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RÁPIDA OJEADA SOBRE ESPAÑA HASTA EL FIN DEL REINADO
DE CARLOS III
I.
La historia de Inglaterra ofrece el testimonio
más evidente de lo que puede ser un país cuando a sus favorables circunstancias
topográficas se añade la de tener un buen gobierno, que ocupado incesantemente
en fomentar el desarrollo de las facultades inherentes a un pueblo, se pone de
acuerdo con la libertad de sus instituciones para hacerle poderoso y feliz,
influyente y preponderante. En contraposición a ese cuadro, España nos presenta
una prueba de lo inútiles que son las ventajas naturales, cuando instituciones
viciosas o gobiernos corrompidos parecen haberse arruinado con el objeto de
desairar a la naturaleza, haciendo marchar un gran pueblo a retaguardia de la
civilización, exponiéndole a terribles calamidades, y condenando a la que
debía ser la primera entre todas las naciones de Europa al triste y desairado
papel que corresponde a las últimas.
Si hay
algún país en el mundo, favorecido por la naturaleza, ese país es España. La
belleza de su cielo, la fertilidad de sus tierras, la salubridad y clemencia
del clima, el Océano y el Mediterráneo que la ciñen, y cuyos puertos están
convidando a la navegación y al comercio, el corto espacio que la separa del
continente, y la valla que la naturaleza ha puesto a ese espacio por medio de
los Pirineos... todo manifiesta que nada le falta a la Península para su
prosperidad y defensa. Los antiguos colocaron en ella el paraíso terrenal. Este
país de los dioses, para servirnos de la expresión del escritor cuyas ideas
transcribimos, está habitado por un pueblo sincero, leal, generoso, moderado,
valiente, susceptible de una grande exaltación moral, capaz de recibir la
mejor dirección, sin más defectos que los que son irremediable consecuencia del
despotismo y de la superstición que han pesado sobre el país, defectos empero
que no han podido oscurecer las virtudes que le distinguen, y de las cuales no
ha sido dado despojarle a los estudiados esfuerzos del fanatismo y de la
tiranía.
Este
bello país, que por su posición parecía deber estar al abrigo de toda clase de
invasiones, ha sido cabalmente el que más que otro alguno las ha sufrido,
obedeciendo más de una vez a influencias extrañas y a gobiernos para él extranjeros.
Absorbido con el resto del continente europeo, primeramente por la dominación
romana y luego por los invasores del Norte, cedió después al embate del
huracán del mediodía, cuando los árabes del Asia, unidos a los moros de África,
precipitándose sobre España a la manera de un torrente, fundaron en ella un
imperio universal, cuyas provincias no desampararon del lodo basta después de
siete siglos.
Estos
siete siglos fueron otras tantas épocas de combates, de caballerosidad y de
gloria: las proezas de Pelayo, las insignes hazañas del Cid, los heroicos
hechos de Fernán-González, los Almanzores, Fernandos, Alfonsos, Guzmanes, Gonzalos y Jaimes llenan constantemente
su historia. ¿Qué era entretanto de los pueblos en lo relativo a su felicidad?
Poco o nada se sabe de ellos en los primeros siglos que siguieron a aquella
devastación: sábese empero que la población era
numerosa, y esto prueba que si los españoles no eran felices en su estado de
guerra perpetua, tenían por lo menos subsistencias y recursos, y un principio
activo de reproducción, de movimiento y de vida.
Los
árabes invasores habían proclamado el reinado de la devastación y del exterminio
en los primeros días del combate; pero bien pronto, comenzando a desarrollarse
entre ellos el germen de la cultura que sin saberlo llevaban consigo,
proclamaron el imperio civilizador de las artes, el de la tolerancia que
aumenta la población, y el del trabajo que la enriquece. Los cristianos por su
parte no fueron insensibles a este movimiento, y en el pequeño espacio a que
se vieron reducidos, llegaron a cultivar sus campos con éxito todavía mejor.
¿No será permitido creer en la ventura de aquellos tiempos? Lejos de nosotros
el sentar como cosa evidente lo que solo parece probable; pero no es un delirio
creer que los siglos X y XI, llamados de hierro por todos, en razón de la
barbarie que les fue característica, han sido por ventura la época en que
España se mostró más poblada y más floreciente entre todos los países de
Europa.
La
reconquista de la Península, verificada por sus antiguos dueños, que por fin
consiguieron arrancar su presa a los árabes, le fue sin duda alguna más
funesta que la conquista misma, porque el pueblo vencedor estaba menos
civilizado que el pueblo vencido. Los discípulos del Corán habían respetado
las iglesias, mientras el terrible cristiano, llevado del fervor de su fe, echó
por tierra las mezquitas, lanzando al infiel de su templo. Los campos fueron
arrebatados a los que les hacían producir treinta por uno, a aquellos árabes
que habían enseñado el arle de cultivarlos a los mismos que se los quitaban. La
gente vencida, lanzada sucesivamente y palmo a palmo del terreno que ocupaba,
quedó arrinconada por fin en el mediodía de la Península, y las campiñas se
vieron desiertas, no quedando en las poblaciones más moros que los que en
algunas de ellas estaban identificados con su industria, en cuya explotación no
les podía reemplazar ningún otro, o aquellos cuya existencia había podido ser protegida
por el gobierno contra la persecución y la intolerancia.
