cristoraul.org

SALA DE LECTURA

HISTORIA UNIVERSAL DE ESPAÑA

GUERRA DE LA INDEPENDENCIA. 1808-1814

LIBRO QUINTO

SITIO Y DEFENSA DE ZARAGOZA.

 

Primer sitio y defensa de Zaragoza. — Asiento de la ciudad. — Estado apurado de la misma. — Salida de Palafox, 15 de junio. — Primera embestida de los franceses contra Zaragoza y su derrota, 15 de junio. — Don Lorenzo Calvo de Rozas. — Preparativos de defensa en Zaragoza. — Don Antonio Sangenís. — Intimación de Lefebvre-Desnouettes. — El general Palafox en Épila. — Acción de Épila. — Piensa Palafox en volver a Zaragoza. — Entrada allí de Lazán el 24 de junio. — Juramento de los zaragozanos. — Amenaza villana de un polaco a Calvo. — Conferencia y proposiciones de los generales franceses. — Los franceses reforzados. Verdier general en jefe. — Vuélase un almacén de pólvora. — Ataque contra el monte Torrero. — Castigop. 6 del comandante. — Llegada de un refuerzo a los españoles. — 30 de junio, principia el bombardeo. — Nuevas obras de defensa de los sitiados. — Ataques del 1.º y 2 de julio. — Agustina Zaragoza. — Entrada de Palafox el 2 en Zaragoza. — Otros combates. — Puente echado por los franceses en San Lamberto. — Estrago hecho por los mismos. — Otras medidas de los sitiados. — Apodérase el enemigo de Villafeliche. — Otros combates. — Ataques del 3 y 4 de agosto. — Avanzan los franceses al Coso. — Salida de Palafox de Zaragoza. — Vuelve Lazán el 15 con socorros. — El 8 Palafox. — Continúan los choques y reencuentros. — Los franceses reciben el 6 orden de retirarse. — Contraorden poco después. — Resolución magnánima de los zaragozanos. — 13, orden definitiva dada a los franceses de retirarse. — Llegada a Zaragoza de una división de Valencia. — Aléjanse los franceses de Zaragoza el 14. — Fin del sitio. — Alegría de los aragoneses, estado de la ciudad. — Cataluña. — Bloqueo de Figueras por los somatenes. — Socorre la plaza el general Reille. — Don Juan Clarós. — Vuelve Duhesme a Gerona. — Junta de Lérida. — Tropas de Menorca mandadas por el marqués del Palacio. — El conde de Caldagués va en socorro de Gerona. — Atacan los franceses a Gerona el 13 de agosto. — Son derrotados el 16. — Levantan el sitio. — Portugal. — Estado de aquel reino y de su insurrección. — Évora. — Expedición inglesa enviada a Portugal. — Sir Arthur Wellesley. — Sale la expedición de Cork. — Desembarco en Mondego. — Estado de Junot y sus disposiciones. — Acción de Roliça. — Socorros llegados p. 7 al ejército inglés. — Batalla de Vimeiro 21 de agosto. — Armisticio entre ambos ejércitos. — Convenio del almirante ruso con el inglés. — Convención de Cintra. — Españoles de Portugal. — Restablecen los ingleses la regencia de Portugal. — Elvas sitiada por los españoles. — Almeida por los portugueses. — Desaprobación general de la convención de Cintra en Inglaterra. — Declaración de S. M. B. de 4 de julio. — Peticiones y reclamaciones que se hacen a los diputados españoles. — Dumourier. — Conde d’Artois. — Luis XVIII. — Príncipe de Castelcicala. — Tropa española en Dinamarca. — Marqués de la Romana. — Lobo. — Fábregues. — Se disponen a embarcarse las tropas del norte. — Kindelán. — Kindelán y Guerrero. — Juramento de los españoles en Langeland. — Dan la vela para España. — Trátase de reunir una junta central. — Situación de Madrid. — Consejo de Castilla. — Sus manejos. — Opinión sobre aquel cuerpo. — Estado de las juntas provinciales. — Llegada a Gibraltar del príncipe Leopoldo de Sicilia. — Correspondencia entre las juntas. — Proceder del consejo. — Entrada en Madrid de Llamas y Castaños. — Proclamación de Fernando VII. — Insurrección de Bilbao. — Movimientos en Guipúzcoa y Navarra. — Nuevos manejos del consejo. — Propuesta de Cuesta a Castaños. — Consejo de guerra celebrado en Madrid. — Prende Cuesta a Valdés y Quintanilla. — Acaba el gobierno de las juntas provinciales.

 

Sin muro y sin torreones, según nos ha transmitido Floro, defendiose largos años la inmortal Numancia contra el poder de Roma. También desguarnecida y desmurada resistió al de Francia con tenaz porfía, si no por tanto tiempo, la ilustre Zaragoza. En esta como en aquella mancillaron su fama ilustres capitanes: y los impetuosos y concertados ataques del enemigo tuvieron que estrellarse en los acerados pechos de sus invictos moradores. Por dos veces en menos de un año cercaron los franceses a Zaragoza; una malogradamente, otra con pérdidas e inauditos reveses. Cuanto fue de realce y nombre para Aragón la heroica defensa de su capital, fue de abatimiento y desdoro para sus sitiadores aguerridos y diestros no haberse enseñoreado de ella pronto y de la primera embestida.

Baña a Zaragoza, asentada a la derecha margen, el caudaloso Ebro. Cíñela al mediodía y del lado opuesto Huerva, acanalado y pobre, que más abajo rinde a aquel sus aguas, y casi en frente a donde desde el Pirineo viene también a fenecer el Gállego. Por la misma parte y a un cuarto de legua de la ciudad se eleva el monte Torrero, cuya altura atraviesa la acequia imperial, que así llaman al canal de Aragón por traer su origen del tiempo del emperador Carlos V. Antes del sitio hermoseaban a Zaragoza en sus contornos feraces campiñas, viñedos y olivares con amenas y deleitables quintas, a que dan en la tierra el nombre de torres. A izquierda del Ebro está el Arrabal que comunica con la ciudad por medio de un puente de piedra, habiéndose destruido otro de madera en una riada que hubo en 1802. Pasaba la población de 55.000 almas: menguó con las muertes y destrozos. No era Zaragoza ciudad fortificada; diciendo Colmenar, a manera de profecía, cosa ha de un siglo, «que estaba sin defensa, pero que reparaba esta falta el valor de sus habitantes.» Cercábala solamente una pared de diez a doce pies de alto y de tres de espesor, en parte de tapia y en otras de mampostería, interpolada a veces y formada por algunos edificios y conventos, y en la que se cuentan ocho puertas que dan salida al campo. No lejos de una de ellas, que es la del Portillo, y extramuros se distingue la Aljafería, antigua morada de los reyes de Aragón, rodeada de un foso y muralla, cuyos cuatro ángulos guarnecen otros tantos bastiones. Las calles en general son angostas, excepto la del Coso muy espaciosa y larga, casi en el centro de la ciudad, y que se extiende desde la puerta llamada del Sol hasta la plaza del Mercado. Las casas de ladrillo y por la mayor parte de dos o tres pisos. La adornan edificios y conventos bien construidos y de piedra de sillería. La piedad admira dos suntuosas catedrales, la de nuestra Señora del Pilar y la de la Seo, en las que alterna por años para su asistencia el cabildo. El último templo antiquísimo, el primero muy venerado de los naturales por la imagen que en su santuario se adora. Como no es de nuestra incumbencia hacer una descripción especial de Zaragoza, no nos detendremos ni en sus antigüedades ni grandeza, reservando para después hablar de aquellos lugares, que a causa de la resistencia que en ellos se opuso adquirieron desconocido renombre; porque allí las casas y edificios fueron otras tantas fortalezas.

Si ningunas eran en Zaragoza las obras de fortificación, tampoco abundaban otros medios de defensa. Vimos cuán escasos andaban al levantarse en mayo. El corto tiempo transcurrido no había dejado aumentarlos notablemente, y antes bien se habían minorado con los descalabros padecidos en Tudela y Mallén. En semejante estado déjase discurrir la consternación de Zaragoza al esparcirse la nueva, en la noche del 14 de junio, de haber sido aquel día derrotado Don José de Palafox en las cercanías de Alagón, según dijimos en el anterior libro. Desapercibidos sus habitantes tan solamente hallaron consuelo con la presencia de su amado caudillo, que no tardó en regresar a la ciudad. Mas el enemigo no dio descanso ni vagar. Siguieron de cerca a Palafox, y tras él vinieron proposiciones del general Lefebvre-Desnouettes a fin de que se rindiese, con un pliego enderezado al propio objeto y firmado por los emisarios españoles Castelfranco, Villela y Pereira que acompañaban al ejército francés, y de quienes ya hicimos mención.

Fue la respuesta del general Palafox ir al encuentro de los invasores; y con las pocas tropas que le quedaban, algunos paisanos y piezas de campaña se colocó fuera no lejos de la ciudad al amanecer del 15. Estaba a su lado el marqués de Lazán y muchos oficiales, mandando la artillería el capitán Don Ignacio López. Pronto asomaron los franceses y trataron de acometer a los nuestros con su acostumbrado denuedo. Pero Palafox viendo cuán superior era el número de sus contrarios, determinó retirarse, y ordenadamente pasó a Longares, pueblo seis leguas distante, desde donde continuó al Puerto del Frasno cercano a Calatayud: queriendo engrosar su corta división con la que reunía y organizaba en dicha ciudad el barón de Versages.

Semejante movimiento si bien acertado en tanto que no se consideraba a Zaragoza con medios para defenderse, dejaba a esta ciudad del todo desamparada y a merced del enemigo. Así se lo imaginó fundadamente el general francés Lefebvre-Desnouettes, y con sus 5 a 6000 infantes y 800 caballos a las nueve de la mañana del mismo 15 se presentó con ufanía delante de las puertas. Habían crecido dentro las angustias: no eran arriba de 300 los militares que quedaban entre miñones y otros soldados: los cañones pocos y mal colocados como por gente a quien no guiaban oficiales de artillería, pues de los dos únicos con quien se contaba en un principio, Don Juan Cónsul y Don Ignacio López, el último acompañaba a Palafox y el primero, por orden suya, hallábase de comisión en Huesca. El paisanaje andaba sin concierto y por todas partes reinaba la indisciplina y confusión. Parecía por tanto que ningún obstáculo detendría a los enemigos, cuando el tiroteo de algunos paisanos y soldados desbandados los obligó a hacer parada y proceder precavidamente. De tan casual e impensado acontecimiento nació la memorable defensa de Zaragoza.

La perplejidad y tardanza del general francés alentó a los que habían empezado a hacer fuego, y dio a otros alas para ayudarlos y favorecerlos. Pero como aún no había ni baterías ni resguardo importante, consiguieron algunos jinetes enemigos penetrar hasta dentro de las calles. Acometidos por algunos voluntarios y miñones de Aragón al mando del coronel Don Antonio de Torres, y acosados por todas partes por hombres, mujeres y niños, fueron los más de ellos despedazados cerca de nuestra Señora del Portillo, templo pegado a la puerta del mismo nombre.

Enfurecidos los habitantes y con mayor confianza en sus fuerzas después de la adquirida si bien fácil ventaja, acudieron sin distinción de clase ni de sexo a donde amagaba el peligro, y llevando a brazo los cañones antes situados en el mercado, plaza del Pilar y otros parajes desacomodados, los trasladaron a las avenidas por donde el enemigo intentaba penetrar, y de repente hicieron contra sus huestes horrorosas descargas. Creyó entonces necesario el general francés emprender un ataque formal contra las puertas del Carmen y Portillo. Puso su mayor conato en apoderarse de la última, sin advertir que situada a la derecha la Aljafería eran flanqueadas sus tropas por los fuegos de aquel castillo, cuyas fortificaciones aunque endebles, le resguardaban de un rebate. Así sucedió que los que le guarnecían, capitaneados por un oficial retirado de nombre Don Mariano Cerezo, militar tan bravo como patriota, escarmentaron la audacia de los que confiadamente se acercaban a sus muros. Dejáronles aproximarse y a quema ropa los ametrallaron. En sumo grado contribuyó a que fuera más certera la artillería en sus tiros un oficial sobrino del general Guillelmi, quien encerrado allí con su tío desde el principio de la insurrección, olvidándose del agravio recibido, solo pensó en no dar quiebra a su honra, y cumplió debidamente con lo que la patria exigía de su persona. Igualmente fueron los franceses repelidos en la Puerta del Carmen, sosteniendo por los lados el tremendo fuego que de frente se les hacía, escopeteros esparcidos entre las tapias, alameda y olivares, cuya buena puntería causó en las filas enemigas notable matanza. Nadie rehusaba ir a la lid: las mujeres corrían a porfía a estimular a sus esposos y a sus hijos, y atropellando por medio del inminente riesgo los socorrían con víveres y municiones. Los franceses aturdidos al ver tanto furor y ardimiento titubeaban y crecía con su vacilar el entusiasmo y valentía de los defensores. De nuevo no obstante y reiteradas veces embistieron la entrada del Portillo, desviándose de la Aljafería, y procurando cubrirse detrás de los olivares y arboledas. Menester fue para poner término a la sangrienta y reñida pelea que sobreviniese la noche. Bajo su amparo se retiraron los franceses a media legua de la ciudad, y recogieron sus heridos, dejando el suelo sembrado de más de 500 cadáveres. La pérdida de los españoles fue mucho más reducida, abrigados de tapias y edificios. Y de aquella señalada victoria, que algunos llamaron de las Eras, resultó el glorioso empeño de los zaragozanos de no entrar en pacto alguno con el enemigo y resistir hasta el último aliento.

Fuera de sí aquellos vecinos con la victoria alcanzada, ignoraban todavía el paradero del general Palafox. Grande fue su tristeza al saber su ausencia, y no teniendo fe en las autoridades antiguas ni en los demás jefes, los diputados y alcaldes de barrio a nombre del vecindario se presentaron luego que cesó el combate al corregidor e intendente Don Lorenzo Calvo de Rozas, que, hechura de Palafox, merecía su confianza. Instáronle para que hiciera sus veces, y condescendió con sus ruegos en tanto que aquel no volviera. Unía Calvo en su persona las calidades que el caso requería. Declarado abiertamente en favor de la causa pública, habíase fugado de Madrid en donde estaba avecindado. Hombre de carácter firme y sereno, encerraba en su pecho, con apariencias de tibio, el entusiasmo y presteza de un alma impetuosa y ardiente. Autorizado como ahora se veía por la voz popular y punzado por el peligro que a todos amenazaba, empleó con diligencia cuantos medios le sugería el deseo de proteger contra la invasión extraña la ciudad que se ponía en sus manos.

Prontamente llamó al teniente de rey D. Vicente Bustamante para que expidiese y firmase a los de su jurisdicción las convenientes órdenes. Mandó iluminar las calles con objeto de evitar cualquier sorpresa o excesos; se empezaron a preparar sacos de tierra para formar baterías en las puertas de Sancho, el Portillo, Carmen y Santa Engracia; se abrieron zanjas o cortaduras en sus avenidas; se dispusieron a artillarlas, y se levantó en toda la tapia que circuía a la ciudad una banqueta para desde allí molestar al enemigo con la fusilería. Prevínose a los vecinos en estado de llevar armas, que se apostasen en los diversos puntos debiendo alternar noche y día; se ocuparon los niños y mujeres en tareas propias de su edad y sexo, y se encargó a los religiosos hacer cartuchos de cañón y fusil, cumpliéndose con tan buen deseo y ahínco aquellas disposiciones, que a las diez de la noche se había ya convertido Zaragoza en un taller universal, en el que todos se afanaban por desempeñar debidamente lo que a cada uno se había encomendado.

Con más lentitud se procedió en la construcción de baterías por falta de ingeniero que dirigiese la obra. Solo había uno, que era Don Antonio Sangenís, y este había sido el 15 llevado a la cárcel por los paisanos que le conceptuaban sospechoso, habiendo notado que reconocía las puertas y la ronda de la ciudad. Ignorose su suerte en medio de la confusión, pelea y agitación de aquel día y noche, y solo se le puso en libertad por orden de Calvo de Rozas en la mañana del 16. Sin tardanza trazó Sangenís atinadamente varias obras de fortificación, esmerándose en el buen desempeño, y ayudado en lugar de otros ingenieros por los hermanos Tabuenca, arquitectos de la ciudad. Pintan estos pormenores, y por eso no son de más, la situación de los zaragozanos, y lo apurados y escasos que estaban de recursos y de hombres inteligentes en los ramos entonces más necesarios.

Los franceses, atónitos con lo ocurrido el 15, juzgaron imprudente empeñarse en nuevos ataques antes de recibir de Pamplona mayores fuerzas, con artillería de sitio, morteros y municiones correspondientes. Mientras que llegaba el socorro, queriendo Lefebvre probar la vía de la negociación, intimó el 17 que, a no venir a partido, pasaría a cuchillo a los habitantes cuando entrase en la ciudad. Contestósele dignamente, y se prosiguió con mayor empeño en prepararse a la defensa.

El general Palafox en tanto, vista la decisión que habían tomado los zaragozanos de resistir a todo trance al enemigo, trató de hostigarle y llamar a otra parte su atención. Unido al barón de Versages contaba con una división de 6000 hombres y cuatro piezas de artillería. El 21 de junio pasó en Almunia reseña de su tropa, y el 23 marchó sobre Épila. En aquella villa hubo jefes que notando el poco concierto de su tropa, por lo común allegadiza, opinaron ser conveniente retirarse a Valencia, y no empeorar con una derrota la suerte de Zaragoza. Palafox, asistido de admirable presencia de ánimo, congregó su gente, y delante de las filas, exhortando a todos a cumplir con el duro pero honroso deber que la patria les imponía, añadió que eran dueños de alejarse libremente aquellos a quienes no animase la conveniente fortaleza para seguir por el estrecho y penoso sendero de la virtud y de la gloria, o que tachasen de temeraria su empresa. Se respondió a su voz con universales clamores de aprobación, y ninguno osó desamparar sus banderas. De tamaña importancia es en los casos arduos la entera y determinada voluntad de un caudillo.

