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SALA DE LECTURA

HISTORIA UNIVERSAL DE ESPAÑA

HISTORIA DEL LEVANTAMIENTO Y REVOLUCIÓN DE ESPAÑA

GUERRA DE LA INDEPENDENCIA: 1808-1814.

LIBRO CUARTO.

BATALLA DE BAILÉN

 

Antes de haber tomado la insurrección de España el alto vuelo que le dieron en los últimos días de mayo las renuncias de Bayona, recordará el lector como se habían derramado por las provincias emisarios franceses y españoles que con seductoras ofertas trataron de alucinar a los jefes que las gobernaban. La junta suprema de Madrid, principal instigadora de semejantes misiones y providencias, viéndose así comprometida siguió con esmerada porfía en su propósito, y al crujido de la insurrección general, reiterando avisos, instrucciones y cartas confidenciales, avivó su desacordado celo en favor de la usurpación extraña, conservando la ciega y vana esperanza de sosegar por medios tan frágiles el asombroso sacudimiento de una grande y pundonorosa nación.

Sobresaltada en extremo con la conmoción de Zaragoza acudió con presteza a su remedio. Punzábala este suceso no tanto por su importancia, cuanto por el temor sin duda de que con él se trasluciesen las órdenes que para resistir a los franceses le habían sido comunicadas desde Bayona, y a cuyo cumplimiento había faltado. Presumía que Palafox sabedor de ellas, y encargado de otras iguales o parecidas, les daría entera publicidad, poniendo así de manifiesto la reprensible omisión de la junta, a la que por tanto era urgente aplacar aquel levantamiento. Como el caso requería pulso, se escogió al efecto al marqués de Lazán, hermano mayor del nuevo capitán general de Aragón, en cuya persona concurrían las convenientes calidades para no excitar con su nombre recelos en el asustadizo pueblo, y poder influir con éxito y desembarazadamente en el ánimo de aquel caudillo. Pero el de Lazán, al llegar a Zaragoza, en vez de favorecer los intentos de los que le enviaban, y persuadido también de cuán imposible era resistir al entusiasmo de aquellos moradores, se unió a su hermano y en adelante partió con él los trabajos y penalidades de la guerra.

Arrugándose más y más el semblante del reino, y tocando a punto de venir a las manos, en 4 de junio circuló la junta de acuerdo con Murat una proclama en la que se ostentaban las ventajas de que todos se mantuviesen sosegados, y aguardasen a que el héroe que admiraba al mundo concluyera la grande obra en que estaba trabajando de la regeneración política. Tales expresiones alborotaban los ánimos lejos de apaciguarlos, y por cierto rayaba en avilantez el que una autoridad española osase ensalzar de aquel modo al causador de las recientes escenas de Bayona, y además era, por decirlo así, un desenfreno del amor propio imaginarse que con semejante lenguaje se pondría pronto término a la insurrección

Viendo cuán inútiles eran sus esfuerzos, y ansiosa de encontrar por todas partes apoyo y disculpa a sus compromisos, trabajó con ahínco la junta para que acudiesen a Bayona los individuos de la diputación convocada a aquella ciudad. Crecían los obstáculos para la reunión con los bullicios de las provincias, y con la repulsa que dieron algunos de los nombrados. Indicamos ya como el bailío Don Antonio Valdés había rehusado ir, prefiriendo con gran peligro de su persona fugarse de Burgos donde residía a la mengua de autorizar con su presencia los escándalos de Bayona. Excusose también el marqués de Astorga sin reparar en que siendo uno de los primeros próceres del reino, la mano enemiga le perseguiría y le privaría de sus vastos estados y riquezas. Pero quien aventajó a todos en la resistencia fue el reverendo obispo de Orense Don Pedro de Quevedo y Quintano. La contestación de este prelado al llamamiento de Bayona, obra señalada de patriotismo, unió a la solidez de las razones un atrevimiento hasta entonces desconocido a Napoleón y sus secuaces. Al modo de los oradores más egregios de la antigüedad, usó con arte de la poderosa arma de la ironía, sin deslucirla con bajas e impropias expresiones. Desde Orense y en 29 de mayo no levantada todavía Galicia, y sin noticia de la declaración de otras provincias, dirigió su contestación al ministro de gracia y justicia. Como en su contenido se sentaron las doctrinas más sanas y los argumentos más convincentes en favor de los derechos de la nación y de la dinastía reinante, recomendamos muy particularmente la lectura de tan importante documento, que a la letra hemos insertado en el apéndice. Difícilmente pudieran trazarse con mayor vigor y maestría las verdades que en él se reproducen. Así fue que aquella contestación penetró muy allá en todos los corazones, causando impresión profundísima y duradera. Pero Murat y la junta de Madrid no por eso cesaron en sus tentativas, y con fatal empeño aceleraron la partida de las personas que de montón se nombraban para llenar el hueco de las que esquivaban el ominoso viaje.

El 15 de junio debían abrirse las sesiones de aquella famosa reunión, y todavía en los primeros días del propio mes no alcanzaban a 30 los que allí asistían. Mientras que los demás llegaban, y para no darles huelga, obligó Napoleón a los presentes a convidar a los zaragozanos por medio de una proclama a la paz y al sosiego. Queriendo agregar al escrito la persuasión verbal, fueron comisionados para llevarle el príncipe de Castel-Franco, Don Ignacio Martínez de Villela consejero de Castilla, y el alcalde de corte Don Luis Marcelino Pereira. No les fue dable penetrar en Zaragoza, y menos el que se atendiera a sus intempestivas amonestaciones. Tuviéronse por dichosos de regresar a Bayona: merced a los franceses que los custodiaban, bajo cuyo amparo pudieron volver atrás sin notable azar, aunque no sin mengua y sobresalto.

Napoleón que miraba ya como suya la tierra peninsular, trató también por entonces de alargar más allá de los mares su poderoso influjo, expidiendo a América buques con cuyo arribo se previniesen los intentos de los ingleses, y se preparasen los habitadores de aquellas vastas y remotas regiones españolas a admitir sin desvío la dominación del nuevo soberano, procedente de su estirpe. Hizo que a su bordo partiesen proclamas y circulares autorizadas por Don Miguel de Azanza, quien ya firmemente adicto a la parcialidad de Napoleón se figuraba que el emperador de los franceses había de respetar la unión íntegra de aquellos países con España, y no seguir el impulso y las variaciones de su interés o su capricho.

Luego que Fernando VII y su padre hubieron renunciado la corona, se presumió que Napoleón cedería sus pretendidos derechos en alguna persona de su familia. Fundábase sobre todo la conjetura en la indicación que hizo Murat a la junta de Madrid y consejo real de que pidiesen por rey a José. Ignorábase no obstante de oficio si tal era su pensamiento, cuando en 25 de mayo dirigió Napoleón una proclama a los españoles en la que aseguraba que «no quería reinar sobre sus provincias, pero sí adquirir derechos eternos al amor y al reconocimiento de su posteridad.» Apareció pues por este documento de una manera auténtica que trataba de desprenderse del cetro español, mas todavía guardó silencio acerca de la persona destinada a empuñarle. Por fin el 6 de junio se pronunció claramente dando en Bayona mismo un decreto del tenor siguiente: «Napoleón, por la gracia de Dios etc. A todos los que verán las presentes salud. La junta de estado, el consejo de Castilla, la villa de Madrid etc. etc. habiéndonos por sus exposiciones hecho entender que el bien de la España exigía que se pusiese prontamente un término al interregno, hemos resuelto proclamar, como nos proclamamos por las presentes, rey de España y de las Indias a nuestro muy amado hermano José Napoleón, actualmente rey de Nápoles y de Sicilia.

«Garantimos al rey de las Españas la independencia e integridad de sus estados, así los de Europa como los de África, Asia y América. Y encargamos», etc. [Sigue la fórmula de estilo.]

Era este decreto el precursor anuncio de la llegada de José, quien el 7 entró en Pau a las ocho de la mañana, y puesto en camino poco después se encontró con Napoleón a seis leguas de Bayona, hasta donde había salido a esperarle. Mostraba este tanta diligencia porque no habiendo de antemano consultado con su hermano la mudanza resuelta, temió que no aceptase el nuevo solio, y quiso remover prontamente cualquiera obstáculo que le opusiese. En efecto José contento con su delicioso reino de Nápoles no venía decidido a admitir el cambio que para otros hubiera sido tan lisonjero. Y aquí tenemos una corona arrancada por la violencia a Fernando VII, adquirida también mal de su grado por el señalado para sucederle.

Napoleón atento a evitar la negativa de su hermano le hizo subir en su coche, y exponiéndole sus miras políticas en trasladarle al trono español, trató con particularidad de inculcarle los intereses de familia, y la conveniencia de que se conservase en ella la corona de Francia, para cuyo propósito y el de prevenir la ambición de Murat y de otros extraños, nada era más acertado, añadía, que el poner como de atalaya a José en España, desde donde con mayor facilidad y superiores medios se posesionaría del trono de Francia, en caso de que vacase inesperadamente. Además le manifestó haber ya dispuesto del reino de Nápoles para colocar en él a Luciano. Asegúrase que la última indicación movió a José más que otra razón alguna por el tierno amor que profesaba a aquel su hermano. Sea pues de esto lo que fuere, lo cierto es que Napoleón había de tal modo preparado las cosas que sin dar tiempo ni vagar fue José reconocido y acatado como rey de España.

Así sucedió que al llegar entre dos luces a Marracq recibió los obsequios de tal de boca de la emperatriz, que con sus damas había salido a recibirle al pie de la escalera. Ya le aguardaban dentro del palacio los españoles congregados en Bayona, a quienes se les había citado de antemano, teniendo Napoleón tanta priesa en el reconocimiento del nuevo rey, que no permitió cubrir las mesas ni descanso alguno a su hermano antes de desempeñar aquel cuidado, cuyo ceremonial se prolongó hasta las diez de la noche.

Naturalmente debió durar más de lo necesario, habiendo ignorado los españoles el motivo a que eran llamados. Advertidos después tuvieron que concertarse apresuradamente allí mismo en uno de los salones, y arreglar el modo de felicitar al soberano recién llegado. Para ello se dividieron en cuatro diputaciones, a saber, la de los grandes, la del consejo de Castilla, la de los consejos de la Inquisición, Indias y hacienda reunidos los tres en una, y la del ejército. Pusieron todas separadamente y por escrito una exposición gratulatoria, y antes de que se leyesen a José con toda solemnidad, se presentaba cada una a Napoleón para su aprobación previa: menguada censura, indigna de su alta jerarquía.

Era la diputación de los grandes la primera en orden, e iba a su cabeza el duque del Infantado, quien había tenido el encargo de extender la felicitación. Principiando por un cumplido vago, concluía esta con decir «las leyes de España no nos permiten ofrecer otra cosa a V. M. Esperamos que la nación se explique y nos autorice a dar mayor ensanche a nuestros sentimientos.» Difícil sería expresar la irritación que provocó en el altivo ánimo de Napoleón tan inesperada cortapisa. Fuera de sí y abalanzándose al duque díjole, que «siendo caballero se portase como tal, y que en vez de altercar acerca de los términos de un juramento, el cual así que pudiera intentaba quebrantar, se pusiese al frente de su partido en España, y lidiase franca y lealmente... Pero le advertía que si faltaba al juramento que iba a prestar, quizá estaría en el caso antes de ocho días de ser arcabuceado.» Tardíos eran a la verdad los escrúpulos del duque, y o debía haberlos sepultado en lo más íntimo del pecho, o sostenerlos con el brío digno de su cuna, si arrastrado por el clamor de la conciencia quería acallarla dándoles libre salida. Mas el del Infantado arredrose, y cedió a la ira de Napoleón. Por eso hubo quien achacara a otro haberle apuntado la cláusula, dejándole solo al duque la gloria de haberla escrito, sin pensar en el aprieto en que iba a encontrarse. Corrigieron entonces los grandes su primera exposición, reconocieron por rey a José e hizo la lectura de ella, aunque no pertenecía a la clase, Don Miguel José de Azanza.

Los magistrados que llevaban la voz a nombre del consejo de Castilla, si bien incensaron al nuevo rey diciéndole: «V. M. es rama principal de una familia destinada por el cielo para reinar», esquivaron también, pero de un modo más encapotado que los grandes, el reconocimiento claro y sencillo, limitándose por falta de autoridad, según expresaban, a manifestar cuáles eran sus deseos: tan cuidadosos andaban siempre el consejo y sus individuos de no comprometerse abiertamente en ningún sentido.

A todos los parabienes respondió José con afable cortesanía, mereciendo particular mención el modo con que habló al inquisidor Don Raimundo Ethenard y Salinas, a quien dijo «que la religión era la base de la moral y de la prosperidad pública, y que aunque había países en que se admitían muchos cultos, sin embargo debía considerarse a la España como feliz porque no se honraba en ella sino el verdadero.» Con un tan claro elogio de las ventajas de una religión exclusiva los inquisidores, que fundadamente consideraban su tribunal como el principal baluarte de la intolerancia, creyéronse asegurados. Ya antes alimentaban la esperanza de mantenerse desde que Murat mismo había correspondido a sus congratulaciones con halagüeñas y favorables palabras. El no haberse abolido aquel terrible tribunal en la constitución de Bayona, y el que uno de sus ministros en representación suya la autorizase con su firma, acrecentó la confianza de los interesados en conservarle, y puso espanto a los que a su nombre se estremecían. Ahora que han transcurrido años, y que otros excesos han casi borrado los de Napoleón, atribuirase a sueño de los partidarios del santo oficio el haberse imaginado que aquel hubiera sostenido tan odiosa institución. Mas si recordamos que en los primeros tiempos de la irrupción francesa muchos emisarios de su gobierno encarecían la utilidad de la Inquisición como instrumento político, y si también atendemos al modo arbitrario y escudriñador con que en la ilustrada Francia se disminuía y cercenaba la libertad de escribir y pensar, no nos parecerá que fuesen tan desvariadas y fútiles las esperanzas de los inquisidores. Quizá José y algunos españoles de su bando hubieran querido la abolición inmediata, ¿pero qué podía él ni que valían ellos contra la imperiosa voluntad de Napoleón? Que este acabase después en diciembre de 1808 con la Inquisición, en nada destruye nuestros recelos. Entonces restablecida, como a su tiempo veremos, por la junta central con gran descrédito suyo, entendió el soberano francés ser oportuno descuajar tan mala planta, procurando granjearse por aquel medio y en contraposición de la autoridad nacional el aprecio de muchos hombres de saber, atemorizados y desabridos con el renacimiento de tan odioso tribunal.

En la contestación que dio José al duque del Parque, representante del ejército, también notamos ciertas expresiones bastantemente singulares. «Yo me honro, dijo, con el título de su primer soldado, y ora fuese necesario como en tiempos antiguos combatir a los moros, ora sea menester rechazar las injustas agresiones de los eternos enemigos del continente, yo participaré de todos vuestros peligros.» Extraña mezcla poner al par de los ingleses a los moros y sus guerras. Probablemente fue adorno oratorio mal escogido: dado que no siendo creíble que por aquellas palabras hubiera querido anunciar en nuestros días temores de una irrupción agarena, era forzoso imaginarse que se encubría en su sentido el ulterior proyecto de invadir la costa africana, y cierto que si el primer pensamiento hubiera pasado de desvarío, hubiérase el segundo reprendido de sobradamente anticipado cuando la nueva corona apenas había tocado su cabeza.

Todavía era muy corto el número de diputados que concurrían en Bayona, a la sazón que en 8 de junio dieron los presentes otra proclama a todos los españoles con objeto de recomendar a su afecto la nueva dinastía, y de reprimir la insurrección. José por su parte aceptó en decreto del 10 la cesión de la corona de España que en su persona había hecho su hermano, confirmando a Murat en la lugartenencia del reino, cuyo puesto había ejercido sucesivamente a nombre de Carlos IV y de Napoleón. Acompañaba a este decreto otro en que mostraba cuáles eran sus intenciones, y en el que ya llamaba suyos a los pueblos de España. Estos documentos corrían con dificultad en las provincias; pero si alguno de ellos se introducía, soplaba el fuego en vez de apagarle.

Acercábase el día de abrirse el congreso de Bayona y a duras penas crecía el número de individuos que debían componerle. Por fin fueron llegando algunos de los que forzadamente obligaban a salir de Madrid, o de los que cogían en los pueblos ocupados por las tropas francesas. Pocos fueron los que de grado acudieron al llamamiento; y mal podía ser de otra manera viendo los convocados que la insurrección prendía por todas partes, y el gran compromiso a que se exponían. Antes de dar principio a las sesiones, Napoleón entregó a Don Miguel José de Azanza un proyecto de constitución. Extrema curiosidad se despertó con deseo de averiguar quién fuese el autor. Ni entonces ni ahora ha sido dable el descubrirle, bien que se advierta que una mano española debió en gran parte coadyuvar al desempeño de aquel trabajo. Nosotros no aventuraremos conjeturas más o menos fundadas. Pero sí se nos ha aseverado de un modo indudable por persona bien enterada, que dicha constitución o sus bases más esenciales fueron entregadas al emperador francés en Berlín después de la batalla de Jena. Debió pues salir de pluma que vislumbrase ya cuál suerte aguardaba a España con la incierta política del príncipe de la Paz y la desmesurada ambición del gabinete de Francia. Napoleón escogió a Don Miguel de Azanza, como en otro libro indicamos, para presidir el congreso; y se nombraron por secretarios a Don Mariano Luis de Urquijo, del consejo de estado, y a Don Antonio Ranz Romanillos, del de hacienda. Encargó también que se eligiesen dos comisiones a cuyo previo examen se confiase el preparar los asuntos para los debates, y proponer las modificaciones que pareciere oportuno adoptar en la nueva constitución.

Concluidas que fueron estas disposiciones preliminares, abrió sus sesiones la junta de Bayona el 15 de junio, día de antemano señalado. Pronunció Don Miguel de Azanza en calidad de presidente el discurso de apertura. En él decía: «Gracias y honor inmortal a este hombre extraordinario [Napoleón] que nos vuelve una patria que habíamos perdido»... «Ha querido después que en el lugar de su residencia y a su misma vista se reúnan los diputados de las principales ciudades, y otras personas autorizadas de nuestro país, para discurrir en común sobre los medios de reparar los males que hemos sufrido, y sancionar la constitución que nuestro mismo regenerador se ha tomado la pena de disponer para que sea la inalterable norma de nuestro gobierno... De este modo podrán ser útiles nuestros trabajos, y cumplirse los altos designios del héroe que nos ha convocado...» Pesa que un hombre cuyo concepto de probidad se había hasta entonces mantenido sin tacha, se abatiese a pronunciar expresiones adulatorias, poco dignas de la boca de un ministro puro y honrado. Porque en efecto, ¿dónde estaban los diputados de las principales ciudades? y si la patria estaba perdida ¿no había también el hombre extraordinario contribuido en gran manera a hundirla en el abismo? ¿En dónde y cómo nos la había vuelto? Sin la constancia española, sin la pertinaz guerra de seis años, hubiera sido tratada con el vilipendio que otros estados, y partida después o desmembrada al antojo del extranjero. Suerte que hubiera merecido, si en silencio hubiese dejado que tan indignamente se la humillase y oprimiese. Pudiera Azanza haber cumplido con el encargo de presidente, sin aparecer oficioso ni lisonjero.

Redujéronse a doce las sesiones de Bayona. En la misma del 15 se procedió a la verificación de poderes, y se leyó el decreto de Napoleón por el que cedía la corona de España a su hermano José; habiéndose acordado en la del 17 pasar a cumplimentar al nuevo monarca. En nada fueron notables los discursos que al caso se pronunciaron, sino en haberse especificado en el contexto del de la junta «que habían hecho y que harían [sus individuos] cuanto estuviese de su parte para atraer a la tranquilidad y al orden las provincias que estaban agitadas.» Por el mismo tenor y según costumbre fue la contestación de José, no echando en olvido la repetida cantilena de que los ingleses eran los que fomentaban la inquietud de los pueblos.

Presentose el día 20 el proyecto de constitución y ordenó la junta su impresión, habiéndose oído en los siguientes varios discursos acerca de sus artículos. Se ventilaron también otros puntos, y en la citada sesión del 20 se propuso para halagar al pueblo la supresión de los cuatro maravedís en cuartillo de vino, y la de tres y un tercio por ciento de los frutos que no diezmaban, cuyo acuerdo quedó en el inmediato día aprobado por José. En la del 22 Don Ignacio de Tejada, designado por Murat para representar el nuevo reino de Granada, sostuvo en un vehemente discurso lo conveniente que sería afianzar la unión con la metrópoli de las provincias americanas. Cuatro religiosos que tenían voz como diputados de los regulares, pidieron en otra sesión que no se suprimiesen del todo los conventos, y que solo se minorase el número. ¡Ojalá se hubieran mostrado siempre tan sumisos y conformes! Se atrevió a proponer la abolición del santo oficio Don Pablo Arribas, sosteniéndole Don José Gómez Hermosilla, pero el inquisidor Ethenard levantándose muy alborotado, se opuso e intentó probar lo útil del establecimiento, considerado por el lado político. Apoyáronle con fuerza los consejeros de Castilla, siendo natural se estrechasen para defensa mutua dos cuerpos que en sus respectivas jurisdicciones tanto daño habían acarreado a España. El duque del Infantado quería que no se rebajase a menos de 80.000 ducados el máximo de los mayorazgos: se desechó la propuesta, no habiendo tampoco las dos anteriores tenido resulta. Fue notable y digna de loa la que promovió Don Ignacio Martínez de Villela, si no con mejor éxito, de que se comprendiese en la ley fundamental un artículo para que ninguno pudiese ser incomodado por sus opiniones políticas y religiosas. Admiraría que aquel mismo magistrado años adelante se convirtiese en duro y constante perseguidor si, por desgracia, no ofreciese la flaqueza humana, la rencorosa envidia o la desapoderada ambición repetidos ejemplos de tan lamentables mudanzas. Por tal término anduvieron las discusiones, hasta que el 30 se concluyeron y cerraron las de la constitución; en cuyo día se le añadió un último artículo declarando que después del año 20 se presentarían de orden del rey las mejoras y modificaciones que la experiencia hubiese enseñado ser necesarias y convenientes.

