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GUERRA DE LA INDEPENDENCIA. 1808-1814

 

 

RÁPIDA OJEADA SOBRE ESPAÑA HASTA EL FIN DEL REINADO DE CARLOS III

I.

La historia de Inglaterra ofrece el testimonio más evidente de lo que puede ser un país cuando a sus favorables circunstancias topográficas se añade la de tener un buen gobierno, que ocupado incesantemente en fomentar el desarrollo de las facultades inherentes a un pueblo, se pone de acuerdo con la libertad de sus instituciones para hacerle poderoso y feliz, influyente y preponderante. En contraposición a ese cuadro, España nos presenta una prueba de lo inútiles que son las ventajas naturales, cuando instituciones viciosas o gobiernos corrompidos parecen haberse arruinado con el objeto de desairar a la naturaleza, haciendo marchar un gran pueblo a retaguardia de la civilización, exponiéndole a terribles calamidades, y condenando a la que debía ser la primera entre todas las naciones de Europa al triste y desairado papel que corresponde a las últimas.

Si hay algún país en el mundo, favorecido por la naturaleza, ese país es España. La belleza de su cielo, la fertilidad de sus tierras, la salubridad y clemencia del clima, el Océano y el Mediterráneo que la ciñen, y cuyos puertos están convidando a la navegación y al comercio, el corto espacio que la separa del continente, y la valla que la naturaleza ha puesto a ese espacio por medio de los Pirineos... todo manifiesta que nada le falta a la Península para su prosperidad y defensa. Los antiguos colocaron en ella el paraíso terrenal. Este país de los dioses, para servirnos de la expresión del escritor cuyas ideas transcribimos, está habitado por un pueblo sincero, leal, generoso, moderado, valiente, susceptible de una grande exaltación moral, capaz de recibir la mejor dirección, sin más defectos que los que son irremediable consecuencia del despotismo y de la superstición que han pesado sobre el país, defectos empero que no han podido oscurecer las virtudes que le distinguen, y de las cuales no ha sido dado despojarle a los estudiados esfuerzos del fanatismo y de la tiranía.

Este bello país, que por su posición parecía deber estar al abrigo de toda clase de invasiones, ha sido cabalmente el que más que otro alguno las ha sufrido, obedeciendo más de una vez a influencias extrañas y a gobiernos para él extranjeros. Absorbido con el resto del continente europeo, primeramente por la dominación romana y luego por los invasores del Norte, cedió después al embate del huracán del mediodía, cuando los árabes del Asia, unidos a los moros de África, precipitándose sobre España a la manera de un torrente, fundaron en ella un imperio universal, cuyas provincias no desampararon del lodo basta después de siete siglos.

Estos siete siglos fueron otras tantas épocas de combates, de caballerosidad y de gloria: las proezas de Pelayo, las insignes hazañas del Cid, los heroicos hechos de Fernán-González, los Almanzores, Fernandos, Alfonsos, Guzmanes, Gonzalos y Jaimes llenan constantemente su historia. ¿Qué era entretanto de los pueblos en lo relativo a su felicidad? Poco o nada se sabe de ellos en los primeros siglos que siguieron a aquella devastación: sábese empero que la población era numerosa, y esto prueba que si los españoles no eran felices en su estado de guerra perpetua, tenían por lo menos subsistencias y recursos, y un principio activo de reproducción, de movimiento y de vida.

Los árabes invasores habían proclamado el reinado de la devastación y del exterminio en los primeros días del combate; pero bien pronto, comenzando a desarrollarse entre ellos el germen de la cultura que sin saberlo llevaban consigo, proclamaron el imperio civilizador de las artes, el de la tolerancia que aumenta la población, y el del trabajo que la enriquece. Los cristianos por su parte no fueron insensibles a este movimiento, y en el pequeño espacio a que se vieron reducidos, llegaron a cultivar sus campos con éxito todavía mejor. ¿No será permitido creer en la ventura de aquellos tiempos? Lejos de nosotros el sentar como cosa evidente lo que solo parece probable; pero no es un delirio creer que los siglos X y XI, llamados de hierro por todos, en razón de la barbarie que les fue característica, han sido por ventura la época en que España se mostró más poblada y más floreciente entre todos los países de Europa.

La reconquista de la Península, verificada por sus antiguos dueños, que por fin consiguieron arrancar su presa a los árabes, le fue sin duda alguna más funesta que la conquista misma, porque el pueblo vencedor estaba menos civilizado que el pueblo vencido. Los discípulos del Corán habían respetado las iglesias, mientras el terrible cristiano, llevado del fervor de su fe, echó por tierra las mezquitas, lanzando al infiel de su templo. Los campos fueron arrebatados a los que les hacían producir treinta por uno, a aquellos árabes que habían enseñado el arle de cultivarlos a los mismos que se los quitaban. La gente vencida, lanzada sucesivamente y palmo a palmo del terreno que ocupaba, quedó arrinconada por fin en el mediodía de la Península, y las campiñas se vieron desiertas, no quedando en las poblaciones más moros que los que en algunas de ellas estaban identificados con su industria, en cuya explotación no les podía reemplazar ningún otro, o aquellos cuya existencia había podido ser protegida por el gobierno contra la persecución y la intolerancia.

