LIBRO
CUARTO.
BATALLA DE BAILÉN
Antes de
haber tomado la insurrección de España el alto vuelo que le dieron en los
últimos días de mayo las renuncias de Bayona, recordará el lector como se
habían derramado por las provincias emisarios franceses y españoles que con
seductoras ofertas trataron de alucinar a los jefes que las gobernaban. La
junta suprema de Madrid, principal instigadora de semejantes misiones y
providencias, viéndose así comprometida siguió con esmerada porfía en su
propósito, y al crujido de la insurrección general, reiterando avisos,
instrucciones y cartas confidenciales, avivó su desacordado celo en favor de la
usurpación extraña, conservando la ciega y vana esperanza de sosegar por medios
tan frágiles el asombroso sacudimiento de una grande y pundonorosa nación.
Sobresaltada
en extremo con la conmoción de Zaragoza acudió con presteza a su remedio. Punzábala este suceso no tanto por su importancia, cuanto
por el temor sin duda de que con él se trasluciesen las órdenes que para
resistir a los franceses le habían sido comunicadas desde Bayona, y a cuyo
cumplimiento había faltado. Presumía que Palafox sabedor de ellas, y encargado
de otras iguales o parecidas, les daría entera publicidad, poniendo así de
manifiesto la reprensible omisión de la junta, a la que por tanto era urgente
aplacar aquel levantamiento. Como el caso requería pulso, se escogió al efecto
al marqués de Lazán, hermano mayor del nuevo capitán
general de Aragón, en cuya persona concurrían las convenientes calidades para
no excitar con su nombre recelos en el asustadizo pueblo, y poder influir con
éxito y desembarazadamente en el ánimo de aquel caudillo. Pero el de Lazán, al llegar a Zaragoza, en vez de favorecer los
intentos de los que le enviaban, y persuadido también de cuán imposible era
resistir al entusiasmo de aquellos moradores, se unió a su hermano y en
adelante partió con él los trabajos y penalidades de la guerra.
Arrugándose
más y más el semblante del reino, y tocando a punto de venir a las manos, en 4
de junio circuló la junta de acuerdo con Murat una proclama en la que se
ostentaban las ventajas de que todos se mantuviesen sosegados, y aguardasen a
que el héroe que admiraba al mundo concluyera la grande obra en que estaba
trabajando de la regeneración política. Tales expresiones alborotaban los
ánimos lejos de apaciguarlos, y por cierto rayaba en avilantez el que una
autoridad española osase ensalzar de aquel modo al causador de las recientes
escenas de Bayona, y además era, por decirlo así, un desenfreno del amor propio
imaginarse que con semejante lenguaje se pondría pronto término a la
insurrección
Viendo cuán
inútiles eran sus esfuerzos, y ansiosa de encontrar por todas partes apoyo y
disculpa a sus compromisos, trabajó con ahínco la junta para que acudiesen a
Bayona los individuos de la diputación convocada a aquella ciudad. Crecían los
obstáculos para la reunión con los bullicios de las provincias, y con la
repulsa que dieron algunos de los nombrados. Indicamos ya como el bailío Don
Antonio Valdés había rehusado ir, prefiriendo con gran peligro de su persona
fugarse de Burgos donde residía a la mengua de autorizar con su presencia los
escándalos de Bayona. Excusose también el marqués de
Astorga sin reparar en que siendo uno de los primeros próceres del reino, la
mano enemiga le perseguiría y le privaría de sus vastos estados y riquezas.
Pero quien aventajó a todos en la resistencia fue el reverendo obispo de Orense
Don Pedro de Quevedo y Quintano. La contestación de este prelado al llamamiento
de Bayona, obra señalada de patriotismo, unió a la solidez de las razones un
atrevimiento hasta entonces desconocido a Napoleón y sus secuaces. Al modo de
los oradores más egregios de la antigüedad, usó con arte de la poderosa arma de
la ironía, sin deslucirla con bajas e impropias expresiones. Desde Orense y en
29 de mayo no levantada todavía Galicia, y sin noticia de la declaración de
otras provincias, dirigió su contestación al ministro de gracia y justicia.
Como en su contenido se sentaron las doctrinas más sanas y los argumentos más
convincentes en favor de los derechos de la nación y de la dinastía reinante,
recomendamos muy particularmente la lectura de tan importante documento, que a
la letra hemos insertado en el apéndice. Difícilmente pudieran trazarse con
mayor vigor y maestría las verdades que en él se reproducen. Así fue que
aquella contestación penetró muy allá en todos los corazones, causando
impresión profundísima y duradera. Pero Murat y la junta de Madrid no por eso
cesaron en sus tentativas, y con fatal empeño aceleraron la partida de las
personas que de montón se nombraban para llenar el hueco de las que esquivaban
el ominoso viaje.
El 15 de
junio debían abrirse las sesiones de aquella famosa reunión, y todavía en los
primeros días del propio mes no alcanzaban a 30 los que allí asistían. Mientras
que los demás llegaban, y para no darles huelga, obligó Napoleón a los
presentes a convidar a los zaragozanos por medio de una proclama a la paz y al
sosiego. Queriendo agregar al escrito la persuasión verbal, fueron comisionados
para llevarle el príncipe de Castel-Franco, Don Ignacio Martínez de Villela
consejero de Castilla, y el alcalde de corte Don Luis Marcelino Pereira. No les
fue dable penetrar en Zaragoza, y menos el que se atendiera a sus intempestivas
amonestaciones. Tuviéronse por dichosos de regresar a
Bayona: merced a los franceses que los custodiaban, bajo cuyo amparo pudieron
volver atrás sin notable azar, aunque no sin mengua y sobresalto.
Napoleón que
miraba ya como suya la tierra peninsular, trató también por entonces de alargar
más allá de los mares su poderoso influjo, expidiendo a América buques con cuyo
arribo se previniesen los intentos de los ingleses, y se preparasen los
habitadores de aquellas vastas y remotas regiones españolas a admitir sin
desvío la dominación del nuevo soberano, procedente de su estirpe. Hizo que a
su bordo partiesen proclamas y circulares autorizadas por Don Miguel de Azanza, quien ya firmemente adicto a la parcialidad de
Napoleón se figuraba que el emperador de los franceses había de respetar la
unión íntegra de aquellos países con España, y no seguir el impulso y las
variaciones de su interés o su capricho.
Luego que
Fernando VII y su padre hubieron renunciado la corona, se presumió que Napoleón
cedería sus pretendidos derechos en alguna persona de su familia. Fundábase sobre todo la conjetura en la indicación que hizo
Murat a la junta de Madrid y consejo real de que pidiesen por rey a José. Ignorábase no obstante de oficio si tal era su pensamiento,
cuando en 25 de mayo dirigió Napoleón una proclama a los españoles en la que
aseguraba que «no quería reinar sobre sus provincias, pero sí adquirir derechos
eternos al amor y al reconocimiento de su posteridad.» Apareció pues por este
documento de una manera auténtica que trataba de desprenderse del cetro
español, mas todavía guardó silencio acerca de la persona destinada a
empuñarle. Por fin el 6 de junio se pronunció claramente dando en Bayona mismo
un decreto del tenor siguiente: «Napoleón, por la gracia de Dios etc. A todos
los que verán las presentes salud. La junta de estado, el consejo de Castilla,
la villa de Madrid etc. etc. habiéndonos por sus exposiciones hecho entender
que el bien de la España exigía que se pusiese prontamente un término al
interregno, hemos resuelto proclamar, como nos proclamamos por las presentes,
rey de España y de las Indias a nuestro muy amado hermano José Napoleón,
actualmente rey de Nápoles y de Sicilia.
«Garantimos
al rey de las Españas la independencia e integridad de sus estados, así los de
Europa como los de África, Asia y América. Y encargamos», etc. [Sigue la
fórmula de estilo.]
Era este
decreto el precursor anuncio de la llegada de José, quien el 7 entró en Pau a
las ocho de la mañana, y puesto en camino poco después se encontró con Napoleón
a seis leguas de Bayona, hasta donde había salido a esperarle. Mostraba este
tanta diligencia porque no habiendo de antemano consultado con su hermano la
mudanza resuelta, temió que no aceptase el nuevo solio, y quiso remover
prontamente cualquiera obstáculo que le opusiese. En efecto José contento con
su delicioso reino de Nápoles no venía decidido a admitir el cambio que para
otros hubiera sido tan lisonjero. Y aquí tenemos una corona arrancada por la
violencia a Fernando VII, adquirida también mal de su grado por el señalado
para sucederle.
Napoleón
atento a evitar la negativa de su hermano le hizo subir en su coche, y
exponiéndole sus miras políticas en trasladarle al trono español, trató con
particularidad de inculcarle los intereses de familia, y la conveniencia de que
se conservase en ella la corona de Francia, para cuyo propósito y el de
prevenir la ambición de Murat y de otros extraños, nada era más acertado,
añadía, que el poner como de atalaya a José en España, desde donde con mayor
facilidad y superiores medios se posesionaría del trono de Francia, en caso de
que vacase inesperadamente. Además le manifestó haber ya dispuesto del reino de
Nápoles para colocar en él a Luciano. Asegúrase que
la última indicación movió a José más que otra razón alguna por el tierno amor
que profesaba a aquel su hermano. Sea pues de esto lo que fuere, lo cierto es
que Napoleón había de tal modo preparado las cosas que sin dar tiempo ni vagar
fue José reconocido y acatado como rey de España.
Así sucedió
que al llegar entre dos luces a Marracq recibió los
obsequios de tal de boca de la emperatriz, que con sus damas había salido a
recibirle al pie de la escalera. Ya le aguardaban dentro del palacio los
españoles congregados en Bayona, a quienes se les había citado de antemano,
teniendo Napoleón tanta priesa en el reconocimiento del nuevo rey, que no
permitió cubrir las mesas ni descanso alguno a su hermano antes de desempeñar
aquel cuidado, cuyo ceremonial se prolongó hasta las diez de la noche.
Naturalmente
debió durar más de lo necesario, habiendo ignorado los españoles el motivo a
que eran llamados. Advertidos después tuvieron que concertarse apresuradamente
allí mismo en uno de los salones, y arreglar el modo de felicitar al soberano
recién llegado. Para ello se dividieron en cuatro diputaciones, a saber, la de
los grandes, la del consejo de Castilla, la de los consejos de la Inquisición,
Indias y hacienda reunidos los tres en una, y la del ejército. Pusieron todas
separadamente y por escrito una exposición gratulatoria, y antes de que se
leyesen a José con toda solemnidad, se presentaba cada una a Napoleón para su
aprobación previa: menguada censura, indigna de su alta jerarquía.
Era la
diputación de los grandes la primera en orden, e iba a su cabeza el duque del
Infantado, quien había tenido el encargo de extender la felicitación.