En vista de la adición de este artículo y de las cortas discusiones que hubo, han pretendido algunos y de aquellos que han tratado de defenderse, que la junta había gozado de libertad. Concediendo que esto fuese cierto, levantaríase contra los miembros un grave cargo por no haber sostenido mejor los derechos de la nación, ya que hubiesen creído inútil recordar los de Fernando y su familia. Parecería pues imposible, a no leerlo en sus obras, que hombres graves hayan querido persuadir al público que allí se procedió sin embarazo, discutiéndose las materias con toda franqueza y al sabor y según el dictamen de los vocales. No hay duda que sobre puntos accesorios fue lícito hablar, y aun indicar leves modificaciones. Pero ¿que hubiera acontecido si alguno se hubiese propasado, no a renovar la cuestión decidida ya de mudanza de dinastía, sino a enmendar cualquiera artículo de los sustanciales de la constitución? ¿Qué si hubiese reclamado la libertad de imprenta, la publicidad de las sesiones, una manera en fin más acertada de constituirse las cortes? O para siempre hubiera enmudecido el audaz diputado de cuyos labios hubieran salido semejantes proposiciones, o deprisa y estrepitosamente se hubiera disuelto el congreso de Bayona. Así en el corto número de doce sesiones se cumplió con las formalidades de estilo, se tocaron varias materias, y se discutió y aprobó a la unanimidad una constitución de 146 artículos. ¿Mas a qué cansarse? Para conceptuar de qué libertad gozaron los diputados, basta decir que fue en Bayona, y a vista de Napoleón, donde celebraron sus sesiones.

Al fin el 7 de julio reunido el congreso en el mismo sitio de los anteriores días, que fue en el palacio llamado del obispado viejo, juró José la observancia de la constitución en manos del arzobispo de Burgos, y también la juraron, aceptaron y firmaron los diputados cuyo número no pasó de noventa y uno, siendo de notar que apenas veinte habían sido nombrados por las provincias. Los demás o eran de aquellos que habían acompañado al rey Fernando, o individuos de diversas corporaciones o clases residentes en Madrid y ciudades oprimidas por los soldados franceses. Para que subiera la cuenta obligaron también a españoles transeúntes casualmente en Bayona, a que pusiesen su firma en la nueva constitución. Pero a pesar de tales esfuerzos nunca pudo completarse el número de 150 que era el determinado en la convocatoria.

Ahora sería oportuno entrar en el examen de esta constitución, si por lo menos hubiera gobernado de hecho la monarquía. Mas ilegítima en su origen, y bastarda producción de tierra extraña nunca plantada en la nuestra, no sería justo que nos detuviese largo tiempo, ni cortase el hilo de nuestra narración. Sin embargo atendiendo al elogio que de algunos ha merecido, séanos lícito poner aquí ciertas observaciones, que si bien restrictas y generales, no por eso dejarán de dar una idea de los defectos fundamentales que la oscurecían y anulaban.

Desde luego nótase que falta en aquella constitución lo que forma la base principal de los gobiernos representativos, a saber, la publicidad. Por ella se ilustra y conoce la opinión, y la opinión es la que dirige y guía a los que mandan en estados así constituidos. Dos son los únicos y verdaderos medios de conseguir que la voz pública suba con rapidez a los representantes de una gran nación, y que la de estos descienda y cunda a todas las clases del pueblo. Son pues la libertad de imprenta y la publicidad en las discusiones del cuerpo o cuerpos que deliberan. Por la última, como decía el mismo Burke, llega a noticia de los poderdantes el modo de pensar y obrar de sus diputados, sirviendo también de escuela instructiva a la juventud y por la primera, esencialmente unida a la naturaleza de un estado libre, conforme a la expresión del gran jurisconsulto Blackstone, se enteran los que gobiernan de las variaciones de la opinión y de las medidas que imperiosamente reclama, por cuya mutua y franca comunicación, acumulándose cuantiosa copia de saber y datos, las resoluciones que se toman en una nación de aquel modo regida no se apartan en lo general de lo que ordena su interés bien entendido; desapareciendo en cotejo de tamaño beneficio los cortos inconvenientes que en ciertos y contados casos pudieran acompañar a la publicidad, y de que nunca se ve del todo desembarazada la humana naturaleza. Pues aquellos dos medios tan necesarios de estamparse en una constitución que se preciaba de representativa, no se vislumbraban siquiera en la de Bayona. Al contrario, por el artículo 80 se prevenía «que las sesiones de las cortes no fuesen públicas.» Y en tanto grado se huía de conceder dicha facultad, que en el 81 íbase hasta graduar de rebelión el publicar impresas o por carteles las opiniones o votaciones. Quien con tanto esmero había trabado la libertad de los diputados, no era de esperar obrase más generosamente con la de la imprenta. Deferíase su goce a dos años después que la constitución se hubiese planteado, no debiendo esta tener su cumplido efecto antes de 1813. Pero aun entonces, además de las limitaciones que hubieran entrado en la ley, parece ser que nunca se hubieran comprendido en su contexto los papeles periódicos. Así se infiere de lo prevenido en el artículo 45. Porque al paso que se crea una junta de cinco senadores encargados de velar acerca de la libertad de imprenta, se exceptúan determinadamente semejantes publicaciones, las que sin duda reservaba el gobierno a su propio examen. Véase pues cuán tardía y escatimada llegaría concesión de tal importancia.

Tampoco se había compuesto ni deslindado atinadamente la potestad legislativa. Al sonido de la voz senado cualquiera se figuraría haber sido erigido aquel cuerpo con la mira de formar una segunda y separada cámara que tomase parte en la discusión y aprobación de las leyes; pero no era así. Ceñidas sus facultades en los tiempos tranquilos a velar sobre la conservación de la libertad individual y de la de imprenta, ensanchábanse en los borrascosos o cuando parecieren tales a la potestad ejecutiva, a suspender la constitución y a adoptar las medidas que exigiese la seguridad del estado. Un cuerpo autorizado con facultad tan amplia y poderosa, debiera al menos haber ofrecido en su independencia un equilibrio correspondiente y justo. Mas constando de solos veinticuatro individuos nombrados por el rey y escogidos entre empleados antiguos, antes era sostenimiento de la potestad ejecutiva que valladar contra sus usurpaciones.

Para evitar estas o resistirles gananciosamente no era más propicia ni recomendable la manera como se habían constituido las cortes, las cuales además de verse privadas de la publicidad, sólido cimiento de su conservación, llevaban consigo la semilla de su propia desorganización y ruina. Por de pronto el rey estaba obligado solamente a convocarlas cada tres años, y como para todo este intermedio se votaban las contribuciones, no era probable que se las hubiera congregado con más frecuencia. El número de vocales se limitaba a 162 divididos en tres estamentos, clero, nobleza y pueblo; componiéndose los dos primeros de 50 individuos. Debían, reunidos en la misma sala, discutir las materias y decidirlas a pluralidad de votos y no por separación de clase. En cuya virtud sin resultar las ventajas de la cámara de lores en Inglaterra, ni la del senado en los Estados Unidos, sirviendo de contrapeso entre la potestad real o ejecutiva y la popular; aquí juntos y amontonados todos los estamentos o brazos, hubieran presentado la imagen del desorden y la confusión. Cuando el cuerpo que ha de formar las leyes está dividido en dos cámaras, al choque funesto de las clases que es temible exista estando reunidos los privilegiados y los que no lo son, sucede cuando deliberan separadamente el saludable contrapeso de las opiniones individuales, estableciéndose una mutua correspondencia entre los vocales de ambas cámaras que no disienten en el modo de pensar; sin atender a la clase a que pertenecen. Por lo menos así nos lo muestra la experiencia, gran maestra en semejantes materias. Cuanto más se reflexiona acerca del artificio de esta constitución, mas se descubre que solo en el nombre quería darse a España un gobierno monárquico representativo.

Había empero artículos dignos de alabanza. Merécenla pues aquellos en que se declaraba la supresión de privilegios onerosos, la abolición del tormento, la publicidad en los procesos criminales y el límite de 20.000 pesos fuertes de renta, señalado a la excesiva acumulación de mayorazgos. Mas estas mejoras que ya desaparecían junto a las imperfecciones sustanciales arriba indicadas, del todo se deslustraban y ennegrecían con la monstruosidad [no puede dársele otro nombre] de insertar en la ley fundamental del estado que habría perpetuamente una alianza ofensiva y defensiva, tanto por tierra como por mar entre España y Francia. Todo tratado o liga de suyo variable, supone por lo menos el convenio recíproco de los dos o más gobiernos que están interesados en su cumplimiento. Exigíase aún más en este caso: ya que quisiera darse a la alianza la duración y firmeza de una ley fundamental, menester era que la otra parte, la Francia, se hubiese comprometido a lo mismo en las constituciones del imperio. Podrá redargüirse que estaba sujeta esta determinación a un tratado posterior y especial entre ambas naciones. Pero según el artículo 24 de la constitución que era en donde se adoptaba el principio, debía el tratado limitarse a especificar el contingente con que cada una había de contribuir, y no de manera alguna a variar la base admitida de una alianza perpetua ofensiva y defensiva. No es de este lugar examinar la utilidad o perjuicio que se seguiría a España, país casi aislado, de atarse con semejante vínculo y abrazar todas las desavenencias de una nación como la Francia contigua a tantas otras y con intereses tan complicados. Aquí solo consideramos la cuestión constitucional, bajo cuyo respecto no pudo ser ni más fuera de sazón ni más extraña. Al ver adoptado semejante artículo no podemos menos de asombrarnos por segunda vez de que haya habido españoles de los firmantes, tan olvidados de sí propios, que hayan asegurado en sus defensas haberse gozado en Bayona de entera e ilimitada libertad. Porque si a sabiendas y voluntariamente le admitieron y aprobaron ¿cómo pudieran disculparse de haber encadenado la suerte de su patria a la de otra nación, sin que esta se hubiera al propio tiempo comprometido a igual reciprocidad? Mas afortunadamente y para honra del nombre español si hubo algunos que con placer firmaron la constitución de Bayona, justo es decir que el mayor número lo hicieron obligados de la penosa e involuntaria situación en que los había colocado su aciaga estrella.

En el mismo día 7 de julio Don Miguel de Azanza propuso y se acordó la acuñación de dos medallas que perpetuasen la memoria del juramento a la constitución, trasladándose en seguida la junta en cuerpo al palacio de Marracq a cumplimentar a Napoleón. Llevó la palabra el presidente, y en silencio aguardaron todos con ansiosa curiosidad la respuesta del soberano de Francia, rodeado de los diputados españoles. Tres cuartos de hora duró el discurso del último, embarazoso en la expresión e infecundo en sus conceptos. Levantando pues la cabeza y echando una mirada esquiva y torva, la inclinaba después aquel príncipe sobre el pecho, articulando de tiempo en tiempo palabras sueltas o frases truncadas e interrumpidas, sin que centellease ninguno de aquellos rasgos originales que a veces brillaban en sus conversaciones o arengas. Parecía representar su voz el estado de su conciencia. Impacientábanse todos, mas el disimulo reinaba por todas partes. Sus cortesanos quedaron inmobles; y aturdidos los españoles, a cuyos ojos achicose en gran manera el objeto que tan agigantado les había parecido de lejos. Fatigado el concurso y quizá Napoleón mismo, despidió este a los diputados que sobrecogidos y silenciosos se retiraron. Azaroso andaba en todo lo de España.

Aún duraban las discusiones de la constitución cuando llegó a Bayona una carta escrita en Valençay en 22 de junio por la servidumbre de Fernando y los infantes, en la que «juraban obediencia a la nueva constitución de su país y fidelidad al rey de España José I.» Según Escóiquiz fue efecto de intimación del príncipe de Talleyrand hecha a nombre de Napoleón, añadiendo que para evitar mayores males accedieron encargándose él mismo de extender la carta en términos estudiados y medidos. Si así hubiera pasado, merecían disculpa Escóiquiz y sus compañeros; pero aconteció muy de otra manera. Y o aquel se imaginó que nunca se trasluciría el contenido de su carta, o con los infortunios se había enteramente desmemoriado. En ella se prestaba el juramento de un modo claro no ambiguo; y lo que era peor se pedían nuevas gracias expresadas en una nota adjunta, afirmándose también que estaban prontos a obedecer ciegamente su voluntad [la de José] hasta en lo más mínimo. Véase pues lo que llamaba Escóiquiz juramento condicional y aéreo, y carta escrita en términos medidos.

Así mismo Fernando escribió con igual fecha a Napoleón en nombre suyo y de su hermano y tío, dándole el parabién de haber sido ya instalado en el trono de España su hermano José; con una carta [leída en 30 de junio ante los diputados de Bayona] inclusa para el último en que se decía después de felicitarle «que se consideraba miembro de la augusta familia de Napoleón, a causa de que había pedido al emperador una sobrina para esposa, y esperaba conseguirla:» tan caída y por el suelo andaba la corona de Carlos V y Felipe II.

En 4 de julio había José arreglado definitivamente su ministerio. Tocó a Don Mariano Luis de Urquijo la secretaría de estado, a cuyo puesto correspondía, según la constitución de Bayona, refrendar todos los decretos. En el reinado de Carlos IV, todavía aquel muy joven, había sido nombrado ministro interino de estado. Adornado de ciertas calidades brillantes y exteriores, no se le reputaba por hombre de saber profundo: tachábanle de presuntuoso. Quiso en su ministerio enfrenar el tribunal de la Inquisición, y restablecer a los obispos en sus primitivos derechos. Acarreole su intento la enemistad de Roma y de una parte del clero español. Con esto y haber el príncipe de la Paz recobrado su antigua e ilimitada privanza, fue desgraciado Urquijo, encerrado en la ciudadela de Pamplona, y confinado después a Bilbao su patria. No tuvo parte en los primeros desaciertos de Madrid y Bayona, y solo acudió a esta ciudad en virtud de reiterado llamamiento de Napoleón, quien le deslumbró prodigando lisonjas a su amor propio. Encargose Don Pedro Cevallos del ministerio de negocios extranjeros, con repugnancia y violencia según el propio se expresa, con gusto y solicitud suya según otros. Don Sebastián de Piñuela y Don Gonzalo Ofárril se mantuvieron en sus respectivos ministerios de gracia y justicia y de guerra. Obtuvo el de Indias Don Miguel José de Azanza, reservándose el de marina para Don José Mazarredo, quien en dicho ramo gozaba de gran concepto, habiendo ilustrado su nombre en varias campañas; pero que sin práctica en las materias de estado, y preocupado y nimio en otras, abrazó sin discernimiento a manera de frenesí el partido del rey intruso. Púsose la hacienda al cuidado del conde de Cabarrús, francés de nación, mas por afición y enlaces de corazón español. Decidido en Zaragoza a seguir la gloriosa causa de aquellos moradores, fuese temor o enfado de algún peligro que había corrido en Ágreda, mudó después de parecer y aceptó el ministerio que José le confirió. «Hombre extraordinario [según le pinta su amigo Jovellanos] en quien competían los talentos con los desvaríos y las más nobles calidades con los más notables defectos.» No era fácil que en un tiempo en que el nuevo rey ansiaba granjearse la estimación pública, se hubiese olvidado en la repartición de empleos y gracias del hombre insigne que acabamos de citar, Jovellanos. de Don Gaspar Melchor de Jovellanos. Libertado de su largo y penoso encierro al advenimiento al trono de Fernando VII, habíase retirado a Jadraque en casa de un amigo para recobrar su salud debilitada y perdida con los malos tratamientos y duro padecer. Buscole en su rincón Murat mandándole pasase a Madrid: excusose con el mal estado de su cuerpo y de su espíritu. Acosáronle poco después los de Bayona; José de oficio para que fuese a Asturias a reducir al sosiego a sus paisanos, y confidencialmente Don Miguel de Azanza, anunciándole que se le destinaba para el ministerio de lo interior. Disculpose con el primero en términos parecidos a los que había usado con Murat, y al segundo le manifestó «que estaba lejos de admitir ni el encargo, ni el ministerio, y que le parecía vano el empeño de reducir con exhortaciones a un pueblo tan numeroso y valiente, y tan resuelto a defender su libertad.» Reiteráronse las instancias por medio de Ofárril, Mazarredo y Cabarrús. Acometido tan obstinadamente de todos lados, expresó en una de sus contestaciones «que cuando la causa de la patria fuese tan desesperada como ellos se pensaban, sería siempre la causa del honor y la lealtad, y la que a todo trance debía preciarse de seguir un buen español.» Sordos a sus razones y a sus disculpas le nombraron ministro mal de su grado, e insertaron en la Gaceta de Madrid su nombramiento: señalada perfidia con que trataron de comprometerle. Por dicha le salvó la honra lo terso y limpio de su noble conducta, y sirvió de obstáculo a la persecución, que su constante resistencia hubiera podido acarrearle, la victoria de Bailén: con cierta prolijidad hemos referido este hecho como ejemplo digno de ser transmitido a la posteridad.

Formado que hubo su ministerio el rey intruso, se ocupó en proveer los empleos de palacio en los grandes que estaban en Bayona; y cuya enumeración omitimos por inútil y fastidiosa. El duque del Infantado fue nombrado coronel de guardias españolas, y de valonas el príncipe de Castel-Franco. Mucho desmereció el primero, viéndole la nación volver favorecido por la estirpe que había despojado del trono al rey Fernando, y cuya pérdida había en gran parte provenido de haber escuchado sus consejos. Pocos fueron los franceses que acompañaron a José, y en eminente puesto solamente colocó al general Saligny, duque de San Germán, escogido para ser uno de los capitanes de guardias de Corps. Imitó en eso la política de Luis XIV, quien según expresa el marqués de San Felipe «mandó prudentísimamente que ningún vasallo suyo entrase en España... Con lo que explicaba entregar enteramente al rey [Felipe V] al dictamen de los españoles, y que ni los celos de su favor, ni el mando turbase la pública quietud.»

 

José entra en España el 9 de julio.

Al fin arreglado lo interior de palacio y el supremo gobierno, determinó José de acuerdo con su hermano entrar en España el 9 de julio, confiados ambos en que a favor de ciertas ventajas militares alcanzadas por las armas francesas sería fácil llegar sin impedimento a la capital del reino; por lo cual es ya ocasión de hablar de las acciones de guerra, y reencuentros que hubo por aquel tiempo antes de proceder más adelante.

Santander, punto marítimo y cercano a las provincias aledañas de Francia, fijó primero la atención de Napoleón. Por su orden se encomendó al mariscal Bessières que destacase la suficiente fuerza para ahogar aquella insurrección. Este en 2 de junio hizo partir de Burgos al general Merle, poniendo bajo su mando seis batallones y 200 caballos. Ya dijimos que al levantarse Santander se había colocado en las principales gargantas de su cordillera la gente de nuevo alistada. El 4 advertidos los jefes españoles de que los franceses avanzaban, dispusieron replegarse a las posiciones más favorables, resueltos a impedir el paso. Aguardaban ser acometidos en la mañana del 5; mas aclarando el día y disipada la densa niebla que con frecuencia cubre aquellas alturas, notaron con sorpresa que los franceses habían alzado el campo y desaparecido. La bisoña tropa atribuyó la retirada a temores del ejército enemigo, con lo que adquirió una desgraciada y ciega confianza: muy otra era la causa.

Habíase insurreccionado Valladolid, cundía el fuego de un pueblo en otro, y tocando casi a los mismos muros de Burgos, en donde el mariscal Bessières tenía asentado su cuartel general, recelose este de ver cortadas sus comunicaciones, si de pronto no acudía al remedio. Consideraba mayor el peligro y más graves las conmociones cercanas con un caudillo de nombre, como lo era Don Gregorio de la Cuesta. Y en tal estado le pareció oportuno no alejar ni esparcir su fuerza, y obrar solamente contra el enemigo más inmediato. Mandó por tanto a las tropas enviadas antes camino de Santander que retrocediendo viniesen al encuentro del general Lassalle, quien asistido de cuatro batallones de infantería y 700 caballos se dirigía hacia Valladolid. Había el último salido de Burgos el 5 de junio, y al anochecer del 6 llegó a Torquemada, Quema de Torquemada villa situada cerca del Pisuerga, y que domina el campo de la margen opuesta. Muchos vecinos abandonaron el pueblo, algunos se quedaron; y preparándose para la defensa, atajaron con cadenas y carros el puente bastante largo por donde se va a la villa. Ciento de los más animosos parapetados detrás o subidos en la iglesia y casas inmediatas, dispararon contra los franceses que se adelantaban. No arredrados estos con el incierto y lejano fuego del paisanaje, aceleraron el paso y bien pronto desembarazando el puente, penetraron por las calles y saquearon y quemaron lastimosamente sus casas y edificios. Dispersos los defensores fueron unos acuchillados por la caballería, otros atravesados por las bayonetas de los infantes, y tratados los demás moradores con todo el rigor de la guerra, sin que se perdonase a edad ni sexo.

