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SALA DE LECTURA

HISTORIA UNIVERSAL DE ESPAÑA

GUERRA DE LA INDEPENDENCIA. 1808-1814

INTRODUCCIÓN : CAPITULO IV

OJEADA SOBRE FRANCIA Y LA COALICION EN 1793.—POLÍTICA DEL GABINETE BRITÁNICO RESPECTO A LA REVOLUCION.—ALIANZA DE ESPAÑA CON INGLATERRA.—EXPEDICION Y SITIO DE TOULON.- EXPEDICION NAVAL A LAS ANTILLAS Y A LAS ISLAS SARDAS.

 

Mientras el ejército español sostenía de un modo tan digno el nombre y el honor de su patria en toda la extensión del Pirineo, las potencias coaligadas se estrellaban contra el coloso de la revolución, marchitando en los últimos días de la campaña los laureles que habían comenzado a coger. Toda Europa, si se exceptúan Suecia, Dinamarca y los pequeños estados de Italia, se había declarado contra Francia, dividida en partidos, y afligida además por la guerra civil: Francia sin embargo, supo salir a salvo de tan crudos y terribles embates, y sacando fuerzas de desesperación del seno mismo de los peligros que por todas partes la cercaban, manifestó hasta qué punto son invencibles los pueblos cuando miran amenazadas las dos primeras condiciones de su existencia, la independencia y la libertad. ¡Cuadro verdaderamente admirable, pero cuadro espantoso también, y que si bajo un punto de vista es digno de ser dibujado por la mano sublime del genio, necesita bajo otro aspecto ser descrito por la del verdugo, único ser bastante degradado para que pueda complacerse en la narración de tes sangrientos excesos de aquella época, cual ninguna fecunda en horrores! ¡Lección elocuente además para los desacordados gabinetes de aquel tiempo, y lección de que no supo aprovecharse en sazón oportuna, entre ellos el gabinete de España! El de España, si, porque ya que un sentimiento de honor y otro sentimiento nacido de la sangre y del parentesco puedan disculpar su conducta y la del monarca en cuanto a los motivos que ocasionaron la declaración de la guerra, y no solo disculparla, sino hacerla merecedora aun de elogio; ni su alianza con la Inglaterra puede ser acreedora a la misma alabanza, ni su imprevisión y fallado cálculo admiten disculpa de ninguna especie, una vez conocidos, como debieron serlo, los peligros que había en continuar la marcha empezada. Mientras el ejército español peleó por su cuenta, independientemente de toda liga o sujeción extraña, laureles adornaron la frente de nuestros guerreros, sin participar de los reveses que el destino tenia deparados a la segunda coalición. Este sistema tenia además la ventaja de dejarnos en libertad para continuar la guerra o deponer las armas sin compromisos de ninguna especie, cuando fuese sazón oportuna; pero nuestra alianza con el gabinete británico no solo contribuyó a menguar los lauros por nosotros solos cogidos, sino que sujetándonos a su inspiración e influencia mas de lo que fuera menester, el efecto inmediato de semejante paso político fue quedarnos en la imposibilidad de adoptar otro rumbo según y como las circunstancias pudieran hacerlo conveniente. La paz con la república francesa debimos hacerla concluida la campaña de 1793, en vez de dilatarla hasta el año 1795, porque ni los triunfos de Ricardos en el Rosellón debían inducirnos al extremo de esperar iguales resultados en la campaña siguiente, ni el continuar nuestra lucha bajo el concepto de aliados era otra cosa que contribuir a aumentar la preponderancia de Inglaterra, única interesada en llevar la confusión adelante. Pero esta censura que hacemos de la conducta de nuestro gabinete en aquellos días necesita ser justificada con datos, y estos datos nos los va á suministrar la reseña, aunque siempre rápida, de los progresos de la revolución y de la suerte de las armas coaligadas en 1793.

En nuestro capítulo segundo hemos podido observar la progresión gigantesca con que el movimiento revolucionario había caminado adelante hasta la abolición del trono y la muerte de Luis XVI. Este período de tiempo había comenzado, según hemos visto, en la lucha del estado llano con las clases privilegiadas, vencidas en último resultado por la energía de aquel; siguiendo después el combate de los constitucionales moderados con los más ardientes demócratas, y el de los que anhelaban el establecimiento del gobierno republicano, llevados de su aversión a las prerrogativas reales, aunque sin odio personal al monarca, con los que mirando en Luis XVI un abominable tirano deseaban inaugurar el nuevo sistema por medio del regicidio, empeñándose en la carrera de la revolución en términos de no poder retroceder un solo paso. Hemos visto también la actitud que desde los primeros días del vértigo había tomado Europa; y hemos visto por último el modo con que el manifiesto Brunswich vino a aumentar la exasperación de los partidos extremos, lanzando a las fronteras a cuantos franceses se interesaban por la independencia de su patria, y proporcionando a Dumouriez la fácil conquista de Bélgica sin disparar apenas un tiro. Aunque esta primera lección era ya bastante significativa, los aliados atribuyeron sus primeras derrotas a la falta de acuerdo en sus planes, mejorados los cuales, y secundados además por la adhesión de otras potencias que en la primera campaña habían permanecido pasivas, esperaban coronar la siguiente con un resultado decisivo y satisfactorio. Concertáronse en efecto de nuevo, y a la primera coalición, compuesta en su núcleo principal de Austria y Prusia, secundadas por el Piamonte, se unió después Inglaterra arrastrando a España detrás, juntamente con Cerdeña y Holanda, mientras Rusia, animada de un espíritu hostil a Francia, aunque por entonces con el solo objeto de realizar sus inicuas miras sobre Polonia, acababa de inclinar la balanza de las probabilidades en favor de la liga. Francia entretanto, desde la instalación de la Convención nacional, se hallaba dividida en dos partidos que se hacían la guerra a muerte, el de la Montaña y el de la Gironda. La Montaña, denominada así porque sus individuos ocupaban los bancos más altos del lado izquierdo de la asamblea, se componía de los hombres más violentos y radicales de Francia, los cuales apoyados en la municipalidad de París, en las secciones y en el populacho, representaban la parte más abyecta de la sociedad; mientras la Gironda, cuyo partido había tomado este nombre porque sus diputados más eminentes pertenecían al departamento de la misma denominación, venia a constituir el símbolo de una república legal y de orden, enemiga de las violencias y de los asesinatos. Tanto el uno como el otro partido había contribuido a la muerte de Luis XVI, pero las razones habían sido distintas en los girondinos y en los montañeses. Llevados estos de su odio personal al monarca, habían tomado la iniciativa en la acusación de Luis XVI, recurriendo para lograr su ruina a los medios de terror que más adelante supieron organizar de un modo tan inaudito, habían arredrado a los que después de haber intentado en vano salvar al menos la cabeza de Luis, acabaron por contribuir a su muerte, temerosos de ser tachados como menos adictos a la república si se empeñaban en contrarrestar a sus adversarios. Verificada la terrible catástrofe, dirigieron sus miras al restablecimiento del orden y a la organización regular del nuevo sistema, convirtiéndose en los doctrinarios o justo medio de aquella época. Dueños como lo eran del poder ministerial, cuyas sillas habían ocupado por su saber, y dominando la asamblea además con el poderío de su elocuencia y con las superiores luces de que estaban adornados, hallábanse sin embargo desprovistos de la actividad, energía y audacia del otro partido, y desde luego pudo preverse que en la lucha de la inteligencia contra la fuerza, tenia por precisión que triunfar esta última. Un incidente desgraciado vino luego a enfurecer a unos y otros, y este incidente acabó por echar a tierra el débil resto de moderación que entre los franceses quedaba.

