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SALA DE LECTURA

HISTORIA UNIVERSAL DE ESPAÑA

GUERRA DE LA INDEPENDENCIA. 1808-1814

 

INTRODUCCIÓN : CAPITULO V.

DEBATE OCURRIDO EN EL CONSEJO ENTRE EL DUQUE DE LA ALCUDIA Y EL CONDE DE ARANDA SOBRELA CONTINUACION DE LA GUERRA.-—CAUSA FORMADA A ESTE ÚLTIMO A CONSECUENCIA DEL DEBATE.—DESTIERRO DEL CONDE A GRANADA.—SU MUERTE EN 1798.—REFLEXIONES SOBRE SU DESGRACIA Y SOBRE LA CONDUCTA DE GODOY EN AQUELLOS DIAS.

 

Era ya el mes de febrero de 1794, y los generales en jefe de los ejércitos de Cataluña, Navarra y Aragón habían venido de orden del rey al sitio real de Aranjuez, donde a la sazón estaba la corte, para discutir en el consejo de Estado los asuntos concernientes a la campaña próxima y los planes que se considerasen mas oportunos para la continuación de la guerra. Asistieron a estas deliberaciones, juntamente con los consejeros de Estado, los generales duque de Mahon-Crillon y el conde de Ó.Reilly, a quienes se había igualmente llamado en consideración a sus talentos y con objeto de que las resoluciones que se tomasen tuviesen todo el acierto posible. El general Ricardos en la segunda sesión que se tuvo el 28 del mes arriba expresado, manifestó lo que se le ofrecía respecto del ejército de Cataluña, y habló del plan que pensaba seguir en la guerra del Rosellón. El conde de Aranda, a quien hemos visto constantemente partidario de la paz con la república francesa, hizo algunas observaciones políticas y militares en lo concerniente al asunto, llamando la atención hacia la circunstancia de hallarse el enemigo dentro del territorio español y posesionado de Puigcerdà, teniendo además un puesto fortificado en Belver, por cuya razón era verosímil que intentase dar algún golpe por aquella parte para caer sobre Urgel y extenderse por las llanuras de Cataluña y Aragón; pero habiéndose hecho tarde, y no siendo posible al conde desenvolver sus observaciones por falta de tiempo, se reservó continuar su discurso en la sesión inmediata. Verificóse esta el 4 de marzo, y no habiendo podido asistir el conde al consejo por haber recibido casualmente un golpe en la frente dos días antes, envió sus observaciones por escrito al duque de la Alcudia, suplicándole las leyes y las entregase después a S. M., quien dispondría su lectura en el consejo si las consideraba a propósito para ilustrar la cuestión. El discurso del conde fue entregado por Godoy al secretario del consejo en la mencionada sesión del 4 de marzo; pero no se dio cuenta de él hasta la que se celebró el día 14, en la cual estuvieron presentes los consejeros Aranda, como decano (restablecido ya de su golpe), Almodóvar, Valdés, Caballero, Astorga, Campo Alange, Flores, Campomanes, Gardoqui, Godoy, Colomera, Socorro, Pacheco, Llaguno y Anduaga, secretario. El rey mandó a los consejeros tomar asientos v el secretario, a insinuación del duque de la Alcudia, dio principio ala sesión con la lectura del dictamen del conde de Aranda. Este dictamen, causa ocasional de la desgracia del conde y de la causa que por entonces se le formó, ha sido expuesto de muy distintas maneras, habiendo sido el primero en publicarlo en forma de estrado el abate D. Andrés Muriel en su traducción francesa de la obra de William Coxe, titulada España bajo los reyes de la casa de Borbón, y sido contradicho después por el príncipe de la Paz en sus Memorias: volviendo a ser reproducido de nuevo por el mencionado Muriel en la Revista de Madrid de 1 de junio del presente año, donde vemos corregidas en parle algunas inexactitudes que el príncipe de la Paz había notado, y por las cuales apellidaba apócrifo, en muchos pasajes al menos, el documento a que Muriel se refería.

Deseosos nosotros de contribuir al esclarecimiento de los hechos con toda la conciencia que la severidad del cargo de historiadores exige, expondremos a la consideración del público los datos que uno y otro presentan; y sin perjuicio de manifestar lo que nos parezca en hecho tan controvertido, dejaremos la decisión y la sentencia al criterio de nuestros lectores. El Sr. Muriel apoya sus asertos en una relación que se juzga escrita por el mismo conde de Aranda: don Manuel Godoy dice que relación por relación, aun cuando aquella sea efectivamente del conde, la suya tiene igual derecho a ser creída.Lo que no admite duda es que debemos oír a las dos partes—Oigamos, pues, al príncipe de la Paz.

El discurso del conde, bien que envuelto y confuso por falta de un buen orden, venia a reasumirse en los siguientes puntos:

