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GUERRA DE LA INDEPENDENCIA. 1808-1814

 

 

INTRODUCCIÓN . CAPITULO II.

BREVE RESEÑA DE LOS PROGRESOS DE LA REVOLUCION FRANCESA HASTA NOVIEMBRE DE 1792.— MEDIACION DE CARLOS IV EN FAVOR DE LUIS XVI.— SUPLICIO DEL MONARCA FRANCES.— RUPTURA DE LAS NEGOCIACIONES.— DECLARACION Y CONTRADECLARACION DE GUERRA ENTRE FRANCIA Y ESPAÑA.

 

La severidad con que acabamos de tratar a  nuestro celebre valido, no nos impedirá ser justos con él cuando le veamos satisfacer a los cargos que se le han hecho. Sus enemigos han desfigurado sumando, pintándole con los colores más depresivos y sin hacerle justicia una sola vez. Nuestro cargo de historiadores nos impone la obligación de separar el oro de la escoria dejando a un lado los juicios dictados o por las pasiones o por la envidia que su elevación excitó. Ajenos enteramente a las intrigas de aquel reinado, y exentos de toda conexión con los bandos y partidos que para desgracia de la patria se agitaron en sus últimos tiempos, nuestra posición al juzgarlos es la más independiente y segura; y esto supuesto, ni los errores cometidos por el hombre que entonces figuró en primera línea han de ser un motivo para que desconozcamos el bien que más de una vez supo obrar, ni menos trataremos de atribuirle, como exclusivamente debidos a su administración, males y desgracias cuya causa estuvo tan solo en la época. ¿Pertenece a esta última clase la guerra en que poco después de su elevación nos vimos en vueltos con la Francia, o hubiera podido evitarse el rompimiento, siguiendo nuestro gabinete otra política? Para satisfacer a estas preguntas, es preciso ante todo saber apreciar debidamente la gravedad de aquellas circunstancias, recorriendo, aunque con rapidez, los progresos de la revolución francesa hasta noviembre de 1792, época en que Godoy se encargó del ministerio de Estado.

Cuando Luis XVI subió al trono, Francia era una monarquía absoluta en toda la extensión de la palabra, no teniendo la autoridad real otro contrapeso que el débil que podían oponerle los parlamentos, a quienes por una costumbre que databa ya de ocho siglos se habían conservado el derecho de registrar y archivar las leyes y decretos, sin cuyo requisito carecían estos de prestigio y de fuerza legal: tal era el único resto de libertad política que había quedado a Francia después de la abolición de los estados generales, compuestos de la nobleza, del clero y del estado llano, cuya intervención era necesario en lo antiguo para la formación de las leyes y para la aprobación de las contribuciones. Luis XVI, autor de la abolición mencionada, hubiera abolido también el derecho de registro en los parlamentos para realizar completamente las consecuencias de aquella célebre máxima suya «El Estado soy yo», pero ora fuese por un resto de respeto, aunque débil, a las antiguas instituciones, ora, y es lo más cierto, por la seguridad en que estaba de la obediencia y sumisión de aquellos tribunales, el hecho es que los dejó proseguir, sin prever que algún día podría salir de su seno la espantosa tormenta que echase por tierra la obra de su despotismo y el edificio total de la monarquía. Siguieron pues los parlamentos dóciles y sumisos a la voluntad real, o si alguna vez osaban resistirle, los destierros fulminados contra algunos de sus individuos recordaban a los demás los deberes de la sumisión, so pena de exponerse a nuevos y mayores atropellos. La opinión en tanto había sufrido modificaciones notables con el transcurso de los tiempos, y cuando Luis XVI subió al trono no eran ya sus vasallos aquellos humildes esclavos que con tanta facilidad había dominado su abuelo. Los franceses ansiaban reformas: los escritos filosóficos y la lucha, no del lodo inútil, sostenida por los parlamentos en el transcurso de cincuenta años habían engendrado en la mayoría de la nación al deseo general, aunque vago, de recobrar sus derechos; y preparada como ya lo estaba la revolución en los ánimos, el estado exhausto del tesoro y el déficit anual de la hacienda acabaron por precipitarla. Este déficit ascendía a 440 millones según unos y a solos 56 según otros, subiendo la deuda procedente de los empréstitos a la suma de 1646; y no pareciendo asequible cargar nuevos impuestos a la nación o entablar otros empréstitos para salir del apuro, los ministros de Luis XVI idearon en 1787 la reunión de una asamblea de notables para en unión con ella acudir al auxilio del tesoro real: este medio salió sin embargo fallido, y no habiendo conseguido el gobierno lo que de aquella reunión se prometía, volvió de nuevo a su primer sistema de impuestos, creando dos con los títulos de subvención territorial y de sello, y un empréstito además de 420 millones. Pasa entonces los decretos a los parlamentos para su registro, y los parlamentos que miran llegada su vez, se niegan a archivar los edictos, diciendo que la concesión de arbitrios y contribuciones era asunto peculiar y exclusivo de los estados generales, según las leyes fundamentales de la monarquía. Esta resistencia provoca las iras de la corle, y se dicta la prisión o el destierro contra los parlamentarios más exaltados; pero el favor que les dispensa la opinión pública obliga al monarca a ceder, y los estados generales quedan por fin convocados para el mes de mayo de 1789. así comenzó la terrible lucha entre Luis XVI y sus súbditos, y en la cual la suerte de este desventurado monarca pareció ser constantemente resistirlo todo al principio para conceder después lo mismo a que se había negado, quitando a sus concesiones el mérito de la oportunidad, y no agradeciéndose por lo tanto lo que, más que a su voluntad, vino a ser debido a la fuerza de las circunstancias y a la imperiosa ley de los acontecimientos.