Las
calamidades de la guerra son susceptibles de pronta reparación, y los vacíos
causados por las emigraciones o por las mortandades, pueden llenarse también.
¿Es acaso la pérdida material de los hombres lo único que causa la despoblación
en los estados, o se debe atribuir mejor a las malas leyes y a las
instituciones perniciosas? Estas son las que contribuyen a ello de una manera más
directa, y las que ejerciendo su funesta influencia en los hábitos y costumbres
del pueblo, hacen desaparecer en él el amor al trabajo, y le privan de los
medios de subsistir. ¡Calamidad funesta que ha pesado sobre España, y que
siendo la causa principal de su despoblación, ha sido también un elemento
fecundo en desgracias, elemento cuyas consecuencias aun duran, después de
tantos años de filosofía y de mejoras sociales!
Los
ejércitos que reconquistaron España se componían de gente del pueblo, conducida
a las batallas por sus señores, y de compañías aventureras, guiadas por
caballeros de hombradía, cuya ambición guerrera los traía de otros estados a
combatir contra los infieles. Las más de las ilustres familias de España descienden
de estos caudillos. Los reyes de Asturias, de León, de Aragón y Castilla
marchaban al frente de todos, siendo más bien que soberanos de los pueblos
conquistados, jefes del ejército conquistador. Los premios de la guerra
consistían en las distribuciones del territorio conquistado, repartido por los
mismos reyes a sus compañeros en los peligros: muchas veces también, animados
los monarcas de su inspiración religiosa, fundaban monasterios en cualquiera de
los sitios santificados por las cenizas de este o del otro mártir de la
primitiva iglesia, y la dotación de aquellos monasterios consistía en el
territorio que desde ellos abarcaba la vista, con los campos, casas y aun
habitantes comprendidos en él. El terreno constitutivo de estas dotaciones era
tanto más vasto cuanto más pobre era su valor, en razón de la falta de brazos
necesarios para cultivarlo. De aquí los mayorazgos y bienes indivisibles; de aquí
la acumulación de la propiedad en las llamadas manos muertas; de aquí en fin
la amortización civil y eclesiástica de origen recomendable en verdad, pero que
por no haberle puesto coto las leyes cuando las circunstancias no la
legitimaban, llegó a ocupar las tres cuartes partes del territorio español,
matando la industria y los capitales por falta de tierras libres en que ejercerse
y emplearse. Nuestros propietarios han sido precisamente los que menos han
cultivado la propiedad.
Estos
grandes espacios de tierra, despoblados enteramente y poseídos por uno solo,
han producido por una consecuencia inmediata el olvido de la agricultura y el
establecimiento de la ganadería. El ganadero para prosperar ha sentido la
necesidad de impetrar privilegios, y los privilegios concedidos al ganadero,
consecuencia, como lo eran, de la despoblación, no hicieron sino perpetuarla,
impidiendo a la agricultura recobrar sus derechos, consagrando la ociosidad, y
propagando el hábito de la vida contemplativa, cuyo menor inconveniente es el
hambre.
En los
siglos de ignorancia, la ley impedía la división de aquellas inmensas propiedades,
cuyo valor estaba en razón directa del cultivo que les hubieran dado colonos
interesados en hacerlas producir; y la costumbre entretanto por una especie de
contradicción consagraba la división de los reinos entre los hijos del
soberano. España quedó subdividida en una porción de estados, que haciéndose mutuamente
la guerra, eran un obstáculo permanente a la prosperidad de los pueblos. Lo
que más influyó en retardar sus progresos fueron las pugnas intestinas que tan
frecuentemente tuvieron lugar entre los soberanos y grandes de su corona,
siendo la historia de la edad media en el siglo decimoquinto la historia a la
vez de una lucha prolongada entre el feudalismo y el poder real. Los reyes de
España, lo mismo que todos los demás, deseosos de abatir el orgullo y la
resistencia de sus magnates, se acordaron de que los pueblos valían alguna
cosa, y de aquí la emancipación popular verificada con el objeto de tener
soldados aparte de los que los señores conducían. Estos en consecuencia
hubieron de resignarse a la pérdida de todos sus derechos de soberanía, tales
como la leva de hombres y la imposición de contribuciones, derechos que ejercían
en aquellos vastos dominios que aun ahora llaman sus estados.
Pero los
que más contribuyeron al aniquilamiento del poderío de los grandes, y los que
le hicieron por último desaparecer en nuestra España, fueron los reyes
católicos Fernando e Isabel. La felicísima unión conyugal de estos dos esposos
reunió bajo un solo cetro lodos los pueblos de la Península, con la sola excepción
de Portugal, cuya preponderancia colonial elevaba entonces a este reino al
rango de potencia capaz de rivalizar con España. El descubrimiento de América
y el resto de industria que había quedado en las ciudades, dieron lugar al
establecimiento de cierta especie de comerciantes, clase de ciudadanos distinta
de los propietarios del terreno y de los labradores o colonos que cultivaban.