Principiando por un cumplido vago, concluía esta con decir «las leyes de España
no nos permiten ofrecer otra cosa a V. M. Esperamos que la nación se explique y
nos autorice a dar mayor ensanche a nuestros sentimientos.» Difícil sería
expresar la irritación que provocó en el altivo ánimo de Napoleón tan
inesperada cortapisa. Fuera de sí y abalanzándose al duque díjole,
que «siendo caballero se portase como tal, y que en vez de altercar acerca de
los términos de un juramento, el cual así que pudiera intentaba quebrantar, se
pusiese al frente de su partido en España, y lidiase franca y lealmente... Pero
le advertía que si faltaba al juramento que iba a prestar, quizá estaría en el
caso antes de ocho días de ser arcabuceado.» Tardíos eran a la verdad los
escrúpulos del duque, y o debía haberlos sepultado en lo más íntimo del pecho,
o sostenerlos con el brío digno de su cuna, si arrastrado por el clamor de la
conciencia quería acallarla dándoles libre salida. Mas el del Infantado arredrose, y cedió a la ira de Napoleón. Por eso hubo quien
achacara a otro haberle apuntado la cláusula, dejándole solo al duque la gloria
de haberla escrito, sin pensar en el aprieto en que iba a encontrarse.
Corrigieron entonces los grandes su primera exposición, reconocieron por rey a
José e hizo la lectura de ella, aunque no pertenecía a la clase, Don Miguel
José de Azanza.
Los
magistrados que llevaban la voz a nombre del consejo de Castilla, si bien
incensaron al nuevo rey diciéndole: «V. M. es rama principal de una familia
destinada por el cielo para reinar», esquivaron también, pero de un modo más
encapotado que los grandes, el reconocimiento claro y sencillo, limitándose por
falta de autoridad, según expresaban, a manifestar cuáles eran sus deseos: tan
cuidadosos andaban siempre el consejo y sus individuos de no comprometerse
abiertamente en ningún sentido.
A todos los
parabienes respondió José con afable cortesanía, mereciendo particular mención
el modo con que habló al inquisidor Don Raimundo Ethenard y Salinas, a quien dijo «que la religión era la base de la moral y de la
prosperidad pública, y que aunque había países en que se admitían muchos
cultos, sin embargo debía considerarse a la España como feliz porque no se
honraba en ella sino el verdadero.» Con un tan claro elogio de las ventajas de
una religión exclusiva los inquisidores, que fundadamente consideraban su
tribunal como el principal baluarte de la intolerancia, creyéronse asegurados. Ya antes alimentaban la esperanza de mantenerse desde que Murat
mismo había correspondido a sus congratulaciones con halagüeñas y favorables
palabras. El no haberse abolido aquel terrible tribunal en la constitución de
Bayona, y el que uno de sus ministros en representación suya la autorizase con
su firma, acrecentó la confianza de los interesados en conservarle, y puso
espanto a los que a su nombre se estremecían. Ahora que han transcurrido años,
y que otros excesos han casi borrado los de Napoleón, atribuirase a sueño de los partidarios del santo oficio el haberse imaginado que aquel
hubiera sostenido tan odiosa institución. Mas si recordamos que en los primeros
tiempos de la irrupción francesa muchos emisarios de su gobierno encarecían la
utilidad de la Inquisición como instrumento político, y si también atendemos al
modo arbitrario y escudriñador con que en la ilustrada Francia se disminuía y
cercenaba la libertad de escribir y pensar, no nos parecerá que fuesen tan
desvariadas y fútiles las esperanzas de los inquisidores. Quizá José y algunos
españoles de su bando hubieran querido la abolición inmediata, ¿pero qué podía
él ni que valían ellos contra la imperiosa voluntad de Napoleón? Que este
acabase después en diciembre de 1808 con la Inquisición, en nada destruye
nuestros recelos. Entonces restablecida, como a su tiempo veremos, por la junta
central con gran descrédito suyo, entendió el soberano francés ser oportuno
descuajar tan mala planta, procurando granjearse por aquel medio y en
contraposición de la autoridad nacional el aprecio de muchos hombres de saber,
atemorizados y desabridos con el renacimiento de tan odioso tribunal.
En la
contestación que dio José al duque del Parque, representante del ejército,
también notamos ciertas expresiones bastantemente singulares. «Yo me honro,
dijo, con el título de su primer soldado, y ora fuese necesario como en tiempos
antiguos combatir a los moros, ora sea menester rechazar las injustas
agresiones de los eternos enemigos del continente, yo participaré de todos
vuestros peligros.» Extraña mezcla poner al par de los ingleses a los moros y
sus guerras. Probablemente fue adorno oratorio mal escogido: dado que no siendo
creíble que por aquellas palabras hubiera querido anunciar en nuestros días
temores de una irrupción agarena, era forzoso imaginarse que se encubría en su
sentido el ulterior proyecto de invadir la costa africana, y cierto que si el
primer pensamiento hubiera pasado de desvarío, hubiérase el segundo reprendido de sobradamente anticipado cuando la nueva corona apenas
había tocado su cabeza.
Todavía era
muy corto el número de diputados que concurrían en Bayona, a la sazón que en 8
de junio dieron los presentes otra proclama a todos los españoles con objeto de
recomendar a su afecto la nueva dinastía, y de reprimir la insurrección. José
por su parte aceptó en decreto del 10 la cesión de la corona de España que en
su persona había hecho su hermano, confirmando a Murat en la lugartenencia del
reino, cuyo puesto había ejercido sucesivamente a nombre de Carlos IV y de
Napoleón. Acompañaba a este decreto otro en que mostraba cuáles eran sus
intenciones, y en el que ya llamaba suyos a los pueblos de España. Estos
documentos corrían con dificultad en las provincias; pero si alguno de ellos se
introducía, soplaba el fuego en vez de apagarle.
Acercábase el día de abrirse el
congreso de Bayona y a duras penas crecía el número de individuos que debían
componerle. Por fin fueron llegando algunos de los que forzadamente obligaban a
salir de Madrid, o de los que cogían en los pueblos ocupados por las tropas
francesas. Pocos fueron los que de grado acudieron al llamamiento; y mal podía
ser de otra manera viendo los convocados que la insurrección prendía por todas
partes, y el gran compromiso a que se exponían. Antes de dar principio a las
sesiones, Napoleón entregó a Don Miguel José de Azanza un proyecto de constitución. Extrema curiosidad se despertó con deseo de
averiguar quién fuese el autor. Ni entonces ni ahora ha sido dable el
descubrirle, bien que se advierta que una mano española debió en gran parte
coadyuvar al desempeño de aquel trabajo. Nosotros no aventuraremos conjeturas
más o menos fundadas. Pero sí se nos ha aseverado de un modo indudable por
persona bien enterada, que dicha constitución o sus bases más esenciales fueron
entregadas al emperador francés en Berlín después de la batalla de Jena. Debió
pues salir de pluma que vislumbrase ya cuál suerte aguardaba a España con la
incierta política del príncipe de la Paz y la desmesurada ambición del gabinete
de Francia. Napoleón escogió a Don Miguel de Azanza,
como en otro libro indicamos, para presidir el congreso; y se nombraron por
secretarios a Don Mariano Luis de Urquijo, del consejo de estado, y a Don
Antonio Ranz Romanillos, del de hacienda. Encargó
también que se eligiesen dos comisiones a cuyo previo examen se confiase el
preparar los asuntos para los debates, y proponer las modificaciones que
pareciere oportuno adoptar en la nueva constitución.
Concluidas
que fueron estas disposiciones preliminares, abrió sus sesiones la junta de
Bayona el 15 de junio, día de antemano señalado. Pronunció Don Miguel de Azanza en calidad de presidente el discurso de apertura. En
él decía: «Gracias y honor inmortal a este hombre extraordinario [Napoleón] que
nos vuelve una patria que habíamos perdido»... «Ha querido después que en el
lugar de su residencia y a su misma vista se reúnan los diputados de las
principales ciudades, y otras personas autorizadas de nuestro país, para
discurrir en común sobre los medios de reparar los males que hemos sufrido, y
sancionar la constitución que nuestro mismo regenerador se ha tomado la pena de
disponer para que sea la inalterable norma de nuestro gobierno... De este modo
podrán ser útiles nuestros trabajos, y cumplirse los altos designios del héroe
que nos ha convocado...» Pesa que un hombre cuyo concepto de probidad se había
hasta entonces mantenido sin tacha, se abatiese a pronunciar expresiones
adulatorias, poco dignas de la boca de un ministro puro y honrado. Porque en
efecto, ¿dónde estaban los diputados de las principales ciudades? y si la
patria estaba perdida ¿no había también el hombre extraordinario contribuido en
gran manera a hundirla en el abismo? ¿En dónde y cómo nos la había vuelto? Sin
la constancia española, sin la pertinaz guerra de seis años, hubiera sido tratada
con el vilipendio que otros estados, y partida después o desmembrada al antojo
del extranjero. Suerte que hubiera merecido, si en silencio hubiese dejado que
tan indignamente se la humillase y oprimiese. Pudiera Azanza haber cumplido con el encargo de presidente, sin aparecer oficioso ni
lisonjero.
Redujéronse a doce las sesiones de
Bayona. En la misma del 15 se procedió a la verificación de poderes, y se leyó
el decreto de Napoleón por el que cedía la corona de España a su hermano José;
habiéndose acordado en la del 17 pasar a cumplimentar al nuevo monarca. En nada
fueron notables los discursos que al caso se pronunciaron, sino en haberse
especificado en el contexto del de la junta «que habían hecho y que harían [sus
individuos] cuanto estuviese de su parte para atraer a la tranquilidad y al
orden las provincias que estaban agitadas.» Por el mismo tenor y según
costumbre fue la contestación de José, no echando en olvido la repetida
cantilena de que los ingleses eran los que fomentaban la inquietud de los
pueblos.
Presentose el día 20 el proyecto de
constitución y ordenó la junta su impresión, habiéndose oído en los siguientes
varios discursos acerca de sus artículos. Se ventilaron también otros puntos, y
en la citada sesión del 20 se propuso para halagar al pueblo la supresión de
los cuatro maravedís en cuartillo de vino, y la de tres y un tercio por ciento
de los frutos que no diezmaban, cuyo acuerdo quedó en el inmediato día aprobado
por José. En la del 22 Don Ignacio de Tejada, designado por Murat para
representar el nuevo reino de Granada, sostuvo en un vehemente discurso lo
conveniente que sería afianzar la unión con la metrópoli de las provincias
americanas. Cuatro religiosos que tenían voz como diputados de los regulares,
pidieron en otra sesión que no se suprimiesen del todo los conventos, y que
solo se minorase el número. ¡Ojalá se hubieran mostrado siempre tan sumisos y
conformes! Se atrevió a proponer la abolición del santo oficio Don Pablo
Arribas, sosteniéndole Don José Gómez Hermosilla, pero el inquisidor Ethenard levantándose muy alborotado, se opuso e intentó
probar lo útil del establecimiento, considerado por el lado político. Apoyáronle con fuerza los consejeros de Castilla, siendo
natural se estrechasen para defensa mutua dos cuerpos que en sus respectivas
jurisdicciones tanto daño habían acarreado a España. El duque del Infantado
quería que no se rebajase a menos de 80.000 ducados el máximo de los
mayorazgos: se desechó la propuesta, no habiendo tampoco las dos anteriores
tenido resulta. Fue notable y digna de loa la que promovió Don Ignacio Martínez
de Villela, si no con mejor éxito, de que se comprendiese en la ley fundamental
un artículo para que ninguno pudiese ser incomodado por sus opiniones políticas
y religiosas. Admiraría que aquel mismo magistrado años adelante se convirtiese
en duro y constante perseguidor si, por desgracia, no ofreciese la flaqueza
humana, la rencorosa envidia o la desapoderada ambición repetidos ejemplos de
tan lamentables mudanzas. Por tal término anduvieron las discusiones, hasta que
el 30 se concluyeron y cerraron las de la constitución; en cuyo día se le
añadió un último artículo declarando que después del año 20 se presentarían de
orden del rey las mejoras y modificaciones que la experiencia hubiese enseñado
ser necesarias y convenientes.