1. Que la guerra con la Francia era injusta.

2. Que era impolítica.

3. Que era ruinosa y superior a nuestras fuerzas.

4. Que además de ruinosa, arriesgaba la monarquía.

Que la guerra era injusta, pretendía probarlo por teorías generales y por principios absolutos, alegando que aquella guerra atacaba el primero de todos los derechos de que gozan las naciones, que es su independencia natural y política; que este derecho no pendía de la forma de sus gobiernos, ni de tales y tales jefes que estuviesen a su cabeza, sino que era intrínseco a las naciones, por las cuales y en fuerza solo de representarlas, le disfrutaban los gobiernos; que las revoluciones no eran nuevas , sino viejas y comunes en la historia de los pueblos; que el derecho de estos de mejorar sus leyes y gobierno era innato y eterno como ellos; que de Dios venia el poder para todas las sociedades, comoquiera que fuesen, monarquías o repúblicas, sagradas igualmente bajo tal concepto; que en las disensiones internas de los pueblos, no tenían sus vecinos mas acción ni otros medios justificados de intervenir que los oficios amigables, cual conviene entre iguales; que toda pretensión de obligarlos por las armas a admitir leyes y formas señaladas de gobierno, era una violación de los derechos natural y de gentes, que aun con menos razón se podría emprender ninguna guerra para imponer a la fuerza la sumisión a tal persona o tal familia resistida o desechada por los pueblos; que siendo su deber, como buen español y leal consejero, hablar verdad en aquel sitio, cual la concebía en su conciencia, no podía abstenerse de decir que la guerra contra la Francia no se hallaba fundada ni aun en protestos o apariencias de justicia , pues que tales no podían ser los intereses y los lazos de familia entre los príncipes; intereses y lazos buenos de mantener cuando estrechan los nudos de los pueblos, pero dañosos y funestos cuando rompen estos nudos y dividen las naciones; que si bien era digno de alabanza el sentimiento natural que nacía del parentesco y el piadoso deseo del augusto monarca que regía las Españas, de ver restablecida la corona que llevó en Francia su familia tantos siglos, mucho mas loable debía ser que por un heroico sacrificio de sus afecciones más intimas, sometiese aquel deseo a la ley común de las naciones y a la paz de los dos pueblos; que en las relaciones naturales y políticas de las naciones había intereses y derechos más positivos y elevados que los derechos personales de las casas reinantes, y que en fin, conocer estos derechos, respetarlos, y tenerse en los lindes de la moderación y justicia , era mas gloria para un rey, que pretender vengar, a expensas de sus pueblos, un agravio de familia, que harto estaba ya vengado por los triunfos que habían logrado nuestras armas.

Después pasó a argüir que la guerra era impolítica. Sus razones principales fueron estas.

Primera: Que el objeto de aquella guerra abría el camino para legitimar la introducción de las potencias extranjeras en los negocios interiores de los pueblos, y que la propia razón que se adoptaba para combatir la república francesa, podía servirá esta para combatir a su vez los gobiernos monárquicos como, ya de hecho se notaba en las medidas que la Convención había adoptado.

Segunda: Que era poca cordura empeñar por mas tiempo aquella guerra de principios, porque el grito de la libertad era un reclamo mucho mas eficaz sobre el oído de los pueblos, que el clamor desfallecido de las viejas ideas de sumisión y vasallaje por derecho natural y derecho divino.

Tercera: Que además de estos dos inconvenientes que trascendían a una multitud de sucesos y peligros posibles, el interés político de España se encontraba comprometido por aquella guerra que auxiliaba los enemigos naturales de Francia y de España; que la sola nación vecina cuyo interés político fuese uno mismo con el nuestro, era Francia, que arruinada esta y desmembrada y sojuzgada por las demás potencias, los Borbones de España y de la Italia se hallarían aislados sin pesar más nada en la balanza de Europa contra la ambición insaciable de Austria e Inglaterra.

Cuarta: Que para asegurar nuestro poder en el continente y en los mares, fue trazada la gran obra del Pacto de familia; que este pacto no intentaba menos la prosperidad de los pueblos donde reinaban los Borbones, que el poder de estos príncipes; que los reyes y los gobiernos, cualesquiera que fuesen, podían cambiar por la suerte de los tiempos; pero que siendo eternas las naciones, los intereses de estas eran siempre unos mismos; que en vez de guerrear contra Francia y ayudar a su ruina, se le debía auxiliar contra las miras ambiciosas de Inglaterra y la Alemania; que combatida y enfrenada la Inglaterra largos años por el poder marítimo de España y Francia unidas como dos hermanas, se gozaba aquella en la idea de dividirlas y de apartarlas para siempre, y de destruir una tras otra, sus marinas, poco había tan boyantes, libre entonces de invadir nuestros mares de ambas Indias y de apropiarse su comercio; que a la vista de tal peligro, puesta a un lado la cuestión de familia y de principios, más que nunca en tal riesgo se debía renovar la alianza de Francia y España; que la buena política sometía las repugnancias y las quejas al interés supremo del Estado; que en aquella guerra los gabinetes aliados iban todos a su provecho, mientras España peleaba para daño suyo solamente; que un rey, en fin, cuya ambición no era otra que el bien de sus vasa­llos , no debía sacrificarlos a la esperanza más que incierta de reponer a sus parientes por la fuerza de las armas, ni dejar que España se arruinase por la prosecución de una guerra , que sobre ser injusta y altamente impolítica, leerá gravosa con extremo y superior a sus recursos.

Sobre los medios de la España para seguir la guerra dijo en suma: «que era visto que España se encontraba bajo el peso de una deuda exorbitante; que por los enormes dispendios que en el reinado anterior causó la guerra con Gran Bretaña, las diferentes cajas que se habían establecido para animar el comercio y restaurar el crédito, se encontraban las unas arruinadas y las otras cercanas a la misma catástrofe; que la guerra con Francia, aun suponiendo que nuestras armas prosperasen, sería larga, porque el espíritu de libertad e independencia que reinaba en los franceses les daba fuerzas y ventaja sobre las demás naciones mal servidas por soldados mercenarios; que los recursos de España se hallarían agotados antes que aquella guerra se acabase; que España contaba con su dinero solamente, y que en esto alababa la conducta del ministro, que guerreaba sin subsidios y mantenía la independencia de nuestro gabinete; pero que no alababa su excesiva confianza en el fervor de guerra que la nación había mostrado; que los donativos por más grandes que se estimasen, eran buenos para probar el honor y la lealtad de España, pero no bastantes para los gastos de una guerra tan costosa; que era poco esperar que estas grandes demostraciones de los pueblos se acrecieran en adelante, porque en la realidad no tenían una impulsión producida como en Francia por la energía del fanatismo democrático, ni procedían tampoco de un fervor y un entusiasmo religioso, propio de otras edades, pero ajeno de la nuestra, mediante cuya fuerza se pudiera contrarrestar el ardor republicano de la Francia; que el celo religioso que se había mostrado no era más que un vapor pasajero alimentado por los clérigos; que aquel fuego extemporáneo no podía mantenerse largo tiempo, vista la escasez del combustible; que el gobierno español contaba a la verdad por el momento con la voluntad de los pueblos, mas con esta voluntad solamente, y no con la violencia y los despojos que ofrecían a Francia tantos medios de sostener la guerra; que, cual era de temer , si a nuestros triunfos obtenidos se seguían reveses, el calor de los pueblos podría disminuirse, faltar la confianza, retirarse los caudales y acabarse los medios; y por último que las quiebras y reveses de la guerra que se había empeñado eran más que probables, casi ciertos, vistas las medidas poderosas que se ponían en obra por Francia, y la masa de combatientes que acudía a la frontera.»