Seguro de sus soldados, hizo propósito Palafox de avanzar la mañana siguiente a la Muela, tres leguas de Zaragoza, queriendo coger a los franceses entre su fuerza y aquella ciudad. Pero barruntando estos su movimiento, se le anticiparon y acometieron a su ejército en Épila a las nueve de la noche, hora desusada y en la que dieron de sobresalto e impensadamente sobre los nuestros por haber sorprendido y hecho prisionera una avanzada, y también por el descuido con que todavía andaban nuestras inexpertas tropas. Se trabó la refriega, que fue empeñada y reñida. Como los españoles se vieron sobrecogidos, no hubo orden premeditado de batalla, y los cuerpos se colocaron según pudo cada uno en medio de la oscuridad. La artillería, dirigida por el muy inteligente oficial Don Ignacio López, se señaló en aquella jornada, y algunos regimientos se mantuvieron firmes hasta por la mañana, que, sin precipitación, tomaron la vuelta de Calatayud. En su número se contaba el de Fernando VII, que aunque nuevo, sostuvo el fuego por espacio de seis horas, como si se compusiera de soldados veteranos. También hombres sueltos de guardias españolas defendieron largo rato una batería de las más importantes. Disputaron pues unos y otros el terreno a punto que los franceses no los incomodaron en la retirada.

Palafox convencido no obstante de que no era dado con tropas bisoñas combatir ventajosamente en campo raso, y de que sería más útil su ayuda dentro de Zaragoza, determinó superando obstáculos meterse con los suyos en aquella ciudad, por lo que después de haberse rehecho, y dejando en Calatayud un depósito al mando del barón de Versages, dividió su corta tropa en dos pequeños trozos: encargó el uno a su hermano Don Francisco, y acaudillando en persona el otro volvió el 2 de julio a pisar el suelo zaragozano.

Ya había allí acudido desde el 24 de junio su otro hermano el marqués de Lazán, que era el gobernador, con varios oficiales, a instancias y por aviso del intendente Calvo de Rozas. Deseaba este un arrimo para robustecer aún más sus acertadas providencias, acordar otras, comprometer en la defensa a las personas de distinción que no lo estuviesen todavía, imponer respeto a la muchedumbre congregando una reunión escogida y numerosa, y afirmarla en su resolución por medio de un público y solemne juramento. Para ello convocó el 25 de junio una junta general de las principales corporaciones e individuos de todas clases, presidida por el de Lazán. En su seno expuso brevemente Calvo de Rozas el estado en que la ciudad se hallaba, y cuáles eran sus recursos, y excitó a los concurrentes a coadyuvar con sus luces y patriótico celo al sostenimiento de la causa común. Conformes todos aprobaron lo antes obrado, se confirmaron en su propósito de vencer o morir, y resolvieron que el 26 los vecinos, soldados, oficiales y paisanos armados prestarían en calles y plazas, en baterías y puertas un público y majestuoso juramento. Amaneció aquel día y a una hora señalada de la tarde se pobló el aire de un grito asombroso y unánime, «de que los defensores de Zaragoza juntos y separados derramarían hasta la última gota de su sangre por su religión, su rey y sus hogares.»

Movió a curiosidad entre los enemigos la impensada agitación que causó tan nueva solemnidad, y con ansia de informarse de lo que pasaba, aproximose a la línea española un comandante de polacos acompañado de varios soldados; y aparentando deseos de tomar partido él y los suyos con los sitiados, pidió como seguro de su determinación tratar con los jefes superiores. Salió Calvo de Rozas, indicó al comandante que se adelantase para conferenciar solos: hízolo así, mas a poco y alevosamente cercaron a Calvo los soldados del contrario. Encaráronle las armas, y después de preguntar lo que en Zaragoza ocurría, tuvo el comandante la descompuesta osadía de decirle que no era su intento desamparar sus banderas; que había solo inventado aquella artimaña para averiguar de qué provenía la inquietud de la ciudad, e intimar de nuevo por medio de una persona de cuenta la rendición, siendo inevitable que al fin se sometiesen los zaragozanos al ejército francés, tan superior y aguerrido. Añadiole que a no consentir con lo que de él exigía sería muerto o prisionero. En vez de atemorizarse con la villana amenaza, reportado y sereno contestole Calvo: «harto conocidas son vuestras malas artes y la máscara de amistad con que encubrís vuestras continuadas perfidias, para que desprevenido y no muy sobre aviso acudiera yo a vuestro llamamiento: los muertos o prisioneros seréis vos y vuestros soldados si intentáis traspasar las leyes admitidas aun entre las naciones bárbaras. El castillo de donde estamos tan próximos a la menor señal mía disparará sus cañones y fusiles, que por disposición anterior están ya apuntados contra vosotros.» Alterose el polaco con la áspera contestación, y reprimiendo la ira suavizó su altanero lenguaje, ciñéndose a proponer al intendente Calvo una conferencia con sus generales. Vino en ello, y tomando la venia del de Lazán se escogió por sitio el frente de la batería del Portillo.

Todavía en el mismo día avistáronse allí con Calvo y otros oficiales españoles autorizados por el gobernador y vecindario, los generales franceses Lefebvre y Verdier, recién llegado. Limitáronse las pláticas a insistir estos en la entrega de Zaragoza, ofreciendo olvido de lo pasado, respetar las personas y propiedades, y conservar a los empleados en sus destinos; con la advertencia que de lo contrario convertirían en cenizas la ciudad, y pasarían a cuchillo los moradores. Calvo contestó con brío, prometiendo sin embargo que daría cuenta de lo que proponían, y que en la mañana siguiente se les comunicaría la definitiva resolución, en cuya conformidad pasó el 27 temprano al campo francés Don Emeterio Barredo llevando consigo una respuesta firmada por el marqués de Lazán, en la que se desechaban las insidiosas proposiciones del enemigo.

Claro era que estrechar el asedio y nuevas embestidas seguirían a repulsa tan temeraria, mayormente cuando los franceses habían engrosado su ejército, y cuando se había mejorado su posición. Por aquellos días además de haberse desembarazado de Palafox arrojándole de Épila, habían recibido de Pamplona y Bayona socorros de cuantía. Trájolos el general Verdier, quien por su mayor graduación reemplazó en el mando en jefe a Lefebvre, y no menos fueron por de pronto reforzados que con 3000 hombres, 30 cañones de grueso calibre, cuatro morteros, 12 obuses, y 800 portugueses a las órdenes de Gómez Freire. Fundadamente pensaron entonces que con buen éxito podrían vencer la tenacidad zaragozana.

Así fue que en el mismo día 27 renovaron el fuego, y dirigieron con particularidad su ataque contra los puestos exteriores. Repelidos con pérdida en las diversas entradas de la ciudad, de que quisieron apoderarse, no pudo impedírseles que se acercasen al recinto. Como en sus maniobras se notó el intento de enseñorearse del monte Torrero, con diligencia se metieron en Zaragoza los víveres y municiones que estaban encerrados en aquellos almacenes; mas tan oportuna precaución originó un desastre. A las tres de la tarde estremeciéronse todos los edificios, zumbando y resonando el aire con el disparo y caída de piedras, astillas y cascos. Tuviéronse los zaragozanos por muertos y como si fuesen a ser sepultados en medio de ruinas. Despavoridos y azorados huían de sus casas, ignorando de dónde provenía tanto ruido, turbación y fracaso. Causábalo el haberse pegado fuego por descuido de los conductores a la pólvora que se almacenaba en el seminario conciliar, y este y la manzana de casas contiguas y las que estaban enfrente se volaron o desplomaron, rompiéndose los cristales de la ciudad, con muertes y desdichas. Agregábase a la horrenda catástrofe la pérdida de la pólvora tan necesaria en aquel tiempo, y en el que había de todo apretada pobreza.

Y para que apareciese enteramente acrisolada la constancia aragonesa, los franceses fiados en la desolación y universal desconsuelo reiteraron sus ataques en tan apurado momento. No se descorazonaron los defensores, antes bien enfurecidos hicieron que se malograse la tentativa de los enemigos, inhumana en aquella sazón.

Desde aquel día no transcurrió uno en que no hubiese reñidas contiendas, escaramuzas, salidas, acometimientos de sitiados y sitiadores. Largo sería e imposible referir hazañas tantas y tan gloriosas, rara vez empañadas con alguna bastarda acción.

Túvose sin embargo por tal lo ocurrido en el monte Torrero. El comandante a cuyo cargo estaba el puesto, de nombre Falcón, ora por connivencia, ora por desaliento, que es a lo que nos inclinamos, le desamparó vergonzosamente, y el enemigo, enseñoreándose de aquellas alturas, causó en breve notables estragos.

El vecindario por su parte, irritado de la conducta del comandante español, le obligó más adelante a que compareciese ante un consejo de guerra, y por sentencia de este fue arcabuceado. La misma suerte cupo durante el sitio al coronel Don Rafael Pesino, gobernador de las Cinco Villas, y a otros de menos nombre, acusados de inteligencia con el enemigo. Ejemplar castigo, tachado por algunos de precipitado, pero que miraron otros como saludable freno contra los que flaqueasen por tímidos o tramasen alguna alevosía.

Empeñábase así la resistencia, y cobraban todos ánimo con los oficiales y soldados que a menudo acudían en ayuda de la ciudad sitiada. Llenó sobre todo de particular gozo la llegada a últimos de junio de 300 soldados del regimiento de Extremadura al mando del teniente coronel Don Domingo Larripa, que vimos allá detenido en Tárrega, sin querer cumplir las órdenes de Duhesme, y también la que por entonces ocurrió de 100 voluntarios de Tarragona capitaneados por el teniente coronel Don Francisco Marcó del Pont. Compensábase con eso algún tanto el haber perdido las alturas de Torrero.

Mas dueños los franceses de semejante posición, determinaron molestar la ciudad con balas, granadas y bombas. Para ello colocaron en aquella eminencia una batería formidable de cañones de grueso calibre y morteros. Levantaron otras en diversos puntos de la línea, con especialidad en el paraje llamado de la Bernardona, enfrente de la Aljafería. Preparados de este modo, al terminarse el 30 de junio y a las doce de la noche rompieron el fuego, y dieron principio a un horroroso bombardeo. Los primeros tiros salvaron la ciudad sin hacer daño: acortáronlos, y las bombas penetrando por las bóvedas de la fábrica antigua de la iglesia del Pilar y arruinando varias casas, empezaron a causar quebrantos y destrozos.

Al amanecer los vecinos lejos de arredrarse a su vista, trabajaron a competencia y con sumo afán para disminuir las lástimas y desgracias. Construyéronse blindajes en calles y plazas, torciose el curso de Huerva y se le metió en la ciudad para apagar con presteza cualquier incendio. Franqueáronse los sótanos, empleando dentro en trabajos útiles y que pedían resguardo a los que no eran llamados a guerrear. Para observar el fogonazo y avisar la llegada de las bombas, pusiéronse atalayas en la torre que denominaban nueva, si bien fabricada en 1504, la cual elevándose en la plaza de San Felipe sola y sin arrimo pareció acomodada al caso, aunque ladeada a la manera de la famosa de Pisa. No satisfechos los sitiados con estas obras y las antes construidas, ideando otras, cortaron y zanjaron calles, atroneraron casas y tapiales, apilaron sacos de tierra, trazaron y erigieron nuevas baterías, las cubrieron con cañones arrumbados por viejos en la Aljafería o con los que sucesivamente llegaban de Lérida y Jaca, y en fin quemaron y talaron las huertas y olivares, los jardines y quintas que encubrían los aproches del enemigo, perjudicando a la defensa. Sus dueños no solamente condescendían en la destrucción con desprendimiento magnánimo, sino que las más veces ayudaban con sus brazos al total asolamiento. Y cuando lidiando en otro lado descubrían la llama que devoraba el fruto de años de sudor y trabajo o el antiguo solar de sus abuelos, ensoberbecíanse de cooperar así y con largueza a la libertad de la patria. ¿De qué no eran capaces varones dotados de virtudes tan esclarecidas?

Al bombardeo siguiose en la mañana del 1.º de julio un ataque general en todos los puntos. Empezaron a batir la Aljafería y Puerta del Portillo, mandada por Don Francisco Marcó del Pont, los fuegos de la Bernardona. La Puerta del Carmen encargada al cuidado de Don Domingo Larripa fue casi al mismo tiempo embestida, y tampoco tardaron los enemigos en molestar la de Sancho custodiada por el sargento mayor Don Mariano Renovales. Con todo, siendo su mayor empeño apoderarse de la del Portillo, hubo allí tal estrago que, muertos en una batería exterior todos los que la defendían, nadie osaba ir a reemplazarlos, lo cual dio ocasión a que se señalase una mujer del pueblo llamada Agustina Zaragoza. Moza esta de 22 años y agraciada de rostro, llevaba provisiones a los defensores cuando acaeció el mencionado abandono. Notando aquella valerosa hembra el aprieto y desánimo de los hombres, corrió al peligroso punto, y arrancando la mecha aún encendida de un artillero que yacía por el suelo, puso fuego a una pieza, e hizo voto de no desampararla durante el sitio sino con la vida. Imprimiendo su arrojo nueva audacia en los decaídos ánimos, se precipitaron todos a la batería, y renovose tremendo fuego. Proeza muy semejante la de Agustina a la de María Pita en el sitio que pusieron los ingleses a la Coruña en 1589, fue premiada también de un modo parecido, y así como a aquella le concedió Felipe II el grado y sueldo de alférez vivo, remuneró Palafox a esta con un grado militar y una pensión vitalicia.

Continuaba vivísimo el fuego, y nuestra artillería muy certera arredraba al enemigo, sin que hasta entonces hubiese oficial alguno de aquella arma que la dirigiese. No eran todavía las doce del día cuando entre el horroroso y mortífero estruendo del cañón se presentaron los subtenientes de aquel distinguido cuerpo Don Jerónimo Piñeiro y Don Francisco Rosete, que fugados de Barcelona corrían apresuradamente a tomar parte en la defensa de Zaragoza. Sin descanso, después de largo viaje y fatigoso tránsito, se pusieron el primero a dirigir los fuegos de la entrada del Portillo, y el segundo los de la del Carmen. Con la ayuda de oficiales inteligentes creció el brío en los nuestros, y aumentose el estrago en los contrarios. La noche cortó el combate, mas no el bombardeo, renovándose aquel al despuntar del alba con igual furia que el día anterior. Las columnas enemigas con diversas maniobras intentaron enseñorearse del Portillo, y abierta brecha en la Aljafería se arrojaron a asaltar aquella fortaleza; pero fuese que no hallasen escalas acomodadas, o fuese más bien la denodada valentía de los sitiados, los franceses repelidos se desordenaron y dispersaron en medio de los esfuerzos de jefes y oficiales. Otro tanto pasaba en el Portillo y Carmen. El marqués de Lazán, durante el ataque, recorrió la línea en los puntos más peligrosos, remunerando a unos y alentando a otros con sus palabras.

Ya era entrada la tarde, desmayaban los enemigos, y los nuestros familiarizándose más y más con los riesgos de la guerra, desconocidos al mayor número, redoblaron sus esfuerzos alentados con un inesperado y para ellos halagüeño acontecimiento. De boca en boca y con rapidez se difundió que Don José de Palafox estaba de vuelta en la ciudad y que pronto gozarían todos de su presencia. En efecto penetrando en Zaragoza a las cuatro de la tarde de aquel día, que era el 2, apareciose de repente en donde se lidiaba, y a su vista arrebatados de entusiasmo hicieron los nuestros tan firme rostro a los franceses, que sin insistir estos en nueva acometida se contentaron con proseguir el bombardeo.

Viendo sin embargo que para aproximarse a las puertas era menester hacerse dueños de los conventos de San José y Capuchinos y otros puntos extramuros, comenzaron por entonces a embestirlos. En el convento de San José, asentado a la derecha del río Huerva, no había otro amparo que el de las paredes en cuyo macizo se habían abierto troneras. Asaltáronle 400 polacos, y repelidos con gran pérdida tuvieron que aguardar refuerzo, y aun así no se posesionaron de aquel puesto sino al cabo de horas de pelea. No fueron más afortunados en el de Capuchinos cercano a la Puerta del Carmen. Lucharon los defensores cuerpo a cuerpo en la iglesia, en los claustros, en las celdas, y no desampararon el edificio hasta después de haberle puesto fuego.

También quisieron los franceses cercar la ciudad por la orilla izquierda del Ebro, principalmente a causa de los socorros que la libre comunicación proporcionaba. Para estorbarla pensaron en cruzar el río, echando el 10 de julio un puente de balsas en San Lamberto. Salió contra ellos el general Palafox con paisanos y una compañía de suizos que acababa de llegar. Batallaron largo tiempo, y vino con refuerzo a sostenerlos el intendente Calvo de Rozas, cuyo caballo fue derribado de una granada. Los enemigos no se atrevieron a pasar muy adelante, y aprovechando los nuestros el precioso respiro que daban, levantaron en el Arrabal tres baterías, una en los tejares, y las otras dos en el rastro de los clérigos y en San Lázaro: de las que protegidos los labradores se escopetearon varias veces con los franceses en el campo de las Ranillas y los ahuyentaron, distinguiéndose con frecuencia en la lid el famoso tío Jorge. Así que los sitiadores no pudieron cerrar del todo las comunicaciones de Zaragoza, pero talaron los campos, quemaron las mieses, y extendiéndose hacia el Gállego viose desconsoladamente arder el puente de madera que da paso al camino carretero de Cataluña, y destruirse e incendiarse las aceñas y molinos harineros que abastecían la ciudad. Las angustias crecían, mas al par de ellas también el ardimiento de los sitiados. Se acopió la harina del vecindario para amasar solamente pan de munición que todos comían con gusto, y para fabricar pólvora se establecieron molinos movidos por caballos, y se cogió el azufre en donde quiera que lo había: se lavó la tierra de las calles para tener salitre, y se hizo carbón con la caña del cáñamo tan alto en aquel país. No poco cooperó al acierto y dirección de estos trabajos, como de los demás que ocurrieron, el sabio oficial de artillería Don Ignacio López, quien desde entonces hasta el fin del sitio fue uno de los pilares en que estribó la defensa zaragozana.

Eran estas precauciones tanto más necesarias, cuanto no solo los franceses ceñían más y más la plaza, sino que también previeron los sitiados que bien pronto intentarían destruir o tomar los molinos de pólvora de Villafeliche a doce leguas de Zaragoza, que eran los que la proveían. Así sucedió. El barón de Versages desde Calatayud asomándose a las alturas inmediatas a aquel pueblo, impidió al principio que lograsen su objeto. Mas revolviendo sobre él los enemigos con mayores fuerzas tuvo que replegarse y dejar en sus manos tan importantes fábricas.

