LIBRO QUINTOSITIO Y DEFENSA DE ZARAGOZA.
Primer sitio
y defensa de Zaragoza. — Asiento de la ciudad. — Estado apurado de la misma. —
Salida de Palafox, 15 de junio. — Primera embestida de los franceses contra
Zaragoza y su derrota, 15 de junio. — Don Lorenzo Calvo de Rozas. —
Preparativos de defensa en Zaragoza. — Don Antonio Sangenís.
— Intimación de Lefebvre-Desnouettes. — El general
Palafox en Épila. — Acción de Épila. — Piensa Palafox en volver a Zaragoza. —
Entrada allí de Lazán el 24 de junio. — Juramento de
los zaragozanos. — Amenaza villana de un polaco a Calvo. — Conferencia y
proposiciones de los generales franceses. — Los franceses reforzados. Verdier general en jefe. — Vuélase un almacén de pólvora. — Ataque contra el monte Torrero. — Castigop.
6 del comandante. — Llegada de un refuerzo a los españoles. — 30 de junio,
principia el bombardeo. — Nuevas obras de defensa de los sitiados. — Ataques
del 1.º y 2 de julio. — Agustina Zaragoza. — Entrada de Palafox el 2 en
Zaragoza. — Otros combates. — Puente echado por los franceses en San Lamberto.
— Estrago hecho por los mismos. — Otras medidas de los sitiados. — Apodérase el enemigo de Villafeliche.
— Otros combates. — Ataques del 3 y 4 de agosto. — Avanzan los franceses al
Coso. — Salida de Palafox de Zaragoza. — Vuelve Lazán el 15 con socorros. — El 8 Palafox. — Continúan los choques y reencuentros. —
Los franceses reciben el 6 orden de retirarse. — Contraorden poco después. —
Resolución magnánima de los zaragozanos. — 13, orden definitiva dada a los
franceses de retirarse. — Llegada a Zaragoza de una división de Valencia. — Aléjanse los franceses de Zaragoza el 14. — Fin del sitio.
— Alegría de los aragoneses, estado de la ciudad. — Cataluña. — Bloqueo de
Figueras por los somatenes. — Socorre la plaza el general Reille.
— Don Juan Clarós. — Vuelve Duhesme a Gerona. — Junta
de Lérida. — Tropas de Menorca mandadas por el marqués del Palacio. — El conde
de Caldagués va en socorro de Gerona. — Atacan los
franceses a Gerona el 13 de agosto. — Son derrotados el 16. — Levantan el
sitio. — Portugal. — Estado de aquel reino y de su insurrección. — Évora. —
Expedición inglesa enviada a Portugal. — Sir Arthur Wellesley. — Sale la
expedición de Cork. — Desembarco en Mondego. — Estado
de Junot y sus disposiciones. — Acción de Roliça. —
Socorros llegados p. 7 al ejército inglés. — Batalla de Vimeiro 21 de agosto. — Armisticio entre ambos ejércitos. — Convenio del almirante ruso
con el inglés. — Convención de Cintra. — Españoles de Portugal. — Restablecen
los ingleses la regencia de Portugal. — Elvas sitiada
por los españoles. — Almeida por los portugueses. — Desaprobación general de la
convención de Cintra en Inglaterra. — Declaración de S. M. B. de 4 de julio. —
Peticiones y reclamaciones que se hacen a los diputados españoles. — Dumourier. — Conde d’Artois. —
Luis XVIII. — Príncipe de Castelcicala. — Tropa
española en Dinamarca. — Marqués de la Romana. — Lobo. — Fábregues.
— Se disponen a embarcarse las tropas del norte. — Kindelán. — Kindelán y
Guerrero. — Juramento de los españoles en Langeland.
— Dan la vela para España. — Trátase de reunir una junta central. — Situación
de Madrid. — Consejo de Castilla. — Sus manejos. — Opinión sobre aquel cuerpo.
— Estado de las juntas provinciales. — Llegada a Gibraltar del príncipe
Leopoldo de Sicilia. — Correspondencia entre las juntas. — Proceder del
consejo. — Entrada en Madrid de Llamas y Castaños. — Proclamación de Fernando
VII. — Insurrección de Bilbao. — Movimientos en Guipúzcoa y Navarra. — Nuevos
manejos del consejo. — Propuesta de Cuesta a Castaños. — Consejo de guerra
celebrado en Madrid. — Prende Cuesta a Valdés y Quintanilla. — Acaba el
gobierno de las juntas provinciales.
Sin muro y
sin torreones, según nos ha transmitido Floro, defendiose largos años la inmortal Numancia contra el poder de Roma. También desguarnecida
y desmurada resistió al de Francia con tenaz porfía,
si no por tanto tiempo, la ilustre Zaragoza. En esta como en aquella
mancillaron su fama ilustres capitanes: y los impetuosos y concertados ataques
del enemigo tuvieron que estrellarse en los acerados pechos de sus invictos
moradores. Por dos veces en menos de un año cercaron los franceses a Zaragoza;
una malogradamente, otra con pérdidas e inauditos reveses. Cuanto fue de realce
y nombre para Aragón la heroica defensa de su capital, fue de abatimiento y
desdoro para sus sitiadores aguerridos y diestros no haberse enseñoreado de
ella pronto y de la primera embestida.
Baña a
Zaragoza, asentada a la derecha margen, el caudaloso Ebro. Cíñela al mediodía y
del lado opuesto Huerva, acanalado y pobre, que más abajo rinde a aquel sus
aguas, y casi en frente a donde desde el Pirineo viene también a fenecer el
Gállego. Por la misma parte y a un cuarto de legua de la ciudad se eleva el
monte Torrero, cuya altura atraviesa la acequia imperial, que así llaman al
canal de Aragón por traer su origen del tiempo del emperador Carlos V. Antes
del sitio hermoseaban a Zaragoza en sus contornos feraces campiñas, viñedos y
olivares con amenas y deleitables quintas, a que dan en la tierra el nombre de
torres. A izquierda del Ebro está el Arrabal que comunica con la ciudad por
medio de un puente de piedra, habiéndose destruido otro de madera en una riada
que hubo en 1802. Pasaba la población de 55.000 almas: menguó con las muertes y
destrozos. No era Zaragoza ciudad fortificada; diciendo Colmenar, a manera de
profecía, cosa ha de un siglo, «que estaba sin defensa, pero que reparaba esta
falta el valor de sus habitantes.» Cercábala solamente una pared de diez a doce pies de alto y de tres de espesor, en parte
de tapia y en otras de mampostería, interpolada a veces y formada por algunos
edificios y conventos, y en la que se cuentan ocho puertas que dan salida al
campo. No lejos de una de ellas, que es la del Portillo, y extramuros se
distingue la Aljafería, antigua morada de los reyes de Aragón, rodeada de un
foso y muralla, cuyos cuatro ángulos guarnecen otros tantos bastiones. Las
calles en general son angostas, excepto la del Coso muy espaciosa y larga, casi
en el centro de la ciudad, y que se extiende desde la puerta llamada del Sol
hasta la plaza del Mercado. Las casas de ladrillo y por la mayor parte de dos o
tres pisos. La adornan edificios y conventos bien construidos y de piedra de
sillería. La piedad admira dos suntuosas catedrales, la de nuestra Señora del
Pilar y la de la Seo, en las que alterna por años para su asistencia el
cabildo. El último templo antiquísimo, el primero muy venerado de los naturales
por la imagen que en su santuario se adora. Como no es de nuestra incumbencia
hacer una descripción especial de Zaragoza, no nos detendremos ni en sus
antigüedades ni grandeza, reservando para después hablar de aquellos lugares,
que a causa de la resistencia que en ellos se opuso adquirieron desconocido
renombre; porque allí las casas y edificios fueron otras tantas fortalezas.
Si ningunas
eran en Zaragoza las obras de fortificación, tampoco abundaban otros medios de
defensa. Vimos cuán escasos andaban al levantarse en mayo. El corto tiempo
transcurrido no había dejado aumentarlos notablemente, y antes bien se habían
minorado con los descalabros padecidos en Tudela y Mallén. En semejante estado déjase discurrir la consternación de Zaragoza al esparcirse
la nueva, en la noche del 14 de junio, de haber sido aquel día derrotado Don
José de Palafox en las cercanías de Alagón, según dijimos en el anterior libro.
Desapercibidos sus habitantes tan solamente hallaron consuelo con la presencia
de su amado caudillo, que no tardó en regresar a la ciudad. Mas el enemigo no
dio descanso ni vagar. Siguieron de cerca a Palafox, y tras él vinieron
proposiciones del general Lefebvre-Desnouettes a fin
de que se rindiese, con un pliego enderezado al propio objeto y firmado por los
emisarios españoles Castelfranco, Villela y Pereira
que acompañaban al ejército francés, y de quienes ya hicimos mención.
Fue la
respuesta del general Palafox ir al encuentro de los invasores; y con las pocas
tropas que le quedaban, algunos paisanos y piezas de campaña se colocó fuera no
lejos de la ciudad al amanecer del 15. Estaba a su lado el marqués de Lazán y muchos oficiales, mandando la artillería el capitán
Don Ignacio López. Pronto asomaron los franceses y trataron de acometer a los
nuestros con su acostumbrado denuedo. Pero Palafox viendo cuán superior era el
número de sus contrarios, determinó retirarse, y ordenadamente pasó a Longares,
pueblo seis leguas distante, desde donde continuó al Puerto del Frasno cercano a Calatayud: queriendo engrosar su corta
división con la que reunía y organizaba en dicha ciudad el barón de Versages.
Semejante
movimiento si bien acertado en tanto que no se consideraba a Zaragoza con
medios para defenderse, dejaba a esta ciudad del todo desamparada y a merced
del enemigo. Así se lo imaginó fundadamente el general francés Lefebvre-Desnouettes, y con sus 5 a 6000 infantes y 800 caballos a
las nueve de la mañana del mismo 15 se presentó con ufanía delante de las
puertas. Habían crecido dentro las angustias: no eran arriba de 300 los
militares que quedaban entre miñones y otros soldados: los cañones pocos y mal
colocados como por gente a quien no guiaban oficiales de artillería, pues de
los dos únicos con quien se contaba en un principio, Don Juan Cónsul y Don
Ignacio López, el último acompañaba a Palafox y el primero, por orden suya,
hallábase de comisión en Huesca. El paisanaje andaba sin concierto y por todas
partes reinaba la indisciplina y confusión. Parecía por tanto que ningún
obstáculo detendría a los enemigos, cuando el tiroteo de algunos paisanos y
soldados desbandados los obligó a hacer parada y proceder precavidamente. De
tan casual e impensado acontecimiento nació la memorable defensa de Zaragoza.
La
perplejidad y tardanza del general francés alentó a los que habían empezado a
hacer fuego, y dio a otros alas para ayudarlos y favorecerlos. Pero como aún no
había ni baterías ni resguardo importante, consiguieron algunos jinetes
enemigos penetrar hasta dentro de las calles. Acometidos por algunos
voluntarios y miñones de Aragón al mando del coronel Don Antonio de Torres, y
acosados por todas partes por hombres, mujeres y niños, fueron los más de ellos
despedazados cerca de nuestra Señora del Portillo, templo pegado a la puerta
del mismo nombre.
Enfurecidos
los habitantes y con mayor confianza en sus fuerzas después de la adquirida si
bien fácil ventaja, acudieron sin distinción de clase ni de sexo a donde
amagaba el peligro, y llevando a brazo los cañones antes situados en el
mercado, plaza del Pilar y otros parajes desacomodados, los trasladaron a las
avenidas por donde el enemigo intentaba penetrar, y de repente hicieron contra
sus huestes horrorosas descargas. Creyó entonces necesario el general francés
emprender un ataque formal contra las puertas del Carmen y Portillo. Puso su
mayor conato en apoderarse de la última, sin advertir que situada a la derecha
la Aljafería eran flanqueadas sus tropas por los fuegos de aquel castillo,
cuyas fortificaciones aunque endebles, le resguardaban de un rebate. Así
sucedió que los que le guarnecían, capitaneados por un oficial retirado de
nombre Don Mariano Cerezo, militar tan bravo como patriota, escarmentaron la
audacia de los que confiadamente se acercaban a sus muros. Dejáronles aproximarse y a quema ropa los ametrallaron. En sumo grado contribuyó a que
fuera más certera la artillería en sus tiros un oficial sobrino del general Guillelmi, quien encerrado allí con su tío desde el
principio de la insurrección, olvidándose del agravio recibido, solo pensó en
no dar quiebra a su honra, y cumplió debidamente con lo que la patria exigía de
su persona. Igualmente fueron los franceses repelidos en la Puerta del Carmen,
sosteniendo por los lados el tremendo fuego que de frente se les hacía,
escopeteros esparcidos entre las tapias, alameda y olivares, cuya buena
puntería causó en las filas enemigas notable matanza. Nadie rehusaba ir a la
lid: las mujeres corrían a porfía a estimular a sus esposos y a sus hijos, y
atropellando por medio del inminente riesgo los socorrían con víveres y
municiones. Los franceses aturdidos al ver tanto furor y ardimiento titubeaban
y crecía con su vacilar el entusiasmo y valentía de los defensores. De nuevo no
obstante y reiteradas veces embistieron la entrada del Portillo, desviándose de
la Aljafería, y procurando cubrirse detrás de los olivares y arboledas.
Menester fue para poner término a la sangrienta y reñida pelea que sobreviniese
la noche. Bajo su amparo se retiraron los franceses a media legua de la ciudad,
y recogieron sus heridos, dejando el suelo sembrado de más de 500 cadáveres. La
pérdida de los españoles fue mucho más reducida, abrigados de tapias y
edificios. Y de aquella señalada victoria, que algunos llamaron de las Eras,
resultó el glorioso empeño de los zaragozanos de no entrar en pacto alguno con
el enemigo y resistir hasta el último aliento.
Fuera de sí
aquellos vecinos con la victoria alcanzada, ignoraban todavía el paradero del
general Palafox. Grande fue su tristeza al saber su ausencia, y no teniendo fe
en las autoridades antiguas ni en los demás jefes, los diputados y alcaldes de
barrio a nombre del vecindario se presentaron luego que cesó el combate al
corregidor e intendente Don Lorenzo Calvo de Rozas, que, hechura de Palafox,
merecía su confianza. Instáronle para que hiciera sus
veces, y condescendió con sus ruegos en tanto que aquel no volviera. Unía Calvo
en su persona las calidades que el caso requería. Declarado abiertamente en
favor de la causa pública, habíase fugado de Madrid en donde estaba avecindado.
Hombre de carácter firme y sereno, encerraba en su pecho, con apariencias de
tibio, el entusiasmo y presteza de un alma impetuosa y ardiente. Autorizado
como ahora se veía por la voz popular y punzado por el peligro que a todos
amenazaba, empleó con diligencia cuantos medios le sugería el deseo de proteger
contra la invasión extraña la ciudad que se ponía en sus manos.
Prontamente
llamó al teniente de rey D. Vicente Bustamante para que expidiese y firmase a
los de su jurisdicción las convenientes órdenes. Mandó iluminar las calles con
objeto de evitar cualquier sorpresa o excesos; se empezaron a preparar sacos de
tierra para formar baterías en las puertas de Sancho, el Portillo, Carmen y
Santa Engracia; se abrieron zanjas o cortaduras en sus avenidas; se dispusieron
a artillarlas, y se levantó en toda la tapia que circuía a la ciudad una
banqueta para desde allí molestar al enemigo con la fusilería. Prevínose a los vecinos en estado de llevar armas, que se
apostasen en los diversos puntos debiendo alternar noche y día; se ocuparon los
niños y mujeres en tareas propias de su edad y sexo, y se encargó a los
religiosos hacer cartuchos de cañón y fusil, cumpliéndose con tan buen deseo y ahínco
aquellas disposiciones, que a las diez de la noche se había ya convertido
Zaragoza en un taller universal, en el que todos se afanaban por desempeñar
debidamente lo que a cada uno se había encomendado.
Con más
lentitud se procedió en la construcción de baterías por falta de ingeniero que
dirigiese la obra. Solo había uno, que era Don Antonio Sangenís,
y este había sido el 15 llevado a la cárcel por los paisanos que le
conceptuaban sospechoso, habiendo notado que reconocía las puertas y la ronda
de la ciudad. Ignorose su suerte en medio de la
confusión, pelea y agitación de aquel día y noche, y solo se le puso en
libertad por orden de Calvo de Rozas en la mañana del 16. Sin tardanza trazó Sangenís atinadamente varias obras de fortificación,
esmerándose en el buen desempeño, y ayudado en lugar de otros ingenieros por
los hermanos Tabuenca, arquitectos de la ciudad. Pintan estos pormenores, y por
eso no son de más, la situación de los zaragozanos, y lo apurados y escasos que
estaban de recursos y de hombres inteligentes en los ramos entonces más
necesarios.
Los
franceses, atónitos con lo ocurrido el 15, juzgaron imprudente empeñarse en
nuevos ataques antes de recibir de Pamplona mayores fuerzas, con artillería de
sitio, morteros y municiones correspondientes. Mientras que llegaba el socorro,
queriendo Lefebvre probar la vía de la negociación, intimó el 17 que, a no
venir a partido, pasaría a cuchillo a los habitantes cuando entrase en la
ciudad. Contestósele dignamente, y se prosiguió con
mayor empeño en prepararse a la defensa.
El general
Palafox en tanto, vista la decisión que habían tomado los zaragozanos de
resistir a todo trance al enemigo, trató de hostigarle y llamar a otra parte su
atención. Unido al barón de Versages contaba con una
división de 6000 hombres y cuatro piezas de artillería. El 21 de junio pasó en
Almunia reseña de su tropa, y el 23 marchó sobre Épila. En aquella villa hubo
jefes que notando el poco concierto de su tropa, por lo común allegadiza,
opinaron ser conveniente retirarse a Valencia, y no empeorar con una derrota la
suerte de Zaragoza. Palafox, asistido de admirable presencia de ánimo, congregó
su gente, y delante de las filas, exhortando a todos a cumplir con el duro pero
honroso deber que la patria les imponía, añadió que eran dueños de alejarse libremente
aquellos a quienes no animase la conveniente fortaleza para seguir por el
estrecho y penoso sendero de la virtud y de la gloria, o que tachasen de
temeraria su empresa. Se respondió a su voz con universales clamores de
aprobación, y ninguno osó desamparar sus banderas. De tamaña importancia es en
los casos arduos la entera y determinada voluntad de un caudillo.
