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INTRODUCCIÓN.
CAPÍTULO PRIMERO.
PRINCIPIO DEL REINADO DE CARLOS IV. MINISTERIO DE FLORIDABLANCA. MINISTERIO DEL CONDE DE
ARANDA. ELEVACION DE GODOY.
CUANDO invadida la Península por los fanáticos
hijos de Mahoma, osó Pelayo levantar el pendón de la Independencia nacional en
Asturias, nadie hubiera predicho que aquel puñado de valientes acabaría por
reconquistar su territorio, lanzando al otro lado del estrecho el innumerable
enjambre de sus opresores. Atendidos los cálculos humanos, la realización de
empresa tan desesperada debía considerarse como una utopía quimérica; pero
el pueblo español se empeñó, y el yugo de Tariq y de Muza vino por fin a
hacerse pedazos al cabo de siete siglos de tenacidad y heroísmo. De igual
manera, y atendidas las mismas probabilidades, era imposible que la España de
1808, ocupada en toda su extensión por las formidables huestes del guerrero más
eminente, más afortunado y más diestro que han reconocido los siglos, pudiese
romper las cadenas que la perfidia, la traición y la mala fe le habían
impuesto; pero los españoles se empeñaron por segunda vez, y Europa los vio
con asombro reproducir en seis años aquellos milagros de heroicidad sin ejemplo
con que tan larga y magnífica muestra supieron dar de sí en la porfiada lucha
sostenida contra los árabes. La historia de ese periodo admirable, cuya exposición
hemos tomado a nuestro cargo, será constantemente la prueba de lo que valen y
pueden los pueblos cuando quieren ser libres, y a la vez que de lecciones a los usurpadores de todos los tiempos servirá
de escarmiento al político que en los falibles cálculos de su ciencia se ponga
en desacuerdo con los generosos sentimientos del corazón y con las leyes de la
equidad y de la justicia. ¡Dichosos nosotros si en la narración de los hechos
que hemos de referir , tenemos la fortuna de igualarnos alguna vez con lo
grandioso del asunto! ¡Dichosos si acertamos a expresar el sagrado amor a la
patria con la misma vehemencia que lo sentimos! ¡Dichosos si hacemos palidecer
al tirano que nos lea, o si al lanzar el anatema de la execración sobre los
causantes de nuestras desgracias, inspiramos a los que pudieran imitarles el
saludable temor a la historia y al juicio inapelable y terrible de la
posteridad! ¡Dichosos, en fin, si al constituirnos en intérpretes de una época
tan fecunda en sucesos, conseguimos pagar el debido tributo a las glorias del
pueblo español, sin menoscabo de la exactitud e imparcialidad que deben reinar en
nuestras páginas! Pero en vano trataríamos de llegar a estos fines, si al
presentar el magnífico cuadro de nuestra santa insurrección, prescindiésemos de
las causas que la motivaron, pasando por alto una porción de circunstancias a
cual más importantes, y que deben considerarse como el preliminar de aquel
alzamiento sublime; inútil sería también contentarnos con la exposición de uno
y otro, si al ver los escasos y mezquinos frutos de aquella revolución memorable, no tratásemos de
indagar los motivos que influyeron en la menguada fortuna que nos cupo. ¿Por qué fatalidad inconcebible
una nación que tanto hizo por la emancipación de la Europa entera, no volvió a
ocupar entre las demás naciones el rango que de justicia le pertenecía? ¿Por
qué después de tantos y tan heroicos sacrificios volvimos a sufrir redobladas
las desgracias que anteriormente pesaban sobre nosotros? ¿Por qué la voz de
libertad política, lanzada casi al mismo tiempo que el grito de independencia
nacional, halló menos eco que ésta en los corazones de algunos? ¿Por qué los
que entonces nos unimos para debelar al enemigo común, no hicimos lo mismo en
obsequio de nuestra felicidad interior?, ¿por qué naufragaron nuestras
libertades en medio del júbilo de la victoria, o por qué cuando volvimos a
reconquistarlas, no supimos hacer lo bastante para no perderlas ya nunca?