La revolución puede considerarse empezada en las mismas elecciones, toda vez que la necesidad de proceder a ellas no fue más que el resultado del descrédito del poder monárquico ante la triunfante oposición de los parlamentos. Una segunda asamblea de notables se había ocupado en determinar las reformas que convendría introducir en los estados generales que iban a reunirse, y decidióse la doble representación a favor del estado llano, debiendo este constar en consecuencia de un número de diputados igual a la suma del clero y la nobleza reunidos. ¿Pero cómo se votará? ¿Deliberarán los estados en tres cámaras separadas, bastando el disenso de un solo estamento para destruir el acuerdo de los dos restantes, o será la asamblea una sola, deliberando en común y decidiéndose las resoluciones por mayoría de votos? Esta cuestión esencialísima y que la imprevisión del gabinete de Luis XVI había dejado para el porvenir, decidió de antemano la suerte de la monarquía, supuesta la doble representación en el elemento democrático. Reunidos los estados generales en Versalles, donde a la sazón estaba la corte, la discordia fue contemporánea con su apertura, exigiendo el estado llano que se le reuniese la nobleza y el clero: éstos se niegan, y los diputados andan en negociaciones con ellos por espacio de más de un mes, pasado el cual y visto que no había medio de conseguir la cámara única por solo la persuasión, por su propia autoridad el estado llano se declara Asamblea nacional, e invita a los demás a reunirse con él. La corte conoce, aunque tarde, los efectos de su imprevisión , y manda cerrar a los tres días la sala en que se tenían las sesiones. Los diputados entonces se dirigen al juego de pelota, y reunidos allí, juran no disolverse hasta concluir la reforma del gobierno y dar una constitución a Francia. Dos días después de este juramento solemne hallan cerrada la sala del trinquete, y se reúnen en una iglesia donde se les incorpora la mayoría del clero. Luis XVI, visto esto, determina tener al día siguiente una sesión de justicia, esto es, una reunión de los estados presidida por él: celébrase en efecto el 23 de junio, y en ella anula el monarca los acuerdos del tercer estado, disponiendo que se delibere por órdenes o estamentos, y mandándoles en consecuencia pasar a sus cámaras respectivas, so pena de disolverlos si resisten a su voluntad. La nobleza y el clero obe-decen la orden del rey, pero los diputados del estado llano permanecen inmóviles. Preséntase entonces un ujier o maestro de ceremonias, y les recuerda el mandato real: «id y decid a vuestro amo, contesta Mirabeau, que estamos reunidos aquí por la voluntad del pueblo, y que no saldremos de este recinto sino por la fuerza de las bayonetas.» La asamblea continúa deliberando, confirma todos sus acuerdos anteriores, declara la inviolabilidad de sus miembros y la responsabilidad de los ministros, y persiste en su juramento de formar la constitución. La corte titubea y no sabe qué partido tomar. La mayoría del clero se reúne nuevamente al estado llano, incorporándosele también 47 diputados de la nobleza : últimamente acuden el 27 de junio, de orden de la misma corte, los demás individuos de ambos estamentos, y los 1200 diputados de que constan los tres, empiezan a deliberar en común. En vano se reúne a los pocos días un ejército de 40,000 hombres en las cercanías de Versalles. El pueblo de París se amotina el 44 de julio; se organiza la guardia nacional por primera vez, se adopta la escarapela tricolor, y la Bastilla es tomada y arruinada en medio de la insurrección popular, viéndose Luis precisado a licenciar el ejército. Una parte de sus tropas jura sin embargo morir por su causa en un banquete celebrado en el palacio de Versalles : el pueblo de París que ha oído la noticia se amotina segunda vez ; vuela a aquel sitio real, extermina cuanto se le pone delante, y obliga al rey a trasladarse a París, como en efecto se verifica el 6 de octubre, trasladándose allí también la Asamblea nacional. Comienza entonces la emigración a que ya habían dado principio el conde de Artois y el de Provenza, siguiendo sucesivamente los príncipes de Conde y de Conti, el duque de Burdeos, las tías del rey, y un número considerable de sacerdotes, nobles, cortesanos, y demás sujetos que no se creían seguros en Francia por sus ideas contrarrevolucionarias, y que huyendo de la dominación popular resolvieron buscar asilo en países extranjeros. España fue una de las naciones que tuvieron más ocasión de ejercer la hospitalidad con estos desgraciados, señalándose con particularidad los prelados de nuestras iglesias en la acogida que dieron a los eclesiásticos franceses. El arzobispo de Valencia, D. Francisco Fabián, alojó setecientos en su palacio; el de Toledo, cardenal Lorenzana, mantuvo a su costa a todos los que se alojaron en su diócesis, y los prelados de Sevilla, Tarragona y Cartagena admitieron a muchos por comensales, señalando a los demás diversos fondos para su manutención y subsistencia.