Seguro de
sus soldados, hizo propósito Palafox de avanzar la mañana siguiente a la Muela,
tres leguas de Zaragoza, queriendo coger a los franceses entre su fuerza y
aquella ciudad. Pero barruntando estos su movimiento, se le anticiparon y
acometieron a su ejército en Épila a las nueve de la noche, hora desusada y en
la que dieron de sobresalto e impensadamente sobre los nuestros por haber
sorprendido y hecho prisionera una avanzada, y también por el descuido con que
todavía andaban nuestras inexpertas tropas. Se trabó la refriega, que fue
empeñada y reñida. Como los españoles se vieron sobrecogidos, no hubo orden
premeditado de batalla, y los cuerpos se colocaron según pudo cada uno en medio
de la oscuridad. La artillería, dirigida por el muy inteligente oficial Don Ignacio
López, se señaló en aquella jornada, y algunos regimientos se mantuvieron
firmes hasta por la mañana, que, sin precipitación, tomaron la vuelta de
Calatayud. En su número se contaba el de Fernando VII, que aunque nuevo,
sostuvo el fuego por espacio de seis horas, como si se compusiera de soldados
veteranos. También hombres sueltos de guardias españolas defendieron largo rato
una batería de las más importantes. Disputaron pues unos y otros el terreno a
punto que los franceses no los incomodaron en la retirada.
Palafox
convencido no obstante de que no era dado con tropas bisoñas combatir
ventajosamente en campo raso, y de que sería más útil su ayuda dentro de
Zaragoza, determinó superando obstáculos meterse con los suyos en aquella
ciudad, por lo que después de haberse rehecho, y dejando en Calatayud un
depósito al mando del barón de Versages, dividió su
corta tropa en dos pequeños trozos: encargó el uno a su hermano Don Francisco,
y acaudillando en persona el otro volvió el 2 de julio a pisar el suelo
zaragozano.
Ya había
allí acudido desde el 24 de junio su otro hermano el marqués de Lazán, que era el gobernador, con varios oficiales, a
instancias y por aviso del intendente Calvo de Rozas. Deseaba este un arrimo
para robustecer aún más sus acertadas providencias, acordar otras, comprometer
en la defensa a las personas de distinción que no lo estuviesen todavía,
imponer respeto a la muchedumbre congregando una reunión escogida y numerosa, y
afirmarla en su resolución por medio de un público y solemne juramento. Para
ello convocó el 25 de junio una junta general de las principales corporaciones
e individuos de todas clases, presidida por el de Lazán.
En su seno expuso brevemente Calvo de Rozas el estado en que la ciudad se
hallaba, y cuáles eran sus recursos, y excitó a los concurrentes a coadyuvar
con sus luces y patriótico celo al sostenimiento de la causa común. Conformes
todos aprobaron lo antes obrado, se confirmaron en su propósito de vencer o
morir, y resolvieron que el 26 los vecinos, soldados, oficiales y paisanos
armados prestarían en calles y plazas, en baterías y puertas un público y
majestuoso juramento. Amaneció aquel día y a una hora señalada de la tarde se
pobló el aire de un grito asombroso y unánime, «de que los defensores de
Zaragoza juntos y separados derramarían hasta la última gota de su sangre por
su religión, su rey y sus hogares.»
Movió a
curiosidad entre los enemigos la impensada agitación que causó tan nueva
solemnidad, y con ansia de informarse de lo que pasaba, aproximose a la línea española un comandante de polacos acompañado de varios soldados; y
aparentando deseos de tomar partido él y los suyos con los sitiados, pidió como
seguro de su determinación tratar con los jefes superiores. Salió Calvo de
Rozas, indicó al comandante que se adelantase para conferenciar solos: hízolo así, mas a poco y alevosamente cercaron a Calvo los
soldados del contrario. Encaráronle las armas, y
después de preguntar lo que en Zaragoza ocurría, tuvo el comandante la
descompuesta osadía de decirle que no era su intento desamparar sus banderas;
que había solo inventado aquella artimaña para averiguar de qué provenía la
inquietud de la ciudad, e intimar de nuevo por medio de una persona de cuenta
la rendición, siendo inevitable que al fin se sometiesen los zaragozanos al
ejército francés, tan superior y aguerrido. Añadiole que a no consentir con lo que de él exigía sería muerto o prisionero. En vez de
atemorizarse con la villana amenaza, reportado y sereno contestole Calvo: «harto conocidas son vuestras malas artes y la máscara de amistad con
que encubrís vuestras continuadas perfidias, para que desprevenido y no muy
sobre aviso acudiera yo a vuestro llamamiento: los muertos o prisioneros seréis
vos y vuestros soldados si intentáis traspasar las leyes admitidas aun entre
las naciones bárbaras. El castillo de donde estamos tan próximos a la menor
señal mía disparará sus cañones y fusiles, que por disposición anterior están
ya apuntados contra vosotros.» Alterose el polaco con la áspera contestación, y
reprimiendo la ira suavizó su altanero lenguaje, ciñéndose a proponer al
intendente Calvo una conferencia con sus generales. Vino en ello, y tomando la
venia del de Lazán se escogió por sitio el frente de
la batería del Portillo.
Todavía en
el mismo día avistáronse allí con Calvo y otros
oficiales españoles autorizados por el gobernador y vecindario, los generales
franceses Lefebvre y Verdier, recién llegado. Limitáronse las pláticas a insistir estos en la entrega de
Zaragoza, ofreciendo olvido de lo pasado, respetar las personas y propiedades,
y conservar a los empleados en sus destinos; con la advertencia que de lo
contrario convertirían en cenizas la ciudad, y pasarían a cuchillo los
moradores. Calvo contestó con brío, prometiendo sin embargo que daría cuenta de
lo que proponían, y que en la mañana siguiente se les comunicaría la definitiva
resolución, en cuya conformidad pasó el 27 temprano al campo francés Don
Emeterio Barredo llevando consigo una respuesta firmada por el marqués de Lazán, en la que se desechaban las insidiosas proposiciones
del enemigo.
Claro era
que estrechar el asedio y nuevas embestidas seguirían a repulsa tan temeraria,
mayormente cuando los franceses habían engrosado su ejército, y cuando se había
mejorado su posición. Por aquellos días además de haberse desembarazado de
Palafox arrojándole de Épila, habían recibido de Pamplona y Bayona socorros de
cuantía. Trájolos el general Verdier,
quien por su mayor graduación reemplazó en el mando en jefe a Lefebvre, y no
menos fueron por de pronto reforzados que con 3000 hombres, 30 cañones de grueso
calibre, cuatro morteros, 12 obuses, y 800 portugueses a las órdenes de Gómez
Freire. Fundadamente pensaron entonces que con buen éxito podrían vencer la
tenacidad zaragozana.
Así fue que
en el mismo día 27 renovaron el fuego, y dirigieron con particularidad su
ataque contra los puestos exteriores. Repelidos con pérdida en las diversas
entradas de la ciudad, de que quisieron apoderarse, no pudo impedírseles que se
acercasen al recinto. Como en sus maniobras se notó el intento de enseñorearse
del monte Torrero, con diligencia se metieron en Zaragoza los víveres y
municiones que estaban encerrados en aquellos almacenes; mas tan oportuna
precaución originó un desastre. A las tres de la tarde estremeciéronse todos los edificios, zumbando y resonando el aire con el disparo y caída de
piedras, astillas y cascos. Tuviéronse los
zaragozanos por muertos y como si fuesen a ser sepultados en medio de ruinas.
Despavoridos y azorados huían de sus casas, ignorando de dónde provenía tanto
ruido, turbación y fracaso. Causábalo el haberse
pegado fuego por descuido de los conductores a la pólvora que se almacenaba en
el seminario conciliar, y este y la manzana de casas contiguas y las que
estaban enfrente se volaron o desplomaron, rompiéndose los cristales de la
ciudad, con muertes y desdichas. Agregábase a la
horrenda catástrofe la pérdida de la pólvora tan necesaria en aquel tiempo, y
en el que había de todo apretada pobreza.
Y para que
apareciese enteramente acrisolada la constancia aragonesa, los franceses fiados
en la desolación y universal desconsuelo reiteraron sus ataques en tan apurado
momento. No se descorazonaron los defensores, antes bien enfurecidos hicieron
que se malograse la tentativa de los enemigos, inhumana en aquella sazón.
Desde aquel
día no transcurrió uno en que no hubiese reñidas contiendas, escaramuzas,
salidas, acometimientos de sitiados y sitiadores. Largo sería e imposible
referir hazañas tantas y tan gloriosas, rara vez empañadas con alguna bastarda
acción.
Túvose sin embargo por tal lo
ocurrido en el monte Torrero. El comandante a cuyo cargo estaba el puesto, de
nombre Falcón, ora por connivencia, ora por desaliento, que es a lo que nos
inclinamos, le desamparó vergonzosamente, y el enemigo, enseñoreándose de aquellas
alturas, causó en breve notables estragos.
El
vecindario por su parte, irritado de la conducta del comandante español, le
obligó más adelante a que compareciese ante un consejo de guerra, y por
sentencia de este fue arcabuceado. La misma suerte cupo durante el sitio al
coronel Don Rafael Pesino, gobernador de las Cinco
Villas, y a otros de menos nombre, acusados de inteligencia con el enemigo.
Ejemplar castigo, tachado por algunos de precipitado, pero que miraron otros
como saludable freno contra los que flaqueasen por tímidos o tramasen alguna
alevosía.
Empeñábase así la resistencia, y
cobraban todos ánimo con los oficiales y soldados que a menudo acudían en ayuda
de la ciudad sitiada. Llenó sobre todo de particular gozo la llegada a últimos
de junio de 300 soldados del regimiento de Extremadura al mando del teniente
coronel Don Domingo Larripa, que vimos allá detenido
en Tárrega, sin querer cumplir las órdenes de Duhesme, y también la que por
entonces ocurrió de 100 voluntarios de Tarragona capitaneados por el teniente
coronel Don Francisco Marcó del Pont. Compensábase con eso algún tanto el haber perdido las alturas de Torrero.
Mas dueños
los franceses de semejante posición, determinaron molestar la ciudad con balas,
granadas y bombas. Para ello colocaron en aquella eminencia una batería
formidable de cañones de grueso calibre y morteros. Levantaron otras en
diversos puntos de la línea, con especialidad en el paraje llamado de la Bernardona, enfrente de la Aljafería. Preparados de este
modo, al terminarse el 30 de junio y a las doce de la noche rompieron el fuego,
y dieron principio a un horroroso bombardeo. Los primeros tiros salvaron la
ciudad sin hacer daño: acortáronlos, y las bombas
penetrando por las bóvedas de la fábrica antigua de la iglesia del Pilar y
arruinando varias casas, empezaron a causar quebrantos y destrozos.
Al amanecer
los vecinos lejos de arredrarse a su vista, trabajaron a competencia y con sumo
afán para disminuir las lástimas y desgracias. Construyéronse blindajes en calles y plazas, torciose el curso de
Huerva y se le metió en la ciudad para apagar con presteza cualquier incendio. Franqueáronse los sótanos, empleando dentro en trabajos
útiles y que pedían resguardo a los que no eran llamados a guerrear. Para
observar el fogonazo y avisar la llegada de las bombas, pusiéronse atalayas en la torre que denominaban nueva, si bien fabricada en 1504, la cual
elevándose en la plaza de San Felipe sola y sin arrimo pareció acomodada al
caso, aunque ladeada a la manera de la famosa de Pisa. No satisfechos los
sitiados con estas obras y las antes construidas, ideando otras, cortaron y
zanjaron calles, atroneraron casas y tapiales, apilaron sacos de tierra,
trazaron y erigieron nuevas baterías, las cubrieron con cañones arrumbados por
viejos en la Aljafería o con los que sucesivamente llegaban de Lérida y Jaca, y
en fin quemaron y talaron las huertas y olivares, los jardines y quintas que
encubrían los aproches del enemigo, perjudicando a la defensa. Sus dueños no
solamente condescendían en la destrucción con desprendimiento magnánimo, sino
que las más veces ayudaban con sus brazos al total asolamiento. Y cuando
lidiando en otro lado descubrían la llama que devoraba el fruto de años de
sudor y trabajo o el antiguo solar de sus abuelos, ensoberbecíanse de cooperar así y con largueza a la libertad de la patria. ¿De qué no eran
capaces varones dotados de virtudes tan esclarecidas?
Al bombardeo siguiose en la mañana del 1.º de julio un ataque
general en todos los puntos. Empezaron a batir la Aljafería y Puerta del
Portillo, mandada por Don Francisco Marcó del Pont, los fuegos de la Bernardona. La Puerta del Carmen encargada al cuidado de
Don Domingo Larripa fue casi al mismo tiempo
embestida, y tampoco tardaron los enemigos en molestar la de Sancho custodiada
por el sargento mayor Don Mariano Renovales. Con todo, siendo su mayor empeño
apoderarse de la del Portillo, hubo allí tal estrago que, muertos en una
batería exterior todos los que la defendían, nadie osaba ir a reemplazarlos, lo
cual dio ocasión a que se señalase una mujer del pueblo llamada Agustina
Zaragoza. Moza esta de 22 años y agraciada de rostro, llevaba provisiones a los
defensores cuando acaeció el mencionado abandono. Notando aquella valerosa
hembra el aprieto y desánimo de los hombres, corrió al peligroso punto, y
arrancando la mecha aún encendida de un artillero que yacía por el suelo, puso
fuego a una pieza, e hizo voto de no desampararla durante el sitio sino con la
vida. Imprimiendo su arrojo nueva audacia en los decaídos ánimos, se
precipitaron todos a la batería, y renovose tremendo
fuego. Proeza muy semejante la de Agustina a la de María Pita en el sitio que
pusieron los ingleses a la Coruña en 1589, fue premiada también de un modo
parecido, y así como a aquella le concedió Felipe II el grado y sueldo de
alférez vivo, remuneró Palafox a esta con un grado militar y una pensión
vitalicia.
Continuaba
vivísimo el fuego, y nuestra artillería muy certera arredraba al enemigo, sin
que hasta entonces hubiese oficial alguno de aquella arma que la dirigiese. No
eran todavía las doce del día cuando entre el horroroso y mortífero estruendo
del cañón se presentaron los subtenientes de aquel distinguido cuerpo Don
Jerónimo Piñeiro y Don Francisco Rosete, que fugados de Barcelona corrían
apresuradamente a tomar parte en la defensa de Zaragoza. Sin descanso, después
de largo viaje y fatigoso tránsito, se pusieron el primero a dirigir los fuegos
de la entrada del Portillo, y el segundo los de la del Carmen. Con la ayuda de
oficiales inteligentes creció el brío en los nuestros, y aumentose el estrago en los contrarios. La noche cortó el combate, mas no el bombardeo,
renovándose aquel al despuntar del alba con igual furia que el día anterior.
Las columnas enemigas con diversas maniobras intentaron enseñorearse del
Portillo, y abierta brecha en la Aljafería se arrojaron a asaltar aquella
fortaleza; pero fuese que no hallasen escalas acomodadas, o fuese más bien la
denodada valentía de los sitiados, los franceses repelidos se desordenaron y
dispersaron en medio de los esfuerzos de jefes y oficiales. Otro tanto pasaba
en el Portillo y Carmen. El marqués de Lazán, durante
el ataque, recorrió la línea en los puntos más peligrosos, remunerando a unos y
alentando a otros con sus palabras.
Ya era
entrada la tarde, desmayaban los enemigos, y los nuestros familiarizándose más
y más con los riesgos de la guerra, desconocidos al mayor número, redoblaron
sus esfuerzos alentados con un inesperado y para ellos halagüeño
acontecimiento. De boca en boca y con rapidez se difundió que Don José de
Palafox estaba de vuelta en la ciudad y que pronto gozarían todos de su
presencia. En efecto penetrando en Zaragoza a las cuatro de la tarde de aquel
día, que era el 2, apareciose de repente en donde se
lidiaba, y a su vista arrebatados de entusiasmo hicieron los nuestros tan firme
rostro a los franceses, que sin insistir estos en nueva acometida se
contentaron con proseguir el bombardeo.
Viendo sin
embargo que para aproximarse a las puertas era menester hacerse dueños de los
conventos de San José y Capuchinos y otros puntos extramuros, comenzaron por
entonces a embestirlos. En el convento de San José, asentado a la derecha del
río Huerva, no había otro amparo que el de las paredes en cuyo macizo se habían
abierto troneras. Asaltáronle 400 polacos, y
repelidos con gran pérdida tuvieron que aguardar refuerzo, y aun así no se
posesionaron de aquel puesto sino al cabo de horas de pelea. No fueron más
afortunados en el de Capuchinos cercano a la Puerta del Carmen. Lucharon los
defensores cuerpo a cuerpo en la iglesia, en los claustros, en las celdas, y no
desampararon el edificio hasta después de haberle puesto fuego.
También
quisieron los franceses cercar la ciudad por la orilla izquierda del Ebro,
principalmente a causa de los socorros que la libre comunicación proporcionaba.
Para estorbarla pensaron en cruzar el río, echando el 10 de julio un puente de
balsas en San Lamberto. Salió contra ellos el general Palafox con paisanos y
una compañía de suizos que acababa de llegar. Batallaron largo tiempo, y vino
con refuerzo a sostenerlos el intendente Calvo de Rozas, cuyo caballo fue
derribado de una granada. Los enemigos no se atrevieron a pasar muy adelante, y
aprovechando los nuestros el precioso respiro que daban, levantaron en el
Arrabal tres baterías, una en los tejares, y las otras dos en el rastro de los
clérigos y en San Lázaro: de las que protegidos los labradores se escopetearon
varias veces con los franceses en el campo de las Ranillas y los ahuyentaron,
distinguiéndose con frecuencia en la lid el famoso tío Jorge. Así que los
sitiadores no pudieron cerrar del todo las comunicaciones de Zaragoza, pero
talaron los campos, quemaron las mieses, y extendiéndose hacia el Gállego viose desconsoladamente arder el puente de madera que da
paso al camino carretero de Cataluña, y destruirse e incendiarse las aceñas y
molinos harineros que abastecían la ciudad. Las angustias crecían, mas al par
de ellas también el ardimiento de los sitiados. Se acopió la harina del
vecindario para amasar solamente pan de munición que todos comían con gusto, y
para fabricar pólvora se establecieron molinos movidos por caballos, y se cogió
el azufre en donde quiera que lo había: se lavó la tierra de las calles para
tener salitre, y se hizo carbón con la caña del cáñamo tan alto en aquel país.
No poco cooperó al acierto y dirección de estos trabajos, como de los demás que
ocurrieron, el sabio oficial de artillería Don Ignacio López, quien desde
entonces hasta el fin del sitio fue uno de los pilares en que estribó la
defensa zaragozana.
Eran estas
precauciones tanto más necesarias, cuanto no solo los franceses ceñían más y
más la plaza, sino que también previeron los sitiados que bien pronto
intentarían destruir o tomar los molinos de pólvora de Villafeliche a doce leguas de Zaragoza, que eran los que la proveían. Así sucedió. El barón
de Versages desde Calatayud asomándose a las alturas
inmediatas a aquel pueblo, impidió al principio que lograsen su objeto. Mas
revolviendo sobre él los enemigos con mayores fuerzas tuvo que replegarse y dejar
en sus manos tan importantes fábricas.