En vista de
la adición de este artículo y de las cortas discusiones que hubo, han
pretendido algunos y de aquellos que han tratado de defenderse, que la junta
había gozado de libertad. Concediendo que esto fuese cierto, levantaríase contra los miembros un grave cargo por no
haber sostenido mejor los derechos de la nación, ya que hubiesen creído inútil
recordar los de Fernando y su familia. Parecería pues imposible, a no leerlo en
sus obras, que hombres graves hayan querido persuadir al público que allí se procedió
sin embarazo, discutiéndose las materias con toda franqueza y al sabor y según
el dictamen de los vocales. No hay duda que sobre puntos accesorios fue lícito
hablar, y aun indicar leves modificaciones. Pero ¿que hubiera acontecido si
alguno se hubiese propasado, no a renovar la cuestión decidida ya de mudanza de
dinastía, sino a enmendar cualquiera artículo de los sustanciales de la
constitución? ¿Qué si hubiese reclamado la libertad de imprenta, la publicidad
de las sesiones, una manera en fin más acertada de constituirse las cortes? O
para siempre hubiera enmudecido el audaz diputado de cuyos labios hubieran
salido semejantes proposiciones, o deprisa y estrepitosamente se hubiera disuelto
el congreso de Bayona. Así en el corto número de doce sesiones se cumplió con
las formalidades de estilo, se tocaron varias materias, y se discutió y aprobó
a la unanimidad una constitución de 146 artículos. ¿Mas a qué cansarse? Para
conceptuar de qué libertad gozaron los diputados, basta decir que fue en
Bayona, y a vista de Napoleón, donde celebraron sus sesiones.
Al fin el 7
de julio reunido el congreso en el mismo sitio de los anteriores días, que fue
en el palacio llamado del obispado viejo, juró José la observancia de la
constitución en manos del arzobispo de Burgos, y también la juraron, aceptaron
y firmaron los diputados cuyo número no pasó de noventa y uno, siendo de notar
que apenas veinte habían sido nombrados por las provincias. Los demás o eran de
aquellos que habían acompañado al rey Fernando, o individuos de diversas
corporaciones o clases residentes en Madrid y ciudades oprimidas por los
soldados franceses. Para que subiera la cuenta obligaron también a españoles
transeúntes casualmente en Bayona, a que pusiesen su firma en la nueva
constitución. Pero a pesar de tales esfuerzos nunca pudo completarse el número
de 150 que era el determinado en la convocatoria.
Ahora sería
oportuno entrar en el examen de esta constitución, si por lo menos hubiera
gobernado de hecho la monarquía. Mas ilegítima en su origen, y bastarda
producción de tierra extraña nunca plantada en la nuestra, no sería justo que
nos detuviese largo tiempo, ni cortase el hilo de nuestra narración. Sin
embargo atendiendo al elogio que de algunos ha merecido, séanos lícito poner
aquí ciertas observaciones, que si bien restrictas y generales, no por eso
dejarán de dar una idea de los defectos fundamentales que la oscurecían y
anulaban.
Desde luego nótase que falta en aquella constitución lo que forma la
base principal de los gobiernos representativos, a saber, la publicidad. Por
ella se ilustra y conoce la opinión, y la opinión es la que dirige y guía a los
que mandan en estados así constituidos. Dos son los únicos y verdaderos medios
de conseguir que la voz pública suba con rapidez a los representantes de una
gran nación, y que la de estos descienda y cunda a todas las clases del pueblo.
Son pues la libertad de imprenta y la publicidad en las discusiones del cuerpo
o cuerpos que deliberan. Por la última, como decía el mismo Burke,
llega a noticia de los poderdantes el modo de pensar y obrar de sus diputados,
sirviendo también de escuela instructiva a la juventud y por la primera,
esencialmente unida a la naturaleza de un estado libre, conforme a la expresión
del gran jurisconsulto Blackstone, se enteran los que
gobiernan de las variaciones de la opinión y de las medidas que imperiosamente
reclama, por cuya mutua y franca comunicación, acumulándose cuantiosa copia de
saber y datos, las resoluciones que se toman en una nación de aquel modo regida
no se apartan en lo general de lo que ordena su interés bien entendido;
desapareciendo en cotejo de tamaño beneficio los cortos inconvenientes que en
ciertos y contados casos pudieran acompañar a la publicidad, y de que nunca se
ve del todo desembarazada la humana naturaleza. Pues aquellos dos medios tan
necesarios de estamparse en una constitución que se preciaba de representativa,
no se vislumbraban siquiera en la de Bayona. Al contrario, por el artículo 80
se prevenía «que las sesiones de las cortes no fuesen públicas.» Y en tanto
grado se huía de conceder dicha facultad, que en el 81 íbase hasta graduar de rebelión el publicar impresas o por carteles las opiniones o
votaciones. Quien con tanto esmero había trabado la libertad de los diputados,
no era de esperar obrase más generosamente con la de la imprenta. Deferíase su goce a dos años después que la constitución se
hubiese planteado, no debiendo esta tener su cumplido efecto antes de 1813.
Pero aun entonces, además de las limitaciones que hubieran entrado en la ley,
parece ser que nunca se hubieran comprendido en su contexto los papeles
periódicos. Así se infiere de lo prevenido en el artículo 45. Porque al paso
que se crea una junta de cinco senadores encargados de velar acerca de la
libertad de imprenta, se exceptúan determinadamente semejantes publicaciones,
las que sin duda reservaba el gobierno a su propio examen. Véase pues cuán
tardía y escatimada llegaría concesión de tal importancia.
Tampoco se
había compuesto ni deslindado atinadamente la potestad legislativa. Al sonido
de la voz senado cualquiera se figuraría haber sido erigido aquel cuerpo con la
mira de formar una segunda y separada cámara que tomase parte en la discusión y
aprobación de las leyes; pero no era así. Ceñidas sus facultades en los tiempos
tranquilos a velar sobre la conservación de la libertad individual y de la de
imprenta, ensanchábanse en los borrascosos o cuando
parecieren tales a la potestad ejecutiva, a suspender la constitución y a
adoptar las medidas que exigiese la seguridad del estado. Un cuerpo autorizado
con facultad tan amplia y poderosa, debiera al menos haber ofrecido en su
independencia un equilibrio correspondiente y justo. Mas constando de solos
veinticuatro individuos nombrados por el rey y escogidos entre empleados
antiguos, antes era sostenimiento de la potestad ejecutiva que valladar contra
sus usurpaciones.
Para evitar
estas o resistirles gananciosamente no era más propicia ni recomendable la
manera como se habían constituido las cortes, las cuales además de verse
privadas de la publicidad, sólido cimiento de su conservación, llevaban consigo
la semilla de su propia desorganización y ruina. Por de pronto el rey estaba
obligado solamente a convocarlas cada tres años, y como para todo este
intermedio se votaban las contribuciones, no era probable que se las hubiera
congregado con más frecuencia. El número de vocales se limitaba a 162 divididos
en tres estamentos, clero, nobleza y pueblo; componiéndose los dos primeros de
50 individuos. Debían, reunidos en la misma sala, discutir las materias y
decidirlas a pluralidad de votos y no por separación de clase. En cuya virtud
sin resultar las ventajas de la cámara de lores en Inglaterra, ni la del senado
en los Estados Unidos, sirviendo de contrapeso entre la potestad real o
ejecutiva y la popular; aquí juntos y amontonados todos los estamentos o
brazos, hubieran presentado la imagen del desorden y la confusión. Cuando el
cuerpo que ha de formar las leyes está dividido en dos cámaras, al choque
funesto de las clases que es temible exista estando reunidos los privilegiados
y los que no lo son, sucede cuando deliberan separadamente el saludable contrapeso
de las opiniones individuales, estableciéndose una mutua correspondencia entre
los vocales de ambas cámaras que no disienten en el modo de pensar; sin atender
a la clase a que pertenecen. Por lo menos así nos lo muestra la experiencia,
gran maestra en semejantes materias. Cuanto más se reflexiona acerca del
artificio de esta constitución, mas se descubre que solo en el nombre quería
darse a España un gobierno monárquico representativo.
Había empero
artículos dignos de alabanza. Merécenla pues aquellos
en que se declaraba la supresión de privilegios onerosos, la abolición del
tormento, la publicidad en los procesos criminales y el límite de 20.000 pesos
fuertes de renta, señalado a la excesiva acumulación de mayorazgos. Mas estas
mejoras que ya desaparecían junto a las imperfecciones sustanciales arriba
indicadas, del todo se deslustraban y ennegrecían con la monstruosidad [no
puede dársele otro nombre] de insertar en la ley fundamental del estado que
habría perpetuamente una alianza ofensiva y defensiva, tanto por tierra como
por mar entre España y Francia. Todo tratado o liga de suyo variable, supone
por lo menos el convenio recíproco de los dos o más gobiernos que están
interesados en su cumplimiento. Exigíase aún más en
este caso: ya que quisiera darse a la alianza la duración y firmeza de una ley
fundamental, menester era que la otra parte, la Francia, se hubiese
comprometido a lo mismo en las constituciones del imperio. Podrá redargüirse
que estaba sujeta esta determinación a un tratado posterior y especial entre
ambas naciones. Pero según el artículo 24 de la constitución que era en donde
se adoptaba el principio, debía el tratado limitarse a especificar el
contingente con que cada una había de contribuir, y no de manera alguna a
variar la base admitida de una alianza perpetua ofensiva y defensiva. No es de
este lugar examinar la utilidad o perjuicio que se seguiría a España, país casi
aislado, de atarse con semejante vínculo y abrazar todas las desavenencias de
una nación como la Francia contigua a tantas otras y con intereses tan
complicados. Aquí solo consideramos la cuestión constitucional, bajo cuyo
respecto no pudo ser ni más fuera de sazón ni más extraña. Al ver adoptado
semejante artículo no podemos menos de asombrarnos por segunda vez de que haya
habido españoles de los firmantes, tan olvidados de sí propios, que hayan
asegurado en sus defensas haberse gozado en Bayona de entera e ilimitada
libertad. Porque si a sabiendas y voluntariamente le admitieron y aprobaron
¿cómo pudieran disculparse de haber encadenado la suerte de su patria a la de
otra nación, sin que esta se hubiera al propio tiempo comprometido a igual
reciprocidad? Mas afortunadamente y para honra del nombre español si hubo
algunos que con placer firmaron la constitución de Bayona, justo es decir que
el mayor número lo hicieron obligados de la penosa e involuntaria situación en
que los había colocado su aciaga estrella.