Fue el caso que el general Dumouriez, a cuyas últimas victorias se habla debido la derrota de los austríacos y la conquista inmediata de Bélgica, intentó poner coto a la audacia del partido jacobino o montañés, favoreciendo el sistema de moderación del otro partido rival que le merecía mas simpatías, para por este medio encaminarse al restablecimiento de la dignidad real, aunque con el freno de la constitución y con las modificaciones que exigiese la época. Dos eran los proyectos que con este motivo agitaba en su imaginación, reduciéndose el uno a proclamar al Delfín como rey bajo el nombre de Luis XVII, y el otro a sentar en el trono al joven duque de Chartres, hijo primogénito del duque de Orleans. Este cambio de dinastía le parecía mas susceptible de realización, y menos sujeto a inconvenientes; pero no es fácil decidir a cuál de los dos proyectos daba la preferencia. Como quiera que sea, su designio de echar por tierra la influencia y poder de los jacobinos, estaba decidido de una manera irrevocable, y para mejor conseguir su intento, juzgó oportuno ponerse de acuerdo con los girondinos, que además de ser dueños del poder ministerial, tenían mayoría en la Convención, prometiéndoles que si conseguían un decreto por el cual se le permitiese trasladarse con su ejército a la capital, seria él bastante para quitar de en medio a sus adversarios. Los girondinos que se veían amenazados constantemente, y que según crecía la audacia y el influjo de sus enemigos en el populacho, no podían menos de temer un fin lamentable, oyeron las proposiciones del atrevido general con la satisfacción consiguiente al robusto apoyo que les prometía; pero reflexionando después y entrando en cuentas consigo mismos, tendieron una mirada al porvenir, y temerosos de entronizar el despotismo aceptando la intervención militar, acabaron por preferir su propia desgracia y los horrores de la anarquía al momentáneo apoyo que aquel jefe les podría ofrecer, y que si hoy les brindaba con su acero para su defensa, nadie les aseguraba de que en lo sucesivo no pudiera desenvainarlo en su contra para encadenarlos y oprimirlos. Tan peligroso es el arrimo que se encuentra a la sombra del poder militar, y tales fueron las razones que los girondinos tuvieron para no admitir sus ofertas, aun sin saber los designios que Dumouriez se proponía. Este, sin embargo, continuó adelante en su plan, y deseoso de poder obrar sin dependencia ninguna de la Convención, procuró buscar en nuevas victorias los medios de hacerse el dictador de la Francia. Decidióse en su consecuencia a la invasión de Holanda; pero la fortuna que hasta entonces se había casado con sus talentos, por decirlo así, le volvió las espaldas entonces, y derrotados los franceses en Aix-la-Chapelle, comenzóse a eclipsar el prestigio que los anteriores triunfos habían dado al afortunado general. Esta derrota que debiera haberle hecho mas cauto para lo sucesivo, produjo por el contrario el efecto de irritarle más contra el partido de la Montaña, a quien no sin razón atribuía una parte de los vicios y de la desorganización de su ejército. Llevado Dumouriez de la viveza y arrebato natural de su genio, dirigió varias comunicaciones a la Convención nacional, en términos sobrado duros para que los jacobinos pudieran perdonárselos, y desde entonces se podía ya prever la ruptura si las derrotas proseguían. Siguiéronse en efecto para desgracia de Francia y del mismo Dumouriez, y habiendo tenido este que ponerse al frente del ejército para oponerse a la marcha de los austríacos que se dirigían a Flandes, se vio precisado a dar la terrible batalla de Neerwinden, donde batiéndose en retirada, no solo vió malogradas sus esperanzas relativas al país que anhelaba invadir, sino que perdió además Bélgica, tan gloriosamente conquistada por él en la campaña anterior.

Este descalabro, cuya noticia se recibió en París con el disgusto consiguiente a su importancia, irritó el ánimo de los jacobinos que habían ya comenzado a desconfiar de las intenciones del general, el cual por su parte atribuía, como hemos dicho, los vicios y desórdenes de su ejército, a las intrigas de los revolucionarios. Dumouriez con esta derrota debió conocer la imprudencia de todo paso ulterior en lo relativo a su proyecto contra revolucionario; pero habiéndose precipitado ya mas de lo que debía, se halló tal vez en la imposibilidad de recurrir a la enmienda, y prosiguió intrigando en su ejército, poniéndose de inteligencia con el príncipe de Sajonia Coburgo, para restablecer la constitución de 1791 con algunas modificaciones. Habiéndole salido fallidas las tentativas que hizo después para apoderarse de Lille, Condé y Valenciennes, y habiendo la Convención enviado a su campo cuatro comisarios de su seno, los cuales le reconvinieron públicamente por su conducta, Dumouriez se apoderó de sus personas y los envió prisioneros al campamento austriaco. Estas imprudencias unidas a los reveses que acababa de sufrir, le indispusieron con el ejército, y viéndose contrariado por este hasta el extremo de ver en peligro su vida, abandonó las banderas de su patria y se pasó a los austríacos. Al mismo tiempo era Custin batido en Frankfurt, viéndose obligado a separarse de Maguncia cuyo sitio comenzaban los prusianos, mientras los piamonteses rechazaban al ejército francés en Saorgio, y los españoles cubrían los Pirineos, añadiéndose a todas estas desgracias para la Francia el levantamiento en masade la Vendée en nombre del altar y del trono.