En medio del tropel de desdichas que oprimían a los zaragozanos permanecían constantes sin que nada los abatiese. En continuada vela desbarataban las sorpresas que a cada paso tentaban sus contrarios. El 17 de julio dueños ya estos del convento de Capuchinos, sigilosamente a las nueve de la noche procuraron ponerse bajo el tiro de cañón de la Puerta del Carmen. Los nuestros lo notaron y en silencio también aguardando el momento del asalto rompieron el fuego y derribaron sin vida a los que se gloriaban ya de ser dueños del puesto. Con mayor furia renovaron los sitiadores sus ataques allí y en las otras puertas las noches siguientes: en todas infructuosamente, no habiendo podido tampoco apoderarse del convento de Trinitarios descalzos sito extramuros de la ciudad.

En lucha tan encarnizada los españoles a veces molestaban al enemigo con sus salidas, y no menos quisieron que adelantarse hasta el monte Torrero. Aparentando pues un ataque formal por el paseo antes deleitoso que de la ciudad iba a aquel punto, dieron otros de sobresalto en medio del día en el campamento francés. Todo lo atropellaron y no se retiraron sino cubiertos de sangre y despojos. Por las márgenes del Gállego midieron igualmente unos y otros sus armas en varias ocasiones, y señaladamente en 29 de julio en que nuestros lanceros sacaron ventaja a los suyos con mucha honra y prez, sobresaliendo en los reencuentros el coronel Butrón, primer ayudante de Palafox.

Restaban aún nuevas y más recias ocasiones en que se emplease y resplandeciese la bizarría y firmeza de los zaragozanos. Noche y día trabajaban sus enemigos para construir un camino cubierto que fuese desde el convento de San José por la orilla del Huerva hasta las inmediaciones de la Bernardona, y a su abrigo colocar morteros y cañones, no mediando ya entre sus baterías y las de los españoles sino muy corta distancia.

Aguardábase por momentos una general embestida, y en efecto en la madrugada del 3 de agosto el enemigo rompió el fuego en toda la línea, cayendo principalmente una lluvia de bombas y granadas en el barrio de la ciudad situado entre las puertas de Santa Engracia y el Carmen hasta la calle del Coso. El coronel de ingenieros francés Lacoste, ayudante de Napoleón, que había llegado después de comenzado el sitio, con razón juzgó no ser acertado el ataque antes emprendido por el Portillo, y determinó que el actual se diese del lado de Santa Engracia, como más directo y como punto no flanqueado por el castillo. La principal batería de brecha estaba a 150 varas del convento, y constaba de 6 piezas de a 16 y de 4 obuses. Habían además establecido sobre todo el frente de ataque 7 baterías, de las que la más lejana estaba del recinto 400 varas. A tal distancia y tan reconcentrado fácil es imaginarse cuán terrible y destructor sería su fuego. Sea de propósito o por acaso, notose que sus tiros con particularidad se asestaban contra el hospital general en que había gran número de heridos y enfermos, los niños expósitos y los dementes. Al caer las bombas hasta los más postrados, desnudos y despavoridos saltaron de sus camas y quisieron salvarse. Grande desolación fue aquella. Mas con el celo y actividad de buenos patricios, muchos, en particular niños y heridos, se trasladaron a paraje más resguardado. Prosiguió todo aquel día el bombardeo, conmoviéndose unos edificios, desplomándose otros, y causando todo junto tal estampido y estruendo que se difundía y retumbaba a muchas leguas de Zaragoza.

Al alborear del 4 descubrieron los enemigos su formidable batería en frente de Santa Engracia. No había enderredor del monasterio foso alguno, coronando solo sus pisos varias piezas de artillería. Empezaron a batirle en brecha, acometiendo al mismo tiempo la entrada inmediata del mismo nombre, y distrayendo la atención con otros ataques del lado del Carmen, Portillo y Aljafería. A las nueve de la mañana estaban arrasadas casi todas nuestras baterías y practicables las brechas. Palafox presentándose por todas partes, corría a donde había mayor riesgo y sostenía la constancia de su gente. En lo recio del combate propúsole Lefebvre-Desnouettes: «paz y capitulación.» Respondiole Palafox: «guerra a cuchillo.» A su voz atropellábanse paisanos y soldados a oponerse al enemigo, y abalanzándose a dicho monasterio de Santa Engracia, célebre por sus antigüedades y por ser fundación de los reyes católicos, se metían dentro sin que los arredrara ni el desplomarse de los pisos ni la caída de las mismas paredes que amagaba. A todo hacían rostro, nada los desviaba de su temerario arrojo. Y no parecía sino que las sombras de los dos célebres historiadores de Aragón, Jerónimo Blancas y Zurita, cuyas cenizas allí reposaban, ahuyentadas del sepulcro al ruido de las armas y vagando por los atrios y bóvedas, los estimulaban y aguijaban a la pelea, representándoles vivamente los heroicos hechos de sus antepasados que tan verídica y noblemente habían trasmitido a la posteridad. Tanto tenía de sobrehumano el porfiado lidiar de los aragoneses.

Al cabo de horas, y cuando el terreno quedaba no sembrado sino cubierto de cadáveres, y en torno suyo ruinas y destrozos, pudieron los franceses avanzar y salir a la calle de Santa Engracia. Pisando ya el recinto vanagloriábanse de ser dueños de Zaragoza, y formados y con arrogancia se encaminaban al Coso.

Mas pesoles muy luego su sobrada confianza. Cogidos y como enredados entre calles y casas estuvieron expuestos a un horroroso fuego que de todos lados se les hacía a manera de granizada. Cortadas las bocacalles y parapetados los defensores con sacas de algodón y lana, y detrás de las paredes de las mismas casas, los abrasaron por decirlo así a quema ropa por espacio de tres horas, sin que pudieran salir al Coso, a donde desemboca la calle de Santa Engracia. Desesperanzaban ya los franceses de conseguirlo, cuando volándose un repuesto de pólvora que cerca tenían los españoles, con el daño y desorden que esta desgracia causó, fueles permitido a los acometedores llegar al Coso, y posesionarse de dos grandes edificios que hay en ambas esquinas, el del convento de San Francisco a la izquierda, y el hospital general a la derecha. En este fue espantoso el ataque, prendiose fuego, y los enfermos que quedaban arrojándose por las ventanas caían sobre las bayonetas enemigas. Entre tanto los locos encerrados en sus jaulas cantaban, lloraban o reían según la manía de cada uno. Los soldados enemigos tan fuera de sí como los mismos dementes, en el ardor del combate mataron a muchos y se llevaron a otros al monte Torrero, de donde después los enviaron. Mucha sangre había costado a los franceses aquel día, habiendo sido tan de cerca ofendidos: contáronse entre el número de los muertos oficiales superiores, y fue herido su mismo general en jefe Verdier.

Dueños de aquella parte sentaron los enemigos sus águilas victoriosas en la cruz del Coso, templete con columnas en medio de la calle del mismo nombre. Todo parecía así perdido y acabado. Calvo de Rozas y el oficial Don Justo San Martín fueron los últimos que a las cuatro de la tarde, después de haberse volado el mencionado repuesto, desampararon la batería que enfilaba desde el Coso la avenida de Santa Engracia. Pero el primero no decayendo de ánimo dirigiose por la calle de San Gil al Arrabal para desde allí juntar dispersos, rehacer su gente, traer los que custodiaban aquellos puntos entonces no atacados, y con su ayuda prolongar hasta la noche la resistencia, aguardando de fuera y antes de la madrugada, según veremos, auxilio y refuerzos.

Favoreció a su empresa lo ocurrido en el hospital general, y una equivocación afortunada de los enemigos, quienes queriendo encaminarse al puente que comunica con el Arrabal, en vez de tomar la calle de San Gil que tomó Calvo y es la directa, desfilaron por el arco de Cineja, callejuela torcida que va a la Torrenueva. Aprovechándose los aragoneses del extravío, los arremetieron en aquella estrechura y los acribillaron y despedazaron. Obligoles a hacer alto semejante choque, y en el entretanto volviendo Calvo del Arrabal con 600 hombres de refresco y otros muchos que se le agregaron, desembocaron juntos y de repente en la calle del Coso en donde estaba la columna francesa. Embistió con 50 hombres escogidos, y el primero el anciano capitán Cerezo, que ya vimos en la Aljafería, yendo armado [para que todo fuera extraordinario] de espada y rodela, y bien unido con los suyos se arrojaron todos como leones sobre los contrarios, sorprendidos con el súbito y furibundo ataque. Acometieron los demás por diversos puntos, y disparando desde las casas trabucazos y todo linaje de mortíferos instrumentos, acosados los franceses y aterrados, se dispersaron y recogieron en los edificios de San Francisco y hospital general.

Anocheció al cesar la pelea, y vueltos los españoles del primer sobresalto supieron por experiencia con cuanta ventaja resistirían al enemigo dentro de las calles y casas. Sosteníales también la firme esperanza de que con el alba aparecería delante de sus puertas un numeroso socorro de tropas, que así se lo había prometido su idolatrado caudillo Don José de Palafox.

Había partido este de Zaragoza con sus dos hermanos a las doce del día del 4, después que los franceses dueños del monasterio de Santa Engracia estaban como atascados en las calles que daban al Coso. Presumíase con fundamento que no podrían en aquel día vencer los obstáculos con que encontraban; mas al mismo tiempo careciendo de municiones y menguando la gente, temíase que acabarían por superarlos si no llegaban socorros de a fuera, y si además tropas de refresco no llenaban los huecos y animaban con su presencia a los tan fatigados si bien heroicos defensores. No estaban aquellas lejos de la ciudad, pero dilatándose su entrada pensose que era necesario fuese Palafox en persona a acelerar la marcha. No quiso este sin embargo alejarse antes que le prometiesen los zaragozanos que se mantendrían firmes hasta su vuelta. Hiciéronlo así, y teniendo fe en la palabra dada convino en ir al encuentro de los socorros.

Correspondió a la esperanza el éxito de la empresa. A últimos de junio había desde Cataluña penetrado en Aragón el 2.º batallón de voluntarios con 1200 plazas al mando del coronel Don Luis Amat y Terán, 500 hombres de guardias españolas al del coronel Don José Manso, y además dos compañías de voluntarios de Lérida, cuya división se había situado en Gelsa, diez leguas de Zaragoza. Cierto que con este auxilio y un convoy que bajo su amparo podría meterse en la ciudad sitiada, era dado prolongar la defensa hasta la llegada de otro cuerpo de 5000 hombres procedente de Valencia que se adelantaba por el camino de Teruel. El tiempo urgía; no sobraba la más exquisita diligencia, por lo que, y a mayor abundamiento, despachose al mismo Calvo de Rozas para enterar a Palafox de lo ocurrido después de su partida y servir de punzante espuela al pronto envío de los socorros. Alcanzó el nuevo emisario al general en Villafranca de Ebro, pasaron juntos a Osera, cuatro leguas de Zaragoza, en donde a las nueve de la noche entraron las tropas alojadas antes en Gelsa y Pina.

En dicho pueblo de Osera celebrose consejo de guerra, a que asistieron los tres Palafoxes con su estado mayor, el brigadier Don Francisco Osina, el coronel de artillería Don J. Navarro Sangrán [estos dos procedentes de Valencia] y otros jefes. Informados por el intendente Calvo del estado de Zaragoza, sin tardanza se determinó que el marqués de Lazán con los 500 hombres de guardias españolas, formando la vanguardia se metiese en la ciudad en la madrugada del 5, que con la demás tropa le siguiese Don José de Palafox, y que su hermano Don Francisco quedase a la retaguardia con el convoy de víveres y municiones custodiado también por Calvo de Rozas. Acordose asimismo que para mantener con brío a los sitiados y consolarlos en su angustiada posición, partiesen prontamente a Zaragoza como anunciadores y pregoneros del socorro el teniente coronel Don Emeterio Barredo y el tío Jorge, cuya persona rara vez se alejaba del lado de Palafox, siendo capitán de su guardia. Partiéronse todos a desempeñar sus respectivos encargos, y la oportuna llegada a la ciudad de los mencionados emisarios, desbaratando los secretos manejos en que andaban algunos malos ciudadanos, confortó al común de la gente y provocó el más arrebatado entusiasmo.

A ser posible, hubiera crecido de punto con la entrada, pocas horas después, del marqués de Lazán. Retardose la de su hermano y la del convoy por un movimiento del general Lefebvre-Desnouettes, quien mandaba en jefe en lugar del herido Verdier. Habíanle avisado la llegada de Lazán y quería impedir la de los demás, juzgando acertadamente que le sería más fácil destruirlos en campo abierto que dentro de la ciudad. Palafox, desviándose a Villamayor, situado a dos leguas y media, en una altura desde donde se descubre Zaragoza, esquivó el combate y aguardó oportunidad de burlar la vigilancia del enemigo. Para ejecutar su intento con apariencia fundada de buen éxito, mandó que de Huesca se le uniese el coronel Don Felipe Perena con 3000 hombres que allí había adiestrado, y después dejando a estos en las alturas de Villamayor para encubrir su movimiento, y valiéndose también de otros ardides engañó al enemigo, y de mañana y con el sol entró el día 8 por las calles de Zaragoza. Déjase discurrir a qué punto se elevaría el júbilo y contentamiento de sus moradores, y cuán difícil sería contener sus ímpetus dentro de un término conveniente y templado.

Los franceses, si bien sucesivamente habían acrecentado el número de su gente hasta rayar en el de 11.000 soldados, estaban descaecidos de espíritu, visto que de nada servían en aquella lid las ventajas de la disciplina, y que para ir adelante menester era conquistar cada calle y cada casa, arrancándolas del poder de hombres tan resueltos y constantes. Amilanáronse aún más con la llegada de los auxilios que en la madrugada del 5 recibieron los sitiados, y con los que se divisaban en las cercanías.

No por eso desistieron del propósito de enseñorearse de todos los barrios de la ciudad, y destruyendo las tapias, formaron detrás líneas fortificadas, y construyeron ramales que comunicasen con los que estaban alojados dentro.

Desde el 5 hubo continuados tiroteos, peleábase noche y día en casas y edificios, incendiáronse algunos y fueron otros teatro de reñidas lides. En las más brilló con sus parroquianos el beneficiado Don Santiago Sas, y el tío Jorge. También se distinguió en la Puerta de Sancho otra mujer del pueblo llamada Casta Álvarez, y mucho por todas partes Doña María Consolación de Azlor, condesa de Bureta. A ningún vecino atemorizaba ya el bombardeo, y avezados a los mayores riesgos bastábales la separación de una calle o de una casa para mirarse como resguardados por un fuerte muro u ancho foso. Debieran haberse eternizado muchos nombres que para siempre quedaron allí oscurecidos, pues siendo tantos y habiéndose convertido los zaragozanos en denodados guerreros, su misma muchedumbre ha perjudicado a que se perpetúe su memoria.

Por entonces empezó a susurrarse la victoria de Bailén. Daban crédito los sitiados a noticia para ellos tan plausible, y con desdén y sonrisa la oían sus contrarios, cuando de oficio les fue a los últimos confirmada el día 6 de agosto. Procurose ocultar al ejército, pero por todas partes se traslucía, mayormente habiendo acompañado a la noticia la orden de Madrid de que levantasen el sitio y se replegasen a Navarra. Meditaban los jefes franceses el modo de llevarlo a efecto, y hubieran bien pronto abandonado una ciudad para sus huestes tan ominosa si no hubieran poco después recibido contraorden del general Monthion desde Vitoria, a fin de que antes de alejarse aguardasen nuevas instrucciones de Madrid del jefe de estado mayor Belliard. Permanecieron pues en Zaragoza, y continuaron todavía unos y otros en sus empeñados choques y reencuentros. Los franceses con desmayo, los españoles con ánimo más levantado.

Así fue que el 8 de agosto, luego que entró Palafox, congregose un consejo de guerra, y se resolvió continuar defendiendo con la misma tenacidad y valentía que hasta entonces todos los barrios de la ciudad, y en caso que el enemigo consiguiese apoderarse de ellos, cruzar el río, y en el Arrabal perecer juntos todos los que hubiesen sobrevivido. Felizmente su constancia no tuvo que exponerse a tan recia prueba, pues los franceses, sin haber pasado del Coso, recibieron el 13 la orden definitiva de retirarse. Llegó para ellos muy oportunamente, porque en el mismo día caminando a toda priesa, y conducida en carros por los naturales del tránsito la división de Valencia al mando del mariscal de campo Don Felipe Saint-March, corrió a meterse precipitadamente en la ciudad invadida. Y tal era la impaciencia de sus soldados por arrojarse al combate, que sin ser mandados y en unión con los zaragozanos embistieron a las seis de la tarde desaforadamente al enemigo. Hallábase este a punto de desamparar el recinto, y al verse acometido apresuró la retirada volando los restos del monasterio de Santa Engracia. En seguida se reconcentró en su campamento del monte Torrero, y dispuesto a abandonar también aquel punto, prendió por la noche fuego a sus almacenes y edificios, clavó y echó en el canal la artillería gruesa, destruyó muchos pertrechos de guerra, y al cabo se alejó al amanecer del 14 de las cercanías de Zaragoza. La división de Valencia con otros cuerpos siguieron su huella, situándose en los linderos de Navarra.

Terminose así el primer sitio de Zaragoza, que costó a los franceses más de 3000 hombres y cerca de 2000 a los españoles. Célebre y sin ejemplo, más bien que sitio pudiera considerársele como una continuada lucha o defensa de posiciones diversas, en las que el entusiasmo y personal denuedo llevaba ventaja al calculado valor y disciplina de tropas aguerridas. Pues aquellos triunfos eran tanto más asombrosos cuanto en un principio y los más señalados fueron conseguidos, no por el brazo de hombres acostumbrados a la pelea y estrépitos marciales, sino por pacíficos labriegos que ignorando el terrible arte de la guerra, tan solamente habían encallecido sus manos con el áspero y penoso manejo de la azada y la podadera.

Al cerciorarse de la retirada de los franceses prorrumpieron los moradores de Zaragoza en voces de alegría con loores eternos al Todopoderoso y gracias rendidas a la Virgen del Pilar, que su devoción miraba como la principal protectora de sus hogares. No daba facultad el gozo para reparar en qué estado quedaba la ciudad: triste era verdaderamente. La parte ocupada por los sitiadores arruinada, los tejados de la que había permanecido libre hundidos por las granadas y bombas. En unos parajes humeando todavía el fuego mal apagado, en otros desplomándose la techumbre de grandes edificios, y mostrándose en todos el lamentable espectáculo de la desolación y la muerte.