Estas y otras preguntas que nadie mejor que el historiador de la Guerra contra
Napoleón debe dejar satisfechas, justifican bastante en nuestro concepto el
plan que nos hemos propuesto seguir, encabezando la narración de los seis años
de nuestra lucha con el reinado de Carlos IV y principios del de Fernando VI, y
continuando después el de este hasta 1833. Prólogo, drama y epilogo: tales (si
se nos permiten estas expresiones) la triple división de nuestra obra.
El
prólogo, por cierto, no ha de carecer de interés. Carlos III, cuyo reinado fue
para los españoles una de las épocas más venturosas, falleció en 43 de
diciembre de 1788 a los 72 años de edad, y a los 29 de haber empuñado el cetro
de España. Su muerte, llorada por todos como la de un padre, fue considerada
como una calamidad para sus vasallos en una época tan angustiosa y difícil como
la que en aquellos días se desplegó; siendo verosímil que haber dilatado el
cielo su vida, o no hubiéramos tenido que llorar las desgracias que
sobrevinieron, o ahorráramos por lo menos no pequeña porción de desastres. Y no
porque su administración y gobierno, tan justamente encomiados por las
reformas que en aquel reinado tuvieron lugar, careciesen enteramente de
errores: su odio a Inglaterra, y la guerra que a consecuencia del mismo y del
pacto llamado de familia se empeñó contra aquella potencia, unidas las
escuadras y fuerzas españolas con las de Francia, nos produjeron sobrados
descalabros para que no sintamos el abandono del sistema pacífico de su
antecesor; y no seriamos imparciales si al considerar los efectos de la
segunda lucha contra el perenne objeto de sus iras, desconociésemos el aumento
de la deuda pública, que fue su resultado, y el pernicioso ejemplo que a
nuestras colonias sedaba en una lid exclusivamente destinada a proteger y
auxiliar la insurrección americana del norte. Eso no obstante, Carlos III será
siempre un objeto de predilección para los españoles: la pureza y la moralidad
de sus costumbres, su amor al trabajo, su instrucción no vulgar, la decidida
protección que dispensó a los intereses de la industria y del comercio, su
espíritu reformador sin peligro, su buen juicio y discernimiento para llamar en
torno a sí a los hombres más capaces de secundarle en sus proyectos benéficos,
el espíritu verdaderamente nacional de que fue creador, los bellos monumentos
que de su reinado nos quedan, como testigos de los progresos en las artes y
ciencias promovidos por él, el buen gusto que en su tiempo adquirió la
literatura y el ascendiente, en fin, que sus virtudes le hacían ejercer en los
gabinetes de Europa, todo esto nos hará considerar aquella época como una de
las más felices que ha contado España, y como una calamidad verdadera de la
desaparición de un rey que por el prestigio que en las naciones extranjeras
tenía, tanto hubiera podido influir en los negocios públicos de Europa para la
mejor y menos peligrosa marcha que debiera adoptarse en medio de la crisis
universal producida por la revolución francesa.
Carlos
IV, su hijo, no era a propósito para guiar la nave del estado en circunstancias
tan azarosas. Dotado de una inteligencia regular y no desprovisto de instrucción
, la natural honradez de sus sentimientos le hubiera conciliado el aprecio y la
estimación de las gentes en una condición privada, y acaso hubiera sido un buen
rey constitucional en tiempos normales y pacíficos; pero revestido del poder
absoluto, y en medio de las dificultades que le rodeaban, ni sabía ejercerlo
por sí, ni era capaz de elevarse a la altura de las circunstancias de la época.
Falto de resolución y de espíritu; tímido, pacífico, débil, pudiéramos
llamarle un buen hombre en toda la extensión de la palabra, si no temiésemos
rebajar la dignidad de la historia. Acostumbrado a obedecer cuando príncipe, su
destino fue obedecer cuando rey, siendo María Luisa el árbitro de su voluntad
en todos sentidos. Carlos IV entretanto sufría la dominación de su esposa con
el placer consiguiente a su bella índole; y cuando, aprovechando los momentos
que le dejaba libres su pasión favorita a la caza, se ocupaba en su taller de
ebanistería, y le salía a gusto un buró a alguna otra pieza semejante,
era una ilusión para él dedicar su obra a la reina, poniendo en ella la cifra
de María Luisa. El Escorial nos ofrece algunos monumentos de la excelente
habilidad de aquel monarca como ebanista: la gratitud con que su augusta esposa
recibiría estas muestras de cariño, el lector la dará por supuesta. Carlos IV,
en suma, deseaba el bien , y quería entrañablemente a sus súbditos; pero ni
sabia encontrar los medios para verificar aquel, ni pudo por lo mismo hacer en
obsequio de estos lo que su corazón anhelaba. Tal fue el monarca que vino a ocupar
el trono español en una época en que tanta necesidad había de hombres extraordinarios.
