web counter
cristoraul.org

GUERRA DE LA INDEPENDENCIA. 1808-1814

 

 

INTRODUCCIÓN.

CAPÍTULO PRIMERO.

PRINCIPIO DEL REINADO DE CARLOS IV. MINISTERIO DE FLORIDABLANCA. MINISTERIO DEL CONDE DE ARANDA. ELEVACION DE GODOY.

 

CUANDO invadida la Península por los fanáticos hijos de Mahoma, osó Pelayo levantar el pendón de la Independencia nacional en Asturias, nadie hubiera predicho que aquel puñado de valientes acabaría por reconquistar su territorio, lanzando al otro lado del estrecho el innumerable enjambre de sus opresores. Atendidos los cálculos humanos, la realización de empresa tan desesperada debía considerarse como una utopía quimérica; pero el pueblo español se empeñó, y el yugo de Tariq y de Muza vino por fin a hacerse pedazos al cabo de siete siglos de tenacidad y heroísmo. De igual manera, y atendidas las mismas probabilidades, era imposible que la España de 1808, ocupada en toda su extensión por las formidables huestes del guerrero más eminente, más afortunado y más diestro que han reconocido los siglos, pudiese romper las cadenas que la perfidia, la traición y la mala fe le habían impuesto; pero los españoles se empeñaron por segunda vez, y Europa los vio con asombro reproducir en seis años aquellos milagros de heroicidad sin ejemplo con que tan larga y magnífica muestra supieron dar de sí en la porfiada lucha sostenida contra los árabes. La historia de ese periodo admirable, cuya exposición hemos tomado a nuestro cargo, será constantemente la prueba de lo que valen y pueden los pueblos cuando quieren ser libres, y a la vez que de lecciones a  los usurpadores de todos los tiempos servirá de escarmiento al político que en los falibles cálculos de su ciencia se ponga en desacuerdo con los generosos sentimientos del corazón y con las leyes de la equidad y de la justicia. ¡Dichosos nosotros si en la narración de los hechos que hemos de referir , tenemos la fortuna de igualarnos alguna vez con lo grandioso del asunto! ¡Dichosos si acertamos a expresar el sagrado amor a la patria con la misma vehemencia que lo sentimos! ¡Dichosos si hacemos palidecer al tirano que nos lea, o si al lanzar el anatema de la execración sobre los causantes de nuestras desgracias, inspiramos a los que pudieran imitarles el saludable temor a la historia y al juicio inapelable y terrible de la posteridad! ¡Dichosos, en fin, si al constituirnos en intérpretes de una época tan fecunda en sucesos, conseguimos pagar el debido tributo a las glorias del pueblo español, sin menoscabo de la exactitud e imparcialidad que deben reinar en nuestras páginas! Pero en vano trataríamos de llegar a estos fines, si al presentar el magnífico cuadro de nuestra santa insurrección, prescindiésemos de las causas que la motivaron, pasando por alto una porción de circunstancias a cual más importantes, y que deben considerarse como el preliminar de aquel alzamiento sublime; inútil sería también contentarnos con la exposición de uno y otro, si al ver los escasos y mezquinos frutos de aquella revolución memorable, no tratásemos de indagar los motivos que influyeron en la menguada fortuna que nos cupo. ¿Por qué fatalidad inconcebible una nación que tanto hizo por la emancipación de la Europa entera, no volvió a ocupar entre las demás naciones el rango que de justicia le pertenecía? ¿Por qué después de tantos y tan heroicos sacrificios volvimos a sufrir redobladas las desgracias que anteriormente pesaban sobre nosotros? ¿Por qué la voz de libertad política, lanzada casi al mismo tiempo que el grito de independencia nacional, halló menos eco que ésta en los corazones de algunos? ¿Por qué los que entonces nos unimos para debelar al enemigo común, no hicimos lo mismo en obsequio de nuestra felicidad interior?, ¿por qué naufragaron nuestras libertades en medio del júbilo de la victoria, o por qué cuando volvimos a reconquistarlas, no supimos hacer lo bastante para no perderlas ya nunca? Estas y otras preguntas que nadie mejor que el historiador de la Guerra contra Napoleón debe dejar satisfechas, justifican bastante en nuestro concepto el plan que nos hemos propuesto seguir, encabezando la narración de los seis años de nuestra lucha con el reinado de Carlos IV y principios del de Fernando VI, y continuando después el de este hasta 1833. Prólogo, drama y epilogo: tales (si se nos permiten estas expresiones) la triple división de nuestra obra.