Las calamidades de la guerra son susceptibles de pronta reparación, y los vacíos causados por las emigraciones o por las mortandades, pueden llenarse también. ¿Es acaso la pérdida material de los hombres lo único que causa la despoblación en los estados, o se debe atribuir mejor a las malas leyes y a las instituciones perniciosas? Estas son las que contribuyen a ello de una manera más directa, y las que ejerciendo su funesta influencia en los hábitos y costumbres del pueblo, hacen desaparecer en él el amor al trabajo, y le privan de los medios de subsistir. ¡Calamidad funesta que ha pesado sobre España, y que siendo la causa principal de su despoblación, ha sido también un elemento fecundo en desgracias, elemento cuyas consecuencias aun duran, después de tantos años de filosofía y de mejoras sociales!

Los ejércitos que reconquistaron España se componían de gente del pueblo, conducida a las batallas por sus señores, y de compañías aventureras, guiadas por caballeros de hombradía, cuya ambición guerrera los traía de otros estados a combatir contra los infieles. Las más de las ilustres familias de España descienden de estos caudillos. Los reyes de Asturias, de León, de Aragón y Castilla marchaban al frente de todos, siendo más bien que soberanos de los pueblos conquistados, jefes del ejército conquistador. Los premios de la guerra consistían en las distribuciones del territorio conquistado, repartido por los mismos reyes a sus compañeros en los peligros: muchas veces también, animados los monarcas de su inspiración religiosa, fundaban monasterios en cualquiera de los sitios santificados por las cenizas de este o del otro mártir de la primitiva iglesia, y la dotación de aquellos monasterios consistía en el territorio que desde ellos abarcaba la vista, con los campos, casas y aun habitantes comprendidos en él. El terreno constitutivo de estas dotaciones era tanto más vasto cuanto más pobre era su valor, en razón de la falta de brazos necesarios para cultivarlo. De aquí los mayorazgos y bienes indivisibles; de aquí la acumulación de la propiedad en las llamadas manos muertas; de aquí en fin la amortización civil y eclesiástica de origen recomendable en verdad, pero que por no haberle puesto coto las leyes cuando las circunstancias no la legitimaban, llegó a ocupar las tres cuartes partes del territorio español, matando la industria y los capitales por falta de tierras libres en que ejercerse y emplearse. Nuestros propietarios han sido precisamente los que menos han cultivado la propiedad.

Estos grandes espacios de tierra, despoblados enteramente y poseídos por uno solo, han producido por una consecuencia inmediata el olvido de la agricultura y el establecimiento de la ganadería. El ganadero para prosperar ha sentido la necesidad de impetrar privilegios, y los privilegios concedidos al ganadero, consecuencia, como lo eran, de la despoblación, no hicieron sino perpetuarla, impidiendo a la agricultura recobrar sus derechos, consagrando la ociosidad, y propagando el hábito de la vida contemplativa, cuyo menor inconveniente es el hambre.

En los siglos de ignorancia, la ley impedía la división de aquellas inmensas propiedades, cuyo valor estaba en razón directa del cultivo que les hubieran dado colonos interesados en hacerlas producir; y la costumbre entretanto por una especie de contradicción consagraba la división de los reinos entre los hijos del soberano. España quedó subdividida en una porción de estados, que haciéndose mutuamente la guerra, eran un obstáculo permanente a la prosperidad de los pueblos. Lo que más influyó en retardar sus progresos fueron las pugnas intestinas que tan frecuentemente tuvieron lugar entre los soberanos y grandes de su corona, siendo la historia de la edad media en el siglo decimoquinto la historia a la vez de una lucha prolongada entre el feudalismo y el poder real. Los reyes de España, lo mismo que todos los demás, deseosos de abatir el orgullo y la resistencia de sus magnates, se acordaron de que los pueblos valían alguna cosa, y de aquí la emancipación popular verificada con el objeto de tener soldados aparte de los que los señores conducían. Estos en consecuencia hubieron de resignarse a la pérdida de todos sus derechos de soberanía, tales como la leva de hombres y la imposición de contribuciones, derechos que ejercían en aquellos vastos dominios que aun ahora llaman sus estados.