Furiosos los jacobinos por la deserción de Dumouriez, por las derrotas sufridas en la Bélgica, en Holanda, en el Rhin y en los Alpes, y especialmente por la sublevación de los vendeanos, se entregaron a todo el frenesí de que eran capaces, inculpando aquellos desaires a los girondinos, con particularidad la traición de Dumouriez. Robespierre designó por su nombre a los creídos cómplices del general, pero los girondinos rebatieron aquella acusación haciéndola recaer sobre el mismo Robespierre y los jacobinos. La asamblea declaró en estado de acusación a Marat, el cual, habiendo sido conducido ante el tribunal revolucionario, después de haber estado oculto algunos días, fue absuelto honoríficamente, volviendo a la Convención ceñida la cabeza con una corona cívica, y escoltado por una cuadrilla del más soez populacho. La victoria de este hombre desalmado, unida a los atropellos brutales de que se había intentado hacer blanco a los girondinos en los días anteriores, indicaban bien a las claras que la moderación llegaba a su fin, y para que menos pudiera ponerse en duda la inminente desgracia del partido de la república moderada, bastaba observar su conducta indecisa y falta de energía en aquella crisis terrible. Llegó por fin el 31 de mayo, y estallando una insurrección popular contra los individuos de la Gironda, se decreta la acusación contra treinta y dos de ellos a petición de sus antagonistas, siendo arrestados veinte y dos y huyendo los demás, exceptuándose un corto número que protestando de la violencia ejercida contra sus compañeros, se atrevió a permanecer entre sus enemigos.

Esta insurrección echó por tierra el poder a influencia de los girondinos así como la del 10 de agosto había acabado con la monarquía. Comienza entonces el reinado del terror, y Danton, Robespierre y Marat dirigen sin oposición de ninguna especie los destinos de Francia. Los girondinos por su parte, viéndose privados del poder, procuran sublevar contra sus nuevos dueños 67 departamentos de 93 que componen la Francia, y acaba de abrirse la sima que amenaza hundir la naciente república. Perdido en esta época por los franceses el campamento de Famars, acabado el bloqueo de Valenciennes por los prusianos, estrechada obstinadamente Maguncia, acampados los españoles al otro lado del Tech, tomado Saumur y sitiado Nantes por los vendeanos, mientras los federalistas se preparaban a lanzarse sobre París, saliendo de Lyon, Marsella, Burdeos y Caen, la Convención podía ser mortalmente herida por cualquiera parte que se la atacase; pero los jacobinos comprenden su situación, y no hallando término medio entre la victoria y el cadalso, reconcentran en su corazón toda la energía de que se sienten capaces, y prescinden de toda clase de medios, con tal que se encaminen a procurarles el triunfo. La junta de salvación pública, creada después de la defección de Dumouriez, ejerce el terrible poder de la dictadura. Los departamentos entretanto, cualquiera que hubiera sido el ardor conque habían abrazado la causa de los girondinos, comenzaban a acusarse en secreto y a sentir los remordimientos que la insurrección les causaba, distrayendo a su patria amenazada por toda la Europa, y favoreciendo por consiguiente la causa de los enemigos en el mero hecho de contrariar la revolución. Los jacobinos no se descuidan en explotar por su parte este sentimiento de independencia que tanto les favorece, y habiendo conseguido dispersar a una parte de los confederados que imprudentemente se habían adelantado hasta Vernon, hacen entrar poco a poco a los departamentos en su deber, rechazando además a los vendeanos, y reprimiéndolos en su victoriosa marcha.

Pero mientras la Convención triunfaba de los federalistas, sus enemigos exteriores habían hecho trascendentales progresos. Maguncia y Valenciennes habían sido tomadas, y la coalición no tenía ya sitio alguno en que detenerse ni por la parte del Norte, ni por la del Rhin, mientras la Vendée, aunque encerrada en el circulo del Loira, del mar y del Poitou, merced a la resistencia de Nantes, continuaba en la actitud más temible. La Convención entonces reúne a los primeros empleados de las asambleas primarias, les da a jurar la constitución del año 3, y decide en unión con ellos que toda Francia, sus hombres y sus propiedades quedan a disposición del gobierno. Francia, según expresión de Barrere, no es otra cosa que una gran ciudad sitiada, y la república no debe ser sino un inmenso campamento. ¿Pero dónde se sacarán los cañones, de dónde los carros, los fusiles, la pólvora y los demás medios de resistencia para contrarrestar al enemigo? El amor de la patria y la libertad suplirá por todo, y lo que el amor de la patria no pueda, lo concluirá la guillotina. Todos los ciudadanos se convierten en soldados u obreros: las campanas se convierten en cañones, las rejas de los palacios en fusiles y lanzas, la tierra de las bodegas en salitre, la yerna de los campos en barrilla. Carnot que acaba de entrar en la terrible junta de salvación pública, introduce orden y concierto en las operaciones. Catorce ejércitos organizados y dirigidos por su genio, son alimentados, equipados y pagados con los asignados, con las requisiciones y con el máximo; y un millón y doscientos mil guerreros vuelan a las fronteras a defender la independencia de su patria. La rendición de Maguncia ha sido tal vez un suceso menos desgraciado de lo que a primera vista parece, pues habiendo quedado su guarnición en libertad de dirigirse adonde mejor le plazca, con la sola condición de no volver a tomar las armas contra los prusianos, esa guarnición compuesta de 13,000 hombres puede trasladarse en posta a la Vendée, inclinando la balanza en favor de la revolución. Los franceses había perdido el campamento de Cesar, mientras los ingleses sitiaban a Dunkerque y los austríacos atacaban el Quesnoy, pero la feliz batalla de Hondschoote ganada el 8 de setiembre por las armas republicanas, consigue salvar a Dunkerque, llenando de alegría a Francia por esta primera victoria. Esta alegría dura poco sin embargo. El ejército de Houchard se deja sobrecoger del terror y se dispersa en Menin, mientras los austríacos se apoderan de las líneas del Wisemburgo batiendo a los franceses en diversos encuentros. Lyon continua resistiendo vigorosamente, Tolon se halla en poder do los ingleses y de los españoles, los piamonteses han recobrado la Saboya y se dirigen a socorrer a Lyon, Ricardos ha pasado a la otra orilla del Tet dejando a sus espaldas Perpiñán, y la Vendée vuelve de nuevo a rechazar a los republicanos. La Convención hace entonces esfuerzos desesperados, y acabando de sancionarse la dictadura con todo el ilimitado poder que exige el peligro, impone a los generales de los ejércitos la obligación de vencer en un tiempo dado. Las providencias de la asamblea producen su efecto por fin. Jourdan se bate con los austríacos, y gana a mediados de octubre la batalla de Watignies haciendo levantar el sitio de Maubege: Kellermann empuja con sus bayonetas a los piamonteses hasta mas allá de San Bernardo; las tropas republicanas toman por asado a Lvon; Ricardos es rechazado a la otra parte del Tet; derrotados los vendeanos en Chollet, se ven precisados a pasar el Loira desordenadamente; los austríacos, perdidas las líneas del Wisemburgo, levantan el sitio de Landau y se acampan en el Palatinado; los ingleses y los españoles desamparan a Tolon, y los vendeanos en fin que en alas de su desesperación misma habían pasado el Loira en número de 80,000 hombres, son lanzados de sus orillas y de las del océano, pereciendo 13,000 de ellos en la terrible batalla de Maris y en la matanza que se siguió, y quedando destruidos en aquellas dos barreras que nunca pudieron salvar. La república en fin no era ya desgraciada sino solo en los Pirineos, y hubiéralo sido mucho más, a no haber acontecido la forzosa aunque brillante retirada de nuestro general Ricardos al Buló.