El prólogo, por cierto, no ha de carecer de interés. Carlos III, cuyo reinado fue para los españoles una de las épocas más venturosas, falleció en 43 de diciembre de 1788 a los 72 años de edad, y a los 29 de haber empuñado el cetro de España. Su muerte, llorada por todos como la de un padre, fue considerada como una calamidad para sus vasallos en una época tan angustiosa y difícil como la que en aquellos días se desplegó; siendo verosímil que haber dilatado el cielo su vida, o no hubiéramos tenido que llorar las desgracias que sobrevinieron, o ahorráramos por lo menos no pequeña porción de desastres. Y no porque su administración y gobierno, tan justamente encomiados por las reformas que en aquel reinado tuvieron lugar, careciesen enteramente de errores: su odio a Inglaterra, y la guerra que a consecuencia del mismo y del pacto llamado de familia se empeñó contra aquella potencia, unidas las escuadras y fuerzas españolas con las de Francia, nos produjeron sobrados descalabros para que no sintamos el abandono del sistema pacífico de su antecesor; y no seriamos imparciales si al considerar los efectos de la segunda lucha contra el perenne objeto de sus iras, desconociésemos el aumento de la deuda pública, que fue su resultado, y el pernicioso ejemplo que a nuestras colonias sedaba en una lid exclusivamente destinada a proteger y auxiliar la insurrección americana del norte. Eso no obstante, Carlos III será siempre un objeto de predilección para los españoles: la pureza y la moralidad de sus costumbres, su amor al trabajo, su instrucción no vulgar, la decidida protección que dispensó a los intereses de la industria y del comercio, su espíritu reformador sin peligro, su buen juicio y discernimiento para llamar en torno a sí a los hombres más capaces de secundarle en sus proyectos benéficos, el espíritu verdaderamente nacional de que fue creador, los bellos monumentos que de su reinado nos quedan, como testigos de los progresos en las artes y ciencias promovidos por él, el buen gusto que en su tiempo adquirió la literatura y el ascendiente, en fin, que sus virtudes le hacían ejercer en los gabinetes de Europa, todo esto nos hará considerar aquella época como una de las más felices que ha contado España, y como una calamidad verdadera de la desaparición de un rey que por el prestigio que en las naciones extranjeras tenía, tanto hubiera podido influir en los negocios públicos de Europa para la mejor y menos peligrosa marcha que debiera adoptarse en medio de la crisis universal producida por la revolución francesa.

Carlos IV, su hijo, no era a propósito para guiar la nave del estado en circunstancias tan azarosas. Dotado de una inteligencia regular y no desprovisto de instrucción , la natural honradez de sus sentimientos le hubiera conciliado el aprecio y la estimación de las gentes en una condición privada, y acaso hubiera sido un buen rey constitucional en tiempos normales y pacíficos; pero revestido del poder absoluto, y en medio de las dificultades que le rodeaban, ni sabía ejercerlo por sí, ni era capaz de elevarse a la altura de las circunstancias de la época. Falto de resolución y de espíritu; tímido, pacífico, débil, pudiéramos llamarle un buen hombre en toda la extensión de la palabra, si no temiésemos rebajar la dignidad de la historia. Acostumbrado a obedecer cuando príncipe, su destino fue obedecer cuando rey, siendo María Luisa el árbitro de su voluntad en todos sentidos. Carlos IV entretanto sufría la dominación de su esposa con el placer consiguiente a su bella índole; y cuando, aprovechando los momentos que le dejaba libres su pasión favorita a la caza, se ocupaba en su taller de ebanistería, y le salía a gusto un buró a alguna otra pieza semejante, era una ilusión para él dedicar su obra a la reina, poniendo en ella la cifra de María Luisa. El Escorial nos ofrece algunos monumentos de la excelente habilidad de aquel monarca como ebanista: la gratitud con que su augusta esposa recibiría estas muestras de cariño, el lector la dará por supuesta. Carlos IV, en suma, deseaba el bien , y quería entrañablemente a sus súbditos; pero ni sabia encontrar los medios para verificar aquel, ni pudo por lo mismo hacer en obsequio de estos lo que su corazón anhelaba. Tal fue el monarca que vino a ocupar el trono español en una época en que tanta necesidad había de hombres extraordinarios.