Pero los que más contribuyeron al aniquilamiento del poderío de los grandes, y los que le hicieron por último desaparecer en nuestra España, fueron los reyes católicos Fernando e Isabel. La felicísima unión conyugal de estos dos esposos reunió bajo un solo cetro lodos los pueblos de la Península, con la sola excepción de Portugal, cuya preponderancia colonial elevaba entonces a este reino al rango de potencia capaz de rivalizar con España. El descubrimiento de América y el resto de industria que había quedado en las ciudades, dieron lugar al establecimiento de cierta especie de comerciantes, clase de ciudadanos distinta de los propietarios del terreno y de los labradores o colonos que cultivaban. Fernando e Isabel dieron leyes municipales, y con tropas levantadas por las mismas municipalidades comenzaron la guerra de Granada. A ellos se debió la institución de la Santa Hermandad, mantenedora del reposo público, y la cual dirigida en apariencia contra los malhechores, era contraria más bien a los intereses de los magnates. Organizadas estas cuadrillas, cuyo espíritu y el de las maestranzas de las ciudades no se descuidaron los reyes católicos en fomentar del modo más decidido, acabaron por reunir a la corona, arrancándoselos para siempre a los nobles, los grandes maestrazgos de las órdenes militares. La unidad de la nación española, destruida desde la ruina del imperio godo, volvió a comenzar de nuevo. ¿Cuánto no podía esperarse y qué no debía hacerse en una nación ya homogénea?

El rey, el clero y el pueblo han hecho siempre causa común en España. Los reyes se ayudaban del clero contra los grandes; pero si esto contribuía a dar algún paso en la carrera de la libertad civil, los que se daban en la del error vía superstición no eran ciertamente menores. La intolerancia produjo el deseo de la unidad en la creencia y la incansable acción de los frailes unida a los exagerados temores de revueltas por parle de los reyes católicos, decidieron a estos a decretar la expulsión de los judíos y mahometanos. La inquisición creada en aquel reinado, fue entonces el instrumento de la autoridad real, y auxiliar de la misma, más bien que móvil. Los vicios de que se acusaba a los judíos y a los moros eran efecto necesario del estado de persecución en que se les tenia, y de las preocupaciones del tiempo. La expulsión de los judíos se verificó de un modo completo: en cuanto a la de los moros, Fer­nando no hizo más que empezarla, dejando a uno de sus sucesores el cuidado de concluirla un siglo más tarde.

Esta medida dictada por el fanatismo, y que sin embargo ha sido elogiada por los historiadores, fue para España un manantial de males sin cuento; pero aun lo fue más el enlace de la heredera de las coronas de Castilla y Aragón con Felipe el Hermoso, heredero de los estados de Austria y Borgoña. España quedó entonces sujeta a monarcas extranjeros, no siendo más, en medio de su poderío, que uno de los florones de su corona. El sacrificio de su sangre y de sus tesoros cedidos al interés y a la vanidad extranjera, fue seguido del sacrificio de la industria castellanas la industria de Italia y de los Países Bajos. Los monarcas austriacos continuaron luchando con los grandes; pero demasiado poderosos por sí, en razón a las fuerzas que en la vasta extensión de sus dominios contaban, dejaron por entonces de llamar al pueblo en su auxilio, empleando por el contrario aquellas fuerzas en oprimirá la nación. Los buenos españoles presintieron desde luego los funestos efectos que en último resultado traería la omnipotencia de los reyes; y la guerra de los comuneros, una de las insurrecciones más justas y más legítimas en que ha podido naufragar un pueblo, efecto fue del amor a la patria y del odio a la dominación extranjera. Carlos V había nacido en Flandes, y en Flandes había recibido su educación: obligado por la política de su casa y por motivos de ambición personal a vivir separado de España, confió la regencia de sus reinos, poco después de su elevación al trono, al flamenco Adriano de Utrecht; y el arzobispado de Toledo, la primera dignidad eclesiástica de Castilla y el más pingüe de todos los beneficios de España, fue dado a Guillelmo de Croy. Empleos, honores, tesoros... todo se convirtió en pasto de la avidez y de la codicia de los extranjeros, pudiendo servir como muestra de un tráfico tan escandaloso fo que los historiadores cuentan de los flamencos, que en el espacio de un año no completo extrajeron de Castilla, con destino a los Países Bajos, no menos que 24 millones de reales; suma enorme sobre todo encarecimiento, si se considera el valor de la moneda en aquella época.

Las cortes de Aragón y Cataluña respondieron a las injusticias y exacciones cometidas por los delegados del monarca con una oposición vigorosa y enérgica; pero habiéndose mostrado más sufridas las de Castilla, dieron lugar al pronunciamiento de Segovia, Toledo, Sevilla y otras ciudades, confederándose todas entre sí para vengar el insulto hecho a la nación. Los habitantes de Toledo, a cuyo frente se puso el ilustre Juan de Padilla, se hicieron fuertes en ella y organizaron un gobierno popular. El odio a los extranjeros fue tal, que los tachados como partidarios de su predominio fueron inmolados a la venganza de los insurgentes en Segovia, en Burgos y en Zamora; y los que salvaron su existencia, la debieron a la fuga. Sus casas fueron arrasadas hasta los cimientos. El regente hizo marchar contra los sublevados varios cuerpos de tropa, que fueron balidos, quedando la campaña por los comuneros, los cuales durante algún tiempo dictaron la ley en ambas Castillas.