En medio del
tropel de desdichas que oprimían a los zaragozanos permanecían constantes sin
que nada los abatiese. En continuada vela desbarataban las sorpresas que a cada
paso tentaban sus contrarios. El 17 de julio dueños ya estos del convento de
Capuchinos, sigilosamente a las nueve de la noche procuraron ponerse bajo el
tiro de cañón de la Puerta del Carmen. Los nuestros lo notaron y en silencio
también aguardando el momento del asalto rompieron el fuego y derribaron sin
vida a los que se gloriaban ya de ser dueños del puesto. Con mayor furia
renovaron los sitiadores sus ataques allí y en las otras puertas las noches
siguientes: en todas infructuosamente, no habiendo podido tampoco apoderarse
del convento de Trinitarios descalzos sito extramuros de la ciudad.
En lucha tan
encarnizada los españoles a veces molestaban al enemigo con sus salidas, y no
menos quisieron que adelantarse hasta el monte Torrero. Aparentando pues un
ataque formal por el paseo antes deleitoso que de la ciudad iba a aquel punto,
dieron otros de sobresalto en medio del día en el campamento francés. Todo lo
atropellaron y no se retiraron sino cubiertos de sangre y despojos. Por las
márgenes del Gállego midieron igualmente unos y otros sus armas en varias
ocasiones, y señaladamente en 29 de julio en que nuestros lanceros sacaron
ventaja a los suyos con mucha honra y prez, sobresaliendo en los reencuentros
el coronel Butrón, primer ayudante de Palafox.
Restaban aún
nuevas y más recias ocasiones en que se emplease y resplandeciese la bizarría y
firmeza de los zaragozanos. Noche y día trabajaban sus enemigos para construir
un camino cubierto que fuese desde el convento de San José por la orilla del
Huerva hasta las inmediaciones de la Bernardona, y a
su abrigo colocar morteros y cañones, no mediando ya entre sus baterías y las
de los españoles sino muy corta distancia.
Aguardábase por momentos una general
embestida, y en efecto en la madrugada del 3 de agosto el enemigo rompió el
fuego en toda la línea, cayendo principalmente una lluvia de bombas y granadas
en el barrio de la ciudad situado entre las puertas de Santa Engracia y el
Carmen hasta la calle del Coso. El coronel de ingenieros francés Lacoste,
ayudante de Napoleón, que había llegado después de comenzado el sitio, con
razón juzgó no ser acertado el ataque antes emprendido por el Portillo, y
determinó que el actual se diese del lado de Santa Engracia, como más directo y
como punto no flanqueado por el castillo. La principal batería de brecha estaba
a 150 varas del convento, y constaba de 6 piezas de a 16 y de 4 obuses. Habían
además establecido sobre todo el frente de ataque 7 baterías, de las que la más
lejana estaba del recinto 400 varas. A tal distancia y tan reconcentrado fácil
es imaginarse cuán terrible y destructor sería su fuego. Sea de propósito o por
acaso, notose que sus tiros con particularidad se
asestaban contra el hospital general en que había gran número de heridos y
enfermos, los niños expósitos y los dementes. Al caer las bombas hasta los más
postrados, desnudos y despavoridos saltaron de sus camas y quisieron salvarse.
Grande desolación fue aquella. Mas con el celo y actividad de buenos patricios,
muchos, en particular niños y heridos, se trasladaron a paraje más resguardado.
Prosiguió todo aquel día el bombardeo, conmoviéndose unos edificios,
desplomándose otros, y causando todo junto tal estampido y estruendo que se
difundía y retumbaba a muchas leguas de Zaragoza.
Al alborear
del 4 descubrieron los enemigos su formidable batería en frente de Santa
Engracia. No había enderredor del monasterio foso
alguno, coronando solo sus pisos varias piezas de artillería. Empezaron a
batirle en brecha, acometiendo al mismo tiempo la entrada inmediata del mismo
nombre, y distrayendo la atención con otros ataques del lado del Carmen,
Portillo y Aljafería. A las nueve de la mañana estaban arrasadas casi todas
nuestras baterías y practicables las brechas. Palafox presentándose por todas
partes, corría a donde había mayor riesgo y sostenía la constancia de su gente.
En lo recio del combate propúsole Lefebvre-Desnouettes: «paz y capitulación.» Respondiole Palafox: «guerra a cuchillo.» A su voz atropellábanse paisanos y soldados a oponerse al enemigo, y abalanzándose a dicho monasterio
de Santa Engracia, célebre por sus antigüedades y por ser fundación de los
reyes católicos, se metían dentro sin que los arredrara ni el desplomarse de
los pisos ni la caída de las mismas paredes que amagaba. A todo hacían rostro,
nada los desviaba de su temerario arrojo. Y no parecía sino que las sombras de
los dos célebres historiadores de Aragón, Jerónimo Blancas y Zurita, cuyas
cenizas allí reposaban, ahuyentadas del sepulcro al ruido de las armas y vagando
por los atrios y bóvedas, los estimulaban y aguijaban a la pelea,
representándoles vivamente los heroicos hechos de sus antepasados que tan
verídica y noblemente habían trasmitido a la posteridad. Tanto tenía de
sobrehumano el porfiado lidiar de los aragoneses.
Al cabo de
horas, y cuando el terreno quedaba no sembrado sino cubierto de cadáveres, y en
torno suyo ruinas y destrozos, pudieron los franceses avanzar y salir a la
calle de Santa Engracia. Pisando ya el recinto vanagloriábanse de ser dueños de Zaragoza, y formados y con arrogancia se encaminaban al Coso.
Mas pesoles muy luego su sobrada confianza. Cogidos y como
enredados entre calles y casas estuvieron expuestos a un horroroso fuego que de
todos lados se les hacía a manera de granizada. Cortadas las bocacalles y
parapetados los defensores con sacas de algodón y lana, y detrás de las paredes
de las mismas casas, los abrasaron por decirlo así a quema ropa por espacio de
tres horas, sin que pudieran salir al Coso, a donde desemboca la calle de Santa
Engracia. Desesperanzaban ya los franceses de conseguirlo, cuando volándose un
repuesto de pólvora que cerca tenían los españoles, con el daño y desorden que
esta desgracia causó, fueles permitido a los acometedores llegar al Coso, y
posesionarse de dos grandes edificios que hay en ambas esquinas, el del
convento de San Francisco a la izquierda, y el hospital general a la derecha.
En este fue espantoso el ataque, prendiose fuego, y
los enfermos que quedaban arrojándose por las ventanas caían sobre las
bayonetas enemigas. Entre tanto los locos encerrados en sus jaulas cantaban,
lloraban o reían según la manía de cada uno. Los soldados enemigos tan fuera de
sí como los mismos dementes, en el ardor del combate mataron a muchos y se
llevaron a otros al monte Torrero, de donde después los enviaron. Mucha sangre
había costado a los franceses aquel día, habiendo sido tan de cerca ofendidos: contáronse entre el número de los muertos oficiales
superiores, y fue herido su mismo general en jefe Verdier.
Dueños de
aquella parte sentaron los enemigos sus águilas victoriosas en la cruz del
Coso, templete con columnas en medio de la calle del mismo nombre. Todo parecía
así perdido y acabado. Calvo de Rozas y el oficial Don Justo San Martín fueron
los últimos que a las cuatro de la tarde, después de haberse volado el
mencionado repuesto, desampararon la batería que enfilaba desde el Coso la
avenida de Santa Engracia. Pero el primero no decayendo de ánimo dirigiose por la calle de San Gil al Arrabal para desde allí
juntar dispersos, rehacer su gente, traer los que custodiaban aquellos puntos
entonces no atacados, y con su ayuda prolongar hasta la noche la resistencia,
aguardando de fuera y antes de la madrugada, según veremos, auxilio y
refuerzos.
Favoreció a
su empresa lo ocurrido en el hospital general, y una equivocación afortunada de
los enemigos, quienes queriendo encaminarse al puente que comunica con el
Arrabal, en vez de tomar la calle de San Gil que tomó Calvo y es la directa,
desfilaron por el arco de Cineja, callejuela torcida
que va a la Torrenueva. Aprovechándose los aragoneses del extravío, los
arremetieron en aquella estrechura y los acribillaron y despedazaron. Obligoles a hacer alto semejante choque, y en el entretanto
volviendo Calvo del Arrabal con 600 hombres de refresco y otros muchos que se
le agregaron, desembocaron juntos y de repente en la calle del Coso en donde
estaba la columna francesa. Embistió con 50 hombres escogidos, y el primero el
anciano capitán Cerezo, que ya vimos en la Aljafería, yendo armado [para que
todo fuera extraordinario] de espada y rodela, y bien unido con los suyos se
arrojaron todos como leones sobre los contrarios, sorprendidos con el súbito y
furibundo ataque. Acometieron los demás por diversos puntos, y disparando desde
las casas trabucazos y todo linaje de mortíferos instrumentos, acosados los
franceses y aterrados, se dispersaron y recogieron en los edificios de San
Francisco y hospital general.
Anocheció al
cesar la pelea, y vueltos los españoles del primer sobresalto supieron por
experiencia con cuanta ventaja resistirían al enemigo dentro de las calles y
casas. Sosteníales también la firme esperanza de que
con el alba aparecería delante de sus puertas un numeroso socorro de tropas,
que así se lo había prometido su idolatrado caudillo Don José de Palafox.
Había
partido este de Zaragoza con sus dos hermanos a las doce del día del 4, después
que los franceses dueños del monasterio de Santa Engracia estaban como
atascados en las calles que daban al Coso. Presumíase con fundamento que no podrían en aquel día vencer los obstáculos con que
encontraban; mas al mismo tiempo careciendo de municiones y menguando la gente, temíase que acabarían por superarlos si no llegaban
socorros de a fuera, y si además tropas de refresco no llenaban los huecos y
animaban con su presencia a los tan fatigados si bien heroicos defensores. No
estaban aquellas lejos de la ciudad, pero dilatándose su entrada pensose que era necesario fuese Palafox en persona a
acelerar la marcha. No quiso este sin embargo alejarse antes que le prometiesen
los zaragozanos que se mantendrían firmes hasta su vuelta. Hiciéronlo así, y teniendo fe en la palabra dada convino en ir al encuentro de los
socorros.
Correspondió
a la esperanza el éxito de la empresa. A últimos de junio había desde Cataluña
penetrado en Aragón el 2.º batallón de voluntarios con 1200 plazas al mando del
coronel Don Luis Amat y Terán, 500 hombres de guardias españolas al del coronel
Don José Manso, y además dos compañías de voluntarios de Lérida, cuya división
se había situado en Gelsa, diez leguas de Zaragoza. Cierto que con este auxilio
y un convoy que bajo su amparo podría meterse en la ciudad sitiada, era dado
prolongar la defensa hasta la llegada de otro cuerpo de 5000 hombres procedente
de Valencia que se adelantaba por el camino de Teruel. El tiempo urgía; no
sobraba la más exquisita diligencia, por lo que, y a mayor abundamiento, despachose al mismo Calvo de Rozas para enterar a Palafox
de lo ocurrido después de su partida y servir de punzante espuela al pronto
envío de los socorros. Alcanzó el nuevo emisario al general en Villafranca de
Ebro, pasaron juntos a Osera, cuatro leguas de Zaragoza, en donde a las nueve
de la noche entraron las tropas alojadas antes en Gelsa y Pina.
En dicho
pueblo de Osera celebrose consejo de guerra, a que
asistieron los tres Palafoxes con su estado mayor, el
brigadier Don Francisco Osina, el coronel de
artillería Don J. Navarro Sangrán [estos dos
procedentes de Valencia] y otros jefes. Informados por el intendente Calvo del
estado de Zaragoza, sin tardanza se determinó que el marqués de Lazán con los 500 hombres de guardias españolas, formando
la vanguardia se metiese en la ciudad en la madrugada del 5, que con la demás
tropa le siguiese Don José de Palafox, y que su hermano Don Francisco quedase a
la retaguardia con el convoy de víveres y municiones custodiado también por
Calvo de Rozas. Acordose asimismo que para mantener
con brío a los sitiados y consolarlos en su angustiada posición, partiesen
prontamente a Zaragoza como anunciadores y pregoneros del socorro el teniente
coronel Don Emeterio Barredo y el tío Jorge, cuya persona rara vez se alejaba
del lado de Palafox, siendo capitán de su guardia. Partiéronse todos a desempeñar sus respectivos encargos, y la oportuna llegada a la ciudad
de los mencionados emisarios, desbaratando los secretos manejos en que andaban
algunos malos ciudadanos, confortó al común de la gente y provocó el más
arrebatado entusiasmo.
A ser
posible, hubiera crecido de punto con la entrada, pocas horas después, del
marqués de Lazán. Retardose la de su hermano y la del convoy por un movimiento del general Lefebvre-Desnouettes, quien mandaba en jefe en lugar del herido Verdier. Habíanle avisado la
llegada de Lazán y quería impedir la de los demás,
juzgando acertadamente que le sería más fácil destruirlos en campo abierto que
dentro de la ciudad. Palafox, desviándose a Villamayor, situado a dos leguas y
media, en una altura desde donde se descubre Zaragoza, esquivó el combate y
aguardó oportunidad de burlar la vigilancia del enemigo. Para ejecutar su
intento con apariencia fundada de buen éxito, mandó que de Huesca se le uniese
el coronel Don Felipe Perena con 3000 hombres que
allí había adiestrado, y después dejando a estos en las alturas de Villamayor
para encubrir su movimiento, y valiéndose también de otros ardides engañó al
enemigo, y de mañana y con el sol entró el día 8 por las calles de Zaragoza. Déjase discurrir a qué punto se elevaría el júbilo y
contentamiento de sus moradores, y cuán difícil sería contener sus ímpetus
dentro de un término conveniente y templado.
Los
franceses, si bien sucesivamente habían acrecentado el número de su gente hasta
rayar en el de 11.000 soldados, estaban descaecidos de espíritu, visto que de
nada servían en aquella lid las ventajas de la disciplina, y que para ir
adelante menester era conquistar cada calle y cada casa, arrancándolas del
poder de hombres tan resueltos y constantes. Amilanáronse aún más con la llegada de los auxilios que en la madrugada del 5 recibieron los
sitiados, y con los que se divisaban en las cercanías.
No por eso
desistieron del propósito de enseñorearse de todos los barrios de la ciudad, y
destruyendo las tapias, formaron detrás líneas fortificadas, y construyeron
ramales que comunicasen con los que estaban alojados dentro.
Desde el 5
hubo continuados tiroteos, peleábase noche y día en
casas y edificios, incendiáronse algunos y fueron
otros teatro de reñidas lides. En las más brilló con sus parroquianos el
beneficiado Don Santiago Sas, y el tío Jorge. También
se distinguió en la Puerta de Sancho otra mujer del pueblo llamada Casta
Álvarez, y mucho por todas partes Doña María Consolación de Azlor,
condesa de Bureta. A ningún vecino atemorizaba ya el bombardeo, y avezados a
los mayores riesgos bastábales la separación de una
calle o de una casa para mirarse como resguardados por un fuerte muro u ancho
foso. Debieran haberse eternizado muchos nombres que para siempre quedaron allí
oscurecidos, pues siendo tantos y habiéndose convertido los zaragozanos en
denodados guerreros, su misma muchedumbre ha perjudicado a que se perpetúe su
memoria.
Por entonces
empezó a susurrarse la victoria de Bailén. Daban crédito los sitiados a noticia
para ellos tan plausible, y con desdén y sonrisa la oían sus contrarios, cuando
de oficio les fue a los últimos confirmada el día 6 de agosto. Procurose ocultar al ejército, pero por todas partes se
traslucía, mayormente habiendo acompañado a la noticia la orden de Madrid de
que levantasen el sitio y se replegasen a Navarra. Meditaban los jefes
franceses el modo de llevarlo a efecto, y hubieran bien pronto abandonado una
ciudad para sus huestes tan ominosa si no hubieran poco después recibido
contraorden del general Monthion desde Vitoria, a fin
de que antes de alejarse aguardasen nuevas instrucciones de Madrid del jefe de
estado mayor Belliard. Permanecieron pues en
Zaragoza, y continuaron todavía unos y otros en sus empeñados choques y
reencuentros. Los franceses con desmayo, los españoles con ánimo más levantado.
Así fue que
el 8 de agosto, luego que entró Palafox, congregose un consejo de guerra, y se resolvió continuar defendiendo con la misma
tenacidad y valentía que hasta entonces todos los barrios de la ciudad, y en
caso que el enemigo consiguiese apoderarse de ellos, cruzar el río, y en el
Arrabal perecer juntos todos los que hubiesen sobrevivido. Felizmente su
constancia no tuvo que exponerse a tan recia prueba, pues los franceses, sin
haber pasado del Coso, recibieron el 13 la orden definitiva de retirarse. Llegó
para ellos muy oportunamente, porque en el mismo día caminando a toda priesa, y
conducida en carros por los naturales del tránsito la división de Valencia al
mando del mariscal de campo Don Felipe Saint-March, corrió a meterse
precipitadamente en la ciudad invadida. Y tal era la impaciencia de sus
soldados por arrojarse al combate, que sin ser mandados y en unión con los
zaragozanos embistieron a las seis de la tarde desaforadamente al enemigo.
Hallábase este a punto de desamparar el recinto, y al verse acometido apresuró
la retirada volando los restos del monasterio de Santa Engracia. En seguida se
reconcentró en su campamento del monte Torrero, y dispuesto a abandonar también
aquel punto, prendió por la noche fuego a sus almacenes y edificios, clavó y
echó en el canal la artillería gruesa, destruyó muchos pertrechos de guerra, y
al cabo se alejó al amanecer del 14 de las cercanías de Zaragoza. La división
de Valencia con otros cuerpos siguieron su huella, situándose en los linderos
de Navarra.
Terminose así el primer sitio de
Zaragoza, que costó a los franceses más de 3000 hombres y cerca de 2000 a los
españoles. Célebre y sin ejemplo, más bien que sitio pudiera considerársele
como una continuada lucha o defensa de posiciones diversas, en las que el entusiasmo
y personal denuedo llevaba ventaja al calculado valor y disciplina de tropas
aguerridas. Pues aquellos triunfos eran tanto más asombrosos cuanto en un
principio y los más señalados fueron conseguidos, no por el brazo de hombres
acostumbrados a la pelea y estrépitos marciales, sino por pacíficos labriegos
que ignorando el terrible arte de la guerra, tan solamente habían encallecido
sus manos con el áspero y penoso manejo de la azada y la podadera.
Al
cerciorarse de la retirada de los franceses prorrumpieron los moradores de
Zaragoza en voces de alegría con loores eternos al Todopoderoso y gracias
rendidas a la Virgen del Pilar, que su devoción miraba como la principal
protectora de sus hogares. No daba facultad el gozo para reparar en qué estado
quedaba la ciudad: triste era verdaderamente. La parte ocupada por los
sitiadores arruinada, los tejados de la que había permanecido libre hundidos
por las granadas y bombas. En unos parajes humeando todavía el fuego mal
apagado, en otros desplomándose la techumbre de grandes edificios, y
mostrándose en todos el lamentable espectáculo de la desolación y la muerte.