Carlos III, que durante su reinado no sólo había estado en constante armonía con Francia, sino que había estrechado más y más los vínculos de ambas naciones por medio del pacto de familia, celebrado en 1761, no previó ni pudo prever en aquella época las consecuencias ulteriores que podría tener ese pacto, una vez rotas las hostilidades entre Luis XVI y sus súbditos. El carácter de aquella alianza era personal y dinástico entre los jefes de ambos países, más bien que de interés general entre una y otra nación; y esto supuesto, fácil es de inferir que en el momento en que se turbase la buena armonía existente entre los franceses y su rey, la corte de España tenía en el pacto un compromiso que exigía toda la circunspección y toda la prudencia imaginables para conciliar los efectos de aquel tratado con la neutralidad más estricta respecto a la revolución; así lo comprendió el buen juicio del mismo Carlos III, cuando habiendo observado desde 1787 el giro que los negocios interiores de Francia comenzaban a tomar, y conociendo que la lucha del rey con los parlamentos no era más que el preludio de la tormenta que en último resultado debía estallar en el vecino reino, resolvió mantenerse en una prudente expectativa, absteniéndose de mezclarse en la política interior de Francia, e imponiéndose de este modo la única regla de conducta que las circunstancias aconsejaban seguir. Así continuó aquel buen rey hasta sus últimos momentos, y así comenzó también Carlos IV, defiriendo a los consejos con que su padre, llevando en esta parte su previsión más allá de la tumba, le encargó seguir aquella marcha. Carlos IV hizo más , pues no solo aceptó francamente la política de su antecesor, sino que recibiendo en Floridablanca el ministro que el padre legaba al hijo como una áncora de salvación en circunstancias tan críticas, hizo a todos concebir la esperanza de ver reproducidos para bien de España los aciertos de la administración precedente.

El conde de Floridablanca era uno de los hombres eminentes que tanto habían contribuido a impulsar las reformas verificadas en el reinado de Carlos III, cuyo ministro había sido por espacio de doce años; y de aquí la popularidad y el prestigio de su nombre, naturalmente asociado a tan gratos y lisonjeros recuerdos. Ministro infatigable y patriota, su primer cuidado fue resguardar a España de la menor chispa que pudiera comunicarle el incendio revolucionario, pareciéndole pocas todas las precauciones : tanto era el horror que la revolución le causaba. Medroso y suspicaz respecto a ella hasta lo que no es creíble, podía considerársele como el reflejo vivísimo de la expectación angustiosa con la que Europa entera tenía fijos los ojos en aquel vocal humeante; pero decidido como estaba a hacer prevalecer en su política mientras fuese posible, el pensamiento internacional que él mismo había contribuido a aconsejar a Carlos III, no por eso renunciaba a la guerra si las circunstancias la hacían necesaria, o se presentaba probabilidad de buen éxito. Preparándose para este evento había tratado de centralizaren un solo punto todos los resortes del poder; y de aquí la creación de la junta suprema de estado en el tiempo de su primera administración, en la cual se propuso a la vez dar unidad a todas las operaciones gubernativas y sujetarlas a su inmediata inspección y residencia. Creado el poder ministerial y constituido él en su jefe, creyó con esto y con su popularidad hallarse en el caso de poder dominar la situación de la época en el reinado de Carlos IV, mientras este le continuase su confianza. La revolución francesa proseguía entretanto, y Floridablanca que había conservado la neutralidad hasta el año de 1790, comenzó después a pensar los medios de unirse a la coalición de Austria y Prusia, aunque con precaución y silencio.