La actitud de Francia había sido en esta campaña una de las mas imponentes que refiere la historia, no siendo fácil recordar pueblo alguno que hostilizado a la vez por tantos enemigos en el interior y en el exterior, haya hecho iguales esfuerzos para salvarse de una ruina que a todos parecía evidente. Pero si se consideran los medios adoptados por la Convención para conseguir este objeto, no solo pierde el cuadro gran parte de la admiración que nos causa, sino que convirtiéndose en repugnante y horrible, llega a constituir uno de los episodios más degradantes en. la historia de la humanidad. La extraordinaria energía de Francia era efecto inmediato del terror. La muerte y el sepulcro, como dice Walter-Scott, son palabras que obligan a hacer los mayores esfuerzos por parte de aquellos que se ven amenazados del exterminio. La lógica del gobierno consistía tan solo en la fuerza; la muerte era la única apelación contra su autoridad; la guillotina el solo argumento concluyente para decidir las cuestiones entre la Convención y sus súbditos. Cuando las cajas del tesoro se hallaban vaciar, la guillotina procedía a llenarlas con el dinero de los ricos, los cuales eran considerados como mas o menos aristócratas, según era mayor o menor el numerario que poseían. Cuando el despojo de los ricos era insuficiente para prestar recursos al Estado, los asignados suplían su falta, multiplicándolos, si era necesario, hasta el infinito. Cuando puesto este papel en circulación bajaba un cincuenta por ciento, la guillotina obligaba a tomarlo por su valor nominal, y unas cuantas cabezas separadas del tronco eran espectáculo y argumento suficiente para que los que habían quedado con la suya en los hombros, diesen sin titubear cien francos por un papel cuyo valor se sabia que no pasaba de cincuenta. ¿Faltaba el pan? Nada mas fácil que proveerse de trigo por el mismo medio, distribuyéndolo a los parisienses a un precio fijo, como se hacía con los ciudadanos romanos. ¿Estaban cerrados los graneros y los almacenes? La guillotina era la llave que los hacia abrir. ¿Necesitaba el ejército nuevos reclutas? La guillotina quitaba de en medio a los conscriptos que se negaban a marchar. Este argumento decisivo no se limitaba tan solo a hacer entrar en razón a los simples soldados, sino que se empleaba también contra los mismos generales, siendo guillotinados cuando les salían mal sus empresas, guillotinados cuando la felicidad del éxito no correspondía a las esperanzas de sus amos, y guillotinados por último cuando la demasiada fortuna de sus armas los hacia caer en la desconfianza del gobierno por la influencia que hubiesen podido adquirir sobre los soldados a quienes habían conducido a la victoria.

Este sistema de terror, organizado y puesto en práctica hasta el extremo más refinado, y que parece imposible de concebir aun atestiguándolo la historia, imponía a todos los ciudadanos la obligación de delatar a cuantos creyesen sospechosos de incivismo, delito tanto mas terrible cuanto menos definido se hallaba, no estando seguro el amigo, ni la mujer, ni el hermano, ni los padres, ni los hijos en fin contra los efectos de una denuncia. El silencio acerca de los negocios públicos era una señal indubitable de indiferencia, y hablar de los asuntos del día en otro sentido que no fuese el mas exaltado era exponerse a una sospecha de consecuencias mas terribles aun. El tribunal revolucionario conocía de los crímenes de Estado, de los atentados contra la libertad y de toda trama o designio dirigido a contener los progresos de la revolución en cualquiera sentido que fuese. Los girondinos habían procurado poner una valla a los accesos que pudiera cometer este tribunal, añadiéndole el juicio por jurados, temiendo que faltando este freno, llegase a convertirse en otra inquisición más sanguinaria y terrible que la sacerdotal; pero su previsión y sus deseos no produjeron el efecto que se proponían, habiéndose convertido el jurado en una verdadera irrisión después de la caída de la Gironda. El tribunal revolucionario llegó a tener la facultad de juzgar sin pruebas de ninguna especie, excluyéndolas cuando las había o interrumpiendo a su placer la defensa de los acusados para abreviar las formalidades y despachar ejecutivamente los negocios. La república no reconocía, en medio do su exaltación democrática, el derecho de seguridad personal, seguridad que con el más pequeño protesto era atropellada por las visitas domiciliarias. Las cárceles que habían quedado vacías a consecuencia de la matanza de setiembre, se vieron bien pronto repuestas con cerca de medio millón de presos llevados a ellas por motivos injustos o justos. Las leyes eran de sangre y dignas de los tres demonios que dirigían Francia. Los emigrados que eran habidos con las armas en la mano debían ser ajusticiados en el término de 24 horas, haciéndose lo mismo con todos los extranjeros que habían abandonado la causa de Francia después de la toma de la Bastilla, si llegaban a ser cogidos, y quedando desterrados perpetuamente cuantos emigrados hubiesen buscado asilo en país extranjero por cualquiera causa que fuese. La confinación se había convertido en moda, y los bienes por este medio adquiridos servían de un admirable recurso en los apuros de la hacienda. Así la propiedad, tan respetada como es en todos los países libres, era el primer objeto de persecución para la Francia republicana. Pero todo esto era muy poca cosa en comparación de los medios de sangre desplegados en la Vendée y en algunas ciudades confederadas. Cuando fue tomada Lyon se decretó contra ella la demolición de sus edificios; y las casas oran condenadas a sufrir su sentencia, pronunciando Coutton estas palabras al tiempo de golpearlas con el martillo: «Casa rebelde, te golpeo en nombre de la ley.» Así llevaban aquellos hombres fanáticos su venganza hasta el extremo de saciar su sed de exterminio en las mismas piedras, pero no bastando esto solo, era preciso abrevarla en victimas humanas. Embotado el filo de la guillotina, cansado el brazo de los verdugos con las ejecuciones diarias, y poco satisfechas sus almas con la lentitud de las operaciones ele la cuchilla, inventaron el medio de hacinar dos ó tres mil personas a la vez, asestando contra ellas la artillería. En la Vendée fueron también destruidas las casas de los insurgentes, sus cosechas dadas al fuego, sus ganados pasados a cuchillo, sus mujeres violadas, y asesinadas las familias. Ocasión hubo en que la venganza decretada contra los vendeanos se extendió a meter mujeres y niños dentro de un horno, donde fueron consumidos por las llamas, y ocasión en que amontonándolos a centenares en barcos provistos de válvulas en su parte inferior, fueron echados a pique en el Loira, llegando la inhumanidad de los verdugos al extremo de dar a este género de suplicio el nombro irrisorio y cruel de bautismo republicano. Pero la pluma se resiste a escribir la historia del asesinato organizado, temiendo contagiarse con los crímenes de los que, necesitando poner el último colmo a la perversidad y a la insensatez, llegaron a abolir toda religión conocida, proclamando el ateísmo como único medio de acallar los remordimientos de su conciencia, o como prueba si se quiere de que su reinado en aquellos días no podía ser otro que el del infierno con todos sus horrores. Pero a la manera que en medio de la confusión del caos primitivo el espíritu de Dios, según la expresión de la Escritura, era llevado sobre las aguas, del mismo modo sobresalía por cima de la confusión y del caos en que se veía Francia el espíritu de libertad e independencia que sobrenadaba en sus olas.