Celebráronse el 25 magníficas exequias
por los que habían fallecido en defensa de su patria, de quienes nunca mejor
pudiera repetirse con Pericles, «que en brevísimo tiempo y con breve suerte
habían sin temor perecido en la cumbre de la gloria.»Concedió Palafox a los defensores muchos privilegios, entre los que con razón algunos se
graduaron de desmedidos. Mas este y otros desvíos desaparecieron y se ocultaron
al resplandor de tantos e inmortales combates.
No
desdijeron de aquella defensa las esclarecidas acciones que por entonces y con
el mismo buen éxito que las primeras acaecieron en Cataluña. El Ampurdán había
imitado el ejemplo de los otros distritos de su provincia, y estaba ya
sublevado cuando los franceses acometieron infructuosamente a Gerona la vez
primera. El movimiento de sus somatenes fue provechoso a la defensa de aquella
plaza, molestando con correrías las partidas sueltas del enemigo e
interrumpiendo sus comunicaciones. Llevaron más allá su audacia, y apoyados en
algunos soldados de la corta guarnición de Rosas, bloquearon estrechamente el
castillo de San Fernando de Figueras, defendido por solos 400 franceses con
escasas vituallas. Despechados estos de verse en apuro por la osadía de meros paisanos,
quisieron vengarse incomodando con sus bombas a la villa y arruinándola sin
otro objeto que el de hacer daño. Mas hubiéranse quizá arrepentido de su bárbara conducta, si estando ya casi a punto de
capitular no los hubiera socorrido oportunamente el general Reille.
Ayudante este de Napoleón, había por orden suya llegado a Perpiñán y reunido
precipitadamente algunas fuerzas. Con ellas y un convoy tocó el 5 de julio los
muros de Figueras y ahuyentó a los somatenes.
Persuadido Reille que Rosas, aunque en parte desmantelada, atizaba el
fuego de la insurrección y suministraba municiones y armas, intentó el 11 del
mismo julio tomarla por sorpresa, pero le salió vano su intento habiendo sido
completamente rechazado. A la vuelta tuvo que padecer bastante, acosado por los
somatenes, que en varios otros reencuentros, señaladamente en el del Alfar,
desbarataron a los franceses. Era su principal caudillo Don Juan Clarós, hombre de valor y muy práctico en la tierra.
Duhesme, por
su parte, luego que volvió a Barcelona después de habérsele desgraciado su
empresa de Gerona, no descansaba ni vivía tranquilo hasta vengar el recibido
agravio. Juntó con premura los convenientes medios, y al frente de 6000
hombres, un tren considerable de artillería con municiones de boca y guerra,
escalas y demás pertrechos conducentes a formalizar un sitio, salió de
Barcelona el 10 de julio.
Confiado en
el éxito de esta nueva expedición contra Gerona, públicamente decía: el 24
llego, el 25 la ataco, la tomo el 26 y el 27 la arraso. Conciso como César en
las palabras no se le asemejó en las obras. Por de pronto fue inquietado en
todo el camino. Detuvieron a sus soldados entre Caldetas y San Pol las cortaduras que los somatenes habían abierto, y cuyo embarazo los
expuso largo tiempo a los fuegos de una fragata inglesa y de varios buques
españoles. Prosiguiendo adelante se dividieron el 19 en dos trozos, tomando uno
de ellos la vuelta de las asperezas de Vallgorguina,
y el otro la ruta de la costa. De este lado tuvieron un reñido choque con la
gente que mandaba Don Francisco Miláns, y por el de
la Montaña, vencidos varios obstáculos, con pérdidas y mucha fatiga llegaron el
20 a Hostalrich, cuyo gobernador Don Manuel O’Sullivan, de apellido extranjero pero de corazón español
y nacido en su suelo, contestó esforzadamente a la intimación que de rendirse
le hizo el general Goulas. Volviéronse a unir las dos columnas francesas después de otros reencuentros, y juntas
avanzaron a Gerona, en donde el 24 se les agregó el general Reille con más de 2000 hombres que traía de Figueras. Aunque a vista de la plaza, no
la acometieron formalmente hasta principios de agosto, y como el no haber
conseguido el enemigo su objeto dependió en mucha parte de haberse mejorado la
situación del principado con los auxilios que de fuera vinieron, y con el mejor
orden que en él se introdujo, será conveniente que acerca de uno y otro echemos
una rápida ojeada.
Habíase
congregado en Lérida a últimos de junio una junta general en que se
representaron los diversos corregimientos y clases del principado. Fue su
primera y principal mira aunar los esfuerzos, que si bien gloriosos, habían
hasta entonces sido parciales, combinando las operaciones y arreglando la forma
de los diversos cuerpos que guerreaban. Acordó juntar con ellos y otros
alistados el número de 40.000 hombres, y buscó y encontró en sus propios
recursos el medio de subvenir a su mantenimiento. Para lisonjear sin duda la
opinión vulgar de la provincia, adoptó en la organización de la fuerza armada
la forma antigua de los miqueletes. Motejose con
razón esta disposición como también el que dándoles mayor paga disgustase a los
regimientos de línea. Los miqueletes, según Melo, se llamaron antes
almogávares, cuyo nombre significa gente del campo, que profesaba conocer por
señales ciertas el rastro de personas y animales. Mudaron su nombre en el de miquelets en memoria, dice el mismo autor, de Miquelot de Prats, compañero del famoso César Borja. Pudo
en aquel siglo y aun después convenir semejante ordenación de paisanos, aunque
muchos lo han puesto en duda; mas de ningún modo era acomodada al nuestro
faltándole la conveniente disciplina y subordinación.
Acudieron
también a Cataluña, por el propio tiempo, parte de las tropas de las islas
Baleares. Al principio se habían negado sus habitantes a desprenderse de
aquella fuerza, temerosos de un desembarco. Pero en julio, más tranquilos,
convinieron en que la guarnición de Mahón con el marqués del Palacio, que
mandaba en Menorca desde el principio de la insurrección, se hiciese a la vela
para Cataluña. Dicho general, si bien había suscitado alteraciones de que
hubieran podido resultar males y abierta división entre las dos islas de
Mallorca y Menorca, habíase sin embargo mantenido firmemente adicto a la causa
de la patria, y contestado con dignidad y energía a las insidiosas propuestas
que le hicieron los franceses de Barcelona y sus parciales.
El 20 de
julio salió pues de Menorca la expedición, compuesta de 4630 hombres, con
muchos víveres y pertrechos, y el 23 desembarcó en Tarragona. Dio su llegada
grande impulso a la defensa de Cataluña, y trasladándose sin tardanza de Lérida
a aquel puerto la junta del principado, nombró por su presidente al marqués del
Palacio, y se instaló solemnemente el 6 de agosto.
Se empezó
desde entonces en aquella parte de España a hacer la guerra de un modo mejor y
más concertado. Al principio, sin otra guía ni apoyo que el valor de sus
habitantes, redújose por lo general a ser defensiva y
a incomodar separadamente al enemigo. Con este fin determinó el nuevo jefe
tomar la ofensiva, reforzando la línea de somatenes que cubría la orilla del
Llobregat. Escogió para mandar la tropa que enviaba a aquel punto al brigadier
conde de Caldagués, quien se juntó con el coronel
Baguet, jefe de los somatenes. La presencia de esta gente incomodaba a Lecchi, comandante de Barcelona en ausencia de Duhesme,
mayormente cuando por mar le bloqueaban dos fragatas inglesas, de una de las
cuales era capitán el después tan conocido y famoso Lord Cochrane. Temíase el francés cualquier tentativa, y creció su cuidado
luego que supo haber los somatenes recobrado el 31 a Mongat con la ayuda de dicho Cochrane, y capitaneados por Don Francisco Barceló.
No queriendo
desperdiciar la ocasión, y valiéndose de la inquietud y sobresalto del enemigo,
pensó el marqués del Palacio en socorrer a Gerona. Al efecto y creyendo que por
sí y los somatenes podría distraer bastantemente la atención de Lecchi, dispuso que el conde de Caldagués saliese de Martorell el 6 de agosto con tres compañías de Soria y una de
granaderos de Borbón, alrededor de cuyo núcleo esperaba que se agruparían los
somatenes del tránsito. Así sucedió, agregándose sucesivamente Miláns, Clarós y otros al conde
de Caldagués, que se encaminó por Tarrasa, Sabadell y
Granollers a Hostalrich. El 15 se aproximaron todos a
Gerona, y en Castellá, celebrándose un consejo de guerra y de concierto con los
de la plaza, se resolvió atacar a los franceses al día siguiente. Contaban los
españoles 10.000 hombres, por la mayor parte somatenes.
Veamos ahora
lo que allí había ocurrido desde que el enemigo la había embestido en los
últimos días de julio. El número de los sitiadores, si no se ha olvidado,
ascendía a cerca de 9000 hombres; el de los nuestros, dentro del recinto, a
2000 veteranos, y además el vecindario, muy bien dispuesto y entusiasmado. Los
franceses, fuese desacuerdo entre ellos, fuesen órdenes de Francia, o más bien
el trastorno que les causaban las nuevas que recibían de todas las provincias
de España, continuaron lentamente sus trabajos sin intentar antes del 12 de
agosto ataque formal. Aquel día intimaron la rendición, y desechadas que fueron
sus proposiciones rompieron el fuego a las doce de la noche del 13. Aviváronle el 14 y 15, acometiendo con particularidad del
lado de Monjuich, nombre que se da, como en
Barcelona, a su principal fuerte. Adelantaban en la brecha los enemigos, y muy
luego hubiera estado practicable, si los sitiados, trabajando con ahinco y guiados por los oficiales de Ultonia,
no se hubiesen empleado en su reparo.
Apurados,
sin embargo, andaban a la sazón que el conde de Caldagués,
colocado con su división en las cercanías, trató, estando todos de acuerdo, de
atacar en la mañana del 16 las baterías que los sitiadores habían levantado
contra Monjuich. Mas era tal el ardimiento de los
soldados de la plaza, que sin aguardar la llegada de los de Caldagués,
y mandados por Don Narciso de la Valeta, Don Enrique O’Donnell y Don Tadeo
Aldea, se arrojaron sobre las baterías enemigas, penetraron hasta por sus
troneras, incendiaron una, se apoderaron de otra y quemaron sus montajes.
Hízose luego general la refriega: duró hasta la noche quedando vencedores los
españoles, no obstante la superioridad del enemigo en disciplina y orden.
Escarmentados los franceses abandonaron el sitio, y volviéndose Reille al siguiente día a Figueras, enderezó Duhesme sus
pasos camino de Barcelona. Pero este no atreviéndose a repasar por Hostalrich ni tampoco por la marina, ruta en varios puntos
cortada y defendida con buques ingleses, se metió por en medio de los montes
perdiendo carros y cañones, cuyo transporte impedían lo agrio de la tierra y la
celeridad de la marcha. Llegó Duhesme dos días después a la capital de Cataluña
con sus tropas hambrientas y fatigadas y en lastimoso estado. Terminose así su segunda expedición contra Gerona, no más
dichosa ni lucida que la primera.
Llevada en
España a feliz término esta que podemos llamar su primer campaña, será bien
volver nuestra vista a la que al propio tiempo acabaron los ingleses
gloriosamente en Portugal.
Había aquel
reino proseguido en su insurrección, y padecido bastantemente algunos de sus
pueblos con la entrada de los franceses. Cupo suerte aciaga a Leiría y Nazareth, habiendo sido igualmente desdichada la
de la ciudad de Évora. Era en Portugal difícil el arreglo y unión de todas sus
provincias por hallarse interrumpidas las comunicaciones entre las del norte y
mediodía, y arduo por tanto establecer un concierto entre ellas para lidiar
ventajosamente contra los franceses. La junta de Oporto, animada de buen celo,
mas desprovista de medios y autoridad, procedía lentamente en la organización
militar, y de Galicia con escasez y tarde le llegaron cerca de 2000 hombres de
auxilio. La junta de Extremadura envió por su lado una corta división a las
órdenes de Don Federico Moreti, con cuya presencia se
fomentó el alzamiento del Alentejo en tal manera grave a los ojos de Junot, que
dio orden a Loison para pasar prontamente a aquella
provincia, desamparando la Beira, en donde este general estaba, después de
haber inútilmente pisado los lindes de Salamanca y las orillas de Duero.
Supieron portugueses y españoles que se acercaban los enemigos, y al mando
aquellos del general Francisco de Paula Leite, y los
nuestros al del brigadier Moreti, los aguardaron
fuera de las puertas de Évora, dentro de cuyos muros se había instalado la
junta suprema de la provincia. Era el 29 de julio, y las tropas aliadas no
ofreciendo sino un conjunto informe de soldados y paisanos mal armados y peor
disciplinados, se dispersaron en breve, recogiéndose parte de ellos a la
ciudad. Los enemigos avanzaron, mas tuvieron dentro que vencer la pertinaz
resistencia de los vecinos y de muchos de los españoles refugiados allí después
de la acción, y que, guiados por Moreti y sobre todo
por Don Antonio María Gallego, disputaron a palmos algunas de las calles. El
último quedó prisionero. La ciudad fue entregada por el enemigo a saco,
desahogando este horrorosamente su rabia en casas y vecinos. Moreti con el resto de su tropa se acogió a la frontera de
Extremadura. En ella y en la plaza de Olivenza reunía los dispersos el general Leite. También al mismo tiempo se ocupaba en el Algarbe el
conde de Castromarín en allegar y disciplinar
reclutas; mas tan loables esfuerzos así de esta parte como otros parecidos en
la del norte de Portugal, no hubieran probablemente conseguido el anhelado
objeto de libertar el suelo lusitano de enemigos sin la pronta y poderosa cooperación
de la Gran Bretaña.
Desde el
principio de la insurrección española había pensado aquel gobierno en apoyarla
con tropas suyas. Así se lo ofreció a los diputados de Galicia y Asturias en
caso que tal fuese el deseo de las juntas; mas estas prefirieron a todo los
socorros de municiones y dinero, teniendo por infructuoso, y aun quizá
perjudicial, el envío de gente. Era entonces aquella opinión la más acreditada,
y fundábase en cierto orgullo nacional loable, mas
hijo en parte de la inexperiencia. Daba fuerza y séquito a dicha opinión el desconcepto en que estaban en el continente las tropas
inglesas, por haberse hasta entonces malogrado desde el principio de la
revolución francesa casi todas sus expediciones de tierra. Sin embargo al paso
que amistosamente no se admitió la propuesta, se manifestó que si el gobierno
de S. M. B. juzgaba oportuno desembarcar en la península alguna división de su
ejército, sería conveniente dirigirla a las costas de Portugal, en donde su
auxilio serviría de mucho a los españoles poniéndoles a salvo de cualquier
empresa de Junot.
Abrazó la
idea el ministerio inglés, y una expedición preparada antes de levantarse
España, y según se presume contra Buenos Aires, mudó de rumbo, y recibió la
orden de partir para las costas portuguesas. Púsose a
su frente al teniente general Sir Arthur Wellesley, conocido después con el
nombre de duque de Wellington, y de quien daremos breve noticia, siendo muy
principal el papel que representó en la guerra de la península.
Cuarto hijo
Sir Arthur del vizconde Wellesley, conde de Mornington,
había nacido en Irlanda en 1769, el mismo año que Napoleón. De Eton pasó a
Francia, y entró en la escuela militar de Angers para instruirse en la
profesión de las armas. Comenzó su carrera en la desastrada campaña que en 1793
acaudilló en Holanda el duque de York, donde se distinguió por su valor.
Detenido a causa de temporales, no se hizo a la vela para América en 95, según
lo intentaba, y solo en 97 se embarcó con dirección a opuestas regiones, yendo
a la India oriental en compañía de su hermano mayor el marqués de Wellesley,
nombrado gobernador. Se aventajó por su arrojo y pericia militar en la guerra
contra Tipoo-Saib y los Máratas,
ganándoles con fuerzas inferiores la batalla decisiva de Assaye.
En 1805 de vuelta a Inglaterra tomó asiento en la cámara de los comunes, y se
unió al partido de Pitt. Nombrado secretario de Irlanda, capitaneó después la
tropa de tierra que se empleó en la expedición de Copenhague. Hombre activo y
resuelto al paso que prudente, gozando ya de justo y buen concepto como
militar, sobremanera aumentó su fama en las venturosas campañas de la península
española.
Contaba
ahora la expedición de su mando 10.000 hombres, los que bien provistos y
equipados dieron la vela de Cork el 12 de julio. Al emparejar con la costa de
España paráronse delante de la Coruña, en donde
desembarcó el 20 su general Wellesley. Andaba a la sazón aquella junta muy
atribulada con la rota de Rioseco, y nunca podrían haber llegado más
oportunamente los ofrecimientos ingleses en caso de querer admitirlos. Reiterolos su jefe, pero la junta insistió en su dictamen,
y limitándose a pedir socorros de municiones y dinero, indicó como más
conveniente el desembarco en Portugal. Prosiguieron pues su rumbo, y poniéndose
de acuerdo el general de la expedición con Sir Carlos Cotton, que mandaba el
crucero frente de Lisboa, determinó echar su gente en tierra en la bahía de Mondego, fondeadero el más acomodado.
No tardó
Wellesley en recibir aviso de que otras fuerzas se le juntarían, entre ellas
las del general Spencer, antes en Jerez y Puerto de Santa María, y también
10.000 hombres procedentes de Suecia al mando de Sir Juan Moore. Reunidas que
fuesen todas estas tropas con otros cuerpos sueltos, debían ascender en su
totalidad a 30.000 hombres inclusos 2000 de caballería; pero con noticia tan
placentera recibió otra el general Wellesley por cierto desagradable. Era pues
que tomaría el mando en jefe del ejército Sir H. Dalrymple,
haciendo de segundo bajo sus órdenes Sir H. Burrard.
Recayó el nombramiento en el primero porque habiendo seguido buena
correspondencia con Castaños y los españoles, se creyó que así se estrecharían
los vínculos entre ambas naciones con la cumplida armonía de sus respectivos
caudillos.
No obstante
la mudanza que se anunciaba, prevínose al general
Wellesley que no por eso dejase de continuar sus operaciones con la más viva
diligencia. Autorizado este con semejante permiso, y quizá estimulado con la
espuela del sucesor, trató sin dilación de abrir la campaña. Desembarcadas ya
todas sus tropas en 5 de agosto, y arribando con las suyas el mismo día el
general Spencer, pusiéronse el 9 en marcha hacia
Lisboa. El 12 se encontraron en Leiría con el general
portugués Bernardino Freire que mandaba 6000 infantes y 600 caballos de su
nación. No se avinieron ambos jefes. Desaprobaba el portugués la ruta que
quería tomar el británico, temeroso de que descubierta Coimbra fuese acometida por el general Loison, quien de
vuelta ya del Alentejo había entrado en Tomar. Por tanto permaneció por aquella
parte, cediendo solamente a los ingleses 1400 hombres de infantería y 250 de
caballería que se les incorporaron. Wellesley prosiguió adelante, y el 15
avanzó hasta Caldas.
El
desembarco de sus tropas había excitado en Lisboa y en todos los pueblos
extremado júbilo y alegría, enflaqueciendo el ánimo de Junot y los suyos.