La Asamblea nacional entretanto, que en calidad de constituyente tenía reasumido el poder soberano, había continuado su marcha con la misma energía y actividad con que la comenzó. Destruidos lodos los restos del régimen feudal, y declarada la abolición de los privilegios y monopolios, proclamó los derechos del hombre y del ciudadano, la libertad, la igualdad, la seguridad personal, la propiedad y la soberanía del pueblo; dispuso de los bienes del clero, declarándolos nacionales; hizo una nueva división territorial y dio otra forma a la iglesia de Francia, modificando el número y los límites de los obispados; prohibió los votos morales, obligó a todos los eclesiásticos a prestar un juramento cívico, declaró electivas las magistraturas provinciales y municipales, y acabó en fin por cumplir el juramentó hecho en la sala del trinquete de no disolverse hasta haber reconstituido Francia. Luis XVI que se había sometido al nuevo orden de cosas, batallaba sin embargo consigo mismo: su conciencia se alarmaba al ver las reformas que la asamblea introducía en el clero; los que le rodeaban con más frecuencia, desafectos a la revolución, aumentaban los terrores de su ánimo; la emigración por su parte pugnaba en atraerle hacia sí; la reina María Antonia empleaba todo el ascendiente que ejercía sobre el ánimo de su esposo en decidirle a la fuga, y Luis acabó por tender una mirada a la emigración y otra a los monarcas extranjeros, en quienes pensó encontrar su salud y la de Francia, en mal hora para la nación y para él. Después de varias tentativas de evasión que le salieron frustradas, hizo un último esfuerzo para partir clandestinamente con su familia en la noche del 20 de junio de 1791; pero reconocido en Verannes, hubo de restituirse a la capital en medio del imponente y sombrío silencio del pueblo de París, cuyos prohombres habían escrito en las paredes de las calles: “el que victoree a Luis será apaleado, y ahorcado el que le insulte.” Vióse entonces amenazado en un juicio y suspenso en el ejercicio de la autoridad real; pero habiendo jurado y aceptado la constitución que la Asamblea nacional había formado, volvió a ser restablecido en los derechos que este código le concedía. Luis, al año siguiente escribió a la corte de España una carta autógrafa en que manifestaba a Carlos IV la sinceridad con que se había adherido a la nueva constitución; significándole también sus deseos de que el gabinete de Madrid se abstuviese de todo proyecto hostil contra Francia, único medio de conservar la corona que tan vacilante estaba en su cabeza mientras durasen los preparativos de invasión por parte de las demás potencias coaligadas. Esta carta contribuyó a restablecer la armonía entre Francia y España, cuando el conde de Aranda sucedió a Floridablanca en el ministerio de Estado, según hemos dicho en el capítulo anterior. Luis sin embargo había escrito antes, en diciembre de 1790, otra carta en distinto sentido a la emperatriz Catalina y a los reyes de Prusia, España y Suecia; y la coalición de Austria y Prusia parece que se atuvo a aquellos renglones escritos con el mayor sigilo, más bien que a su adhesión forzada a la constitución.

La Asamblea nacional, jurado que fue por el rey el código constitucional de 1791, se disolvió en 29 de setiembre de dicho año; y como quiera que sus individuos se hubieran obligado a no aceptar ministerio alguno, condenándose además a no poder ser reelegidos para la próxima asamblea legislativa, dieron lugar a la elección de otros hombres menos sensatos y moderados que la mayoría de los que les habían precedido. Los sufragios recayeron casi todos en el partido republicano que desde el principio de la revolución se había engrosado en el club de los jacobinos, en la municipalidad y en los arrabales de París. Luis XVI, en uso del derecho que la constitución le concedía, se negó a sancionar los decretos que la asamblea legislativa acababa de acordar contra los emigrados y los clérigos refractarios, y esta negativa indispuso de nuevo al rey con el pueblo, que creía reconocer en ella una protección decidida a los que tanto en el interior como en el exterior se afanaban por fomentar la guerra civil ya por sí solos, ya con el auxilio de las bayonetas extranjeras. La Asamblea entretanto ordena lo más a propósito para tomar la ofensiva contra los austríacos en Bélgica, y después, en 8 de junio de 1792, decreta un campamento de 20,000 hombres para defender París; pero Luis niega también su sanción, despide el ministerio que tenía, y le reemplaza con otro. La inquietud, la desconfianza y la irritación llegan a su colmo el 20 de dicho mes: el pueblo invade las Tullerías y pide la reintegración del ministerio anterior, con la sanción de los decretos. Luis XVI se niega a ello, y por cierto que su concesión en aquellos momentos no hubiera sido agradecida. Las cosas habían llegado a tal punto, que ni concediendo ni negando podía obrar bien ante aquellos hombres exaltados y fanáticos, siendo lo uno en su modo de ver efecto de la necesidad y lo otro consecuencia de un espíritu hostil a la revolución. En situación tan desesperada y tan crítica, el único medio decoroso de buscar el rey su salvación era abdicar, pero Luis persistió en permanecer en su puesto, y esta resolución le perdió. Creía tal vez que los ejércitos extranjeros vendrían a arreglarlo todo, y no consideró que cada paso que daban para acercarse a Francia, ¡era un paso de gigante dado por él para ser conducido al cadalso!