En el mismo
día 7 de julio Don Miguel de Azanza propuso y se
acordó la acuñación de dos medallas que perpetuasen la memoria del juramento a
la constitución, trasladándose en seguida la junta en cuerpo al palacio de Marracq a cumplimentar a Napoleón. Llevó la palabra el
presidente, y en silencio aguardaron todos con ansiosa curiosidad la respuesta
del soberano de Francia, rodeado de los diputados españoles. Tres cuartos de
hora duró el discurso del último, embarazoso en la expresión e infecundo en sus
conceptos. Levantando pues la cabeza y echando una mirada esquiva y torva, la
inclinaba después aquel príncipe sobre el pecho, articulando de tiempo en
tiempo palabras sueltas o frases truncadas e interrumpidas, sin que centellease
ninguno de aquellos rasgos originales que a veces brillaban en sus
conversaciones o arengas. Parecía representar su voz el estado de su
conciencia. Impacientábanse todos, mas el disimulo
reinaba por todas partes. Sus cortesanos quedaron inmobles; y aturdidos los
españoles, a cuyos ojos achicose en gran manera el
objeto que tan agigantado les había parecido de lejos. Fatigado el concurso y
quizá Napoleón mismo, despidió este a los diputados que sobrecogidos y
silenciosos se retiraron. Azaroso andaba en todo lo de España.
Aún duraban
las discusiones de la constitución cuando llegó a Bayona una carta escrita en
Valençay en 22 de junio por la servidumbre de Fernando y los infantes, en la
que «juraban obediencia a la nueva constitución de su país y fidelidad al rey
de España José I.» Según Escóiquiz fue efecto de
intimación del príncipe de Talleyrand hecha a nombre de Napoleón, añadiendo que
para evitar mayores males accedieron encargándose él mismo de extender la carta
en términos estudiados y medidos. Si así hubiera pasado, merecían disculpa Escóiquiz y sus compañeros; pero aconteció muy de otra
manera. Y o aquel se imaginó que nunca se trasluciría el contenido de su carta,
o con los infortunios se había enteramente desmemoriado. En ella se prestaba el
juramento de un modo claro no ambiguo; y lo que era peor se pedían nuevas
gracias expresadas en una nota adjunta, afirmándose también que estaban prontos
a obedecer ciegamente su voluntad [la de José] hasta en lo más mínimo. Véase
pues lo que llamaba Escóiquiz juramento condicional y
aéreo, y carta escrita en términos medidos.
Así mismo
Fernando escribió con igual fecha a Napoleón en nombre suyo y de su hermano y
tío, dándole el parabién de haber sido ya instalado en el trono de España su
hermano José; con una carta [leída en 30 de junio ante los diputados de Bayona]
inclusa para el último en que se decía después de felicitarle «que se
consideraba miembro de la augusta familia de Napoleón, a causa de que había
pedido al emperador una sobrina para esposa, y esperaba conseguirla:» tan caída
y por el suelo andaba la corona de Carlos V y Felipe II.
En 4 de
julio había José arreglado definitivamente su ministerio. Tocó a Don Mariano
Luis de Urquijo la secretaría de estado, a cuyo puesto correspondía, según la
constitución de Bayona, refrendar todos los decretos. En el reinado de Carlos
IV, todavía aquel muy joven, había sido nombrado ministro interino de estado.
Adornado de ciertas calidades brillantes y exteriores, no se le reputaba por
hombre de saber profundo: tachábanle de presuntuoso.
Quiso en su ministerio enfrenar el tribunal de la Inquisición, y restablecer a
los obispos en sus primitivos derechos. Acarreole su
intento la enemistad de Roma y de una parte del clero español. Con esto y haber
el príncipe de la Paz recobrado su antigua e ilimitada privanza, fue
desgraciado Urquijo, encerrado en la ciudadela de Pamplona, y confinado después
a Bilbao su patria. No tuvo parte en los primeros desaciertos de Madrid y
Bayona, y solo acudió a esta ciudad en virtud de reiterado llamamiento de
Napoleón, quien le deslumbró prodigando lisonjas a su amor propio. Encargose Don Pedro Cevallos del ministerio de negocios
extranjeros, con repugnancia y violencia según el propio se expresa, con gusto
y solicitud suya según otros. Don Sebastián de Piñuela y Don Gonzalo Ofárril se mantuvieron en sus respectivos ministerios de
gracia y justicia y de guerra. Obtuvo el de Indias Don Miguel José de Azanza, reservándose el de marina para Don José Mazarredo,
quien en dicho ramo gozaba de gran concepto, habiendo ilustrado su nombre en
varias campañas; pero que sin práctica en las materias de estado, y preocupado
y nimio en otras, abrazó sin discernimiento a manera de frenesí el partido del
rey intruso. Púsose la hacienda al cuidado del conde
de Cabarrús, francés de nación, mas por afición y
enlaces de corazón español. Decidido en Zaragoza a seguir la gloriosa causa de
aquellos moradores, fuese temor o enfado de algún peligro que había corrido en
Ágreda, mudó después de parecer y aceptó el ministerio que José le confirió.
«Hombre extraordinario [según le pinta su amigo Jovellanos] en quien competían
los talentos con los desvaríos y las más nobles calidades con los más notables
defectos.» No era fácil que en un tiempo en que el nuevo rey ansiaba granjearse
la estimación pública, se hubiese olvidado en la repartición de empleos y
gracias del hombre insigne que acabamos de citar, Jovellanos. de Don Gaspar
Melchor de Jovellanos. Libertado de su largo y penoso encierro al advenimiento
al trono de Fernando VII, habíase retirado a Jadraque en casa de un amigo para
recobrar su salud debilitada y perdida con los malos tratamientos y duro
padecer. Buscole en su rincón Murat mandándole pasase
a Madrid: excusose con el mal estado de su cuerpo y
de su espíritu. Acosáronle poco después los de
Bayona; José de oficio para que fuese a Asturias a reducir al sosiego a sus
paisanos, y confidencialmente Don Miguel de Azanza,
anunciándole que se le destinaba para el ministerio de lo interior. Disculpose con el primero en términos parecidos a los que
había usado con Murat, y al segundo le manifestó «que estaba lejos de admitir
ni el encargo, ni el ministerio, y que le parecía vano el empeño de reducir con
exhortaciones a un pueblo tan numeroso y valiente, y tan resuelto a defender su
libertad.» Reiteráronse las instancias por medio de Ofárril, Mazarredo y Cabarrús.
Acometido tan obstinadamente de todos lados, expresó en una de sus
contestaciones «que cuando la causa de la patria fuese tan desesperada como
ellos se pensaban, sería siempre la causa del honor y la lealtad, y la que a
todo trance debía preciarse de seguir un buen español.» Sordos a sus razones y
a sus disculpas le nombraron ministro mal de su grado, e insertaron en la
Gaceta de Madrid su nombramiento: señalada perfidia con que trataron de
comprometerle. Por dicha le salvó la honra lo terso y limpio de su noble
conducta, y sirvió de obstáculo a la persecución, que su constante resistencia
hubiera podido acarrearle, la victoria de Bailén: con cierta prolijidad hemos
referido este hecho como ejemplo digno de ser transmitido a la posteridad.
Formado que
hubo su ministerio el rey intruso, se ocupó en proveer los empleos de palacio
en los grandes que estaban en Bayona; y cuya enumeración omitimos por inútil y
fastidiosa. El duque del Infantado fue nombrado coronel de guardias españolas,
y de valonas el príncipe de Castel-Franco. Mucho desmereció el primero,
viéndole la nación volver favorecido por la estirpe que había despojado del
trono al rey Fernando, y cuya pérdida había en gran parte provenido de haber
escuchado sus consejos. Pocos fueron los franceses que acompañaron a José, y en
eminente puesto solamente colocó al general Saligny,
duque de San Germán, escogido para ser uno de los capitanes de guardias de
Corps. Imitó en eso la política de Luis XIV, quien según expresa el marqués de
San Felipe «mandó prudentísimamente que ningún vasallo suyo entrase en
España... Con lo que explicaba entregar enteramente al rey [Felipe V] al
dictamen de los españoles, y que ni los celos de su favor, ni el mando turbase
la pública quietud.»
José
entra en España el 9 de julio.
Al fin
arreglado lo interior de palacio y el supremo gobierno, determinó José de
acuerdo con su hermano entrar en España el 9 de julio, confiados ambos en que a
favor de ciertas ventajas militares alcanzadas por las armas francesas sería
fácil llegar sin impedimento a la capital del reino; por lo cual es ya ocasión
de hablar de las acciones de guerra, y reencuentros que hubo por aquel tiempo
antes de proceder más adelante.
Santander,
punto marítimo y cercano a las provincias aledañas de Francia, fijó primero la
atención de Napoleón. Por su orden se encomendó al mariscal Bessières que
destacase la suficiente fuerza para ahogar aquella insurrección. Este en 2 de
junio hizo partir de Burgos al general Merle, poniendo bajo su mando seis
batallones y 200 caballos. Ya dijimos que al levantarse Santander se había
colocado en las principales gargantas de su cordillera la gente de nuevo
alistada. El 4 advertidos los jefes españoles de que los franceses avanzaban,
dispusieron replegarse a las posiciones más favorables, resueltos a impedir el
paso. Aguardaban ser acometidos en la mañana del 5; mas aclarando el día y
disipada la densa niebla que con frecuencia cubre aquellas alturas, notaron con
sorpresa que los franceses habían alzado el campo y desaparecido. La bisoña
tropa atribuyó la retirada a temores del ejército enemigo, con lo que adquirió
una desgraciada y ciega confianza: muy otra era la causa.
Habíase
insurreccionado Valladolid, cundía el fuego de un pueblo en otro, y tocando
casi a los mismos muros de Burgos, en donde el mariscal Bessières tenía
asentado su cuartel general, recelose este de ver cortadas sus comunicaciones,
si de pronto no acudía al remedio. Consideraba mayor el peligro y más graves
las conmociones cercanas con un caudillo de nombre, como lo era Don Gregorio de
la Cuesta. Y en tal estado le pareció oportuno no alejar ni esparcir su fuerza,
y obrar solamente contra el enemigo más inmediato. Mandó por tanto a las tropas
enviadas antes camino de Santander que retrocediendo viniesen al encuentro del
general Lassalle, quien asistido de cuatro batallones de infantería y 700
caballos se dirigía hacia Valladolid. Había el último salido de Burgos el 5 de
junio, y al anochecer del 6 llegó a Torquemada, Quema de Torquemada villa
situada cerca del Pisuerga, y que domina el campo de la margen opuesta. Muchos
vecinos abandonaron el pueblo, algunos se quedaron; y preparándose para la
defensa, atajaron con cadenas y carros el puente bastante largo por donde se va
a la villa. Ciento de los más animosos parapetados detrás o subidos en la
iglesia y casas inmediatas, dispararon contra los franceses que se adelantaban.
No arredrados estos con el incierto y lejano fuego del paisanaje, aceleraron el
paso y bien pronto desembarazando el puente, penetraron por las calles y
saquearon y quemaron lastimosamente sus casas y edificios. Dispersos los
defensores fueron unos acuchillados por la caballería, otros atravesados por
las bayonetas de los infantes, y tratados los demás moradores con todo el rigor
de la guerra, sin que se perdonase a edad ni sexo.
En Palencia
se habían también reunido los mozos con varios soldados sueltos a las órdenes
del anciano general Don Diego de Tordesillas. Mas atemorizados con el incendio
de Torquemada, se retiraron a tierra de León, procurando el obispo aplacar la
furia de los franceses con un obsequioso recibimiento. Llegaron el 7, y a sus
ruegos se contentaron con desarmar a los habitantes, imponiéndoles además una
contribución bastante gravosa.