Preveían su suerte, principalmente estando ya noticiosos de la capitulación de
Dupont y retirada de José al Ebro. Derramadas sus fuerzas no ofrecían en ningún
punto suficiente número para oponerse a 15.000 ingleses que avanzaban. Tomó sin
embargo Junot providencias activas para reconcentrar su gente en cuanto le era
dable. Ordenó a Loison dirigirse a la Beira y
flanquear el costado izquierdo de sus contrarios, y a Kellermann que ahuyentando las cuadrillas de paisanos de Alcácer do Sal y su comarca
evacuase a Setúbal y se le uniese. Negose a prestarle
ayuda Siniavin, almirante de la escuadra rusa,
fondeada en el Tajo, no queriendo combatir a no ser que acometiesen el puerto
los buques ingleses.
Tampoco
descuidó Junot celar que se mantuviese tranquila la populosa Lisboa, y para
ello en nada acertó tanto como en dejar su gobierno al cuidado del general Travot, de todos querido y apreciado por su buen porte. Custodiáronse con particular esmero los españoles que
yacían en pontones, y se atendió a conservar libres las orillas del Tajo. Los
franceses allí avecindados se mostraron muy aficionados a los suyos, y deseosos
de su triunfo formaron un cuerpo de voluntarios. El conde de Bourmont y otros emigrados, a quienes durante la revolución
se habían prodigado en Lisboa favores y consuelo, se unieron a sus compatriotas
solicitando con instancia el mencionado conde que se le emplease en el estado
mayor.
Tomadas
estas disposiciones, pareciole a Junot ser ocasión de
ponerse a la cabeza de su ejército, e ir al encuentro de los ingleses. Pero
antes habían estos venido a las manos cerca de Roliça con el general Delaborde, quien saliendo de Lisboa el
6 de agosto y juntándose en Óbidos con el general Thomières y otros destacamentos, había avanzado a aquel
punto al frente de 5000 hombres.
Eran sus
instrucciones no empeñar acción hasta que se le agregasen las tropas en varios
puntos esparcidas, y limitarse a contener a los ingleses. No le fue lícito
cumplir aquellas, viéndose obligado a pelear con el ejército adversario. Había
este salido de su campo de Caldas en la madrugada del 17, y encaminádose hacia Óbidos. Se extiende desde allí hasta Roliça un llano arenoso cubierto de matorrales y arbustos
terminado por agrias colinas, las que prolongándose del lado de Columbeira casi cierran por su estrechura y tortuosidad el
camino que da salida al país situado a su espalda. Delaborde tomó posición en un corto espacio que hay delante de Roliça,
pueblo asentado en la meseta de una de aquellas colinas, y de cuyo punto
dominaba el terreno que habían de atravesar los ingleses. Acercábanse estos divididos en tres trozos: mandaba el de la izquierda el general Ferguson,
encargado de rodear por aquel lado la posición de Delaborde y de observar si Loison intentaba incorporársele. El
capitán Trant con los portugueses debía por la
derecha molestar el costado izquierdo de los franceses, quedando en el centro
el trozo más principal, compuesto de cuatro brigadas y a las órdenes inmediatas
de Sir Arthur, de cuyo número se destacó por la izquierda la del general Fane para darse la mano con la de Ferguson, del mismo modo
que por la derecha y para sostener a los portugueses se separó la del general
Hill.
Delaborde no creyéndose seguro en
donde estaba, con prontitud y destreza se recogió amparado de su caballería
detrás de Columbeira, en paraje de difícil acceso, y
al que solo daban paso unas barrancas de pendiente áspera y con mucha maleza.
Entonces los ingleses variaron la ordenación del ataque; y uniéndose los
generales Fane y Ferguson para rodear el flanco
derecho del enemigo, acometieron su frente de posición muy fuerte los generales
Hill y Nightingale. Defendiéronse los franceses con
gran bizarría, y cuatro horas duró la refriega. Delaborde herido y perdida la esperanza de que se le juntara Loison,
pensó entonces en retirarse, temeroso de ser del todo deshecho por las fuerzas
superiores de sus contrarios. Primeramente retrocedió a Azambujeira,
disputando el terreno con empeño. Hizo después una corta parada, y al fin tomó
el angosto camino de Runha, andando toda la noche
para colocarse ventajosamente en Montechique.
Perdieron los ingleses 500 hombres, 600 los franceses. Gloriosa fue aquella
acción para ambos ejércitos; pues peleando briosamente, si favoreció a los
últimos su posición, eran los primeros en número muy superiores. Con la
victoria recobraron confianza los soldados ingleses, menguada por anteriores y
funestas expediciones; y de allí tomó principio la fama del general Wellesley,
acrecentada después con triunfos más importantes.
No había Loison acudido a unirse con Delaborde receloso de comprometer la suerte de su división. Sabía que los ingleses habían
llegado a Leiría, le observaban de cerca los
portugueses y unos 1500 españoles que de Galicia había traído el marqués de
Valladares; el país se mostraba hostil, y así no solo juzgó imprudente
empeñarse en semejante movimiento, sino que también abandonando a Tomar, siguió
por Torres Novas a Santarén y el 17 se incorporó en
Cercal con Junot. Los portugueses luego que le vieron lejos, entraron en
Abrantes y se apoderaron de casi todo un destacamento que allí había dejado.
Junot por su
parte, según acabamos de indicar, se había ya adelantado. El 15 de agosto
después de celebrar con gran pompa la fiesta de Napoleón, por la noche y muy a
las calladas había salido de Lisboa. Falsas nuevas y el estado de su gente le
retardaron en la marcha, y no le fue dado antes del 20 reunir sus diversas y
separadas fuerzas. Aquel día aparecieron juntas en Torres Vedras,
y se componían de 12.000 infantes y 1500 caballos. Quedaban además las
competentes guarniciones en Elvas, Almeida, Peniche,
Palmela, Santarén y en los fuertes de Lisboa. Mandaba
la 1.ª división francesa el general Delaborde, la 2.ª Loison, y Kellermann la
reserva. La caballería y artillería se pusieron al cuidado de los generales
Margaron y Taviel, y en la última arma mandaba la
reserva el coronel entonces, y después general Foy, célebre y bajo todos
respectos digno de loa.
Era más
numeroso el ejército inglés. Se le habían nuevamente agregado 4000 hombres a
las órdenes de los generales Anstruther y Acland, y constaba en todo de más de 18.000 combatientes.
Carecía de la suficiente caballería, limitándose a 200 jinetes ingleses y 250
portugueses. Después de la acción de Roliça no había
Wellesley perseguido a su contrario. Para proteger el desembarco en Maceira de
los 4000 hombres mencionados, había avanzado hasta Vimeiro,
en donde casi al propio tiempo se le anunció la llegada con 11.000 hombres de
Sir Juan Moore. A este le ordenó que saltase con su gente en tierra en Mondego, y que yendo del lado de Santarén cubriese la izquierda del ejército. No tardó tampoco en saberse la llegada de
Sir H. Burrard nombrado segundo de Dalrymple en el mando: noticia por cierto poco grata para
el general Wellesley, que esperaba por aquellos días coger nuevos laureles. Su
plan de ataque estaba ya combinado. Con pleno conocimiento del terreno, tomando
un camino costero, escabroso y estrecho, pensaba flanquear la posición de
Torres Vedras, y colocándose en Mafra interponerse
entre Junot y Lisboa. Había escogido aquellos vericuetos y ásperos sitios por
considerarlos ventajosos para quien como él andaba escaso de caballería. Al
aviso de estar cerca Burrard suspendió Wellesley su
movimiento y se avistó a bordo con aquel general. Conferenciaron acerca del
plan concertado, y juzgando Burrard ser arriesgada
cualquier tentativa en tanto que Moore no se les uniese, dispuso aguardarle y
que permaneciese su ejército en la posición de Vimeiro.
Tuvo empero
la dicha el general Wellesley de que Junot, no queriendo dar tiempo a que se
juntasen todas las fuerzas británicas, resolvió atacar inmediatamente a las que
en Vimeiro se mantenían tranquilas.
Está situado
aquel pueblo no lejos del mar en una cañada por donde corre el río Maceira. Al
norte se eleva una sierra cortada al oriente por un escarpe en cuya hondonada
está el lugar de Toledo. En dicha sierra no habían al principio colocado los
ingleses sino algunos destacamentos. Al sudoeste se percibe un cerro en parte
arbolado que por detrás continúa hacia poniente con cimas más erguidas. Seis
brigadas inglesas ocupaban aquel puesto. Había otras dos a la derecha del río
en una eminencia escueta y roqueña que se levanta delante de Vimeiro. En la cañada o valle se situaron los portugueses y
la caballería.
A las ocho
de la mañana del 21 de agosto se divisaron los franceses viniendo de Torres Vedras. Imaginose Wellesley ser
su intento atacar la izquierda de su ejército, que era la sierra al norte; y
como estaba desguarnecida encaminó a aquel punto, una tras de otra, cuatro de
las seis brigadas que coronaban las alturas de sudoeste y que era su derecha.
No había sido tal el pensamiento de los franceses. Mas observando su general
dicho movimiento, envió sucesivamente para sostener a un regimiento de
dragones, hacia allí destacado, dos brigadas al mando de los generales Brenier y Solignac.
No por eso
desistió Junot de proseguir en el plan de ataque que había concebido, y cuyo
principal blanco era la eminencia situada delante de Vimeiro,
en donde estaban apostadas, según hemos dicho, dos brigadas inglesas, las
cuales se respaldaban contra otras dos que aún permanecían en las alturas de
sudoeste.
Rompió el
combate el general Delaborde, siguió a poco Loison, y por instantes arreció lap.
62 pelea furiosamente. La reserva bajo las órdenes de Kellermann,
viendo que los suyos no se apoderaban de la eminencia, fue en su ayuda, y en
uno de aquellos acometimientos hirieron a Foy. Rechazaban los ingleses a sus
intrépidos contrarios, aunque a veces flaqueaba alguno de sus cuerpos. Junot en
la reserva observaba y dirigía el principal ataque sin descuidar su derecha.
Mas en aquella no tuvieron ventura los generales Solignac y Brenier, habiendo sido uno herido y otro
prisionero.
A las doce
del día, después de tres horas de inútil lucha y disminuido el ejército francés
con la pérdida de más de 1800 hombres, determinaron sus generales retirarse a
una línea casi paralela a la que ocupaban los ingleses. Estos con parte de su
fuerza todavía intacta consideraron entonces como suya la victoria, habiéndose
apoderado de 13 cañones, y solo contando entre muertos y heridos unos 800
hombres. Parecía que era llegado el tiempo de perseguir a los vencidos con las
tropas de refresco. Tal era el dictamen de Sir Arthur Wellesley, sin que ya
fuese dueño de llevarle a cabo. Durante la acción había llegado al campo el
general Burrard, a quien correspondía el mando en
jefe. Con escrúpulo cortesano dejó a Wellesley rematar una empresa dichosamente
comenzada. Pero al tratar de perseguir al enemigo, recobrando su autoridad, opúsose a ello, e insistió en aguardar a Moore. De
prudencia pudo graduarse semejante opinión antes de la batalla: tanta
precaución ahora si no disfrazaba celosa rivalidad, excedía los límites de la
timidez misma.
Los
franceses por la tarde sin ser incomodados se fueron a Torres Vedras. El 22 celebró Junot consejo de guerra, en el que
acordaron abrir negociaciones con los ingleses por medio del general Kellermann, no dejando de continuar su retirada a Lisboa.
Así se ejecutó; pero al tocar el negociador francés las líneas inglesas, había
desembarcado ya y tomado el mando Sir H. Dalrymple.
Con lo que en menos de dos días tres generales se sucedieron en el campo
británico: mudanza perjudicial a las operaciones militares y a los tratos que
siguieron, apareciendo cuán erradamente a veces proceden aun los gobiernos más
prácticos y advertidos. Propuso Kellermann un
armisticio, conformose el general inglés y se nombró
para concluirle a Sir Arthur Wellesley. Convinieron los negociadores en ciertos
artículos que debían servir de base a un tratado definitivo. Fueron los más
principales: 1.º Que el ejército francés evacuaría a Portugal, siendo
transportado a Francia con artillería, armas y bagaje por la marina británica.
2.º Que a los portugueses y franceses avecindados no se les molestaría por su
anterior conducta política, pudiendo salir del territorio portugués con sus
haberes en cierto plazo: y 3.º Que se consideraría neutral el puerto de Lisboa
durante el tiempo necesario y conforme al derecho marítimo, a fin de que la
escuadra rusa diese la vela sin ser a su salida incomodada por la británica. Señalose una línea de demarcación entre ambos ejércitos,
quedando obligados recíprocamente a avisarse 48 horas de antemano en caso de volver
a romperse las hostilidades.
Mientras
tanto Junot había el 23 entrado en Lisboa, en donde los ánimos andaban muy
alterados. Con la noticia de la acción de Roliça hubiérase el 20 conmovido la población a no haberla
contenido con su prudencia el general Travot. Mas
permaneciendo viva la causa de la fermentación pública, hubieron los franceses
de acudir a precauciones severas, y aun al miserable y frágil medio de esparcir
falsas nuevas, anunciando que habían ganado la batalla de Vimeiro.
De poco hubieran servido sus medidas y artificios si oportunamente no hubiera
llegado con su ejército el general Junot. A su vista forzoso le fue al
patriotismo portugués reprimir ímpetus inconsiderados.
Por otra
parte el armisticio tropezaba con obstáculos imprevistos. El general Bernardino
Freire agriamente representó contra su ejecución, no habiendo tenido cuenta en
lo estipulado ni con su ejército, ni con la junta de Oporto, ni tampoco con el
príncipe regente de Portugal, cuyo nombre no sonaba en ninguno de los
artículos. Aunque justa hasta cierto punto, fue desatendida tal reclamación. No
pudo serlo la de Sir C. Cotton, comandante de la escuadra británica, quien no
quiso reconocer nada de lo convenido acerca de la neutralidad del puerto y de
los buques rusos allí anclados. Tuvieron pues que romperse las negociaciones.
Mucho
incomodó a Junot aquel inesperado suceso; y escuchando antes que a sus apuros a
la altivez de su pecho engreído con no interrumpida ventura, dispúsose a guerrear a todo trance. Mas sin recursos,
angustiados los suyos y reforzados los contrarios con la división de Moore y un
regimiento que el general Beresford traía de las
aguas de Cádiz, se le ofrecían insuperables dificultades. Aumentábanse estas con el brío adquirido por la población portuguesa, la que después de las
victorias alcanzadas, de tropel acudía a Lisboa y estrechaba las cercanías.
Carecía también de la conveniente cooperación del almirante ruso, indiferente a
su suerte y firme en no prestarle ayuda. Tal porte enfureció tanto más a Junot,
cuanto la estancia de aquella escuadra en el Tajo había sido causa del
rompimiento de las negociaciones entabladas. Así mal de su grado, solo y
vencido de la amarga situación de su ejército, cedió Junot y asintió a la
famosa convención concluida en Lisboa el 30 de agosto entre el general Kellermann y J. Murray, cuartel-maestre del ejército
inglés. El ruso ajustó por sí en 3 de septiembre un convenio con el almirante
inglés, según el cual entregaba en depósito su escuadra al gobierno británico
hasta seis meses después de concluida la paz entre sus gobiernos respectivos,
debiendo ser transportados a Rusia los jefes, oficiales y soldados que la
tripulaban.
La
convención entre francesas e ingleses llamose malamente de Cintra, por no haber sido firmada allí ni ratificada. Constaba de
22 artículos y además otros tres adicionales, partiendo de la base del
armisticio antes concluido. Los franceses no eran considerados como prisioneros
de guerra, y debían los ingleses transportarlos a cualquier puerto occidental
de Francia entre Rochefort y Lorient. En el tratado
se incluían las guarniciones de las plazas fuertes. Los españoles detenidos en
pontones o barcos en el Tajo, se entregaban a disposición del general inglés,
en trueque de los franceses que sin haber tomado parte en la guerra hubieran
sido presos en España. No eran por cierto muchos, y los más habían ya sido
puestos en libertad. Entre los que todavía permanecían arrestados soltó los
suyos la junta de Extremadura, condescendiendo con los deseos del general
inglés. El número de españoles que gemían en Lisboa presos ascendía a 3500
hombres, procedentes de los regimientos de Santiago y Alcántara de caballería,
de un batallón de tropas ligeras de Valencia, de granaderos provinciales y
varios piquetes; los cuales bien armados y equipados desembarcaron en octubre a
las órdenes del mariscal de campo Don Gregorio Laguna en la Rápita de Tortosa y
en los Alfaques. Los demás artículos de la convención tuvieron sucesivamente
cumplido efecto. Algunos de ellos suscitaron acaloradas disputas: sobre todo
los que tenían relación con la propiedad de los individuos. Esto, y falta de
transportes, dilataron la partida de los franceses.
Causaba su
presencia desagradable impresión, y tuvieron los ingleses que velar noche y día
para que no se perturbase la tranquilidad de Lisboa. No tanto ofendía a sus
habitantes la franca salida que por la convención se daba a sus enemigos,
cuanto el poco aprecio con que en ella eran tratados el príncipe regente y su
gobierno. No se mentaba ni por acaso su nombre, y si en el armisticio había
cabido la disculpa de ser un puro convenio militar, en el nuevo tratado en que
se mezclaban intereses políticos no era dado alegar las mismas razones. De aquí
se promovió un reñido altercado entre la junta de Oporto y los generales
ingleses. Al principio quisieron estos aplacar el enojo de aquella; mas al fin
desconocieron su autoridad y la de todas las juntas creadas en Portugal.
Restablecieron en 18 de septiembre conforme a instrucción de su gobierno la
regencia que al partir al Brasil había dejado el príncipe Don Juan, y tan solo
descartaron las personas ausentes o comprometidas con los franceses. Portugal
reconoció el nuevo gobierno y se disolvieron todas sus juntas.
El 13 de
septiembre dio la vela Junot y su nave dirigió el rumbo a La Rochelle. El 30
todas sus tropas estaban ya embarcadas, y unas en pos de otras arribaron a Guiberon y Lorient.
Faltaban las de las plazas, para cuya salida hubo nuevos tropiezos. Elvas sitiada por los españoles. El general español Don
José de Arce por orden de la junta de Extremadura había asediado el 7 de
septiembre a Elvas, y obligado al comandante francés Girod de Novilars a encerrarse en
el fuerte de La Lippe. Sobrado tardía era en verdad
la tentativa de los españoles, y llevaba traza de haberse imaginado después de
sabida la convención entre franceses e ingleses. Despacharon estos para
cumplirla en aquella plaza un regimiento, pero Arce y la junta de Extremadura
se opusieron vivamente a que se dejase ir libres a los que sus soldados
sitiaban. Cruzáronse escritos de una y otra parte,
hubo varias y aun empeñadas explicaciones, mas al cabo se arregló todo
amistosamente con el coronel inglés Graham. No anduvieron respecto de Almeida
más dóciles los portugueses, quienes cercaban la plaza. Hasta primeros de
octubre no se removieron los obstáculos que se oponían a la entrega, y aun
entonces hubo de serles a los franceses harto costosa. Libres ya y próximos a
embarcarse en Oporto, sublevose el pueblo de aquella
ciudad con haber descubierto entre los equipajes ornamentos y alhajas de
iglesia. Despojados de sus armas y haberes debieron la vida a la firmeza del
inglés Sir Roberto Wilson que mandaba un cuerpo de portugueses, conteniendo a
duras penas la embravecida furia popular.