El conde apuró entonces toda suerte de argumentos para mostrarlos riesgos que ofrecía aquella guerra, “empeñada, dijo, contra un pueblo inmenso, donde el espíritu de libertad e independencia se había desarrollado como en los grandes tiempos de Grecia y de Italia; guerra desigual, donde a soldados, máquinas y siervos oponía Francia por centenas de millares, ciudadanos inteligentes y abrasados en amor de la patria; guerra en que pueblos viejos y llagados bajo el yugo y bajo el palo de sus dueños las tenían que haber contra falanges de hombres nuevos, recién emancipados y en el primer ardor del fuego democrático; guerra en fin, contra un pueblo que a su poder en luces, en industria y en recursos ordinarios, allegaba la fuerza de una revolución que ponía á su mandado (lo que en otra ninguna parle podía hacerse) todas las voluntades y todas las fortunas.» Hecha luego por mejor la reseña de los medios que tenía Francia de hacer frente a la coalición, de la efectuación de estos medios, de la leva en masa de la juventud francesa que era visto ser cumplida en todas partes, de los nuevos generales que salían de las filas de los simples soldados como por encanto, y de los triunfos y progresos que estas tropas bisoñas y estos jefes improvisados comenzaban a lograr contra los militares más nombrados de Europa, puso el caso de una extrema en que alguna de las potencias coligadas sucumbiese, o se viese obligada a retirarse, quedando el peso de la guerra sobre las más leales o las menos cuerdas. Sobre este punto cargó la mano en su discurso, y se esforzó en mostrar con largos pormenores las miras perniciosas y encontradas de ambición que impedían la unión sincera de los principales gabinetes coligados, sus mezquinas rivalidades, y sus planes de guerra discordados que ayudaban a la fortuna de Francia. «Si llega el día (exclamaba cerca ya del fin de su discurso), el día que yo me temo de una o más defecciones, o de una o mas desgracias decisivas en el norte de Europa, España sola de este lado tendría que pelear contra una fuerza inmensa que caería sobre ella de relance, y en tan grave conflicto, salvo a esperar en los mila­gros estupendos del apóstol Santiago, nadie podría impedir que fuese hollada y conquistada por Francia. Yo conozco Francia, yo he visto allí la fuerza que las nuevas ideas engendraban tiempo hace en las cabezas, yo conozco el ardor francés, y lo digo y lo presagio, bien a pesar mío : si con tiempo, cual lo es ahora, no se previenen estos riesgos, apartándonos de la liga, y ajustando, al presente que nuestras armas aun conservan la fortuna de su parle, una paz ventajosa, llegará el día y quizás no está lejos, en que los caballos franceses beberán en las fuentes del Prado. Mis anuncios no son lisonjas: se podrá argüir que tengo en poco el valor nacional, ¿mas porqué ponerlo a prueba de empresas temerarias que rayarían en lo imposible? Vale más la verdad vía prudencia que una loca arrogancia, si el valor solo no es bastante para vencer un enemigo poderoso y despechado. ¡Ojalá que mis anuncios en lugar de afligir el corazón del augusto monarca, a quien mi lealtad es deudora de mi larga experiencia en el servicio de tres reyes, valgan como yo deseo para evitarle los peligros que amenazan a Europa! ¡Y ojalá las dos naciones, depuesta la querella de personas y principios que se opone a sus mas altos intereses, vuelvan a ser amigas y a renovar los lazos de su antigua alianza!”

Tal fue en sustancia el dictamen del conde de Aranda, según el príncipe de la Paz, aunque mejorado el orden de las ideas y la urbanidad del estilo, como él mismo dice, aludiendo sin duda a la enérgica llaneza con que el conde acostumbraba a expresarse, participando como participaba de aquella especie de carácter brusco común a los aragoneses, y que tan mal suele sentar a los cortesanos y a los palaciegos. En cuanto al orden de los pensamientos, ya hemos dicho que el dictamen debía resentirse en efecto de la precipitación con que se escribió, no habiendo hecho el conde otra cosa que reasumir los apuntes que tenia dispuestos para auxiliar su memoria en caso de tomar la palabra. Carlos IV escuchó la lectura del dictamen, según el mismo príncipe de la Paz, sin dar muestras de alterarse mientras el resto de los consejeros se manifestaba inquieto sobremanera al considerar el arrojo conque el conde se atrevía a decir su sentir sin circunloquios adulatorios de ninguna especie. Aquellas doctrinas no se habían oído jamás en los bancos del consejo, y el conde había colocado la cuestionen un terreno sobremanera escabroso, hablando de un modo muy poco susceptible de ser escuchado en paciencia por los oídos a que principalmente se dirigían. No todas las razones por el conde alegadas eran a la verdad susceptibles de ser defendidas, como ya hemos visto : pero su dictamen contenía las bastantes para hacer entrar a la corte en mejor acuerdo, pues si el decano del consejo no consiguió demostrar, a lo que nosotros creemos, que la guerra con Francia era injusta, demostró por lo menos el inminente peligro que había en continuarla, y esto era lo principal. El duque de la Alcudia tomó á su cargo contestar al conde; y bien que Muriel fundado en el silencio que acerca del particular guardan las actas del consejo, asegura rotundamente que el favorito no empleó razones de ninguna especie para decidir la cuestión; nosotros tenemos por mas verosímil que el duque de la Alcudia hablaría, teniendo como tenia una ocasión tan propicia para congraciarse más y más con el monarca, rebatiendo un discurso cuyas doctrinas estaban a ciencia cierta en oposición absoluta con el modo de ver de su augusto amo.