En Dueñas se
engrosó la división de Lassalle con la de Merle de vuelta de Reinosa, y allí
acordaron el modo de atacar a Don Gregorio de la Cuesta. Había el general
español ocupado a Cabezón, distante dos leguas de Valladolid. Contaba bajo su
mando 5000 paisanos mal armados y sin instrucción militar, 100 guardias de
Corps de los que habían acompañado a Bayona a la familia real, y 200 hombres
del regimiento de caballería de la reina. Reducíase su artillería a cuatro piezas que habían salvado del colegio de Segovia sus
oficiales y cadetes. Cabezón, situado a la orilla izquierda del Pisuerga,
contiguo al puente adonde viene a parar la calzada de Burgos, y en paraje más
elevado, ofrecía abrigo y reparo a la gente allegadiza de Cuesta si hubiera
sabido o querido este aprovecharse de tamaña ventaja. Pero con asombro de
todos, haciendo pasar al otro lado del río lo grueso de sus tropas, colocó en
una misma línea la caballería y los paisanos, entre los que se distinguía por
su mejor arreo y disciplina el cuerpo de estudiantes. Situó cerca y a la salida
del puente dos cañones, y dejó los otros dos del lado de Cabezón. Quedaron
asimismo por esta parte algunas compañías de paisanos de las parroquias de
Valladolid cada una con su bandera para guardar los vados del río: inexplicable
arreglo y ordenación en un general veterano.
Temprano en
la mañana del 12 empezó el ataque. El
francés Lassalle marchó por el camino real, cubriendo el movimiento de su
izquierda con el monasterio de bernardos de Palazuelo.
El general Merle tiró por su derecha hacia Cigales con intento de interceptar a
Cuesta si quería retirarse del lado de León, como se lo habían los enemigos
pensado al verle pasar el río, no pudiendo achacar a ignorancia semejante
determinación. La refriega no fue ni larga ni empeñada. A las primeras
descargas los caballos, que estaban avanzados y al descubierto en campo raso,
empezaron a inquietarse sin que fueran dueños los jinetes de contenerlos.
Perturbaron con su desasosiego a los infantes y los desordenaron. Al punto
diose la señal de retirada, agolpándose al puente la caballería, precedida por
los generales Cuesta y Don Francisco Eguía, su mayor general. Los estudiantes
se mantuvieron aún firmes, pero no tardaron en ser arrollados. Unos huyendo
hacia Cigales fueron hechos prisioneros por los franceses, o acuchillados en un
soto a que se habían acogido. Otros procurando vadear el río o cruzarle a nado,
se ahogaron con la precipitación y angustia. No fueron tampoco más afortunados
los que se dirigieron al puente. Largo y angosto caían sofocados con la
muchedumbre que allí acudía o muertos por los fuegos franceses, y el de un
destacamento de españoles situado al pie de la ermita de la Virgen del Manzano,
cuyos soldados poco certeros más bien ofendían a los suyos que a los
contrarios. Grande fue la pérdida de nuestra parte, cortísima la de los
franceses. El general Cuesta tranquilamente continuó su retirada, y sin
detenerse se replegó con la caballería a Rioseco pasando por Valladolid. No
faltó quien atribuyese su extraña conducta a traición o despique, por haberle
forzado a comprometerse en la insurrección. Otras batallas posteriores en que
exponiendo mucho su persona anduvo igualmente desacertado en las disposiciones,
probaron que no obraba de mala fe sino con poco conocimiento de la estrategia.
Los enemigos
temerosos de alguna emboscada cañonearon al principio a Cabezón sin entrar en
el pueblo. Con el ruido y las balas ahuyentaron a los vecinos, y solo a
mediodía penetraron en las casas, saqueándolas y abrasando en las eras los
efectos y ajuar que no pudieron llevar consigo. Fue el botín abundante, porque
como era domingo casi todos los habitantes de Valladolid habían ido allí como a
fiesta y romería, imaginándose a fuer de inexpertos segura y fácil la victoria.
El camino de Cabezón estaba sembrado de despojos de innumerable gentío que precipitadamente
quería ponerse en salvo. Los franceses avanzaron con lentitud, y no entraron en
Valladolid hasta las cinco de la tarde. El obispo y unos cuantos regidores y
ministros de la chancillería salieron a recibirlos para calmar su enojo.
Respetaron la ciudad, quitaron las armas a los vecinos, se llevaron algunos en
rehenes y la gravaron con una fuerte contribución. No se detuvieron sino hasta
el 16 en cuyo día abandonaron la ciudad, queriendo apagar la insurrección de
Santander.
El general
Lassalle se apostó en Palencia para observar a Cuesta, y apoyar la expedición que
iba a la Montaña capitaneada por el general Merle. Llegó este a Reinosa el 20
con fuerza considerable, y el 21 marchó sobre Lantueno.
Guardaba las entradas de aquel lado Don Juan Manuel Velarde con 3000 hombres,
los más paisanos, y dos piezas de grueso calibre. Cuando la primera retirada
del enemigo, los españoles en vez de redoblar sus esfuerzos, descuidaron los
preparativos de defensa, y la gente como nueva e indisciplinada se desbandó en
parte, juzgando ya inútil su asistencia. Los franceses atacaron en dos
columnas: opúsoseles escasa resistencia, pues en
breve cedieron a la pericia de aquellos los nuevos reclutas, salvándose el
mayor número por las fraguras, y reparándose los menos de una segunda línea de
defensa, formada entre Las Fraguas y Somahoz.
Estrechado allí el camino de un lado por un despeñadero y del otro por la roca
Tajada, ofreció facilidad para que se le embarazase con ramas, peñascos y
troncos, colocando detrás algunos cañones. Mas los españoles desmayados con el
primer descalabro, y viendo que las tropas ligeras del enemigo avanzaban por su
derecha e izquierda y los flanqueaban a pesar de lo escabroso del terreno, se
retiraron apresuradamente, dejando libre el paso al general Merle, quien se
posesionó de Santander el 23.
Por el
Escudo las avanzadas de la división española que ocupaba aquel punto a las
órdenes de Don Emeterio Velarde, ya el 19 reconocieron al enemigo que venía
sobre ellos con 1200 infantes y 60 coraceros. Era su general el de brigada
Ducos, quien había partido de Miranda de Ebro, empezando su movimiento a la
misma sazón que Merle. La fuerza española era aun más flaca por esta parte que
por la de Reinosa, y solo tenía un cañón servible. Se rechazó en un principio
al enemigo. Se disponían de nuevo a resistirle, cuando informado Don Emeterio
de la rota experimentada por los de Lantueno, formó
un consejo de guerra, y en él se decidió separarse guarecidos de la densa
niebla esparcida por las montañas, y por cuya causa había cesado el fuego de
una y otra parte. El general Ducos avanzó entonces, y juntándose con Merle
llegó en su compañía a Santander.
El obispo
luego que supo que los franceses se aproximaban a la montaña, arrebatado de
entusiasmo montó en una mula, y pertrechado de todas armas se encaminó adonde
acampaba el ejército; pero encontrándole a poco deshecho y disperso, decayó de
ánimo, y huyó como los demás refugiándose a Asturias, lo cual dio lugar a la
voz de haber servido dicho prelado de guía a las tropas en aquella sazón.
Pocos días
después del levantamiento de Santander había entrado de arribada en el puerto
un buque francés, procedente de sus colonias y ricamente cargado. La junta en
medio de sus apuros tuvo la generosidad de no aprovecharse del precioso socorro
que el acaso le ofrecía, y permitió al buque seguir su viaje a Francia, dando
además libertad y poniendo a su bordo al cónsul y a los otros franceses que en
un principio habían sido arrestados. Acción tan noble y rara no evitó a
Santander el ser molestado en lo sucesivo con derramas e imposiciones
extraordinarias.
El vigilante
cuidado de Napoleón no se adormeció del lado de Aragón, disponiendo que el
general de brigada Lefebvre-Desnouettes con 5000
hombres de infantería y 800 caballos partiese el 7 de junio de Pamplona. Llegó
el 8 delante de Tudela. Los vecinos habían cortado el puente del Ebro con
intento de impedir el paso; pero los franceses cruzando en barcas el río se
apoderaron de la ciudad, a pesar de gente y socorros que había enviado Zaragoza
a las órdenes del marqués de Lazán. Arcabucearon para
escarmiento algunas personas, como si fuera delito defender sus hogares contra
el extranjero: repararon el puente, y prosiguieron su marcha. El marqués de Lazán que con tropa colecticia se había adelantado hasta
Tudela, se replegó y tomó posición el 12 junto a un olivar, apoyando su
izquierda en la villa de Mallén, y la derecha en el canal de Aragón.
Resistieron con valor sus soldados, mas atacando los enemigos vigorosamente uno
de los flancos, comenzaron los nuestros a ciar, y del todo se desordenaron con
una carga que les dieron los lanceros polacos. No por eso se abatieron los
aragoneses, y todavía el 13 pelearon en Gallur, aunque también con desventaja.
En la madrugada del 14 noticioso el general Palafox de la rota de la gente de
su hermano, salió en persona de Zaragoza acompañado de 5000 paisanos mal
armados, dos piezas de artillería, 80 caballos del regimiento de dragones del
rey, con otros oficiales y soldados sueltos, y fue al encuentro del enemigo
dirigiéndose a la villa de Alagón, cuatro leguas distante de aquella capital.
Pareció oportuno posesionarse de aquel punto, cuya posición elevada entre los
ríos Jalón y Ebro era además favorecida por los olivares y tapias que estrechan
el camino que viene de Navarra. A las tres de la tarde colocó su gente el
general Palafox más allá de la villa, distribuyendo tiradores por delante de
sus flancos, y enfilando la entrada con los dos cañones que tenía. Los mal
disciplinados paisanos fueron fácilmente arrollados por las tropas aguerridas
del enemigo. En vano se trató de detenerlos. Sin embargo con algunos de ellos
más valerosos o serenos, con los pocos soldados de línea que allí había y la
artillería, se defendió por largo rato y vivamente la entrada de la villa. Al
fin resolvió Palafox retirarse con 250 hombres que le quedaban, y en cuyo
número se contaban soldados del primer batallón de voluntarios de Aragón y los
del rey de caballería con algunos tiradores diestros. De los paisanos siendo
muchos del partido de Alcañiz, se recogieron los más a sus casas, entrando por
la noche con Palafox en Zaragoza los que eran de allí naturales. Los franceses
entonces se aproximaron a aquella ciudad, en cuyas cercanías los dejaremos para
tomar después el hilo, y no interrumpirle en la narración de su memorable
sitio.
Cataluña.
Debía dar la
mano a las operaciones de Aragón el ejército francés de Cataluña. Napoleón
figurándose que dueño de Barcelona y Figueras lo era de la provincia, no creyó
arriesgado sacar parte de las fuerzas que la ocupaban. Así ordenó que de aquel
punto se enviasen socorros a Aragón y Valencia. Conformándose el general
Duhesme con lo que se le mandaba, dispuso que 3800 hombres conducidos por el
general Schwartz se dirigiesen a Zaragoza, y que 4200 a las órdenes de Chabran se apoderasen de Tarragona y Tortosa, continuando
en seguida su marcha a Valencia. Los primeros debían al paso castigar a Manresa
por su anterior levantamiento, quemar sus molinos de pólvora, e imponer al
vecindario 750.000 francos de contribución. Ambas expediciones salieron de la
capital el 4 de junio. La de Schwartz se detuvo en Martorell el 5 a causa de
una abundante lluvia, con cuya feliz demora alcanzaron a tiempo a Igualada y
Manresa los avisos de sus confidentes. La insurrección ya comenzada tomó
incremento y extraordinario ensanche, se tocó a somatén, se despacharon
expresos a todas partes, y resolvieron aguardar al enemigo en la posición del
Bruch y Casa-Masana.