Con el
embarco de la guarnición de Almeida quedaba del todo cumplida la convención
llamada de Cintra. Fue penosa la travesía de las tropas francesas, maltratado
el convoy por recios temporales. Cerca de 2000 hombres perecieron, naufragando
tripulaciones y transportes: 22.000 arribaron a Francia, 29.000 habían pisado
el suelo portugués. Pocos meses adelante los mismos soldados aguerridos y mejor
disciplinados volvieron de refresco sobre España.
La
convención no solamente indignó a los portugueses y fue censurada por los
españoles, sino que también levantó contra ella el clamor de la Inglaterra
misma. Llenos de satisfacción y contento habían estado sus habitantes al eco de
las victorias de Roliça y Vimeiro.
De ello fuimos testigos, y de los primeros. Traemos a la memoria que en 1.º de
septiembre y a cosa de las nueve de la noche asistiendo a un banquete en casa
de Mr. Canning, se anunció de improviso la llegada
del capitán Campbell portador de ambas nuevas. Estaban allí presentes los demás
ministros británicos, y a pesar de su natural y prudente reserva, con las
victorias conseguidas desabrocharon sus pechos con júbilo colmado. No menor se
mostró en todas las ciudades y pueblos de la gran Bretaña. Pero enturbiole bien luego la capitulación concedida a Junot,
creciendo el enojo a par de lo abultado de las esperanzas. Muchos decían que
los españoles hubieran conseguido triunfo más acabado. Tan grande era el
concepto del brío y pericia militar de nuestra nación, exagerado entonces, como
después sobradamente deprimido al llegar derrotas y contratiempos. Aparecía el
despecho y la ira hasta en los papeles públicos, cuyas hojas se orlaban con
bandas negras, pintando también en caricaturas e impresos a sus tres generales
colgados de un patíbulo afrentoso. Cundió el enojo de los particulares a las
corporaciones, y las hubo que elevaron hasta el solio enérgicas
representaciones. Descolló entre todas la del cuerpo municipal de Londres. No
en vano levanta en Inglaterra su voz la opinión nacional. A ella tuvieron que
responder los ministros ingleses, nombrando una comisión que informase acerca
del asunto, y llamando a los tres generales Dalrymple, Burrard y Wellesley para que satisficiesen a los
cargos. Hubo en el examen de su conducta varios incidentes, mas al cabo
conformándose S. M. B. con el unánime parecer de la comisión, declaró no haber
lugar a la formación de causa, al paso que desechó los artículos de la
convención, cuyo contenido podría ofender o perjudicar a españoles y
portugueses. Decisión que a pocos agradó, y sobre la que se hicieron justos
reparos.
Nosotros
creemos que si bien hubieran podido sacarse mayores ventajas de las victorias
de Roliça y Vimeiro, fue
empero de gran provecho el que se desembarazase a Portugal de enemigos. Con la
convención se consiguió pronto aquel objeto; sin ella quizá se hubiera empeñado
una lucha más larga, y España embarazada con los franceses a la espalda no
hubiera tan fácilmente podido atender a su defensa y arreglo interior.
Estas pues
habían sido las victorias conseguidas por las armas aliadas antes del mes de
septiembre en el territorio peninsular, con las que se logró despejar su suelo
hasta las orillas de Ebro. Por el mismo tiempo fueron también de entidad los
tratos y conciertos que hubo entre el gobierno de S. M. B. y las juntas
españolas, los cuales dieron ocasión a acontecimientos importantes.
Hablamos en
su origen del modo lisonjero con que habían sido tratados los diputados de
Asturias y Galicia. Se habían ido estrechando aquellas primeras relaciones, y
además de los cuantiosos auxilios mencionados y que en un principio se
despacharon a España, fueron después otros nuevos y pecuniarios. Creciendo la
insurrección y afirmándose maravillosamente, dio S. M. B. una prueba solemne de
adhesión a la causa de los españoles, publicando en 4 de julio una declaración
por la que se renovaban los antiguos vínculos de amistad entre ambas naciones.
Realmente estaban ya restablecidos desde primeros de junio; pero a mayor
abundamiento quísose dar a la nueva alianza toda
autoridad por medio de un documento público y de oficio.
La unión
franca y leal de ambos países, y el tropel portentoso de inesperados sucesos
habían excitado en Inglaterra un vivo deseo de tomar partido con los patriotas
españoles. No se limitó aquel a los naturales, no a aventureros ansiosos de
buscar fortuna. Cundió también a extranjeros y subió hasta personajes célebres
e ilustres. Los diputados españoles careciendo de la competente facultad se
negaron constantemente a escuchar semejantes solicitudes. Sería prolijo
reproducir aun las más principales. Contentarémonos con hacer mención de dos de las más señaladas. Fue una la del general Dumourier: con ahínco solicitaba trasladarse a la
península, y tener allí un mando, o por lo menos ayudar de cerca con sus
consejos. Figurábase que ellos y su nombre
desbaratarían las huestes de Napoleón. Tachado de vario e inconstante en su
conducta, y también de poco fiel a su patria, mal hubiera podido merecer la
confianza de otra adoptiva. De muy diverso origen procedía la segunda solicitud,
y de quien bajo todos respectos y por sus desgracias y las de su familia
merecía otro miramiento y atención. Sin embargo no les fue dado a los diputados
acceder al noble sacrificio que quería hacer de su persona el conde de Artois
[hoy Carlos X de Francia] partiendo a España a pelear en las filas españolas.
Acompañaron
a estas gestiones otras no dignas de olvido. Pocos días habían corrido después
de la llegada a Londres de los diputados de Asturias, cuando el duque de Blacas [entonces conde] se les presentó a nombre de Luis
XVIII, ilustre cabeza de la familia de Borbón, con objeto de reclamar el
derecho al trono español que asistía a la rama de Francia, extinguida que fuese
la de Felipe V. Evitando tan espinosa cuestión por anticipada, se respondió de
palabra y con el debido acatamiento a la reclamación de un príncipe
desventurado y venerable, lejos todavía de imaginarse que la insurrección de
España le serviría de primer escalón para recuperar el trono de sus mayores.
Más secamente se replicó a la nota, que al mismo propósito escribió a los
diputados en favor de su amo, el príncipe de Castelcicala,
embajador de Fernando IV, rey de las dos Sicilias. Provocó la diferencia en la
contestación el modo poco atento y desmañado con que dicho embajador se
expresó, pues al paso que reivindicaba derechos de tal cuantía, estudiosamente
aun en el estilo esquivaba reconocer la autoridad de las juntas. La relación de
estos hechos muestra la importancia que ya todos daban a la insurrección de
España, deprimida entonces y desfigurada por Napoleón.
Pero si bien
eran lisonjeros aquellos pasos, no podían fijar tanto la atención de los
diputados como otros negocios que particularmente interesaban al triunfo de la
buena causa. Para su prosecución se agregaron en primeros de julio a los de
Galicia y Asturias los diputados de Sevilla el teniente general Don Juan Ruiz
de Apodaca y el mariscal de campo Don Adrián Jácome. Unidos no solamente
promovieron el envío de socorros, sino que además volvieron la vista al Norte
de Europa. Despacharon a Rusia un comisionado, mas ya fuese falta suya o que
aquel gabinete no estuviese todavía dispuesto a desavenirse con Francia, la
tentativa no tuvo ninguna resulta. Mas dichosa fue la que hicieron para
libertar la división española que estaba en Dinamarca a las órdenes del marqués
de la Romana, merced al patriotismo de sus soldados, y a la actividad y celo de
la marina inglesa.
Hubiérase achacado a desvarío pocos
meses antes el figurarse siquiera que aquellas tropas a tan gran distancia de
su patria y rodeadas del inmenso poder y vigilancia de Napoleón, pisarían de
nuevo el suelo español burlándose de precauciones, y aun sirviéndoles para su
empresa las mismas que contra su libertad se habían tomado. Constaba a la sazón
su fuerza de 14.198 hombres, y se componía de la división que en la primavera
de 1807 había salido de España con el marqués de la Romana, y de la que estaba
en Toscana y se le juntó en el camino. Por agosto de aquel año y a las órdenes
del mariscal Bernadotte, príncipe de Ponte-Corvo, ocupaban dichas divisiones a
Hamburgo y sus cercanías, después de haber gloriosamente peleado algunos de los
cuerpos en el sitio de Stralsunda. Resuelto Napoleón
a enseñorearse de España, juzgó prudente colocarlos en paraje más seguro, y con
pretexto de una invasión en Suecia los aisló y dividió en el territorio danés. Estrecholos así entre el mar y su ejército. Napoleón
determinó que ejecutasen aquel movimiento en marzo de 1808. Cruzó la vanguardia
el pequeño Belt y desembarcó en Fionia. La impidió
atravesar el gran Belt e ir a Zelandia la escuadra
inglesa que apareció en aquellas aguas. Lo restante de la fuerza española
detenida en el Schleswig, se situó después en las
islas de Langeland y Fionia y en la península de
Jutlandia. Así continuó, excepto los regimientos de Asturias y Guadalajara que
de noche y precavidamente consiguieron pasar el gran Belt y entrar en Zelandia. Las novedades de España aunque alteradas y tardías habían
penetrado en aquel apartado reino. Pocas eran las cartas que los españoles
recibían, interceptando el gobierno francés las que hablaban de las mudanzas
intentadas o ya acaecidas. Causaba el silencio desasosiego en los ánimos, y
aumentaba el disgusto el verse las tropas divididas y desparramadas.
En tal
congoja recibiose en junio un despacho de Don Mariano
Luis de Urquijo para que se reconociese y prestase juramento a José, con la
advertencia «de que se diese parte si había en los regimientos algún individuo
tan exaltado que no quisiera conformarse con aquella soberana resolución,
desconociendo el interés de la familia real y de la nación española.» No
acompañaron a este pliego otras cartas o correspondencia, lo que despertó
nuevas sospechas. También el 24 del mismo mes había al propio fin escrito al de
la Romana el mariscal Bernadotte. El descontento de soldados y oficiales era
grande, los susurros y hablillas muchos, y temíanse los jefes alguna seria desazón. Por tanto adoptáronse para cumplir la orden recibida convenientes medidas, que no del todo bastaron.
En Fionia salieron gritos de entre las filas de Almansa y Princesa de viva
España y muera Napoleón, y sobre todo el tercer batallón del último regimiento
anduvo muy alterado. Los de Asturias y Guadalajara abiertamente se sublevaron
en Zelandia, fue muerto un ayudante del general Fririon,
y este hubiera perecido si el coronel del primer cuerpo no le hubiese escondido
en su casa. Rodeados aquellos soldados fueron desarmados por tropas danesas.
Hubo también quien juró con condición de que José hubiese subido al trono sin
oposición del pueblo español. Cortapisa honrosa y que ponía a salvo la más
escrupulosa conciencia, aun en caso de que obligase un juramento engañoso, cuyo
cumplimiento comprometía la suerte e independencia de la patria.
Mas
semejantes ocurrencias excitaron mayor vigilancia en el gobierno francés.
Aunque ofendidos e irritados, calladamente aguantaban los españoles hasta poder
en cuerpo o por separado libertarse de la mano que los oprimía. El mismo
general en jefe viose obligado a reconocer al nuevo
rey, dirigiéndole, como a Bernadotte, una carta harto lisonjera. La
contradicción que aparece entre este paso y su posterior conducta se explica
con la situación crítica de aquel general y su carácter; por lo que daremos de
él y de su persona breve noticia.
Don Pedro
Caro y Sureda marqués de la Romana, de una de las más ilustres casas de
Mallorca, había nacido en Palma, capital de aquella isla. Su edad era la de 46
años, de pequeña estatura, mas de complexión recia y enjuta, acostumbrado su
cuerpo a abstinencia y rigor. Tenía vasta lectura no desconociendo los autores
clásicos latinos y griegos, cuyas lenguas poseía. De la marina pasó al ejército
al empezar la guerra de Francia en 1793, y sirvió en Navarra a las órdenes de
su tío Don Juan Ventura Caro. Yendo de allí a Cataluña ascendió a general, y mostrose entendido y bizarro. Obtuvo después otros cargos.
Habiendo antes viajado en Francia, se le miró como hombre al caso para mandar
la fuerza española que se enviaba al Norte. Faltábale la conveniente entereza, pecaba de distraído, cayendo en olvidos y raras
contradicciones. Juguete de aduladores, se enredaba a veces en malos e
inconsiderados pasos. Por fortuna en la ocasión actual no tuvieron cabida
aviesas insinuaciones, así por la buena disposición del marqués, como también
por ser casi unánime en favor de la causa nacional la decisión de los oficiales
y personas de cuenta que le rodeaban.
Bien pronto
en efecto se les ofreció ocasión de justificar los nobles sentimientos que los
animaban. Desde junio los diputados de Galicia y Asturias habían procurado por
medio de activa correspondencia ponerse en comunicación con aquel ejército; mas
en vano: sus cartas fueron interceptadas o se retardaron en su arribo. También
el gobierno inglés envió un clérigo católico de nombre Robertson, el que si
bien consiguió abocarse con el marqués de la Romana, nada pudo entre ellos
concluirse ni determinarse definitivamente. Mientras tanto llegaron a Londres
Don Juan Ruiz de Apodaca y Don Adrián Jácome, y como era urgente sacar, por
decirlo así, de cautiverio a los soldados españoles de Dinamarca, concertáronse todos los diputados y resolvieron que los de
Andalucía enviasen al Báltico a su secretario, el oficial de marina Don Rafael
Lobo, sujeto capaz y celoso. Proporcionó buque el gobierno inglés, y haciéndose
a la vela en julio arribó Lobo el 4 de agosto al gran Belt,
en donde con el mismo objeto se había apostado a las órdenes de Sir R. Keats
parte de la escuadra inglesa que cruzaba en los mares del Norte.
Don Rafael
Lobo ancló delante de las islas dinamarquesas, a tiempo que en aquellas costas
se había despertado el cuidado de los franceses por la presencia y proximidad
de dicha escuadra. Deseoso de avisar su venida empleó Lobo inútilmente varios
medios de comunicar con tierra. Empezaba ya a desesperanzar, cuando el brioso
arrojo del oficial de voluntarios de Cataluña Don Juan Antonio Fábregues, puso término a la angustia. Había este ido con
pliegos desde Langeland a Copenhague. A su vuelta con
propósito de escaparse, en vez de regresar por el mismo paraje, buscó otro
apartado, en donde se embarcó mediante un ajuste con dos pescadores. En la
travesía columbrando tres navíos ingleses fondeados a cuatro leguas de la
costa, arrebatado de noble inspiración tiró del sable y ordenó a los dos
pescadores, únicos que gobernaban la nave, hacer rumbo a la escuadra inglesa.
Un soldado español que iba en su compañía ignorando su intento, arredrose y dejó caer el fusil de las manos. Con presteza
cogió el arma uno de los marineros, y mal lo hubiera pasado Fábregues,
si pronto y resuelto este, dando al danés un sablazo en la muñeca, no le
hubiese desarmado. Forzados pues se vieron los dos pescadores a obedecer al
intrépido español. Déjase discurrir de cuánto gozo se
embargarían los sentidos de Fábregues al encontrarse
a bordo con Lobo, como también cuánta sería la satisfacción del último
cerciorándose de que la suerte le proporcionaba seguro conducto de tratar y
corresponder con los jefes españoles.
No
desperdiciaron ni uno ni otro el tiempo que entonces era a todos precioso. Fábregues a pesar del riesgo se encargó de llevar la
correspondencia, y de noche y a hurtadillas le echó en la costa de Langeland un bote inglés. Avistose a su arribo y sin tardanza con el comandante español, que también lo era de su
cuerpo, Don Ambrosio de la Cuadra, confiado en su militar honradez. No se
engañó porque asintiendo este a tan digna determinación, prontamente y
disfrazado despachó al mismo Fábregues para que diese
cuenta de lo que pasaba al marqués de la Romana. Trasladose a Fionia en donde estaba el cuartel general, y desempeñó en breve y con gran
celo su encargo.
Causaron
allí las nuevas que traía profunda impresión. Crítica era en verdad y apurada
la posición de su jefe. Como buen patricio anhelaba seguir el pendón nacional,
mas como caudillo de un ejército pesábale la
responsabilidad en que incurriría si su noble intento se desgraciaba. Perplejo
se hubiera quizá mantenido a no haberle estimulado con su opinión y consejos
los demás oficiales. Decidiose en fin al embarco, y
convino secretamente con los ingleses en el modo y forma de ejecutarle. Al
principio se había pensado en que se suspendiese hasta que noticiosas del plan
acordado las tropas que había en Zelandia y Jutlandia, se moviesen todas a un tiempo
antes de despertar el recelo de los franceses. Mas informados estos de haber Fábregues comunicado con la escuadra inglesa, menester fue
acelerar la operación trazada.
Dieron
principio a ella los que estaban en Langeland enseñoreándose de la isla. Prosiguió Romana y se apoderó el 9 de agosto de la
ciudad de Nyborg, punto importante para embarcarse y
repeler cualquier ataque que intentasen 3000 soldados dinamarqueses existentes
en Fionia. Los españoles acuartelados en Swendborg y Faaborg al mediodía de la misma isla, se embarcaron para Langeland también el 9, y tomaron tierra
desembarazadamente. Con más obstáculos tropezó el regimiento de Zamora,
acantonado en Fridericia: engañole Don Juan de Kindelán, segundo de Romana, que allí mandaba. Aparentando desear
lo mismo que sus soldados dispúsose a partir y aun
embarcó su equipaje; pero en el entretanto no solo dio aviso de lo que ocurría
al mariscal Bernadotte, sino que temiendo que se descubriese su perfidia,
cautelosamente y por una puerta falsa se escapó de su casa. Amenazados por
aquel desgraciado incidente apresuráronse los de
Zamora a pasar a Middlefahrt, y sin descanso
caminaron desde allí por espacio de veintiuna horas, hasta incorporarse en Nyborg con la fuerza principal, habiendo andado en tan
breve tiempo más de dieciocho leguas de España. Huido Kindelán y advertidos los
franceses, parecía imposible que se salvasen los otros regimientos que había en
Jutlandia: con todo lo consiguieron dos de ellos. Fue el primero el de
caballería del Rey. Ocupaba a Aarhus, y por el cuidado y celo de su anciano
coronel, fletando barcas salvose y arribó a Nyborg. Otro tanto sucedió con el del Infante, también de
caballería, situado en Manders y por consiguiente más
lejos y al norte. No tuvo igual dicha el de Algarbe, único que allí quedaba.