Celebráronse el 25 magníficas exequias por los que habían fallecido en defensa de su patria, de quienes nunca mejor pudiera repetirse con Pericles, «que en brevísimo tiempo y con breve suerte habían sin temor perecido en la cumbre de la gloria.»Concedió Palafox a los defensores muchos privilegios, entre los que con razón algunos se graduaron de desmedidos. Mas este y otros desvíos desaparecieron y se ocultaron al resplandor de tantos e inmortales combates.

No desdijeron de aquella defensa las esclarecidas acciones que por entonces y con el mismo buen éxito que las primeras acaecieron en Cataluña. El Ampurdán había imitado el ejemplo de los otros distritos de su provincia, y estaba ya sublevado cuando los franceses acometieron infructuosamente a Gerona la vez primera. El movimiento de sus somatenes fue provechoso a la defensa de aquella plaza, molestando con correrías las partidas sueltas del enemigo e interrumpiendo sus comunicaciones. Llevaron más allá su audacia, y apoyados en algunos soldados de la corta guarnición de Rosas, bloquearon estrechamente el castillo de San Fernando de Figueras, defendido por solos 400 franceses con escasas vituallas. Despechados estos de verse en apuro por la osadía de meros paisanos, quisieron vengarse incomodando con sus bombas a la villa y arruinándola sin otro objeto que el de hacer daño. Mas hubiéranse quizá arrepentido de su bárbara conducta, si estando ya casi a punto de capitular no los hubiera socorrido oportunamente el general Reille. Ayudante este de Napoleón, había por orden suya llegado a Perpiñán y reunido precipitadamente algunas fuerzas. Con ellas y un convoy tocó el 5 de julio los muros de Figueras y ahuyentó a los somatenes.

Persuadido Reille que Rosas, aunque en parte desmantelada, atizaba el fuego de la insurrección y suministraba municiones y armas, intentó el 11 del mismo julio tomarla por sorpresa, pero le salió vano su intento habiendo sido completamente rechazado. A la vuelta tuvo que padecer bastante, acosado por los somatenes, que en varios otros reencuentros, señaladamente en el del Alfar, desbarataron a los franceses. Era su principal caudillo Don Juan Clarós, hombre de valor y muy práctico en la tierra.

Duhesme, por su parte, luego que volvió a Barcelona después de habérsele desgraciado su empresa de Gerona, no descansaba ni vivía tranquilo hasta vengar el recibido agravio. Juntó con premura los convenientes medios, y al frente de 6000 hombres, un tren considerable de artillería con municiones de boca y guerra, escalas y demás pertrechos conducentes a formalizar un sitio, salió de Barcelona el 10 de julio.

Confiado en el éxito de esta nueva expedición contra Gerona, públicamente decía: el 24 llego, el 25 la ataco, la tomo el 26 y el 27 la arraso. Conciso como César en las palabras no se le asemejó en las obras. Por de pronto fue inquietado en todo el camino. Detuvieron a sus soldados entre Caldetas y San Pol las cortaduras que los somatenes habían abierto, y cuyo embarazo los expuso largo tiempo a los fuegos de una fragata inglesa y de varios buques españoles. Prosiguiendo adelante se dividieron el 19 en dos trozos, tomando uno de ellos la vuelta de las asperezas de Vallgorguina, y el otro la ruta de la costa. De este lado tuvieron un reñido choque con la gente que mandaba Don Francisco Miláns, y por el de la Montaña, vencidos varios obstáculos, con pérdidas y mucha fatiga llegaron el 20 a Hostalrich, cuyo gobernador Don Manuel O’Sullivan, de apellido extranjero pero de corazón español y nacido en su suelo, contestó esforzadamente a la intimación que de rendirse le hizo el general Goulas. Volviéronse a unir las dos columnas francesas después de otros reencuentros, y juntas avanzaron a Gerona, en donde el 24 se les agregó el general Reille con más de 2000 hombres que traía de Figueras. Aunque a vista de la plaza, no la acometieron formalmente hasta principios de agosto, y como el no haber conseguido el enemigo su objeto dependió en mucha parte de haberse mejorado la situación del principado con los auxilios que de fuera vinieron, y con el mejor orden que en él se introdujo, será conveniente que acerca de uno y otro echemos una rápida ojeada.

Habíase congregado en Lérida a últimos de junio una junta general en que se representaron los diversos corregimientos y clases del principado. Fue su primera y principal mira aunar los esfuerzos, que si bien gloriosos, habían hasta entonces sido parciales, combinando las operaciones y arreglando la forma de los diversos cuerpos que guerreaban. Acordó juntar con ellos y otros alistados el número de 40.000 hombres, y buscó y encontró en sus propios recursos el medio de subvenir a su mantenimiento. Para lisonjear sin duda la opinión vulgar de la provincia, adoptó en la organización de la fuerza armada la forma antigua de los miqueletes. Motejose con razón esta disposición como también el que dándoles mayor paga disgustase a los regimientos de línea. Los miqueletes, según Melo, se llamaron antes almogávares, cuyo nombre significa gente del campo, que profesaba conocer por señales ciertas el rastro de personas y animales. Mudaron su nombre en el de miquelets en memoria, dice el mismo autor, de Miquelot de Prats, compañero del famoso César Borja. Pudo en aquel siglo y aun después convenir semejante ordenación de paisanos, aunque muchos lo han puesto en duda; mas de ningún modo era acomodada al nuestro faltándole la conveniente disciplina y subordinación.

Acudieron también a Cataluña, por el propio tiempo, parte de las tropas de las islas Baleares. Al principio se habían negado sus habitantes a desprenderse de aquella fuerza, temerosos de un desembarco. Pero en julio, más tranquilos, convinieron en que la guarnición de Mahón con el marqués del Palacio, que mandaba en Menorca desde el principio de la insurrección, se hiciese a la vela para Cataluña. Dicho general, si bien había suscitado alteraciones de que hubieran podido resultar males y abierta división entre las dos islas de Mallorca y Menorca, habíase sin embargo mantenido firmemente adicto a la causa de la patria, y contestado con dignidad y energía a las insidiosas propuestas que le hicieron los franceses de Barcelona y sus parciales.

El 20 de julio salió pues de Menorca la expedición, compuesta de 4630 hombres, con muchos víveres y pertrechos, y el 23 desembarcó en Tarragona. Dio su llegada grande impulso a la defensa de Cataluña, y trasladándose sin tardanza de Lérida a aquel puerto la junta del principado, nombró por su presidente al marqués del Palacio, y se instaló solemnemente el 6 de agosto.

Se empezó desde entonces en aquella parte de España a hacer la guerra de un modo mejor y más concertado. Al principio, sin otra guía ni apoyo que el valor de sus habitantes, redújose por lo general a ser defensiva y a incomodar separadamente al enemigo. Con este fin determinó el nuevo jefe tomar la ofensiva, reforzando la línea de somatenes que cubría la orilla del Llobregat. Escogió para mandar la tropa que enviaba a aquel punto al brigadier conde de Caldagués, quien se juntó con el coronel Baguet, jefe de los somatenes. La presencia de esta gente incomodaba a Lecchi, comandante de Barcelona en ausencia de Duhesme, mayormente cuando por mar le bloqueaban dos fragatas inglesas, de una de las cuales era capitán el después tan conocido y famoso Lord Cochrane. Temíase el francés cualquier tentativa, y creció su cuidado luego que supo haber los somatenes recobrado el 31 a Mongat con la ayuda de dicho Cochrane, y capitaneados por Don Francisco Barceló.

No queriendo desperdiciar la ocasión, y valiéndose de la inquietud y sobresalto del enemigo, pensó el marqués del Palacio en socorrer a Gerona. Al efecto y creyendo que por sí y los somatenes podría distraer bastantemente la atención de Lecchi, dispuso que el conde de Caldagués saliese de Martorell el 6 de agosto con tres compañías de Soria y una de granaderos de Borbón, alrededor de cuyo núcleo esperaba que se agruparían los somatenes del tránsito. Así sucedió, agregándose sucesivamente Miláns, Clarós y otros al conde de Caldagués, que se encaminó por Tarrasa, Sabadell y Granollers a Hostalrich. El 15 se aproximaron todos a Gerona, y en Castellá, celebrándose un consejo de guerra y de concierto con los de la plaza, se resolvió atacar a los franceses al día siguiente. Contaban los españoles 10.000 hombres, por la mayor parte somatenes.

Veamos ahora lo que allí había ocurrido desde que el enemigo la había embestido en los últimos días de julio. El número de los sitiadores, si no se ha olvidado, ascendía a cerca de 9000 hombres; el de los nuestros, dentro del recinto, a 2000 veteranos, y además el vecindario, muy bien dispuesto y entusiasmado. Los franceses, fuese desacuerdo entre ellos, fuesen órdenes de Francia, o más bien el trastorno que les causaban las nuevas que recibían de todas las provincias de España, continuaron lentamente sus trabajos sin intentar antes del 12 de agosto ataque formal. Aquel día intimaron la rendición, y desechadas que fueron sus proposiciones rompieron el fuego a las doce de la noche del 13. Aviváronle el 14 y 15, acometiendo con particularidad del lado de Monjuich, nombre que se da, como en Barcelona, a su principal fuerte. Adelantaban en la brecha los enemigos, y muy luego hubiera estado practicable, si los sitiados, trabajando con ahinco y guiados por los oficiales de Ultonia, no se hubiesen empleado en su reparo.

Apurados, sin embargo, andaban a la sazón que el conde de Caldagués, colocado con su división en las cercanías, trató, estando todos de acuerdo, de atacar en la mañana del 16 las baterías que los sitiadores habían levantado contra Monjuich. Mas era tal el ardimiento de los soldados de la plaza, que sin aguardar la llegada de los de Caldagués, y mandados por Don Narciso de la Valeta, Don Enrique O’Donnell y Don Tadeo Aldea, se arrojaron sobre las baterías enemigas, penetraron hasta por sus troneras, incendiaron una, se apoderaron de otra y quemaron sus montajes. Hízose luego general la refriega: duró hasta la noche quedando vencedores los españoles, no obstante la superioridad del enemigo en disciplina y orden. Escarmentados los franceses abandonaron el sitio, y volviéndose Reille al siguiente día a Figueras, enderezó Duhesme sus pasos camino de Barcelona. Pero este no atreviéndose a repasar por Hostalrich ni tampoco por la marina, ruta en varios puntos cortada y defendida con buques ingleses, se metió por en medio de los montes perdiendo carros y cañones, cuyo transporte impedían lo agrio de la tierra y la celeridad de la marcha. Llegó Duhesme dos días después a la capital de Cataluña con sus tropas hambrientas y fatigadas y en lastimoso estado. Terminose así su segunda expedición contra Gerona, no más dichosa ni lucida que la primera.

Llevada en España a feliz término esta que podemos llamar su primer campaña, será bien volver nuestra vista a la que al propio tiempo acabaron los ingleses gloriosamente en Portugal.

Había aquel reino proseguido en su insurrección, y padecido bastantemente algunos de sus pueblos con la entrada de los franceses. Cupo suerte aciaga a Leiría y Nazareth, habiendo sido igualmente desdichada la de la ciudad de Évora. Era en Portugal difícil el arreglo y unión de todas sus provincias por hallarse interrumpidas las comunicaciones entre las del norte y mediodía, y arduo por tanto establecer un concierto entre ellas para lidiar ventajosamente contra los franceses. La junta de Oporto, animada de buen celo, mas desprovista de medios y autoridad, procedía lentamente en la organización militar, y de Galicia con escasez y tarde le llegaron cerca de 2000 hombres de auxilio. La junta de Extremadura envió por su lado una corta división a las órdenes de Don Federico Moreti, con cuya presencia se fomentó el alzamiento del Alentejo en tal manera grave a los ojos de Junot, que dio orden a Loison para pasar prontamente a aquella provincia, desamparando la Beira, en donde este general estaba, después de haber inútilmente pisado los lindes de Salamanca y las orillas de Duero. Supieron portugueses y españoles que se acercaban los enemigos, y al mando aquellos del general Francisco de Paula Leite, y los nuestros al del brigadier Moreti, los aguardaron fuera de las puertas de Évora, dentro de cuyos muros se había instalado la junta suprema de la provincia. Era el 29 de julio, y las tropas aliadas no ofreciendo sino un conjunto informe de soldados y paisanos mal armados y peor disciplinados, se dispersaron en breve, recogiéndose parte de ellos a la ciudad. Los enemigos avanzaron, mas tuvieron dentro que vencer la pertinaz resistencia de los vecinos y de muchos de los españoles refugiados allí después de la acción, y que, guiados por Moreti y sobre todo por Don Antonio María Gallego, disputaron a palmos algunas de las calles. El último quedó prisionero. La ciudad fue entregada por el enemigo a saco, desahogando este horrorosamente su rabia en casas y vecinos. Moreti con el resto de su tropa se acogió a la frontera de Extremadura. En ella y en la plaza de Olivenza reunía los dispersos el general Leite. También al mismo tiempo se ocupaba en el Algarbe el conde de Castromarín en allegar y disciplinar reclutas; mas tan loables esfuerzos así de esta parte como otros parecidos en la del norte de Portugal, no hubieran probablemente conseguido el anhelado objeto de libertar el suelo lusitano de enemigos sin la pronta y poderosa cooperación de la Gran Bretaña.

Desde el principio de la insurrección española había pensado aquel gobierno en apoyarla con tropas suyas. Así se lo ofreció a los diputados de Galicia y Asturias en caso que tal fuese el deseo de las juntas; mas estas prefirieron a todo los socorros de municiones y dinero, teniendo por infructuoso, y aun quizá perjudicial, el envío de gente. Era entonces aquella opinión la más acreditada, y fundábase en cierto orgullo nacional loable, mas hijo en parte de la inexperiencia. Daba fuerza y séquito a dicha opinión el desconcepto en que estaban en el continente las tropas inglesas, por haberse hasta entonces malogrado desde el principio de la revolución francesa casi todas sus expediciones de tierra. Sin embargo al paso que amistosamente no se admitió la propuesta, se manifestó que si el gobierno de S. M. B. juzgaba oportuno desembarcar en la península alguna división de su ejército, sería conveniente dirigirla a las costas de Portugal, en donde su auxilio serviría de mucho a los españoles poniéndoles a salvo de cualquier empresa de Junot.

Abrazó la idea el ministerio inglés, y una expedición preparada antes de levantarse España, y según se presume contra Buenos Aires, mudó de rumbo, y recibió la orden de partir para las costas portuguesas. Púsose a su frente al teniente general Sir Arthur Wellesley, conocido después con el nombre de duque de Wellington, y de quien daremos breve noticia, siendo muy principal el papel que representó en la guerra de la península.

Cuarto hijo Sir Arthur del vizconde Wellesley, conde de Mornington, había nacido en Irlanda en 1769, el mismo año que Napoleón. De Eton pasó a Francia, y entró en la escuela militar de Angers para instruirse en la profesión de las armas. Comenzó su carrera en la desastrada campaña que en 1793 acaudilló en Holanda el duque de York, donde se distinguió por su valor. Detenido a causa de temporales, no se hizo a la vela para América en 95, según lo intentaba, y solo en 97 se embarcó con dirección a opuestas regiones, yendo a la India oriental en compañía de su hermano mayor el marqués de Wellesley, nombrado gobernador. Se aventajó por su arrojo y pericia militar en la guerra contra Tipoo-Saib y los Máratas, ganándoles con fuerzas inferiores la batalla decisiva de Assaye. En 1805 de vuelta a Inglaterra tomó asiento en la cámara de los comunes, y se unió al partido de Pitt. Nombrado secretario de Irlanda, capitaneó después la tropa de tierra que se empleó en la expedición de Copenhague. Hombre activo y resuelto al paso que prudente, gozando ya de justo y buen concepto como militar, sobremanera aumentó su fama en las venturosas campañas de la península española.

Contaba ahora la expedición de su mando 10.000 hombres, los que bien provistos y equipados dieron la vela de Cork el 12 de julio. Al emparejar con la costa de España paráronse delante de la Coruña, en donde desembarcó el 20 su general Wellesley. Andaba a la sazón aquella junta muy atribulada con la rota de Rioseco, y nunca podrían haber llegado más oportunamente los ofrecimientos ingleses en caso de querer admitirlos. Reiterolos su jefe, pero la junta insistió en su dictamen, y limitándose a pedir socorros de municiones y dinero, indicó como más conveniente el desembarco en Portugal. Prosiguieron pues su rumbo, y poniéndose de acuerdo el general de la expedición con Sir Carlos Cotton, que mandaba el crucero frente de Lisboa, determinó echar su gente en tierra en la bahía de Mondego, fondeadero el más acomodado.

No tardó Wellesley en recibir aviso de que otras fuerzas se le juntarían, entre ellas las del general Spencer, antes en Jerez y Puerto de Santa María, y también 10.000 hombres procedentes de Suecia al mando de Sir Juan Moore. Reunidas que fuesen todas estas tropas con otros cuerpos sueltos, debían ascender en su totalidad a 30.000 hombres inclusos 2000 de caballería; pero con noticia tan placentera recibió otra el general Wellesley por cierto desagradable. Era pues que tomaría el mando en jefe del ejército Sir H. Dalrymple, haciendo de segundo bajo sus órdenes Sir H. Burrard. Recayó el nombramiento en el primero porque habiendo seguido buena correspondencia con Castaños y los españoles, se creyó que así se estrecharían los vínculos entre ambas naciones con la cumplida armonía de sus respectivos caudillos.

No obstante la mudanza que se anunciaba, prevínose al general Wellesley que no por eso dejase de continuar sus operaciones con la más viva diligencia. Autorizado este con semejante permiso, y quizá estimulado con la espuela del sucesor, trató sin dilación de abrir la campaña. Desembarcadas ya todas sus tropas en 5 de agosto, y arribando con las suyas el mismo día el general Spencer, pusiéronse el 9 en marcha hacia Lisboa. El 12 se encontraron en Leiría con el general portugués Bernardino Freire que mandaba 6000 infantes y 600 caballos de su nación. No se avinieron ambos jefes. Desaprobaba el portugués la ruta que quería tomar el británico, temeroso de que descubierta Coimbra fuese acometida por el general Loison, quien de vuelta ya del Alentejo había entrado en Tomar. Por tanto permaneció por aquella parte, cediendo solamente a los ingleses 1400 hombres de infantería y 250 de caballería que se les incorporaron. Wellesley prosiguió adelante, y el 15 avanzó hasta Caldas.