El discurso del ministro español, si hemos de creer a lo que él mismo dice, entró de lleno en la cuestión probando que la guerra era justa, y fundando su justicia en la necesidad que había de hacerla. «Las naciones, dijo, son independientes las unas de las otras, y ninguna de ellas tiene derecho a mezclarse en los negocios de la arena: ¿qué principio más verdadero? Mas por bajo de él está escrito : mientras no quebranten este principio y no dañen ni perturben a las otras.» Fundado el duque de la Alcudia en esta limitación de aquel axioma o regla general de política, añadió a continuación «que esta condición esencial no había sido observada por Francia, ni su revolución se había mantenido en los limites de su derecho sin mezclarse en los negocios de las demás naciones, como lo atestiguaban su tribuna, sus cavernas populares y sus escritos incendiarios, arrojados a Europa desde el momento mismo en que empezaron las turbaciones de aquel reino, soliviantando los pueblos, infamando los gobiernos, y predicando la insurrección, que por más que el derecho de enunciar y publicar sus opiniones sea inherente a un pueblo libre, esto debía entenderse en sus negocios propios, pero no en los ajenos; que no eran solamente las armas las que atacan la existencia de un Estado, sino también la censura, las invectivas, los sarcasmos, las mofas y las provocaciones a la sedición, siendo esta clase de guerra más terrible y de mayor trascendencia que la que se hace con las armas, dado que a estas se puede resistir con más facilidad que a la seducción, la cual halla paso y camino en todas partes sin hallar resistencia; que la razón y el instinto natural de la propia defensa bastaban para reconocer el derecho de invadir y castigar a los gobiernos de propaganda, que, sea cual fuere su forma, suscitan turbaciones a los demás, atentando al orden bajo el cual subsisten; y que en virtud de estos principios de justicia universal, de conservación y de propia defensa, la guerra que España estaba haciendo, no podía menos de considerarse como la más legitima.»

Fijando después la consideración en la circunstancia de hallarse la nación francesa dividida en dos partidos, popular el uno y realista el otro, y ambos envueltos en una guerra civil espantosa, manifestó «que eran libres los gobiernos para dar la mano y socorrer a la parte que estimasen mas digna de ser amparada, no pudiendo considerarse injusto proteger a los realistas en un pueblo donde apenas cayó el reinado, se soltaron todos los crímenes; que a esto se añadía la circunstancia de ser ese el único partido que ofrecía garantías a las naciones; que además tenia España un nuevo motivo, y motivo de justicia, para dar amparo a los realistas, cual era el pacto de familia, tratado real y personal en favor de los Borbones, y tratado obligatorio no abolido ni prescrito; añadiendo por último que la rama caída tendría derecho a pedir el cumplimiento de este pacto mientras fuese dable probar a reponerla.»

Examinando a continuación la naturaleza de este pacto, dijo también «que eran raros los casos en que pesado el bien de las naciones, pudieran darse intereses más positivos y elevados que los derechos personales de las casas reinantes, por ser rara también la vez en que estos derechos personales dejen de estar ligados con el interés de los pueblos; y no pudiendo negarse que el interés de la augusta casa de Borbón estuviese ligado con el interés de España, no era elevar los derechos de esta casa sobre los propios nuestros el pelear en favor de ella, sino asegurar el poder, la unión, la defensa y las ventajas mutuas de los pueblos donde un Borbón reinase, pueblos que por esa sola circunstancia debían considerarse como una misma familia.» «Si era, pues, justo y necesario, añadió, bajo todo derecho, reprimir los atentados del gobierno turbulento de Francia contra la quietud y el orden de los pueblos, si era humano socorrer a los oprimidos en la guerra civil que despedazaba aquel Estado, y si había un pacto que ligaba a España en favor de la casa de sus príncipes, si la gratitud valía algo, y si la fe de los tratados era también alguna cosa, bien juzgada esta guerra, sin salir de la esfera de las teorías y de las reglas en que las naciones fundan y en que deben fundar sus actos, nadie habría que a buena luz, y bien pesada la razón de ambas partes, la censurase de injusta, ¿Qué sería después observar la moderación, la prudencia y la cordura de España hasta que perdida la esperanza de mantener la paz sin deshonor y sin peligro, aceptó al fin la guerra que le fue ofrecida, fuerte entonces doblemente de los justos derechos que le daban su paciencia y su justicia»

Extendióse luego a llamar la atención hacia el voto general de los españoles en favor de la guerra y hacia la circunstancia de haber resonado el grito belicoso de la nación entera primero que la voz del gobierno, apresurándose todos, sin excepción de clases, a traer sus ofrendas a las gradas del trono, invocando la lid, aun antes que el gobierno declarase su voluntad; hecho, dijo, que debía considerarse como una nueva prueba de la justicia de esa misma guerra. Manifestando después la templanza y cordura de España respecto a sus peligrosos vecinos, observó lo circunspecta que esta había sido sobre todas las demás naciones , adoptando la mediación y el ruego, y contentándose por toda pretensión con probar a disuadir a su antigua amiga y aliada de cometer un horrible atentado que debía deshonrarla y atraer sobre ella un peso inmenso de desgracias; oficios nobles y benévolos que no hallaron otra respuesta sino el baldón, los ultrajes y la moción de guerra de un inicuo demagogo, añadiéndose a esto, después de consumado el delito, y en lo más vivo de la anarquía, la insolente petición de desarmar nuestras tropas, dando a elegir a un rey de las Españas, entre darse las manos y ajustar un tratado sobre el mismo cadalso del jefe de su casa, o tener por enemiga aquella banda de malvados. «¿Qué español, declaró entonces, pudo dudar en la elección y en la respuesta? ¡Guerra! fue el grito de la nación entera; ¡Guerra! fue también la voz de su monarca poderoso. Esta voz no fue un aullido de fanáticos; fue el Santiago, fue el cierra España, fue el ¡a ellos! del honor castellano.»