Es el
somatén en Cataluña «un género de socorro, como dice Zurita, repentino y cierto
que muchas veces ha sido de grande efecto.» Está conocido de tiempo inmemorial,
teniendo que acudir al repique de la campana concejil todos los hombres aptos
para las armas en las diversas veguerías o partidos, según lo dispone el usaje
de Barcelona. Fue en este caso no menos provechoso que en otros antiguos y
renombrados. Había pocas armas y municiones tan escasas, que careciendo de
balas de fusil se cortaron las varillas de hierro de las cortinas para que
supliesen la falta.
Los
somatenes de Igualada y Manresa fueron los primeros que se prepararon, y al
hijo de un mercader llamado Francisco Riera teníasele por principal caudillo. Apostáronse pues, y se
escondieron entre los matorrales y arboleda de las alturas del Bruch. Apenas
había pasado la columna francesa las casas que llevan el mismo nombre, y tomado
la revuelta que forma el camino real antes de emparejar con el de Manresa,
cuando fue detenida por el inesperado fuego de los encubiertos somatenes.
Schwartz, después de un rato de espera, embistió a sus contrarios, replegáronse estos, y disputando el terreno a palmos se
dividieron, unos yendo la vuelta de Igualada y otros la de Casa-Masana. Desalojados del último punto y teniéndose por
perdidos, apriesa se retiraban, y completa hubiera
sido su derrota a no haber afortunadamente Schwartz desistido de perseguirlos.
Admirados los manresanos de la suspensión del francés, cobraron aliento y
engrosados con el somatén de San Pedor, compuesto de
buenos y esforzados tiradores, volvieron de nuevo a la carga. Venía con los
recién llegados un tambor, quien como más experto hizo las veces de general en
jefe. Vivamente acometieron todos juntos a los franceses de Casa-Masana, los que se recogieron al cuerpo de la columna que
comía el rancho a retaguardia.
El número de
somatenes crecía por momentos, sus ánimos se enardecían, adquiriendo ventaja
sobre los franceses descaecidos con la impensada embestida. Schwartz al ver
retirarse su vanguardia, y al ruido de la caja del somatén de San Pedor, se persuadió qué tropa de línea auxiliaba al
paisanaje. Formó entonces el cuadro para evitar ser envuelto, y al cabo de
cierto tiempo determinó retroceder a Barcelona. Aunque molestados los enemigos
por los somatenes en flanco y retaguardia llegaron sin desorden hasta Esparraguera.
Los vecinos
de esta villa puestos en acecho, y sabiendo que los enemigos se retiraban,
atajaron la calle larga y angosta que la atraviesa con todo linaje de
obstáculos, en especial con muebles y utensilios de casa. Al anochecer se
acercaron los franceses, y penetrando en la calle con imprudencia la cabeza de
la columna, cayeron en la celada que les estaba armada. De todas partes
empezaron a ofenderlos a tejazos y pedradas con algunos escopetazos, y hasta
con calderadas de agua hirviendo. Schwartz suspendió el paso, y dividiendo su
gente en dos trozos la hizo caminar a derecha e izquierda de la villa. Apretó
después la marcha durante la noche hostigado incesantemente por los somatenes,
los que le cogieron un cañón en la Riera de Cabrera, y le acosaron hasta
Martorell. No imitaron sus habitantes el ejemplo de los de Esparraguera, y así
fueles permitido a los franceses entrar en Barcelona el 8 de junio; pero tan
destrozados y abatidos que dieron claro indicio de la rota experimentada. Su
pérdida no dejó de ser considerable, mayormente si se atiende a que fueron
acometidos por gente allegadiza y con escasas y malas armas. De los nuestros
pocos perecieron, estando siempre amparados del terreno, y protegidos en el
alcance por toda la población.
Toca a los
catalanes la gloria de haber sido los primeros en España que postraron con
feliz éxito el orgullo de los invasores. Fue en efecto la victoria del Bruch la
que antes que ninguna otra mereció ser calificada con tal nombre. Y semejante
triunfo admirable en sus circunstancias resonando por todo el principado,
excitó noble emulación en todos sus habitadores, declarándose a porfía los
pueblos unos en pos de otros y denodadamente.
Con razón
Duhesme se sobrecogió al saber el inesperado descalabro, más que por su
importancia por el aliento que infundía en los apellidados insurgentes. Atento
al corto número de tropas que mandaba, obró cuerdamente en no aventurarse a
nuevos riesgos y en reconcentrar sus fuerzas. Conservar sus comunicaciones con
Francia debió ser su principal mira, y mal lo hubiera conseguido desparramando
sus soldados en diversas direcciones: así fue que llamó a Chabran a Barcelona.
Con mayor
felicidad que Schwartz había aquel dado principio a su expedición de Valencia,
penetrando sin tropiezo el 7 de junio en los muros de Tarragona. Guarnecía la
plaza el regimiento suizo de Wimpffen al servicio de
España, cuya oficialidad condújose con tal mesura que
no despertando los recelos del francés tuvo la dicha de mantener intacto su
cuerpo, después señalado apoyo de la buena causa. El general Chabran en cumplimiento de las órdenes de su jefe evacuó el
9 a Tarragona, mas a su vuelta encontró sublevado el país que poco antes había
pacíficamente atravesado. En el Vendrell y en Arbós opúsosele empeñada resistencia. Trescientos suizos de Wimpffen que iban a incorporarse con los de Tarragona, ayudaron y sostuvieron a los
paisanos, y defendieron juntos con notable bizarría la posición de Arbós,
aunque no fuese el terreno favorable a soldados bisoños. Después de repetidos
ataques consiguieron los franceses ahuyentar a los somatenes, y apoderarse de
la artillería que consigo tenían. Entraron en Arbós, y para vengarse del
atrevido arrojo de sus habitantes maltrataron y mataron a muchos de ellos.
Continuó Chabran a Villafranca de Panadés y no cesó el estrago, saqueando allí y quemando casas y edificios en
desagravio, según decía, del asesinato del gobernador español Toda, de que ya
hablamos: singular equidad la de castigar una población entera por las demasías
de contados individuos. Duhesme salió en busca de la tropa que volvía de
Tarragona, habiendo sabido que en la ruta topaba con resistencia, y reunidos
unos y otros entraron en Barcelona el día 12.
Aunque
resueltos a no intentar de nuevo expediciones lejanas ni otras importantes
operaciones que las que exigiese la libre comunicación con Francia, quisieron
sin embargo viéndose todos juntos probar fortuna con deseo de castigar al
paisanaje de Manresa y su comarca. Para lo cual reunidas las columnas de
Schwartz y Chabran salieron el 13 al mando del
último, tomando el mismo camino que la vez primera. En el tránsito saquearon y
quemaron muchas casas de Martorell y Esparraguera ahora desapercibida, y cometieron
todo linaje de desórdenes y excesos, con cuyo desmandado porte provocábase la ira del tenaz catalán; no se le arredraba.
Interesada
la gloria de los manresanos en sostener el sitio del Bruch, testigo de sus
primeros laureles, habían atendido a fortificarle y guarnecerle debidamente en
unión con la junta de Lérida y pueblos del contorno. Apellidaron allí sus
somatenes y les agregaron los soldados escapados de Barcelona, y cuatro
compañías de voluntarios leridanos al mando de Don Juan Baguet, con algunas
piezas de artillería traídas de las fortalezas del principado. El 14 trató Chabran de forzar la posición, mas a pesar de venir los
franceses con dobles fuerzas y de caminar advertidos fue vana su empresa. Estrellose su desapoderado orgullo contra las flacas armas
del somatén catalán, y de pocos y mal regidos soldados. En reiterados ataques
quisieron enseñorearse de la posición: rechazados en todos volvieron atrás sus
pasos, y con pérdida de 500 hombres y alguna artillería, perseguidos y
hostigados por los paisanos se metieron vergonzosamente en Barcelona.
Frustradas
las primeras tentativas, y no habiendo podido ser ejecutadas las órdenes de
Napoleón, suspendió Duhesme darles el debido cumplimiento, y volvió
exclusivamente la atención a asegurar y poner libres las comunicaciones con
Francia. Para ello salió de Barcelona el 17 de junio con siete batallones,
cinco escuadrones y ocho piezas de artillería, prefiriendo al camino que va por Hostalrich el de la marina. Habíanse armado los paisanos del Vallés, y en número de 9000 aguardaban a los franceses
en la cresta de Mongat.
Resistencia
de Mongat.
Los
inexpertos somatenes se imaginaron que solo por el frente habían de ser
acometidos; pero el general francés disfrazando con varios ataques falsos el
verdadero, los envolvió por su derecha, y en breve los deshizo y dispersó.
Dueño el enemigo de Mongat, batería de la costa,
cometió con los paisanos inauditas crueldades. Mataró que había pensado en
defenderse, no cejó en su propósito con la desgracia acaecida. Colocando
artillería en las avenidas del camino de Barcelona, hicieron los vecinos fuego
contra las columnas francesas que se acercaban. No tardaron en ser
desbaratados, y el mismo día 17 entraron los enemigos en Mataró y la saquearon.
Ciudad de 20.000 habitantes, y rica por sus fábricas de algodón, vidrio y
encajes, ofreció al vencedor copioso botín, no perdonando su codicia ni los
vestidos de las mujeres, ni otros objetos de poco valor y uso común. El
asesinato, la violencia hasta de las vírgenes más tiernas acompañaron al
pillaje, confundiéndose a veces cebados en los mismos excesos el general con el
soldado: largos días llorará Mataró aquel tan aciago y cruel.
En la mañana
siguiente continuaron los franceses la marcha sobre Gerona. En su tránsito
dejaron sangriento rastro por las muertes, robos y destrozos con que afligieron
a todos los pueblos. En tanto grado convierte la guerra en hombres inhumanos a
los soldados de una nación culta. Había solamente de guarnición en Gerona 300
hombres del regimiento de Ultonia y algunos
artilleros, los que con gente de mar de la vecina costa dirigieron los fuegos
de aquella arma. Limitadísimo número si los nobles, el clero y todos los
vecinos sin excepción, inflamados de ardor patrio no hubiesen sostenido con el
mayor brío los puntos que se confiaron a su cuidado. Era gobernador interino
Don Julián de Bolívar.
A las nueve
de la mañana del propio día 20 se presentó el enemigo en las alturas de la
aldea de Palausacosta, mas incomodado con algunos
cañonazos del baluarte de la Merced y fuerte de Capuchinos se replegó a Salt y
Santa Eugenia, cuyas aldeas saqueó a sangre y fuego. Por la tarde después de
varios reconocimientos atacó formalmente, dirigiendo su izquierda por los
lugares que acabamos de mencionar, al paso que su derecha cruzando el Oña
acometió con ímpetu e intentó forzar la puerta del Carmen. Los sitiados le
repelieron con valor y serenidad. Señalose Ultonia, cuyo teniente coronel Don Pedro O’Daly quedó herido. Atacó en seguida el fuerte de
Capuchinos en donde fue igualmente repelido, habiendo experimentado
considerable pérdida. Burladas sus esperanzas colocó una batería cerca de la
cruz de Santa Eugenia, no lejos de la plaza: causó algún daño en el colegio
tridentino y otros edificios, y respondiendo con acierto a sus fuegos las
baterías de la plaza, la noche puso término al combate.