De este breve bosquejo que de la situación de la Francia acabamos de hacer, se deducen dos importantes verdades: primera, que los esfuerzos de la coalición para ahogar el movimiento revolucionario, en vez de producir este efecto, contribuían, lo mismo que el año anterior, a precipitarle más y más; y por consiguiente, que las potencias coaligadas no obraron en el sentido de la prudencia llevando adelante una guerra que tan tristes consecuencias producía: segunda, que si las mencionadas potencias no pudieron salir vencedoras en 1793, cuando la ocasión parecía mas propicia a su triunfo, merced a la guerra civil del Oeste y a la insurrección departamental, menos podían esperar conseguirlo cuando reprimidos los vendeanos y sosegados los departamentos, se hallaba la Convención en el caso de resistir con mejores esperanzas de éxito en la campaña siguiente. ¿Cómo pues se ocultó todo esto a los ojos de la coalición? ¿Fue su amor propio humillado el que la obligó a llevar su sistema adelante, o lo fue alguna otra pasión menos noble, la desmembración de Francia por ejemplo, y el deseo de repartirse sus provincias? Nosotros no hallamos otra explicación a tan errado modo de obrar, siendo pocas, ninguna tal vez, las naciones que hiciesen la guerra con el desinterés y desprendimiento con que España la hacia. Rusia como hemos visto tenia puestas sus miras en Polonia, Austria en los Países Bajos, Inglaterra en los puertos franceses, y España, cuyo resentimiento era más natural y justificado, habiendo comenzado la lucha por razones de parentesco y de sangre, se vio obligada después a continuarla por su compromiso con Inglaterra.

Esta potencia se hallaba dividida en dos partidos, uno favorable a la paz con la Francia, y otro que deseaba la ruptura. Las ideas revolucionarias tenían marcadas simpatías en la clase baja y en una parte de la clase media, mientras la aristocracia neutralizaba los deseos de los que pensaban así, valiéndose al efecto de su influencia y de la organización compacta en que estaba cimentada. Habíase diseminado por todas las ciudades de Gran Bretaña un número considerable de sociedades favorables a la revolución, y sus agentes se correspondían con la convención nacional, felicitándola por su empeño en llevar su compromiso adelante. El partido aristocrático formó sus sociedades también, dirigidas a contrariar el peligroso progreso de las ideas exageradas, y el rey por su parte estaba completamente identificado con la conducta de sus magnates, como no podía menos de suceder con todos los monarcas de aquel tiempo. El ministro Pitt mientras tanto se mantenía en una posición equívoca respecto á los dos partidos, conteniendo por una parte a los que deseaban una reforma social ofreciendo a su consideración la perspectiva de los trastornos producidos en Francia, y entreteniendo por otra a los mas calientes del bando contrario, insinuándoles la necesidad de una expectativa prudente. Al mismo tiempo que procuraba desacreditar la revolución francesa, haciendo fijar la consideración del pueblo ingles sobre sus excesos, introducía en París agentes ocultos, cuya misión era fomentar ese mismo descrédito, procurando nuevos trastornos. Esta conducta maquiavélica ponía a Pitt en el caso de sacar el partido mas útil para sus miras ulteriores, y sin declararse contra la revolución, intrigaba ocultamente con las demás potencias para obligarlas a armarse contra Francia. Habiendo conseguido impeler algunas de ellas al robustecimiento de la coalición, no por eso procedió a declararse, sino que continuando todavía en guardia, y afectando una neutralidad que de todo tenia menos de sincera, esperó de las circunstancias el momento oportuno de decidirse en el sentido más favorable a su política. Cuando Carlos IV interpuso su mediación en favor de Luis XVI, el ministro español, como hemos tenido ocasión de observar, hizo los mayores esfuerzos por alcanzar de Pitt oficios iguales en aquella interposición generosa; pero Pitt continuó inflexible en su indecisión estudiada, sin dar un solo paso que tendiese a evitar la terrible catástrofe. Semejante conducta en un hombre que tanto se afanaba por comprometer contra Francia a todas las naciones de Europa, podrá considerarse en buena hora como una muestra feliz de su genio intrigante y político; pero es muy dudoso que pueda merecer la aprobación de ningún amante de la conveniencia pública. Él, sin embargo, procedía muy consecuente con lo que siempre se ha hecho en su país. La política inglesa, exploradora eterna de las desgracias de los demás pueblos, cuando de ello le puede resultar interés, y eterna proclamadora de los derechos de Inhumanidad, cuando esos derechos los puede convertir en beneficio propio, miraba la revolución francesa bajo el solo punto de vista de su utilidad inmediata y positiva; y una vez convencida de que la anarquía que reinaba en la Francia podía ser favorable al engrandecimiento y prepotencia de Inglaterra y a la decadencia y humillación de su rival, cuántos mas excesos se cometiesen por esta, tanto mejor podían redundaren ventaja de su eterna y contante enemiga. ¿A qué pues impedir un regicidio que iba a poner en convulsión a todo el continente europeo? Para cubrir el expediente del decoro público, bastaba con negarse el gabinete ingles a recibir al embajador de la república, retirando el suyo de Paris desde el momento de la prisión de Luis XVI; y si la anarquía continuaba adelante, tanto mejor para la Inglaterra. El ministro británico, pues, dejó obrar a los acontecimientos, divirtiéndose magistralmente en enredarlos más; y cuando Luis XVI presentó su cabeza al verdugo, no creemos insultar la memoria de Pitt si nos atrevemos a sospechar que aquel atentado fue para él un verdadero motivo de satisfacción interior.

Este acontecimiento ruidoso produjo en el partido aristocrático de Inglaterra el resultado que es de inferir; y como quiera que aquel partido tuviese mayoría en las cámaras, la ruptura con Francia era cosa tan consiguiente como inevitable. La Convención nacional por su parte había pasado revista a todos los gabinetes de Europa desde el día 22 de enero, y con fecha del mes siguiente declaró la guerra a la nación británica. Nuestro gabinete por su parte, empeñado en la guerra después, formó alianza con la Inglaterra, y esta alianza comparada por los toloneses al abrazo de Oreste y Pilades, les fue tan funesta a sus intereses como poco satisfactoria a los nuestros. Toulon fue en efecto la piedra de escándalo para los españoles, y el principio de la guerra que después empeñamos con el pueblo ingles; Toulon tuvo ocasión de advertir hasta qué punto había sido imprudente su conducta al poner su causa bajo la tutela del leopardo británico; Toulon, en fin, dio ocasión a los ingleses para quitarse completamente la máscara, dejando conocer los verdaderos designios con que hacían la guerra.