Fernando e Isabel dieron leyes municipales, y con tropas levantadas por las
mismas municipalidades comenzaron la guerra de Granada. A ellos se debió la
institución de la Santa Hermandad, mantenedora del reposo público, y la cual
dirigida en apariencia contra los malhechores, era contraria más bien a los
intereses de los magnates. Organizadas estas cuadrillas, cuyo espíritu y el de
las maestranzas de las ciudades no se descuidaron los reyes católicos en
fomentar del modo más decidido, acabaron por reunir a la corona, arrancándoselos
para siempre a los nobles, los grandes maestrazgos de las órdenes militares. La
unidad de la nación española, destruida desde la ruina del imperio godo, volvió
a comenzar de nuevo. ¿Cuánto no podía esperarse y qué no debía hacerse en una
nación ya homogénea?
El rey,
el clero y el pueblo han hecho siempre causa común en España. Los reyes se ayudaban
del clero contra los grandes; pero si esto contribuía a dar algún paso en la
carrera de la libertad civil, los que se daban en la del error vía superstición
no eran ciertamente menores. La intolerancia produjo el deseo de la unidad en
la creencia y la incansable acción de los frailes unida a los exagerados
temores de revueltas por parle de los reyes católicos, decidieron a estos a
decretar la expulsión de los judíos y mahometanos. La inquisición creada en
aquel reinado, fue entonces el instrumento de la autoridad real, y auxiliar de
la misma, más bien que móvil. Los vicios de que se acusaba a los judíos y a los
moros eran efecto necesario del estado de persecución en que se les tenia, y
de las preocupaciones del tiempo. La expulsión de los judíos se verificó de un
modo completo: en cuanto a la de los moros, Fernando no hizo más que
empezarla, dejando a uno de sus sucesores el cuidado de concluirla un siglo más
tarde.
Esta
medida dictada por el fanatismo, y que sin embargo ha sido elogiada por los historiadores,
fue para España un manantial de males sin cuento; pero aun lo fue más el enlace
de la heredera de las coronas de Castilla y Aragón con Felipe el Hermoso,
heredero de los estados de Austria y Borgoña. España quedó entonces sujeta a
monarcas extranjeros, no siendo más, en medio de su poderío, que uno de los
florones de su corona. El sacrificio de su sangre y de sus tesoros cedidos al
interés y a la vanidad extranjera, fue seguido del sacrificio de la industria
castellanas la industria de Italia y de los Países Bajos. Los monarcas
austriacos continuaron luchando con los grandes; pero demasiado poderosos por
sí, en razón a las fuerzas que en la vasta extensión de sus dominios contaban,
dejaron por entonces de llamar al pueblo en su auxilio, empleando por el
contrario aquellas fuerzas en oprimirá la nación. Los buenos españoles
presintieron desde luego los funestos efectos que en último resultado traería
la omnipotencia de los reyes; y la guerra de los comuneros, una de las insurrecciones
más justas y más legítimas en que ha podido naufragar un pueblo, efecto fue del
amor a la patria y del odio a la dominación extranjera. Carlos V había nacido
en Flandes, y en Flandes había recibido su educación: obligado por la política
de su casa y por motivos de ambición personal a vivir separado de España,
confió la regencia de sus reinos, poco después de su elevación al trono, al flamenco
Adriano de Utrecht; y el arzobispado de Toledo, la primera dignidad
eclesiástica de Castilla y el más pingüe de todos los beneficios de España, fue
dado a Guillelmo de Croy.
Empleos, honores, tesoros... todo se convirtió en pasto de la avidez y de la
codicia de los extranjeros, pudiendo servir como muestra de un tráfico tan
escandaloso fo que los historiadores cuentan de los flamencos, que en el
espacio de un año no completo extrajeron de Castilla, con destino a los
Países Bajos, no menos que 24 millones de reales; suma enorme sobre todo
encarecimiento, si se considera el valor de la moneda en aquella época.
Las
cortes de Aragón y Cataluña respondieron a las injusticias y exacciones
cometidas por los delegados del monarca con una oposición vigorosa y enérgica;
pero habiéndose mostrado más sufridas las de Castilla, dieron lugar al pronunciamiento
de Segovia, Toledo, Sevilla y otras ciudades, confederándose todas entre sí
para vengar el insulto hecho a la nación. Los habitantes de Toledo, a cuyo
frente se puso el ilustre Juan de Padilla, se hicieron fuertes en ella y
organizaron un gobierno popular. El odio a los extranjeros fue tal, que los tachados
como partidarios de su predominio fueron inmolados a la venganza de los
insurgentes en Segovia, en Burgos y en Zamora; y los que salvaron su existencia,
la debieron a la fuga. Sus casas fueron arrasadas hasta los cimientos. El
regente hizo marchar contra los sublevados varios cuerpos de tropa, que fueron
balidos, quedando la campaña por los comuneros, los cuales durante algún tiempo
dictaron la ley en ambas Castillas.