Retardó su marcha por indecisión de su coronel, y aunque más cerca de Fionia
que los otros dos, fue sorprendido por las tropas francesas. En aquel encuentro
el capitán Costa que mandaba un escuadrón, al verse vendido prefirió acabar con
su vida tirándose un pistoletazo. Imposible fue a los regimientos de Asturias y
Guadalajara acudir al punto de Corsoer que se les
había indicado como el más vecino a Nyborg desde la
costa opuesta de Zelandia. Desarmados antes, según hemos visto, y
cuidadosamente observados, envolviéronlos las tropas
danesas al ir a ejecutar su pensamiento. Así que entre estos dos cuerpos el de
Algarbe de caballería, algunas partidas sueltas y varios oficiales ausentes por
comisión o motivo particular, quedaron en el norte 5160 hombres, y 9038 fueron
los que unidos en Langeland y pasada reseña se
contaron prontos a dar la vela. Abandonáronse los
caballos no habiendo ni transportes ni tiempo para embarcarlos. Muchos de los
jinetes no tuvieron ánimo para matarlos, y siendo enteros y viéndose solos y
sin freno, se extendieron por la comarca y esparcieron el desorden y espanto.
Don Juan de
Kindelán había en el intermedio llegado al cuartel general de Bernadotte, y no
contento con los avisos dados, descubrió al capitán de artillería Don José
Guerrero, encargado por Romana de una comisión importante en el Schleswig. Arrestáronle, y
enfurecido con la alevosía de Kindelán apellidole traidor delante de Bernadotte, quedando aquel avergonzado y mirándole después
al soslayo los mismos a quienes servía: merecido galardón a su villano
proceder. Salvó la vida a Guerrero la hidalga generosidad del mariscal francés,
quien le dejó escapar y aun en secreto le proporcionó dinero.
Mas al paso
que tan dignamente se portaba con un oficial honrado y benemérito, forzoso le
fue, obrando como general, poner en práctica cuantos medios estaban a su
alcance para estorbar la evasión de los españoles. Ya no era dado ejecutarlo
por la violencia. Acudió a proclamas y exhortaciones, esparciendo además sus
agentes falsas nuevas, y procurando sembrar rencillas y desavenencias. Pero
¡cuán grandioso espectáculo no ofrecieron los soldados españoles en respuesta a
aquellos escritos y manejos! Juntos en Langeland,
clavadas sus banderas en medio de un círculo que formaron, y ante ellas
hincados de rodillas, juraron con lágrimas de ternura y despecho ser fieles a
su amada patria y desechar seductoras ofertas. No; la antigüedad, con todo el
realce que dan a sus acciones el transcurso del tiempo y la elocuente pluma de
sus egregios escritores, no nos ha transmitido ningún suceso que a este se
aventaje. Nobles e intrépidos sin duda fueron los griegos cuando unidos a la
voz de Jenofonte para volver a su patria, dieron a las falaces promesas del rey
de Persia aquella elevada y sencilla respuesta «hemos resuelto atravesar el
país pacíficamente si se nos deja retirarnos al suelo patrio, y pelear hasta
morir si alguno nos lo impidiese.» Mas a los griegos no les quedaba otro
partido que la esclavitud o la muerte; a los españoles, permaneciendo sosegados
y sujetos a Napoleón, con largueza se les hubieran dispensado premios y
honores. Aventurándose a tornar a su patria, los unos, llegados que fuesen,
esperaban vivir tranquilos y honrados en sus hogares; los otros, si bien con
nuevo lustre, iban a empeñarse en una guerra larga, dura y azarosa,
exponiéndose, si caían prisioneros, a la tremenda venganza del emperador de los
franceses.
Urgiendo
volver a España, y siendo prudente alejarse de costas dominadas por un poderoso
enemigo, abreviaron la partida de Langeland y el 13
se hicieron a la vela para Gotemburgo en Suecia. En aquel puerto, entonces
amigo, aguardaron transportes, y antes de mucho dirigieron el rumbo a las
playas de su patria, en donde no tardaremos en verlos unidos a los ejércitos
lidiadores.
Habiendo
llegado los asuntos públicos dentro y fuera del reino a tal punto de pronta e
impensada felicidad, cierto que no faltaba para que fuese cumplida sino
reconcentrar en una sola mano o cuerpo la potestad suprema. Mas la discordancia
sobre el modo y lugar, las dificultades que nacieron de un estado de cosas tan
nuevo, y rivalidades y competencias retardaron su nombramiento y formación.
Perjudicó
también a la apetecida brevedad; la situación en que quedó a la salida del
enemigo la capital de la monarquía. Los moradores ausentes unos, y amedrantados
otros con el duro escarmiento del 2 de mayo, o no pudieron o no osaron nombrar
un cuerpo que, a semejanza de las demás provincias, tomase las riendas del
gobierno de su territorio y sirviese de guía a todo el reino. Verdad es que
Madrid ni por su población ni por su riqueza no habiendo nunca ejercido, como
acontece con algunas capitales de Europa, poderoso influjo en las demás
ciudades, hubiera necesitado de mayor esfuerzo para atraerlas a su voz y
acelerar su ayuntamiento y concordia. Con todo, hubiéranse al fin vencido tamaños obstáculos si no se hubiera encontrado otro superior en
el consejo real o de Castilla; el cual, desconceptuado en la nación por su
incierta, tímida y reprensible conducta con el gobierno intruso, tenía en
Madrid todavía acérrimos partidarios en el numeroso séquito de sus dependientes
y hechuras. Aunque érale dado con tal arrimo proseguir en su antigua autoridad, mantúvose quedo y como arrumbado a la partida de los
franceses; ora por temor de que estos volviesen, ora también por la
incertidumbre en que estaba de ser obedecido. Al fin y poco después tomó bríos
viendo que nadie le salía al encuentro, y sobre todo impelido del miedo con que
a muchos sobrecogió un sangriento desmán de la plebe madrileña.
Vivía en la
capital retirado y oscurecido Don Luis Viguri, antiguo intendente de la Habana
y uno de los más menguados cortesanos del príncipe de la Paz, cuya desgracia,
según dijimos, le había acarreado la formación de una causa. Parece ser que no
se aventajaba a la pública su vida privada, y que con frecuencia maltrataba de
palabra y obra a un familiar suyo. Adiestrado este en la mala escuela de su
amo, luego que se le presentó ocasión no la desaprovechó y trató de vengarse.
Un día, y fue el 4 de agosto, a tiempo que reinaba en Madrid una sorda
agitación, antojósele al mal aventurado Viguri
desfogar su encubierta ira en el tan repetidamente golpeado doméstico, quien
encolerizado apellidó en su ayuda al populacho, afirmando con verdad o sin ella
que su amo era partidario de José Napoleón. A los gritos arremolinose mucha gente delante de las puertas de la habitación. Asustado Viguri quiso
desde un balcón apaciguar los ánimos; pero los gestos que hacía para acallar el
ruido y vocería, y poder hablar, fueron mirados por los concurrentes como
amenazas e insultos, con lo que creció el enojo; y allanando la casa y cogiendo
al dueño, le sacaron fuera e inhumanamente le arrastraron por las calles de
Madrid.
Atemorizáronse al oír la funesta
desgracia consejeros y cortesanos, estremeciéronse los de la parcialidad del intruso, y acongojáronse hasta los pacíficos y amantes del orden. Huérfana la capital y sin nueva
corporación que la rigiese, fácil le fue al consejo, aprovechándose de aquel
suceso y aprieto, recobrar el poder que se figuraba competirle. El bien común y
público sosiego pedían, no hay duda, el establecimiento de una autoridad estable
y única: y lástima fue que el vecindario de Madrid no la hubiera por sí
formado; y tal, que enfrenando las pasiones populares y atajando al consejo en
sus ambiciosas miras, hubiese aunado, repetimos, y concertado más prontamente
las voluntades de las otras juntas.
No fue así;
y el consejo destruyendo el impulso que Madrid hubiera debido dar, acrecentó
con sus manejos y pretensiones los estorbos y enredos. Cuerpo autorizado con
excesivas y encontradas facultades, había en todos tiempos causado graves daños
a la monarquía, y se imaginaba que no solo gobernaría ahora a Madrid, sino que
extendería a todo el reino y a todos los ramos su poder e influjo. Admira tanta
ceguedad y tan desapoderada ambición en un tiempo en que escrupulosamente se
escudriñaba su porte con el intruso, y en que hasta se le disputaba el legítimo
origen de su autoridad. Así era que unos decían «si en realidad es el consejo,
según pregona, el depositario de la potestad suprema en ausencia del monarca,
¿qué ha hecho para conservar intactas las prerrogativas de la corona? ¿qué en
favor de la dignidad y derechos de la nación? Sumiso al intruso ha reconocido
sus actos, o por lo menos los ha proclamado; y los efugios que ha buscado y las
cortapisas que a veces ha puesto, más bien llevaban traza de ser un resguardo
que evitase su personal compromiso que la oposición justa y elevada de la
primera magistratura del reino.» Otros subiendo hasta la fuente de su
autoridad, «nacido el consejo [decían] en los flacos y turbulentos reinados de
los Juanes y Enriques, tomó asiento y ensanchó su poderío bajo Felipe II,
cuando aquel monarca intentando descuajar la hermosa planta de las libertades
nacionales, tan trabajadas ya del tiempo de su padre, procuraba sustentar su
dominación en cuerpos amovibles a su voluntad y de elección suya, sin que
ninguna ley fundamental de la monarquía ni las cortes permitiesen tal como era
su establecimiento, ni deslindasen las facultades que le competían. Desde
entonces el consejo, aprovechándose de los calamitosos tiempos en que débiles
monarcas ascendieron al solio, se erigió a veces en supremo legislador formando
en sus autos acordados leyes generales, para cuya adopción y circulación no
pedía el beneplácito ni la sanción real. Ingiriose también en el ramo económico y manejó a su arbitrio los intereses de todos los
pueblos, sobre no reconocer en la potestad judicial límites ni traba. Así
acumulando en sí solo tan vasto poder, se remontaba a la cima de la autoridad
soberana; y descendiendo después a entrometerse en la parte más ínfima, si no
menos importante del gobierno, no podía construirse una fuente ni repararse un
camino en la más retirada aldea o apartada comarca sin que antes hubiese dado
su consentimiento. En unión con la inquisición y asistido del mismo espíritu,
al paso que esta cortaba los vuelos al entendimiento humano, ayudábala aquel con sus minuciosas leyes de imprenta, con
sus tasas y restricciones. Y si en tiempos tranquilos tanto perjuicio y tantos
daños [añadían] nos ha hecho el consejo, institución monstruosa de
extraordinarias y mal combinadas facultades, consentidas mas no legitimadas por
la voz nacional, ¿no tocaría en frenesí dejarle con el antiguo poder cuando al
mismo tiempo que la nación se libertaba con energía del yugo extranjero, el
consejo que blasona ser cabecera del reino se ha mostrado débil,
condescendiente y abatido, ya que no se le tenga por auxiliador y cómplice del
enemigo?»
Tales
discursos no estaban desnudos de razón, aunque participasen algún tanto de las
pasiones que agitaban los ánimos. En su buen tiempo el consejo se había por lo
general compuesto de magistrados íntegros, que con imparcialidad juzgaban los
pleitos y desavenencias de los particulares: entre ellos se habían contado
hombres profundos como los Macanaces y Campomanes,
que con gran caudal de erudición y sana doctrina se habían opuesto a las
usurpaciones de la curia romana y procurado por su parte la mejora y adelantamientos
de la nación. Pero era el consejo un cuerpo de solos 25 individuos, los cuales
por la mayor parte ancianos, y meros jurisperitos, no habían tenido ocasión ni
lugar de extender sus conocimientos ni de perfeccionarse en otros estudios.
Ocupados en sentenciar pleitos, responder a consultas y despachar negocios de
comisiones particulares, no solamente fallaba a los más el saber y práctica que
requieren la formación de buenas leyes y el gobierno de los pueblos, sino que
también escasos de tiempo dejaban a subalternos ignorantes o interesados la
resolución de importantísimos expedientes. Mal grave y sentido de todos tan de
antiguo, que ya en 1751 propuso al rey el célebre ministro marqués de la
Ensenada despojar al consejo de lo concerniente a gobierno, policía y economía,
dejándole reducido a entender en la justicia civil y criminal y asuntos del
real patronato.
No le iba
pues bien al consejo insistir ahora en la conservación de sus antiguas
facultades y aun en darles mayor ensanche. Con todo tal fue su intento. Seguro
ya de que su autoridad sería en Madrid respetada, dirigiose a los presidentes de las juntas y a los generales de los ejércitos: a estos
para que se aproximasen a la capital; a aquellos para que diputasen personas,
que unidas al consejo tratasen de los medios de defensa: «tocando solo a él
[decía] resolver sobre medidas de otra clase y excitar la autoridad de la
nación y cooperar con su influjo, representación y luces al bien general de
esta.» Ensoberbecidas las juntas con el triunfo de su causa, déjase discurrir con qué enfado y desdén replicarían a tan
imprudente y desacordada propuesta. La de Galicia no solamente tachaba a cada
uno de sus miembros de ser adicto a los franceses, sino que al cuerpo entero le
echaba en cara haber sido el más activo instrumento del usurpador. Palafox en
su respuesta con severidad le decía: «ese tribunal no ha llenado sus deberes»;
y Sevilla le acusaba ante la nación «de haber obrado contra las leyes
fundamentales... de haber facilitado a los enemigos todos los medios de usurpar
el señorío de España... de ser en fin una autoridad nula e ilegal, y además
sospechosa de haber cometido antes acciones tan horribles que podían
calificarse de delitos atrocísimos contra la
patria...» Al mismo son se expresaron todas las otras juntas fuera de la de
Valencia, la cual en 8 de agosto aprobó los términos lisonjeros con que el
consejo era tratado en un escrito leído en su seno por uno de sus miembros. Mas
aquella misma junta, tan dispuesta en su favor, tuvo muy luego que retractarse
mandando en 15 del propio mes «que ninguna autoridad de cualquier clase
mantuviese correspondencia directa ni se entendiese en nada con el consejo.»
Dio lugar a la mudanza de dictamen la presteza con que el último se metió a
expedir órdenes como si ya no existiese la junta. Mal recibido de todos lados y
aun ásperamente censurado, pareciole necesario al
consejo dar un manifiesto en que sincerase su conducta y procedimientos: penoso
paso a quien siempre había desestimado el tribunal de la opinión pública. Mas
no por eso desistió de su propósito, ni menos descuidó emplear otros medios con
que recobrar la autoridad perdida. Dábale particular
confianza la desunión que reinaba en las juntas y varias contestaciones entre
ellas suscitadas. Por lo que será bien referir las mudanzas acaecidas en su
composición, y las explicaciones y altercados que precedieron a la instalación
de un gobierno central.
En la forma
interior de aquellos cuerpos contadas fueron las variaciones ocurridas. Habíase
en Asturias congregado desde agosto una nueva junta que diese más fuerza y
legitimidad al levantamiento de mayo, nombrando o reeligiendo sus concejos
diputados que la compusiesen con pleno conocimiento del objeto de su reunión.
Ninguna alteración sustancial había acaecido en Galicia; pero su junta convidó
a la anterior, para que de común con ella y las de León y Castilla formasen
todas una representación de las provincias del norte. Se habían las dos últimas
confundido y erigido en una sola después de la aciaga jornada de Cabezón.
Presidía a ambas el bailío Don Antonio Valdés, quien estando al principio de
acuerdo con Don Gregorio de la Cuesta acabó por desavenirse con él y enojarse
poderosamente. Reunidas en Ponferrada, como punto más resguardado, se
trasladaron a Lugo, en cuya ciudad debía verificarse la celebración de juntas
propuesta por la de Galicia. Esta mudanza fue el origen y principal motivo del
enfado de Cuesta, no pudiendo tolerar que corporaciones que consideraba como
dependientes de su autoridad, se alejasen del territorio de su mando y pasasen
a una provincia con cuyos jefes estaba tan encontrado.
Concurrieron
sin embargo a Lugo las tres juntas de Galicia, Castilla y León. No la de
Asturias, ya por cierto desvío que había entre ella y la de Galicia, y también
porque viendo próxima la reunión central de todas las provincias del reino,
juzgó excusado y quizá perjudicial el que hubiese una parcial entre algunas del
norte. Al tratarse de la formación de esta hubo diversos pareceres acerca del
modo de su formación y composición. Quién opinaba por cortes, y quién soñaba un
gobierno que diese principio y encaminase a una federación nacional. Adhería al
primer dictamen Sir Carlos Stuart representante del gobierno inglés, como medio
más acomodado a los antiguos usos de España. Pero las novedades introducidas en
las constituciones de aquel cuerpo durante la dominación de las casas de
Austria y Borbón, ofrecían para su llamamiento dificultades casi insuperables;
pues al paso de ser muchas las ciudades de León y Castilla que enviaban
procuradores a cortes, solo tenía una voz el populoso reino de Galicia y se
veía privado de ella el principado de Asturias, cuna de la monarquía. Tal
desarreglo pedía para su enmienda más tiempo y sosiego de lo que entonces
permitían las circunstancias. Por su parte la junta de Galicia, sabedora de la
idea de la federación, quería esquivar en sus vistas con las de León y
Castilla, el tratar de la unión de un solo y único gobierno central. Mas la
autoridad de Don Antonio Valdés, que todas tres habían elegido por su
presidente, pudiendo más que el estrecho y poco ilustrado ánimo de ciertos
hombres, y prevaleciendo sobre las pasiones de otros, consiguió que se aprobase
su propuesta dirigida al nombramiento de diputados que en representación de las
tres juntas acudiesen a formar con las demás del reino una central. Con tan
prudente y oportuna determinación se evitaron los extravíos y aun lástimas que
hubiera provocado la opinión contraria.
Asimismo
cortaron cuerdos varones varias desavenencias movidas entre Sevilla y Granada.
Pretendía la primera que la última se le sometiese, olvidada de la principal
parte que habían tenido las tropas de su general Reding en los triunfos de Bailén. La rivalidad había nacido con la insurrección, no
siendo dable fijar ni deslindar los límites de nuevas y desconocidas
autoridades; y en vez de desaparecer aquella, tomó con la victoria alcanzada
extraordinario incremento. Llegó a tal punto la exaltación y ceguera que el
inquieto conde de Tilly propuso en el seno de la junta sevillana, que una
división de su ejército marchase a sojuzgar a Granada. Presente Castaños y
airado, a pesar de su condición mansa, levantose de
su asiento, y dando una fuerte palmada en la mesa que delante había, exclamó:
«¿quién sin mi beneplácito se atreverá a dar la orden de marcha que se pide? No
conozco [añadió] distinción de provincias; soy general de la nación, estoy a la
cabeza de una fuerza respetable y nunca toleraré que otros promuevan la guerra
civil.» Su firmeza contuvo a los díscolos, y ambas juntas se conformaron en
adelante con una especie de concierto concluido entre la de Sevilla y los
diputados de Granada, Don Rodrigo Riquelme, regente de su chancillería, y el
oidor Don Luis Guerrero, nombrados al intento y autorizados competentemente.