En Palencia se habían también reunido los mozos con varios soldados sueltos a las órdenes del anciano general Don Diego de Tordesillas. Mas atemorizados con el incendio de Torquemada, se retiraron a tierra de León, procurando el obispo aplacar la furia de los franceses con un obsequioso recibimiento. Llegaron el 7, y a sus ruegos se contentaron con desarmar a los habitantes, imponiéndoles además una contribución bastante gravosa.

En Dueñas se engrosó la división de Lassalle con la de Merle de vuelta de Reinosa, y allí acordaron el modo de atacar a Don Gregorio de la Cuesta. Había el general español ocupado a Cabezón, distante dos leguas de Valladolid. Contaba bajo su mando 5000 paisanos mal armados y sin instrucción militar, 100 guardias de Corps de los que habían acompañado a Bayona a la familia real, y 200 hombres del regimiento de caballería de la reina. Reducíase su artillería a cuatro piezas que habían salvado del colegio de Segovia sus oficiales y cadetes. Cabezón, situado a la orilla izquierda del Pisuerga, contiguo al puente adonde viene a parar la calzada de Burgos, y en paraje más elevado, ofrecía abrigo y reparo a la gente allegadiza de Cuesta si hubiera sabido o querido este aprovecharse de tamaña ventaja. Pero con asombro de todos, haciendo pasar al otro lado del río lo grueso de sus tropas, colocó en una misma línea la caballería y los paisanos, entre los que se distinguía por su mejor arreo y disciplina el cuerpo de estudiantes. Situó cerca y a la salida del puente dos cañones, y dejó los otros dos del lado de Cabezón. Quedaron asimismo por esta parte algunas compañías de paisanos de las parroquias de Valladolid cada una con su bandera para guardar los vados del río: inexplicable arreglo y ordenación en un general veterano.

Temprano en la mañana del 12 empezó el  ataque. El francés Lassalle marchó por el camino real, cubriendo el movimiento de su izquierda con el monasterio de bernardos de Palazuelo. El general Merle tiró por su derecha hacia Cigales con intento de interceptar a Cuesta si quería retirarse del lado de León, como se lo habían los enemigos pensado al verle pasar el río, no pudiendo achacar a ignorancia semejante determinación. La refriega no fue ni larga ni empeñada. A las primeras descargas los caballos, que estaban avanzados y al descubierto en campo raso, empezaron a inquietarse sin que fueran dueños los jinetes de contenerlos. Perturbaron con su desasosiego a los infantes y los desordenaron. Al punto diose la señal de retirada, agolpándose al puente la caballería, precedida por los generales Cuesta y Don Francisco Eguía, su mayor general. Los estudiantes se mantuvieron aún firmes, pero no tardaron en ser arrollados. Unos huyendo hacia Cigales fueron hechos prisioneros por los franceses, o acuchillados en un soto a que se habían acogido. Otros procurando vadear el río o cruzarle a nado, se ahogaron con la precipitación y angustia. No fueron tampoco más afortunados los que se dirigieron al puente. Largo y angosto caían sofocados con la muchedumbre que allí acudía o muertos por los fuegos franceses, y el de un destacamento de españoles situado al pie de la ermita de la Virgen del Manzano, cuyos soldados poco certeros más bien ofendían a los suyos que a los contrarios. Grande fue la pérdida de nuestra parte, cortísima la de los franceses. El general Cuesta tranquilamente continuó su retirada, y sin detenerse se replegó con la caballería a Rioseco pasando por Valladolid. No faltó quien atribuyese su extraña conducta a traición o despique, por haberle forzado a comprometerse en la insurrección. Otras batallas posteriores en que exponiendo mucho su persona anduvo igualmente desacertado en las disposiciones, probaron que no obraba de mala fe sino con poco conocimiento de la estrategia.

Los enemigos temerosos de alguna emboscada cañonearon al principio a Cabezón sin entrar en el pueblo. Con el ruido y las balas ahuyentaron a los vecinos, y solo a mediodía penetraron en las casas, saqueándolas y abrasando en las eras los efectos y ajuar que no pudieron llevar consigo. Fue el botín abundante, porque como era domingo casi todos los habitantes de Valladolid habían ido allí como a fiesta y romería, imaginándose a fuer de inexpertos segura y fácil la victoria. El camino de Cabezón estaba sembrado de despojos de innumerable gentío que precipitadamente quería ponerse en salvo. Los franceses avanzaron con lentitud, y no entraron en Valladolid hasta las cinco de la tarde. El obispo y unos cuantos regidores y ministros de la chancillería salieron a recibirlos para calmar su enojo. Respetaron la ciudad, quitaron las armas a los vecinos, se llevaron algunos en rehenes y la gravaron con una fuerte contribución. No se detuvieron sino hasta el 16 en cuyo día abandonaron la ciudad, queriendo apagar la insurrección de Santander.

El general Lassalle se apostó en Palencia para observar a Cuesta, y apoyar la expedición que iba a la Montaña capitaneada por el general Merle. Llegó este a Reinosa el 20 con fuerza considerable, y el 21 marchó sobre Lantueno. Guardaba las entradas de aquel lado Don Juan Manuel Velarde con 3000 hombres, los más paisanos, y dos piezas de grueso calibre. Cuando la primera retirada del enemigo, los españoles en vez de redoblar sus esfuerzos, descuidaron los preparativos de defensa, y la gente como nueva e indisciplinada se desbandó en parte, juzgando ya inútil su asistencia. Los franceses atacaron en dos columnas: opúsoseles escasa resistencia, pues en breve cedieron a la pericia de aquellos los nuevos reclutas, salvándose el mayor número por las fraguras, y reparándose los menos de una segunda línea de defensa, formada entre Las Fraguas y Somahoz. Estrechado allí el camino de un lado por un despeñadero y del otro por la roca Tajada, ofreció facilidad para que se le embarazase con ramas, peñascos y troncos, colocando detrás algunos cañones. Mas los españoles desmayados con el primer descalabro, y viendo que las tropas ligeras del enemigo avanzaban por su derecha e izquierda y los flanqueaban a pesar de lo escabroso del terreno, se retiraron apresuradamente, dejando libre el paso al general Merle, quien se posesionó de Santander el 23.

Por el Escudo las avanzadas de la división española que ocupaba aquel punto a las órdenes de Don Emeterio Velarde, ya el 19 reconocieron al enemigo que venía sobre ellos con 1200 infantes y 60 coraceros. Era su general el de brigada Ducos, quien había partido de Miranda de Ebro, empezando su movimiento a la misma sazón que Merle. La fuerza española era aun más flaca por esta parte que por la de Reinosa, y solo tenía un cañón servible. Se rechazó en un principio al enemigo. Se disponían de nuevo a resistirle, cuando informado Don Emeterio de la rota experimentada por los de Lantueno, formó un consejo de guerra, y en él se decidió separarse guarecidos de la densa niebla esparcida por las montañas, y por cuya causa había cesado el fuego de una y otra parte. El general Ducos avanzó entonces, y juntándose con Merle llegó en su compañía a Santander.

El obispo luego que supo que los franceses se aproximaban a la montaña, arrebatado de entusiasmo montó en una mula, y pertrechado de todas armas se encaminó adonde acampaba el ejército; pero encontrándole a poco deshecho y disperso, decayó de ánimo, y huyó como los demás refugiándose a Asturias, lo cual dio lugar a la voz de haber servido dicho prelado de guía a las tropas en aquella sazón.

Pocos días después del levantamiento de Santander había entrado de arribada en el puerto un buque francés, procedente de sus colonias y ricamente cargado. La junta en medio de sus apuros tuvo la generosidad de no aprovecharse del precioso socorro que el acaso le ofrecía, y permitió al buque seguir su viaje a Francia, dando además libertad y poniendo a su bordo al cónsul y a los otros franceses que en un principio habían sido arrestados. Acción tan noble y rara no evitó a Santander el ser molestado en lo sucesivo con derramas e imposiciones extraordinarias.

El vigilante cuidado de Napoleón no se adormeció del lado de Aragón, disponiendo que el general de brigada Lefebvre-Desnouettes con 5000 hombres de infantería y 800 caballos partiese el 7 de junio de Pamplona. Llegó el 8 delante de Tudela. Los vecinos habían cortado el puente del Ebro con intento de impedir el paso; pero los franceses cruzando en barcas el río se apoderaron de la ciudad, a pesar de gente y socorros que había enviado Zaragoza a las órdenes del marqués de Lazán. Arcabucearon para escarmiento algunas personas, como si fuera delito defender sus hogares contra el extranjero: repararon el puente, y prosiguieron su marcha. El marqués de Lazán que con tropa colecticia se había adelantado hasta Tudela, se replegó y tomó posición el 12 junto a un olivar, apoyando su izquierda en la villa de Mallén, y la derecha en el canal de Aragón. Resistieron con valor sus soldados, mas atacando los enemigos vigorosamente uno de los flancos, comenzaron los nuestros a ciar, y del todo se desordenaron con una carga que les dieron los lanceros polacos. No por eso se abatieron los aragoneses, y todavía el 13 pelearon en Gallur, aunque también con desventaja. En la madrugada del 14 noticioso el general Palafox de la rota de la gente de su hermano, salió en persona de Zaragoza acompañado de 5000 paisanos mal armados, dos piezas de artillería, 80 caballos del regimiento de dragones del rey, con otros oficiales y soldados sueltos, y fue al encuentro del enemigo dirigiéndose a la villa de Alagón, cuatro leguas distante de aquella capital. Pareció oportuno posesionarse de aquel punto, cuya posición elevada entre los ríos Jalón y Ebro era además favorecida por los olivares y tapias que estrechan el camino que viene de Navarra. A las tres de la tarde colocó su gente el general Palafox más allá de la villa, distribuyendo tiradores por delante de sus flancos, y enfilando la entrada con los dos cañones que tenía. Los mal disciplinados paisanos fueron fácilmente arrollados por las tropas aguerridas del enemigo. En vano se trató de detenerlos. Sin embargo con algunos de ellos más valerosos o serenos, con los pocos soldados de línea que allí había y la artillería, se defendió por largo rato y vivamente la entrada de la villa. Al fin resolvió Palafox retirarse con 250 hombres que le quedaban, y en cuyo número se contaban soldados del primer batallón de voluntarios de Aragón y los del rey de caballería con algunos tiradores diestros. De los paisanos siendo muchos del partido de Alcañiz, se recogieron los más a sus casas, entrando por la noche con Palafox en Zaragoza los que eran de allí naturales. Los franceses entonces se aproximaron a aquella ciudad, en cuyas cercanías los dejaremos para tomar después el hilo, y no interrumpirle en la narración de su memorable sitio.

 

Cataluña.

Debía dar la mano a las operaciones de Aragón el ejército francés de Cataluña. Napoleón figurándose que dueño de Barcelona y Figueras lo era de la provincia, no creyó arriesgado sacar parte de las fuerzas que la ocupaban. Así ordenó que de aquel punto se enviasen socorros a Aragón y Valencia. Conformándose el general Duhesme con lo que se le mandaba, dispuso que 3800 hombres conducidos por el general Schwartz se dirigiesen a Zaragoza, y que 4200 a las órdenes de Chabran se apoderasen de Tarragona y Tortosa, continuando en seguida su marcha a Valencia. Los primeros debían al paso castigar a Manresa por su anterior levantamiento, quemar sus molinos de pólvora, e imponer al vecindario 750.000 francos de contribución. Ambas expediciones salieron de la capital el 4 de junio. La de Schwartz se detuvo en Martorell el 5 a causa de una abundante lluvia, con cuya feliz demora alcanzaron a tiempo a Igualada y Manresa los avisos de sus confidentes. La insurrección ya comenzada tomó incremento y extraordinario ensanche, se tocó a somatén, se despacharon expresos a todas partes, y resolvieron aguardar al enemigo en la posición del Bruch y Casa-Masana.

Es el somatén en Cataluña «un género de socorro, como dice Zurita, repentino y cierto que muchas veces ha sido de grande efecto.» Está conocido de tiempo inmemorial, teniendo que acudir al repique de la campana concejil todos los hombres aptos para las armas en las diversas veguerías o partidos, según lo dispone el usaje de Barcelona. Fue en este caso no menos provechoso que en otros antiguos y renombrados. Había pocas armas y municiones tan escasas, que careciendo de balas de fusil se cortaron las varillas de hierro de las cortinas para que supliesen la falta.

Los somatenes de Igualada y Manresa fueron los primeros que se prepararon, y al hijo de un mercader llamado Francisco Riera teníasele por principal caudillo. Apostáronse pues, y se escondieron entre los matorrales y arboleda de las alturas del Bruch. Apenas había pasado la columna francesa las casas que llevan el mismo nombre, y tomado la revuelta que forma el camino real antes de emparejar con el de Manresa, cuando fue detenida por el inesperado fuego de los encubiertos somatenes. Schwartz, después de un rato de espera, embistió a sus contrarios, replegáronse estos, y disputando el terreno a palmos se dividieron, unos yendo la vuelta de Igualada y otros la de Casa-Masana. Desalojados del último punto y teniéndose por perdidos, apriesa se retiraban, y completa hubiera sido su derrota a no haber afortunadamente Schwartz desistido de perseguirlos. Admirados los manresanos de la suspensión del francés, cobraron aliento y engrosados con el somatén de San Pedor, compuesto de buenos y esforzados tiradores, volvieron de nuevo a la carga. Venía con los recién llegados un tambor, quien como más experto hizo las veces de general en jefe. Vivamente acometieron todos juntos a los franceses de Casa-Masana, los que se recogieron al cuerpo de la columna que comía el rancho a retaguardia.

El número de somatenes crecía por momentos, sus ánimos se enardecían, adquiriendo ventaja sobre los franceses descaecidos con la impensada embestida. Schwartz al ver retirarse su vanguardia, y al ruido de la caja del somatén de San Pedor, se persuadió qué tropa de línea auxiliaba al paisanaje. Formó entonces el cuadro para evitar ser envuelto, y al cabo de cierto tiempo determinó retroceder a Barcelona. Aunque molestados los enemigos por los somatenes en flanco y retaguardia llegaron sin desorden hasta Esparraguera.

Los vecinos de esta villa puestos en acecho, y sabiendo que los enemigos se retiraban, atajaron la calle larga y angosta que la atraviesa con todo linaje de obstáculos, en especial con muebles y utensilios de casa. Al anochecer se acercaron los franceses, y penetrando en la calle con imprudencia la cabeza de la columna, cayeron en la celada que les estaba armada. De todas partes empezaron a ofenderlos a tejazos y pedradas con algunos escopetazos, y hasta con calderadas de agua hirviendo. Schwartz suspendió el paso, y dividiendo su gente en dos trozos la hizo caminar a derecha e izquierda de la villa. Apretó después la marcha durante la noche hostigado incesantemente por los somatenes, los que le cogieron un cañón en la Riera de Cabrera, y le acosaron hasta Martorell. No imitaron sus habitantes el ejemplo de los de Esparraguera, y así fueles permitido a los franceses entrar en Barcelona el 8 de junio; pero tan destrozados y abatidos que dieron claro indicio de la rota experimentada. Su pérdida no dejó de ser considerable, mayormente si se atiende a que fueron acometidos por gente allegadiza y con escasas y malas armas. De los nuestros pocos perecieron, estando siempre amparados del terreno, y protegidos en el alcance por toda la población.

Toca a los catalanes la gloria de haber sido los primeros en España que postraron con feliz éxito el orgullo de los invasores. Fue en efecto la victoria del Bruch la que antes que ninguna otra mereció ser calificada con tal nombre. Y semejante triunfo admirable en sus circunstancias resonando por todo el principado, excitó noble emulación en todos sus habitadores, declarándose a porfía los pueblos unos en pos de otros y denodadamente.

Con razón Duhesme se sobrecogió al saber el inesperado descalabro, más que por su importancia por el aliento que infundía en los apellidados insurgentes. Atento al corto número de tropas que mandaba, obró cuerdamente en no aventurarse a nuevos riesgos y en reconcentrar sus fuerzas. Conservar sus comunicaciones con Francia debió ser su principal mira, y mal lo hubiera conseguido desparramando sus soldados en diversas direcciones: así fue que llamó a Chabran a Barcelona.

Con mayor felicidad que Schwartz había aquel dado principio a su expedición de Valencia, penetrando sin tropiezo el 7 de junio en los muros de Tarragona. Guarnecía la plaza el regimiento suizo de Wimpffen al servicio de España, cuya oficialidad condújose con tal mesura que no despertando los recelos del francés tuvo la dicha de mantener intacto su cuerpo, después señalado apoyo de la buena causa. El general Chabran en cumplimiento de las órdenes de su jefe evacuó el 9 a Tarragona, mas a su vuelta encontró sublevado el país que poco antes había pacíficamente atravesado. En el Vendrell y en Arbós opúsosele empeñada resistencia. Trescientos suizos de Wimpffen que iban a incorporarse con los de Tarragona, ayudaron y sostuvieron a los paisanos, y defendieron juntos con notable bizarría la posición de Arbós, aunque no fuese el terreno favorable a soldados bisoños. Después de repetidos ataques consiguieron los franceses ahuyentar a los somatenes, y apoderarse de la artillería que consigo tenían. Entraron en Arbós, y para vengarse del atrevido arrojo de sus habitantes maltrataron y mataron a muchos de ellos. Continuó Chabran a Villafranca de Panadés y no cesó el estrago, saqueando allí y quemando casas y edificios en desagravio, según decía, del asesinato del gobernador español Toda, de que ya hablamos: singular equidad la de castigar una población entera por las demasías de contados individuos. Duhesme salió en busca de la tropa que volvía de Tarragona, habiendo sabido que en la ruta topaba con resistencia, y reunidos unos y otros entraron en Barcelona el día 12.

Aunque resueltos a no intentar de nuevo expediciones lejanas ni otras importantes operaciones que las que exigiese la libre comunicación con Francia, quisieron sin embargo viéndose todos juntos probar fortuna con deseo de castigar al paisanaje de Manresa y su comarca. Para lo cual reunidas las columnas de Schwartz y Chabran salieron el 13 al mando del último, tomando el mismo camino que la vez primera. En el tránsito saquearon y quemaron muchas casas de Martorell y Esparraguera ahora desapercibida, y cometieron todo linaje de desórdenes y excesos, con cuyo desmandado porte provocábase la ira del tenaz catalán; no se le arredraba.

Interesada la gloria de los manresanos en sostener el sitio del Bruch, testigo de sus primeros laureles, habían atendido a fortificarle y guarnecerle debidamente en unión con la junta de Lérida y pueblos del contorno. Apellidaron allí sus somatenes y les agregaron los soldados escapados de Barcelona, y cuatro compañías de voluntarios leridanos al mando de Don Juan Baguet, con algunas piezas de artillería traídas de las fortalezas del principado. El 14 trató Chabran de forzar la posición, mas a pesar de venir los franceses con dobles fuerzas y de caminar advertidos fue vana su empresa. Estrellose su desapoderado orgullo contra las flacas armas del somatén catalán, y de pocos y mal regidos soldados. En reiterados ataques quisieron enseñorearse de la posición: rechazados en todos volvieron atrás sus pasos, y con pérdida de 500 hombres y alguna artillería, perseguidos y hostigados por los paisanos se metieron vergonzosamente en Barcelona.

Frustradas las primeras tentativas, y no habiendo podido ser ejecutadas las órdenes de Napoleón, suspendió Duhesme darles el debido cumplimiento, y volvió exclusivamente la atención a asegurar y poner libres las comunicaciones con Francia. Para ello salió de Barcelona el 17 de junio con siete batallones, cinco escuadrones y ocho piezas de artillería, prefiriendo al camino que va por Hostalrich el de la marina. Habíanse armado los paisanos del Vallés, y en número de 9000 aguardaban a los franceses en la cresta de Mongat.

 

Resistencia de Mongat.

Los inexpertos somatenes se imaginaron que solo por el frente habían de ser acometidos; pero el general francés disfrazando con varios ataques falsos el verdadero, los envolvió por su derecha, y en breve los deshizo y dispersó. Dueño el enemigo de Mongat, batería de la costa, cometió con los paisanos inauditas crueldades. Mataró que había pensado en defenderse, no cejó en su propósito con la desgracia acaecida. Colocando artillería en las avenidas del camino de Barcelona, hicieron los vecinos fuego contra las columnas francesas que se acercaban. No tardaron en ser desbaratados, y el mismo día 17 entraron los enemigos en Mataró y la saquearon. Ciudad de 20.000 habitantes, y rica por sus fábricas de algodón, vidrio y encajes, ofreció al vencedor copioso botín, no perdonando su codicia ni los vestidos de las mujeres, ni otros objetos de poco valor y uso común. El asesinato, la violencia hasta de las vírgenes más tiernas acompañaron al pillaje, confundiéndose a veces cebados en los mismos excesos el general con el soldado: largos días llorará Mataró aquel tan aciago y cruel.