El desembarco de sus tropas había excitado en Lisboa y en todos los pueblos extremado júbilo y alegría, enflaqueciendo el ánimo de Junot y los suyos. Preveían su suerte, principalmente estando ya noticiosos de la capitulación de Dupont y retirada de José al Ebro. Derramadas sus fuerzas no ofrecían en ningún punto suficiente número para oponerse a 15.000 ingleses que avanzaban. Tomó sin embargo Junot providencias activas para reconcentrar su gente en cuanto le era dable. Ordenó a Loison dirigirse a la Beira y flanquear el costado izquierdo de sus contrarios, y a Kellermann que ahuyentando las cuadrillas de paisanos de Alcácer do Sal y su comarca evacuase a Setúbal y se le uniese. Negose a prestarle ayuda Siniavin, almirante de la escuadra rusa, fondeada en el Tajo, no queriendo combatir a no ser que acometiesen el puerto los buques ingleses.

Tampoco descuidó Junot celar que se mantuviese tranquila la populosa Lisboa, y para ello en nada acertó tanto como en dejar su gobierno al cuidado del general Travot, de todos querido y apreciado por su buen porte. Custodiáronse con particular esmero los españoles que yacían en pontones, y se atendió a conservar libres las orillas del Tajo. Los franceses allí avecindados se mostraron muy aficionados a los suyos, y deseosos de su triunfo formaron un cuerpo de voluntarios. El conde de Bourmont y otros emigrados, a quienes durante la revolución se habían prodigado en Lisboa favores y consuelo, se unieron a sus compatriotas solicitando con instancia el mencionado conde que se le emplease en el estado mayor.

Tomadas estas disposiciones, pareciole a Junot ser ocasión de ponerse a la cabeza de su ejército, e ir al encuentro de los ingleses. Pero antes habían estos venido a las manos cerca de Roliça con el general Delaborde, quien saliendo de Lisboa el 6 de agosto y juntándose en Óbidos con el general Thomières y otros destacamentos, había avanzado a aquel punto al frente de 5000 hombres.

Eran sus instrucciones no empeñar acción hasta que se le agregasen las tropas en varios puntos esparcidas, y limitarse a contener a los ingleses. No le fue lícito cumplir aquellas, viéndose obligado a pelear con el ejército adversario. Había este salido de su campo de Caldas en la madrugada del 17, y encaminádose hacia Óbidos. Se extiende desde allí hasta Roliça un llano arenoso cubierto de matorrales y arbustos terminado por agrias colinas, las que prolongándose del lado de Columbeira casi cierran por su estrechura y tortuosidad el camino que da salida al país situado a su espalda. Delaborde tomó posición en un corto espacio que hay delante de Roliça, pueblo asentado en la meseta de una de aquellas colinas, y de cuyo punto dominaba el terreno que habían de atravesar los ingleses. Acercábanse estos divididos en tres trozos: mandaba el de la izquierda el general Ferguson, encargado de rodear por aquel lado la posición de Delaborde y de observar si Loison intentaba incorporársele. El capitán Trant con los portugueses debía por la derecha molestar el costado izquierdo de los franceses, quedando en el centro el trozo más principal, compuesto de cuatro brigadas y a las órdenes inmediatas de Sir Arthur, de cuyo número se destacó por la izquierda la del general Fane para darse la mano con la de Ferguson, del mismo modo que por la derecha y para sostener a los portugueses se separó la del general Hill.

Delaborde no creyéndose seguro en donde estaba, con prontitud y destreza se recogió amparado de su caballería detrás de Columbeira, en paraje de difícil acceso, y al que solo daban paso unas barrancas de pendiente áspera y con mucha maleza. Entonces los ingleses variaron la ordenación del ataque; y uniéndose los generales Fane y Ferguson para rodear el flanco derecho del enemigo, acometieron su frente de posición muy fuerte los generales Hill y Nightingale. Defendiéronse los franceses con gran bizarría, y cuatro horas duró la refriega. Delaborde herido y perdida la esperanza de que se le juntara Loison, pensó entonces en retirarse, temeroso de ser del todo deshecho por las fuerzas superiores de sus contrarios. Primeramente retrocedió a Azambujeira, disputando el terreno con empeño. Hizo después una corta parada, y al fin tomó el angosto camino de Runha, andando toda la noche para colocarse ventajosamente en Montechique. Perdieron los ingleses 500 hombres, 600 los franceses. Gloriosa fue aquella acción para ambos ejércitos; pues peleando briosamente, si favoreció a los últimos su posición, eran los primeros en número muy superiores. Con la victoria recobraron confianza los soldados ingleses, menguada por anteriores y funestas expediciones; y de allí tomó principio la fama del general Wellesley, acrecentada después con triunfos más importantes.

No había Loison acudido a unirse con Delaborde receloso de comprometer la suerte de su división. Sabía que los ingleses habían llegado a Leiría, le observaban de cerca los portugueses y unos 1500 españoles que de Galicia había traído el marqués de Valladares; el país se mostraba hostil, y así no solo juzgó imprudente empeñarse en semejante movimiento, sino que también abandonando a Tomar, siguió por Torres Novas a Santarén y el 17 se incorporó en Cercal con Junot. Los portugueses luego que le vieron lejos, entraron en Abrantes y se apoderaron de casi todo un destacamento que allí había dejado.

Junot por su parte, según acabamos de indicar, se había ya adelantado. El 15 de agosto después de celebrar con gran pompa la fiesta de Napoleón, por la noche y muy a las calladas había salido de Lisboa. Falsas nuevas y el estado de su gente le retardaron en la marcha, y no le fue dado antes del 20 reunir sus diversas y separadas fuerzas. Aquel día aparecieron juntas en Torres Vedras, y se componían de 12.000 infantes y 1500 caballos. Quedaban además las competentes guarniciones en Elvas, Almeida, Peniche, Palmela, Santarén y en los fuertes de Lisboa. Mandaba la 1.ª división francesa el general Delaborde, la 2.ª Loison, y Kellermann la reserva. La caballería y artillería se pusieron al cuidado de los generales Margaron y Taviel, y en la última arma mandaba la reserva el coronel entonces, y después general Foy, célebre y bajo todos respectos digno de loa.

Era más numeroso el ejército inglés. Se le habían nuevamente agregado 4000 hombres a las órdenes de los generales Anstruther y Acland, y constaba en todo de más de 18.000 combatientes. Carecía de la suficiente caballería, limitándose a 200 jinetes ingleses y 250 portugueses. Después de la acción de Roliça no había Wellesley perseguido a su contrario. Para proteger el desembarco en Maceira de los 4000 hombres mencionados, había avanzado hasta Vimeiro, en donde casi al propio tiempo se le anunció la llegada con 11.000 hombres de Sir Juan Moore. A este le ordenó que saltase con su gente en tierra en Mondego, y que yendo del lado de Santarén cubriese la izquierda del ejército. No tardó tampoco en saberse la llegada de Sir H. Burrard nombrado segundo de Dalrymple en el mando: noticia por cierto poco grata para el general Wellesley, que esperaba por aquellos días coger nuevos laureles. Su plan de ataque estaba ya combinado. Con pleno conocimiento del terreno, tomando un camino costero, escabroso y estrecho, pensaba flanquear la posición de Torres Vedras, y colocándose en Mafra interponerse entre Junot y Lisboa. Había escogido aquellos vericuetos y ásperos sitios por considerarlos ventajosos para quien como él andaba escaso de caballería. Al aviso de estar cerca Burrard suspendió Wellesley su movimiento y se avistó a bordo con aquel general. Conferenciaron acerca del plan concertado, y juzgando Burrard ser arriesgada cualquier tentativa en tanto que Moore no se les uniese, dispuso aguardarle y que permaneciese su ejército en la posición de Vimeiro.

Tuvo empero la dicha el general Wellesley de que Junot, no queriendo dar tiempo a que se juntasen todas las fuerzas británicas, resolvió atacar inmediatamente a las que en Vimeiro se mantenían tranquilas.

Está situado aquel pueblo no lejos del mar en una cañada por donde corre el río Maceira. Al norte se eleva una sierra cortada al oriente por un escarpe en cuya hondonada está el lugar de Toledo. En dicha sierra no habían al principio colocado los ingleses sino algunos destacamentos. Al sudoeste se percibe un cerro en parte arbolado que por detrás continúa hacia poniente con cimas más erguidas. Seis brigadas inglesas ocupaban aquel puesto. Había otras dos a la derecha del río en una eminencia escueta y roqueña que se levanta delante de Vimeiro. En la cañada o valle se situaron los portugueses y la caballería.

A las ocho de la mañana del 21 de agosto se divisaron los franceses viniendo de Torres Vedras. Imaginose Wellesley ser su intento atacar la izquierda de su ejército, que era la sierra al norte; y como estaba desguarnecida encaminó a aquel punto, una tras de otra, cuatro de las seis brigadas que coronaban las alturas de sudoeste y que era su derecha. No había sido tal el pensamiento de los franceses. Mas observando su general dicho movimiento, envió sucesivamente para sostener a un regimiento de dragones, hacia allí destacado, dos brigadas al mando de los generales Brenier y Solignac.

No por eso desistió Junot de proseguir en el plan de ataque que había concebido, y cuyo principal blanco era la eminencia situada delante de Vimeiro, en donde estaban apostadas, según hemos dicho, dos brigadas inglesas, las cuales se respaldaban contra otras dos que aún permanecían en las alturas de sudoeste.

Rompió el combate el general Delaborde, siguió a poco Loison, y por instantes arreció lap. 62 pelea furiosamente. La reserva bajo las órdenes de Kellermann, viendo que los suyos no se apoderaban de la eminencia, fue en su ayuda, y en uno de aquellos acometimientos hirieron a Foy. Rechazaban los ingleses a sus intrépidos contrarios, aunque a veces flaqueaba alguno de sus cuerpos. Junot en la reserva observaba y dirigía el principal ataque sin descuidar su derecha. Mas en aquella no tuvieron ventura los generales Solignac y Brenier, habiendo sido uno herido y otro prisionero.

A las doce del día, después de tres horas de inútil lucha y disminuido el ejército francés con la pérdida de más de 1800 hombres, determinaron sus generales retirarse a una línea casi paralela a la que ocupaban los ingleses. Estos con parte de su fuerza todavía intacta consideraron entonces como suya la victoria, habiéndose apoderado de 13 cañones, y solo contando entre muertos y heridos unos 800 hombres. Parecía que era llegado el tiempo de perseguir a los vencidos con las tropas de refresco. Tal era el dictamen de Sir Arthur Wellesley, sin que ya fuese dueño de llevarle a cabo. Durante la acción había llegado al campo el general Burrard, a quien correspondía el mando en jefe. Con escrúpulo cortesano dejó a Wellesley rematar una empresa dichosamente comenzada. Pero al tratar de perseguir al enemigo, recobrando su autoridad, opúsose a ello, e insistió en aguardar a Moore. De prudencia pudo graduarse semejante opinión antes de la batalla: tanta precaución ahora si no disfrazaba celosa rivalidad, excedía los límites de la timidez misma.

Los franceses por la tarde sin ser incomodados se fueron a Torres Vedras. El 22 celebró Junot consejo de guerra, en el que acordaron abrir negociaciones con los ingleses por medio del general Kellermann, no dejando de continuar su retirada a Lisboa. Así se ejecutó; pero al tocar el negociador francés las líneas inglesas, había desembarcado ya y tomado el mando Sir H. Dalrymple. Con lo que en menos de dos días tres generales se sucedieron en el campo británico: mudanza perjudicial a las operaciones militares y a los tratos que siguieron, apareciendo cuán erradamente a veces proceden aun los gobiernos más prácticos y advertidos. Propuso Kellermann un armisticio, conformose el general inglés y se nombró para concluirle a Sir Arthur Wellesley. Convinieron los negociadores en ciertos artículos que debían servir de base a un tratado definitivo. Fueron los más principales: 1.º Que el ejército francés evacuaría a Portugal, siendo transportado a Francia con artillería, armas y bagaje por la marina británica. 2.º Que a los portugueses y franceses avecindados no se les molestaría por su anterior conducta política, pudiendo salir del territorio portugués con sus haberes en cierto plazo: y 3.º Que se consideraría neutral el puerto de Lisboa durante el tiempo necesario y conforme al derecho marítimo, a fin de que la escuadra rusa diese la vela sin ser a su salida incomodada por la británica. Señalose una línea de demarcación entre ambos ejércitos, quedando obligados recíprocamente a avisarse 48 horas de antemano en caso de volver a romperse las hostilidades.

Mientras tanto Junot había el 23 entrado en Lisboa, en donde los ánimos andaban muy alterados. Con la noticia de la acción de Roliça hubiérase el 20 conmovido la población a no haberla contenido con su prudencia el general Travot. Mas permaneciendo viva la causa de la fermentación pública, hubieron los franceses de acudir a precauciones severas, y aun al miserable y frágil medio de esparcir falsas nuevas, anunciando que habían ganado la batalla de Vimeiro. De poco hubieran servido sus medidas y artificios si oportunamente no hubiera llegado con su ejército el general Junot. A su vista forzoso le fue al patriotismo portugués reprimir ímpetus inconsiderados.

Por otra parte el armisticio tropezaba con obstáculos imprevistos. El general Bernardino Freire agriamente representó contra su ejecución, no habiendo tenido cuenta en lo estipulado ni con su ejército, ni con la junta de Oporto, ni tampoco con el príncipe regente de Portugal, cuyo nombre no sonaba en ninguno de los artículos. Aunque justa hasta cierto punto, fue desatendida tal reclamación. No pudo serlo la de Sir C. Cotton, comandante de la escuadra británica, quien no quiso reconocer nada de lo convenido acerca de la neutralidad del puerto y de los buques rusos allí anclados. Tuvieron pues que romperse las negociaciones.

Mucho incomodó a Junot aquel inesperado suceso; y escuchando antes que a sus apuros a la altivez de su pecho engreído con no interrumpida ventura, dispúsose a guerrear a todo trance. Mas sin recursos, angustiados los suyos y reforzados los contrarios con la división de Moore y un regimiento que el general Beresford traía de las aguas de Cádiz, se le ofrecían insuperables dificultades. Aumentábanse estas con el brío adquirido por la población portuguesa, la que después de las victorias alcanzadas, de tropel acudía a Lisboa y estrechaba las cercanías. Carecía también de la conveniente cooperación del almirante ruso, indiferente a su suerte y firme en no prestarle ayuda. Tal porte enfureció tanto más a Junot, cuanto la estancia de aquella escuadra en el Tajo había sido causa del rompimiento de las negociaciones entabladas. Así mal de su grado, solo y vencido de la amarga situación de su ejército, cedió Junot y asintió a la famosa convención concluida en Lisboa el 30 de agosto entre el general Kellermann y J. Murray, cuartel-maestre del ejército inglés. El ruso ajustó por sí en 3 de septiembre un convenio con el almirante inglés, según el cual entregaba en depósito su escuadra al gobierno británico hasta seis meses después de concluida la paz entre sus gobiernos respectivos, debiendo ser transportados a Rusia los jefes, oficiales y soldados que la tripulaban.

La convención entre francesas e ingleses llamose malamente de Cintra, por no haber sido firmada allí ni ratificada. Constaba de 22 artículos y además otros tres adicionales, partiendo de la base del armisticio antes concluido. Los franceses no eran considerados como prisioneros de guerra, y debían los ingleses transportarlos a cualquier puerto occidental de Francia entre Rochefort y Lorient. En el tratado se incluían las guarniciones de las plazas fuertes. Los españoles detenidos en pontones o barcos en el Tajo, se entregaban a disposición del general inglés, en trueque de los franceses que sin haber tomado parte en la guerra hubieran sido presos en España. No eran por cierto muchos, y los más habían ya sido puestos en libertad. Entre los que todavía permanecían arrestados soltó los suyos la junta de Extremadura, condescendiendo con los deseos del general inglés. El número de españoles que gemían en Lisboa presos ascendía a 3500 hombres, procedentes de los regimientos de Santiago y Alcántara de caballería, de un batallón de tropas ligeras de Valencia, de granaderos provinciales y varios piquetes; los cuales bien armados y equipados desembarcaron en octubre a las órdenes del mariscal de campo Don Gregorio Laguna en la Rápita de Tortosa y en los Alfaques. Los demás artículos de la convención tuvieron sucesivamente cumplido efecto. Algunos de ellos suscitaron acaloradas disputas: sobre todo los que tenían relación con la propiedad de los individuos. Esto, y falta de transportes, dilataron la partida de los franceses.

Causaba su presencia desagradable impresión, y tuvieron los ingleses que velar noche y día para que no se perturbase la tranquilidad de Lisboa. No tanto ofendía a sus habitantes la franca salida que por la convención se daba a sus enemigos, cuanto el poco aprecio con que en ella eran tratados el príncipe regente y su gobierno. No se mentaba ni por acaso su nombre, y si en el armisticio había cabido la disculpa de ser un puro convenio militar, en el nuevo tratado en que se mezclaban intereses políticos no era dado alegar las mismas razones. De aquí se promovió un reñido altercado entre la junta de Oporto y los generales ingleses. Al principio quisieron estos aplacar el enojo de aquella; mas al fin desconocieron su autoridad y la de todas las juntas creadas en Portugal. Restablecieron en 18 de septiembre conforme a instrucción de su gobierno la regencia que al partir al Brasil había dejado el príncipe Don Juan, y tan solo descartaron las personas ausentes o comprometidas con los franceses. Portugal reconoció el nuevo gobierno y se disolvieron todas sus juntas.

El 13 de septiembre dio la vela Junot y su nave dirigió el rumbo a La Rochelle. El 30 todas sus tropas estaban ya embarcadas, y unas en pos de otras arribaron a Guiberon y Lorient. Faltaban las de las plazas, para cuya salida hubo nuevos tropiezos. Elvas sitiada por los españoles. El general español Don José de Arce por orden de la junta de Extremadura había asediado el 7 de septiembre a Elvas, y obligado al comandante francés Girod de Novilars a encerrarse en el fuerte de La Lippe. Sobrado tardía era en verdad la tentativa de los españoles, y llevaba traza de haberse imaginado después de sabida la convención entre franceses e ingleses. Despacharon estos para cumplirla en aquella plaza un regimiento, pero Arce y la junta de Extremadura se opusieron vivamente a que se dejase ir libres a los que sus soldados sitiaban. Cruzáronse escritos de una y otra parte, hubo varias y aun empeñadas explicaciones, mas al cabo se arregló todo amistosamente con el coronel inglés Graham. No anduvieron respecto de Almeida más dóciles los portugueses, quienes cercaban la plaza. Hasta primeros de octubre no se removieron los obstáculos que se oponían a la entrega, y aun entonces hubo de serles a los franceses harto costosa. Libres ya y próximos a embarcarse en Oporto, sublevose el pueblo de aquella ciudad con haber descubierto entre los equipajes ornamentos y alhajas de iglesia. Despojados de sus armas y haberes debieron la vida a la firmeza del inglés Sir Roberto Wilson que mandaba un cuerpo de portugueses, conteniendo a duras penas la embravecida furia popular.