Carlos
III, que durante su reinado no sólo había estado en constante armonía con
Francia, sino que había estrechado más y más los vínculos de ambas naciones
por medio del pacto de familia, celebrado en 1761, no previó ni pudo prever en
aquella época las consecuencias ulteriores que podría tener ese pacto, una vez
rotas las hostilidades entre Luis XVI y sus súbditos. El carácter de aquella
alianza era personal y dinástico entre los jefes de ambos países, más bien que
de interés general entre una y otra nación; y esto supuesto, fácil es de
inferir que en el momento en que se turbase la buena armonía existente entre
los franceses y su rey, la corte de España tenía en el pacto un compromiso que
exigía toda la circunspección y toda la prudencia imaginables para conciliar
los efectos de aquel tratado con la neutralidad más estricta respecto a la
revolución; así lo comprendió el buen juicio del mismo Carlos III, cuando
habiendo observado desde 1787 el giro que los negocios interiores de Francia
comenzaban a tomar, y conociendo que la lucha del rey con los parlamentos no
era más que el preludio de la tormenta que en último resultado debía estallar
en el vecino reino, resolvió mantenerse en una prudente expectativa,
absteniéndose de mezclarse en la política interior de Francia, e imponiéndose
de este modo la única regla de conducta que las circunstancias aconsejaban
seguir. Así continuó aquel buen rey hasta sus últimos momentos, y así comenzó
también Carlos IV, defiriendo a los consejos con que su padre, llevando en esta
parte su previsión más allá de la tumba, le encargó seguir aquella marcha.
Carlos IV hizo más , pues no solo aceptó francamente la política de su
antecesor, sino que recibiendo en Floridablanca el ministro que el padre
legaba al hijo como una áncora de salvación en circunstancias tan críticas,
hizo a todos concebir la esperanza de ver reproducidos para bien de España los
aciertos de la administración precedente.
El conde
de Floridablanca era uno de los hombres eminentes que tanto habían contribuido a
impulsar las reformas verificadas en el reinado de Carlos III, cuyo ministro
había sido por espacio de doce años; y de aquí la popularidad y el prestigio
de su nombre, naturalmente asociado a tan gratos y lisonjeros recuerdos. Ministro
infatigable y patriota, su primer cuidado fue resguardar a España de la menor
chispa que pudiera comunicarle el incendio revolucionario, pareciéndole pocas
todas las precauciones : tanto era el horror que la revolución le causaba.
Medroso y suspicaz respecto a ella hasta lo que no es creíble, podía
considerársele como el reflejo vivísimo de la expectación angustiosa con la que
Europa entera tenía fijos los ojos en aquel vocal humeante; pero decidido como
estaba a hacer prevalecer en su política mientras fuese posible, el pensamiento
internacional que él mismo había contribuido a aconsejar a Carlos III, no por
eso renunciaba a la guerra si las circunstancias la hacían necesaria, o se
presentaba probabilidad de buen éxito. Preparándose para este evento había
tratado de centralizaren un solo punto todos los resortes del poder; y de aquí
la creación de la junta suprema de estado en el tiempo de su primera administración,
en la cual se propuso a la vez dar unidad a todas las operaciones gubernativas
y sujetarlas a su inmediata inspección y residencia. Creado el poder
ministerial y constituido él en su jefe, creyó con esto y con su popularidad
hallarse en el caso de poder dominar la situación de la época en el reinado de
Carlos IV, mientras este le continuase su confianza. La revolución francesa
proseguía entretanto, y Floridablanca que había conservado la neutralidad hasta
el año de 1790, comenzó después a pensar los medios de unirse a la coalición de
Austria y Prusia, aunque con precaución y silencio.