En la mañana siguiente continuaron los franceses la marcha sobre Gerona. En su tránsito dejaron sangriento rastro por las muertes, robos y destrozos con que afligieron a todos los pueblos. En tanto grado convierte la guerra en hombres inhumanos a los soldados de una nación culta. Había solamente de guarnición en Gerona 300 hombres del regimiento de Ultonia y algunos artilleros, los que con gente de mar de la vecina costa dirigieron los fuegos de aquella arma. Limitadísimo número si los nobles, el clero y todos los vecinos sin excepción, inflamados de ardor patrio no hubiesen sostenido con el mayor brío los puntos que se confiaron a su cuidado. Era gobernador interino Don Julián de Bolívar.

A las nueve de la mañana del propio día 20 se presentó el enemigo en las alturas de la aldea de Palausacosta, mas incomodado con algunos cañonazos del baluarte de la Merced y fuerte de Capuchinos se replegó a Salt y Santa Eugenia, cuyas aldeas saqueó a sangre y fuego. Por la tarde después de varios reconocimientos atacó formalmente, dirigiendo su izquierda por los lugares que acabamos de mencionar, al paso que su derecha cruzando el Oña acometió con ímpetu e intentó forzar la puerta del Carmen. Los sitiados le repelieron con valor y serenidad. Señalose Ultonia, cuyo teniente coronel Don Pedro O’Daly quedó herido. Atacó en seguida el fuerte de Capuchinos en donde fue igualmente repelido, habiendo experimentado considerable pérdida. Burladas sus esperanzas colocó una batería cerca de la cruz de Santa Eugenia, no lejos de la plaza: causó algún daño en el colegio tridentino y otros edificios, y respondiendo con acierto a sus fuegos las baterías de la plaza, la noche puso término al combate.

Fue aquella sumamente lóbrega, y confiados los franceses en la oscuridad se acercaron calladamente al muro, y de tal manera y con tanto arrojo que hasta hallarse muy cerca no fueron sentidos. Peleose entonces por ambos lados con braveza, alumbrados solamente por los fogonazos del cañón, y no interrumpido el silencio sino por su estruendo y los ayes de los heridos y moribundos. ¡Espantosa noche! El enemigo osó arrimar escalas al baluarte de Santa Clara. Algunos de sus soldados pusiéronse encima de la misma muralla, y apresuradamente les seguían sus compañeros, cuando una partida del regimiento de Ultonia matando a los ya encaramados, precipitó a los otros y estorbó a todos continuar en aquel intento. El fuego sin embargo no cesó hasta que el baluarte de San Narciso tirando a metralla destrozó a los acometedores y los dispersó, dejando el campo como después se vio sembrado de cadáveres y heridos. No cansados todavía los franceses renovaron el ataque a las doce de la noche, queriendo asaltar el baluarte de San Pedro, pero fueron rechazados de modo que desistieron de proseguir en su empresa, retirándose temprano por el camino de Barcelona en la mañana del 21. Aunque corta fue notable esta primer defensa de Gerona, cuya plaza tanto lustre adquirió después en otra inmediata acometida, y sobre todo en el célebre sitio del siguiente año. Los somatenes molestaron por todas partes al enemigo, habiendo impedido con su ayuda que pasase al otro lado del Ter. No fue menos que de 700 hombres la pérdida de los franceses, la de los españoles mucho más reducida.

Duhesme volvió a Barcelona dejando en Mataró parte de su ejército que puso al cuidado de Chabran, y cuyo trozo compuesto de 3500 hombres fue al Vallés a buscar vituallas. Rodeados siempre los franceses por el paisanaje tuvieron en Moncada que romper a viva fuerza un cordón de somatenes, siendo al cabo detenidos cerca de Granollers por el teniente coronel Don Francisco Miláns, quien los ahuyentó haciéndoles perder la artillería. A la retirada como de costumbre talaron y destruyeron el país por donde pasaron.

Al propio tiempo que tan mal parados andaban los invasores en aquella parte de Cataluña, tampoco se descuidaron sus naturales en el mediodía, formando a la margen derecha del Llobregat una línea de hombres belicosos que defendía los caminos de Garraf, Ordal y Esparraguera. Los capitaneaba Don Juan Baguet, que con los voluntarios de Lérida había la segunda vez contribuido a repeler en el Bruch a los franceses. Desde allí enviaban partidas sueltas que recorrían la tierra en todas direcciones. Incomodado Duhesme de verse así estrechado, envió contra ellos al general Lecchi, quien el 30 de junio obligó a los somatenes a abandonar su posición cogiéndoles algunos cañones y aventajándose a todos los suyos en cometer demasías. No por eso desmayaron los vencidos, apareciéndose en breve hasta en las cercanías de la misma Barcelona.

Por este término y con éxito vario se ejecutaron las órdenes de Napoleón en Cataluña, Aragón y Castilla. Fueron parecidas las que significó para las otras provincias al gran Duque de Berg, cuya solícita diligencia procuró aniquilar en derredor suyo la semilla insurreccional que brotaba con lozanía. Insinuamos antes varias de sus providencias, y las que de consuno con la junta de Madrid se habían tomado para cortar las conmociones sin tener que venir a las manos. Inútiles fueron sus esfuerzos, como lo serán siempre todos los que se dirijan a contener por la persuasión el levantamiento de una nación entera. No le pesó quizá a Murat, a cuyo gusto y anterior vida se acomodaban más las armas que los discursos. Así fue que a veces a un tiempo y otras muy de cerca, mandó que sus tropas acompañasen o siguiesen a las proclamas y exhortaciones de la junta. Consideró como de mayor importancia las Andalucía y Valencia, y de consiguiente trató ante todo de asegurarse de aquellas provincias, mayormente habiendo dado Sevilla ya en primeros de mayo muestras de desasosiego y grave alteración.

Dupont acantonado en Toledo recibió la orden de dirigirse a Cádiz, y el 24 del mismo mayo se puso en marcha. Llevaba consigo los dos regimientos suizos de Reding y Preux al servicio de España, la división de infantería del general Barbou compuesta de 6000 hombres y además 500 marinos de la guardia imperial, con 3000 caballos mandados por el general Fresia. Iban todos tan confiados en el buen éxito de su empresa, que Dupont señalaba de antemano al ministro de guerra de Francia el día que había de entrar en Cádiz. Atravesaron la Mancha tranquilamente, y en tal abundancia hallaban los mantenimientos que dejaron almacenados en el pósito de Santa Cruz de Mudela la galleta y víveres que a prevención traían, y de los que pocos días después se apoderaron aquellos vecinos, cogiendo también parte de los soldados que los custodiaban y matando otros. El 2 de junio penetraron los franceses por las estrechuras de Sierra Morena. Hasta allí si bien habían notado inquietud y desvío en los habitantes, ningún síntoma grave se había manifestado. En la Carolina se despertó su recelo viéndola sola y desierta; y al entrar en Andújar supieron el levantamiento general de Sevilla y la formación de una junta suprema. No por eso suspendieron su marcha, llegando al amanecer del 7 delante del puente de Alcolea. Don Pedro Agustín de Echevarri, oficial de cierto arrojo pero ignorante en el arte de la guerra, y a quien vimos al frente de la insurrección cordobesa, se había situado en aquel paraje. Tenía a sus órdenes 3000 hombres de línea, compuestos de parte de un batallón de Campo-Mayor, de soldados de varios regimientos provinciales con granaderos de los mismos, a los que se agregaba alguna caballería y un destacamento de suizos. No había entre ellos cuerpo completo que estuviese presente. El número de paisanos era más considerable, y habíase de Sevilla recibido bastante artillería. Los españoles levantando una cabeza de puente, habían colocado en ella doce cañones para impedir el paso del Guadalquivir y cubrir así la ciudad de Córdoba, puesta a su margen derecha y distante unas tres leguas de las ventas de Alcolea. El puente es largo y torcido, formando un ángulo o recodo que estorba el que por él se enfilen los fuegos de cañón. A la izquierda del río se había quedado la caballería española con intento de acometer a los enemigos por el flanco y espalda al tiempo que estos comenzasen el ataque de frente. Los franceses para desembarazarse trataron de dar a aquella una vigorosa carga, la cual repetida contuvo a los jinetes españoles sin lograr desbaratarlos. A poco la infantería francesa avanzó al puente. Los fuegos bien dirigidos de la obra de campaña recién construida, y sostenida también valerosamente por el oficial Lasala que mandaba a los de Campo-Mayor y granaderos provinciales, mantuvieron por algún tiempo con firmeza la posición atacada. Pero el paisanaje todavía no fogueado, desamparando a la tropa, facilitó a los franceses escalar la posición, que levantada deprisa ni era perfecta ni estaba del todo concluida. Sin embargo la caballería española no habiendo caído en desmayo, trató de favorecer a los suyos y de nuevo y con ventaja acometió a la francesa. Dupont teniendo que enviar una brigada al socorro de su gente, no prosiguió el alcance contra los infantes españoles, los que retirándose con orden solo perdieron un cañón, cuya cureña se había descompuesto. El reencuentro duró dos horas. Costó a los franceses 200 hombres, no más a los españoles por haberse retirado tranquilamente. Echevarri juzgando que no era posible defender a Córdoba, abandonó la ciudad sin detenerse en sus muros.

Llegaron a su vista los franceses a las tres de la tarde del mismo día 7 de junio. Habían los vecinos cerrado las puertas más bien para capitular que para defenderse. Entabláronse sobre ello pláticas, cuando con pretexto de unos tiros disparados de las torres del muro y de una casa inmediata, apuntaron los enemigos sus cañones contra la Puerta Nueva, hundiéndola a poco rato y sin grande esfuerzo. Metiéronse pues dentro hiriendo, matando y persiguiendo a cuantos encontraban: saquearon las casas y los templos y hasta el humilde asilo del pobre y desvalido habitante. La célebre catedral, la antigua mezquita de los árabes, rival en su tiempo en santidad de Medina y la Meca, y tan superior en magnificencia, esplendidez y riqueza, fue presa de la insaciable y destructora rapacidad del extranjero. Destruidos quedaron entonces los conventos del Carmen, San Juan de Dios y Terceros, sirviéndoles de infame lupanar la iglesia de Fuensanta y otros sitios no menos reverenciados de los naturales. Grande fue el destrozo de Córdoba, muchas las preciosidades robadas en su recinto. Ciudad de 40.000 almas, opulenta de suyo y con templos en que había acumulado mucha plata y joyas la devoción de los fieles, fue gran cebo a la codicia de los invasores. De los solos depósitos de tesorería y consolidación sacó el general Dupont más de 10.000.000 de reales, sin contar con otros muchos de arcas públicas y robos hechos a particulares. Así se entregó al pillaje una población que no había ofrecido ni intentado resistencia. Bajo fingidos motivos a fuego y sangre penetraron los franceses por sus calles, a la misma sazón que se conferenciaba. Y no satisfechos con la ruina y desolación causada, acabaron de oprimir a los desdichados moradores gravándolos con imposiciones muy pesadas. Mas tan injusto y atroz trato alcanzó en breve el merecido galardón, siendo quizá la principal causa de la pérdida posterior del ejército de Dupont el codicioso anhelo de conservar los bienes mal adquiridos en el saco de aquella ciudad.

A pesar del triunfo conseguido el general francés andaba inquieto. Sus fuerzas no eran numerosas. La insurrección de todas partes le cercaba: con instancia pedía auxilios a Madrid cuyas comunicaciones, ya antes interrumpidas, fueron al último del todo cortadas. A su propia retaguardia el 9 de junio partidas de paisanos entraron en Andújar, y alborotada por la noche la ciudad, hicieron prisionero el destacamento francés allí apostado, y mataron al comandante con otros tres de su guardia que quisieron resistirse en casa de Don Juan de Salazar. Molestó sobre todo al enemigo Don Juan de la Torre, alcalde de Montoro, que a sus expensas había levantado un cuerpo considerable; mas cogido por sorpresa debió la vida a la generosa intercesión del general Fresia, a quien había antes hospedado y obsequiado en su casa. En el Puerto del Rey apresaron los naturales al abrigo de aquellas fraguras varios convoyes: y como en la comarca se había esparcido la voz de lo acaecido en Córdoba, hubo ocasión en que so color de desquite se ensañó el paisanaje contra los prisioneros con exquisita crueldad. Fue una de sus víctimas el general René a quien cogieron y mataron estando antes herido: lamentable suceso, pero desgraciadamente inevitable consecuencia de los desmanes cometidos en Córdoba y otros parajes por el extranjero. Pues que, si en efecto era difícil contener en una guerra de aquella clase al soldado de una nación culta como la Francia y sometido a la dura disciplina militar, cuánto no debía serlo reprimir los excesos del cultivador español, que ciego en su venganza yp. 349 sin freno que le contuviese, veía talados sus campos y quemados los pacíficos hogares de sus antepasados por los mismos que poco antes preciábanse de ser amigos. Había corrido el alboroto de la Sierra hasta la Mancha, y el 5 de junio los vecinos de Santa Cruz de Mudela arremetiendo a unos 400 franceses que había en el pueblo y matando a muchos, obligaron a los demás a fugarse camino de Valdepeñas. En esta villa opusiéronse los naturales al paso de los enemigos, y estos para esquivar un duro choque, echando por fuera de la población tomaron después el camino real, aguardando a un cuarto de legua en el sitio apellidado de la Aguzadera a ser reforzados. No tardó en efecto en llegar en el mismo día, que era el 6 de junio, el general Liger-Belair procedente de Manzanares con 600 caballos, e incorporados todos revolvieron sobre Valdepeñas.

Los moradores de esta villa alentados con la anterior retirada de los franceses, y temiendo también que quisiesen vengar aquella ofensa, resolvieron impedir la entrada. Es Valdepeñas población rica de 3000 vecinos, asentada en los llanos de la Mancha, y a la que dan celebridad sus afamados vinos. Atraviésala por medio la calle llamada Real, tránsito de los que viajan de Castilla a Andalucía, y la cual tiene de largo cerca de un cuarto de legua. Aprovechándose de su extensión, dispusiéronla los habitantes de modo que en ella se entorpeciese la marcha de los franceses. La cubrieron con arena, esparciendo debajo clavos y agudos hierros; de trecho en trecho y disimuladamente ataron maromas a las rejas, cerraron y atrancaron las puertas de las casas, y embarazaron las callejuelas que salían a la principal avenida. No contentos con resistir detrás de las paredes, osaron en número de más de 1000 ponerse en fila a la orilla del pueblo. Pero viendo lo numeroso de la caballería enemiga, después de algún tiroteo se agacharon en lo interior, pertrechados de armas y medios ofensivos.

Los franceses al aproximarse enviaron por delante una descubierta, la cual según su costumbre con paso acelerado se adelantó al pueblo. Penetró, y muy luego los caballos tropezando y cayendo unos sobre otros miserablemente arrojaron a los jinetes. Entonces de todas partes llovieron sobre los derribados tiros, pedradas, ladrillazos, atormentando también sus carnes con agua y aceite hirviendo. Quisieron otros proteger a los primeros y cúpoles igual y malhadado fin. Irritado Liger-Belair con aquel contratiempo, entró la villa por los costados incendiando las casas y destrozándolas. Pasaron de 80 las que se quemaron, y muchas personas fueron degolladas hasta en los campos y las cuevas. Habían los enemigos perdido ya más de 100 hombres, al paso que la villa se arruinaba y se hundía. Conmovidos de ello y recelosos de su propia suerte, varios vecinos principales resolvieron yendo a su cabeza el alcalde mayor Don Francisco María Osorio, avistarse con el general Liger-Belair, quien temeroso también de la ruina de los suyos, escuchó las proposiciones, convino en ellas, y saliendo todos juntos con una divisa blanca, pusieron de consuno término a la matanza. Mas la contienda había sido tan reñida, que los franceses escarmentados no se atrevieron a ir adelante, y juzgaron prudente retroceder a Madridejos.

Dupont aislado, sin noticia de lo que a la otra parte de los montes pasaba, aturdido con lo que de cerca veía, pensó en retirarse; y el 16 de junio saliendo por la tarde de Córdoba se encaminó a Andújar, en donde tomó posición el 19. Desde aquel punto con objeto de abastecer a su gente, y deseoso de no abandonar el terreno sin castigar a Jaén, a la cual se achacaba haber participado del alboroto y muerte del comandante francés de Andújar, envió allí el 20 al oficial Baste con la suficiente fuerza. Saqueo de Jaén. Entraron los enemigos en la ciudad sin hallar oposición, y con todo la pillaron y maltrataron horrorosamente. Degollaron hasta niños y viejos, ejerciendo acerbas crueldades contra religiosos enfermos de los conventos de Santo Domingo y de San Agustín: tal fue el último, notable y fiero hecho cometido por los franceses en Andalucía antes de rendirse a las huestes españolas.

Casi al propio tiempo determinó Murat enviar también una expedición contra Valencia. Mandábala el mariscal Moncey y se componía de 8000 hombres de tropa francesa, a los que debían reunirse guardias españolas, valonas y de Corps. Mas todos estos en su mayor parte se desbandaron pasando por atajos y trochas del lado de sus compatriotas. Moncey salió de Madrid el 4 de junio y llegó a Cuenca el 11. Deteniéndose algunos días disgustose Murat, y despachó para aguijarle al general de caballería Exelmans con otros muchos oficiales, quienes arrestados en Saelices y conducidos prisioneros a Valencia, terminaron su comisión de un modo muy diverso del que esperaban. En Cuenca fueron recibidos los franceses con tibieza mas no hostilmente. Prosiguiendo su marcha hallaron por lo general los pueblos desamparados, pronóstico que vaticinaba la resistencia con que iban a tropezar.

La junta de Valencia había en tanto adoptado las medidas vigorosas de defensa que la premura del tiempo le permitía. Recreciéronse al oír que Moncey se aproximaba del lado de Cuenca, y se dieron nuevas órdenes e instrucciones al mariscal de campo Don Pedro Adorno, a cuyo mando, como ya dijimos, se habían confiado las tropas apostadas en los desfiladeros de las Cabrillas, a donde el enemigo se dirigía. Lo más de la gente era nueva e indisciplinada y por eso convenía aprovecharse de las ventajas que ofreciese el terreno.

Reencuentro del puente Pajazo.

Tratose pues de disputar primeramente a los franceses el paso del Cabriel en el puente Pajazo, en donde remata la cuesta de Contreras, y en cuya cabeza construyeron los españoles una mala batería de cuatro cañones sostenida por un trozo de un regimiento suizo, colocándose la otra tropa en diferentes puntos de dicha cuesta. Detuviéronse los franceses hasta que a duras penas por los malos senderos y escabrosidades, acercaron casi a la rastra unos cañones. Con su auxilio el 20 rompieron el fuego, y vadeando unos el río, y otros acometiendo de frente, se apoderaron de la batería española, habiendo habido muchos de los suizos que se les pasaron. Los nuevos reclutas que nunca habían sido fogueados, abandonados por aquellos veteranos no tardaron en dispersarse, replegándose parte de ellos con algunos soldados españoles a las Cabrillas.

Cundió la nueva de la derrota, lo supo la junta de Valencia, y grande fue la consternación y el sobresalto. En tamaño apuro envió al ejército en comisión a su vocal el P. Rico, o ya quisiesen vengarse así algunos del estrecho en que los había metido, o ya también porque gozando de suma popularidad, pensaron otros que era aquel el modo más propio de calmar la pública agitación y alejar la desconfianza. De las Cabrillas. Obedeció Rico, y el 23 por la noche llegó a las Cabrillas, ocho leguas de Valencia, y cuyos montes parten término con Castilla. Habíanse recogido a sus cumbres los dispersos del Cabriel, y allí se encontró el P. Rico con 180 hombres del regimiento de Saboya mandados por el capitán Gamíndez, con tres cuerpos de nueva creación, algunos caballos y artilleros que habían conservado dos cañones y un obús, componiendo en todo cerca de 3000 hombres. Eran contados los oficiales veteranos, siendo el de mayor graduación el brigadier Marimón de guardias españolas. Ignorábase el paradero de Adorno. Reunidas todas aquellas reliquias se colocaron en situación ventajosa a espaldas y a legua y media del pueblo de Siete Aguas, hasta cuyas casas enviaban sus descubiertas. Gamíndez mandó el centro, la izquierda Marimón, y colocáronse guerrillas sueltas por la derecha. El 24 avanzaron los franceses, y los nuestros favorecidos de tierra tan quebrada los molestaron bastantemente. Impacientado Moncey destacó por su izquierda y del lado de la sierra de los Ajos al general Harispe con vascos acostumbrados a trepar por las asperezas del Pirineo. Encaramáronse pues a pesar de escabrosidades y derrumbaderos, y arrollando a las guerrillas, facilitaron el ataque de frente. Defendiéronse bien los de Saboya, quedando los más de ellos y los artilleros muertos junto a los cañones, y prisionero con otros su comandante Gamíndez. Lo restante de la gente bisoña huyó precipitadamente. La pérdida de los españoles fue de 600 hombres, muy inferior la de los contrarios. El mariscal Moncey al instante traspasó la sierra por el portillo de las Cabrillas, desde donde registrándose las ricas y frondosas campiñas de la huerta de Valencia, se encendió la ansiosa codicia de sus fatigados soldados. Si entonces hubiera proseguido su marcha, fácilmente se hubiera enseñoreado de la ciudad; pero obligado a detenerse el 25 en la venta de Buñol para aguardar la artillería, y queriendo adelantarse cautelosamente, dio tiempo a que Rico volviendo a Valencia al rayar el alba de aquel mismo día, apellidase guerra dentro de sus muros.