Con el embarco de la guarnición de Almeida quedaba del todo cumplida la convención llamada de Cintra. Fue penosa la travesía de las tropas francesas, maltratado el convoy por recios temporales. Cerca de 2000 hombres perecieron, naufragando tripulaciones y transportes: 22.000 arribaron a Francia, 29.000 habían pisado el suelo portugués. Pocos meses adelante los mismos soldados aguerridos y mejor disciplinados volvieron de refresco sobre España.

La convención no solamente indignó a los portugueses y fue censurada por los españoles, sino que también levantó contra ella el clamor de la Inglaterra misma. Llenos de satisfacción y contento habían estado sus habitantes al eco de las victorias de Roliça y Vimeiro. De ello fuimos testigos, y de los primeros. Traemos a la memoria que en 1.º de septiembre y a cosa de las nueve de la noche asistiendo a un banquete en casa de Mr. Canning, se anunció de improviso la llegada del capitán Campbell portador de ambas nuevas. Estaban allí presentes los demás ministros británicos, y a pesar de su natural y prudente reserva, con las victorias conseguidas desabrocharon sus pechos con júbilo colmado. No menor se mostró en todas las ciudades y pueblos de la gran Bretaña. Pero enturbiole bien luego la capitulación concedida a Junot, creciendo el enojo a par de lo abultado de las esperanzas. Muchos decían que los españoles hubieran conseguido triunfo más acabado. Tan grande era el concepto del brío y pericia militar de nuestra nación, exagerado entonces, como después sobradamente deprimido al llegar derrotas y contratiempos. Aparecía el despecho y la ira hasta en los papeles públicos, cuyas hojas se orlaban con bandas negras, pintando también en caricaturas e impresos a sus tres generales colgados de un patíbulo afrentoso. Cundió el enojo de los particulares a las corporaciones, y las hubo que elevaron hasta el solio enérgicas representaciones. Descolló entre todas la del cuerpo municipal de Londres. No en vano levanta en Inglaterra su voz la opinión nacional. A ella tuvieron que responder los ministros ingleses, nombrando una comisión que informase acerca del asunto, y llamando a los tres generales Dalrymple, Burrard y Wellesley para que satisficiesen a los cargos. Hubo en el examen de su conducta varios incidentes, mas al cabo conformándose S. M. B. con el unánime parecer de la comisión, declaró no haber lugar a la formación de causa, al paso que desechó los artículos de la convención, cuyo contenido podría ofender o perjudicar a españoles y portugueses. Decisión que a pocos agradó, y sobre la que se hicieron justos reparos.

Nosotros creemos que si bien hubieran podido sacarse mayores ventajas de las victorias de Roliça y Vimeiro, fue empero de gran provecho el que se desembarazase a Portugal de enemigos. Con la convención se consiguió pronto aquel objeto; sin ella quizá se hubiera empeñado una lucha más larga, y España embarazada con los franceses a la espalda no hubiera tan fácilmente podido atender a su defensa y arreglo interior.

Estas pues habían sido las victorias conseguidas por las armas aliadas antes del mes de septiembre en el territorio peninsular, con las que se logró despejar su suelo hasta las orillas de Ebro. Por el mismo tiempo fueron también de entidad los tratos y conciertos que hubo entre el gobierno de S. M. B. y las juntas españolas, los cuales dieron ocasión a acontecimientos importantes.

Hablamos en su origen del modo lisonjero con que habían sido tratados los diputados de Asturias y Galicia. Se habían ido estrechando aquellas primeras relaciones, y además de los cuantiosos auxilios mencionados y que en un principio se despacharon a España, fueron después otros nuevos y pecuniarios. Creciendo la insurrección y afirmándose maravillosamente, dio S. M. B. una prueba solemne de adhesión a la causa de los españoles, publicando en 4 de julio una declaración por la que se renovaban los antiguos vínculos de amistad entre ambas naciones. Realmente estaban ya restablecidos desde primeros de junio; pero a mayor abundamiento quísose dar a la nueva alianza toda autoridad por medio de un documento público y de oficio.

La unión franca y leal de ambos países, y el tropel portentoso de inesperados sucesos habían excitado en Inglaterra un vivo deseo de tomar partido con los patriotas españoles. No se limitó aquel a los naturales, no a aventureros ansiosos de buscar fortuna. Cundió también a extranjeros y subió hasta personajes célebres e ilustres. Los diputados españoles careciendo de la competente facultad se negaron constantemente a escuchar semejantes solicitudes. Sería prolijo reproducir aun las más principales. Contentarémonos con hacer mención de dos de las más señaladas. Fue una la del general Dumourier: con ahínco solicitaba trasladarse a la península, y tener allí un mando, o por lo menos ayudar de cerca con sus consejos. Figurábase que ellos y su nombre desbaratarían las huestes de Napoleón. Tachado de vario e inconstante en su conducta, y también de poco fiel a su patria, mal hubiera podido merecer la confianza de otra adoptiva. De muy diverso origen procedía la segunda solicitud, y de quien bajo todos respectos y por sus desgracias y las de su familia merecía otro miramiento y atención. Sin embargo no les fue dado a los diputados acceder al noble sacrificio que quería hacer de su persona el conde de Artois [hoy Carlos X de Francia] partiendo a España a pelear en las filas españolas.

Acompañaron a estas gestiones otras no dignas de olvido. Pocos días habían corrido después de la llegada a Londres de los diputados de Asturias, cuando el duque de Blacas [entonces conde] se les presentó a nombre de Luis XVIII, ilustre cabeza de la familia de Borbón, con objeto de reclamar el derecho al trono español que asistía a la rama de Francia, extinguida que fuese la de Felipe V. Evitando tan espinosa cuestión por anticipada, se respondió de palabra y con el debido acatamiento a la reclamación de un príncipe desventurado y venerable, lejos todavía de imaginarse que la insurrección de España le serviría de primer escalón para recuperar el trono de sus mayores. Más secamente se replicó a la nota, que al mismo propósito escribió a los diputados en favor de su amo, el príncipe de Castelcicala, embajador de Fernando IV, rey de las dos Sicilias. Provocó la diferencia en la contestación el modo poco atento y desmañado con que dicho embajador se expresó, pues al paso que reivindicaba derechos de tal cuantía, estudiosamente aun en el estilo esquivaba reconocer la autoridad de las juntas. La relación de estos hechos muestra la importancia que ya todos daban a la insurrección de España, deprimida entonces y desfigurada por Napoleón.

Pero si bien eran lisonjeros aquellos pasos, no podían fijar tanto la atención de los diputados como otros negocios que particularmente interesaban al triunfo de la buena causa. Para su prosecución se agregaron en primeros de julio a los de Galicia y Asturias los diputados de Sevilla el teniente general Don Juan Ruiz de Apodaca y el mariscal de campo Don Adrián Jácome. Unidos no solamente promovieron el envío de socorros, sino que además volvieron la vista al Norte de Europa. Despacharon a Rusia un comisionado, mas ya fuese falta suya o que aquel gabinete no estuviese todavía dispuesto a desavenirse con Francia, la tentativa no tuvo ninguna resulta. Mas dichosa fue la que hicieron para libertar la división española que estaba en Dinamarca a las órdenes del marqués de la Romana, merced al patriotismo de sus soldados, y a la actividad y celo de la marina inglesa.

Hubiérase achacado a desvarío pocos meses antes el figurarse siquiera que aquellas tropas a tan gran distancia de su patria y rodeadas del inmenso poder y vigilancia de Napoleón, pisarían de nuevo el suelo español burlándose de precauciones, y aun sirviéndoles para su empresa las mismas que contra su libertad se habían tomado. Constaba a la sazón su fuerza de 14.198 hombres, y se componía de la división que en la primavera de 1807 había salido de España con el marqués de la Romana, y de la que estaba en Toscana y se le juntó en el camino. Por agosto de aquel año y a las órdenes del mariscal Bernadotte, príncipe de Ponte-Corvo, ocupaban dichas divisiones a Hamburgo y sus cercanías, después de haber gloriosamente peleado algunos de los cuerpos en el sitio de Stralsunda. Resuelto Napoleón a enseñorearse de España, juzgó prudente colocarlos en paraje más seguro, y con pretexto de una invasión en Suecia los aisló y dividió en el territorio danés. Estrecholos así entre el mar y su ejército. Napoleón determinó que ejecutasen aquel movimiento en marzo de 1808. Cruzó la vanguardia el pequeño Belt y desembarcó en Fionia. La impidió atravesar el gran Belt e ir a Zelandia la escuadra inglesa que apareció en aquellas aguas. Lo restante de la fuerza española detenida en el Schleswig, se situó después en las islas de Langeland y Fionia y en la península de Jutlandia. Así continuó, excepto los regimientos de Asturias y Guadalajara que de noche y precavidamente consiguieron pasar el gran Belt y entrar en Zelandia. Las novedades de España aunque alteradas y tardías habían penetrado en aquel apartado reino. Pocas eran las cartas que los españoles recibían, interceptando el gobierno francés las que hablaban de las mudanzas intentadas o ya acaecidas. Causaba el silencio desasosiego en los ánimos, y aumentaba el disgusto el verse las tropas divididas y desparramadas.

En tal congoja recibiose en junio un despacho de Don Mariano Luis de Urquijo para que se reconociese y prestase juramento a José, con la advertencia «de que se diese parte si había en los regimientos algún individuo tan exaltado que no quisiera conformarse con aquella soberana resolución, desconociendo el interés de la familia real y de la nación española.» No acompañaron a este pliego otras cartas o correspondencia, lo que despertó nuevas sospechas. También el 24 del mismo mes había al propio fin escrito al de la Romana el mariscal Bernadotte. El descontento de soldados y oficiales era grande, los susurros y hablillas muchos, y temíanse los jefes alguna seria desazón. Por tanto adoptáronse para cumplir la orden recibida convenientes medidas, que no del todo bastaron. En Fionia salieron gritos de entre las filas de Almansa y Princesa de viva España y muera Napoleón, y sobre todo el tercer batallón del último regimiento anduvo muy alterado. Los de Asturias y Guadalajara abiertamente se sublevaron en Zelandia, fue muerto un ayudante del general Fririon, y este hubiera perecido si el coronel del primer cuerpo no le hubiese escondido en su casa. Rodeados aquellos soldados fueron desarmados por tropas danesas. Hubo también quien juró con condición de que José hubiese subido al trono sin oposición del pueblo español. Cortapisa honrosa y que ponía a salvo la más escrupulosa conciencia, aun en caso de que obligase un juramento engañoso, cuyo cumplimiento comprometía la suerte e independencia de la patria.

Mas semejantes ocurrencias excitaron mayor vigilancia en el gobierno francés. Aunque ofendidos e irritados, calladamente aguantaban los españoles hasta poder en cuerpo o por separado libertarse de la mano que los oprimía. El mismo general en jefe viose obligado a reconocer al nuevo rey, dirigiéndole, como a Bernadotte, una carta harto lisonjera. La contradicción que aparece entre este paso y su posterior conducta se explica con la situación crítica de aquel general y su carácter; por lo que daremos de él y de su persona breve noticia.

Don Pedro Caro y Sureda marqués de la Romana, de una de las más ilustres casas de Mallorca, había nacido en Palma, capital de aquella isla. Su edad era la de 46 años, de pequeña estatura, mas de complexión recia y enjuta, acostumbrado su cuerpo a abstinencia y rigor. Tenía vasta lectura no desconociendo los autores clásicos latinos y griegos, cuyas lenguas poseía. De la marina pasó al ejército al empezar la guerra de Francia en 1793, y sirvió en Navarra a las órdenes de su tío Don Juan Ventura Caro. Yendo de allí a Cataluña ascendió a general, y mostrose entendido y bizarro. Obtuvo después otros cargos. Habiendo antes viajado en Francia, se le miró como hombre al caso para mandar la fuerza española que se enviaba al Norte. Faltábale la conveniente entereza, pecaba de distraído, cayendo en olvidos y raras contradicciones. Juguete de aduladores, se enredaba a veces en malos e inconsiderados pasos. Por fortuna en la ocasión actual no tuvieron cabida aviesas insinuaciones, así por la buena disposición del marqués, como también por ser casi unánime en favor de la causa nacional la decisión de los oficiales y personas de cuenta que le rodeaban.

Bien pronto en efecto se les ofreció ocasión de justificar los nobles sentimientos que los animaban. Desde junio los diputados de Galicia y Asturias habían procurado por medio de activa correspondencia ponerse en comunicación con aquel ejército; mas en vano: sus cartas fueron interceptadas o se retardaron en su arribo. También el gobierno inglés envió un clérigo católico de nombre Robertson, el que si bien consiguió abocarse con el marqués de la Romana, nada pudo entre ellos concluirse ni determinarse definitivamente. Mientras tanto llegaron a Londres Don Juan Ruiz de Apodaca y Don Adrián Jácome, y como era urgente sacar, por decirlo así, de cautiverio a los soldados españoles de Dinamarca, concertáronse todos los diputados y resolvieron que los de Andalucía enviasen al Báltico a su secretario, el oficial de marina Don Rafael Lobo, sujeto capaz y celoso. Proporcionó buque el gobierno inglés, y haciéndose a la vela en julio arribó Lobo el 4 de agosto al gran Belt, en donde con el mismo objeto se había apostado a las órdenes de Sir R. Keats parte de la escuadra inglesa que cruzaba en los mares del Norte.

Don Rafael Lobo ancló delante de las islas dinamarquesas, a tiempo que en aquellas costas se había despertado el cuidado de los franceses por la presencia y proximidad de dicha escuadra. Deseoso de avisar su venida empleó Lobo inútilmente varios medios de comunicar con tierra. Empezaba ya a desesperanzar, cuando el brioso arrojo del oficial de voluntarios de Cataluña Don Juan Antonio Fábregues, puso término a la angustia. Había este ido con pliegos desde Langeland a Copenhague. A su vuelta con propósito de escaparse, en vez de regresar por el mismo paraje, buscó otro apartado, en donde se embarcó mediante un ajuste con dos pescadores. En la travesía columbrando tres navíos ingleses fondeados a cuatro leguas de la costa, arrebatado de noble inspiración tiró del sable y ordenó a los dos pescadores, únicos que gobernaban la nave, hacer rumbo a la escuadra inglesa. Un soldado español que iba en su compañía ignorando su intento, arredrose y dejó caer el fusil de las manos. Con presteza cogió el arma uno de los marineros, y mal lo hubiera pasado Fábregues, si pronto y resuelto este, dando al danés un sablazo en la muñeca, no le hubiese desarmado. Forzados pues se vieron los dos pescadores a obedecer al intrépido español. Déjase discurrir de cuánto gozo se embargarían los sentidos de Fábregues al encontrarse a bordo con Lobo, como también cuánta sería la satisfacción del último cerciorándose de que la suerte le proporcionaba seguro conducto de tratar y corresponder con los jefes españoles.

No desperdiciaron ni uno ni otro el tiempo que entonces era a todos precioso. Fábregues a pesar del riesgo se encargó de llevar la correspondencia, y de noche y a hurtadillas le echó en la costa de Langeland un bote inglés. Avistose a su arribo y sin tardanza con el comandante español, que también lo era de su cuerpo, Don Ambrosio de la Cuadra, confiado en su militar honradez. No se engañó porque asintiendo este a tan digna determinación, prontamente y disfrazado despachó al mismo Fábregues para que diese cuenta de lo que pasaba al marqués de la Romana. Trasladose a Fionia en donde estaba el cuartel general, y desempeñó en breve y con gran celo su encargo.

Causaron allí las nuevas que traía profunda impresión. Crítica era en verdad y apurada la posición de su jefe. Como buen patricio anhelaba seguir el pendón nacional, mas como caudillo de un ejército pesábale la responsabilidad en que incurriría si su noble intento se desgraciaba. Perplejo se hubiera quizá mantenido a no haberle estimulado con su opinión y consejos los demás oficiales. Decidiose en fin al embarco, y convino secretamente con los ingleses en el modo y forma de ejecutarle. Al principio se había pensado en que se suspendiese hasta que noticiosas del plan acordado las tropas que había en Zelandia y Jutlandia, se moviesen todas a un tiempo antes de despertar el recelo de los franceses. Mas informados estos de haber Fábregues comunicado con la escuadra inglesa, menester fue acelerar la operación trazada.

Dieron principio a ella los que estaban en Langeland enseñoreándose de la isla. Prosiguió Romana y se apoderó el 9 de agosto de la ciudad de Nyborg, punto importante para embarcarse y repeler cualquier ataque que intentasen 3000 soldados dinamarqueses existentes en Fionia. Los españoles acuartelados en Swendborg y Faaborg al mediodía de la misma isla, se embarcaron para Langeland también el 9, y tomaron tierra desembarazadamente. Con más obstáculos tropezó el regimiento de Zamora, acantonado en Fridericia: engañole Don Juan de Kindelán, segundo de Romana, que allí mandaba. Aparentando desear lo mismo que sus soldados dispúsose a partir y aun embarcó su equipaje; pero en el entretanto no solo dio aviso de lo que ocurría al mariscal Bernadotte, sino que temiendo que se descubriese su perfidia, cautelosamente y por una puerta falsa se escapó de su casa. Amenazados por aquel desgraciado incidente apresuráronse los de Zamora a pasar a Middlefahrt, y sin descanso caminaron desde allí por espacio de veintiuna horas, hasta incorporarse en Nyborg con la fuerza principal, habiendo andado en tan breve tiempo más de dieciocho leguas de España. Huido Kindelán y advertidos los franceses, parecía imposible que se salvasen los otros regimientos que había en Jutlandia: con todo lo consiguieron dos de ellos. Fue el primero el de caballería del Rey. Ocupaba a Aarhus, y por el cuidado y celo de su anciano coronel, fletando barcas salvose y arribó a Nyborg. Otro tanto sucedió con el del Infante, también de caballería, situado en Manders y por consiguiente más lejos y al norte. No tuvo igual dicha el de Algarbe, único que allí quedaba. Retardó su marcha por indecisión de su coronel, y aunque más cerca de Fionia que los otros dos, fue sorprendido por las tropas francesas. En aquel encuentro el capitán Costa que mandaba un escuadrón, al verse vendido prefirió acabar con su vida tirándose un pistoletazo. Imposible fue a los regimientos de Asturias y Guadalajara acudir al punto de Corsoer que se les había indicado como el más vecino a Nyborg desde la costa opuesta de Zelandia. Desarmados antes, según hemos visto, y cuidadosamente observados, envolviéronlos las tropas danesas al ir a ejecutar su pensamiento. Así que entre estos dos cuerpos el de Algarbe de caballería, algunas partidas sueltas y varios oficiales ausentes por comisión o motivo particular, quedaron en el norte 5160 hombres, y 9038 fueron los que unidos en Langeland y pasada reseña se contaron prontos a dar la vela. Abandonáronse los caballos no habiendo ni transportes ni tiempo para embarcarlos. Muchos de los jinetes no tuvieron ánimo para matarlos, y siendo enteros y viéndose solos y sin freno, se extendieron por la comarca y esparcieron el desorden y espanto.