La confederación de las comunidades tomó el nombre de liga santa, título cuya justicia ha confirmado el tiempo, no habiendo existido jamás una causa más santamente patriótica. El pueblo había tomado las armas para restablecer sus libertades, y después de la victoria no se contentó con menos que con la reforma total del gobierno. La liga se escudaba con el nombre y autoridad de la reina Juana, encerrada entonces, a consecuencia de su enajenación mental, en el palacio de Tordesillas; pero eso no obstante, las miras y opiniones de los coaligados eran esencialmente democráticas. Para convencerse de esta verdad, basta leer las enérgicas peticiones dirigidas a Carlos V, con objeto de obtener una representación nacional independiente. Iguales exigencias se habían mostrado antes de esto en la corona de Aragón. Las representaciones de la liga contenían también algunos artículos restrictivos de la exagerada supremacía que la carta de Roma se abrogaba, y otros que decían relación a los desórdenes del clero y al abuso de la jurisdicción eclesiástica: de aquí que ni el clero secular ni el regular prestase su apoyo a una causa contraria a sus intereses. La nobleza que había participado de la misma indignación que las comunidades, comenzó después a asustarse del movimiento democrático; y como quiera que aquellas usurpaciones estuviesen fundadas en antiguas violencias, pudo menos en ella el orgullo ultrajado que el susto que por fin le causó oír a la plebe pedir la revocación de los privilegios onerosos al mayor número y el repartimiento igual de las cargas públicas, sin excepción de categorías. Los nobles en consecuencia se reunieron a las tropas mercenarias del emperador, y marcharon contra los rebeldes. La milicia de estos, compuesta de inexpertos artesanos y de ciudadanos tímidos, no pudo sostener el choque de la infantería reglada y de una caballería compuesta de hidalgos animados de espíritu belicoso. El ejército de los comuneros fue batido el 23 de abril de 1522 en las llanuras de Villalar, entre Tordesillas y Toro, pereciendo en un cadalso Padilla y los más valientes de su partido, mártires de la libertad. La venganza arrasó hasta los cimientos la casa de aquel ciudadano eminente, habiendo sido sembrado de sal el sitio que el edificio ocupaba, y colocándose en su lugar una columna con una inscripción infamante. El nombre de Padilla existe hoy inscripto en el salón del congreso de diputados, y si como fue vencido en Villalar, hubiera salido triunfante, la veneración y el respeto a su memoria hubieran sido entre los españoles los mismos que se tributan en Suiza a la memoria de Guillermo Tell y de Arnoldo Winckelried. ¡Honor a los manes de Padilla!

Los príncipes de la casa de Austria reinaron en España por espacio de dos siglos, y habiendo sido esta la época en que los españoles llegaron a su más alto grado de esplendor, en que sus guerreros hicieron mayores proezas, en que sus hombres de Estado adquirieron mayor nombradla, y en que su literatura llegó al apogeo de sus adelantos, lo fue también del principio de su decadencia, decadencia cuyos rápidos progresos patentizaron bien a las claras los vicios radicales del gobierno español. Y no es en los nuevos errores, sino en los antiguos, donde debemos buscar el origen de aquel estado deplorable; ni son tampoco las emigraciones anuales, ocasionadas por las guerras de Flandes o por la colonización americana, las causas de la despoblación española. Los ejércitos de aquellos tiempos eran poco numerosos, y la guerra era también menos mortífera entonces que lo ha sido después, inventada la artillería. Si América ha producido perjuicios a España, no tanto ha sido por los habitantes que le ha quitado, cuanto por el oro que le enviara, condenando a la ociosidad y a la inacción a sus felices poseedores.