La coalición en efecto obró con una imprudencia y con un desatino imperdonables. En vez de declararse enemiga de los trastornadores por sistema y de los sanguinarios excesos de la anarquía, en lo cual no por eso hubiera dejado de haber sus peligros, se declaró enemiga del nuevo orden de cosas y de las instituciones en sí mismas, y el furibundo manifiesto del duque de Brunswick no hizo más que redoblar los trastornos cuyo curso pretendía atajar. Amenazados, no ya los demagogos de oficio, sino todos los franceses en sus cabezas, la proclama del generalísimo produjo en el interior una reacción espantosa y proporcional al peligro. Los ejércitos austro-prusianos que se dirigían a Paris, animados con la presencia del emperador de Austria y del rey de Prusia, mandados por Brunswick y guiados por diversos cuerpos de emigrados a las órdenes del mariscal de Broglie, ascendían a cerca de 200,000 hombres, mientras que Francia no contaba sino una mitad de este número para resistir la invasión. Paris brama de furia, y los insurgentes que desde la mañana del 10 de agosto andan recorriendo como frenéticos las calles de la capital, bloquean y acometen el palacio, cuyos defensores quieren en un principio resistirse; Luis XVI se refugia con su familia en el seno de la asamblea: sus adictos son entretanto degollados en el palacio: la asamblea suspende al rey en sus funciones y le pone preso en el Temple: se decreta la convocación de una convención nacional que deberá ser investida por el país con poderes extraordinarios: la asamblea legislativa ejerce entretanto la dictadura provisional, nombra nuevos ministros y llama a las armas a todos los ciudadanos: medio millón de franceses se alista en breves días para combatir en defensa de la patria; se echan al suelo las estatuas de los reyes, y se fabrican cañones con ellas: se suspenden los estados mayores de la guardia nacional, tachados de aristócratas: los generales y oficiales del ejército que inspiran sospecha son separados, no menos que los funcionarios públicos adictos a la corte: envíase comisionados extraordinarios por todas partes a los departamentos y a los ejércitos: trescientos asesinos se reparten por las cárceles de Paris y degüellan a todos los presos por opiniones políticas: el vértigo revolucionario y la exaltación republicana se apoderan de todas las cabezas: la convención nacional queda finalmente instalada el 24 de setiembre, y su primer acuerdo es declarar abolida la monarquía, erigiendo Francia en república. El proceso de Luis XVI se activa entre tanto; se proclama como dogma la propaganda republicana, y la fortuna, de acuerdo con la revolución, inaugura la nueva y sangrienta fase que se abre con la derrota de los prusianos en Valmy y la de los austríacos en Gemape, quedando arrojados los enemigos del territorio francés y conquistada Bélgica por los ejércitos republicanos.—Tales fueron las primeras consecuencias del manifiesto Brunswick, y tal la época en que el improvisado duque de la Alcudia tomó a su cargo la dirección de nuestros negocios.

Carlos IV miraba la prisión de Luis XVI y el establecimiento de la república con la exasperación consiguiente a los vínculos de dignidad y parentesco que le unían a su desgraciado primo, y con el sobresalto que no podían menos de inspirar a un rey los enemigos jurados de lodos los reyes. El conde de Aranda le hizo ver los riesgos que había en adoptar la menor resolución que indicase designios hostiles y proyectos de intervenir en los asuntos interiores de Francia. Seamos circunspectos, le dijo: el desgraciado éxito de los primeros pasos de la coalición austro-prusa prueba hasta la evidencia el peligro que existe en desafiar a un pueblo en revolución. El gabinete francés nos pide explicaciones acerca de la conducta que pensamos seguir: no empeoremos la situación de Luis XVI: transijamos con la república firmando el tratado de neutralidad que nos pide. Carlos IV escuchó este consejo, aviniéndose a la negociación del tratado; pero la caída del conde hizo conocer bien en breve la repugnancia con que el monarca había accedido a sus insinuaciones. Una mutación ministerial en aquellos momentos, verificada cabalmente en la persona que más se aferraba en la paz, fácil es de inferir que no podía tener otro objeto, sino cambiar también de política. Godoy en efecto pensaba de un modo bien diferente que su antecesor. Identificado con el monarca y personificación, como lo era, de los sentimientos que entonces agitaban su corazón, su primer paso hubiera sido romperla negociación que Aranda había comenzado a entablar; pero conociendo, o habiéndosele hecho conocer, que un rompimiento de esta naturaleza, pendiente todavía el proceso de Luis, no podía ser útil a los designios de Carlos, que nada anhelaba tanto como mediar en favor de su augusto pariente, prefirió continuar las diligencias relativas al tratado, aunque haciéndolo depender del éxito que tuviesen los oficios de mediación en obsequio del monarca francés. Esta combinación o amalgama entre los intereses personales de Luis y los de la paz entre ambas naciones era asunto tan delicado como capaz de herir la susceptibilidad del gobierno francés, y el ministro español ideó remitir la mediación de Carlos IV al mismo tiempo que la minuta del tratado, pero en pieza o documento aparte, con lo cual creía quitar a la condición las apariencias de tal, aun cuando realmente lo fuese. Nada hay más aventurado en política que los términos medios, y así no es extraño que este se desgraciase; pera eso no quita a Godoy el mérito de la circunspección y de la cordura en aquella negociación espinosa. La historia no le acusará ciertamente por su noble y generoso empeño de salvar a Luis XVI, ¡y ojalá pudiéramos elogiarle en todos los actos de su vida pública como le elogiamos en este!