Hemos visto que la caída de los diputados girondinos había sido seguida de la insurrección de los departamentos, y de algunas de las ciudades más ricas por su comercio y por su posición marítima. Los principales comerciantes y fabricantes de estas ciudades habían secundado el movimiento insurreccional con el empeño consiguiente al temor que les causaba el sistema de matanzas y de despojo arbitrario en que se fundaba el gobierno de los jacobinos; pero la bandera levantada en Caen, en Burdeos, en Lyon y en Marsella no tenia por objeto el restablecimiento de la autoridad real, sino contener solamente los excesos revolucionarios, apoyando el sistema de república concebido por los girondinos.

Toulon alzo otra bandera distinta, y proclamando a Luis XVII con la constitución de 4794, expulsó en una insurrección popular a los jacobinos que la dominaban, prendiendo a algunos de los revolucionarios que más se habían distinguido por sus asesinatos, y dándoles la muerte. Este alzamiento coincidió con la toma de Marsella por los republicanos, y comoquiera que los toulones se viesen amenazados de la misma suerte que había cabido a esta ciudad, no teniendo guarnición ni fuerzas suficientes para poder contrarrestar a los vencedores, llamaron en su auxilio a los almirantes ingles y español Hood y Lángara, cuyas escuadras combinadas cruzaban a la vista del puerto, y este socorro les fue concedido. La escuadra anglo-hispana entró en el puerto de Toulon el 29 de marzo, sin avería de ninguna especie, pues aunque los individuos de la marina contrariaron enérgicamente el proyecto de entregar la ciudad a los ingleses, fue inútil toda su oposición por ser dueños de los fuertes los contrarrevolucionarios. El almirante francos Saint y Julien se vio precisado a huir con algunos oficiales y marineros, abandonando la escuadra francesa que estaba en el puerto, y entregándose después prisionero al almirante Hood para libertarse del furor de los toloneses que habían ofrecido un premio por su cabeza.

Nuestra escuadra se compone de veinte navíos, dos fragatas y un bergantín al mando del comandante general D. Juan Lángara, que había dejado las costas del Rosellón el 27 de agosto. El desembarco se verificó con facilidad, merced a la bonanza del mar y del viento, y las tropas ocuparon los puestos exteriores y la plaza de que se entregaron inmediatamente españoles o ingleses, posesionándose aquellos de la puerta de Italia, y estos de la de Francia.

Nombróse comandante general de las tropas al jefe de escuadra español don Federico Gravina, y gobernador de la plaza al contra-almirante ingles Samuel Granston Goodall, habiéndose acordado en la sala de consejo general de Toulon conservar la plaza, el arsenal, los bajeles y las fortalezas en nombre de Luis XVII, a quien se restituirían con toda religiosidad. Esta resolución no fue cumplida por par el almirante británico, pues habiéndose originado varias desavenencias entre los españoles e ingleses, se opuso más adelante a que se proclamase autoridad ningún, y retuvo la plaza en su nombre. Estas desavenencias eran hijas de la desavenencia con que los españoles miraban la conducta observada por los ingleses, cuya vanidad  heria el orgullo de nuestras tropas en lo más vivo, añadiéndose a esto la oposición que el almirante Hood mostraba respecto a tomar providencias directas que pudiesen favorecer la reacción del Mediodía. El gobierno español anhelaba secundar los deseos que los toloneses mostraban de tener un jefe que pudiera que pudiera servirles de centro de acción, y había propuesto hacer venir a la ciudad al conde de Provenza en calidad de regente del reino; pero el almirante inglés se opuso a esta medida, impidiendo la salida de la diputación tolonesa destinada a llamar a aquel. Tampoco se tomaron las disposiciones que las circunstancias exigían para la conservación de la plaza, no siendo suficientes las fuerzas destinadas a sostenerla, ni bastante acertado el plan de defensa adoptado por los ingleses. El ejército republicano que sitiaba Toulon tenia un obstáculo de gran cuantía para verificarlo con éxito, pues se veía precisado a dividirse en dos cuerpos separados el uno del otro por el grupo de montañas llamado del Faron, y la comunicación no era fácil, ni menos podía prestarse con la debida oportunidad los convenientes auxilios. A poca actividad e inteligencia que hubiese habido por parte de los sitiados, les hubiera sido fácil atacar aisladamente los dos cuerpos del ejército sitiador, v destruirlos uno en pos de otro, aprovechando la mencionada circunstancia del aislamiento a que estaban reducidos; pero en vez de hacer esto, no se pensó en otra cosa que en fortificar la plaza y guarnecerla. Los republicanos debieron agradecer una determinación que tan útil les era, pues careciendo en un principio de material de sitio propiamente dicho, y no siendo suficiente tampoco el número de fuerzas con que contaban para estrechar en regla a Toulon, a pocas salidas que los sitiados hubiesen hecho con el vigor debido hubieran tenido que retroceder (como más de una vez pensaron en hacerlo), abandonando el recobro de la plaza para la campaña siguiente. Mas para verificar las salidas y hacer vigorosamente una guerra depuestos avanzados, era preciso también que las tropas aliadas hubieran sido mas numerosas, y ya hemos dicho que los ingleses no manifestaron bastante solicitud para aumentarlas. Sitiados y sitiadores, pues, estuvieron los primeros días unos enfrente de otros, como si dijéramos contemplando la nulidad de sus medios respectivos para verificar empresas en grande, no mereciendo contarse como tales las varias salidas y escaramuzas que hubo en los primeros días del asedio. Los ingleses derrotaron a los republicanos en las gargantas de Ollioules, apoderándose de ellas después de un pequeño encuentro, pero arrojados de aquella posición importante el 8 de setiembre, volvió a caer dicho punto en poder de los sitiadores. Salió después de Gibraltar el teniente general O.Hara con un pequeño refuerzo de tropas, y tomó el mando de la plaza. Los republicanos, escasos siempre de fuerzas, pensaron seriamente en verificar su retirada; pero habiendo acaecido entonces la toma de Lyon, recibieron también nuevas tropas , y se dio orden para terminar el sitio en aquella misma campaña. Vanos hubieran sido sin embargo sus intentos de recobrará Toulon por medio de un ataque en regla , como la junta de salvación pública deseaba , si esa misma junta no hubiera tenido la feliz inspiración de enviar al ejército sitiador un joven entonces casi desconocido, pero capaz de llevar a cabo la empresa, prescindiendo enteramente del plan de sitio propuesto

Este joven era Napoleón Bonaparte, cuyos destinos le llamaban entonces a distinguirse de un modo capaz de atraerse la atención de sus conciudadanos midiéndose frente a frente con los que veinte años después habían de derrocar su poderlo en la Península, y con los que más adelante tenían que dar el último golpe a su prepotencia en Waterloo. Españoles fueron los que en 1793 contribuyeron a levantar el primer escalón de su omnipotencia futura; españoles debían ser los primeros que se lanzasen a la pelea para derrocarle del último. Así  la aparición de Bonaparte en el ejército de Toulon se ofrece a los ojos de la historia con todas las señales de providencial; y justo es que los que hemos tomado a nuestro cargo la narración de los inmortales sucesos en que por primera vez probaron los españoles que las formidables huestes de aquel coloso podían ser vencidas, nos detengamos un momento en referir la primera hazaña de un genio sin segundo tal vez en la historia.