Mientras el ministro español meditaba su plan, observaba por otra parte las invasiones del comercio inglés en nuestras colonias, y deseoso de hacer respetar el Nootka Sound y las islas de Cuadra y de Vancouver, en donde los ingleses habían formado varios establecimientos ruinosos a nuestro comercio, reclamó de Inglaterra lo que hacía al caso. Sus quejas fueron desatendidas por aquella potencia, y Floridablanca en su vista determinó hacer prevalecer la dignidad y los derechos de su patria, recurriendo a las armas. Dio, pues, orden a las fuerzas navales existentes en el mar Pacífico para apresar los buques ingleses que llevaban a China los productos de peletería de aquellas colonias, disponiendo además una expedición naval al canal de la Mancha, compuesta de una escuadra española y otra francesa, enviada por Luis XVI en virtud del pacto de familia. La renovación de este pacto en las circunstancias en que se encontraba la nación vecina, era una especie de sello echado al compromiso dinástico; pero como quiera que fuese, Floridablanca estaba decidido a luchar contra la revolución, y no se asustó por lo tanto de estrechar nuevamente los lazos entre el monarca español y el francés. El armamento contra Inglaterra produjo un efecto mejor del que era de esperar, puesto que su sola presencia bastó para conseguir el objeto comercial que el ministro español se había propuesto, sin llegar a encenderse una lucha cuyas consecuencias, de haberse realizado, no es fácil ahora calcular. Inglaterra se prestó a terminar aquella desavenencia por medio de una negociación, y las cosas volvieron entre las dos naciones al ser y estado que antes.

Floridablanca entonces volvió de nuevo a su proyecto guerrero contra la revolución, proyecto que tenía amigos en el gabinete, pero que contaba también opositores de cuenta, siendo el primero el célebre conde de Aranda, cuyo parecer, reducido a llevar adelante el sistema de neutralidad, poniendo un cordón de tropas en las fronteras del Pirineo, prevaleció por entonces. Floridablanca cayó, y si bien debió de tener una parteen su caída la rivalidad de Aranda, no es menos cierto por eso que entonces se atribuyó a la influencia algo más directamente ejercida por las intrigas de la corte, por la intervención que en los asuntos públicos tenía ya entonces Godoy, y por los manejos de la reina María Luisa. Floridablanca displacía a la reina por su carácter independiente y altivo, y acaso también porque aquella señora encontraba en el uno de los principales obstáculos para la elevación de algún otro en quien tenía puestos los ojos. Sea de esto lo que quiera, el hecho es que el ministro dejó de serlo al cabo de tres años y meses de vacilación, de perplejidad y de dudas respecto a Francia.

Sucedióle el conde de Aranda, llamado con razón el veterano de la diplomacia española, y cuyo nombre era igualmente caro por la parte activa y liberal que había tenido en las reformas del reinado anterior. Enemigo de la superstición y de la tiranía, había sido el constante promovedor de la filosofía y de las luces. Su reputación como diplomático era europea, y el tacto y habilidad que se le atribuían, no fueron sino un tributo justísimo a su capacidad y talentos. Rival de Floridablanca por emulación y por carácter, lo era masen el tiempo de su caída por el diverso modo de ver de uno y otro en lo relativo a la revolución francesa. Asustadizo y receloso el primero, había acabado por pasar de su expectativa condicional y violenta al proyecto de contribuir seriamente a cortar la cabeza de la hidra revolucionaria, mientras el segundo, ora fuese porque temiera avivar el incendio queriendo apagarle, ora porque su mayor familiaridad con las ideas democráticas le hiciese menos aprensivo, se aferraba constantemente en el sistema de neutralidad armada, de que nunca se le vio desistir. Tenaz en sus opiniones, como buen aragonés, no abandonaba jamás el proyecto una vez concebido, sirviéndole de no poco recurso la precisión de entendimiento con que generalmente sabia distinguir el verdadero valor de las cosas, para evitar los errores a que esa misma fuerza de carácter le hubiera podido inducir. Aranda había tenido amistad con los autores de la Enciclopedia, y esto unido a la circunstancia de haber nacido en un país como Aragón, de tan gratos recuerdos para la libertad, había acabado por hacer de él un mantenedor esforzado del progreso político: de aquí su contemporización e indulgencia con el movimiento popular que agitaba a la nación vecina. Su elevación por lo mismo fue en nuestro concepto un acontecimiento feliz en aquella época, tanto por la experiencia que le daba su edad, como por lo conveniente que era tener al frente de nuestros negocios un hombre popular en la misma Francia. Así es que las relaciones diplomáticas, demasiado resfriadas a consecuencia de los pensamientos hostiles de Floridablanca, fueron restablecidas por Aranda desde el momento que ocupó el ministerio de Estado; pero la caída de este profundo político estaba también decidida, y hubo de abandonar los negocios a los nueve meses de su elevación. María Luisa no había consentido en la anterior mutación ministerial, sino como un medio de acostumbrar al rey a cambiar de consejeros cuando y como a su augusta esposa le placiese, y Aranda desapareció de la escena, dejando el poder en las inexpertas manos de un favorito, que no debía desaparecer por su parte sino con la ruina del dosel que le llamaba en su apoyo.