La causa de la decadencia de España está en el desarrollo de los antiguos vicios inherentes al repartimiento de la propiedad. Acumulados los terrenos en las manos de un pequeño número, ninguna mejora han podido recibir: los conventos han absorbido sin cesar la parle laboriosa de la población, y el abismo insaciable de las manos muertas no ha quedado cerrado jamás. Aguijón y movimiento; eso es lo que necesitaba esta nación activa. Las ciudades, en que a la sombra de sus privilegios democráticos y a favor de leyes protectoras del comercio se había conservado aun un resto de esplendor, era imposible que continuasen pobladas en medio de campos desiertos y sin población. La pereza, puesta de acuerdo con el clima, estableció en España su imperio; y al expresarnos así, no hablamos de esa pereza de lujo cuyo remedio existe en el mismo mal, sino de la indolencia que naciendo de la sobriedad y del orgullo, es por lo mismo más rebelde a la curación. Poblaciones levantadas por los godos, por los moros y por los españoles de los siglos XIV y XV, quedaron en gran parte arruinadas, sirviendo sus muros de cercas a otros tantos eriales y despoblados, mientras la victoria del despotismo, unida a príncipes incapaces o a favoritos sin honra, aceleraba los progresos del mal. Estos eran ya tales en el reinado del inepto y doliente Carlos II, que la nación que antes había llegado a tener hasta treinta millones de habitantes, no contaba ya más que diez a fines del siglo XVII. Los motines populares quedaban impunes; los muros de las fortalezas venían abajo, sin que nadie cuidase de repararlos; el oro que circulaba en Europa pasaba por la España para no volver más a ella; los arsenales estaban vacíos; los puertos desiertos; el arte de fundir cañones y de construir bajeles se había olvidado; la marina, en fin, se hallaba perdida. Tiempo hubo en que los soberanos de América y de las Indias no contaron más cortejo naval que diez galeras, y estas pudriéndose en el puerto de Cartagena: tiempo hubo también en que el biznieto de Felipe II miró reducidos los ejércitos de aquella inmensa monarquía en que nunca se ponía el sol, a no más que la suma de 20,000 hombres.

¿Fue más útil a los españoles el reinado de la casa de Borbón? Trece años de guerra fueron necesarios para que Felipe V pudiera reinar tranquilamente, y España en todo ese tiempo no hizo más que sufrir la devastación de ejércitos extranjeros. La gran mayoría de la nación miraba como legítimo el derecho de Felipe al trono, ya por verle fundado en los derechos del nacimiento, ya por el apoyo que la voluntad del último rey austríaco le daba. Eso no obstante, hubo cooperación a su favor, no entusiasmo. La nación reconocía la justicia que asistía a la causa de Felipe; pero sentía que esa justicia le obligase a combatir al lado de unos soldados a quienes siempre había mirado como enemigos; y no pocos de los adictos al monarca hubieran deseado la retirada de los franceses para defender al rey sin su auxilio. Entre los dos ejércitos aliados se suscitaban todos los días quejas renacientes sin fin, vituperando los españoles a los franceses su vanidad, sus pretensiones y sus rapiñas: Felipe no podía proseguir la campaña con ellos ni sin ellos.

En las filas opuestas había por el contrario energía. Los catalanes combatieron en favor de la casa de Austria con más vigor y tenacidad que los castellanos por la casa de Borbón. Por lo que respecta a Aragón, los franceses tuvieron que sostener en este país una guerra verdaderamente nacional, sin poder contar en él más terreno que el que sus soldados pisaban. Las gentes a su aproximación abandonaban las poblaciones, y luego volvían a hostilizar los flancos y la retaguardia del enemigo, con encono cada vez más terrible. Barcelona dio en aquella época ejemplos de valor que Zaragoza había de reproducir un siglo después: vencida sin haberse rendido, y cuando el monarca por quien se había sacrificado abandonó su empresa por otras consideraciones políticas, Barcelona prefirió someterse al gran turco más bien que a Felipe, esperando tener más libertad bajo la protección del sultán, que no bajo la dominación del nielo de Luis XIV.

Esta conducta era en los catalanes hija del cálculo más bien que de la ceguedad: ellos veían que Felipe V había arrebatado a los aragoneses sus fueros y privilegios, y al recordar el nombre de este país, no podían menos de llamar a su memoria aquel Cerdán que se había atrevido a luchar frente a frente contra el más déspota de sus predecesores, y aquella protesta solemne, aquel juramento condicional, terror de los reyes absolutos, con que el Justicia mayor de aquel reino prestaba obediencia al monarca. Felipe entretanto no había mostrado su ira y enojo a los pueblos de la corona de Aragón, sino con el designio de someterlo todo al poder real. La ocasión era favorable para acabar de aniquilar los últimos elementos de libertad que habían quedado en España, y Felipe la aprovechó. La victoria alcanzada por los Borbones, por más que la mayoría de la nación los secundase, no fue nacional: España recogió en esa guerra larga cosecha de devastaciones, no empero las mejoras morales, que suelen ser consecuencia de los grandes sacudimientos que reciben los pueblos.