Fue aquella
sumamente lóbrega, y confiados los franceses en la oscuridad se acercaron
calladamente al muro, y de tal manera y con tanto arrojo que hasta hallarse muy
cerca no fueron sentidos. Peleose entonces por ambos
lados con braveza, alumbrados solamente por los fogonazos del cañón, y no
interrumpido el silencio sino por su estruendo y los ayes de los heridos y moribundos. ¡Espantosa noche! El enemigo osó arrimar escalas
al baluarte de Santa Clara. Algunos de sus soldados pusiéronse encima de la misma muralla, y apresuradamente les seguían sus compañeros,
cuando una partida del regimiento de Ultonia matando
a los ya encaramados, precipitó a los otros y estorbó a todos continuar en
aquel intento. El fuego sin embargo no cesó hasta que el baluarte de San
Narciso tirando a metralla destrozó a los acometedores y los dispersó, dejando
el campo como después se vio sembrado de cadáveres y heridos. No cansados
todavía los franceses renovaron el ataque a las doce de la noche, queriendo
asaltar el baluarte de San Pedro, pero fueron rechazados de modo que
desistieron de proseguir en su empresa, retirándose temprano por el camino de
Barcelona en la mañana del 21. Aunque corta fue notable esta primer defensa de
Gerona, cuya plaza tanto lustre adquirió después en otra inmediata acometida, y
sobre todo en el célebre sitio del siguiente año. Los somatenes molestaron por
todas partes al enemigo, habiendo impedido con su ayuda que pasase al otro lado
del Ter. No fue menos que de 700 hombres la pérdida de los franceses, la de los
españoles mucho más reducida.
Duhesme
volvió a Barcelona dejando en Mataró parte de su ejército que puso al cuidado
de Chabran, y cuyo trozo compuesto de 3500 hombres
fue al Vallés a buscar vituallas. Rodeados siempre los franceses por el
paisanaje tuvieron en Moncada que romper a viva fuerza un cordón de somatenes,
siendo al cabo detenidos cerca de Granollers por el teniente coronel Don
Francisco Miláns, quien los ahuyentó haciéndoles
perder la artillería. A la retirada como de costumbre talaron y destruyeron el
país por donde pasaron.
Al propio
tiempo que tan mal parados andaban los invasores en aquella parte de Cataluña,
tampoco se descuidaron sus naturales en el mediodía, formando a la margen
derecha del Llobregat una línea de hombres belicosos que defendía los caminos
de Garraf, Ordal y Esparraguera. Los capitaneaba Don
Juan Baguet, que con los voluntarios de Lérida había la segunda vez contribuido
a repeler en el Bruch a los franceses. Desde allí enviaban partidas sueltas que
recorrían la tierra en todas direcciones. Incomodado Duhesme de verse así
estrechado, envió contra ellos al general Lecchi,
quien el 30 de junio obligó a los somatenes a abandonar su posición cogiéndoles
algunos cañones y aventajándose a todos los suyos en cometer demasías. No por
eso desmayaron los vencidos, apareciéndose en breve hasta en las cercanías de
la misma Barcelona.
Por este
término y con éxito vario se ejecutaron las órdenes de Napoleón en Cataluña,
Aragón y Castilla. Fueron parecidas las que significó para las otras provincias
al gran Duque de Berg, cuya solícita diligencia
procuró aniquilar en derredor suyo la semilla insurreccional que brotaba con
lozanía. Insinuamos antes varias de sus providencias, y las que de consuno con
la junta de Madrid se habían tomado para cortar las conmociones sin tener que
venir a las manos. Inútiles fueron sus esfuerzos, como lo serán siempre todos
los que se dirijan a contener por la persuasión el levantamiento de una nación
entera. No le pesó quizá a Murat, a cuyo gusto y anterior vida se acomodaban
más las armas que los discursos. Así fue que a veces a un tiempo y otras muy de
cerca, mandó que sus tropas acompañasen o siguiesen a las proclamas y
exhortaciones de la junta. Consideró como de mayor importancia las Andalucía y
Valencia, y de consiguiente trató ante todo de asegurarse de aquellas
provincias, mayormente habiendo dado Sevilla ya en primeros de mayo muestras de
desasosiego y grave alteración.
Dupont
acantonado en Toledo recibió la orden de dirigirse a Cádiz, y el 24 del mismo
mayo se puso en marcha. Llevaba consigo los dos regimientos suizos de Reding y Preux al servicio de
España, la división de infantería del general Barbou compuesta de 6000 hombres
y además 500 marinos de la guardia imperial, con 3000 caballos mandados por el
general Fresia. Iban todos tan confiados en el buen éxito de su empresa, que
Dupont señalaba de antemano al ministro de guerra de Francia el día que había
de entrar en Cádiz. Atravesaron la Mancha tranquilamente, y en tal abundancia
hallaban los mantenimientos que dejaron almacenados en el pósito de Santa Cruz
de Mudela la galleta y víveres que a prevención traían, y de los que pocos días
después se apoderaron aquellos vecinos, cogiendo también parte de los soldados
que los custodiaban y matando otros. El 2 de junio penetraron los franceses por
las estrechuras de Sierra Morena. Hasta allí si bien habían notado inquietud y
desvío en los habitantes, ningún síntoma grave se había manifestado. En la
Carolina se despertó su recelo viéndola sola y desierta; y al entrar en Andújar
supieron el levantamiento general de Sevilla y la formación de una junta
suprema. No por eso suspendieron su marcha, llegando al amanecer del 7 delante
del puente de Alcolea. Don Pedro Agustín de Echevarri,
oficial de cierto arrojo pero ignorante en el arte de la guerra, y a quien
vimos al frente de la insurrección cordobesa, se había situado en aquel paraje.
Tenía a sus órdenes 3000 hombres de línea, compuestos de parte de un batallón
de Campo-Mayor, de soldados de varios regimientos provinciales con granaderos
de los mismos, a los que se agregaba alguna caballería y un destacamento de
suizos. No había entre ellos cuerpo completo que estuviese presente. El número
de paisanos era más considerable, y habíase de Sevilla recibido bastante
artillería. Los españoles levantando una cabeza de puente, habían colocado en
ella doce cañones para impedir el paso del Guadalquivir y cubrir así la ciudad
de Córdoba, puesta a su margen derecha y distante unas tres leguas de las
ventas de Alcolea. El puente es largo y torcido, formando un ángulo o recodo
que estorba el que por él se enfilen los fuegos de cañón. A la izquierda del
río se había quedado la caballería española con intento de acometer a los
enemigos por el flanco y espalda al tiempo que estos comenzasen el ataque de
frente. Los franceses para desembarazarse trataron de dar a aquella una vigorosa
carga, la cual repetida contuvo a los jinetes españoles sin lograr
desbaratarlos. A poco la infantería francesa avanzó al puente. Los fuegos bien
dirigidos de la obra de campaña recién construida, y sostenida también
valerosamente por el oficial Lasala que mandaba a los de Campo-Mayor y
granaderos provinciales, mantuvieron por algún tiempo con firmeza la posición
atacada. Pero el paisanaje todavía no fogueado, desamparando a la tropa,
facilitó a los franceses escalar la posición, que levantada deprisa ni era
perfecta ni estaba del todo concluida. Sin embargo la caballería española no
habiendo caído en desmayo, trató de favorecer a los suyos y de nuevo y con
ventaja acometió a la francesa. Dupont teniendo que enviar una brigada al
socorro de su gente, no prosiguió el alcance contra los infantes españoles, los
que retirándose con orden solo perdieron un cañón, cuya cureña se había
descompuesto. El reencuentro duró dos horas. Costó a los franceses 200 hombres,
no más a los españoles por haberse retirado tranquilamente. Echevarri juzgando que no era posible defender a Córdoba, abandonó la ciudad sin
detenerse en sus muros.
Llegaron a
su vista los franceses a las tres de la tarde del mismo día 7 de junio. Habían
los vecinos cerrado las puertas más bien para capitular que para defenderse. Entabláronse sobre ello pláticas, cuando con pretexto de
unos tiros disparados de las torres del muro y de una casa inmediata, apuntaron
los enemigos sus cañones contra la Puerta Nueva, hundiéndola a poco rato y sin
grande esfuerzo. Metiéronse pues dentro hiriendo,
matando y persiguiendo a cuantos encontraban: saquearon las casas y los templos
y hasta el humilde asilo del pobre y desvalido habitante. La célebre catedral,
la antigua mezquita de los árabes, rival en su tiempo en santidad de Medina y
la Meca, y tan superior en magnificencia, esplendidez y riqueza, fue presa de
la insaciable y destructora rapacidad del extranjero. Destruidos quedaron
entonces los conventos del Carmen, San Juan de Dios y Terceros, sirviéndoles de
infame lupanar la iglesia de Fuensanta y otros sitios no menos reverenciados de
los naturales. Grande fue el destrozo de Córdoba, muchas las preciosidades
robadas en su recinto. Ciudad de 40.000 almas, opulenta de suyo y con templos
en que había acumulado mucha plata y joyas la devoción de los fieles, fue gran
cebo a la codicia de los invasores. De los solos depósitos de tesorería y
consolidación sacó el general Dupont más de 10.000.000 de reales, sin contar
con otros muchos de arcas públicas y robos hechos a particulares. Así se
entregó al pillaje una población que no había ofrecido ni intentado
resistencia. Bajo fingidos motivos a fuego y sangre penetraron los franceses
por sus calles, a la misma sazón que se conferenciaba. Y no satisfechos con la
ruina y desolación causada, acabaron de oprimir a los desdichados moradores
gravándolos con imposiciones muy pesadas. Mas tan injusto y atroz trato alcanzó
en breve el merecido galardón, siendo quizá la principal causa de la pérdida
posterior del ejército de Dupont el codicioso anhelo de conservar los bienes
mal adquiridos en el saco de aquella ciudad.