Era entonces D. José Ocariz encargado de nuestros negocios cerca del gobierno francés, y entre las instrucciones que reservadamente se le dieron fue una la de autorizarle para invertir, sin tasa de  ninguna especie, las cantidades que fuesen necesarias, para ganar a toda costa en favor de Luis XVI los miembros más influyentes de la convención francesa y del cuerpo municipal. En cuanto a su conducta con el gobierno francés, se le autorizó igualmente para reconocerle desde el momento en que fuesen admitidos los oficios de mediación en favor de los presos del Temple, añadiendo al reconocimiento la promesa, si fuera necesaria, de obligarse España a mediar con la coalición para hacerla desistir de la guerra declarada a Francia; y si esto no bastaba, consentir en la abdicación de Luis XVI como precio que a su salvación pudiera imponerse, saliendo garante España de la conducta pacífica de aquel monarca después de su abdicación, y dando si era preciso rehenes en seguridad de esa misma conducta. Estas gestiones eran como se ve, de gravísimo compromiso para el gabinete español, porque o la mediación de Carlos IV era desechada, y este desaire tenía que dar por último resultado la guerra, o era favorablemente admitida, y entonces , ¿cómo responder de la aquiescencia de Luis y de sus herederos a la pérdida de una corona? El conde de Aranda hizo presentes á Godoy, cuando supo el plan, todas las dificultades y compromisos a que daba lugar su proyecto; pero en la alternativa de optar entre una política fría e indiferente, bien que útil y calculadora, o abrazar un partido más arriesgado pero más humano también, Godoy prefirió lo segundo  y no era fácil por otra parte que pudiera preferir otra cosa. ¿Cómo reducirse Carlos IV a una completa abnegación de sí mismo, viendo al jefe de su familia caminar tristemente al cadalso, sin haber dado él por su parte un solo paso que tendiese a salvar a la víctima? Seamos justos con los sentimientos del corazón, y no le insidiemos hasta el punto de creerle inconciliable con la política : el grito de la humanidad, el grito de la sangre, el grito mismo de la dignidad y del decoro, exigían imperiosamente de Carlos los oficios de mediación desplegados en obsequio de Luis. ¿Qué importa que no surtiesen efecto? ¿Qué importa que la inflexible política del gabinete inglés se negase a cooperar con el español a una obra de caridad como aquella? Ni Inglaterra se hallaba entonces en el mismo caso que España, ni seremos nosotros los que propongamos en la conducta observada por Pitt el modelo que en aquella ocasión debía imitarse.

Ocariz cumplió por su parte con las instrucciones que se le habían dado , y habiéndose puesto de acuerdo con algunos individuos de la convención que le animaron a seguir en su empresa, tentó cuantos medios estuvieron en su mano para ganar sufragios en favor de Luis XVI. El proceso de este caminaba adelante, y Ocariz procedió a entregar al gobierno francés las notas relativas a la neutralidad y al desarme recíproco, tras lo cual, y visto que no llegaban de Inglaterra los oficios que se habían solicitado, presentó el 26 de diciembre, día en que se verificó la defensa de Luis, la carta de mediación convenida. El ministro de negocios extranjeros Lebrun la pasó el 27 al presidente de la convención nacional, juntamente con las notas y con una exposición suya, en la cual hacía ver que la neutralidad del gabinete español dependía hasta cierto punto, como así era la verdad, de la suerte que pudiera caber al rey preso; condición, decía el ministro francés, que podría disminuir una parte del mérito que sin ella pudiera tener el tratado. Esto equivalía a prejuzgar la cuestión, y a tomar la iniciativa en el desfavorable fallo que pudiera tener. La lectura de dichas notas y la carta de mediación suscrita por Ocariz se verificó en la convención al día siguiente, en medio del silencio de la asamblea y de las tribunas.

Aquel silencio no era sin embargo el presagio de un éxito favorable, y por más que los interesados por la suerte de Luis concibiesen alguna esperanza, bastaba mirar los sombríos semblantes de los individuos de la Montaña para temer la explosión del encono reconcentrado en sus corazones mientras duraba la lectura. Concluyóse esta por fin, y una multitud de voces y gritos que parten del lado izquierdo de la asamblea, manifiestan lo que hay que esperar de la aparente calma de un mar agitado. La voz de Thuriot se distingue entre todas: ¿será que el déspota castellano se atreva a amenazarnos?—No, responde otra voz: no ha habido una sola palabra de amenaza.—Pero el furibundo orador continúa deshaciéndose en dicterios de toda especie, y al hacer aquella reflexión estudiada de que Carlos IV no había perdido tal vez la esperanza de reinar sobre los franceses, aun cuando la dignidad real estuviese en Francia abolida, su discurso se pierde entre la vocería y los aplausos que resuenan por todas partes, y un llamamiento al orden del día es la sola respuesta que por toda contestación se da a la voz solitaria e inútil de la corte de España. Esto no desanima sin embargo al agente español: acorde con las instrucciones recibidas de nuestro gabinete, y después de haber puesto en juego cuantos medios de persuasión y aun de intrigas estuvieron en su mano, renueva otra vez las proposiciones de mediación y garantía que desde diciembre anterior tenía indicadas al consejo ejecutivo, y encareciendo vivamente los deseos y ruegos de Carlos IV, se limita a pedir por todo favor la vida del monarca francés. Era esto en la noche del 17 de enero de 1793, y en el momento crítico en que se estaban contando los votos que iban a decidir de la vida o muerte de Luis. Trescientos miembros de la convención, por lo menos, según expresiones literales del príncipe de la Paz en sus Memorias, esperaban palpitando que se admitiese a la lectura aquella carta, y que se abriera el campo a una nueva discusión por la cual fuese dado suspender siquiera el golpe irrevocable; pero un nuevo orden del día en medio de la gritería de la sala y de las tribunas, fue otra vez la respuesta que merecieron los ruegos del monarca español.