La abolición de los privilegios de Aragón trajo consigo el establecimiento de la ley común, no habiendo sido exceptuadas de esta igualdad sino las provincias Vascongadas y Navarra, cuyos fueros quedaron intactos, merced a los moldes que los defendían y al patriotismo de sus naturales. Uniformidad en la legislación y nivelación absoluta en el estado, sin que ninguna corporación, ningún individuo sea llamado por su solo interés particular a reclamar el interés general: tales son el fin y los medios del despotismo. El régimen municipal perdió todo su esplendor y prestigio: los oficios llamados de república por con­traposición a los que emanaban del gobierno, y que por lo mismo se llamaban oficiales del rey, fueron absorbidos por este, quedando invadidos, sujetos a restricciones, y privados de consideración, y pasando al fisco las propiedades de menor cuantía que habían pertenecido a los comunes. La grandeza fue alejada del poder, y no se la vio ya ni en las sillas de los ministros ni al frente de los ejércitos. Aumentado el número de los grandes y títulos, con el objeto de hacerles perder en concepto, no fueron otra cosa que consumidores en grande, retenidos en la capital por una política recelosa, e inhabilitados de ser ciudadanos útiles en calidad de habitantes o cultivadores, por el temor de que pudieran convertirse en súbditos peligrosos. La nobleza en fin, sin perder ninguno de los privilegios que la hacen onerosa a los ciudadanos, perdió los que la hacían enfadosa al príncipe y útil al país. Las grandes corporaciones del Estado bambalearon también : el consejo de Castilla, ese antiguo tribunal que más de una vez había servido de tutela a los reyes, vio amortiguado su brillo ante instituciones emanadas de Francia. No hubo espíritu de corporación, ni medio alguno de resistencia. Las cortes, heridas ya de muerte desde el reinado de Carlos V, aquellas cortes, tan antiguas casi como la monarquía, desaparecieron también, no habiendo sido ya convocadas para deliberar sobre los vicios de la legislación o sobre la prosperidad del Estado, sino con el solo y exclusivo objeto de prestar juramento a los herederos de la corona.

El rey era francés, y francesas fueron su etiqueta y las costumbres que introdujo en su corle: los secretarios de Estado, las guardias, las academias, el sistema administrativo y financiero, todo fue instituido á imitación y remedo de los modelos existentes en Francia. San Ildefonso fue Versalles; y en breve no hubiera sido Madrid sino la pálida copia de París, perdiendo la España toda su nacionalidad, si el cambio de los hábitos y costumbres de un pueblo hubiera podido depender del arbitrio de los reyes y de los cortesanos.

El orgullo español se sintió herido ante la vista de tantas y tan serviles imitaciones, estando las mejoras muy lejos de compensar la pérdida de aquellos hábitos consagrados por el tiempo, y resintióse sobre lodo al ver la administración, las rentas y la conciencia misma del rey en manos extranjeras. Todo fue mezquino y raquítico: las fundaciones antiguas, sobre cuya planta hubieran podido levantarse grandes edificios, desaparecieron enteramente: ese extinguió el espíritu público: la literatura que es su expresión, perdió su colorido local: no hubo en fin vigor ni vida propia en cosa alguna.

¡Pero a lo menos, ya que se perdía en entusiasmo, ganárase en ilustración! ¡Perdiera en buena hora el ingenio, si el entendimiento a lo menos hubiera ganado en precisión y en altura de miras! Pero la inquisición llegó a ser bajo el reinado de los Borbones más perjudicial y más funesta que antes. En la persecución de los judíos y moros había sido agente o instrumento más bien que causa, según hemos observado arriba, y al conservar la unidad católica bajo los príncipes austríacos, impidió a lo menos que los españoles vertiesen su sangre en las guerras de religión. ¿Podremos poner en duda ese beneficio visto lo que pasaba entonces en Alemania y en Francia? Bajo los Borbones empero, la inquisición, envejecida ya, volvió a recobrar la primitiva energía de su juventud, y esa energía la empleó en combatir las buenas doctrinas, en la extinción de las luces y en paralizar la marcha del espíritu del siglo. ¿Cuándo ha sido el aislamiento de España respecto a Europa tan lastimoso y notable como lo fue bajo la casa de Borbón? Antes, por lo menos su gabinete había tenido intervención en lodos los negocios europeos, y sus embajadores y sus guerreros cuando vienen de Italia, de Alemania y de Francia, traían consigo la ilustración inherente a su roce con otros países, y a la modificación y extensión que habían adquirido sus ideas.

La España del siglo XVIII podría considerarse como un vasto convento, en cuyo locutorio estaba colocada la inquisición para impedir la entrada a la verdad. Personas ha habido que han llegado a dudar si sería mejor que el mundo todo estuviese sujeto a la ignorancia o iluminado todo él por las luces de la sabiduría, preguntándose formalmente en cuál de estos dos órdenes de cosas sería mayor la suma de bienes individuales que podría contar la especie humana; mas nadie que tenga dos dedos de razón ha podido jamás concebir que mientras una parte del continente europeo se encaminaba a pasos agigantados hacia la ilustración y perfectibilidad, pudiese resultar utilidad a la otra de continuar en la ignorancia, en las preocupaciones y en el error.