Los ingleses, según hemos dicho, habían puesto todo su conato en reparar las defensas de la plaza, armando todos los fuertes, con especialidad los de la costa que protegían la rada donde anclaban las escuadras combinadas. Entre todos estos fuertes el que más particularmente les llamó la atención, fue el denominado Eguillette, situado en la extremidad del promontorio o altura de la Grasse, el cual cierra la rada interior: esta posición quedó fortificada en tales términos, y había quedado su acceso de tal manera difícil, que los ingleses la consideraron como un segundo Gibraltar, y hasta le dieron el nombre de Gibraltar pequeño. El plan adoptado por la Convención nacional para desalojar a los aliados se reducía a circunvalar la ciudad en toda regla; pero Napoleón manifestó que el medio más seguro de dar cima a la empresa consistía en poner el ejército sitiador todo su empeño en apoderarse del pequeño Gibraltar, ocupado el cual, dijo, sería imposible que la escuadra anglo-hispana permaneciese en la rada, hallándose aquella, como hemos dicho, dominada por las baterías de Eguillette. Este parecer, aunque opuesto al plan adoptado por a Convención, logró arrastrar la opinión general, y el parecer de Napoleón fue adoptado por el consejo de guerra, el cual, después de muchas dudas y deliberaciones, acabó por encargar la ejecución de la idea al joven oficial que la había concebido. Empezóse pues por estrechar la plaza, reuniéndose cerca de Toulon mas de 200 piezas de artillería, las cuales fueron tan ventajosamente colocadas, que causaron una porción de averías en los buques enemigos, aun antes de construirse las baterías con las cuales contaba Napoleón para rendir los fuertes de Mulgrave y de Malbusquet que también protegían a la escuadra. Bonaparte entretanto, a favor de algunos olivos que ocultaban las operaciones de sus artilleros, hizo construir con el mayor sigilo una batería inmediata a este último fuerte, dejando atónito al enemigo cuando des­pués de concluida la descubrió tan cerca de si. El formidable fuego que esta batería lanzaba obligó al general O.Hara a hacer una salida para clavar los cañones, consiguiendo apoderarse de aquel terrible puesto con el resultado más feliz; pero demasiado confiado en el buen éxito de su empresa, se adelantó con sus tropas de un modo sobrado imprudente. Napoleón que le estaba acechando aprovechóse entonces de un ramal de trinchera que le conducía a la batería misma, y habiéndose situado con el mayor silencio entre esta y los ingleses, mandó hacer fuego súbitamente, llenando de sorpresa al enemigo con una aparición tan inesperada. Trabóse entonces una acción reñidísima, en la cual perdieron los ingleses a su general, retirándose desordenadamente y dejándole herido y prisionero en manos del enemigo. Esta ventaja alentó a los sitiadores de una manera notable, infundiendo en igual proporción el desaliento en los sitiados, los cuales tenían ya tanta desconfianza en los ingleses, que atribuían al general O.Hara el designio de haberse dejado prender con objeto de entregar la ciudad a los republicanos.

Fallaba sin embargo la toma del pequeño Gibraltar, sin la cual, en concepto de Napoleón, eran inútiles cualesquiera otras ventajas. La batería destinada a atacarle era contestada con un fuego mortífero por los enemigos que estaban posesionados de la eminencia, y los artilleros republicanos se negaban a sostenerse en un sitio donde contaban la muerte segura. Viendo esto Bonaparte, ideó un medio de vencer el terror de sus artilleros, que consistió en colocar un cartelón con letras gruesas, en las cuales se leía : Batería de los hombres sin miedo. Ocurrencia verdaderamente feliz, y que prueba el profundo estudio que del corazón humano tenia hecho ya Napoleón a la edad de 24 años. Picados los artilleros en lo mas vivo del honor a la vista de aquel rótulo, disputáronse como por apuesta el lauro de servir en la antes temida batería. Bonaparte, de pie sobre el parapeto, les daba ejemplo de valor, mandando el terrible fuego que principió el 14 de diciembre de 1795 y duró hasta la noche del 17. El asalto del fuerte quedó dispuesto para la noche del 18, como en efecto se verificó, en medio de una horrorosa tormenta. Trabado el combate al pie del cerro, donde los republicanos fueron descubiertos a pesar del sigilo con que caminaban, acude a la muralla la guarnición del fuerte y hace un fuego terrible contra los asaltadores. Estos retroceden al principio, pero cargando después con mayor ímpetu logran posesionarse de la eminencia, y escalando el fuerte a continuación, se apoderan de la batería, quedando dueños de aquella posición formidable. Tomado el pequeño Gibraltar, Napoleón dijo a los generales: «Mañana, o pasado lo más tarde, dormiremos en Toulon.» Asi fue en efecto, pues sin necesidad de un nuevo ataque, bastó colocar los cañones con la puntería hacia la rada, para que los aliados decidiesen apresuradamente la evacuación de la plaza, siéndoles imposible sostenerse en ella como Napoleón había predicho, una vez ocupado aquel fuerte con mas el de Faron de que también se había posesionado el enemigo. Decidida la retirada, se resolvió igualmente la quema del arsenal, la de los astilleros y la de los navíos que los aliados no podían llevarse consigo. Este proyecto incendiario fue combatido por la hidalguía española con toda la indignación que no podía menos de inspirarle aquel pensamiento infernal, pero habiendo sido vanas cuantas observaciones se hicieron, no solo quedó decidida la quema, sino que se vieron precisados a tomar parte en ella los mismos que con tanta energía la habían contrariado. El honor español se vio comprometido entonces de un modo demasiado sensible, causando ira e indignación la lectura de los partes en que los jefes de nuestras tropas hablan de aquella hazaña sin honra en términos tan satisfactorios como contrarios a su convencimiento. Tal era sin embargo la triste dependencia de los españoles, napolitanos y sardos en aquella empresa, decretada tan solo en beneficio de Gran Bretaña sin reparar en los medios. Dada la orden de incendiar el arsenal, se vieron de repente veinte navíos o fragatas ardiendo en la rada en medio de la oscuridad de la noche, anunciando a los toloneses la despedida de sus protectores. Entonces pudieron recordar la necia credulidad con que se habían confiado a los que en vez de defender su causa, lo único que se habían propuesto era destruir las armadas de Francia, para por este medio acabar de empuñar el cetro de los mares. Mientras tanto los infelices habitantes de Toulon, a quienes ninguna noticia se había dado de que la ciudad iba  ser abandonada, se vieron con los republicanos encima, expuestos impunemente a todo su resentimiento, y sin medios de resistencia para poder evadirse a su venganza. «Mas de 20,000 personas, dice Mr. Thiers, entre nombres, mujeres, ancianos y niños se presentaron apresuradamente en el muelle cargados con todo lo más precioso que tenían, implorando el favor de los que los abandonaban para librarse del ejército victorioso. Ni una sola chalupa se presentaba en el mar para socorrer a estos imprudentes franceses que habían depositado su¡ confianza en extranjeros, entregándoles el primer puerto de su patria. El almirante Lángara sin embargo, mas humano que los ingleses, mandó echar las lanchas al mar y recibir en la escuadra española a cuantos cupiesen en ella. Entonces el almirante Hood, no atreviéndose a despreciar este ejemplo, ni a prescindir de las imprecaciones que contra él se lanzaban, ordenó, aunque muy tarde, recibirá los toloneses. Los desdichados se precipitan en las lanchas con la mayor desesperación, cayendo algunos al mar en medio de la confusión que reinaba, y quedando otros separados de sus familias. Veíanse allí madres y esposas buscando a sus maridos y a sus hijos, andando por el muelle a la luz que arrojaban las llamas. En aquel momento terrible, aprovechándose unos cuantos forajidos de un desorden que podía favorecer el saqueo, se introducen entre aquella gente infeliz que se halla agolpada en el muelle, y empiezan a hacer fuego gritando: ¡Los republicanos! Aterrada la multitud al oír aquel grito alarmante, se precipita con el mayor desorden y abandona a los autores del ardid cuanto lleva consigo, con objeto de quedar mas desembarazada para la fuga.»