Acabada la demostración de la justicia de la guerra con la necesidad de vindicar el honor de la nación española representada en la majestad de su monarca, honor ultrajado por el modo con que la mediación de aquel había sido desechada, volvió a reproducir de nuevo el argumento que ya había usado del derecho superlativo entre todos de la propia conservación y de la propia defensa; y manifestando que la guerra emprendida por España no tenia por objeto ni vengar un agravio de familia, ni dictar a Francia una forma precisa de tal o tal especie de gobierno, ni restablecer la dignidad real, ni imponerle a la fuerza este o el otro soberano, sino refrenar solamente a los monstruos que oprimían a Francia, poniendo en peligro la existencia de los demás gobiernos, dejó entrever la posibilidad de que la guerra acabase más pronto de lo que se pensaba, dependiendo todo de una reacción saludable hacia los buenos principios; en cuyo caso, que él no miraba lejos, si se establecía en Francia un sistema cualquiera, republicano o monárquico, mixto o de cualquiera otra forma recibida entre las gentes, pero que reconociese las ideas generales de justicia y de respeto a los demás pueblos, y que en su nueva marcha ofreciese algunas prendas a la paz de las naciones; en tal caso, dijo, España estaría dispuesta a la paz, no hallándose empeñada en la coalición por mas tiempo y condiciones sino las que dicta el honor, la independencia y la sana moral de los gobiernos; pero mientras esa reacción no se verificase, no podía concebirse la hora de deponer las armas, pues aun cuando estaba bien puesto el honor de la corona en cuanto al suceso de estas, no lo estaría el honor del gabinete desamparando sin motivo la causa general de los gobiernos, para tratar no con Francia, si no con un partido detestado por ella misma, partido de hombres sin moral, sin honor, sin religión, sin ley alguna conocida ni divina ni humana de las que rigen las naciones y aseguran los tratados.»

El duque de la Alcudia se esforzó en demostrar el deshonor que resultaría a España de tratar con tales hombres, no siendo posible que se hallase un español que, aun cuando el gobierno accediese a semejante ignominia, quisiera poner su firma al lado de la de un Collot d’Herbois, de un Couthon, de un Robespierre o de un Saint-Just, ni menos que España pudiese degradarse hasta el punto de enviar un ministro a aquella soledad del crimen, de donde todas las naciones habían huido. La guerra, según su opinión, podría salvar a Francia, aun cuando no produjera otro efecto que animarla a sacudir el yugo que desde dentro la destrozaba, y le concitaba la enemistad de todo el mundo; pero si en medio de eso le era llevadera o gustosa la tiranía que sobre ella pesaba la guerra era necesaria de todos modos, cualquiera que fuese la suerte que los destinos le deparasen. «Si Francia sucumbiese en la lucha, la política, dijo, encontrará los medios de impedir que sea presado la ambición ajena, de que Europa pierda su equilibrio; y aun cuando sucediese este mal, peor era el que nos amenazaba a nosotros, si por impedir el naufragio de la Francia, aventurábamos  nuestro esquife.»

Reconociendo las ventajas que la guerra daba a Gran Bretaña, dijo también «que él era el primero en lamentarse de ellas, pero que no estando en nuestra mano el evitar dos males, debíamos preferir el menos peligroso y que más treguas daba, cual era el poderío de Inglaterra , en contraposición a los peligros con que nos amenazaba la anarquía. Mas si esta llegaba a prevalecer contra el orden, y si Francia conseguía el triunfo en último resultado, Europa cedería al poder de los decretos eternos; pero no tendría que remorderse por haber faltado a los deberes de su conservación y defensa.» Y concluyendo por último de manifestar su dictamen acerca del tiempo oportuno en que podría hacerse la paz, aseguró que ningún suceso posible tendría desprevenido al gobierno; que sus ojos estaban alerta sobre todos los eventos posibles; que ningún capricho, ninguna sugestión, ningún influjo podría hacerle desistir de la paz, cuando el tiempo y las circunstancias pudieran hacerlo conveniente; que el gobierno español no estaría nunca solo para hacer la guerra, ni para transigir con Francia, según lo pidiesen los sucesos; y que en sus miras en fin, y en sus medidas conciliadoras, más de un gabinete, cuando llegase la hora, se mostraría de acuerdo con nosotros; pero que ansioso de la paz como lo estaba, más que de glorias y de triunfos, el gobierno del rey , si valía su consejo, ni aun en la misma adversidad sabría tratarla con detrimento de su honra.»

Pasando a continuación a tratar de los dispendios que ocasionaba la guerra, manifestó «que la energía de los pueblos se había anticipado a los sacrificios que se les hubieran podido exigir; que cuando un pueblo obraba en estos términos, sus dispendios y sacrificios eran ganancias; porque con este precio se fortifican sus virtudes; que los donativos voluntarios de los franceses estaban muy lejos de igualar a los de los españoles; que el gobierno español no llegaría nunca al apuro de pagar a la tropa en asignados, como sucedía en la Francia, ni a despojar los ricos o desmantelar las iglesias para financiar a los ejércitos; y finalmente, que por más que se subiese hasta las nubes el poder y el fervor del entusiasmo republicano que a los franceses se atribuía, ni era tan alto, a su modo de ver, como se contaba, puesto que el único medio de surtir las arcas del gobierno era el terror , ni podía compa­rarse al entusiasmo de los españoles, entre los cuales todo era real, nada facticio ni mandado, y todo traía su raíz de pasiones sublimes e inapagables, tales como la lealtad á nuestros reyes, el fervor religioso y el amor de la patria»

El duque de la Alcudia habló por último de los peligros que ofrecía la guerra, y discurriendo sobre ellos con la misma ligereza que al hablar de los gastoso sa­crificios pecuniarios, terminó su discurso con las palabras siguientes :

«Si el buen éxito en esta lucha no es un hecho seguro, es probable a lo menos , y fundadas como lo están en la justicia nuestras armas, déjese alguna cosa a la fortuna. En postrer resultado, uno de los extremos tiene de ser cumplido en esta guerra; es a saber; o que la facción destructora que domina en Francia pierda el poder y haga lugar a otros hombres y a diverso sistema que prometa tranquilidad y respete el derecho de los pueblos; o que vencedora, orgullosa y engreída por la victoria, lleve a cabo sus designios y prosiga con más audacia su carrera incendiaria. Si el primer extremo se verifica, que es más probable y casi cierto, la paz está a la puerta y será recibida con los brazos abiertos. Mas si el segundo, por desventura, se realiza, deberán arrostrarse todos los riesgos de la guerra, y lo diré con certeza, que aunque la fortuna de nuestras armas fuese alternada por reveses, no por eso sucumbiremos, ni la ley del enemigo será impuesta, porque España es quien guerrea por su rey, por sus aras, por sus hogares; y su tierra nunca fue hollada impunemente por el extranjero»