Al reseñar, como lo hemos hecho, los males de que la entronización de los Borbones ha sido causa en nuestra patria, nada está más lejos de nuestro propósito que el designio de atacar individualmente el carácter personal de aquellos príncipes. El despotismo puede instituirse y cimentarse en una nación, lo mismo por debilidad que por energía. El talento de Felipe V no era gran cosa a la verdad; pero ni la rectitud de su juicio, ni la moderación de su carácter pueden ponerse en duda. Luis XIV le había dicho que el poder de los reyes era de derecho divino, que el estado era el rey, y que cuando Dios encargaba a los reyes la misión de gobernar a los hombres, los había dotado al efecto de una inteligencia superior: Felipe en consecuencia trajo a España consigo las convicciones que su abuelo le había inspirado, lo que no impidió que se hiciese amar de los españoles por la pureza de sus costumbres y por la seria gravedad de su continente. La melancolía que años adelante llegó a apoderarse de él, concluyó por hacerle sombrío, desgastando su cuerpo por decirlo así, atacando los órganos de su cerebro, inhabilitándole de fijar su atención en las cosas de gobierno, y quitándole desgraciadamente la aptitud que hubiera podido tener para el desempeño de los negocios. Sus dos hijos ocuparon el tro­no sucesivamente, y fueron príncipes de conocida bondad, religiosos y moderados. Fernando VI, fiel a las máximas de su casa en lo relativo al gobierno interior, se apartó de ellas en cuanto a sus relaciones con el extranjero, ganando mucho España en haber evitado una porción de guerras que no le prometían honra ni provecho de ninguna especie. Carlos III adoptó un sistema de política diametralmente opuesto, y al firmar el pacto llamado de familia no hizo más que consumar la obra comenzada por Luis XIV.

El reinado de este príncipe fue notable por el gran número de reformas que en él tuvieron lugar, continuadas y aumentadas después por Carlos IV, su hijo y sucesor. Bien mirado lodo, esas mejoras fueron, más bien que efecto de la sola voluntad del gobierno, efecto obligado de la ilustración y de las ideas, que a pesar de los mares y de los Pirineos, habían conseguido penetrar poco a poco en España. La construcción de los caminos, la apertura de los canales y el establecimiento de las fábricas fueron de moda, por decirlo así, en el siglo XVIII, así como lo era en el XII erigir iglesias y fundar conventos. Cultiváronse en España las artes y oficios; dióse impulso y aliento a las ciencias; creáronse asociaciones con el designio de fomentar la industria y de inspirar inclinación al trabajo; compusiéronse varias obras útiles, y se hicieron esfuerzos para propagar la instrucción. Las trabas, en fin, que tanto los adelantos industriales como los comerciantes sufrían, comenzaron dichosamente a desaparecer; y América misma, aunque en mezquina proporción, participó también de los beneficios que en aquella época tuvieron lugar en España.

Setenta y cinco años habían transcurrido desde el tratado de Utrecht hasta la revolución francesa, y España en todo ese tiempo aprovechó una de las más benéficas consecuencias de la paz, puesto que, no desparramándose su población de puertas afuera, hubo de acrecer en el interior por una consecuencia precisa. Este aumento que se ha exagerado en la misma proporción que lo ha sido su diminución en tiempo de los reyes austríacos, en ninguna parte se hizo tanto de notar como en las costas marítimas; y hubiera llegado a ser inmenso, si el comercio colonial hubiera sido libre en toda España, sabido como lo es que el siglo XVIII fue la época de las colonias y del comercio. Pero mientras las costas se poblaban y enriquecían, y cuando las poblaciones marítimas recibían un incremento tan notable, el resto de las ciudades españolas continuaba ofreciendo el aspecto del empobrecimiento sucesivo y de la falla de población. Las llanuras de Castilla la Vieja y las de la Mancha, juntamente con los valles inmediatos al Tajo, quedaron cada vez más desiertos. ¿Qué pueblo fue reparado entre tantos como en la frontera de Portugal la guerra de sucesión había destruido? ¿Cuál fue el remedio que formal y decididamente se trató de poner a las leyes que mataban la agricultura, o a la acumulación de la propiedad en manos muertas? Comenzáronse a abrir canales, sin quedar concluido ninguno: abriéronse también carreteras; pero se descuidaron los caminos de travesía; y frecuentadas aquellas por arrieros tan solo, han venido a ser hasta el presente un lujo poco menos que inútil. Las fábricas por su parle no pudieron sostenerse por sí y sin los auxilios del gobierno, porque siendo los productos imperfectos, era imposible que pudieran cubrir los gastos de la elaboración. Quísose por último el fin, y causaban espanto los medios. ¿Pero qué ilustración había de ser posible donde la inquisición existía? ¿Cómo renacer la emulación donde el despotismo era una condición social? ¿Cómo obtener los resultados de la razón moderna existiendo todavía la planta y las preocupaciones del siglo décimo?