Al considerar este éxito que tan tristemente justificaba las predicciones del sabio y profundo conde de Aranda, preciso será convenir en que aquella negociación, por muy meditada y por muy circunspecta que fuese, llevaba consigo el sello de la mala fortuna y el germen de la guerra que poco después se siguió; pero España cumplió un gran deber, y la conducta del rey y de su nuevo ministro en aquellos días de prueba hará siempre honor a sus sentimientos y a la hidalguía y magnanimidad de la noble nación española.

Sabido es por lo demás la infortunada e inmerecida suerte que cupo al monarca francés, monarca más desgraciado y digno de lástima que verdaderamente culpado; y delincuente o no, inviolable por el código constitucional. Víctima expiatoria del despotismo de sus antecesores, víctima tal vez de la coalición y de los emigrados más bien que de sus mismos verdugos, víctima en fin sacrificada a la seguridad de sus enemigos y a la estabilidad de nuevo orden de cosas, su muerte fue la sanción del vértigo revolucionario en todo su desenfreno, y de todos los horrores, y crímenes que tan espantosamente llenaron aquella época, cuya historia debiera escribirse con sangre. Estremecidas las naciones a la noticia de tal catástrofe, el cadalso del rey de los franceses fue la valla sangrienta que separó a aquellos salvajes de la civilización del resto del continente europeo. Los españoles se llenaron de horror, y un grito general de indignación resonó por todas partes. El sentimiento monárquico, arraigado entonces de un modo tan profundo y enérgico como debilitado está ahora, redobló la antipatía que naturalmente existe entre el carácter español y el francés, habiendo llegado a tal punto la exasperación en algunas poblaciones, que fue necesaria toda la energía del gobierno y de las autoridades para poner a salvo de la irritación popular los individuos de aquella nación domiciliados en nuestro país.

Por lo que respecta al tratado que había quedado pendiente, escusado es decir que habiendo sido desechadas las gestiones de Carlos IV para salvar a Luis XVI, el gabinete español se negaría a continuar una negociación que desde aquel momento consideraba afrentosa. Aranda sin embargo era de opinión que el tratado se hiciese, y en calidad de consejero de Estado así lo manifestó. Amante del decoro español tanto como el que más, reconocía el desaire que el gobierno había sufrido, ¿pero estábamos en disposición de poderlo vengar por las armas, o era más prudente y más cuerdo aguardar a mejor ocasión, manteniéndonos entretanto a la defensiva? Los recientes triunfos de la república sobre los formidables ejércitos de la coalición, no eran un agüero muy satisfactorio para quien de nuevo iniciase la guerra, y sería muy triste añadir al desaire diplomático, el desaire todavía peor que pudiesen sufrir nuestras armas. Puestos además en balanza los intereses dinásticos y los de la paz entre ambos países, ¿debía nuestro rey seguir el impulso desús afecciones en pro de la rama primogénita de su familia, o era más heroico sacrificarlas al reposo de sus pueblos que tanto podían aventurar en una lucha, para la cual no estaba la nación suficientemente preparada? Estas y otras consideraciones que naturalmente sugería la situación, tuvieron menos fuerza a los ojos del rey y de su ministro que la idea sangrienta y terrible de un monarca llevado al suplicio por sus propios súbditos, y la necesidad de vengar el ultraje que su intercesor acababa de recibir. ¿Como ser neutral por otra parte con un gobierno esencialmente revolucionario y de propaganda, cuya existencia amenazaba la de los demás, y con quien tarde o temprano se tenía al fin que romper? ¿Cómo pretender que la España de aquellos tiempos continuase pacífica, siendo como una excepción de la opinión general de Europa decidida en su mayor parte por la guerra sin tregua y a muerte? Consideraciones eran esas también que la misma situación presentaba; y por más que el éxito de todas las coaliciones contra Francia haya venido después a probar que Aranda veía muy lejos, preciso será resignarnos a la fatalidad que entonces regía. A continuar aquel hombre eminente dirigiendo nuestros negocios, evitáramos acaso la guerra, a lo menos por entonces; pero ni Carlos IV podía avenirse a unas máximas que tan costosos sacrificios imponían a su corazón, ni elevado Godoy al poder, le era dado tal vez resistir al torrente de la opinión general, arrastrada invenciblemente a la lucha.