Está asentada Valencia a la derecha del Guadalaviar o Turia, 100.000 almas forman su población, excediendo de 60.000 las que habitan en los lugarejos, casas de campo y alquerías de sus deliciosas vegas. Ceñida de un muro antiguo de mampostería con una mala ciudadela, no podía ofrecer al enemigo larga y ordenada resistencia, si militarmente hubiera de haberse considerado su defensa. Mas a la voz de la desgracia de las Cabrillas, en lugar de abatirse, creciendo el entusiasmo al más subido punto, tomó la junta activas providencias, y los moradores no solo las ejecutaron debidamente, sino que también por sí procedieron a dar a los trabajos la amplitud y perfección que permitía la brevedad del tiempo. Sin distinción de clase ni de sexo acudieron todos a trabajar en las fortificaciones que se levantaban. En el corto espacio de sesenta horas construyéronse en las puertas baterías con sacos de tierra. En la de Cuarte, como era por donde se aguardaba al enemigo, además de dos cañones de a 24 se colocó otro en el primer piso de la torre, abriéndose una zanja ancha y profunda en medio de la calle del arrabal que embocaba la batería. A la derecha de esta puerta y antes de llegar a la de San José, entre el muro y el río, se situaron cuatro cañones y dos obuses, impidiendo lo sólido del malecón que se abriese un foso. Diose a esta obra el nombre de batería de Santa Catalina, del de una torre antes demolida y que ocupaba el mismo espacio. Lo expresamos por su importancia en la defensa. Dentro del recinto se cortaron y atajaron las calles, callejuelas y principales avenidas con carros, coches, vigas, calesas y tartanas. Tapáronse las entradas y ventanas de las casas con colchones, mesas, sillas y todo género de muebles, cubriendo por el mismo término y cuidadosamente lo alto de las azoteas o terrados. Detrás de semejantes y tan repentinos atrincheramientos estaban preparados sus dueños con armas arrojadizas y de fuego, y aun hubo mujeres que no olvidaron el aceite hirviendo. Afanados todos mutuamente se animaban, habiendo resuelto defender heroicamente sus hogares.

La junta además para dilatar el que los franceses se acercasen, trató de formar un campo avanzado a la salida del pueblo de Cuarte, distante una legua de Valencia. Le componían cuerpos de nueva formación y se había puesto a las órdenes de Don Felipe Saint-March. Situose la gente en la ermita de San Onofre a orillas del canal de regadío que atraviesa el camino que va a las Cabrillas. Entretanto Don José Caro, nombrado brigadier al principio de la insurrección, y que mandaba una división de paisanos en el ejército de Cervellón, apostado según dijimos en Almansa, corrió apresuradamente al socorro de la capital luego que supo el progreso del enemigo. A su llegada se unió a Saint-March, y juntos dispusieron el modo de contener al mariscal francés. Emboscaron al efecto en los algarrobales, viñedos y olivares que pueblan aquellos contornos, tiradores diestros y esforzados. El cuerpo principal se colocó a espaldas de una batería que enfilaba el camino hondo, por donde era de creer arremetiese la caballería enemiga y cuyo puente se había cortado. Como los generales habían previsto que al fin tendrían que ceder a la superioridad y pericia francesa, deseosos de que su retirada no causara terror en Valencia, habían pensado, Caro en tirar por la izquierda y Saint-March pasar el río por la derecha y situarse en el collado del almacén de pólvora. Pero para verificar, llegado el caso, su movimiento con orden y evitar que dispersos fueran a la ciudad, establecieron a su retaguardia una segunda línea en el pueblo de Cuarte, rompiendo el camino y guarneciendo las casas para su defensa.

A las 11 de la mañana del día 27 empezó el fuego, duró hasta las tres, siendo muy vivo durante dos horas. Al fin los franceses cruzaron el canal, y forzaron la primera línea. Caro y Saint-March se retiraron según habían convenido. Los franceses vencedores iban a perseguirlos cuando notaron que desde el pueblo de Cuarte se les hacía fuego. Molestados también por el continuado de los paisanos metidos en los cañamares de dicho pueblo, no pudieron entrarle hasta las seis de la tarde; huyendo los vecinos al amparo de las acequias, cañaverales y moreras que cubren sus campos. La pérdida fue considerable de ambas partes: la artillería quedó en poder de los franceses.

Avanzó entonces Moncey hasta el huerto de Juliá, media legua de Valencia. Por la noche pasó al capitán general conde de la Conquista un oficio para que rindiese la plaza. Fue portador el coronel Solano. Congregose la junta, a la que se unieron para deliberar en asunto tan espinoso el ayuntamiento, la nobleza e individuos de todos los gremios. El de la Conquista inclinábase a la entrega, viendo cuán imposible sería resistir con gente allegadiza, y en ciudad, por decirlo así, abierta a enemigos aguerridos. Sostuvo la misma opinión el emisario Solano y en tanto grado que se esforzó en probar no había nada que temer respecto de lo pasado, así por la condición suave y noble del mariscal francés, como también por los vínculos particulares que le enlazaban con los valencianos; lo cual aludía a conocerse en aquel reino familias del nombre de Moncey, y haber quien le conceptuara oriundo de la tierra. Así se discurría acerca de la proposición, cuando el pueblo advertido de que se negociaba, desaforadamente se agolpó a la sala de sesiones de la junta. Atemorizados los que en su seno buscaban la rendición y alentados los de la parcialidad opuesta, no se titubeó en desechar la demanda del enemigo. Y puestos todos sus individuos al frente del mismo pueblo, recorrieron la línea animando y exhortando a la pelea. Con la oportuna resolución se embraveció tanto la gente que no hubo ya otra voz que la de vencer o morir.

El 28 a las once de la mañana se rompió el fuego. Como Moncey era dueño de casi todo el arrabal de Cuarte, le fue fácil ordenar sus batallones detrás del convento de San Sebastián. A su abrigo dirigieron los enemigos sus cañones contra la puerta de Cuarte y batería de Santa Catalina. Tres veces atacaron con el mayor ímpetu del lado de la primera, y otras tantas fueron rechazados. Mandaba la batería española con mucho acierto el capitán Don José Ruiz de Alcalá, y el puesto los coroneles barón de Petrés y Don Bartolomé de Georget. Los enemigos no perdonaron medio de flanquear a los nuestros por derecha e izquierda, pero de un costado se lo estorbaron los fuegos de Santa Catalina, y del otro el graneado de fusilería que desde la muralla hacían los habitantes. El entusiasmo de los defensores tocaba en frenesí cada vez que el enemigo huía, pero siempre se mantuvo el mejor orden. Temiose por un rato carecer de metralla, y sin tardanza de las casas inmediatas se arrancaron rejas, se enviaron barras y otros utensilios de hierro que cortados en menudos pedazos pudieron suplir aquella falta, acudiendo a porfía las señoras de la clase más elevada a coser los saquillos de la recién fabricada metralla. Con tal ejemplo, ¿qué brazo varonil hubiera cedido el paso al enemigo? El capitán general, los magistrados y aun el arzobispo aparecíanse a veces en medio de aquel importante puesto dando brío con su presencia a los menos esforzados.

Moncey tratando de variar su ataque, recogió sus soldados a la cruz de Mislata, y acometió, después de un respiro, la batería de Santa Catalina, a la derecha como dijimos de la de Cuarte. Era comandante del punto el coronel Don Firmo Vallés, y de la batería Don Manuel de Velasco y Don José Soler. Dos veces y con gran furia embistieron los franceses. La primera ciaron abrasados por el fuego de cañón y el que por su flanco izquierdo les hacía la fusilería; y la segunda huyeron atropelladamente sin que los contuviesen las exhortaciones de sus jefes. No por eso desistió Moncey, y fingiendo querer atacar el muro por donde mira a la plazuela del Carbón, emprendió nueva acometida contra la batería de Santa Catalina. Vano empeño. Sus soldados repelidos dejaron el suelo empapado en su sangre. Distinguiose allí el oficial Don Santiago O’Lalor, asesinado alevemente en el propio día por mano desconocida.

Los franceses perturbados con defensa tan inesperada y recia, trataron de dar una última embestida a la ciudad. Eran las cinco de la tarde cuando avanzando Moncey con el grueso de su ejército hacia la puerta de Cuarte, hizo marchar una columna por el convento de Jesús para atacar la de San Vicente situada a la izquierda de la primera, y confiada al cuidado del coronel Don Bruno Barrera, bajo cuyas órdenes dirigían la artillería los oficiales Don Francisco Cano y Don Luis Almela. Considerábase aquella parte del muro la más flaca, mayormente su centro en donde está colocada en medio de las otras dos la puerta tapiada de Santa Lucía, antiguamente dicha de la Boatella. Empezose el ataque, y los españoles apuntaron con tal acierto sus cañones que lograron desmontar los de los enemigos, y desalojarlos del punto que ocupaban con notable matanza. Desde aquella hora que era ya la de las ocho de la noche cesó el fuego en ambas líneas. Durante los diversos ataques arrojaron los franceses a la ciudad granadas que no causaron daño.

 

Hechos notables de algunos españoles.

El padre Rico anduvo constantemente por los parajes de mayor riesgo, y coadyuvó grandemente a la defensa con su energía y brioso porte. Fue imperturbable en su valor Juan Bautista Moreno que sin fusil y con la espada en la mano alentaba a sus compañeros, y tomó a su cargo abrir y cerrar las puertas sin reparar en el peligro que a cada paso le amenazaba. Más sublime ejemplo dio aún con su conducta Miguel García, mesonero de la calle de San Vicente, quien hizo solo a caballo cinco salidas, y sacando en cada una de ellas cuarenta cartuchos los empleaba como diestro tirador atinadamente. Hechos son estos dignos de la recordación histórica, y no deben desdeñarse aunque vengan de humilde lugar. Al contrario conviene repetirlos y grabarlos en la memoria de los buenos ciudadanos, para que sean imitados en aquellos casos en que peligre la independencia de la patria.

La resistencia de Valencia aunque de corta duración tuvo visos de maravillosa. No tenía soldados que la defendiesen, habiendo salido a diversos puntos los que antes la guarnecían, ni otros jefes entendidos sino oficiales subalternos que guiaron el denuedo de los paisanos. Los franceses perdieron más de 2000 hombres, y entre ellos al general de ingenieros Cazals con otros oficiales superiores. Los españoles resguardados detrás de los muros y baterías tuvieron que llorar pocos de sus compatriotas, y ninguno de cuenta.

Al amanecer del 29 Don Pedro Túpper puesto de vigía en el miguelete o torre de la catedral avisó que los enemigos daban indicio de retirarse. Apenas se creía tan plausible nueva, mas bien pronto todos se cercioraron de ello viendo marchar al enemigo por Torrente para tomar la calzada que va a Almansa. La alegría fue colmada, y esperábase que el conde de Cervellón acabaría en el camino de destruir al mariscal Moncey, o por lo menos le molestaría y picaría por todos lados. Muy lejos estaba de obrar conforme al común deseo. El general español había venido a Alcira cuando supo el paso de los franceses por las Cabrillas, y su marcha sobre Valencia. Allí permaneció tranquilo, y no trató de disputar a Moncey el paso del Júcar después de su derrota delante de los muros de la capital. Tachósele de remiso, principalmente porque habiendo consultado a los oficiales superiores sobre el rumbo que en tal oportunidad convendría seguir, opinaron todos que se impidiese a los franceses cruzar el río: no abrazó su dictamen fundándose en lo indisciplinados que todavía estaban sus soldados: prudencia quizá laudable, pero amargamente censurada en aquellos tiempos.

Perjudicó también a su fama, aun en el concepto de los juiciosos, la contraposición que con la suya formó la conducta de Don Pedro González de Llamas y la de Don José Caro. A este le hemos visto acudir al socorro de Valencia, y si bien no con feliz éxito por lo menos retardó con su movimiento el progreso del enemigo, lo cual fue de suma utilidad para que se preparasen los vecinos de la ciudad a una notable y afortunada resistencia. El general Llamas que de Murcia se había acercado al puerto de Almansa, noticioso por su parte de que los franceses iban a embestir a Valencia, había avanzado rápidamente y colocádose a la espalda en Chiva, cortándoles así sus comunicaciones con el camino de Cuenca. Y después obedeciendo las órdenes de la junta provincial hostigó al enemigo hasta el Júcar, en donde se paró asombrado de que Cervellón hubiese permanecido inactivo. Prodigáronse pues alabanzas a Llamas, y achacose a Cervellón la culpa de no haber derrotado al ejército de Moncey antes de la salida del territorio valenciano. Como quiera que fuese, costole al fin el mando tal modo de comportarse, graduado por los más de reprensible timidez. Moncey prosiguió su retirada incomodado por el paisanaje, y a punto que no osaba desviarse del camino real. Pasó el 2 de julio el puerto de Almansa, y en Albacete hizo alto y dio descanso a sus fatigadas tropas.

Entretanto no sabía el gobierno de Madrid cuál partido le convenía abrazar. Notaba con desconsuelo burladas sus esperanzas, no habiendo reprimido prontamente la insurrección de las provincias con las expediciones enviadas al intento. Temía también que las tropas desparramadas por diversos y lejanos puntos, y molestadas sin gozar de un instante de sosiego, no acabasen por perder la disciplina. Mucho contribuyó a su desconcierto la enfermedad grave de que fue acometido el gran duque de Berg en los primeros días de junio, con lo cual se hallaron los individuos de la junta faltos de un centro principal que diera unión y fuerza. Hubo entre los suyos quien le creyó envenenado, y entre los españoles no faltó también quien atribuyera su mal a castigo del cielo por las tropelías y asesinatos del 2 de mayo. Los ociosos y lenguaraces buscaban el principio en un origen impuro, dando lugar a sus sueltas palabras los deslices de que no estaba exento el duque. Mas la verdadera enfermedad de este era uno de aquellos cólicos por desgracia harto comunes en la capital del reino, y que por serlo tanto los ha distinguido en una disertación el docto Luzuriaga con el nombre de cólicos de Madrid. Agregáronsele unas tercianas tan pertinaces y recias que descaeciendo su espíritu y su cuerpo, tuvo que conformarse con el dictamen de los facultativos de trasladarse a Francia, y tomar las aguas termales de Barèges. Provocó también a sospecha de emponzoñamiento el haber amalado muchos de los soldados franceses, y muerto algunos con síntomas de índole dudosa. Para serenar los ánimos el barón Larrey, primer cirujano del ejército invasor, examinó los alimentos, y el boticario mayor del mismo Mr. Laubert analizó detenidamente el vino que se les vendía en varias tabernas y bodegones de dentro y fuera de Madrid. Nada se descubrió de nocivo en el líquido, solamente a veces había con él mezcladas algunas sustancias narcóticas más o menos excitativas, como el agua de laurel y el pimiento que para dar fuerza suelen los vinateros y vendedores añadir al vino de la Mancha, a semejanza del óxido de plomo o sea litargirio que se emplea en algunos de Francia para corregir su acedía. La mixtión no causaba molestia a los españoles por la costumbre, y sobre todo por su mayor sobriedad: dañó extremadamente a los franceses no habituados a aquella bebida, y que abusaban en sumo grado de los vinos fuertes y licorosos de nuestro terruño. El examen y declaración de Larrey y Laubert tranquilizó a los franceses, recelosos de cualquiera asechanza de parte de un pueblo gravemente ofendido; pero el de España con dificultad hubiera recurrido para su venganza a un medio que no le era usual, cuando tantos otros justos y nobles se le presentaban.

En lugar de Murat envió Napoleón a Madrid al general Savary, el que llegó el 15 de junio. No agradó la elección a los franceses, habiendo en su ejército muchos que por su graduación y militar renombre reputábanse como muy superiores. Asimismo en el concepto de algunos menoscababa la estimación de la persona escogida, el haber sido con frecuencia empleada en comisiones más propias de un agente de policía que de quien había servido en la carrera honorífica de las armas. No era tampoco entre los españoles juzgado Savary con más ventaja, porque habiendo sido el celador asiduo del viaje de Fernando, coadyuvó con palabras engañosas a arrastrarle a Bayona. Sin embargo su nombre no era ni tan conocido ni odiado como el de Murat: además llegó en sazón en que muy poco se curaban en las provincias de lo que se hacía o deshacía en Madrid. Asuntos inmediatos y de mayor cuantía embargaban toda la atención.

El encargo confiado a Savary era nuevo y extraño en su forma. Autorizado con iguales facultades que el lugarteniente Murat, no le era lícito poner su firma en resolución alguna. Al general Belliard tocaba con la suya legalizarlas. El uno leía las cartas, oficios e informes dirigidos al lugarteniente; respondía, determinaba: el otro ceñíase a manera de una estampilla viva a firmar lo que le era prescrito. Los decretos se encabezaban a nombre del gran duque como si estuviese presente o hubiese dejado sus poderes a Savary, y este disponiendo en todo soberanamente, incomodaba a varios de los otros jefes que se consideraban desairados.

Para mostrar que él era la suprema cabeza, a su llegada se alojó en palacio, y tomó sin tardanza providencias acomodadas al caso. Prosiguió las fortificaciones del Retiro, y construyó un reducto alrededor de la fábrica real de porcelana allí establecida, y a que dan el nombre de casa de la China, en donde almacenó las vituallas y municiones de guerra. Pensó después en sostener los ejércitos esparcidos por las provincias. Tal había sido la orden verbal de Napoleón, quien juzgaba, «ser lo más importante ocupar muchos puntos, a fin de derramar por todas partes las novedades que había querido introducir...» Conforme a ella e incierto de la suerte de Dupont, cuya correspondencia estaba cortada, resolvió Savary reforzarle con las tropas mandadas por el general Vedel que se hallaban en Toledo. Ascendían a 6000 infantes y 700 caballos con doce cañones. El 19 de junio salieron de aquella ciudad, juntándoseles en el camino los generales Roize y Liger-Belair con sus destacamentos, los cuales hemos visto fueron compelidos a recogerse a Madridejos por la insurrección general de la Mancha.

Los franceses por todas partes se encontraban con pueblos solitarios, incomodándoles a menudo los tiros del paisanaje oculto detrás de los crecidos panes, y ¡ay de aquellos que se quedaban rezagados! No obstante asomaron sin notable contratiempo a Despeñaperros en la mañana del 26 de junio. La posición estaba ocupada por el teniente coronel español Don Pedro Valdecañas empleado antes en la persecución de contrabandistas por aquellas sierras, y ahora apostado allí con objeto de que colocándose a la retaguardia de Dupont, le interceptase la correspondencia e impidiese el paso de los socorros que de Madrid le llegasen. Había atajado el camino en lo más estrecho con troncos, ramas y peñascos, desmoronándole del lado del despeñadero, y situando detrás seis cañones. Paisanos los más de su tropa, y él mismo poco práctico en aquella clase de guerra, desaprovechó la superioridad que le daba el terreno. Cedieron luego los nuestros al ataque bien concertado de los franceses, perdieron la artillería, y Vedel prosiguió sin embarazo a la Carolina, en cuya ciudad se le incorporó un trozo de gente que le enviaba Dupont a las órdenes del oficial Baste, el saqueador de Jaén. Llevada pues a feliz término la expedición, creyó Vedel conveniente enviar atrás alguna tropa para reforzar ciertos puntos que eran importantes, y conservar abierta la comunicación. Por lo demás bien que pareciesen cumplidos los deseos del enemigo en la unión de Vedel y Dupont, pudiendo no solo corresponder libremente con Madrid, mas aun hacer rostro a los españoles y desbaratar sus mal formadas huestes: no tardaremos en ver cuán de otra manera de lo que esperaban remataron las cosas.

Aquejábale igualmente a Savary el cuidado de Moncey, cuya suerte ignoraba. Después de haberse adelantado este mariscal más allá de la provincia de Cuenca, habían sido interrumpidas sus comunicaciones, hechos prisioneros soldados suyos sueltos y descarriados, y aun algunas partidas. Juntándose pues número considerable de paisanos alentados con aquellos que calificaban de triunfos, fue necesario pensar en dispersarlos. Con este objeto se ordenó al general Caulincourt apostado en Tarancón, que marchase con una brigada sobre Cuenca. Dio vista a la ciudad el 3 de julio, y una gavilla de hombres desgobernada le hizo fuego en las cercanías a bulto y por corto espacio. Bastó semejante demostración para entregar a un horroroso saco aquella desdichada ciudad. Hubo regidores e individuos del cabildo eclesiástico que saliendo con bandera blanca quisieron implorar la merced del enemigo; mas resuelto este al pillaje sin atender a la señal de paz, los forzó a huir recibiéndolos a cañonazos. Espantáronse a su ruido los vecinos y casi todos se fugaron, quedando solamente los ancianos y enfermos y cinco comunidades religiosas. No perdonaron los contrarios casa ni templo que no allanasen y profanasen. No hubo mujer por enferma o decrépita que se libertase de su brutal furor. Al venerable sacerdote Don Antonio Lorenzo Urbán, de edad de ochenta y tres años, ejemplar por sus virtudes, le traspasaron de crueles heridas, después de recibir de sus propias manos el escaso peculio que todavía su ardiente caridad no había repartido a los pobres. Al franciscano P. Gaspar Navarro, también octogenario, atormentáronle crudamente para que confesase dinero que no tenía. Otras y no menos crueles, bárbaras y atroces acciones mancharon el nombre francés en el no merecido saco de Cuenca.

