentiles y cristianas, llegando a castigar con la pena de excomunión perpetua a los padres que diesen voluntariamente sus hijas a los sacerdotes de los idólatras: no sea, dijeron, que la edad en flor de las vírgenes viniese a parar en adulterio del alma. La apostasía es la mayor herida que puede recibir una doctrina nueva, y no perdonaron medio para impedirla. Aislado así el paganismo, no dudaron luego en abrir las puertas a cuantos pretendieron abjurarlo; les permitieron la purificación después de cortos años de penitencia: les bautizaron sin mediación de tiempo cuando lo pidieron puestos al borde del sepulcro; permitieron que en este momento supremo pudiesen cristianizarles hasta los legos: no los alejaron del seno de la Iglesia sino por haber cometido alguno de aquellos crímenes graves que no podía perdonar la religión sin haber visto el arrepentimiento público de los que lo habían perpetrado. Era entonces tiempo de lucha, y no solo estaba en sus intereses asegurar los prosélitos que tenían, sino quebrantar en cuanto fuese dable las fuerzas de sus enemigos.

Procedióse con igual rigor en este Concilio contra los judíos, más odiosos aun para los cristianos que los mismos gentiles, por haber sido los verdugos de Jesucristo. Prohibióseles también el matrimonio con los fieles y hasta el comer con ellos en una misma mesa; mas no se dieron de mucho leyes tan enérgicas contra los sectarios de las herejías que estuvieron desgarrando desde el primer siglo la unidad del cristianismo. Aunque estos tampoco podían contraer enlace con ninguna cristiana mientras permaneciesen en sus errores; bastaba que los abjurasen simplemente, para que su unión fuese consagrada por la Iglesia, pudiendo lavar enteramente la mancha que en ellos hubiese caído con solo diez años de penitencia si fuesen adultos, y sin ninguno si estuviesen aun en la edad de la infancia. Los herejes eran a la sazón un gran número; las ideas sobre el origen y la naturaleza de la religión, siendo aún oscuras, daban pie a nuevas opiniones y a continuas contiendas religiosas: y esto debía naturalmente ser motivo de divisiones más o menos profundas entre los sectarios de la nueva religión de Jesucristo. Así no solo era oportuno sino justo manifestar cierta benignidad con los herejes.

Procedieron generalmente con tacto los padres de este Concilio, sobre todo en lo que podía favorecer más los progresos de la Iglesia. Comprendiendo la necesidad que había de que el clero pudiese presentarse irreprensible a los ojos de los paganos para que estos se movieran con más facilidad a abjurar sus errores, no se contentaron con imponerle penas severas para los casos en que delinquiese; le obligaron al ejercicio de las virtudes más austeras, y le fueron alejando, en cuanto permitían las circunstancias de aquella sociedad, de los negocios y tráfico del mundo. Castigaron con excomunión perpetua sus actos de adulterio, con la degradación y la excomunión sus contratos usurarios, con la privación de ministerio su coito hasta con la mujer propia. Prohibieron a todo sacerdote la separación de su diócesis por el afán solo de negociar y enriquecerse; no permitieron que en adelante se les pagase nada por la administración del bautismo; negaron hasta los honores del subdiaconado a cuantos hubiesen mancillado en algún tiempo su espíritu con la sensualidad o la herejía. Para evitar hasta la sospecha, mandaron a los obispos y a los demás clérigos que no tuviesen consigo mujer alguna que no fuese hermana suya, o no estuviese consagrada a Jesucristo. No se expresaron con tanto rigor contra otros delitos sin duda mucho más graves; mas ¿dejaba de haber razón para ello? El libertinaje era entonces la verdadera podredumbre no solo de estas tribus, sino del Imperio: contra él debían dirigir principalmente todo su celo, todos sus esfuerzos, todas sus armas. Es, además, el vicio que contamina más el alma, el que manifiesta más la degradación del entendimiento y la depravación del corazón. En un sacerdote del nuevo culto era una doble mancha, y fue con razón doblemente castigado. ¿Qué efecto hubieran podido producir las palabras del clero si se hubiese este dejado llevar de las mismas pasiones contra las cuales se dirigía?

Dictáronse, por fin, en este Concilio disposiciones bajo muchos aspectos importantes. Prohibióse la pintura de imágenes en las paredes de las Iglesias, siguiendo quizás la doctrina de los Iconoclastas; levantóse algún tanto la voz en favor de La humanidad, oprimida entonces por la servidumbre; se declaró que no debiesen ser contados en el número de los mártires los cristianos que muriesen por querer destruir los ídolos del paganismo; se fijó el día en que debía celebrarse la Pascua y el tiempo que debía durar la purificación de los gentiles y de los apóstatas; se dictaron generalmente medidas que exigían ya la prudencia, ya las ideas que en aquellos tiempos dominaban. Los que compusieron esta asamblea no llevaban plan alguno, ni supieron dar unidad a su pequeño código; mas es indudable que pusieron el dedo en los males más graves y en las heridas más vivas. Al paso que recordaron los abusos, fueron tratando de corregirlos, y no aspiraron a más, llevados puramente de la que ardía en sus corazones y no del deseo de manifestar su ciencia. Guardan apenas orden sus cánones; hay en algunos de ellos hasta faltas de lenguaje; mas campea en cambio en todos una intención pura y una razón clara y despejada. Están casi todos motivados.

No sin razón ha sido considerado este Concilio como una de las mayores glorias que pueden presentar estar tribus, de donde salieron los más de los prelados que hicieron oír en él su grave acento. Fue el primero que se celebró en España, y es para aquellos siglos uno de los monumentos más notables: es la mejor sonda para medir el profundo abismo de vicios y de crímenes en que estuvo sumergida la sociedad antes de la caída del Imperio, es el plano donde cabe ver mejor la situación de dos religiones que estuvieron más de cuatrocientos años luchando frente a frente, es la historia social más completa de los cristianos y del cristianismo en las provincias que componen el reino de Granada. Después de él no se celebró otro hasta el definitivo triunfo de los Bárbaros.