D. Manuel Godoy nació en Badajoz el 12 de mayo de 1767 de una familia noble, aunque oscura, y cuya fortuna llegaba apenas a los límites de una regular medianía. Los aduladores dijeron que descendía por línea recta del emperador Moctezuma, mientras otros, apurando las etimologías genealógicas, y fundados en que Godoy era indudablemente una contracción de las palabras Godo y soy, dedujeron que alguno de sus antepasados no podía menos de haber pertenecido a la corte de Wamba. Sus padres fueron D. José de Godoy, cuya casa solariega existe todavía en Castuera, y doña María Antonia Álvarez de Faria, natural también de Badajoz, y descendiente de una ilustre familia portuguesa. La instrucción que de sus padres recibió se redujo a las letras humanas, a los elementos de matemáticas y a una parte de la filosofía, habiendo sido sus maestros D. Francisco Ortega, D. Pedro Muñoz y Mena, D. Alonso Montalvo y D. Mateo Delgado, obispo después de Badajoz. A esto y a algunos ejercicios de equitación y de manejo de las armas, a las cuales le destinaba su padre, se reducía toda su enseñanza, cuando partió para la corte a la edad de 46 años. Admitido en el cuerpo de guardias de la Real Persona, en el cual existe también su hermano mayor, los primeros días de su mansión en la corte los compartió entre la alegría y ligereza propias de la vida militar, y el estudio de las lenguas italiana y francesa, con las cuales acabó de coronar su educación científica, que como se ve, no era la más propia para aspirar al alto puesto en que después fue colocado. Él mismo nos dice en sus Memorias que toda su ambición por entonces se reducía a prosperar en la carrera de las armas, y en ellas desmiente todas las especies vertidas después acerca de su vida de juglar en los primeros días de su permanencia en Madrid, no menos que lo que tantas veces se ha dicho acerca de su habilidad para la guitarra y el canto, dado que no solo no conocía la música, sino que ni aun como simple aficionado entendía aquel instrumento. Nosotros que creemos reconocer todo el valor de la historia, estamos muy lejos de querer convertirla en novela. Su elevación sin embargo parece asunto de novelería. ¿Cuáles pudieron ser los motivos que la ocasionaron? Oigámosle al mismo en el capítulo III, parte primera de las Memorias arriba citadas:

«El rey Carlos y la reina María Luisa, como era natural que sucediese, recibieron y recibían impresiones las más vivas y profundas de las turbaciones que ofrecía Francia, y de los espantosos apuros y desgracias del buen rey Luis XVI, de la reina María Antonia y su infeliz familia. Atentos siempre a los sucesos, toda aquella larga serie de aflicciones e infortunios porque fueron pasando sus parientes, la atribuyeron en gran parte (y por cierto no se engañaban) a los varios ministros de aquel príncipe mal servido y de tantas maneras traqueado por las influencias contrarias, interesadas y siniestras de su corte. La vecindad de los reinos les hacía temer a toda hora que aquel incendio se comunicase a sus estados, volvían sus ojos alrededor, les faltaba la confianza de sí mismo y no hallaban dónde fijarla; deseaban luces y temían los engaños; apetecían virtudes y temían los caprichos de la vanidad y el amor propio; los peligros se aumentaban, y oían las amenazas que partían de Francia sobre toda Europa. Yo no haré aquí la apología ni la censura de estas perplejidades que oprimían sus ánimos; cuento solo un hecho verdadero. Afligidos e inciertos en sus resoluciones, concibieron la idea de procurarse un hombre y hacerse en él un amigo incorruptible, obra sola de sus manos, que unido estrechamente a sus personas y a su casa, fuese con ellos uno mismo y velase por ellos y su reino de una manera indefectible. Admitido a la familiaridad de los dos reales esposos, si me oyeron discurrir algunas veces, se creyeron que yo entendía alguna cosa de los debates de aquel tiempo; si juzgaron favorablemente de mi lealtad y si pudieron persuadirse ¡harta desgracia mía! de haber hecho en mi persona el hallazgo que deseaban, de este error o de este acierto mi ambición no fue la causa; no que a mí me fallara el deseo de ser algo; pero mis ideas se limitaban a prosperar en la milicia, y aun en esto, y sin calar sus intenciones (bien puedo ser creído), recibí con temor los favores y las gracias, las más de ellas no pretendidas ni buscadas, de que fui objeto en pocos años.— Mientras tanto (continúa Godoy) crecían las turbulencias de Francia y se amontonaban los peligros. A un ministro tímido y perplejo hasta el exceso le sucedió un anciano por el otro castreño  que de nada se alarmaba. Uno y otro le causaron espanto al rey; el primero por indeciso, el segundo por confiado; y he aquí ya los insultos y amenazas que partían de la tribuna francesa sin ningún disimulo ni recato; el reinado abolido, la república instalada, sus agentes diplomáticos exigiendo y conminando con rudeza nunca vista los ensayos de invasiones y propagandas realizadas en otras partes, y el rey de Francia con su familia entera, el jefe de la casa que reinaba en España, en una torre y cercano a ser juzgado. ¿ Dónde está la previsión? ¿Dónde el modo de huir los destinos inexorables a que el hombre está sujeto? ¡En la hora del peligro, cuando no había bienes, sino males, y terrores, y asombros, y hundimientos, y torbellinos, humareda y volcanes reventando , me vi puesto ¡Dios mío,  al timón del Estado!»

Tal es, según el príncipe de la Paz, la explicación del enigma: su alteza sin embargo nos permitirá creerle más caballero que veraz en esa estudiada relación. ¿Cómo es posible que la razón y la filosofía admitan como motivos de una elevación tan asombrosa los que, cuando más, podrían haberlo sido para que los reyes le dispensasen su afecto particular? Reconociendo como reconocemos la gravedad de las circunstancias de aquella época, ¡es posible que reconociéndola también Carlos IV, creyese que un joven de 24 años, sin experiencia ninguna en los negocios, pudiera dominar la más anómala y excepcional de todas las situaciones, cuando los hombres más consumados en la política no le inspiraban la menor confianza! Que el monarca hubiera dispensado la suya a Godoy a consecuencia de algún servicio importante, cuyo desempeño probase Incapacidad o el genio diplomático de su favorecido, cosa es que se concibe sin violencia; pero designarle como su salvador antes de reconocer en él las señales que pudiesen indicar un Mesías; colocar en el primer puesto del Estado a quien no había dado aun la menor prueba práctica de habilidad en asuntos de gobierno; ordenarle de estadista per saltum sin más reco­mendación ni más mérito que las conversaciones tenidas con los reyes; arrinconar en fin la lealtad y experiencia de un Floridablanca y de un Aranda para hacer plaza a la lealtad inexperta de un joven cuyos conocimientos cran todavía menores que su edad, y todo esto para evitar los compromisos de una situación tan apurada y tan crítica... perdónenos, volvemos a decir, el príncipe de la Paz : eso es resolver el problema sin dejar despejada la incógnita, convertir en enigma el asunto en vez de aclararlo, y hacer acertijo de una elevación, cuyo origen desgraciadamente no es problemático para los españoles. Nosotros quisiéramos también echar un velo sobre los extravíos de los reyes; pero la historia es inexorable con todos, y nosotros en este asunto tenemos que fulminar por desgracia el anatema de la historia.