No satisfecho Savary con el refuerzo que se enviaba a Moncey al mando de Caulincourt, despachó otro nuevo a las órdenes del general Frère, Frère. el mismo que antes había ido a apaciguar a Segovia. Llegó este a Requena el 5 de julio, donde noticioso de que Moncey se retiraba del lado de Almansa, y de estar guardadas las Cabrillas por el general español Llamas, revolvió sobre San Clemente, y se unió con el mariscal. Poco después informado Savary de haberse puesto en cobro las reliquias de la expedición de Valencia, y deseoso de engrosar su fuerza en derredor suyo, mandó a Caulincourt y a Frère que se restituyesen a Madrid: con lo que enflaquecido el cuerpo de Moncey y quizá ofendido este de que un oficial inferior en graduación y respetos pudiese disponer de la gente que debía obedecerle, desistió de toda empresa ulterior, y se replegó a las orillas del Tajo.

Los franceses que esparcidos no habían conseguido las esperadas ventajas, comenzaron a pensar en mudar de plan, y reconcentrar más sus fuerzas. Napoleón sin embargo tenaz en sus propósitos insistía en que Dupont permaneciese en Andalucía, al paso que mereció su desaprobación el que le enviasen continuados refuerzos. Savary inmediato al teatro de los acontecimientos, y fiado en el favor de que gozaba, tomó sobre sí obrar por rumbo opuesto, e indicó a Dupont la conveniencia de desamparar las provincias que ocupaba. Para que con más desembarazo pudiera este jefe efectuar el movimiento retrógrado, dirigió aquel sobre Manzanares al general Gobert con su división, en la que estaba la brigada de coraceros que había en España. Mas Dupont ya fuese temor de su posición, o ya deseos de conservarse en Andalucía, ordenó a Gobert que se le incorporase, y este se sometió a dicho mandato después de dejar un batallón en Manzanares y otro en el Puerto del Rey.

Tan discordes andaban unos y otros, como acontece en tiempos borrascosos, estando solo conformes y empeñados en aumentar fuerzas hacia el mediodía. Y al mismo tiempo el punto que más urgía auxiliar que era el de Bessières, amenazado por las tropas de Galicia, León y Asturias, quedaba sin ser socorrido. Claro era que una ventaja conseguida por los españoles de aquel lado, comprometería la suerte de los franceses en toda la península, interrumpiría sus comunicaciones con la frontera, y los dejaría a ellos mismos en la imposibilidad de retirarse. Pues a pesar de reflexión tan obvia desatendiose a Bessières, y solo tarde y con una brigada de infantería y 300 caballos se acudió de Madrid en su auxilio. Felizmente para el enemigo la fortuna le fue allí más favorable; merced a la impericia de ciertos jefes españoles.

Después de la batalla de Cabezón se había retirado a Benavente el general Cuesta. Recogió dispersos, prosiguió los alistamientos, y se le juntaron el cuerpo de estudiantes de León y y el de Covadonga de Asturias. Diéronse en aquel punto las primeras lecciones de táctica a los nuevos reclutas, se los dividió en batallones que llamaron tercios, y se esmeró en instruirlos don José de Zayas. De esta gente se componía la infantería de Cuesta, limitándose la caballería al regimiento de la Reina y guardias de Corps que estuvieron en Cabezón, y al escuadrón de carabineros que antes había pasado a Asturias. Era ejército endeble para salir con él a campaña, si las tropas de la última provincia y las de Galicia no obraban al propio tiempo y mancomunadamente. Por lo cual con instancia pidió el general Cuesta que avanzasen y se le reuniesen. La junta de Asturias propensa a condescender con sus ruegos, fue detenida por las oportunas reflexiones de su presidente el marqués de Santa Cruz de Marcenado, manifestando en ellas que lejos de acceder, se debía exhortar al capitán general de Castilla a abandonar sus llanos y ponerse al abrigo de las montañas; pues no teniendo soldados ni unos ni otros sino hombres, infaliblemente serían deshechos en descampado, y se apagaría el entusiasmo que estaba tan encendido. Convencida la junta de lo fundado de las razones del marqués, acordó no desprenderse de su ejército, y solo por halagar a la multitud consintió en que quedase unido a los castellanos el regimiento de Covadonga, compuesto de más de 1000 hombres, y mandado por Don Pedro Méndez de Vigo, y además que otros tantos bajasen a León del puerto de Leitariegos a las órdenes del mariscal de campo conde de Toreno, padre del autor.

También encontró en Galicia la demanda de Cuesta graves dificultades. Había sido el plan de Filangieri fortificar a Manzanal, y organizar allí y en otros puntos del Bierzo sus soldados, antes de aventurar acción alguna campal. Mas la junta de Galicia atenta a la quebrantada salud de aquel general y al desvío con que por extranjero le miraban algunos, relevándole del mando activo, le había llamado a la Coruña, y nombrado en su lugar al cuartel maestre general Don Joaquín Blake. Púsose este al frente del ejército el 21 de junio, y perseguido Filangieri de adversa estrella pereció como hemos dicho el 24. Persistió Blake en el plan anterior de adiestrar la tropa, esperando que con los cuerpos que había en Galicia, los de Oporto y nuevos alistados, conseguiría armar y disciplinar 40.000 hombres. La inquietud de los tiempos le impidió llevar su laudable propósito a cumplido efecto. Deseoso de examinar y reconocer por sí la sierra y caminos de Foncebadón y Manzanal había salido de Villafranca, y pareciéndole conveniente tomar posición en aquellas alturas que forman una cordillera avanzada de la del Cebrero y Piedrafita, límite de Galicia, se situó allí extendiendo su derecha hasta el Monte Teleno que mira a Sanabria, y su izquierda hacia el lado de León por la Cepeda. Así no solamente guarecía todas las entradas principales de Galicia, sino también disfrutaba de los auxilios que ofrecía el Bierzo. Empezaba pues a poner en planta su intento de ejercitar y organizar su gente, cuando el 28 de junio se le presentó Don José de Zayas rogándole a nombre del general Cuesta que con todo o parte de su ejército avanzase a Castilla. Negose Blake, y entonces pasó el comisionado a avistarse con la junta de la Coruña de quien aquel dependía. La desgracia ocurrida con Filangieri, el terror que infundió su muerte, las instancias de Cuesta y los deseos del vulgo que casi siempre se gobierna más bien por impulso ciego que por razón, lograron que triunfase el partido más pernicioso; habiéndose prevenido a Blake que se juntase con el ejército de Castilla en las llanuras. Poco antes de haber recibido la orden redujo aquel general a cuatro divisiones las seis en que a principios de junio se había distribuido la fuerza de su mando, ascendiendo su número a unos 27.000 hombres de infantería, con más de 30 piezas de campaña y 150 caballos de distintos cuerpos. Tomó otras disposiciones con acierto y diligencia, y si al saber y práctica militar que le asistía se le hubiera agregado la conveniente fortaleza o mayor influjo para contrarrestar la opinión vulgar, hubiera al fin arreglado debidamente el ejército puesto a sus órdenes. Mas oprimido bajo el peso de aquella, tuvo que ceder a su impetuoso torrente, y pasar en los primeros días de julio a unirse en Benavente con el general Cuesta. Dejó solo en Manzanal la segunda división compuesta de cerca de 6000 hombres a las órdenes del mariscal de campo Don Rafael Martinengo, y en la Puebla de Sanabria un trozo de 1000 hombres a las del marqués de Valladares, el que obró después en Portugal de concierto con el ejército de aquella nación. Llegado que fue a Benavente con las otras tres divisiones, dejó allí la tercera al mando del brigadier Don Francisco Riquelme sirviendo como de reserva, y constando de 5000 hombres. Púsose en movimiento camino de Rioseco con la primera y cuarta división acaudilladas por el jefe de escuadra Don Felipe Jado Cagigal y el mariscal de campo marqués de Portago; llevó además el batallón de voluntarios de Navarra que pertenecía a la tercera. Se había también arreglado para la marcha una vanguardia que guiaba el conde de Maceda, grande de España, y coronel del regimiento de infantería de Zaragoza. Ascendía el número de esta fuerza a 15.000 hombres, la cual formaba con la de Cuesta un total de 22.000 combatientes. Contábanse entre unos y otros muchos paisanos vestidos todavía con su humilde y tosco traje, y no llegaban a 500 los jinetes. Reunidos ambos generales tomó el mando el de Castilla como más antiguo, si bien era muy inferior en número y calidad su tropa. No reinaba entre ellos la conveniente armonía. Repugnábanle a Blake muchas ideas de Cuesta, y ofendíase este de que un general nuevamente promovido y por una autoridad popular pudiese ser obstáculo a sus planes. Pero el primero por desgracia sometiéndose a la superioridad que daban al de Castilla los años, la costumbre del mando y sobre todo ser su dictamen el que con más gusto y entusiasmo abrazaba la muchedumbre, no se opuso según hemos visto a salir de Benavente ni al tenaz propósito de ir al encuentro del enemigo por las llanuras que se extendían por el frente.

 

Batalla de Rioseco, 14 de julio.

Noticiosos los franceses del intento de los españoles quisieron adelantárseles, y el 9 salió de Burgos el general Bessières. No estaban el 13 a larga distancia ambos ejércitos, y al amanecer del 14 de julio se avistaron sus avanzadas en Palacios, legua y media distante de Rioseco. El de los franceses constaba de 12.000 infantes y más de 1500 caballos: superior en número el de los españoles era inferiorísimo en disciplina, pertrechos y sobre todo en caballería, tan necesaria en aquel terreno, siendo de admirar que con ejército tan novel y desapercibido se atreviese Cuesta a arriesgar una acción campal.

La desunión que había entre los generales españoles, si no del todo manifiesta todavía, y la condición imperiosa y terca del de Castilla, impidieron que de antemano se tomasen mancomunadamente las convenientes disposiciones. Blake, en la tarde del 13, al aviso de que los franceses se acercaban, pasó desde Castromonte, en donde tenía su cuartel general, a Rioseco, en cuya ciudad estaba el de Cuesta, y juntos se contentaron con reconocer el camino que va a Valladolid, persuadido el último que por allí habían de atacar los franceses. A esto se limitaron las medidas previamente combinadas.

Volviendo Don Joaquín Blake a su campo, preparó su gente, reconoció de nuevo el terreno, y a las dos de la madrugada del 14 situó sus divisiones en el paraje que le pareció más ventajoso, no esperando grande ayuda de la cooperación de Cuesta. Empezó sin embargo este a mover su tropa en la misma dirección a las cuatro de la mañana; pero de repente hizo parada, sabedor de que el enemigo avanzaba del lado de Palacios a la izquierda del camino que de Rioseco va a Valladolid. Advertido Blake tuvo también que mudar de rumbo y encaminarse a aquel punto. Ya se deja discurrir de cuánto daño debió de ser para alcanzar la victoria movimiento tan inesperado, teniendo que hacerse por paisanos y tropas bisoñas. Culpa fue grande del general de Castilla no estar mejor informado en un tiempo en que todos andaban solícitos en acechar voluntariamente los pasos del ejército francés. Cuesta temiendo ser atacado pidió auxilio al general Blake, quien le envió su cuarta división al mando del marqués de Portago, y se colocó él mismo con la vanguardia, los voluntarios de Navarra y primera división en la llanura que a manera de mesa forma lo alto de una loma puesta a la derecha del camino que media entre Rioseco y Palacios, y a cuyo descampado llaman los naturales campos de Monclín. Constaba esta fuerza de 9000 hombres. No era respetable la posición escogida, siendo por varios puntos de acceso no difícil. Cuesta se situó detrás a la otra orilla del camino, dejando entre sus cuerpos y los de Blake un claro considerable. Mantúvose así apartado por haber creído, según parece, que eran franceses los soldados del provincial de León que se mostraron a lo lejos por su izquierda, y quizá también llevado de los celos que le animaban contra el otro general su compañero.

Al avanzar dudó un momento el mariscal Bessières si acometería a los españoles, imaginándose que eran muy superiores en número a los suyos. Pero habiendo examinado de más cerca la extraña disposición, por la cual quedaba un claro en tanto grado espacioso que parecían las tropas de su frente más bien ejércitos distintos que separados trozos de uno mismo y solo, recordó lo que había pasado allá en Cabezón, y arremetiendo sin tardanza resolvió interponerse entre Blake y Cuesta. Había juzgado el francés que eran dos líneas diversas, y que la ignorancia e impericia de los jefes había colocado a los soldados tan distantes unos de otros. Difícil era por cierto presumir que el interés de la patria, o por lo menos el honor militar, no hubiese acallado en un día de batalla mezquinas pasiones. Nosotros creemos que hubo de parte de Cuesta el deseo de campear por sí solo y acudir al remedio de la derrota luego que hubiese visto destrozado en parte o por lo menos muy comprometido a su rival. No era dado a su ofendido orgullo descubrir lo arriesgado y aun temerario de tal empresa. De su lado Blake hubiera obrado con mayor prudencia si conociendo la inflexible dureza de Cuesta, hubiese evitado exponerse a dar batalla con una parte reducida de su ejército.

Prosiguiendo Bessières en su propósito ordenó que el general Merle y Sabatier acometiesen el primero la izquierda de la posición de Blake y el segundo su centro. Iba con ellos el general Lassalle acompañado de dos escuadrones de caballería. Resistieron con valor los nuestros, y muchos aunque bisoños aguantaron la embestida, como si estuvieran acostumbrados al fuego de largo tiempo. Sin embargo el general Merle encaramándose del lado del camino por el tajo de la meseta, los nuestros comenzaron a ciar, y a desordenarse la izquierda de Blake. En tanto avanzaba Mouton para acometer a los de Cuesta, e interponerse entre los dos grandes y separados trozos del ejército español. A su vista los carabineros reales y guardias de Corps, sin aguardar aviso se movieron y en una carga bizarrísima arrollaron las tropas ligeras del enemigo, y las arrojaron en una torrentera de las que causan en aquel país las lluvias. Fue al socorro de los suyos la caballería de la guardia imperial, y nuestros jinetes cediendo al número se guarecieron de su infantería. Cayeron muertos en aquel lance los ayudantes mayores de carabineros Escobedo y Chaperón, lidiando este bravamente y cuerpo a cuerpo con varios soldados del ejército contrario. Arreciando la pelea, se adelantó la cuarta división de Galicia, puesta antes a las órdenes inmediatas de Cuesta con consentimiento de Blake. Dicen unos que obró por impulso propio, otros por acertada disposición del primer general. Iban en ella dos batallones de granaderos entresacados de varios regimientos, el provincial de Santiago y el de línea de Toledo, a los que se agregaron algunos bisoños entre otros el de Covadonga. Arremetieron con tal brío que fueron los franceses rechazados y deshechos, cogiendo los nuestros cuatro cañones. Momento apurado para el enemigo y que dio indicio de cuán otro hubiera sido el éxito de la batalla a haber habido mayor acuerdo entre los generales españoles. Mas la adquirida ventaja duró corto tiempo. En el intervalo había crecido el desorden y la derrota en las tropas de Blake. En balde este general había querido contener al enemigo con la columna de granaderos provinciales que tenía como en reserva. Estos no correspondieron a lo que su fama prometía por culpa en gran parte de algunos de los jefes. Fueron como los demás envueltos en el desorden, y caballos enemigos que subieron a la altura acabaron de aumentar la confusión. Entonces Merle más desembarazado revolvió sobre la cuarta división que había alcanzado la ventaja arriba indicada, y flanqueándola por su derecha la contuvo y desconcertó. Los franceses luego acometieron intrépidamente por todos lados, extendiéronse por la meseta o alto de la posición de Blake, y todo lo atropellaron y desbarataron, apoderándose de nuestras no aguerridas tropas la confusión y el espanto. Individualmente hubo soldados, y sobre todo oficiales que vendieron caras sus vidas, contándose entre los más valerosos al ilustre conde de Maceda, quien, pródigo de su grande alma, cual otro Paulo, prefirió arrojarse a la muerte antes que ver con sus ojos la rota de los suyos. Vanos fueron los esfuerzos del general Blake y de los de su estado mayor, particularmente de los distinguidos oficiales Don Juan Moscoso, Don Antonio Burriel y Don José Maldonado para rehacer la gente. Eran sordos a su voz los más de los soldados, manteniéndose por aquel punto solo unido y lidiando el batallón de voluntarios de Navarra mandado por el coronel Don Gabriel de Mendizábal. Cundiendo el desorden no fue tampoco dable a Cuesta impedir la confusión de los suyos, y ambos generales españoles se retiraron a corta distancia uno de otro sin ser muy molestados por el enemigo; pero entre sí con ánimo más opuesto y enconado. Tomaron el camino de Villalpando y Benavente. Pasó de 4000 la pérdida de los nuestros entre muertos, heridos, prisioneros y extraviados, con varias piezas de artillería. De los contrarios perecieron unos 300 y más de 700 fueron los heridos. Lamentable jornada debida a la obstinada ceguedad e ignorancia de Cuesta, al poco concierto entre él y Blake, y a la débil y culpable condescendencia de la junta de Galicia. La tropa bisoña y aun el paisanaje habiendo peleado largo rato con entusiasmo y denuedo, claramente mostraron lo que con mayor disciplina y mejor acuerdo de los jefes hubieran podido llevar a glorioso remate. Mucho perjudicó a la causa de la patria tan triste suceso. Se perdieron hombres, se consumieron en balde armas y otros pertrechos, y sobre todo se menoscabó en gran manera la confianza.

Rioseco pagó duramente la derrota padecida casi a sus puertas. Nunca pudo autorizar el derecho de la guerra el saqueo y destrucción de un pueblo que por sí no había opuesto resistencia. Mas el enemigo con pretexto de que soldados dispersos habían hecho fuego cerca de los arrabales, entró en la ciudad matando por calles y plazas. Los vecinos que quisieron fugarse murieron casi todos a la salida. Allanaron los franceses las casas, los conventos y los templos, destruyeron las fábricas, robándolo todo y arruinándolo. Quitaron la vida a mozos, ancianos y niños, a religiosos y a varias mujeres, violándolas a presencia de sus padres y maridos. Lleváronse otras al campamento, abusando de ellas hasta que hubieron fallecido. Quemaron más de cuarenta casas, y coronaron tan horrorosa jornada con formar de la hermosa iglesia de Santa Cruz un infame lupanar, en donde fueron víctima del desenfreno de la soldadesca muchas monjas, sin que se respetase aun a las muy ancianas. No pocas horas duró el tremendo destrozo.

Bessières después de avanzar hasta Benavente persiguió a Cuesta camino de León, a cuya ciudad llegó este el 17, abandonándola en la noche del 18 para retirarse hacia Salamanca. El general francés que había dudado antes si iría o no a Portugal, sabiendo este movimiento y el que Blake y los asturianos se habían replegado detrás de las montañas, desistió de su intento y se contentó con entrar en León y recorrer la tierra llana. Desde el 22 abrió el mariscal francés correspondencia con Blake haciéndole proposiciones muy ventajosas para que él y su ejército reconociesen a José. Respondiole el general español con firmeza y decoro, concluyendo los tratos con una carta de este demasiadamente vanagloriosa, y una respuesta de su contrario atropellada y en que se pintaba el enfado y despecho.

La batalla de Rioseco, fatal para los españoles, llenó de júbilo a Napoleón, comparándola con la de Villaviciosa que había asegurado la corona en las sienes de Felipe V. Satisfecho con la agradable nueva, o más bien sirviéndole de honroso y simulado motivo, abandonó a Bayona, de donde el 21 de julio por la noche salió para París, visitando antes los departamentos del mediodía. No fue la vez primera ni la única en que alejándose a tiempo, procuraba que sobre otros recayesen las faltas y errores que se cometían en su ausencia.

José, a quien dejamos a la raya de España y pisando su territorio, el 9 de julio había seguido su camino a cortas jornadas. A doquiera que llegaba acogíanle fríamente; las calles de los pueblos estaban en soledad y desamparo, y no había para recibirle sino las autoridades que pronunciaban discursos, forzadas por la ocupación francesa. El 16 supo en Burgos las resultas de la batalla de Rioseco, con lo que más desahogadamente le fue lícito continuar su viaje a Madrid. En el tránsito quiso manifestarse afable, lo cual dio ocasión a los satíricos donaires de los que le oían. Porque poco práctico en la lengua española, alteraba su pureza con vocablos y acento de la italiana, y sus arengas en vez de cautivar los ánimos solo los movían a risa y burla.