La pérdida de los estados de Flandes y la de Italia había sido por ventura un acontecimiento feliz, atendidas las guerras, los trastornos y los inmensos gastos que su posesión había ocasionado, y bastando en España para ejercitar los talentos de sus gobernantes el cuidado de regir los destinos de la Península y los del inmenso imperio de América. No diremos lo mismo de la utilidad producida por nuestra fraternidad con Francia, fraternidad funesta y mal entendida con nuestra antigua rival, y que tarde o temprano tenía que producir sus efectos. Creyóse en el gabinete de Madrid que siendo el Pirineo el único eslabón que enlaza a la Península con el resto de Europa, la alianza con nuestros vecinos garantizaría perpetuamente el reposo interior, pudiendo los españoles a la sombra de aquella égida descuidar enteramente las armas y entregarse a su sabor al comercio de las Indias, no menos que al de las costas y a las demás ventajas inherentes a su feliz posición topográfica: creyóse también, y hasta llegó a sostenerse poco menos que como axioma inconcuso, que era imposible atender a la vez a la conservación de las colonias, al mantenimiento de la marina necesaria para protegerlas y a la existencia de ejércitos numerosos, dispuestos a obrar en cualquiera evento. Con semejantes convicciones, ¿qué podía ser ya España en el porvenir del mundo político, sino un satélite de Francia, o un mero y pasivo esquife, obediente y sumiso al bajel que le lleva a remolque?

Esta dependencia en un pueblo acostumbrado tantos años a reinar sobre los demás, nunca fue tan visible como en la organización de las fuerzas de mar y tierra, y en el uso que de ellas se hizo. La marina militar no pareció haber adquirido preponderancia, sino para sufrir descalabros; ni se construyeron bajeles, cuyo destino, tarde o temprano, no parecería ser el de venir a parar en los puertos de Inglaterra; pudiéndose prever con bastante anticipación que la constante enemistad de esta potencia acabaría por completar, cuando le llegase su vez, la pérdida de nuestras colonias. El ejército español fue poco numeroso, y sus instituciones lomadas de los franceses, nada tenían de su propia cosecha, nada que revelase el carácter o el espíritu nacional: ni un recuerdo, ni una tradición que sirviese como de transición y de enlace entre aquellos famosos tercios españoles que sucumbieron en Rocroy y los regimientos que un siglo después habían de combatir en Italia para reivindicar los derechos de Felipe V. La guerra en grande había dejado de tener lugar en las tropas españolas desde la paz de 1748; y la campaña de Portugal, verificada en 1762, manifestó bastante hasta qué punto se había descuidado entre nosotros el arle de conducir las operaciones, no habiéndose sabido someter a España un reino que según todas las leyes de la topografía, debía de ser una de nuestras provincias. Nada decimos de la expedición de Argel en 1774, cuyo éxito es un nuevo testimonio de la justicia de nuestro modo de ver en esta parle.

La guerra de América no nos fue gloriosa tampoco; y si unidas nuestras tropas a las francesas pudieron verificar la fácil conquista de Menorca, hubieron de estrellarse ante el Peñón de Gibraltar unidas a ellas también. Objeto de admiración a los franceses por nuestro valor, no lo fuimos por la disciplina. España que por la naturaleza de su posición local y por el brío indomable de sus habitantes, no menos que por la inmensa extensión de su imperio colonial, debía ser una potencia de primer orden, no tuvo en la diplomacia sino el segundo, y acaso el tercero. ¿Cómo era posible que pudiera hacer pesar su influencia en Europa, cuando el único medio de conseguirlo consistía en gravitar primero sobre Francia, y el gabinete español iba perdiendo de día en día, no ya el poder, sino el deseo mismo de perjudicar sus vecinos?

La imprevisión había hecho abrir caminos en el Pirineo, con el objeto de hacerle transitable en todas las estaciones, lo cual equivalía a facilitar a los ejércitos su marcha a Madrid. A excepción del castillo de Figueras, levantado por Fernando VI al adoptar su política con independencia total de la del jefe de su casa, ninguna otra fortificación sabemos que tuviera lugar en un antemural de tan fácil defensa; en ese Pirineo, cuya demarcación de fronteras era conocida desventaja de la Francia, indica todavía el poder de la antigua nación española. ¿Pero qué fortalezas habían de levantarse, cuando las antiguas se dejaban arruinar? En vez de alentar el patriotismo de los habitantes limítrofes, hacías por el contrario una especie de estudio para extinguirle o debilitarle; y empeñados los Borbones en infundir a los catalanes el sosiego y la calma inherentes al carácter castellano, hubiérase dicho que lodo su conato se cifraba en hacerlos sumisos al poder, más bien que terribles al enemigo. Nada se hizo, nada se pensó para prevenir con tiempo la defensa de la nación en un evento cualquiera. Tal era el estado inofensivo de España, cuando estallando la revolución francesa al año siguiente de la muerte de Carlos III, hizo en breve bambalear en sus tronos a todos los monarcas de Europa.