Carlos IV, según el príncipe de la Paz, escuchó este discurso con marcadas señales de aprobación, manifestando su complacencia, lo mismo que otros muchos de los miembros que asistían al consejo. Estas señales, que consistirían tal vez en algún movimiento de cabeza, eran muestras (según el mismo personaje a que nos referimos) de aquella clase de movimientos naturales y espontáneos que produce, sea el convencimiento de la verdad, o sea la simpatía de los principios. Carlos IV en Su paz ordinaria, con semblante apacible, sin mostrar ningún ceño, continúa él mismo, dirigió la vista al conde apenas el duque de la Alcudia terminó su discurso, y se la dirigió como en ademán de aguardar a que el conde replicase. Todos los consejeros creyeron que el conde de Aranda aprovecharía entonces la coyuntura que se le ofrecía de dulcificar la aspereza que anteriormente había mostrado en sus ideas y en su lenguaje. Pero sucedió lo contrario, pues con un tono de despecho, que ni estaba bien con su edad, ni con la augusta dignidad del monarca, dijo estas palabras; «Yo, señor, no hallo nada que añadir ni que quitar a lo que tengo expuesto por escrito y de palabra. Me sería muy fácil responder a las razones no tan sólidas como agradables que han sido presentadas en favor de la guerra; ¿mas a qué fin? Cuanto añadiese seria inútil: V. M. ha dado señales nada equivocas de aprobar cuanto ha dicho su ministro : ¿quién se atreverá a desagradar a V. M. discurriendo en contrario?». Un consejero quiso hablar y sin duda fue su intención contener aquel lance desesperado; pero el rey alzó el consejo, diciendo; «basta ya por hoy.» Y levantándosele dirigió aceleradamente a su cuarto por en medio de sus consejeros. Al pasar junto al conde, probó este á decir alguna cosa : «yo no la comprendí, dice el príncipe de la Paz; hubo de ser alguna escusa. La respuesta de Carlos IV la oímos todos, y fue esta; «Con mi padre fuiste terco y atrevido, pero no llegaste hasta insultarle en el consejo»

D. Andrés Muriel refiere la terminación del debate de un modo muy distinto, he aquí sus palabras :

—«Concluida la lectura, el duque se volvió inmediatamente hacia el rey, y le dijo: “Señor, este es un papel que merece castigo, y al autor de él se le debe formar causa, y nombrar jueces que le condenen así a él como a varias otras personas que forman sociedades y adoptan ideas contrarias al servicio de V. M. , lo cual es un escándalo. Es preciso tomar providencias rigorosas. A los que somos ministros de V. M. nos toca celar mucho estas cosas, y detener la propagación de las malas máximas que se van extendiendo”. El conde de Aranda, no menos sorprendido que indignado de agresión tan inesperada, respondió : “El respeto a la presencia del rey moderará mis palabras, que a no hallarse aquí S. M., yo sabría cómo contestar a semejantes expresiones”, y levantó la mano derecha con el puño cerrado inclinado hacia adelante, en ademán que anunciaba intención de combate personal. “Espónganseme, añadió, los errores que tiene ese sentir, ya políticos, ya militares, y procuraré dar mis razones o retractaré mis asertos, cuando oyere otras que estén mejor fundadas que las mías”.

Replicó el duque de la Alcudia con varias expresiones alusivas a que el conde de Aranda estaba contagiado de los principios modernos, y era partidario de la revolución francesa.

El conde respondió : “Señor duque, es muy de extrañar por cierto que ignore V. E. los servicios militares que tengo hechos a la corona, en los cuales he derramado varias veces mi sangre por mis reyes, y que no tenga presentes tampoco mis cargos políticos, pues he estado empleado toda mi vida en una o en otra de ambas carreras. Es de extrañar que sin atender a mi edad, tres veces mayor que la de V. E., que he sido capitán general antes de ser presidente del consejo de Castilla, y a que en este cargo he tranquilizado el reino en momentos muy críticos, cuando V. E. acababa de venir al mundo; es extraño, digo, que no tenga más comedimiento en hablar delante de S. M. y demás personas que aquí se hallan”; e inclinando la cabeza al rey con sumisión, terminó diciendo: “Señor , el respeto que debo a V. M. me contiene”.

A lo que contestó así el duque de la Alcudia: “Es verdad que tengo 26 años no más, pero trabajo catorce horas cada día, cosa que nadie ha hecho; duermo cuatro, y fuera de las de comer no dejo de atender a cuanto ocurre”.

Don Gerónimo Caballero dijo al rey. “Señor convendría que lo que acaba de pasar quedase sepultado dentro del consejo , guardando todos el secreto a que estamos obligados; en una palabra, que no se hablase mas de la materia”. El rey mostró semblante indiferente, y nada dijo.

Campomanes comenzó a hablar sobre el punto de la discusión, mas era algún tanto difuso en sus razonamientos, yen lo militar no tenia la instrucción competente. Examinando la posibilidad de que los franceses penetrasen por la frontera de Aragón, dijo que las fronteras no eran difíciles.

“El conde de Aranda da por sentado que son inaccesibles”, dijo el duque de la Alcudia.

El conde de Aranda replicó : “Mi dictamen acerca de este particular se halla en mi papel de 25 de abril, del cual se han copiado las palabras del que se ha leído. No hay, pues, más que hacer que atenerse a ellas , y se verá la diferencia de sentidos”.

El conde de Aranda respondió: “Señor, a la autoridad de V. M. bajo la cabeza. Pero lo que yo haya podido decir está escrito y a ello me refiero”.

Admirado el duque de la Alcudia por las palabras de S. M.  volvió a repetir con ardor lo del proceso y castigo arriba dicho.

El conde, dirigiéndose á él, dijo: “Señor duque, sabría yo someterme a todo proceso con serenidad”. Fuera de este procedimiento judicial (presentando el puño como anteriormente, llevándole primero a la frente y después al corazón) exclamó : “todavía tengo , aunque viejo, corazón , cabeza y puños para lo que pueda ofrecerse”.

Don Gerónimo Caballero propuso otra vez que todo lo acaecido quedase sepultado, y añadió tan solamente que tratándose de la fe de Dios, cualquier sacrificio era tolerable, si tenia por objeto que no se introdujese en el reino la irreligión del vecino.