El 20 en fin llegó a Chamartín a mediodía y se apeó en la quinta del duque del Infantado, disponiéndose a hacer su entrada en Madrid. Verificola pues en aquella propia tarde a las seis y media, yendo por la puerta de Recoletos, calle de Alcalá y Mayor hasta palacio. Habían mandado colgar y adornar las casas. Raro o ninguno fue el vecino que obedeció. Venía escoltado para seguridad y mayor pompa de mucha infantería y caballería, generales y oficiales de estado mayor, y contados españoles de los que estaban más comprometidos. Interrumpíase la silenciosa marcha con los solos vivas de algunos franceses establecidos en Madrid, y con el estruendo de la artillería. Las campanas en lugar de tañer como a fiesta las hubo que doblaron a manera de día de difuntos. Pocos fueron los habitantes que se asomaron o salieron a ver la ostentosa solemnidad. Y aun el grito de uno que prorrumpió en viva Fernando VII, causó cierto desorden por el recelo de alguna oculta trama. Recibimiento que representaba al vivo el estado de los ánimos, y singular en su contraste con el que se había dado a Fernando VII en 24 de marzo. Asemejose muy mucho al de Carlos de Austria en 1710, en el que se mezclaron con los pocos vítores que le aplaudían, varios que osaron aclamar a Felipe V. Pero José no se ofendió ni de extraños clamores ni de la expresiva soledad como el austriaco. Este al llegar a la puerta de Guadalajara torció a la derecha y se salió por la calle de Alcalá diciendo: «que era una corte sin gente.» José se posesionó de Palacio y desde luego admitió a cumplimentarle a las autoridades, consejos y principales personas al efecto citadas.

 

Retrato de José.

Ahora no parecerá fuera de propósito que nos detengamos a dar una idea, si bien sucinta, del nuevo rey, de su carácter y prendas. Comenzaremos por asentar con desapasionada libertad, que en tiempos serenos y asistido de autoridad, si no más legítima por lo menos de origen menos odioso, no hubiera el intruso deshonrado el solio, mas sí cooperado a la felicidad de España. José había nacido en Córcega, año de 1768. Habiendo estudiado en el colegio de Autun en Borgoña, volvió a su patria en 1785 en donde después fue individuo de la administración departamental, a cuya cabeza estaba el célebre Paoli. Casado en 1794 con una hija de Mr. Clary, hombre de los más acaudalados de Marsella, acompañó al general Bonaparte en su primera campaña de Italia. Hallábase embajador en Roma a la sazón que sublevándose el pueblo acometió su palacio y mató a su lado al general Duphot. Miembro a su regreso del consejo de los Quinientos, defendió con esfuerzo a su hermano que entonces en Egipto era vivamente atacado por el directorio. Después de desempeñar comisiones importantes y de haber firmado el concordato con el Papa, los tratados de Luneville, Amiens y otros, tomó asiento en el senado. Mas cuando Napoleón convirtió la Francia en un vasto campo militar y sus habitantes en soldados, ciñó a su hermano la espada, dándole el mando del cuarto regimiento de línea, uno de los destinados al tan pregonado desembarco de Inglaterra. No descolló empero en las armas, cual conviniera al que fue a domeñar después una nación fiera y altiva como la española. Al subir Napoleón al trono ofreció a José la corona de Lombardía que se negó a admitir, accediendo en 1806 a recibir la de Nápoles, cuyo reino gobernó con algún acierto. Fue en España más desgraciado a pesar de las prendas que le adornaban. Nacido en la clase particular y habiendo pasado por los vaivenes y trastornos de una gran revolución política, poseía a fondo el conocimiento de los negocios públicos y el de los hombres. Suave de condición, instruido y agraciado de rostro, y atento y delicado en sus modales, hubiera cautivado a su partido las voluntades españolas, si antes no se las hubiera tan gravemente lastimado en su pundonoroso orgullo. Además la extrema propensión de José a la molicie y deleites oscureciendo algún tanto sus bellas dotes, dio ocasión a que se inventasen respecto de su persona ridículas consejas y cuentos creídos por una multitud apasionada y enemiga. Así fue que no contentos con tenerle por ebrio y disoluto, deformáronle hasta en su cuerpo fingiendo que era tuerto. Su misma locución fácil y florida le perjudicó en gran manera, pues arrastrado de su facundia se arrojaba, como hemos advertido, a pronunciar discursos en lengua que no le era familiar, cuyo inmoderado uso unido a la fama exagerada de sus defectos, provocó a componer farsas populares que, representadas en todos los teatros del reino, contribuyeron no tanto al odio de su persona como a su desprecio, afecto del ánimo más temible para el que anhela afianzar en sus sienes una corona. Por tanto, José, si bien enriquecido de ciertas y laudables calidades, carecía de las virtudes bélicas y austeras que se requerían entonces en España, y sus imperfecciones, débiles lunares en otra coyuntura, se ofrecían abultadas a los ojos de una nación enojada y ofendida.

Los pocos días que el nuevo rey residió en Madrid se pasaron en ceremonias y cumplidos. Se señaló el 25 de julio para su proclamación. Prefirieron aquel día por ser el de Santiago, creyendo así agradar a la devoción española que le reconocía como patrón del reino. Hizo las veces de alférez mayor el conde de Campo de Alange, estando ausente y habiendo rehusado asistir el marqués de Astorga a quien de derecho competía.

Todas las autoridades, después de haber cumplimentado a José, le prestaron, con los principales personajes, juramento de fidelidad. Solo se resistieron el consejo de Castilla Consejo

de Castilla. y la sala de alcaldes. Muy de elogiar sería la conducta del primero, si con empeño y honrosa porfía se hubiera antes constantemente opuesto a las resoluciones de la autoridad intrusa. Había sí a veces suprimido la fórmula, al publicar sus decretos, de que estos se guardasen y cumpliesen, pero imprimiéndose y circulándose a su nombre: el pueblo, que no se detenía en otras particularidades, achacaba al consejo y vituperaba en él la autorización de tales documentos, y los hombres entendidos deploraban que se sirviese de un efugio indigno de supremos magistrados. Porque al paso que doblaban la cerviz al usurpador, buscaban con sutilezas e impropios ardides un descargo a la severa responsabilidad que sobre ellos pesaba: proceder que los malquistó con todos los partidos.

Desde la llegada de José a España habíase ordenado al consejo que se dispusiese a prestar el debido juramento. En el 22 de julio expresamente se le reiteró cumpliese con aquel acto, según lo prevenido en la constitución de Bayona, la cual ya de antemano se le había ordenado que circulase. El consejo sabedor de la resistencia general de las provincias, y previendo el compromiso a que se exponía, había procurado dar largas, y no antes del 24 respondió a las mencionadas órdenes. En dicho día remitió dos representaciones que abrazaban ambos puntos el del juramento y el de la constitución. A cerca de la última expuso: «que él no representaba a la nación, y sí únicamente las cortes, las que no habían recibido la constitución. Que sería una manifiesta infracción de todos los derechos más sagrados el que tratándose, no ya del establecimiento de una ley sino de la extinción de todos los códigos legales y de la formación de otros nuevos, se obligase a jurar su observancia antes que la nación los reconociese y aceptase.» Justa y saludable doctrina de que en adelante se desvió con frecuencia el mismo consejo.

Hasta en el presente negocio cedió al fin respecto de la constitución de Bayona, cuya publicación y circulación tuvo efecto con su anuencia en 26 de julio. Animáronle a continuar en la negativa del pedido juramento los avisos confidenciales que ya llegaban del estado apurado de los franceses en Andalucía: por lo cual el 28 insistió en las razones alegadas, añadiendo nuevas de conciencia. A unas y a otras le hubiera la necesidad obligado a encontrar salida y someterse a lo que se le ordenaba, según antes había en todo practicado, si grandes acontecimientos allende la Sierra Morena no hubieran distraído de los escrúpulos del consejo y suscitado nuevos e impensados cuidados al gobierno intruso.

Al llegar aquí de suyo se nombra la batalla de Bailén: memorable suceso que exige lo refiramos circunstanciadamente.

No habrá el lector olvidado como Dupont después de abandonar a Córdoba se había replegado a Andújar, y asentando allí su cuartel general, sucesivamente había recibido los refuerzos que le llevaron los generales Vedel y Gobert. Antes de esta retirada y para impedirla se había formado un plan por los españoles. Don Francisco Javier Castaños se oponía a que este se realizase, pensando quizá fundadamente que ante todo debía organizarse el ejército en un campo atrincherado delante de Cádiz. En tanto Dupont frustró con su movimiento retrógrado el intento que había habido de rodearle. Alentáronse los nuestros, y solo Castaños insistió de nuevo en su anterior dictamen. Inclinábase a adoptarle la junta de Sevilla hasta que arrastrada por la voz pública, y noticiosa de que tropas de refresco avanzaban a unirse al enemigo, determinó que se le atacase en Andújar.

Castaños desde que había tomado el mando del ejército de Andalucía, había tratado de engrosarle, y disciplinar a los innumerables paisanos que se presentaban a alistarse voluntariamente. En Utrera estableció su cuartel general, y en aquel pueblo y Carmona se juntaron unas en pos de otras todas las fuerzas, así las que venían de San Roque, Cádiz y Sevilla, como las que con Echevarri habían peleado en Alcolea. No tardaron mucho las de Granada en aproximarse y darse la mano con las demás. Para mayor seguridad rogó Castaños al general Spencer, quien con 5000 ingleses según se apuntó estaba en Cádiz a bordo de la escuadra de su nación, que desembarcase y tomase posición en Jerez. Por entonces no condescendió este general con su deseo, prefiriendo pasar a Ayamonte y sostener la insurrección de Portugal. No tardó sin embargo el inglés en volver y desembarcar en el Puerto de Santa María, en donde permaneció corto tiempo sin tomar parte en la guerra de Andalucía.

Puestos de inteligencia los jefes españoles dispusieron su ejército en tres divisiones con un cuerpo de reserva. Mandaba la primera Don Teodoro Reding con la gente de Granada; la segunda el marqués de Coupigny, y se dejó la tercera a cargo de Don Félix Jones que debía obrar unida a la reserva capitaneada por Don Manuel de la Peña. El total de la fuerza ascendía a 25.000 infantes y 2000 caballos. A las órdenes de Don Juan de la Cruz había una corta división, compuesta de las compañías de cazadores de algunos cuerpos, de paisanos y otras tropas ligeras, con partidas sueltas de caballería, que en todo ascendía a 1000 hombres. También Don Pedro Valdecañas mandaba por otro lado pequeños destacamentos de gente allegadiza.

Los españoles, avanzando, se extendieron desde el 1.º de julio por el Carpio y ribera izquierda del Guadalquivir. Los franceses para buscar víveres y cubrir su flanco habían al propio tiempo enviado a Jaén al general de brigada Cassagne con 1500 hombres. A las once del mismo día, acercándose los franceses a la ciudad, tuvieron varios reencuentros con los nuestros, y hasta el 3 que por la noche la desampararon estuvieron en continuado rebato y pelea, ya con paisanos y ya con el regimiento de suizos de Reding y voluntarios de Granada, que habían acudido a la defensa de los suyos. Dupont, sabedor del movimiento del general Castaños, no queriendo tener alejadas sus fuerzas, había ordenado a Cassagne que retrocediese, y así se libertó Jaén de la ocupaciónp de unos soldados que tanto daño le habían ocasionado en la primera.

Instando de todos lados para que se acometiese decididamente al enemigo, celebraron en Porcuna el 11 de julio los jefes españoles un consejo de guerra en el que se acordó el plan de ataque. Conforme a lo convenido debía Don Teodoro Reding cruzar el Guadalquivir por Mengíbar y dirigirse sobre Bailén, sosteniéndole el marqués de Coupigny que había de pasar el río por Villanueva. Al mismo tiempo Don Francisco Javier Castaños quedó encargado de avanzar con la tercera división y la reserva y atacar de frente al enemigo, cuyo flanco derecho debía ser molestado por las tropas ligeras y cuerpos francos de Don Juan de la Cruz, quien atravesando por el puente de Marmolejo, que aunque cortado anteriormente estaba ya transitable, se situó al efecto en las alturas de Sementera.

El 13 se empezó a poner en obra el concertado movimiento, y el 15 hubo varias escaramuzas. Dupont inquieto con las tropas que veía delante de sí, pidió a Vedel que le enviase de Bailén el socorro de una brigada; pero este no queriendo separarse de sus soldados fue en persona con su división, dejando solamente a Liger-Belair con 1300 hombres para guardar el paso de Mengíbar. En el mismo 15 los franceses atacaron a Cruz, quien después de haber combatido bizarramente se transfirió a Peñascal de Morales, replegándose los enemigos a sus posiciones. No hubo en el 16 por el frente, o sea del lado de Castaños, sino un recio cañoneo; pero fue grave y glorioso para los españoles el choque en que se vio empeñado en el propio día el general Reding.

Según lo dispuesto trató este general de atacar al enemigo, y al tiempo que le amenazaba en su posición de Mengíbar, a las cuatro de la mañana cruzó el río a media legua por el vado apellidado del Rincón. Le desalojó de todos los puntos, y obligó a Liger-Belair a retirarse hacia Bailén, de donde volando a su socorro el general Gobert, recibió este un balazo en la cabeza, de que murió poco después. Cuerpos nuevos como el de Antequera y otros se estrenaron aquel día con el mayor lucimiento. Contribuyó en gran manera al acierto de los movimientos el experto y entendido mayor general Don Francisco Javier Abadía. Nada embarazaba ya la marcha victoriosa de los españoles; mas Reding como prudente capitán suspendió perseguir al enemigo, y repasando por la tarde el río aguardó a que se le uniese Coupigny. Pareció ser día de buen agüero porque en 1212 en el mismo 16 de julio, según el cómputo de entonces, habíase ganado la célebre batalla de las Navas de Tolosa, pueblo de allí poco distante: siendo de notar que el paraje en donde hubo mayor destrozo de moros, y que aún conserva el nombre de campo de matanza, fue el mismo en que cayó mortalmente herido el general Gobert.

De resultas de este descalabro determinó Dupont que Vedel tornase a Bailén, y arrojase los españoles del otro lado del río. Empezaba el terror a desconcertar a los franceses. Aumentose con la noticia que recibieron de lo ocurrido en Valencia, y por doquiera no veían ni soñaban sino gente enemiga. Así fue que Dufour, sucesor de Gobert, y Liger-Belair escarmentados con la pérdida que el 16 experimentaron en Mengíbar, y temerosos de que los españoles mandados por Don Pedro Valdecañas, que habían acometido y sorprendido en Linares un destacamento francés, se apoderasen de los pasos de la sierra y fuesen después sostenidos por la división victoriosa de Reding, en vez de mantenerse en Bailén caminaron a Guarromán tres leguas distante. Ya se habían puesto en marcha cuando Vedel de vuelta de Andújar llegó al primer pueblo, y sin aguardar noticia ni aviso alguno recelándose que Dufour y su compañero pudiesen ser atacados prosiguió adelante, y uniéndose a ellos avanzaron juntos a la Carolina y Santa Elena.

En el intermedio y al día siguiente de la gloriosa acción que había ganado, movió el general Reding su campo, repasó de nuevo el río en la tarde del 17, e incorporándosele al amanecer el marqués de Coupigny entraron ambos el 18 en Bailén. Sin permitir a su gente largo descanso disponíanse a revolver sobre Andújar, con intento de coger a Dupont entre sus divisiones y las que habían quedado en los Visos, cuando impensadamente se encontraron con las tropas de dicho general, que de priesa y silenciosamente caminaban. Había el francés salido de Andújar al anochecer del 18, después de destruir el puente y las obras que para su defensa había levantado. Escogió la oscuridad deseoso de encubrir su movimiento, y salvar el inmenso bagaje que acompañaba a sus huestes.

 

Batalla de Bailén, 19 de julio.

Abría Dupont la marcha con 2600 combatientes, mandando Barbou la columna de retaguardia. Ni franceses ni españoles se imaginaban estar tan cercanos; pero los desengañó el tiroteo que de noche empezó a oírse en los puntos avanzados. Los generales españoles que estaban reunidos en una almazara o sea molino de aceite a la izquierda del camino de Andújar, paráronse un rato con la duda de si eran fusilazos de su tropa bisoña o reencuentro con la enemiga. Luego los sacó de ella una granada que casi cayó a sus pies a las doce y minutos de aquella misma noche, y principio ya del día 19. Eran en efecto fuegos de tropas francesas que habiendo las primeras y más temprano salido de Andújar, habían tenido el necesario tiempo para aproximarse a aquellos parajes. Los jefes españoles mandaron hacer alto, y Don Francisco Venegas Saavedra, que en la marcha capitaneaba la vanguardia, mantuvo el conveniente orden, y causó diversión al enemigo en tanto que la demás tropa ya puesta en camino volvía a colocarse en el sitio que antes ocupaba. Los franceses por su parte avanzaron más allá del puente que hay a media legua de Bailén. En unas y otras no empezó a trabarse formalmente la batalla hasta cerca de las cuatro de la mañana del citado 19. Aunque los dos grandes trozos o divisiones, en que se había distribuido la fuerza española allí presente, estaban al mando de los generales Reding y Coupigny, sometido este al primero, ambos jefes acudían indistintamente con la flor de sus tropas a los puntos atacados con mayor empeño. Les ayudó mucho para el acierto el saber y tino del mayor general Abadía.

La primera acometida fue por donde estaba Coupigny. Rechazáronla sus soldados vigorosamente, y los guardias valonas, suizos, regimientos de Bujalance, Ciudad Real, Trujillo, Cuenca, Zapadores y el de caballería de España embistieron las alturas que el enemigo señoreaba y le desalojaron. Roto este enteramente se acogió al puente, y retrocedió largo trecho. Reconcentrando en seguida Dupont sus fuerzas volvió a posesionarse de parte del terreno perdido, y extendió su ataque contra el centro y costado derecho español en donde estaba Don Pedro Grimarest. Flaqueaban los nuestros de aquel lado, pero auxiliados oportunamente por Don Francisco Venegas, fueron los franceses del todo arrollados teniendo que replegarse. Muchas y porfiadas veces repitieron los enemigos sus tentativas por toda la línea, y en todas fueron repelidos con igual éxito. Manejaron con destreza nuestra artillería los soldados y oficiales de aquella arma, mandados por los coroneles Don José Juncar y Don Antonio de la Cruz, consiguiendo desmontar de un modo asombroso la de los contrarios. La sed causada por el intenso calor era tanta que nada disputaron los combatientes con mayor encarnizamiento como el apoderarse, ya unos ya otros, de una noria sita más abajo de la almazara antes mencionada.

A las doce y media de la mañana Dupont lleno de enojo púsose con todos los generales a la cabeza de las columnas, y furiosa y bravamente acometieron juntos al ejército español. Intentaron con particular arrojo romper nuestro centro, en donde estaban los generales Reding y Abadía, llegando casi a tocar con los cañones los marinos de la guardia imperial. Vanos fueron sus esfuerzos, inútil su conato. Tanto ardimiento y maestría se estrelló contra la bravura y constancia de nuestros guerreros. Cansados los enemigos, del todo decaídos, menguados sus batallones, y no encontrando refugio ni salida, propusieron una suspensión de armas que aceptó Reding.

Mientras que la victoria coronaba con sus laureles a este general, Don Juan de la Cruz no había permanecido ocioso. Informado del movimiento de Dupont en la misma noche del 18 se adelantó hasta los Baños, y colocándose cerca del Herrumblar a la izquierda del enemigo, le molestó bastantemente. Castaños debió tardar más en saber la retirada de los franceses, puesto que hasta la mañana del 19 no mandó a Don Manuel de la Peña ponerse en marcha. Llevó este consigo la tercera división de su mando reforzada, quedándose con la reserva en Andújar el general en jefe. Peña llegó cuando se estaba ya capitulando: había antes tirado algunos cañonazos para que Reding estuviese advertido de su llegada, y quizá este aviso aceleró el que los franceses se rindiesen.

Vedel en su correría no habiendo descubierto por la sierra tropas españolas, unido con Dufour permaneció el 18 en la Carolina, después de haber dejado para resguardar el paso en Santa Elena y Despeñaperros dos batallones y algunas compañías. Allí estaba cuando al alborear del 19 oyendo el cañoneo del lado de Bailén, emprendió su marcha, aunque lentamente, hacia el punto de donde partía el ruido. Tocaba ya a las avanzadas españolas, y todavía reposaban estas con el seguro de la pactada tregua. Advertido sin embargo Reding envió al francés un parlamento con la nueva de lo acaecido. Dudó Vedel si respetaría o no la suspensión convenida, mas al fin envió un oficial suyo para cerciorarse del hecho.

Ocupaban por aquella parte los españoles las dos orillas del camino. En la ermita de San Cristóbal, que está a la izquierda yendo de Bailén a la Carolina, se había situado un batallón de Irlanda, y el regimiento de Órdenes Militares al mando de su valiente coronel Don Francisco de Paula Soler: enfrente y del otro lado se hallaba otro batallón de dicho regimiento de Irlanda con dos cañones. Pesaroso Vedel de haber suspendido su marcha, u obrando quizá con doblez, media hora después de haber contestado al parlamento de Reding, y de haber enviado un oficial a Dupont, mandó al general Cassagne que atacase el puesto de los españoles últimamente indicado. Descansando nuestros soldados en la buena fe de lo tratado, fuele fácil al francés desbaratar al batallón de Irlanda que allí había, cogerle muchos prisioneros, y aun los dos cañones. Mayor oposición encontró el enemigo en las fuerzas que mandaba Soler, quien aguantó bizarramente la acometida que le dio el jefe de batallón Roche. Interesaba mucho aquel punto de la ermita de San Cristóbal, porque se facilitaba apoderándose de ella la comunicación con Dupont. Viendo la porfiada y ordenada resistencia que los españoles ofrecían, iba Vedel a atacar en persona la ermita, cuando recibió la orden de su general en jefe de no emprender cosa alguna, con lo que cesó en su intento calificado por los españoles de alevoso.