Don Juan de Kindelán había en el intermedio llegado al cuartel general de Bernadotte, y no contento con los avisos dados, descubrió al capitán de artillería Don José Guerrero, encargado por Romana de una comisión importante en el Schleswig. Arrestáronle, y enfurecido con la alevosía de Kindelán apellidole traidor delante de Bernadotte, quedando aquel avergonzado y mirándole después al soslayo los mismos a quienes servía: merecido galardón a su villano proceder. Salvó la vida a Guerrero la hidalga generosidad del mariscal francés, quien le dejó escapar y aun en secreto le proporcionó dinero.

Mas al paso que tan dignamente se portaba con un oficial honrado y benemérito, forzoso le fue, obrando como general, poner en práctica cuantos medios estaban a su alcance para estorbar la evasión de los españoles. Ya no era dado ejecutarlo por la violencia. Acudió a proclamas y exhortaciones, esparciendo además sus agentes falsas nuevas, y procurando sembrar rencillas y desavenencias. Pero ¡cuán grandioso espectáculo no ofrecieron los soldados españoles en respuesta a aquellos escritos y manejos! Juntos en Langeland, clavadas sus banderas en medio de un círculo que formaron, y ante ellas hincados de rodillas, juraron con lágrimas de ternura y despecho ser fieles a su amada patria y desechar seductoras ofertas. No; la antigüedad, con todo el realce que dan a sus acciones el transcurso del tiempo y la elocuente pluma de sus egregios escritores, no nos ha transmitido ningún suceso que a este se aventaje. Nobles e intrépidos sin duda fueron los griegos cuando unidos a la voz de Jenofonte para volver a su patria, dieron a las falaces promesas del rey de Persia aquella elevada y sencilla respuesta «hemos resuelto atravesar el país pacíficamente si se nos deja retirarnos al suelo patrio, y pelear hasta morir si alguno nos lo impidiese.» Mas a los griegos no les quedaba otro partido que la esclavitud o la muerte; a los españoles, permaneciendo sosegados y sujetos a Napoleón, con largueza se les hubieran dispensado premios y honores. Aventurándose a tornar a su patria, los unos, llegados que fuesen, esperaban vivir tranquilos y honrados en sus hogares; los otros, si bien con nuevo lustre, iban a empeñarse en una guerra larga, dura y azarosa, exponiéndose, si caían prisioneros, a la tremenda venganza del emperador de los franceses.

Urgiendo volver a España, y siendo prudente alejarse de costas dominadas por un poderoso enemigo, abreviaron la partida de Langeland y el 13 se hicieron a la vela para Gotemburgo en Suecia. En aquel puerto, entonces amigo, aguardaron transportes, y antes de mucho dirigieron el rumbo a las playas de su patria, en donde no tardaremos en verlos unidos a los ejércitos lidiadores.

Habiendo llegado los asuntos públicos dentro y fuera del reino a tal punto de pronta e impensada felicidad, cierto que no faltaba para que fuese cumplida sino reconcentrar en una sola mano o cuerpo la potestad suprema. Mas la discordancia sobre el modo y lugar, las dificultades que nacieron de un estado de cosas tan nuevo, y rivalidades y competencias retardaron su nombramiento y formación.

Perjudicó también a la apetecida brevedad; la situación en que quedó a la salida del enemigo la capital de la monarquía. Los moradores ausentes unos, y amedrantados otros con el duro escarmiento del 2 de mayo, o no pudieron o no osaron nombrar un cuerpo que, a semejanza de las demás provincias, tomase las riendas del gobierno de su territorio y sirviese de guía a todo el reino. Verdad es que Madrid ni por su población ni por su riqueza no habiendo nunca ejercido, como acontece con algunas capitales de Europa, poderoso influjo en las demás ciudades, hubiera necesitado de mayor esfuerzo para atraerlas a su voz y acelerar su ayuntamiento y concordia. Con todo, hubiéranse al fin vencido tamaños obstáculos si no se hubiera encontrado otro superior en el consejo real o de Castilla; el cual, desconceptuado en la nación por su incierta, tímida y reprensible conducta con el gobierno intruso, tenía en Madrid todavía acérrimos partidarios en el numeroso séquito de sus dependientes y hechuras. Aunque érale dado con tal arrimo proseguir en su antigua autoridad, mantúvose quedo y como arrumbado a la partida de los franceses; ora por temor de que estos volviesen, ora también por la incertidumbre en que estaba de ser obedecido. Al fin y poco después tomó bríos viendo que nadie le salía al encuentro, y sobre todo impelido del miedo con que a muchos sobrecogió un sangriento desmán de la plebe madrileña.

Vivía en la capital retirado y oscurecido Don Luis Viguri, antiguo intendente de la Habana y uno de los más menguados cortesanos del príncipe de la Paz, cuya desgracia, según dijimos, le había acarreado la formación de una causa. Parece ser que no se aventajaba a la pública su vida privada, y que con frecuencia maltrataba de palabra y obra a un familiar suyo. Adiestrado este en la mala escuela de su amo, luego que se le presentó ocasión no la desaprovechó y trató de vengarse. Un día, y fue el 4 de agosto, a tiempo que reinaba en Madrid una sorda agitación, antojósele al mal aventurado Viguri desfogar su encubierta ira en el tan repetidamente golpeado doméstico, quien encolerizado apellidó en su ayuda al populacho, afirmando con verdad o sin ella que su amo era partidario de José Napoleón. A los gritos arremolinose mucha gente delante de las puertas de la habitación. Asustado Viguri quiso desde un balcón apaciguar los ánimos; pero los gestos que hacía para acallar el ruido y vocería, y poder hablar, fueron mirados por los concurrentes como amenazas e insultos, con lo que creció el enojo; y allanando la casa y cogiendo al dueño, le sacaron fuera e inhumanamente le arrastraron por las calles de Madrid.

Atemorizáronse al oír la funesta desgracia consejeros y cortesanos, estremeciéronse los de la parcialidad del intruso, y acongojáronse hasta los pacíficos y amantes del orden. Huérfana la capital y sin nueva corporación que la rigiese, fácil le fue al consejo, aprovechándose de aquel suceso y aprieto, recobrar el poder que se figuraba competirle. El bien común y público sosiego pedían, no hay duda, el establecimiento de una autoridad estable y única: y lástima fue que el vecindario de Madrid no la hubiera por sí formado; y tal, que enfrenando las pasiones populares y atajando al consejo en sus ambiciosas miras, hubiese aunado, repetimos, y concertado más prontamente las voluntades de las otras juntas.

No fue así; y el consejo destruyendo el impulso que Madrid hubiera debido dar, acrecentó con sus manejos y pretensiones los estorbos y enredos. Cuerpo autorizado con excesivas y encontradas facultades, había en todos tiempos causado graves daños a la monarquía, y se imaginaba que no solo gobernaría ahora a Madrid, sino que extendería a todo el reino y a todos los ramos su poder e influjo. Admira tanta ceguedad y tan desapoderada ambición en un tiempo en que escrupulosamente se escudriñaba su porte con el intruso, y en que hasta se le disputaba el legítimo origen de su autoridad. Así era que unos decían «si en realidad es el consejo, según pregona, el depositario de la potestad suprema en ausencia del monarca, ¿qué ha hecho para conservar intactas las prerrogativas de la corona? ¿qué en favor de la dignidad y derechos de la nación? Sumiso al intruso ha reconocido sus actos, o por lo menos los ha proclamado; y los efugios que ha buscado y las cortapisas que a veces ha puesto, más bien llevaban traza de ser un resguardo que evitase su personal compromiso que la oposición justa y elevada de la primera magistratura del reino.» Otros subiendo hasta la fuente de su autoridad, «nacido el consejo [decían] en los flacos y turbulentos reinados de los Juanes y Enriques, tomó asiento y ensanchó su poderío bajo Felipe II, cuando aquel monarca intentando descuajar la hermosa planta de las libertades nacionales, tan trabajadas ya del tiempo de su padre, procuraba sustentar su dominación en cuerpos amovibles a su voluntad y de elección suya, sin que ninguna ley fundamental de la monarquía ni las cortes permitiesen tal como era su establecimiento, ni deslindasen las facultades que le competían. Desde entonces el consejo, aprovechándose de los calamitosos tiempos en que débiles monarcas ascendieron al solio, se erigió a veces en supremo legislador formando en sus autos acordados leyes generales, para cuya adopción y circulación no pedía el beneplácito ni la sanción real. Ingiriose también en el ramo económico y manejó a su arbitrio los intereses de todos los pueblos, sobre no reconocer en la potestad judicial límites ni traba. Así acumulando en sí solo tan vasto poder, se remontaba a la cima de la autoridad soberana; y descendiendo después a entrometerse en la parte más ínfima, si no menos importante del gobierno, no podía construirse una fuente ni repararse un camino en la más retirada aldea o apartada comarca sin que antes hubiese dado su consentimiento. En unión con la inquisición y asistido del mismo espíritu, al paso que esta cortaba los vuelos al entendimiento humano, ayudábala aquel con sus minuciosas leyes de imprenta, con sus tasas y restricciones. Y si en tiempos tranquilos tanto perjuicio y tantos daños [añadían] nos ha hecho el consejo, institución monstruosa de extraordinarias y mal combinadas facultades, consentidas mas no legitimadas por la voz nacional, ¿no tocaría en frenesí dejarle con el antiguo poder cuando al mismo tiempo que la nación se libertaba con energía del yugo extranjero, el consejo que blasona ser cabecera del reino se ha mostrado débil, condescendiente y abatido, ya que no se le tenga por auxiliador y cómplice del enemigo?»

Tales discursos no estaban desnudos de razón, aunque participasen algún tanto de las pasiones que agitaban los ánimos. En su buen tiempo el consejo se había por lo general compuesto de magistrados íntegros, que con imparcialidad juzgaban los pleitos y desavenencias de los particulares: entre ellos se habían contado hombres profundos como los Macanaces y Campomanes, que con gran caudal de erudición y sana doctrina se habían opuesto a las usurpaciones de la curia romana y procurado por su parte la mejora y adelantamientos de la nación. Pero era el consejo un cuerpo de solos 25 individuos, los cuales por la mayor parte ancianos, y meros jurisperitos, no habían tenido ocasión ni lugar de extender sus conocimientos ni de perfeccionarse en otros estudios. Ocupados en sentenciar pleitos, responder a consultas y despachar negocios de comisiones particulares, no solamente fallaba a los más el saber y práctica que requieren la formación de buenas leyes y el gobierno de los pueblos, sino que también escasos de tiempo dejaban a subalternos ignorantes o interesados la resolución de importantísimos expedientes. Mal grave y sentido de todos tan de antiguo, que ya en 1751 propuso al rey el célebre ministro marqués de la Ensenada despojar al consejo de lo concerniente a gobierno, policía y economía, dejándole reducido a entender en la justicia civil y criminal y asuntos del real patronato.

No le iba pues bien al consejo insistir ahora en la conservación de sus antiguas facultades y aun en darles mayor ensanche. Con todo tal fue su intento. Seguro ya de que su autoridad sería en Madrid respetada, dirigiose a los presidentes de las juntas y a los generales de los ejércitos: a estos para que se aproximasen a la capital; a aquellos para que diputasen personas, que unidas al consejo tratasen de los medios de defensa: «tocando solo a él [decía] resolver sobre medidas de otra clase y excitar la autoridad de la nación y cooperar con su influjo, representación y luces al bien general de esta.» Ensoberbecidas las juntas con el triunfo de su causa, déjase discurrir con qué enfado y desdén replicarían a tan imprudente y desacordada propuesta. La de Galicia no solamente tachaba a cada uno de sus miembros de ser adicto a los franceses, sino que al cuerpo entero le echaba en cara haber sido el más activo instrumento del usurpador. Palafox en su respuesta con severidad le decía: «ese tribunal no ha llenado sus deberes»; y Sevilla le acusaba ante la nación «de haber obrado contra las leyes fundamentales... de haber facilitado a los enemigos todos los medios de usurpar el señorío de España... de ser en fin una autoridad nula e ilegal, y además sospechosa de haber cometido antes acciones tan horribles que podían calificarse de delitos atrocísimos contra la patria...» Al mismo son se expresaron todas las otras juntas fuera de la de Valencia, la cual en 8 de agosto aprobó los términos lisonjeros con que el consejo era tratado en un escrito leído en su seno por uno de sus miembros. Mas aquella misma junta, tan dispuesta en su favor, tuvo muy luego que retractarse mandando en 15 del propio mes «que ninguna autoridad de cualquier clase mantuviese correspondencia directa ni se entendiese en nada con el consejo.» Dio lugar a la mudanza de dictamen la presteza con que el último se metió a expedir órdenes como si ya no existiese la junta. Mal recibido de todos lados y aun ásperamente censurado, pareciole necesario al consejo dar un manifiesto en que sincerase su conducta y procedimientos: penoso paso a quien siempre había desestimado el tribunal de la opinión pública. Mas no por eso desistió de su propósito, ni menos descuidó emplear otros medios con que recobrar la autoridad perdida. Dábale particular confianza la desunión que reinaba en las juntas y varias contestaciones entre ellas suscitadas. Por lo que será bien referir las mudanzas acaecidas en su composición, y las explicaciones y altercados que precedieron a la instalación de un gobierno central.

En la forma interior de aquellos cuerpos contadas fueron las variaciones ocurridas. Habíase en Asturias congregado desde agosto una nueva junta que diese más fuerza y legitimidad al levantamiento de mayo, nombrando o reeligiendo sus concejos diputados que la compusiesen con pleno conocimiento del objeto de su reunión. Ninguna alteración sustancial había acaecido en Galicia; pero su junta convidó a la anterior, para que de común con ella y las de León y Castilla formasen todas una representación de las provincias del norte. Se habían las dos últimas confundido y erigido en una sola después de la aciaga jornada de Cabezón. Presidía a ambas el bailío Don Antonio Valdés, quien estando al principio de acuerdo con Don Gregorio de la Cuesta acabó por desavenirse con él y enojarse poderosamente. Reunidas en Ponferrada, como punto más resguardado, se trasladaron a Lugo, en cuya ciudad debía verificarse la celebración de juntas propuesta por la de Galicia. Esta mudanza fue el origen y principal motivo del enfado de Cuesta, no pudiendo tolerar que corporaciones que consideraba como dependientes de su autoridad, se alejasen del territorio de su mando y pasasen a una provincia con cuyos jefes estaba tan encontrado.

Concurrieron sin embargo a Lugo las tres juntas de Galicia, Castilla y León. No la de Asturias, ya por cierto desvío que había entre ella y la de Galicia, y también porque viendo próxima la reunión central de todas las provincias del reino, juzgó excusado y quizá perjudicial el que hubiese una parcial entre algunas del norte. Al tratarse de la formación de esta hubo diversos pareceres acerca del modo de su formación y composición. Quién opinaba por cortes, y quién soñaba un gobierno que diese principio y encaminase a una federación nacional. Adhería al primer dictamen Sir Carlos Stuart representante del gobierno inglés, como medio más acomodado a los antiguos usos de España. Pero las novedades introducidas en las constituciones de aquel cuerpo durante la dominación de las casas de Austria y Borbón, ofrecían para su llamamiento dificultades casi insuperables; pues al paso de ser muchas las ciudades de León y Castilla que enviaban procuradores a cortes, solo tenía una voz el populoso reino de Galicia y se veía privado de ella el principado de Asturias, cuna de la monarquía. Tal desarreglo pedía para su enmienda más tiempo y sosiego de lo que entonces permitían las circunstancias. Por su parte la junta de Galicia, sabedora de la idea de la federación, quería esquivar en sus vistas con las de León y Castilla, el tratar de la unión de un solo y único gobierno central. Mas la autoridad de Don Antonio Valdés, que todas tres habían elegido por su presidente, pudiendo más que el estrecho y poco ilustrado ánimo de ciertos hombres, y prevaleciendo sobre las pasiones de otros, consiguió que se aprobase su propuesta dirigida al nombramiento de diputados que en representación de las tres juntas acudiesen a formar con las demás del reino una central. Con tan prudente y oportuna determinación se evitaron los extravíos y aun lástimas que hubiera provocado la opinión contraria.

Asimismo cortaron cuerdos varones varias desavenencias movidas entre Sevilla y Granada. Pretendía la primera que la última se le sometiese, olvidada de la principal parte que habían tenido las tropas de su general Reding en los triunfos de Bailén. La rivalidad había nacido con la insurrección, no siendo dable fijar ni deslindar los límites de nuevas y desconocidas autoridades; y en vez de desaparecer aquella, tomó con la victoria alcanzada extraordinario incremento. Llegó a tal punto la exaltación y ceguera que el inquieto conde de Tilly propuso en el seno de la junta sevillana, que una división de su ejército marchase a sojuzgar a Granada. Presente Castaños y airado, a pesar de su condición mansa, levantose de su asiento, y dando una fuerte palmada en la mesa que delante había, exclamó: «¿quién sin mi beneplácito se atreverá a dar la orden de marcha que se pide? No conozco [añadió] distinción de provincias; soy general de la nación, estoy a la cabeza de una fuerza respetable y nunca toleraré que otros promuevan la guerra civil.» Su firmeza contuvo a los díscolos, y ambas juntas se conformaron en adelante con una especie de concierto concluido entre la de Sevilla y los diputados de Granada, Don Rodrigo Riquelme, regente de su chancillería, y el oidor Don Luis Guerrero, nombrados al intento y autorizados competentemente.