La
confederación de las comunidades tomó el nombre de liga santa, título cuya
justicia ha confirmado el tiempo, no habiendo existido jamás una causa más
santamente patriótica. El pueblo había tomado las armas para restablecer sus
libertades, y después de la victoria no se contentó con menos que con la
reforma total del gobierno. La liga se escudaba con el nombre y autoridad de la
reina Juana, encerrada entonces, a consecuencia de su enajenación mental, en el
palacio de Tordesillas; pero eso no obstante, las miras y opiniones de los
coaligados eran esencialmente democráticas. Para convencerse de esta verdad,
basta leer las enérgicas peticiones dirigidas a Carlos V, con objeto de obtener
una representación nacional independiente. Iguales exigencias se habían
mostrado antes de esto en la corona de Aragón. Las representaciones de la liga
contenían también algunos artículos restrictivos de la exagerada supremacía que
la carta de Roma se abrogaba, y otros que decían relación a los desórdenes del
clero y al abuso de la jurisdicción eclesiástica: de aquí que ni el clero
secular ni el regular prestase su apoyo a una causa contraria a sus intereses.
La nobleza que había participado de la misma indignación que las comunidades,
comenzó después a asustarse del movimiento democrático; y como quiera que
aquellas usurpaciones estuviesen fundadas en antiguas violencias, pudo menos
en ella el orgullo ultrajado que el susto que por fin le causó oír a la plebe
pedir la revocación de los privilegios onerosos al mayor número y el
repartimiento igual de las cargas públicas, sin excepción de categorías. Los
nobles en consecuencia se reunieron a las tropas mercenarias del emperador, y
marcharon contra los rebeldes. La milicia de estos, compuesta de inexpertos
artesanos y de ciudadanos tímidos, no pudo sostener el choque de la infantería
reglada y de una caballería compuesta de hidalgos animados de espíritu
belicoso. El ejército de los comuneros fue batido el 23 de abril de 1522 en las
llanuras de Villalar, entre Tordesillas y Toro, pereciendo en un cadalso
Padilla y los más valientes de su partido, mártires de la libertad. La venganza
arrasó hasta los cimientos la casa de aquel ciudadano eminente, habiendo sido
sembrado de sal el sitio que el edificio ocupaba, y colocándose en su lugar una
columna con una inscripción infamante. El nombre de Padilla existe hoy
inscripto en el salón del congreso de diputados, y si como fue vencido en
Villalar, hubiera salido triunfante, la veneración y el respeto a su memoria hubieran
sido entre los españoles los mismos que se tributan en Suiza a la memoria de
Guillermo Tell y de Arnoldo Winckelried. ¡Honor a los
manes de Padilla!
Los
príncipes de la casa de Austria reinaron en España por espacio de dos siglos, y
habiendo sido esta la época en que los españoles llegaron a su más alto grado
de esplendor, en que sus guerreros hicieron mayores proezas, en que sus hombres
de Estado adquirieron mayor nombradla, y en que su literatura llegó al apogeo
de sus adelantos, lo fue también del principio de su decadencia, decadencia
cuyos rápidos progresos patentizaron bien a las claras los vicios radicales del
gobierno español. Y no es en los nuevos errores, sino en los antiguos, donde
debemos buscar el origen de aquel estado deplorable; ni son tampoco las
emigraciones anuales, ocasionadas por las guerras de Flandes o por la
colonización americana, las causas de la despoblación española. Los ejércitos
de aquellos tiempos eran poco numerosos, y la guerra era también menos
mortífera entonces que lo ha sido después, inventada la artillería. Si América
ha producido perjuicios a España, no tanto ha sido por los habitantes que le
ha quitado, cuanto por el oro que le enviara, condenando a la ociosidad y a la
inacción a sus felices poseedores.