Mientras
el ministro español meditaba su plan, observaba por otra parte las invasiones
del comercio inglés en nuestras colonias, y deseoso de hacer respetar el Nootka Sound y las islas de Cuadra y de Vancouver, en donde
los ingleses habían formado varios establecimientos ruinosos a nuestro
comercio, reclamó de Inglaterra lo que hacía al caso. Sus quejas fueron
desatendidas por aquella potencia, y Floridablanca en su vista determinó hacer
prevalecer la dignidad y los derechos de su patria, recurriendo a las armas. Dio,
pues, orden a las fuerzas navales existentes en el mar Pacífico para apresar
los buques ingleses que llevaban a China los productos de peletería de aquellas
colonias, disponiendo además una expedición naval al canal de la Mancha, compuesta
de una escuadra española y otra francesa, enviada por Luis XVI en virtud del
pacto de familia. La renovación de este pacto en las circunstancias en que se
encontraba la nación vecina, era una especie de sello echado al compromiso
dinástico; pero como quiera que fuese, Floridablanca estaba decidido a luchar
contra la revolución, y no se asustó por lo tanto de estrechar nuevamente los
lazos entre el monarca español y el francés. El armamento contra Inglaterra
produjo un efecto mejor del que era de esperar, puesto que su sola presencia
bastó para conseguir el objeto comercial que el ministro español se había
propuesto, sin llegar a encenderse una lucha cuyas consecuencias, de haberse
realizado, no es fácil ahora calcular. Inglaterra se prestó a terminar aquella
desavenencia por medio de una negociación, y las cosas volvieron entre las dos
naciones al ser y estado que antes.
Floridablanca
entonces volvió de nuevo a su proyecto guerrero contra la revolución, proyecto
que tenía amigos en el gabinete, pero que contaba también opositores de cuenta,
siendo el primero el célebre conde de Aranda, cuyo parecer, reducido a llevar
adelante el sistema de neutralidad, poniendo un cordón de tropas en las fronteras
del Pirineo, prevaleció por entonces. Floridablanca cayó, y si bien debió de
tener una parteen su caída la rivalidad de Aranda, no es menos cierto por eso
que entonces se atribuyó a la influencia algo más directamente ejercida por las
intrigas de la corte, por la intervención que en los asuntos públicos tenía ya
entonces Godoy, y por los manejos de la reina María Luisa. Floridablanca displacía
a la reina por su carácter independiente y altivo, y acaso también porque
aquella señora encontraba en el uno de los principales obstáculos para la
elevación de algún otro en quien tenía puestos los ojos. Sea de esto lo que
quiera, el hecho es que el ministro dejó de serlo al cabo de tres años y meses
de vacilación, de perplejidad y de dudas respecto a Francia.
Sucedióle el conde de Aranda, llamado con
razón el veterano de la diplomacia española, y cuyo nombre era igualmente caro
por la parte activa y liberal que había tenido en las reformas del reinado
anterior. Enemigo de la superstición y de la tiranía, había sido el constante
promovedor de la filosofía y de las luces. Su reputación como diplomático era
europea, y el tacto y habilidad que se le atribuían, no fueron sino un tributo
justísimo a su capacidad y talentos. Rival de Floridablanca por emulación y
por carácter, lo era masen el tiempo de su caída por el diverso modo de ver de
uno y otro en lo relativo a la revolución francesa. Asustadizo y receloso el
primero, había acabado por pasar de su expectativa condicional y violenta al
proyecto de contribuir seriamente a cortar la cabeza de la hidra revolucionaria,
mientras el segundo, ora fuese porque temiera avivar el incendio queriendo
apagarle, ora porque su mayor familiaridad con las ideas democráticas le
hiciese menos aprensivo, se aferraba constantemente en el sistema de
neutralidad armada, de que nunca se le vio desistir. Tenaz en sus opiniones,
como buen aragonés, no abandonaba jamás el proyecto una vez concebido,
sirviéndole de no poco recurso la precisión de entendimiento con que
generalmente sabia distinguir el verdadero valor de las cosas, para evitar los
errores a que esa misma fuerza de carácter le hubiera podido inducir. Aranda
había tenido amistad con los autores de la Enciclopedia, y esto unido a la
circunstancia de haber nacido en un país como Aragón, de tan gratos recuerdos
para la libertad, había acabado por hacer de él un mantenedor esforzado del
progreso político: de aquí su contemporización e indulgencia con el movimiento
popular que agitaba a la nación vecina. Su elevación por lo mismo fue en
nuestro concepto un acontecimiento feliz en aquella época, tanto por la experiencia
que le daba su edad, como por lo conveniente que era tener al frente de
nuestros negocios un hombre popular en la misma Francia. Así es que las
relaciones diplomáticas, demasiado resfriadas a consecuencia de los
pensamientos hostiles de Floridablanca, fueron restablecidas por Aranda desde
el momento que ocupó el ministerio de Estado; pero la caída de este profundo
político estaba también decidida, y hubo de abandonar los negocios a los
nueve meses de su elevación. María Luisa no había consentido en la anterior
mutación ministerial, sino como un medio de acostumbrar al rey a cambiar de
consejeros cuando y como a su augusta esposa le placiese, y Aranda desapareció
de la escena, dejando el poder en las inexpertas manos de un favorito, que no
debía desaparecer por su parte sino con la ruina del dosel que le llamaba en su
apoyo.