Diferían tan lamentables disputas la reunión del gobierno central, y como si estos y otros obstáculos naturales no bastasen por sí, nuevos intereses y pretensiones venían a aumentarlos. Recordará el lector los pasos que en Londres dio en favor de los derechos de su amo a la corona de España el príncipe de Castelcicala embajador del rey de las Dos Sicilias, y la repulsa que recibió de los diputados. No desanimado con ella su gobierno, ni tampoco con otra parecida que le dio el ministerio inglés, por julio envió a Gibraltar un emisario que hiciese nuevas reclamaciones. El gobernador Dalrymple le impidió circular papeles y propasarse a otras gestiones. Mas tras del emisario despachó el gobierno siciliano al príncipe Leopoldo, hijo segundo del rey, a quien acompañaba el duque de Orléans. Fondearon ambos el 9 de agosto en la bahía de Gibraltar; pero no viéndose apoyados por el gobernador, pasó el de Orléans a Inglaterra y quedó en el puerto de su arribada el príncipe Leopoldo. Entretenía este la esperanza de que a su nombre y conforme quizá a secretos ofrecimientos, no tardaría en recibir una diputación y noticia de haber sido elevado a la dignidad de regente. Pero vano fue su aguardar; y era en efecto difícil que un príncipe de edad de 18 años, extranjero, sin recursos ni anterior fama, y sin otro apoyo que lejanos derechos al trono de España, fuese acogido con solícita diligencia en una nación en que era desconocido, y en donde para conjurar la tormenta que la azotaba se requerían otras prendas, mayor experiencia y muy diversos medios que los que asistían al príncipe pretendiente.

Hubo no obstante quien esparció por Sevilla la voz de que convenía nombrar una regencia compuesta del mencionado príncipe, del arzobispo de Toledo cardenal de Borbón, y del conde del Montijo. Con razón se atribuyó la idea a los amigos y parciales del último, quien conservando todavía cierta popularidad a causa de la parte que se le atribuía en la caída del príncipe de la Paz, procuraba aunque en vano subir a puesto de donde su misma inquietud le repelía. Mas los enredos y marañas de ciertos individuos eran desbaratados por la ambición de otros o la sensatez y patriotismo de las juntas.

Así fue que a pesar del desencadenamiento de pasiones y de los obstáculos nacidos con la misma insurrección o causados por la presencia del enemigo, ya desde junio había llamado la atención de las juntas: 1.º La formación de un gobierno central; 2.º Un plan general con el que más prontamente se arrojase a los franceses del suelo patrio. Al propósito entablose entre ellas seguida correspondencia. Dio la señal la de Murcia, dirigiendo con fecha de 22 de junio una circular en que decía: «Ciudades de voto en cortes, reunámonos, formemos un cuerpo, elijamos un consejo que a nombre de Fernando VII organice todas las disposiciones civiles, y evitemos el mal que nos amenaza que es la división... Capitanes generales... de vosotros se debe formar un consejo militar de donde emanen las órdenes que obedezcan los que rigen los ejércitos...» Propuso también Asturias en un principio la convocación de cortes con algunas modificaciones, y hasta Galicia [no obstante la mencionada federación de algunos proyectada comisionó cerca de las juntas del mediodía a Don Manuel Torrado, quien ya en últimos de julio se hallaba en Murcia, después de haberlas recorrido, y propuesto una central formada de dos vocales de cada una de las de provincia. En el propio sentido y en 16 de dicho julio había la de Valencia pasado a las demás su opinión impresa, lo que también por su parte y al mismo tiempo hizo la de Badajoz. No fue en zaga a las otras la junta de Granada, la cual apoyando la circular de Valencia, se dirigió a su competidora la de Sevilla, y desentendiéndose de desavenencias, señaló como acomodado asiento para la reunión la última ciudad.

No por eso se apresuraba esta, ostentando siempre su altanera supremacía. Pesábale en tanto grado descender de la cumbre a que se había elevado, que hubo un tiempo en que prohibió la venta y circulación de los papeles que convidaban a la apetecida concordia. Apremiada en fin por la voz pública y estrechada por el dictamen de algunos de sus individuos entendidos y honrados, publicó con fecha de 3 de agosto un papel en el que examinando los diversos puntos que en el día se ventilaban, proponía la formación de una junta central compuesta de dos vocales de cada una de las de provincia. Anduvo perezosa no obstante en acabar de escoger los suyos. Pero adhiriendo las otras juntas a las oportunas razones de su circular, cuyo contenido en sustancia se conformaba con la opinión que las más habían mostrado antes de concertarse, y que era la más general y acreditada, fueron todas sucesivamente escogiendo de su seno personas que las representasen en una junta única y central.

Por su parte el consejo todavía esperaba recuperar con sus amaños y tenaz empeño el poder que para siempre querían arrebatarle de las manos. Mas no por eso y para cautivar las voluntades de los hombres ilustrados, mudó de rumbo, adoptando un sistema más nuevo y conforme al interés público y al progreso de la nación. Asustándose a la menor sombra de libertad, encadenó la imprenta con las mismas y aun más trabas que antes; redujo a dos veces por semana la diaria publicación de la Gaceta de Madrid; persiguió y aun llegó a formar causa a algunas personas que tenían en su poder papeles de las juntas, mayormente de la de Sevilla, y en fin resucitó en cuanto pudo su trillada, lenta y añeja manera de gobernar. Persuadiose que todo le era lícito a trueque de dar ciertos decretos de alistamiento y acopio de medios que mostrasen su interés por la causa de la independencia que tan mal había antes defendido. Y sobre todo cobró esperanza con la llegada a Madrid de varios generales en quienes presumía poder con buen éxito emplear su influjo.

Fue el primero que pisó el suelo de la capital con las tropas de Valencia y Murcia Don Pedro González de Llamas que había sucedido a Cervellón removido del mando. Atravesó la Puerta de Atocha con 8000 hombres a las seis de la mañana del día 13 de agosto. A pesar de hora tan temprana inmenso fue el concurso que salió a recibirle y extremado el entusiasmo. Pasó a frenesí al entrar el 23 por la misma puerta D. Francisco Javier Castaños acompañado de la reserva de Andalucía. Sus soldados adornados con los despojos del enemigo ofrecían en su variada y extraña mezcla el mejor emblema de la victoria alcanzada. Pasaron todos por debajo de un arco de sencilla y majestuosa arquitectura que había erigido la villa de Madrid junto a sus casas consistoriales. A estas entradas triunfales siguiéronse otros festejos con la proclamación de Fernando VII, hecha en esta ocasión por el legítimo alférez mayor de Madrid marqués de Astorga. Mas no a todos contentaban tanto bullicio y fiestas, pidiendo con sobrada razón que se pusiera mayor conato y celeridad en perseguir al enemigo, y en aumentar y organizar cumplidamente la fuerza armada. Daban particular peso a sus justas quejas y reclamaciones los acontecimientos por entonces ocurridos en Vizcaya y Navarra.

Habíase en la primera provincia levantado Bilbao al anunciarse la victoria de Bailén, y en 6 de agosto escogiendo su vecindario una junta, acordó un alistamiento general, y nombró por comandante militar al coronel Don Tomás de Salcedo. Sobremanera inquietó a los franceses esta insurrección, ya por el ejemplo y ya también porque comprometida su posición en las márgenes del Ebro, pudieran verse obligados a estrecharse más contra la frontera. Creció su recelo a mayor grado con asonadas y revueltas que hubo en Tolosa y pueblos de Guipúzcoa, y con las correrías que hacían y gente que allegaban en Navarra Don Antonio Egoaguirre y Don Luis Gil. Habían estos salido de Zaragoza en 27 de junio para alborotar aquel reino. Después de algún tiempo Gil empezó a incomodar al enemigo por el lado de Orbaiceta, se apoderó de muchas municiones de aquella fábrica, y amenazó y sembró el espanto hasta el mismo pueblo francés de San Juan de Pie de Puerto. Egoaguirre tampoco se descuidó en la comarca de Lerín: formando un batallón con nombre de Voluntarios de Navarra recorrió la tierra, y llamó tanto la atención que el general D’Agoult envió una columna desde Pamplona para atajar sus daños y alejarle del territorio de su mando.

José por su parte pensó en apagar prontamente la temible insurrección de Bilbao. Para ello envió contra aquella población una división a las órdenes del general Merlin. No era dado a sus vecinos sin tropa disciplinada resistir a semejante acometimiento. Apostáronse sin embargo con aquella idea a media legua, y los franceses asomándose allí el 16 de agosto desbarataron y dispersaron a los bilbaínos, pereciendo miserablemente y después de haberse rendido prisionero el oficial de artillería Don Luis Power distinguido entre los suyos. Los auxilios que de Asturias llevaba el oficial inglés Roche llegaron tarde, y Merlin entró en Bilbao cuya ciudad fue con rigor tratada. En su correspondencia blasonaba el rey intruso de «haber apagado la insurrección con la sangre de 1200 hombres.» Singular jactancia y extraña en quien como José no era de corazón duro ni desapiadado.

El contratiempo de Bilbao que en Madrid provocaba las reclamaciones de muchos, difundiéndose por las provincias aumentó el clamor ya casi universal contra generales y juntas, reparando que algunos de aquellos se entregaban demasiadamente a divertimientos y regocijos, y que estas con celos y rivalidades retardaban la instalación de la junta central. Deseando el consejo aprovecharse de la irritación de los ánimos, y valiéndose de los lazos que le unían con Don Gregorio de la Cuesta, su antiguo gobernador, se concordó con este y discurrieron apoderarse del mando supremo. Mas como Cuesta carecía de la suficiente fuerza, fueles necesario tantear a Castaños, entonces algo disgustado con la junta de Sevilla. Avistose pues con el último Don Gregorio de la Cuesta, y le propuso [según tenemos de la boca del mismo Castaños] dividir en dos partes el gobierno de la nación, dejando la civil y gubernativa al consejo, y reservando la militar al solo cuidado de ellos dos en unión con el duque del Infantado. Era Castaños sobrado advertido para admitir semejante proposición. Vislumbraba el motivo porque se le buscaba, y conocía que separando su causa de la de las juntas, quizá sería desobedecido del ejército, y aun de la división misma que se alojaba en Madrid.

En tanto para acallar el rumor público se celebró en aquella capital el 5 de septiembre un consejo de guerra. Asistieron a él los generales Castaños, Llamas, Cuesta y La Peña, representando a Blake el duque del Infantado y a Palafox otro oficial cuyo nombre ignoramos. Discutiéronse largamente varios puntos, y Cuesta, llevado siempre de mira particular, promovió el nombramiento de un comandante en jefe. No se arrimaron los otros a su parecer, y tan solo arreglaron un plan de operaciones, de que hablaremos más adelante. Cuesta aunque aparentó conformarse, salió despechado de Madrid, y con ánimo más bien que de cooperar a la realización de lo acordado de levantar obstáculos a la reunión de la junta central: para lo cual y satisfacer al mismo tiempo su ira contra la junta de León, de la que, como hemos visto, estaba ofendido, arrestó a sus dos individuos Don Antonio Valdés y vizconde de la Quintanilla, que iban de camino para representar su voz en la central. Quiso tratarlos como rebeldes a su autoridad, y los encerró en el alcázar de Segovia: tropelía que excitó contra el general Cuesta la pública animadversión.

Vanos sin embargo salieron sus intentos, vanos otros enredos y maquinaciones. Por todas partes prevaleció la opinión más sana, y los diputados elegidos por las diversas juntas fueron poco a poco acercándose a la capital. Llegó pues el suspirado momento de la reunión de una autoridad central, debiendo con ella cesar la particular supremacía de cada provincia. Durante la cual no habiendo habido lugar ni ocasión de hacer sustanciales reformas ni mudanzas en los diversos ramos de la administración pública, tales como estaban dispuestos y arreglados al disolverse, por decirlo así, la monarquía en mayo, tales o con cortísima diferencia se los entregaron las juntas de provincia a la central.

No disimulamos en el libro anterior ni en el curso de nuestro narración los defectos de que dichas juntas adolecieron, las pasiones que las agitaron. Por lo mismo justo es también que ahora tributemos debidas alabanzas a su primera y grandiosa resolución, a su ardiente celo, a su incontrastable fidelidad. Al acabar de su mando anublose por largo tiempo la prosperidad de la patria; mas se dio principio a una nueva, singular y porfiada lucha, en que sobre todo resplandeció la firmeza y constancia de la nación española.

 

 

 

José Rebolledo de Palafox y Melzi (Zaragoza, 28 de octubre de 1775-Madrid, 15 de febrero de 1847)​ fue el tercer hijo de los marqueses de Lazán y Cañizar (su hermano mayor Luis Rebolledo de Palafox y Melci, que heredó el título, fue de tendencia política opuesta). Estudió con los escolapios de Zaragoza y tuvo como profesor y preceptor al padre Basilio Boggiero Spotorno. A los dieciséis años inició la carrera militar en la compañía flamenca de las Reales Guardias de Corps.​ Al estallar la Guerra de la Independencia en 1808, Palafox ya era brigadier y acompañó a Fernando VII a Bayona.

Después de intentar infructuosamente, junto con otros, preparar la huida de Fernando VII, se escapó a España y tras un corto periodo de retiro, se situó a la cabeza de la resistencia aragonesa. El 25 de mayo de 1808 fue proclamado por el pueblo como gobernador de Zaragoza y capitán general de Aragón, tras asaltar los ciudadanos el palacio de Capitanía General y apresar al antiguo capitán general Jorge Juan Guillelmi. En su honor se constituyó en 1937 el Batallón José Palafox de las Brigadas Internacionales, compuesto por voluntarios procedentes de Polonia, Francia o Bélgica y otros de origen judío

El sitio de Zaragoza

Una vez nombrado capitán general de Aragón (1808), y a pesar de la falta de dinero y de tropas regulares, no perdió tiempo y declaró la guerra a Francia, cuyas tropas ya habían invadido los territorios vecinos de Cataluña y Navarra. El ataque de las tropas francesas no se hizo esperar y así comenzaron los sitios de Zaragoza.

Zaragoza, ciudad casi abierta, tenía defensas anticuadas y escasas y había poca munición y vituallas, aunque abundantes fusiles. Las defensas resistieron, pero poco tiempo. Sin embargo, fue a partir de ese momento cuando comenzó la resistencia. Tras un mes de sitio y varios asaltos fracasados, los franceses lanzaron un gran asalto general al amanecer del 4 de agosto. Tras superar las defensas exteriores, los franceses entraron en la ciudad, luchándose cuerpo a cuerpo en las calles. Tras varias horas las tropas asaltantes eran señoras de media ciudad, pero el hermano de Palafox (Luis Rebolledo de Palafox y Melci) consiguió forzar su entrada en la ciudad con 3000 hombres. Estimulados por las llamadas de Palafox y los implacables y resueltos patriotas que lideraban al pueblo, los habitantes decidieron resistir metro a metro la toma de los barrios que quedaban en su poder. La idea era retirarse al barrio del Arrabal, al otro lado del Ebro, si fuera necesario destruyendo el puente en caso extremo. La lucha, que se extendió nueve días más, resultó en la retirada de las tropas francesas el 14 de agosto, tras un asedio que había durado 61 días en total.

Palafox intentó aprovechar la situación y realizó una corta campaña a campo abierto. Pero cuando el ejército del propio Napoleón entró en España y derrotó a un ejército tras otro, Palafox se vio obligado a retirarse a Zaragoza. Zaragoza sufrió un segundo asedio todavía más memorable que el primero. En él, Agustina de Aragón defendió la puerta llamada del Portillo tras quedar desprotegida a causa de una granada enemiga que causó la muerte de los soldados que defendían dicha puerta, Palafox le concedió el cargo de artillero raso y, posteriormente los de sargento y subteniente. En una lucha encarnecida y sin cuartel, es célebre la defensa ejercida por José de L´Hotellerie de Fallois que encontró la muerte en el puente de piedra. El asedio terminó tras dos meses con la caída de Zaragoza en manos francesas. La ciudad había caído por cese de resistencia, ya que se encontraba en ruinas y la lucha y las enfermedades, sobre todo el tifus, habían reducido a menos de la mitad a la población.

El 20 de febrero de 1809, la Junta ante la que Palafox había declinado el mando capituló. El general fue hecho prisionero y enviado a Vincennes por haber jurado fidelidad a José Bonaparte y haberlo traicionado. Allí permaneció hasta el 13 de diciembre de 1813 en que se firmó el Tratado de Valençay. El número de víctimas españolas fue asombroso, cifrándose en unas 54.000 personas (militares y civiles), cuando el censo de 1805 daba un total de 48.000 habitantes para Zaragoza. Sus tropas fueron derrotadas por el general Hugo en la batalla librada en el paraje de Peña el Águila, Anguita (Guadalajara).

Tras el asedio de Zaragoza sufrió prisión en Francia, en el castillo de Vincennes, y no pudo regresar a España hasta diciembre de 1813 con la firma del tratado de Valençay. Fue justo en 1809 encontrándose prisionero por los franceses, que fue publicado en Londres un retrato del busto de José Palafox por José de Rojas y Pérez de Sarrió, III conde de Casa Rojas, que se encuentra a día de hoy en el Museo del Romanticismo.

De septiembre de 1814 a octubre de 1815 estuvo encargado de la Capitanía General de Aragón. Cesado en el cargo (le sustituye su propio hermano Luis), se le encomienda el mando del ejército del centro y al disolverse este pasa a Madrid apartado de la vida oficial.

Tras los sucesos del 7 de julio de 1822, el rey Fernando VII nombró a Palafox capitán de alabarderos y, más tarde, jefe militar de palacio. De 1823 a 1834 volvió a la vida privada. La reina María Cristina de Borbón lo nombró prócer del reino4​ y el 17 de julio de 1834 le concedió el título de duque de Zaragoza. Seis días después fue detenido y encarcelado, acusado de conspiración por su participación en La Isabelina, en un momento en que se acababa de producir la matanza de frailes en Madrid de 1834. Fue absuelto de estos cargos en junio de 1835.

En septiembre de 1835 Mendizábal llegó al poder y Palafox fue nombrado, de nuevo, capitán general de Aragón. Sustituyó este cargo por la Dirección General de Inválidos y la Inspección General de las Milicias Provinciales, a la vez que mantiene la jefatura de la Guardia Real

En noviembre de 1838 dimite de estos cargos, excepto de la jefatura de la Guardia Real, que mantendrá hasta 1841, para encargarse del Asilo de Inválidos.