Negociábase pues el armisticio que antes se había entablado. Fue enviado por Dupont para abrir los tratos el capitán Villoutreys de su estado mayor. Pedía el francés la suspensión de armas y el permiso de retirarse libremente a Madrid. Concedió Reding la primera demanda, advirtiendo que para la segunda era menester abocarse con Don Francisco Javier Castaños que mandaba en jefe. A él se acudió autorizando los franceses al general Chabert para firmar un convenio. Inclinábase Castaños a admitir la proposición de dejar a los enemigos repasar sin estorbo la Sierra Morena. Pero la arrogancia francesa disgustando a todos, excitó al conde de Tilly a oponerse, cuyo dictamen era de gran peso como de individuo de la junta de Sevilla, y de hombre que tanta parte había tomado en la revolución. Vino en su apoyo el haberse interceptado un despacho de Savary de que era portador el oficial Mr. de Fénelon. Preveníasele a Dupont en su contenido que se recogiese al instante a Madrid en ayuda de las tropas que iban a hacer rostro a los generales Cuesta y Blake que avanzaban por la parte de Castilla la Vieja. Tilly a la lectura del oficio insistió con ahínco en su opinión, añadiendo que la victoria alcanzada en los campos de Bailén de nada serviría sino de favorecer los deseos del enemigo, caso que se permitiese a sus soldados ir a juntarse con los que estaban allende la sierra. A sus palabras irritados los negociadores franceses se propasaron en sus expresiones hablando mal de los paisanos españoles y exagerando sus excesos. No quedaron en zaga en su réplica los nuestros, echándoles en cara escándalos, saqueos y perfidias. De ambas partes agriándose sobremanera los ánimos, rompiéronse las entabladas negociaciones.

Mas los franceses no tardaron en renovarlas. La posición de su ejército por momentos iba siendo más crítica y peligrosa. Al ruido de la victoria había acudido de la comarca la población armada, la cual y los soldados vencedores estrechando en derredor al enemigo abatido y cansado, sofocado con el calor y sediento, le sumergían en profunda aflicción y desconsuelo. Los jefes franceses no pudiendo los más sobrellevar la dolorosa vista que ofrecían sus soldados, y algunos, si bien los menos, temerosos de perder el rico botin que los acompañaba, generalmente persistieron en que se concluyese una capitulación. Y como las primeras conferencias no habían tenido feliz resulta, se escogió para ajustarla al general Marescot que por acaso se había incorporado al ejército de Dupont. De antiguo conocía al nuevo plenipotenciario Don Francisco Javier Castaños, y lisonjeáronse los que le eligieron con que su amistad llevaría la negociación a pronto y cumplido remate.

Habíanse ya trabado nuevas pláticas, y todavía hubo oficiales franceses que escuchando más a los ímpetus de su adquirida gloria que a lo que su situación y la fe empeñada exigían, propusieron embestir de repente las líneas españolas, y uniéndose con Vedel salvarse a todo trance. Dupont mismo sobrecogido y desatentado dio órdenes contradictorias, y en una de ellas insinuó a Vedel que se considerase como libre y se pusiese en cobro. Bastole a este general el permiso para empezar a retirarse por la noche burlándose de la tregua. Notando los españoles su fuga, intimaron a Dupont que de no cumplir él y los suyos la palabra dada, no solamente se rompería la negociación, sino que también sus divisiones serían pasadas a cuchillo. Arredrado con la amenaza, envió el francés oficiales de su estado mayor que detuviesen en la marcha a Vedel, el cual aunque cercado de un enjambre de paisanos, y hostigado por el ejército español, vaciló si había o no de obedecer. Mas aterrorizados oficiales y soldados, era tanto su desaliento que de veintitrés jefes que convocó a consejo de guerra, solo cuatro opinaron que debía continuarse la comenzada retirada. Mal de su grado se sometió Vedel al parecer de la mayoría.

Se terminó pues la capitulación oscura y contradictoria en alguna de sus partes; lo que en seguida dio margen a disputas y altercados. Según los primeros artículos se hacía una distinción bien marcada entre las tropas del general Dupont y las de Vedel. Las unas eran consideradas como prisioneras de guerra, debiendo rendir las armas, y sujetarse a la condición de tales. A las otras si bien forzadas a evacuar la Andalucía, no se las obligaba a entregar las armas sino en calidad de depósito, para devolvérselas a su embarco. Pero esta distinción desaparecía en el artículo 6.º en donde se estipulaba que todas las tropas francesas de Andalucía se harían a la vela desde Sanlúcar y Rota para Rochefort en buques tripulados por españoles. Ignoramos si hubo o no malicia en la inserción del artículo. Si procedió de ardid de los negociadores franceses, enredáronse entonces en su propio lazo, pues no era hacedero aprestar los suficientes barcos con tripulación nacional. Tenemos por más probable que anhelando todos concluir el convenio se precipitaron a cerrarle, dejándole en parte ambiguo y vago.

La capitulación se firmó en Andújar el 22 de julio por Don Francisco Javier Castaños y el conde de Tilly a nombre de los españoles, y lo fue al de los franceses por los generales Marescot y Chabert. Al día siguiente desfiló la fuerza que estaba a las órdenes inmediatas del general Dupont por delante de la reserva y tercera división españolas, a cuyo frente se hallaban los generales Castaños y Don Manuel de la Peña. Se censuró que se diera la mayor honra y prez de la victoria a las tropas que menos habían contribuido a alcanzarla. Componíase la primera fuerza francesa de 8248 hombres, la cual rindió sus armas a 400 toesas del campo. El 24 se trasladó el mismo Castaños a Bailén, en donde las divisiones de Vedel y Dufour que constaban de 9393 hombres abandonaron sus fusiles, colocándolos en pabellones sobre el frente de banderas. Además entregaron unos y otros las águilas como también los caballos y la artillería que contaba 40 piezas. De suerte que entre los que habían perecido en la batalla, los rendidos y los que después sucesivamente se rindieron en la sierra y Mancha, pasaba el total del ejército enemigo de 21.000 hombres. El número de sus muertos ascendía a más de 2000 con gran número de heridos. Entre ellos perecieron el general Dupré y varios oficiales superiores. Dupont quedó también contuso. De los nuestros murieron 243, quedando heridos más de 700.

Día fue aquel de ventura y gloria para los españoles, de eterna fama para sus soldados, de terrible y dolorosa humillación para los contrarios. Antes vencedores estos contra las más aguerridas tropas de Europa, tuvieron que rendir ahora sus armas a un ejército bisoño compuesto en parte de paisanos y allegado tan apresuradamente que muchos sin uniforme todavía conservaban su antiguo y tosco vestido. Batallaron sin embargo los franceses con honra y valentía; cedieron a la necesidad, pero cedieron sin afrenta. Algunos de sus caudillos no pudieron ponerse a salvo de una justa y severa censura. Allá en Roma en parecido trance pasaron sus cónsules bajo el yugo despojados, y medio desnudos al decir de Tito Livio: «aquí hubo jefes que tuvieron más cuenta con la mal adquirida riqueza que con el buen nombre.» No ha faltado entre sus compatriotas quien haya achacado la capitulación al deseo de no perder el cuantioso botín que consigo llevaban. Pudo caber tan ruin pensamiento en ciertos oficiales, mas no en su mayor y más respetable número. Guerreros bravos y veteranos lidiaron con arrojo y maestría; sometiéronse a su mala estrella y a la dicha y señalado brío de los españoles.

La victoria pesada en la balanza de la razón casi tocó en portento. Cierto que las divisiones de Reding y de Coupigny, únicas que en realidad lidiaron, contaban un tercio de fuerza más que las de Dupont, constando estas de 8000 hombres, y aquellas de 14.000. ¡Pero qué inferioridad en su composición! Las francesas superiorísimas en disciplina, bajo generales y oficiales inteligentes y aguerridos, bien pertrechadas y con artillería completa y bien servida, tenían la confianza que dan tamañas ventajas y una serie no interrumpida de victorias. Las españolas mal vestidas y armadas, con oficiales por la mayor parte poco prácticos en el arte de la guerra y con soldados inexpertos, eran más bien una masa de hombres de repente reunidos, que un ejército en cuyas filas hubiese la concordancia y orden propios de un ejército a punto de combatir. Nuestra caballería por su mala organización conceptuábase como nula a pesar del valor de los jinetes, al paso que la francesa brillaba y se aventajaba por su arreglo y destreza. La posición ocupada por los españoles no fue más favorable que la de los enemigos, habiendo al contrario tenido estos la fortuna de acometer los primeros a los nuestros que comenzaban su marcha. Podrá alegarse que hallándose a la retaguardia de Dupont las fuerzas de Castaños y Peña, se le inutilizaba a aquel su superioridad viéndose así perseguido y estrechado; pero en respuesta diremos que también Reding tuvo a sus espaldas las tropas de Vedel, con la diferencia que las de Peña nunca llegaron al ataque, y las otras le realizaron por dos veces. No es extraño que mortificados los vencidos con la impensada rota, la hayan asimismo achacado a la penuria que experimentaban sus soldados, al cansancio y al calor terrible en aquella estación y en aquel clima. Pero si los víveres abundaban en el campo de los españoles, era igual o mayor la fatiga, y no herían con menos violencia los rayos del sol a muchos de los que siendo de provincias más frescas estaban tan desacostumbrados como los franceses a los ardores de las del mediodía, de que varios cayeron sofocados y muertos. Hanse reprendido a Dupont y a sus generales graves faltas, y ¡cuáles no cometieron los españoles! Si Vedel y los suyos corrieron a la Carolina tras un enemigo que no existía, Castaños y la Peña se pararon sobrado tiempo en los Visos de Andújar, figurándose tener delante un enemigo que había desaparecido. El general francés reputado como uno de los primeros de su nación, aventajábase en nombradía al español, habiéndose ilustrado con gloriosos hechos en Italia y en las orillas del Danubio y del Elba. Castaños, después de haber servido con distinción en la campaña de Francia de 1793, gozaba fama de buen oficial y de hombre esforzado, mas no había todavía tenido ocasión de señalarse como general en jefe. Suave de condición amábanle sus subalternos; mañero en su conducta acusábanle otros de saber aprovecharse en beneficio propio de las hazañas ajenas. Así fue que quisieron privarle de todo loor y gloria en los triunfos de Bailén. Juicio apasionado e injusto. Pues si a la verdad no asistió en persona a la acción, y anduvo lento en moverse de Andújar, no por eso dejó de tomar parte en la combinación y arreglo acordado para atacar y destruir al enemigo. Por lo demás la ventaja real que en esta célebre jornada asistió a los españoles, fue el puro y elevado entusiasmo que los animaba y la certeza de la justicia de la causa que defendían, al paso que los franceses decaídos en medio de un pueblo que los aborrecía, abrumados con su bagaje y sus riquezas, conservaban sí el valor de la disciplina y el suyo propio, pero no aquella exaltación sublime con que habían asombrado al mundo en las primeras campañas de la revolución.

Nos hemos detenido algún tanto en el cotejo de los ejércitos combatientes y en el de sus operaciones, no para dar preferencia en las armas a ninguna de las dos naciones, sino para descubrir la verdad y ponerla en su más espléndido y claro punto. Los habitadores de España y Francia como todos los de Europa igualmente bravos y dispuestos a las acciones más dignas y elevadas, han tenido sus tiempos de gloria y abatimiento, de fortuna y desdicha, dependiendo sus victorias o de la previsión y tino de sus gobiernos, o de la maestría de sus caudillos, o de aquellos acasos tan comunes en la guerra, y por los que con razón se ha dicho que las armas tienen sus días.

Los franceses después de haberse rendido, emprendieron su viaje hacia la costa de noche y a cortas jornadas. Además de las contradicciones e inconvenientes que en sí envolvía la capitulación, casi la imposibilitaban las circunstancias del día. La autoridad, falta de la necesaria fuerza, no podía enfrenar el odio que había contra los franceses, causadores de una guerra que Napoleón mismo calificó alguna vez de sacrílega. El modo pérfido con que ella había comenzado, los excesos, robos y saqueos cometidos en Córdoba y su comarca, tanto más pesados, cuanto recaían sobre pueblos no habituados desde siglos a ver enemigos en sus hogares, excitaban un clamor general, y creíase universalmente que ni pacto ni tratado debía guardarse con los que no habían respetado ninguno. En semejante conflicto la junta de Sevilla consultó con los generales Morla y Castaños acerca de asunto tan grave. Disintieron ambos en sus pareceres. Con razón el último sostenía el fiel cumplimiento de lo estipulado, en contraposición del primero que buscaba la aprobación y aplauso popular. Adhirió la junta al dictamen de este, aunque injusto e indebido. Para sincerarse circuló un papel en cuyo contexto intentó probar que los franceses habían infringido la capitulación, y que suya era la culpa si no se cumplía. Efugio indigno de la autoridad soberana cuando había una razón principalísima, y que fundadamente podía producirse, cual era la falta de transportes y marinería.

Por pequeña ocasión aumentáronse las dificultades. Acaeció pues en Lebrija que descubriéndose casualmente en las mochilas de algunos soldados más dinero que el que correspondía a su estado y situación, irritose en extremo el pueblo, y ellos para libertarse del enojo que había promovido el hallazgo, trataron de descargarse acusando a los oficiales. Del alboroto y pendencia resultaron muertes y desgracias. Propúsoseles entonces a los prisioneros que para evitar disturbios se sujetasen a un prudente registro, depositando los equipajes en manos de la autoridad. No cedieron al medio indicado, y otro incidente levantó en el Puerto de Santa María gran bullicio. Al embarcarse allí el 14 de agosto para pasar la bahía, cayose de la maleta de un oficial una patena y la copa de un cáliz. Fácil es adivinar la impresión que causaría la vista de semejantes objetos. Porque además de contravenirse a la capitulación en que se había expresamente estipulado la restitución de los vasos sagrados, se escandalizaba sobremanera a un pueblo que en tan gran veneración tenía aquellas alhajas. Encendidos los ánimos, se registraron los más de los equipajes, y apoderándose de ellos se maltrató a muchos prisioneros y se les despojó en general de casi todo lo que poseían.

Promovieron tales incidentes reclamaciones vivas del general Dupont y una correspondencia entre él y Don Tomás de Morla gobernador de Cádiz. Pedía el francés en ella los equipajes de que se había privado a los suyos, e insistiendo en su demanda contestole entre otras cosas Morla: «¿si podía una capitulación que solo hablaba de la seguridad de sus equipajes, darle la propiedad de los tesoros que con asesinatos, profanación de cuanto hay sagrado, crueldades y violencias había acumulado su ejército de Córdoba y otras ciudades? ¿Hay razón [continuaba], derecho ni principio que prescriba que se debe guardar fe ni aun humanidad a un ejército que ha entrado en un reino aliado y amigo so pretextos capciosos y falaces; que se ha apoderado de su inocente y amado rey y toda su familia con igual falacia; que les ha arrancado violentas e imposibles renuncias a favor de su soberano, y que con ellas se ha creído autorizado a saquear sus palacios y pueblos, y que porque no acceden a tan inicuo proceder, profanan sus templos y los saquean, asesinan sus ministros, violan las vírgenes, estupran a su placer bárbaro, y cargan y se apoderan de cuanto pueden transportar, y destruyen lo que no? ¿Es posible que estos tales tengan la audacia, oprimidos, cuando se les priva de estos que para ellos deberían ser horrorosos frutos de su iniquidad, reclamar los principios de honor y probidad?» Verdades eran estas si bien mal expresadas, por desgracia sobradamente obvias y de todos conocidas. Mas las perfidias y escándalos pasados no autorizaban el quebrantamiento de una capitulación contratada libremente por los generales españoles. ¿Qué sería de las naciones, qué de su progreso y civilización, si echándose recíprocamente en cara sus extravíos, sus violencias, olvidasen la fe empeñada y traspasasen y abatiesen los linderos que ha fijado el derecho público y de gentes? En Morla fue más reprensible aquel lenguaje siendo militar antiguo, y hombre que después a las primeras desgracias de su patria la abandonó villanamente y desertó al bando enemigo.

Al paso que con las victorias de Bailén fue en las provincias colmado el júbilo y universal y extremado el entusiasmo, se consternó y cayó como postrado el gobierno de Madrid. Empezó a susurrarse tan grave suceso en el día 23. De antemano y varias veces se había anunciado la deseada victoria como si fuera cierta, por lo que los franceses calificaban la voz esparcida de vulgar e infundada. Sacoles del error el aviso de que un oficial suyo se aproximaba con la noticia. Llegó pues este, y supieron los pormenores de la desgracia acaecida. Había cabido ser portador de la infausta nueva al mismo Mr. de Villoutreys, que había entablado en Bailén los primeros tratos, y a cuyo hado adverso tocaba el desempeño de enfadosas comisiones. Según lo convenido en la capitulación, un oficial francés escoltado por tropa española debía en persona comunicarla al duque de Rovigo, general en jefe del ejército enemigo, y ordenar también en su tránsito por la sierra y Mancha a los destacamentos apostados en la ruta, y que formaban parte de las divisiones rendidas, ir a juntarse con sus compañeros ya sometidos para participar de igual suerte. Cumplió fielmente Mr. de Villoutreys con lo que se le previno, y todos obedecieron incluso el destacamento de Manzanares. Fue el de Madridejos el que primero resistió a la orden comunicada.

Llegó a Madrid el fatal mensajero en 29 de julio. Congregó José sin dilación un consejo compuesto de personas las más calificadas. Variaron los pareceres. Fue el del general Savary retirarse al Ebro. Todos al fin se sometieron a su opinión, así por salir de la boca del más favorecido de Napoleón, como también porque avisos continuados manifestaban cuánto se empeoraba el semblante de las cosas. Por todas partes se conmovían los pueblos cercanos a la capital: no les intimidaba la proximidad de las tropas enemigas; cortábanse las comunicaciones; en la Mancha eran acometidos los destacamentos sueltos, y ya antes en Villarta habían sus vecinos desbaratado e interceptado un convoy considerable. Agolpáronse uno tras otro los reveses y los contratiempos: pocos hubo en Madrid de los enemigos y sus parciales que no se abatiesen y descorazonasen. A muchos faltábales tiempo para alejarse de un suelo que les era tan contrario y ominoso.

José resuelto a partir, dejó a la libre voluntad de los españoles que con él se habían comprometido, quedarse o seguirle en la retirada. Contados fueron los que quisieron acompañarle. De los siete ministros, Cabarrús, Ofárril, Mazarredo, Urquijo y Azanza mantuviéronse adictos a su persona y no se apartaron de su lado. Permanecieron en Madrid Peñuela y Cevallos. Imitaron su ejemplo los duques del Infantado y el del Parque, como casi todos los que habían presenciado los acontecimientos de Bayona y asistido a su congreso. No faltó quien los tachase de inconsiguientes y desleales. Juzgaban otros diversamente, y decían que los más habían sido arrastrados a Francia o por fuerza o por engaño, y que si bien se propasaron algunos a pedir empleos o gracias, nunca era tarde para reconciliarse con la patria, arrepentirse de un tropiezo causado por el miedo o la ciega ambición, y contribuir a la justa causa en cuyo favor la nación entera se había pronunciado. Lo cierto es que ni uno quizá de los que siguieron a José hubiera dejado de abrazar el mismo partido, a no haberles arredrado el temor de la enemistad y del odio que las pasiones del momento habían excitado contra sus personas.

Antes de abrir la marcha reconcentraron los enemigos hacia Madrid las fuerzas de Moncey y las desparramadas a orillas del Tajo. Clavaron en el Retiro y casa de la China más de ochenta cañones, llevándose las vajillas y alhajas de los palacios de la capital y sitios reales que no habían sido de antemano robadas. Tomadas estas medidas empezaron a evacuar la capital inmediatamente. Salió José el 30 cerrando la retaguardia en la noche del 31 el mariscal Moncey. Respiraron del todo y desembarazadamente aquellos habitantes en la mañana del 1.º de agosto. El 9 entró el fugitivo rey en Burgos con Bessières, quien según órdenes recibidas se había replegado allí de tierra de León.

Acompañaron a los franceses en su retirada lágrimas y destrozos. Soldados desmandados y partidas sueltas esparcieron la desolación y espanto por los pueblos del camino o los poco distantes. Rezagábanse, se perdían para merodear y pillar, saqueaban las casas, talaban los campos sin respetar las personas ni lugares más sagrados. Buitrago, el Molar, Iglesias, Pedrezuela, Gandullas, Broajos y sobre todo la villa de Venturada abrasada y destruida, conservarán largo tiempo triste memoria del horroroso tránsito del extranjero.

Continuó José su marcha y en Miranda de Ebro hizo parada, extendiéndose la vanguardia de su ejército a las órdenes del mariscal Bessières hasta las puertas de Burgos. Terminose así su malogrado y corto viaje de Madrid, del que libres y menos apremiados por los acontecimientos, pasaremos a referir los nuevos y esclarecidos triunfos que alcanzaron las armas españolas en las provincias de Aragón y Cataluña.

 

 

HISTORIA DEL LEVANTAMIENTO Y REVOLUCIÓN DE ESPAÑA