No obstante la ejecución de Luis XVI, Ocariz había quedado en París como encargado de nuestros negocios, y el agente francés por su parte continuaba igualmente en España. Esto prueba que no era irrevocable el designio de romper formalmente, y que uno y otro gobierno meditaban las dificultades que la lucha podría ofrecer. Acaso esperaba España una satisfacción al desaire sufrido, o acaso creyese posible una solución pacífica si se contentaba Francia con la neutralidad de hecho, sin consignarla en un tratado formal. Como quiera que fuese, la conducta del gobierno francés de todo tuvo menos de delicada en el curso de aquella negociación. Exigiendo como exigía la neutralidad y el desarme, España tenía razón en exigir por su parte la reciprocidad respecto a este; pero aquel gabinete se negaba a retirar sus tropas de las inmediaciones del Pirineo, so pretexto de temer un desembarco por parle de los ingleses, y con semejante circunstancia la avenencia era del todo imposible. Esto no impidió sin embargo que el gobierno francés insistiese pasando al nuestro, por medio de su encargado , una nota en la cual se pedían explicaciones terminantes y definitivas relativamente al asunto, y entonces el ministro español manifestó rotundamente la resolución que el monarca había tomado de no proseguir adelante. El encargado francés insinuó sin embarga la idea de una entrevista confidencial y extra diplomática con nuestro ministro, para ver si era posible encontrar todavía algún medio capaz de evitar el rompimiento entre ambas naciones; mas no habiéndose convenido, ni sido posible convenirse, pidió sus pasaportes al fin , y el 23 de febrero , a los 32 días de la ejecución de Luis XVI, abandonó la corte de España.

Las hostilidades comenzaron por parte de Francia aun antes de declararse la guerra, y no fue la corte de España la que se adelantó a declararla. Todavía estaba el encargado francés en Madrid cuando el gobierno de su nación, sin esperar sus últimos pliegos, decidió el embargo de nuestros buques existentes en los puertos de Francia, expidiendo contra los mismos un gran número de patentes de corso a los tres días de la partida de aquel. últimamente y con fecha 7 de marzo nos fue declarada la guerra por la Convención nacional, apoyando o legitimando su declaración en una porción de agravios, tales como haber ultrajado el gobierno español la soberanía del pueblo francés, dando a Luis XVI el título de Soberano en los actos diplomáticos posteriormente al 14 de julio de 1789; haber sido vejados los franceses residentes en España, obligándolos a renunciar su fuero de extranjería; haber los españoles favorecido la rebelión de los negros de la isla de Santo Domingo contra los franceses; haber mandado el gabinete de Madrid, después del 10 de agosto de 1792, retirarse de París a su embajador, no queriendo reconocer el consejo ejecutivo provisorio; haber nuestros gobernantes interrumpido la correspondencia diplomática entre los dos estados, después de instalada la Convención, negándose igualmente a reconocer al embajador de la república francesa; haber hecho armamentos de mar y tierra, sin otro objeto al parecer que combatir contra Francia y hacer liga común con sus enemigos, enviando tropas al Pirineo y dando asilo a los emigrados franceses; haber Carlos IV mostrado adhesión a Luis XVI, y manifestado un designio formal de sostenerle, mandando suspender las comunicaciones con el embajador francés después de recibida la noticia de la muerte de Luis; haberse negado el gobierno español a la admisión de las notas relativas a la neutralidad y al desarme, y al paso que se notaba una intimidad extraordinaria entre el gabinete español y el inglés, haber tolerado el rey de España que se predicase en los púlpitos contra los principios y doctrinas de la revolución, consintiendo en fin que los franceses fuesen perseguidos por el pueblo. La república podía haber añadido a todas estas razones la triste necesidad en que se vía de romper con toda Europa, puesto que los agravios a que se refería, unos eran falsos, otros estudiosamente desfigurados, y otros en fin, objeto de alguna reclamación amistosa, pero nunca motivo suficientemente justificado para recurrir a las armas.

La república sin embargo necesitaba legitimar su resolución, y a falta de moti­vos reales y justos recurría a pretextos y cavilaciones. Nuestro gabinete contestó a la declaración de guerra con el siguiente manifiesto:

 

PROCLAMA:

«Entre los principales objetos a que he atendido desde mi exaltación al trono, he mirado como sumamente importante el de procurar mantener por mi parte la tranquilidad de Europa, en la cual, contribuyendo al bien general de la humanidad, he dado una prueba particular a mis fieles y amados vasallos de la paternal vigilancia con que me empleo constantemente en todo lo que puede contribuir a la felicidad que tanto les deseo, y a que los hace tan acreedores su acendrada lealtad, no menos que su carácter noble y generoso. Es tan notoria la moderación con que he procedido respecto a Francia desde el punto en que se manifestaron en ella los principios de desorden, de impiedad y de anarquía que han sido causa de las turbulencias que están agitando y aniquilando a aquellos habitantes, que sería superfluo el probarlo. Bastará, pues, ceñirme a lo ocurrido en estos últimos meses, sin hacer mención de los horrendos y multiplicados acaecimientos que deseo apartar de mi imaginación y de la de mis amados vasallos, aunque indicaré el más atroz de ellos, por ser indispensable.

«Mis principales miras se reducían a descubrir si sería dable reducir a los franceses a un partido racional, que detuviese su desmesurada ambición, evitando una guerra general en Europa, y a procurar conseguir, a lo menos, la libertad del rey cristianísimo Luis XVI y de su augusta familia, presos en una torre y expuestos diariamente a los mayores insultos y peligros. Para conseguir estos fines tan útiles a la quietud universal, tan conformes a las leyes de humanidad, tan correspondientes a las obligaciones que imponen los vínculos de la sangre, y tan debidos al mantenimiento del lustre de la cotona, cedí a las reiteradas instancias del ministerio francés, haciendo extender dos notas en que se estipulaba la neutralidad y el retiro recíproco de tropas. Cuando parecía consiguiente a lo que se había tratado, las admitiesen ambas, mudaron la del retiro de tropas, proponiendo dejar parte de las suyas en las cercanías de Bayona , con el especioso pretexto de temer alguna invasión de los ingleses; pero, en realidad, para sacar el partido que les conviniese, manteniéndose en un estado temible y dispendioso para nosotros por la necesidad en que quedaríamos de dejar iguales fuerzas en nuestras fronteras, si no queríamos exponernos a una sorpresa de gentes indisciplinadas y desobedientes. Tampoco se descuidaron en hablar repetida y afectadamente (en la misma nota) en nombre de la República francesa: y en esto llevaban el fin de que la reconociésemos con el hecho mismo de admitir aquel documento.