La causa
de la decadencia de España está en el desarrollo de los antiguos vicios
inherentes al repartimiento de la propiedad. Acumulados los terrenos en las
manos de un pequeño número, ninguna mejora han podido recibir: los conventos
han absorbido sin cesar la parle laboriosa de la población, y el abismo
insaciable de las manos muertas no ha quedado cerrado jamás. Aguijón y
movimiento; eso es lo que necesitaba esta nación activa. Las ciudades, en que a
la sombra de sus privilegios democráticos y a favor de leyes protectoras del
comercio se había conservado aun un resto de esplendor, era imposible que
continuasen pobladas en medio de campos desiertos y sin población. La pereza,
puesta de acuerdo con el clima, estableció en España su imperio; y al expresarnos
así, no hablamos de esa pereza de lujo cuyo remedio existe en el mismo mal,
sino de la indolencia que naciendo de la sobriedad y del orgullo, es por lo
mismo más rebelde a la curación. Poblaciones levantadas por los godos, por los
moros y por los españoles de los siglos XIV y XV, quedaron en gran parte
arruinadas, sirviendo sus muros de cercas a otros tantos eriales y despoblados,
mientras la victoria del despotismo, unida a príncipes incapaces o a favoritos
sin honra, aceleraba los progresos del mal. Estos eran ya tales en el reinado
del inepto y doliente Carlos II, que la nación que antes había llegado a tener
hasta treinta millones de habitantes, no contaba ya más que diez a fines del
siglo XVII. Los motines populares quedaban impunes; los muros de las fortalezas
venían abajo, sin que nadie cuidase de repararlos; el oro que circulaba en
Europa pasaba por la España para no volver más a ella; los arsenales estaban vacíos;
los puertos desiertos; el arte de fundir cañones y de construir bajeles se había
olvidado; la marina, en fin, se hallaba perdida. Tiempo hubo en que los
soberanos de América y de las Indias no contaron más cortejo naval que diez
galeras, y estas pudriéndose en el puerto de Cartagena: tiempo hubo también en
que el biznieto de Felipe II miró reducidos los ejércitos de aquella inmensa
monarquía en que nunca se ponía el sol, a no más que la suma de 20,000 hombres.
¿Fue más
útil a los españoles el reinado de la casa de Borbón? Trece años de guerra
fueron necesarios para que Felipe V pudiera reinar tranquilamente, y España en todo
ese tiempo no hizo más que sufrir la devastación de ejércitos extranjeros. La
gran mayoría de la nación miraba como legítimo el derecho de Felipe al trono,
ya por verle fundado en los derechos del nacimiento, ya por el apoyo que la
voluntad del último rey austríaco le daba. Eso no obstante, hubo cooperación a
su favor, no entusiasmo. La nación reconocía la justicia que asistía a la causa
de Felipe; pero sentía que esa justicia le obligase a combatir al lado de unos
soldados a quienes siempre había mirado como enemigos; y no pocos de los
adictos al monarca hubieran deseado la retirada de los franceses para defender
al rey sin su auxilio. Entre los dos ejércitos aliados se suscitaban todos los días
quejas renacientes sin fin, vituperando los españoles a los franceses su
vanidad, sus pretensiones y sus rapiñas: Felipe no podía proseguir la campaña
con ellos ni sin ellos.
En las
filas opuestas había por el contrario energía. Los catalanes combatieron en
favor de la casa de Austria con más vigor y tenacidad que los castellanos por
la casa de Borbón. Por lo que respecta a Aragón, los franceses tuvieron que sostener
en este país una guerra verdaderamente nacional, sin poder contar en él más terreno
que el que sus soldados pisaban. Las gentes a su aproximación abandonaban las
poblaciones, y luego volvían a hostilizar los flancos y la retaguardia del
enemigo, con encono cada vez más terrible. Barcelona dio en aquella época ejemplos
de valor que Zaragoza había de reproducir un siglo después: vencida sin haberse
rendido, y cuando el monarca por quien se había sacrificado abandonó su empresa
por otras consideraciones políticas, Barcelona prefirió someterse al gran turco
más bien que a Felipe, esperando tener más libertad bajo la protección del
sultán, que no bajo la dominación del nielo de Luis XIV.
Esta
conducta era en los catalanes hija del cálculo más bien que de la ceguedad:
ellos veían que Felipe V había arrebatado a los aragoneses sus fueros y privilegios,
y al recordar el nombre de este país, no podían menos de llamar a su memoria
aquel Cerdán que se había atrevido a luchar frente a frente contra el más
déspota de sus predecesores, y aquella protesta solemne, aquel juramento
condicional, terror de los reyes absolutos, con que el Justicia mayor de aquel
reino prestaba obediencia al monarca. Felipe entretanto no había mostrado su
ira y enojo a los pueblos de la corona de Aragón, sino con el designio de
someterlo todo al poder real. La ocasión era favorable para acabar de aniquilar
los últimos elementos de libertad que habían quedado en España, y Felipe la
aprovechó. La victoria alcanzada por los Borbones, por más que la mayoría de la
nación los secundase, no fue nacional: España recogió en esa guerra larga
cosecha de devastaciones, no empero las mejoras morales, que suelen ser
consecuencia de los grandes sacudimientos que reciben los pueblos.
La
abolición de los privilegios de Aragón trajo consigo el establecimiento de la
ley común, no habiendo sido exceptuadas de esta igualdad sino las provincias
Vascongadas y Navarra, cuyos fueros quedaron intactos, merced a los moldes que
los defendían y al patriotismo de sus naturales. Uniformidad en la legislación
y nivelación absoluta en el estado, sin que ninguna corporación, ningún
individuo sea llamado por su solo interés particular a reclamar el interés
general: tales son el fin y los medios del despotismo. El régimen municipal
perdió todo su esplendor y prestigio: los oficios llamados de república por contraposición
a los que emanaban del gobierno, y que por lo mismo se llamaban oficiales del
rey, fueron absorbidos por este, quedando invadidos, sujetos a restricciones, y
privados de consideración, y pasando al fisco las propiedades de menor cuantía
que habían pertenecido a los comunes. La grandeza fue alejada del poder, y no
se la vio ya ni en las sillas de los ministros ni al frente de los ejércitos.