Tal fue el éxito de la empresa sobre Toulon, empresa que nos privó de 8,000 hombres, con los cuales hubiera podido Ricardos haber dado cima a su campaña, apoderándose de Perpiñán; empresa en que el papel que desempeñaron los españoles se resistió a la magnanimidad y elevación de sus sentimientos, dejando una fama equívoca en los primeros días que se siguieron al incendio, si bien recobraron después la buena opinión que de justicia les correspondía; empresa en que tomaron parte a consecuencia de una alianza que no justificaba la necesidad, ni menos la equívoca y sospechosa conducta del gabinete ingles desde el momento en que se negó a interponer con el de Madrid su mediación en favor de Luis XVI; empresa, en fin, que no sirvió para otra cosa sino para poner en completo desacuerdo a los jefes españoles e ingleses, y que más adelante fue uno de los motivos principales en que nuestro gabinete apoyo su declaración de guerra a Gran Bretaña. En una sola cosa fue brillante el papel que nuestros soldados hicieron, en el valor. «No fueron españoles, dice el príncipe de la Paz , los que perdieron los puntos del Faron y la Masca, que una vez en las manos del enemigo, impedían cubrir las radas y guardar la plaza por mas tiempo. Gloria y lauro al valiente Mendinueta, que sostuvo hasta el fin en San Antonio el Grande el honor de nuestras armas en la terrible noche del 47 de diciembre, rechazó al enemigo, y él mismo dio refugio al comandante ingles, que sorprendido en la Masca, derrotado y fugitivo, fue a ampararse en aquel punto. Todo el día 48 la bandera española tremoló en aquel fuerte, y no salió la tropa sino en virtud de orden de sus jefes para embarcarse aquella noche. Obligados a retirarnos, hasta el postrer honor de aquella retirada se lo llevó España, cuando abandonados por los ingleses los fuertes que debían cubrir la propia marcha de los suyos, anticipando aquellos la hora de la fuga y dejadas en descubierto las alturas que dominaban a la Masca, nuestras tropas las guarnecieron con sus pechos y sus armas. La indignación castellana resolvió darles una lección de fortaleza, y les concedió que formasen la vanguardia para el embarque; el centro lo tuvieron los italianos, y la España formó su gente a retaguardia, la postrera que dejó el puerto paso a paso, sin confusión, sin abandonar ni un soldado, ni un enfermo, ni un herido, ni ningún desgraciado. Córdoba y Mallorca fueron los postreros regimientos que se embarcaron. El mayor general don José Ago, digno de eterna fama, fue el último valiente que, cuando ya no quedaba en tierra ni un soldado, y después de embarcados un gran número de individuos toloneses, de día, con luz clara, a las ocho de la mañana, dejó el muelle y disparó el postrer tiro al enemigo.»

En este mismo año de 1793, y al mismo tiempo que se comenzaban las hostilidades terrestres contra Francia, dispuso el gobierno español dos expediciones marítimas, una con dirección a las indias occidentales, y otra destinada a la recuperación de las islas sardas de que había sido desposeído el rey de Cerdeña. Más afortunadas que la expedición de Toulon, consiguieron el objeto que el gobierno se había propuesto. La primera de las dos estaba destinada a defender los dominios americanos, principalmente en la parte de las Antillas, a dar protección a nuestro comercio y a hostilizar las colonias francesas. La segunda tenia por objeto cumplir en parle el tratado de Aranjuez de 14 de junio de 1752, según el cual debían darse mutuamente los reyes de España y Cerdeña 8.000 infantes y 4,000 caballos, en caso de ser invadidos sus respectivos dominios. El rey de Cerdeña, que formaba parte de la coalición, había perdido algunas islas, de que se habían apoderado los franceses. Hallándose Carlos IV en guerra con estos, le era imposible cumplir a la letra el tenor del tratado, por tener empleadas sus tropas en defensa de su propio reino, siendo antes que socorrer a  un aliado atender a la propia conservación, destinando nuestras fuerzas donde mas de cerca nos tocaba el peligro, esta consideración hubiera bastado para no diseminar la mas pequeña parte de ellas en obsequio de intereses que no fuesen exclusivamente los nuestros; pero eso no obstante, el gobierno español juzgó de su deber llenar una parte del compromiso contraído, ya que no fuera posible cumplirlo del lodo. En su consecuencia mandó salir una escuadra a las órdenes de D. Francisco Borja, con el cargo de recuperar las mencionadas islas y restituirlas a su soberano legítimo. Esta empresa tuvo el éxito mas feliz, no habiendo habido resistencia apenas por parle de los franceses, incapaces de contrarrestar a las superiores fuerzas que los amenazaban. La guarnición de la isla de S. Pedro capituló el 22 de mayo, rindiéndose prisionera de guerra bajo las condiciones que se le impusieron, y las islas fueron entregadas al rey de Cerdeña con toda religiosidad.

 

 

INTRODUCCIÓN : CAPITULO V.