Diferían tan
lamentables disputas la reunión del gobierno central, y como si estos y otros obstáculos
naturales no bastasen por sí, nuevos intereses y pretensiones venían a
aumentarlos. Recordará el lector los pasos que en Londres dio en favor de los
derechos de su amo a la corona de España el príncipe de Castelcicala embajador del rey de las Dos Sicilias, y la repulsa que recibió de los
diputados. No desanimado con ella su gobierno, ni tampoco con otra parecida que
le dio el ministerio inglés, por julio envió a Gibraltar un emisario que
hiciese nuevas reclamaciones. El gobernador Dalrymple le impidió circular papeles y propasarse a otras gestiones. Mas tras del
emisario despachó el gobierno siciliano al príncipe Leopoldo, hijo segundo del
rey, a quien acompañaba el duque de Orléans.
Fondearon ambos el 9 de agosto en la bahía de Gibraltar; pero no viéndose
apoyados por el gobernador, pasó el de Orléans a
Inglaterra y quedó en el puerto de su arribada el príncipe Leopoldo. Entretenía
este la esperanza de que a su nombre y conforme quizá a secretos ofrecimientos,
no tardaría en recibir una diputación y noticia de haber sido elevado a la
dignidad de regente. Pero vano fue su aguardar; y era en efecto difícil que un
príncipe de edad de 18 años, extranjero, sin recursos ni anterior fama, y sin
otro apoyo que lejanos derechos al trono de España, fuese acogido con solícita
diligencia en una nación en que era desconocido, y en donde para conjurar la
tormenta que la azotaba se requerían otras prendas, mayor experiencia y muy
diversos medios que los que asistían al príncipe pretendiente.
Hubo no
obstante quien esparció por Sevilla la voz de que convenía nombrar una regencia
compuesta del mencionado príncipe, del arzobispo de Toledo cardenal de Borbón,
y del conde del Montijo. Con razón se atribuyó la idea a los amigos y parciales
del último, quien conservando todavía cierta popularidad a causa de la parte
que se le atribuía en la caída del príncipe de la Paz, procuraba aunque en vano
subir a puesto de donde su misma inquietud le repelía. Mas los enredos y
marañas de ciertos individuos eran desbaratados por la ambición de otros o la
sensatez y patriotismo de las juntas.
Así fue que
a pesar del desencadenamiento de pasiones y de los obstáculos nacidos con la
misma insurrección o causados por la presencia del enemigo, ya desde junio
había llamado la atención de las juntas: 1.º La formación de un gobierno
central; 2.º Un plan general con el que más prontamente se arrojase a los
franceses del suelo patrio. Al propósito entablose entre ellas seguida correspondencia. Dio la señal la de Murcia, dirigiendo con
fecha de 22 de junio una circular en que decía: «Ciudades de voto en cortes,
reunámonos, formemos un cuerpo, elijamos un consejo que a nombre de Fernando
VII organice todas las disposiciones civiles, y evitemos el mal que nos amenaza
que es la división... Capitanes generales... de vosotros se debe formar un
consejo militar de donde emanen las órdenes que obedezcan los que rigen los
ejércitos...» Propuso también Asturias en un principio la convocación de cortes
con algunas modificaciones, y hasta Galicia [no obstante la mencionada
federación de algunos proyectada comisionó cerca de las juntas del mediodía a
Don Manuel Torrado, quien ya en últimos de julio se hallaba en Murcia, después
de haberlas recorrido, y propuesto una central formada de dos vocales de cada
una de las de provincia. En el propio sentido y en 16 de dicho julio había la
de Valencia pasado a las demás su opinión impresa, lo que también por su parte
y al mismo tiempo hizo la de Badajoz. No fue en zaga a las otras la junta de
Granada, la cual apoyando la circular de Valencia, se dirigió a su competidora
la de Sevilla, y desentendiéndose de desavenencias, señaló como acomodado
asiento para la reunión la última ciudad.
No por eso
se apresuraba esta, ostentando siempre su altanera supremacía. Pesábale en tanto grado descender de la cumbre a que se
había elevado, que hubo un tiempo en que prohibió la venta y circulación de los
papeles que convidaban a la apetecida concordia. Apremiada en fin por la voz
pública y estrechada por el dictamen de algunos de sus individuos entendidos y
honrados, publicó con fecha de 3 de agosto un papel en el que examinando los
diversos puntos que en el día se ventilaban, proponía la formación de una junta
central compuesta de dos vocales de cada una de las de provincia. Anduvo
perezosa no obstante en acabar de escoger los suyos. Pero adhiriendo las otras
juntas a las oportunas razones de su circular, cuyo contenido en sustancia se
conformaba con la opinión que las más habían mostrado antes de concertarse, y
que era la más general y acreditada, fueron todas sucesivamente escogiendo de
su seno personas que las representasen en una junta única y central.
Por su parte
el consejo todavía esperaba recuperar con sus amaños y tenaz empeño el poder
que para siempre querían arrebatarle de las manos. Mas no por eso y para
cautivar las voluntades de los hombres ilustrados, mudó de rumbo, adoptando un
sistema más nuevo y conforme al interés público y al progreso de la nación.
Asustándose a la menor sombra de libertad, encadenó la imprenta con las mismas
y aun más trabas que antes; redujo a dos veces por semana la diaria publicación
de la Gaceta de Madrid; persiguió y aun llegó a formar causa a algunas personas
que tenían en su poder papeles de las juntas, mayormente de la de Sevilla, y en
fin resucitó en cuanto pudo su trillada, lenta y añeja manera de gobernar. Persuadiose que todo le era lícito a trueque de dar ciertos
decretos de alistamiento y acopio de medios que mostrasen su interés por la
causa de la independencia que tan mal había antes defendido. Y sobre todo cobró
esperanza con la llegada a Madrid de varios generales en quienes presumía poder
con buen éxito emplear su influjo.
Fue el
primero que pisó el suelo de la capital con las tropas de Valencia y Murcia Don
Pedro González de Llamas que había sucedido a Cervellón removido del mando. Atravesó la Puerta de Atocha con 8000 hombres a las seis de
la mañana del día 13 de agosto. A pesar de hora tan temprana inmenso fue el
concurso que salió a recibirle y extremado el entusiasmo. Pasó a frenesí al
entrar el 23 por la misma puerta D. Francisco Javier Castaños acompañado de la
reserva de Andalucía. Sus soldados adornados con los despojos del enemigo
ofrecían en su variada y extraña mezcla el mejor emblema de la victoria
alcanzada. Pasaron todos por debajo de un arco de sencilla y majestuosa
arquitectura que había erigido la villa de Madrid junto a sus casas
consistoriales. A estas entradas triunfales siguiéronse otros festejos con la proclamación de Fernando VII, hecha en esta ocasión por
el legítimo alférez mayor de Madrid marqués de Astorga. Mas no a todos
contentaban tanto bullicio y fiestas, pidiendo con sobrada razón que se pusiera
mayor conato y celeridad en perseguir al enemigo, y en aumentar y organizar
cumplidamente la fuerza armada. Daban particular peso a sus justas quejas y
reclamaciones los acontecimientos por entonces ocurridos en Vizcaya y Navarra.
Habíase en
la primera provincia levantado Bilbao al anunciarse la victoria de Bailén, y en
6 de agosto escogiendo su vecindario una junta, acordó un alistamiento general,
y nombró por comandante militar al coronel Don Tomás de Salcedo. Sobremanera
inquietó a los franceses esta insurrección, ya por el ejemplo y ya también
porque comprometida su posición en las márgenes del Ebro, pudieran verse
obligados a estrecharse más contra la frontera. Creció su recelo a mayor grado
con asonadas y revueltas que hubo en Tolosa y pueblos de Guipúzcoa, y con las
correrías que hacían y gente que allegaban en Navarra Don Antonio Egoaguirre y Don Luis Gil. Habían estos salido de Zaragoza
en 27 de junio para alborotar aquel reino. Después de algún tiempo Gil empezó a
incomodar al enemigo por el lado de Orbaiceta, se apoderó de muchas municiones
de aquella fábrica, y amenazó y sembró el espanto hasta el mismo pueblo francés
de San Juan de Pie de Puerto. Egoaguirre tampoco se
descuidó en la comarca de Lerín: formando un batallón con nombre de Voluntarios
de Navarra recorrió la tierra, y llamó tanto la atención que el general D’Agoult envió una columna desde Pamplona para atajar sus
daños y alejarle del territorio de su mando.
José por su
parte pensó en apagar prontamente la temible insurrección de Bilbao. Para ello
envió contra aquella población una división a las órdenes del general Merlin. No era dado a sus vecinos sin tropa disciplinada
resistir a semejante acometimiento. Apostáronse sin
embargo con aquella idea a media legua, y los franceses asomándose allí el 16
de agosto desbarataron y dispersaron a los bilbaínos, pereciendo miserablemente
y después de haberse rendido prisionero el oficial de artillería Don Luis Power distinguido entre los suyos. Los auxilios que de
Asturias llevaba el oficial inglés Roche llegaron tarde, y Merlin entró en Bilbao cuya ciudad fue con rigor tratada. En su correspondencia
blasonaba el rey intruso de «haber apagado la insurrección con la sangre de
1200 hombres.» Singular jactancia y extraña en quien como José no era de
corazón duro ni desapiadado.
El
contratiempo de Bilbao que en Madrid provocaba las reclamaciones de muchos,
difundiéndose por las provincias aumentó el clamor ya casi universal contra
generales y juntas, reparando que algunos de aquellos se entregaban
demasiadamente a divertimientos y regocijos, y que estas con celos y
rivalidades retardaban la instalación de la junta central. Deseando el consejo
aprovecharse de la irritación de los ánimos, y valiéndose de los lazos que le
unían con Don Gregorio de la Cuesta, su antiguo gobernador, se concordó con
este y discurrieron apoderarse del mando supremo. Mas como Cuesta carecía de la
suficiente fuerza, fueles necesario tantear a Castaños, entonces algo
disgustado con la junta de Sevilla. Avistose pues con
el último Don Gregorio de la Cuesta, y le propuso [según tenemos de la boca del
mismo Castaños] dividir en dos partes el gobierno de la nación, dejando la
civil y gubernativa al consejo, y reservando la militar al solo cuidado de
ellos dos en unión con el duque del Infantado. Era Castaños sobrado advertido
para admitir semejante proposición. Vislumbraba el motivo porque se le buscaba,
y conocía que separando su causa de la de las juntas, quizá sería desobedecido
del ejército, y aun de la división misma que se alojaba en Madrid.
En tanto
para acallar el rumor público se celebró en aquella capital el 5 de septiembre
un consejo de guerra. Asistieron a él los generales Castaños, Llamas, Cuesta y
La Peña, representando a Blake el duque del Infantado y a Palafox otro oficial
cuyo nombre ignoramos. Discutiéronse largamente
varios puntos, y Cuesta, llevado siempre de mira particular, promovió el
nombramiento de un comandante en jefe. No se arrimaron los otros a su parecer,
y tan solo arreglaron un plan de operaciones, de que hablaremos más adelante.
Cuesta aunque aparentó conformarse, salió despechado de Madrid, y con ánimo más
bien que de cooperar a la realización de lo acordado de levantar obstáculos a
la reunión de la junta central: para lo cual y satisfacer al mismo tiempo su
ira contra la junta de León, de la que, como hemos visto, estaba ofendido,
arrestó a sus dos individuos Don Antonio Valdés y vizconde de la Quintanilla,
que iban de camino para representar su voz en la central. Quiso tratarlos como
rebeldes a su autoridad, y los encerró en el alcázar de Segovia: tropelía que
excitó contra el general Cuesta la pública animadversión.
Vanos sin
embargo salieron sus intentos, vanos otros enredos y maquinaciones. Por todas
partes prevaleció la opinión más sana, y los diputados elegidos por las
diversas juntas fueron poco a poco acercándose a la capital. Llegó pues el
suspirado momento de la reunión de una autoridad central, debiendo con ella
cesar la particular supremacía de cada provincia. Durante la cual no habiendo
habido lugar ni ocasión de hacer sustanciales reformas ni mudanzas en los
diversos ramos de la administración pública, tales como estaban dispuestos y
arreglados al disolverse, por decirlo así, la monarquía en mayo, tales o con
cortísima diferencia se los entregaron las juntas de provincia a la central.
No
disimulamos en el libro anterior ni en el curso de nuestro narración los
defectos de que dichas juntas adolecieron, las pasiones que las agitaron. Por
lo mismo justo es también que ahora tributemos debidas alabanzas a su primera y
grandiosa resolución, a su ardiente celo, a su incontrastable fidelidad. Al
acabar de su mando anublose por largo tiempo la
prosperidad de la patria; mas se dio principio a una nueva, singular y porfiada
lucha, en que sobre todo resplandeció la firmeza y constancia de la nación
española.
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José Rebolledo
de Palafox y Melzi (Zaragoza, 28 de octubre de 1775-Madrid, 15 de febrero
de 1847) fue el tercer hijo de los marqueses de Lazán y Cañizar (su
hermano mayor Luis Rebolledo de Palafox y Melci,
que heredó el título, fue de tendencia política opuesta). Estudió con
los escolapios de Zaragoza y tuvo como profesor y preceptor al
padre Basilio Boggiero Spotorno.
A los dieciséis años inició la carrera militar en la compañía flamenca de las
Reales Guardias de Corps. Al estallar la Guerra de la
Independencia en 1808, Palafox ya era brigadier y acompañó
a Fernando VII a Bayona.
Después de
intentar infructuosamente, junto con otros, preparar la huida de Fernando VII,
se escapó a España y tras un corto periodo de retiro, se situó a la cabeza de
la resistencia aragonesa. El 25 de mayo de 1808 fue proclamado por el
pueblo como gobernador de Zaragoza y capitán general de Aragón, tras
asaltar los ciudadanos el palacio de Capitanía General y apresar al antiguo
capitán general Jorge Juan Guillelmi. En su
honor se constituyó en 1937 el Batallón José Palafox de
las Brigadas Internacionales, compuesto por voluntarios procedentes
de Polonia, Francia o Bélgica y otros de
origen judío
El sitio de
Zaragoza
Una vez
nombrado capitán general de Aragón (1808), y a pesar de la falta de dinero y de
tropas regulares, no perdió tiempo y declaró la guerra a Francia, cuyas
tropas ya habían invadido los territorios vecinos
de Cataluña y Navarra. El ataque de las tropas francesas no se
hizo esperar y así comenzaron los sitios de Zaragoza.
Zaragoza,
ciudad casi abierta, tenía defensas anticuadas y escasas y había
poca munición y vituallas, aunque abundantes fusiles. Las defensas
resistieron, pero poco tiempo. Sin embargo, fue a partir de ese momento cuando
comenzó la resistencia. Tras un mes de sitio y varios asaltos fracasados, los
franceses lanzaron un gran asalto general al amanecer del 4 de agosto. Tras
superar las defensas exteriores, los franceses entraron en la ciudad,
luchándose cuerpo a cuerpo en las calles. Tras varias horas las tropas
asaltantes eran señoras de media ciudad, pero el hermano de Palafox (Luis
Rebolledo de Palafox y Melci) consiguió forzar su
entrada en la ciudad con 3000 hombres. Estimulados por las llamadas de Palafox
y los implacables y resueltos patriotas que lideraban al pueblo, los habitantes
decidieron resistir metro a metro la toma de los barrios que quedaban en su
poder. La idea era retirarse al barrio del Arrabal, al otro lado
del Ebro, si fuera necesario destruyendo el puente en caso extremo. La
lucha, que se extendió nueve días más, resultó en la retirada de las tropas
francesas el 14 de agosto, tras un asedio que había durado 61 días en
total.
Palafox intentó
aprovechar la situación y realizó una corta campaña a campo abierto. Pero
cuando el ejército del propio Napoleón entró en España y derrotó a un
ejército tras otro, Palafox se vio obligado a retirarse a Zaragoza. Zaragoza
sufrió un segundo asedio todavía más memorable que el primero. En
él, Agustina de Aragón defendió la puerta llamada del Portillo tras
quedar desprotegida a causa de una granada enemiga que causó la muerte de los
soldados que defendían dicha puerta, Palafox le concedió el cargo
de artillero raso y, posteriormente los de sargento y subteniente. En
una lucha encarnecida y sin cuartel, es célebre la defensa ejercida
por José de L´Hotellerie de Fallois que
encontró la muerte en el puente de piedra. El asedio terminó tras dos meses con
la caída de Zaragoza en manos francesas. La ciudad había caído por cese de
resistencia, ya que se encontraba en ruinas y la lucha y las enfermedades,
sobre todo el tifus, habían reducido a menos de la mitad a la población.
El 20 de
febrero de 1809, la Junta ante la que Palafox había declinado el mando
capituló. El general fue hecho prisionero y enviado a Vincennes por haber
jurado fidelidad a José Bonaparte y haberlo traicionado. Allí permaneció hasta
el 13 de diciembre de 1813 en que se firmó el Tratado de Valençay. El número de
víctimas españolas fue asombroso, cifrándose en unas 54.000 personas (militares
y civiles), cuando el censo de 1805 daba un total de 48.000 habitantes para
Zaragoza. Sus tropas fueron derrotadas por el general Hugo en la
batalla librada en el paraje de Peña el Águila, Anguita
(Guadalajara).
Tras el asedio
de Zaragoza sufrió prisión en Francia, en el castillo de Vincennes, y no
pudo regresar a España hasta diciembre de 1813 con la firma del tratado de
Valençay. Fue justo en 1809 encontrándose prisionero por los franceses, que fue
publicado en Londres un retrato del busto de José Palafox por José de
Rojas y Pérez de Sarrió, III conde de Casa
Rojas, que se encuentra a día de hoy en el Museo del Romanticismo.
De septiembre
de 1814 a octubre de 1815 estuvo encargado de la Capitanía General de Aragón.
Cesado en el cargo (le sustituye su propio hermano Luis), se le encomienda el
mando del ejército del centro y al disolverse este pasa a Madrid apartado de la
vida oficial.
Tras los
sucesos del 7 de julio de 1822, el rey Fernando VII nombró a Palafox
capitán de alabarderos y, más tarde, jefe militar de palacio. De 1823 a 1834
volvió a la vida privada. La reina María Cristina de Borbón lo nombró
prócer del reino4 y el 17 de julio de 1834 le concedió el título
de duque de Zaragoza. Seis días después fue detenido y encarcelado,
acusado de conspiración por su participación en La Isabelina, en un
momento en que se acababa de producir la matanza de frailes en Madrid de
1834. Fue absuelto de estos cargos en junio de 1835.
En septiembre
de 1835 Mendizábal llegó al poder y Palafox fue nombrado, de nuevo,
capitán general de Aragón. Sustituyó este cargo por la Dirección General de
Inválidos y la Inspección General de las Milicias Provinciales, a la vez que
mantiene la jefatura de la Guardia Real
En noviembre de
1838 dimite de estos cargos, excepto de la jefatura de la Guardia Real, que
mantendrá hasta 1841, para encargarse del Asilo de Inválidos.
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