Don Manuel Godoy era joven, su presencia agradable y simpática, su destino hacer la guardia a los reyes, la consecuencia inmediata ser visto por ellos, y María Luisa le vio. Et videt hunc, visumque cupit, politurque cupito, podríamos decir con un poeta latino, cuyos versos, aunque ligeramente alterado el que acabamos de citar, habrá leído Godoy. El favor de la reina precedió a los favores del rey: la medianera no podía ser mejor. ¿Qué podría proponer María Luisa que Carlos se negase a admitir? Carlos IV admitió al joven favorecido, y este por su parte no se descuidó en explotar todos los medios de internarse en el fondo de su corazón. Su conversación, naturalmente interesante, lo era más por la naturaleza del asunto. ¿De qué podría hablarse en aquellos días sino de la suerte infeliz de Luis XVI, y de la suerte de los demás reyes amenazados en su cabeza? Fácil es de conocer por lo mismo si Godoy tendría elocuencia al hablar a su rey de otro rey; fácil es también de inferir el partido que María Luisa sabría sacar de su esposo en favor del objeto de su predilección y ternura. ¿Pero a qué detenernos más? La fascinación de Carlos IV fue completa : la debilidad y candor de su carácter aseguró el predominio de Godoy, y la historia pudo contar desde entonces un nuevo nombre añadido a la lista de los Lunas, Pachecos, Lermas, Olivares y Varos. ¿Será posible que la raza de los favoritos haya de haber sido indígena en España? Pero aquellos tenían al menos la razón de su prepotencia en sí mismos : a Godoy le estaba reservado el tener su razón en la reina. ¿Qué importa que su boca nos diga que la vida del rey fue sin mancha? La filosofía no la reconoce en el hombre, por los extravíos que a la sombra de su ignorancia pueda cometer su compañera; y harto sabido es que el último en tener noticia del exceso es siempre el desventurado a quien más de cerca le toca. «María Luisa ha sido calumniada». Eso es lo que debiera haber dicho el príncipe de la Paz , y aun entonces no estábamos obligados a creerle bajo su palabra; porque ¿qué podría significar esa protesta al lado de lo que nuestros padres nos han dicho, y no solo los nuestros, sino los padres todos de la presente generación? El pueblo español de aquel tiempo amaba con adoración a sus reyes, y ni su adoración, ni su respeto, ni la idolatría, ni el culto que les tributaba pudieron cerrarle la boca para alzar el grito de la execración al ver el envilecimiento del trono. ¡Envilecimiento que ejerció demasiada influencia en el descontento de los españoles y en los tristes destinos de la nación, para que nosotros podamos pasarlo por alto! ¿Y cómo podía suceder otra cosa? Cuando Godoy fuera un genio, no hubiera podido evitar las consecuencias a que tarde o temprano tenía que dar ocasión el descrédito moral de la regia familia; ¿cuánto menos hallándose desprovisto de las cualidades que anuncian al hombre eminente? Un entendimiento despejado y una presencia gallarda no eran prendas bastantes para salvar la nave del Estado de las tormentas que le amenazaban: esto no impidió sin embargo que se le confiase el timón; pero como quiera que los mismos que elogian al ministro le reconociesen novel, creyeron oportuno añadirle dos asesores o adjuntos, como si dijéramos dos remeros, que sirviesen de guía al piloto. Estos asesores fueron primero D. Eugenio Llaguno y Amírola, y después D. José Anduaga, ambos oficiales mayores de la secretaría de Estado.

 

CAPITULO II.

BREVE RESEÑA DE LOS PROGRESOS DE LA REVOLUCIÓN FRANCESA HASTA NOVIEMBRE DE 1792. MEDIACIÓN DE CARLOS IV EN FAVOR DE LUIS XVI. SUPLICIO DEL MONARCA FRANCÉS. RUPTURA DE LAS NEGOCIACIONES.DECLARACIÓN Y CONTRADECLARACIÓN DE GUERRA ENTRE FRANCIA Y ESPAÑA.