Aumentado el número de los grandes y títulos, con el objeto de hacerles perder
en concepto, no fueron otra cosa que consumidores en grande, retenidos en la
capital por una política recelosa, e inhabilitados de ser ciudadanos útiles en
calidad de habitantes o cultivadores, por el temor de que pudieran convertirse
en súbditos peligrosos. La nobleza en fin, sin perder ninguno de los
privilegios que la hacen onerosa a los ciudadanos, perdió los que la hacían
enfadosa al príncipe y útil al país. Las grandes corporaciones del Estado
bambalearon también : el consejo de Castilla, ese antiguo tribunal que más de
una vez había servido de tutela a los reyes, vio amortiguado su brillo ante
instituciones emanadas de Francia. No hubo espíritu de corporación, ni medio
alguno de resistencia. Las cortes, heridas ya de muerte desde el reinado de Carlos
V, aquellas cortes, tan antiguas casi como la monarquía, desaparecieron
también, no habiendo sido ya convocadas para deliberar sobre los vicios de la
legislación o sobre la prosperidad del Estado, sino con el solo y exclusivo
objeto de prestar juramento a los herederos de la corona.
El rey era
francés, y francesas fueron su etiqueta y las costumbres que introdujo en su
corle: los secretarios de Estado, las guardias, las academias, el sistema
administrativo y financiero, todo fue instituido á imitación y remedo de los
modelos existentes en Francia. San Ildefonso fue Versalles; y en breve no
hubiera sido Madrid sino la pálida copia de París, perdiendo la España toda su
nacionalidad, si el cambio de los hábitos y costumbres de un pueblo hubiera
podido depender del arbitrio de los reyes y de los cortesanos.
El
orgullo español se sintió herido ante la vista de tantas y tan serviles
imitaciones, estando las mejoras muy lejos de compensar la pérdida de aquellos
hábitos consagrados por el tiempo, y resintióse sobre lodo al ver la administración, las rentas y la conciencia misma del rey en
manos extranjeras. Todo fue mezquino y raquítico: las fundaciones antiguas,
sobre cuya planta hubieran podido levantarse grandes edificios, desaparecieron
enteramente: ese extinguió el espíritu público: la literatura que es su expresión,
perdió su colorido local: no hubo en fin vigor ni vida propia en cosa alguna.
¡Pero a
lo menos, ya que se perdía en entusiasmo, ganárase en
ilustración! ¡Perdiera en buena hora el ingenio, si el entendimiento a lo menos
hubiera ganado en precisión y en altura de miras! Pero la inquisición llegó a
ser bajo el reinado de los Borbones más perjudicial y más funesta que antes. En
la persecución de los judíos y moros había sido agente o instrumento más bien
que causa, según hemos observado arriba, y al conservar la unidad católica bajo
los príncipes austríacos, impidió a lo menos que los españoles vertiesen su
sangre en las guerras de religión. ¿Podremos poner en duda ese beneficio visto
lo que pasaba entonces en Alemania y en Francia? Bajo los Borbones empero, la
inquisición, envejecida ya, volvió a recobrar la primitiva energía de su
juventud, y esa energía la empleó en combatir las buenas doctrinas, en la extinción
de las luces y en paralizar la marcha del espíritu del siglo. ¿Cuándo ha sido
el aislamiento de España respecto a Europa tan lastimoso y notable como lo fue
bajo la casa de Borbón? Antes, por lo menos su gabinete había tenido
intervención en lodos los negocios europeos, y sus embajadores y sus guerreros
cuando vienen de Italia, de Alemania y de Francia, traían consigo la
ilustración inherente a su roce con otros países, y a la modificación y extensión
que habían adquirido sus ideas.
La España
del siglo XVIII podría considerarse como un vasto convento, en cuyo locutorio
estaba colocada la inquisición para impedir la entrada a la verdad. Personas ha
habido que han llegado a dudar si sería mejor que el mundo todo estuviese
sujeto a la ignorancia o iluminado todo él por las luces de la sabiduría,
preguntándose formalmente en cuál de estos dos órdenes de cosas sería mayor la
suma de bienes individuales que podría contar la especie humana; mas nadie que tenga dos dedos de razón ha podido jamás
concebir que mientras una parte del continente europeo se encaminaba a pasos
agigantados hacia la ilustración y perfectibilidad, pudiese resultar utilidad a
la otra de continuar en la ignorancia, en las preocupaciones y en el error.