Don Antonio Valdés fue de opinión que en punto de aliados era preferible el más fuerte, y que por esta razón siendo Inglaterra la potencia que tenia por mar superioridad sobre las demás, seria bueno tenerla propicia.

Varios otros consejeros preocupados con el altercado de que acababan de ser testigos, discurrieron ligera y superficialmente sobre el asunto principal.

El rey se levantó.

Una hora habría transcurrido después de haberse concluido el consejo, cuando el conde de Aranda, según refiere el mismo D. Andrés Muriel, recibió un oficio del ministro de la Guerra, por el cual se mandaba al conde marchar inmediatamente a Jaén, de donde no debía salir sin expresa real orden. Juntamente con esta intimación recibió también otra orden del duque de la Alcudia, por la cual se mandaba recoger todos los papeles que se le hallasen, relativos al consejo y ministerio de Estado y a las embajadas en que había servido. El escrutinio se verificó en el mismo acto; y realizada la entrega se intimó al conde la partida sin permitirle tomar el más pequeño alimento. Salió, pues, para el punto de su destino antes de las tres de la tarde; y mientras continuaba su marcha, se verificó el escrutinio de los demás papeles que tenia en su casa de Madrid. Llegado que hubo a Jaén, tuvo esta ciudad por prisión, en conformidad a lo que la real orden disponía, sin que en los dos primeros meses de su permanencia en aquel punto pensase en la más pequeña gestión que tendiese a remediar su desgracia. Pasado dicho tiempo envió a pedir a su casa, que tenia en la corte, algunos papeles en que había reunido cronológicamente los hechos de la revolución francesa, apuntaciones que había escrito con objeto de servirse de ellas para su gobierno y uso particular. La poca importancia de estos papeles había sido causa de que no los comprendiese el escrutinio verificado en los demás; pero enviarlos a pedir y redoblarse la suspicacia de los que le vigilaban, vino a ser una misma cosa. Sabedor Godoy, según el autor a que nos referimos, del encargo que Aranda había dado para que se le remitiese el manuscrito en cuestión, expidió una orden para recogerlo de la casa del conde, a la cual se dirigió uno de los alcaldes de corte, acompañado de un escribano y dos alguaciles, cuando ya el manuscrito había sido entregado al ordinario de Jaén. No se sabe el medio de que pudo valerse el duque de la Alcudia para tener un conocimiento tan puntual del encargo que Aranda daba a su casa; pero acaso no es necesario recurrir a la violación del secreto de la correspondencia epistolar, para explicar un incidente que de tantos otros modos podía verificarse por quien tan interesado se hallaba en vigilar las acciones del ilustre confinado. Como quiera que sea, el hecho es que el ordinario de Jaén fue alcanzado y reducido a prisión, habiéndose aprisionado también al mayordomo del conde. Los papeles fueron entregados al juez, haciéndose en ellos una pesquisa rigorosa, aunque sin resultar nada que pudiera perjudicar al conde.

Este silencio no es tampoco para nosotros una prueba terminante de que el duque de la Alcudia no profiriese las palabras de acusación que se le atribuyen: toda vez que en la misma acta consta haberse propuesto a S. M. olvidar todo lo ocurrido entre el conde y el duque,y este olvido que se quiso echar sobre el debate, nos priva de saber de un modo auténtico y sin referirnos a la deposición de los dos contrincantes lo que hubo de real y efectivo en los pormenores de aquella sesión. De todas maneras, consta que el debate fue acalorado, y que hubo espresiones en él que no podían transcribirse sin desdoro de aquella corporación respetable.

Sabido por este el nuevo allanamiento que su casa acababa de sufrir, rompió el silencio que hasta entonces había guardado , y dirigió una representación al rey, en la cual, después de manifestar la iniquidad con que se le perseguía por su diferente modo de ver los asuntos de Estado, concluyó pidiendo justicia con toda la energía de un hombre que se reputa inocente. La contestación a esta solicitud fue, a lo que parece, la tentativa que se hizo para formarle causa ante el tribunal de la , habiendo sido, según el autor cuya narración reasumimos, el duque de la Alcudia quien así lo solicitó, sobre cuyo particular hablaremos más adelante. Sea de esto loque quiera, esa inicua tentativa no llegó a realizarse, habiéndose sustituido un proceso meramente civil, y mandando el rey formar causa al conde ante el consejo de Estado, como el mismo Aranda pedía. Dispúsose en consecuencia que pasase un juez a Jaén a tomarle declaraciones, como así se verificó, evacuándose los interrogatorios, a cuyos cargos contestó el conde con tanta dignidad como leal había sido su conducta. No es del caso referir el pormenor de las preguntas que mediaron en el interrogatorio, bastando decir que las unas se reducían a exigir explicaciones al conde sobre los papeles que había enviado a pedir, y que las otras eran relativas a las opiniones que había consignado en el dictamen leído al consejo. Concluido el interrogatorio, se intimó al conde de Aranda la orden de trasladarse a Granada, cuyo castillo de la Alhambra se le había señalado por prisión. El conde llegó a la Alhambra a fines de agosto, donde permaneció poco tiempo, dado que, habiendo tenido un ataque apoplético en la noche del 45 de setiembre, se le concedió licencia para pasar a tomar las aguas minerales de Alhama, volviendo después a su prisión, donde continuó hasta noviembre, en cuya época se le permitió trasladarse a San Lúcar de Barrameda, cuyo clima se consideró mas favorable al recobro de su salud. Últimamente alcanzó licencia del rey para fijar su residencia en Epila, uno de sus estados de Aragón, a cuyo punto llegó a principios de 1795. «Allí se ocupó, dice el señor Muriel, en hacer bien a sus pueblos , ya que no le era dado consagrar su ilustrado celo a los adelantos de la nación. Su primer cuidado qué tomar informes sobre el estado en que se hallaban las escuelas de primeras letras, sobre la dotación de sus maestros, edificio y demás, y en vista de ellos y de su propia inspección, hizo reparar y hermosear las escuelas a sus expensas, mandando poner en el frontispicio una lápida con las armas de la villa, y un letrero, que dice: Initium sapientiae: formó estatutos para la dirección de la enseñanza, logró que se dotase de los propios de la villa un primer maestro con 4,000 reales anuales, suministró los muebles necesarios para la escuela, libros, papel, plumas, etc., y no sosegó hasta ponerla en estado de prosperidad. Con igual celo buscaba los menesterosos para socorrerlos: apenas conocía alguna verdadera necesidad, la remediaba. Si el conde, continúa mas adelante, hubiese vivido algunos años mas, Epila habría sido el pueblo mas feliz de Aragón. Ya había mandado hacer los reconocimientos necesarios del terreno inmediato a la villa, con objeto de abrir una acequia en el rio Jalón para el riego de mas de cien cahizadas de tierra a distancia de media legua del pueblo, que pensaba distribuir entre sus labradores. Ya había permutado unas tierras por un huerto inmediato a la población, para edificar una posada que falta en ella : ya en fin estaba pensando en roturar las dehesas que avecinan al pueblo, destinándolas a la labor y pastos de ganados. La muerte vino a frustrar esperanzas tan halagüeñas para los habitantes. »