D. Manuel
Godoy nació en Badajoz el 12 de mayo de 1767 de una familia noble, aunque
oscura, y cuya fortuna llegaba apenas a los límites de una regular medianía.
Los aduladores dijeron que descendía por línea recta del emperador Moctezuma,
mientras otros, apurando las etimologías genealógicas, y fundados en que Godoy
era indudablemente una contracción de las palabras Godo y soy,
dedujeron que alguno de sus antepasados no podía menos de haber pertenecido a
la corte de Wamba. Sus padres fueron D. José de Godoy, cuya casa solariega
existe todavía en Castuera, y doña María Antonia Álvarez de Faria, natural
también de Badajoz, y descendiente de una ilustre familia portuguesa. La
instrucción que de sus padres recibió se redujo a las letras humanas, a los
elementos de matemáticas y a una parte de la filosofía, habiendo sido sus
maestros D. Francisco Ortega, D. Pedro Muñoz y Mena, D. Alonso Montalvo y D.
Mateo Delgado, obispo después de Badajoz. A esto y a algunos ejercicios de
equitación y de manejo de las armas, a las cuales le destinaba su padre, se
reducía toda su enseñanza, cuando partió para la corte a la edad de 46 años.
Admitido en el cuerpo de guardias de la Real Persona, en el cual existe también
su hermano mayor, los primeros días de su mansión en la corte los compartió
entre la alegría y ligereza propias de la vida militar, y el estudio de las
lenguas italiana y francesa, con las cuales acabó de coronar su educación
científica, que como se ve, no era la más propia para aspirar al alto puesto en
que después fue colocado. Él mismo nos dice en sus Memorias que toda su
ambición por entonces se reducía a prosperar en la carrera de las armas, y en
ellas desmiente todas las especies vertidas después acerca de su vida de juglar
en los primeros días de su permanencia en Madrid, no menos que lo que tantas
veces se ha dicho acerca de su habilidad para la guitarra y el canto, dado que
no solo no conocía la música, sino que ni aun como simple aficionado entendía
aquel instrumento. Nosotros que creemos reconocer todo el valor de la historia,
estamos muy lejos de querer convertirla en novela. Su elevación sin embargo
parece asunto de novelería. ¿Cuáles pudieron ser los motivos que la ocasionaron?