Al
reseñar, como lo hemos hecho, los males de que la entronización de los Borbones
ha sido causa en nuestra patria, nada está más lejos de nuestro propósito que
el designio de atacar individualmente el carácter personal de aquellos
príncipes. El despotismo puede instituirse y cimentarse en una nación, lo
mismo por debilidad que por energía. El talento de Felipe V no era gran cosa a
la verdad; pero ni la rectitud de su juicio, ni la moderación de su carácter
pueden ponerse en duda. Luis XIV le había dicho que el poder de los reyes era
de derecho divino, que el estado era el rey, y que cuando Dios encargaba a los
reyes la misión de gobernar a los hombres, los había dotado al efecto de una
inteligencia superior: Felipe en consecuencia trajo a España consigo las
convicciones que su abuelo le había inspirado, lo que no impidió que se hiciese
amar de los españoles por la pureza de sus costumbres y por la seria gravedad
de su continente. La melancolía que años adelante llegó a apoderarse de él,
concluyó por hacerle sombrío, desgastando su cuerpo por decirlo así, atacando
los órganos de su cerebro, inhabilitándole de fijar su atención en las cosas de
gobierno, y quitándole desgraciadamente la aptitud que hubiera podido tener
para el desempeño de los negocios. Sus dos hijos ocuparon el trono
sucesivamente, y fueron príncipes de conocida bondad, religiosos y moderados.
Fernando VI, fiel a las máximas de su casa en lo relativo al gobierno
interior, se apartó de ellas en cuanto a sus relaciones con el extranjero,
ganando mucho España en haber evitado una porción de guerras que no le
prometían honra ni provecho de ninguna especie. Carlos III adoptó un sistema de
política diametralmente opuesto, y al firmar el pacto llamado de familia no
hizo más que consumar la obra comenzada por Luis XIV.
El
reinado de este príncipe fue notable por el gran número de reformas que en él
tuvieron lugar, continuadas y aumentadas después por Carlos IV, su hijo y
sucesor. Bien mirado lodo, esas mejoras fueron, más bien que efecto de la sola
voluntad del gobierno, efecto obligado de la ilustración y de las ideas, que a
pesar de los mares y de los Pirineos, habían conseguido penetrar poco a poco
en España. La construcción de los caminos, la apertura de los canales y el
establecimiento de las fábricas fueron de moda, por decirlo así, en el siglo
XVIII, así como lo era en el XII erigir iglesias y fundar conventos. Cultiváronse en España las artes y oficios; dióse impulso y aliento a las ciencias; creáronse asociaciones con el designio de fomentar la industria y de inspirar inclinación
al trabajo; compusiéronse varias obras útiles, y se
hicieron esfuerzos para propagar la instrucción. Las trabas, en fin, que tanto
los adelantos industriales como los comerciantes sufrían, comenzaron dichosamente
a desaparecer; y América misma, aunque en mezquina proporción, participó
también de los beneficios que en aquella época tuvieron lugar en España.
Setenta y
cinco años habían transcurrido desde el tratado de Utrecht hasta la revolución
francesa, y España en todo ese tiempo aprovechó una de las más benéficas
consecuencias de la paz, puesto que, no desparramándose su población de puertas
afuera, hubo de acrecer en el interior por una consecuencia precisa. Este
aumento que se ha exagerado en la misma proporción que lo ha sido su diminución
en tiempo de los reyes austríacos, en ninguna parte se hizo tanto de notar
como en las costas marítimas; y hubiera llegado a ser inmenso, si el comercio
colonial hubiera sido libre en toda España, sabido como lo es que el siglo
XVIII fue la época de las colonias y del comercio. Pero mientras las costas se
poblaban y enriquecían, y cuando las poblaciones marítimas recibían un incremento
tan notable, el resto de las ciudades españolas continuaba ofreciendo el
aspecto del empobrecimiento sucesivo y de la falla de población. Las llanuras
de Castilla la Vieja y las de la Mancha, juntamente con los valles inmediatos
al Tajo, quedaron cada vez más desiertos. ¿Qué pueblo fue reparado entre tantos
como en la frontera de Portugal la guerra de sucesión había destruido? ¿Cuál
fue el remedio que formal y decididamente se trató de poner a las leyes que mataban
la agricultura, o a la acumulación de la propiedad en manos muertas? Comenzáronse a abrir canales, sin quedar concluido ninguno: abriéronse también carreteras; pero se descuidaron
los caminos de travesía; y frecuentadas aquellas por arrieros tan solo, han
venido a ser hasta el presente un lujo poco menos que inútil. Las fábricas por
su parle no pudieron sostenerse por sí y sin los auxilios del gobierno, porque
siendo los productos imperfectos, era imposible que pudieran cubrir los gastos
de la elaboración. Quísose por último el fin, y
causaban espanto los medios. ¿Pero qué ilustración había de ser posible donde
la inquisición existía? ¿Cómo renacer la emulación donde el despotismo era una
condición social? ¿Cómo obtener los resultados de la razón moderna existiendo
todavía la planta y las preocupaciones del siglo décimo?