El conde de Aranda murió el 7 de enero de 1798, a la edad de 78 años. Su memoria será siempre cara a los españoles, tanto por la independencia y energía de su carácter, como por la lealtad de sus sentimientos y la sabiduría de sus actos en varios cargos que en obsequio desús reyes y de su patria desempeñó.

Reflexionando ahora sobre su desgracia y sobre la conducta de Godoy en aquellos días, creemos sinceramente que una y otra han dado motivos a exageraciones que la historia debe rectificar, y que rectificará indudablemente, cuando calmadas del todo las pasiones, pueda escribirse la narración de aquellos tiempos del modo que la posteridad tiene derecho a exigir. En la imposibilidad de poder atenernos a otra cosa que a lo que consta por lo que D. Manuel Godoy, y por lo que el mismo conde de Aranda aseveró en la relación que hemos trascrito, dejamos a los lectores en libertad de formar el juicio que mejor les parezca, sin que por eso prescindamos nosotros de emitir el nuestro con toda la sinceridad que nos caracteriza. Aranda y Alcudia eran enemigos personales, y es natural que sus escritos se resientan de la disposición de sus ánimos. Por lo que respecta a Godoy, naturales también que procure por todos los medios posibles rechazar de sí cuanto pueda tender a anatematizarle ante sus conciudadanos. Nosotros creemos que enemigo como era del conde de Aranda, y teniendo en él un rival temible y que a todas luces le era muy superior bajo todos conceptos, procuraría valerse de su ascendiente con el rey y de la prepotencia que entonces tenía, para privar de toda influencia en los negocios a un hombre de estado que tanto podía contribuir a derribarle del alto puesto que sin merecerlo ocupaba. Pero Godoy, según el común sentir desús más enér­gicos depresores, no fue nunca cruel, ni su índole natural se resentía de la maldad que algunos han supuesto. Sus hechos posteriores prueban su orgullo y sus desaciertos, en medio de algunos actos que le hacen honor y que justifican sus buenas intenciones; pero si se atiende a la omnipotencia de que se hallaba revestido, necesario es confesar que no se valió de ella, lo que otros en su caso hubieran podido valerse para atropellar y perseguir. Esto supuesto, las vejaciones que causó, en tanto tuvieron lugar, generalmente hablando, en cuanto lo exigía la necesidad de conservarse en su altura sin competidores de ninguna especie. Aranda que lo era, y que no se detenía en acusar sus desaciertos siempre que los notaba, debió ser por lo mismo una de las primeras víctimas de su orgullo irritado; pero satisfecho el primer impulso de su amor propio con el destierro del conde, y alejado este de toda intervención en los negocios, no necesitaba ya mas sino asegurarse de que no pudiera volver a hacerle sombra. Bastaba en consecuencia la confinación de Aranda para la tranquilidad del favorito, sin necesidad de acudir a tratamientos crueles, ni a atropellos que no fuesen consecuencia irremediable de ese mismo destierro. Así vemos que el conde obtuvo licencia para salir de su prisión, no solo una sino dos veces, con objeto de recuperar su salud, permitiéndosele por último retirarse a vivir en Aragón, su patria, sin que la circunstancia de su carácter y opiniones políticas, como dice el príncipe de la Paz, unida a la de ser aquel país fronterizo a Francia, influyesen en el ánimo del causante de su desgracia para que se le negase la licencia que solicitaba, so pretexto de creerlo peligroso. Una observación, para nosotros muy fuerte, nos inclina a creer que ha de haber habido exageración en los malos tratamientos que según voz común recibió el conde en la Alhambra , y por lo que respecta al proceso que se le formó, ni creemos que el duque quisiese formarle causa ante el tribunal de la , ni vemos en el mencionado proceso otro designio que el de justificar a los ojos del vulgo el destierro del conde, so pena de quedar desairado el monarca, y sobre todo el favorito. Bien es verdad que la lenidad con que se procedió en la causa no debe considerarse como efecto de la sola  voluntad del valido, sino como consecuencia también de la marcha de los acontecimientos, los cuales iban justificando de un modo sobrado triste las predicciones del decano del consejo. Siendo esto así, ¿cómo era posible condenar sin escándalo a quien con tanta anticipación había predicho la verdad? Así la sentencia pronunciada por el consejo se limitó a declarar que el conde no había satisfecho los cargos que se le hacían, resolución media entre condenarle o absolverle, no pudiendo hacerse aquello sin injusticia, ni esto sin desairar a la corte, o por mejor decir, al privado: resolución que prueba también lo supeditados que los consejeros estaban por este, y la necesidad en que se veían de tener con él una deferencia servil, si querían conservar sus puestos.

Dos cosas, pues, produjo el debate entre el conde de Aranda y el duque de la Alcudia, y las dos en oposición absoluta con lo que el bien del Estado exigía: una, el castigo mas órnenos suave, pero castigo al cabo, de un consejero leal, cuyo solo delito era serlo y tener un modo de ver las cosas opuesto al del favorito; y otra , la influencia que su desgracia debía ejercer en la coartación de la libertad de los dictámenes y opiniones del primer cuerpo del Estado. ¿Era así como debía gobernarse España en circunstancias tan azarosas?

 

 

CAPITULO VI

CAMPAÑAS DE 1791 Y 1795 —PAZ DE BASILEA