«Había mandado Yo que al presentar en París las notas extendidas aquí, se hiciesen los más eficaces oficios en favor del rey Luis XVI y de su desgraciada familia; y si no mandé fuese condición precisa de la neutralidad y desarme el mejorar la suerte de aquellos príncipes, fue temiendo empeorar así la causa en cuyo feliz éxito tomaba tan vivo y tan debido interés. Pero estaba convencido de que, sin una completa mala fe del ministerio de Francia, no podía este dejar de ver que recomendación e interposición tan fuerte, hecha al mismo tiempo de entregar las notas, tenía con ellas una conexión tácita, tan íntima, que habían de conocer no era dable determinar lo uno si se prescindía de lo otro, y que el no expresarlo era puro efecto de delicadeza y de miramiento, para que haciéndolo así valer el ministerio francés con los partidos en que estaba y está dividida Francia, tuviese más facilidad de efectuar el bien a que debíamos creer se hallaba propicio. Su mala fe se manifestó desde luego, pues al paso que se desentendía de la recomendación e interposición de un soberano que está al frente de una nación grande y generosa, instaba para que se admitiesen las notas alteradas, acompañando cada instancia con amagos de que , si no se admitían, se retiraría de aquí la persona encargada de tratar sus negocios. Mientras continuaban estas instancias, mezcladas con amenazas, estaban cometiendo el cruel e inaudito asesinato de su soberano; y cuando mi corazón y el de todos los españoles se hallaban oprimidos, horrorizados e indignados de tan atroz delito, aun intentaban continuar sus negociaciones, no ya, seguramente, creyendo probable fuesen admitidas  sino para ultrajar mi honor y el de mis vasallos; pues bien conocían que cada instancia en tales circunstancias era una especie de ironía y una mofa, a que no podía darse oídos sin faltar a la dignidad y al decoro. Pidió pasaportes el encargado de sus negocios: dierónsele. Al mismo tiempo estaba apresando un buque francés a otro español en las costas de Cataluña; por lo cual mandó el comandante general la represalia; y casi contemporáneamente llegaron noticias de que hacían otras presas, y de que en Marsella y demás puertos de Francia detenían y embargaban nuestras embarcaciones.

«Finalmente el día 7 del corriente nos declararon la guerra, que ya nos estaban haciendo (aunque sin haberla publicado) por lo menos desde el 26 de febrero, pues esta es la fecha de la patente de corso contra nuestras naves de guerra y comercio, y de los demás papeles que se hallaron en poder del corsario francés el Zorro, capitán Juan Bautista Lalanne, cuando le apresó nuestro bergantín el Ligero al mando del teniente de navío D. Juan de Dios Copet , con un buque español cargado de pólvora que se llevaba.

«En consecuencia de tal conducta y de las hostilidades empezadas por parte de Francia, aun antes de declararnos la guerra, he despedido todas las órdenes convenientes a fin de detener, rechazar o acometer al enemigo por mar o por tierra, según las ocasiones se presenten: y he resuelto y mando que desde luego se publique en esta corte la guerra contra Francia, sus posesiones y habitantes, y que se comuniquen a todas las partes de mis dominios las providencias que correspondan y conduzcan a la defensa de ellos y de mis vasallos, y a la ofensa del enemigo. Tendráse entendido, y ejecutaráse así en el consejo de guerra en la parte que le toca.—En Aranjuez a 25 de marzo de 4793.—Señalado de real mano.—A D. Pedro Varela y Ulloa»

 

Este manifiesto se insertó en la Gacela de Madrid de 29 de marzo, después de haberse hecho el 27 del mismo la publicación de la guerra en la corte, según la fórmula establecida.

 

CAPITULO III.

ENTUSIASMO DE LOS ESPAÑOLES EN FAVOR DE LA GUERRA.— PRINCIPIOS DE LA GUERRA DEL ROSELLÓN.— BATALLA DE MASDEU.— SITIO Y RENDICIÓN DE BELLEGARDE.— OCUPACIÓN DE PUIGCERDÁ POR LAS TROPAS REPUBLICANAS.— BATALLA DE TRULLAS.— RETIRADA DE RICARDOS AL BULÓ.— ACCIÓN DE CAMPREDÓN.—COMBATE DE CERET. OCUPACION DE PORT VENDRES, SAN TELMO Y COLLIUVRE POR LAS TROPAS ESPAÑOLAS , Y FIN DE LA CAMPAÑA DEL ROSELLÓN EN 1793.— GUERRA DEFENSIVA EN LAS FRONTERAS DE ARAGÓN, NAVARRA Y GUIPÚZCOA DURANTE EL MISMO AÑO.

 
 

Guerra de la Independencia : historia del levantamiento, guerra y revolución de España

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