La
pérdida de los estados de Flandes y la de Italia había sido por ventura un
acontecimiento feliz, atendidas las guerras, los trastornos y los inmensos
gastos que su posesión había ocasionado, y bastando en España para ejercitar
los talentos de sus gobernantes el cuidado de regir los destinos de la
Península y los del inmenso imperio de América. No diremos lo mismo de la
utilidad producida por nuestra fraternidad con Francia, fraternidad funesta y
mal entendida con nuestra antigua rival, y que tarde o temprano tenía que producir
sus efectos. Creyóse en el gabinete de Madrid que
siendo el Pirineo el único eslabón que enlaza a la Península con el resto de
Europa, la alianza con nuestros vecinos garantizaría perpetuamente el reposo
interior, pudiendo los españoles a la sombra de aquella égida descuidar
enteramente las armas y entregarse a su sabor al comercio de las Indias, no menos
que al de las costas y a las demás ventajas inherentes a su feliz posición
topográfica: creyóse también, y hasta llegó a
sostenerse poco menos que como axioma inconcuso, que era imposible atender a la
vez a la conservación de las colonias, al mantenimiento de la marina necesaria
para protegerlas y a la existencia de ejércitos numerosos, dispuestos a obrar
en cualquiera evento. Con semejantes convicciones, ¿qué podía ser ya España en
el porvenir del mundo político, sino un satélite de Francia, o un mero y
pasivo esquife, obediente y sumiso al bajel que le lleva a remolque?
Esta
dependencia en un pueblo acostumbrado tantos años a reinar sobre los demás, nunca
fue tan visible como en la organización de las fuerzas de mar y tierra, y en el
uso que de ellas se hizo. La marina militar no pareció haber adquirido
preponderancia, sino para sufrir descalabros; ni se construyeron bajeles, cuyo
destino, tarde o temprano, no parecería ser el de venir a parar en los puertos
de Inglaterra; pudiéndose prever con bastante anticipación que la constante
enemistad de esta potencia acabaría por completar, cuando le llegase su vez, la
pérdida de nuestras colonias. El ejército español fue poco numeroso, y sus
instituciones lomadas de los franceses, nada tenían de su propia cosecha, nada
que revelase el carácter o el espíritu nacional: ni un recuerdo, ni una
tradición que sirviese como de transición y de enlace entre aquellos famosos
tercios españoles que sucumbieron en Rocroy y los regimientos
que un siglo después habían de combatir en Italia para reivindicar los
derechos de Felipe V. La guerra en grande había dejado de tener lugar en las
tropas españolas desde la paz de 1748; y la campaña de Portugal, verificada
en 1762, manifestó bastante hasta qué punto se había descuidado entre nosotros
el arle de conducir las operaciones, no habiéndose sabido someter a España un
reino que según todas las leyes de la topografía, debía de ser una de nuestras
provincias. Nada decimos de la expedición de Argel en 1774, cuyo éxito es un
nuevo testimonio de la justicia de nuestro modo de ver en esta parle.
La guerra
de América no nos fue gloriosa tampoco; y si unidas nuestras tropas a las
francesas pudieron verificar la fácil conquista de Menorca, hubieron de
estrellarse ante el Peñón de Gibraltar unidas a ellas también. Objeto de
admiración a los franceses por nuestro valor, no lo fuimos por la disciplina.
España que por la naturaleza de su posición local y por el brío indomable de
sus habitantes, no menos que por la inmensa extensión de su imperio colonial,
debía ser una potencia de primer orden, no tuvo en la diplomacia sino el
segundo, y acaso el tercero. ¿Cómo era posible que pudiera hacer pesar su
influencia en Europa, cuando el único medio de conseguirlo consistía en
gravitar primero sobre Francia, y el gabinete español iba perdiendo de día en día,
no ya el poder, sino el deseo mismo de perjudicar sus vecinos?
La imprevisión
había hecho abrir caminos en el Pirineo, con el objeto de hacerle transitable en
todas las estaciones, lo cual equivalía a facilitar a los ejércitos su marcha a
Madrid. A excepción del castillo de Figueras, levantado por Fernando VI al
adoptar su política con independencia total de la del jefe de su casa, ninguna
otra fortificación sabemos que tuviera lugar en un antemural de tan fácil
defensa; en ese Pirineo, cuya demarcación de fronteras era conocida desventaja
de la Francia, indica todavía el poder de la antigua nación española. ¿Pero qué
fortalezas habían de levantarse, cuando las antiguas se dejaban arruinar? En
vez de alentar el patriotismo de los habitantes limítrofes, hacías por el
contrario una especie de estudio para extinguirle o debilitarle; y empeñados
los Borbones en infundir a los catalanes el sosiego y la calma inherentes al
carácter castellano, hubiérase dicho que lodo su
conato se cifraba en hacerlos sumisos al poder, más bien que terribles al
enemigo. Nada se hizo, nada se pensó para prevenir con tiempo la defensa de la
nación en un evento cualquiera. Tal era el estado inofensivo de España, cuando
estallando la revolución francesa al año siguiente de la muerte de Carlos III,
hizo en breve bambalear en sus tronos a todos los monarcas de Europa.
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