Oigámosle al mismo en el capítulo III, parte primera de las Memorias arriba
citadas:
«El rey Carlos
y la reina María Luisa, como era natural que sucediese, recibieron y recibían
impresiones las más vivas y profundas de las turbaciones que ofrecía Francia, y
de los espantosos apuros y desgracias del buen rey Luis XVI, de la reina María
Antonia y su infeliz familia. Atentos siempre a los sucesos, toda aquella larga
serie de aflicciones e infortunios porque fueron pasando sus parientes, la
atribuyeron en gran parte (y por cierto no se engañaban) a los varios ministros
de aquel príncipe mal servido y de tantas maneras traqueado por las influencias
contrarias, interesadas y siniestras de su corte. La vecindad de los reinos les
hacía temer a toda hora que aquel incendio se comunicase a sus estados, volvían
sus ojos alrededor, les faltaba la confianza de sí mismo y no hallaban dónde
fijarla; deseaban luces y temían los engaños; apetecían virtudes y temían los
caprichos de la vanidad y el amor propio; los peligros se aumentaban, y oían
las amenazas que partían de Francia sobre toda Europa. Yo no haré aquí la
apología ni la censura de estas perplejidades que oprimían sus ánimos; cuento
solo un hecho verdadero. Afligidos e inciertos en sus resoluciones,
concibieron la idea de procurarse un hombre y hacerse en él un amigo
incorruptible, obra sola de sus manos, que unido estrechamente a sus personas y
a su casa, fuese con ellos uno mismo y velase por ellos y su reino de una
manera indefectible. Admitido a la familiaridad de los dos reales esposos, si
me oyeron discurrir algunas veces, se creyeron que yo entendía alguna cosa de
los debates de aquel tiempo; si juzgaron favorablemente de mi lealtad y si
pudieron persuadirse ¡harta desgracia mía! de haber hecho en mi persona el
hallazgo que deseaban, de este error o de este acierto mi ambición no fue la
causa; no que a mí me fallara el deseo de ser algo; pero mis ideas se limitaban
a prosperar en la milicia, y aun en esto, y sin calar sus intenciones (bien
puedo ser creído), recibí con temor los favores y las gracias, las más de ellas
no pretendidas ni buscadas, de que fui objeto en pocos años.— Mientras tanto
(continúa Godoy) crecían las turbulencias de Francia y se amontonaban los
peligros. A un ministro tímido y perplejo hasta el exceso le sucedió un anciano
por el otro castreño que de nada se
alarmaba. Uno y otro le causaron espanto al rey; el primero por indeciso, el
segundo por confiado; y he aquí ya los insultos y amenazas que partían de la
tribuna francesa sin ningún disimulo ni recato; el reinado abolido, la
república instalada, sus agentes diplomáticos exigiendo y conminando con rudeza
nunca vista los ensayos de invasiones y propagandas realizadas en otras partes,
y el rey de Francia con su familia entera, el jefe de la casa que reinaba en
España, en una torre y cercano a ser juzgado. ¿ Dónde está la previsión? ¿Dónde
el modo de huir los destinos inexorables a que el hombre está sujeto? ¡En la
hora del peligro, cuando no había bienes, sino males, y terrores, y asombros, y
hundimientos, y torbellinos, humareda y volcanes reventando , me vi puesto
¡Dios mío, al timón del Estado!»
Tal es,
según el príncipe de la Paz, la explicación del enigma: su alteza sin embargo
nos permitirá creerle más caballero que veraz en esa estudiada relación. ¿Cómo
es posible que la razón y la filosofía admitan como motivos de una elevación
tan asombrosa los que, cuando más, podrían haberlo sido para que los reyes le
dispensasen su afecto particular? Reconociendo como reconocemos la gravedad de
las circunstancias de aquella época, ¡es posible que reconociéndola también Carlos
IV, creyese que un joven de 24 años, sin experiencia ninguna en los negocios,
pudiera dominar la más anómala y excepcional de todas las situaciones, cuando
los hombres más consumados en la política no le inspiraban la menor confianza!
Que el monarca hubiera dispensado la suya a Godoy a consecuencia de algún
servicio importante, cuyo desempeño probase Incapacidad o el genio diplomático
de su favorecido, cosa es que se concibe sin violencia; pero designarle como
su salvador antes de reconocer en él las señales que pudiesen indicar un
Mesías; colocar en el primer puesto del Estado a quien no había dado aun la
menor prueba práctica de habilidad en asuntos de gobierno; ordenarle de
estadista per saltum sin más recomendación ni
más mérito que las conversaciones tenidas con los reyes; arrinconar en fin la
lealtad y experiencia de un Floridablanca y de un Aranda para hacer plaza a la
lealtad inexperta de un joven cuyos conocimientos cran todavía menores que su
edad, y todo esto para evitar los compromisos de una situación tan apurada y
tan crítica... perdónenos, volvemos a decir, el príncipe de la Paz : eso es
resolver el problema sin dejar despejada la incógnita, convertir en enigma el
asunto en vez de aclararlo, y hacer acertijo de una elevación, cuyo origen
desgraciadamente no es problemático para los españoles. Nosotros quisiéramos
también echar un velo sobre los extravíos de los reyes; pero la historia es
inexorable con todos, y nosotros en este asunto tenemos que fulminar por
desgracia el anatema de la historia.
Don
Manuel Godoy era joven, su presencia agradable y simpática, su destino hacer la
guardia a los reyes, la consecuencia inmediata ser visto por ellos, y María
Luisa le vio. Et videt hunc, visumque cupit, politurque cupito, podríamos decir con un poeta latino,
cuyos versos, aunque ligeramente alterado el que acabamos de citar, habrá leído
Godoy. El favor de la reina precedió a los favores del rey: la medianera no podía
ser mejor. ¿Qué podría proponer María Luisa que Carlos se negase a admitir? Carlos
IV admitió al joven favorecido, y este por su parte no se descuidó en explotar
todos los medios de internarse en el fondo de su corazón. Su conversación,
naturalmente interesante, lo era más por la naturaleza del asunto. ¿De qué podría
hablarse en aquellos días sino de la suerte infeliz de Luis XVI, y de la suerte
de los demás reyes amenazados en su cabeza? Fácil es de conocer por lo mismo si
Godoy tendría elocuencia al hablar a su rey de otro rey; fácil es también de
inferir el partido que María Luisa sabría sacar de su esposo en favor del
objeto de su predilección y ternura. ¿Pero a qué detenernos más? La fascinación
de Carlos IV fue completa : la debilidad y candor de su carácter aseguró el
predominio de Godoy, y la historia pudo contar desde entonces un nuevo nombre añadido
a la lista de los Lunas, Pachecos, Lermas, Olivares y Varos. ¿Será posible que la raza de los favoritos
haya de haber sido indígena en España? Pero aquellos tenían al menos la razón
de su prepotencia en sí mismos : a Godoy le estaba reservado el tener su razón
en la reina. ¿Qué importa que su boca nos diga que la vida del rey fue sin mancha?
La filosofía no la reconoce en el hombre, por los extravíos que a la sombra de
su ignorancia pueda cometer su compañera; y harto sabido es que el último en
tener noticia del exceso es siempre el desventurado a quien más de cerca le toca.
«María Luisa ha sido calumniada». Eso es lo que debiera haber dicho el príncipe
de la Paz , y aun entonces no estábamos obligados a creerle bajo su palabra; porque
¿qué podría significar esa protesta al lado de lo que nuestros padres nos han
dicho, y no solo los nuestros, sino los padres todos de la presente generación?
El pueblo español de aquel tiempo amaba con adoración a sus reyes, y ni su
adoración, ni su respeto, ni la idolatría, ni el culto que les tributaba
pudieron cerrarle la boca para alzar el grito de la execración al ver el
envilecimiento del trono. ¡Envilecimiento que ejerció demasiada influencia en
el descontento de los españoles y en los tristes destinos de la nación, para
que nosotros podamos pasarlo por alto! ¿Y cómo podía suceder otra cosa? Cuando
Godoy fuera un genio, no hubiera podido evitar las consecuencias a que tarde o
temprano tenía que dar ocasión el descrédito moral de la regia familia; ¿cuánto
menos hallándose desprovisto de las cualidades que anuncian al hombre eminente?
Un entendimiento despejado y una presencia gallarda no eran prendas bastantes
para salvar la nave del Estado de las tormentas que le amenazaban: esto no
impidió sin embargo que se le confiase el timón; pero como quiera que los
mismos que elogian al ministro le reconociesen novel, creyeron oportuno
añadirle dos asesores o adjuntos, como si dijéramos dos remeros, que sirviesen
de guía al piloto. Estos asesores fueron primero D. Eugenio Llaguno y Amírola, y después D. José Anduaga, ambos oficiales
mayores de la secretaría de Estado.
CAPITULO II.BREVE RESEÑA DE LOS PROGRESOS DE LA REVOLUCIÓN FRANCESA HASTA NOVIEMBRE DE 1792. MEDIACIÓN DE CARLOS IV EN FAVOR DE LUIS XVI. SUPLICIO DEL MONARCA FRANCÉS. RUPTURA DE LAS NEGOCIACIONES.DECLARACIÓN Y CONTRADECLARACIÓN DE GUERRA ENTRE FRANCIA Y ESPAÑA.
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