A pesar del
triunfo conseguido el general francés andaba inquieto. Sus fuerzas no eran
numerosas. La insurrección de todas partes le cercaba: con instancia pedía
auxilios a Madrid cuyas comunicaciones, ya antes interrumpidas, fueron al
último del todo cortadas. A su propia retaguardia el 9 de junio partidas de
paisanos entraron en Andújar, y alborotada por la noche la ciudad, hicieron
prisionero el destacamento francés allí apostado, y mataron al comandante con
otros tres de su guardia que quisieron resistirse en casa de Don Juan de
Salazar. Molestó sobre todo al enemigo Don Juan de la Torre, alcalde de
Montoro, que a sus expensas había levantado un cuerpo considerable; mas cogido
por sorpresa debió la vida a la generosa intercesión del general Fresia, a quien
había antes hospedado y obsequiado en su casa. En el Puerto del Rey apresaron
los naturales al abrigo de aquellas fraguras varios convoyes: y como en la
comarca se había esparcido la voz de lo acaecido en Córdoba, hubo ocasión en
que so color de desquite se ensañó el paisanaje contra los prisioneros con
exquisita crueldad. Fue una de sus víctimas el general René a quien cogieron y
mataron estando antes herido: lamentable suceso, pero desgraciadamente
inevitable consecuencia de los desmanes cometidos en Córdoba y otros parajes
por el extranjero. Pues que, si en efecto era difícil contener en una guerra de
aquella clase al soldado de una nación culta como la Francia y sometido a la
dura disciplina militar, cuánto no debía serlo reprimir los excesos del cultivador
español, que ciego en su venganza yp. 349 sin freno
que le contuviese, veía talados sus campos y quemados los pacíficos hogares de
sus antepasados por los mismos que poco antes preciábanse de ser amigos. Había corrido el alboroto de la Sierra hasta la Mancha, y el 5
de junio los vecinos de Santa Cruz de Mudela arremetiendo a unos 400 franceses
que había en el pueblo y matando a muchos, obligaron a los demás a fugarse
camino de Valdepeñas. En esta villa opusiéronse los
naturales al paso de los enemigos, y estos para esquivar un duro choque,
echando por fuera de la población tomaron después el camino real, aguardando a
un cuarto de legua en el sitio apellidado de la Aguzadera a ser reforzados. No
tardó en efecto en llegar en el mismo día, que era el 6 de junio, el general Liger-Belair procedente de Manzanares con 600 caballos, e
incorporados todos revolvieron sobre Valdepeñas.
Los
moradores de esta villa alentados con la anterior retirada de los franceses, y
temiendo también que quisiesen vengar aquella ofensa, resolvieron impedir la
entrada. Es Valdepeñas población rica de 3000 vecinos, asentada en los llanos
de la Mancha, y a la que dan celebridad sus afamados vinos. Atraviésala por
medio la calle llamada Real, tránsito de los que viajan de Castilla a
Andalucía, y la cual tiene de largo cerca de un cuarto de legua. Aprovechándose
de su extensión, dispusiéronla los habitantes de modo
que en ella se entorpeciese la marcha de los franceses. La cubrieron con arena,
esparciendo debajo clavos y agudos hierros; de trecho en trecho y
disimuladamente ataron maromas a las rejas, cerraron y atrancaron las puertas
de las casas, y embarazaron las callejuelas que salían a la principal avenida.
No contentos con resistir detrás de las paredes, osaron en número de más de
1000 ponerse en fila a la orilla del pueblo. Pero viendo lo numeroso de la
caballería enemiga, después de algún tiroteo se agacharon en lo interior,
pertrechados de armas y medios ofensivos.
Los
franceses al aproximarse enviaron por delante una descubierta, la cual según su
costumbre con paso acelerado se adelantó al pueblo. Penetró, y muy luego los
caballos tropezando y cayendo unos sobre otros miserablemente arrojaron a los
jinetes. Entonces de todas partes llovieron sobre los derribados tiros,
pedradas, ladrillazos, atormentando también sus carnes con agua y aceite
hirviendo. Quisieron otros proteger a los primeros y cúpoles igual y malhadado fin. Irritado Liger-Belair con
aquel contratiempo, entró la villa por los costados incendiando las casas y
destrozándolas. Pasaron de 80 las que se quemaron, y muchas personas fueron
degolladas hasta en los campos y las cuevas. Habían los enemigos perdido ya más
de 100 hombres, al paso que la villa se arruinaba y se hundía. Conmovidos de
ello y recelosos de su propia suerte, varios vecinos principales resolvieron
yendo a su cabeza el alcalde mayor Don Francisco María Osorio, avistarse con el
general Liger-Belair, quien temeroso también de la
ruina de los suyos, escuchó las proposiciones, convino en ellas, y saliendo
todos juntos con una divisa blanca, pusieron de consuno término a la matanza.
Mas la contienda había sido tan reñida, que los franceses escarmentados no se
atrevieron a ir adelante, y juzgaron prudente retroceder a Madridejos.
Dupont
aislado, sin noticia de lo que a la otra parte de los montes pasaba, aturdido
con lo que de cerca veía, pensó en retirarse; y el 16 de junio saliendo por la
tarde de Córdoba se encaminó a Andújar, en donde tomó posición el 19. Desde
aquel punto con objeto de abastecer a su gente, y deseoso de no abandonar el
terreno sin castigar a Jaén, a la cual se achacaba haber participado del
alboroto y muerte del comandante francés de Andújar, envió allí el 20 al
oficial Baste con la suficiente fuerza. Saqueo de Jaén. Entraron los enemigos
en la ciudad sin hallar oposición, y con todo la pillaron y maltrataron
horrorosamente. Degollaron hasta niños y viejos, ejerciendo acerbas crueldades
contra religiosos enfermos de los conventos de Santo Domingo y de San Agustín:
tal fue el último, notable y fiero hecho cometido por los franceses en
Andalucía antes de rendirse a las huestes españolas.
Casi al
propio tiempo determinó Murat enviar también una expedición contra Valencia. Mandábala el mariscal Moncey y se componía de 8000 hombres
de tropa francesa, a los que debían reunirse guardias españolas, valonas y de
Corps. Mas todos estos en su mayor parte se desbandaron pasando por atajos y
trochas del lado de sus compatriotas. Moncey salió de Madrid el 4 de junio y
llegó a Cuenca el 11. Deteniéndose algunos días disgustose Murat, y despachó
para aguijarle al general de caballería Exelmans con
otros muchos oficiales, quienes arrestados en Saelices y conducidos prisioneros
a Valencia, terminaron su comisión de un modo muy diverso del que esperaban. En
Cuenca fueron recibidos los franceses con tibieza mas no hostilmente.
Prosiguiendo su marcha hallaron por lo general los pueblos desamparados,
pronóstico que vaticinaba la resistencia con que iban a tropezar.
La junta de
Valencia había en tanto adoptado las medidas vigorosas de defensa que la
premura del tiempo le permitía. Recreciéronse al oír
que Moncey se aproximaba del lado de Cuenca, y se dieron nuevas órdenes e
instrucciones al mariscal de campo Don Pedro Adorno, a cuyo mando, como ya
dijimos, se habían confiado las tropas apostadas en los desfiladeros de las
Cabrillas, a donde el enemigo se dirigía. Lo más de la gente era nueva e
indisciplinada y por eso convenía aprovecharse de las ventajas que ofreciese el
terreno.
Reencuentro
del puente Pajazo.
Tratose pues de disputar
primeramente a los franceses el paso del Cabriel en el puente Pajazo, en donde
remata la cuesta de Contreras, y en cuya cabeza construyeron los españoles una
mala batería de cuatro cañones sostenida por un trozo de un regimiento suizo, colocándose
la otra tropa en diferentes puntos de dicha cuesta. Detuviéronse los franceses hasta que a duras penas por los malos senderos y escabrosidades,
acercaron casi a la rastra unos cañones. Con su auxilio el 20 rompieron el
fuego, y vadeando unos el río, y otros acometiendo de frente, se apoderaron de
la batería española, habiendo habido muchos de los suizos que se les pasaron.
Los nuevos reclutas que nunca habían sido fogueados, abandonados por aquellos
veteranos no tardaron en dispersarse, replegándose parte de ellos con algunos
soldados españoles a las Cabrillas.
Cundió la
nueva de la derrota, lo supo la junta de Valencia, y grande fue la
consternación y el sobresalto. En tamaño apuro envió al ejército en comisión a
su vocal el P. Rico, o ya quisiesen vengarse así algunos del estrecho en que
los había metido, o ya también porque gozando de suma popularidad, pensaron
otros que era aquel el modo más propio de calmar la pública agitación y alejar
la desconfianza. De las Cabrillas. Obedeció Rico, y el 23 por la noche llegó a
las Cabrillas, ocho leguas de Valencia, y cuyos montes parten término con Castilla. Habíanse recogido a sus cumbres los dispersos del
Cabriel, y allí se encontró el P. Rico con 180 hombres del regimiento de Saboya
mandados por el capitán Gamíndez, con tres cuerpos de
nueva creación, algunos caballos y artilleros que habían conservado dos cañones
y un obús, componiendo en todo cerca de 3000 hombres. Eran contados los
oficiales veteranos, siendo el de mayor graduación el brigadier Marimón de guardias españolas. Ignorábase el paradero de Adorno. Reunidas todas aquellas reliquias se colocaron en
situación ventajosa a espaldas y a legua y media del pueblo de Siete Aguas,
hasta cuyas casas enviaban sus descubiertas. Gamíndez mandó el centro, la izquierda Marimón, y colocáronse guerrillas sueltas por la derecha. El 24
avanzaron los franceses, y los nuestros favorecidos de tierra tan quebrada los
molestaron bastantemente. Impacientado Moncey destacó por su izquierda y del
lado de la sierra de los Ajos al general Harispe con
vascos acostumbrados a trepar por las asperezas del Pirineo. Encaramáronse pues a pesar de escabrosidades y
derrumbaderos, y arrollando a las guerrillas, facilitaron el ataque de frente. Defendiéronse bien los de Saboya, quedando los más de ellos
y los artilleros muertos junto a los cañones, y prisionero con otros su
comandante Gamíndez. Lo restante de la gente bisoña
huyó precipitadamente. La pérdida de los españoles fue de 600 hombres, muy
inferior la de los contrarios. El mariscal Moncey al instante traspasó la
sierra por el portillo de las Cabrillas, desde donde registrándose las ricas y
frondosas campiñas de la huerta de Valencia, se encendió la ansiosa codicia de
sus fatigados soldados. Si entonces hubiera proseguido su marcha, fácilmente se
hubiera enseñoreado de la ciudad; pero obligado a detenerse el 25 en la venta
de Buñol para aguardar la artillería, y queriendo adelantarse cautelosamente,
dio tiempo a que Rico volviendo a Valencia al rayar el alba de aquel mismo día,
apellidase guerra dentro de sus muros.
Está
asentada Valencia a la derecha del Guadalaviar o Turia, 100.000 almas forman su
población, excediendo de 60.000 las que habitan en los lugarejos, casas de
campo y alquerías de sus deliciosas vegas. Ceñida de un muro antiguo de
mampostería con una mala ciudadela, no podía ofrecer al enemigo larga y
ordenada resistencia, si militarmente hubiera de haberse considerado su
defensa. Mas a la voz de la desgracia de las Cabrillas, en lugar de abatirse,
creciendo el entusiasmo al más subido punto, tomó la junta activas
providencias, y los moradores no solo las ejecutaron debidamente, sino que
también por sí procedieron a dar a los trabajos la amplitud y perfección que
permitía la brevedad del tiempo. Sin distinción de clase ni de sexo acudieron
todos a trabajar en las fortificaciones que se levantaban. En el corto espacio
de sesenta horas construyéronse en las puertas
baterías con sacos de tierra. En la de Cuarte, como era por donde se aguardaba
al enemigo, además de dos cañones de a 24 se colocó otro en el primer piso de
la torre, abriéndose una zanja ancha y profunda en medio de la calle del
arrabal que embocaba la batería. A la derecha de esta puerta y antes de llegar
a la de San José, entre el muro y el río, se situaron cuatro cañones y dos
obuses, impidiendo lo sólido del malecón que se abriese un foso. Diose a esta
obra el nombre de batería de Santa Catalina, del de una torre antes demolida y
que ocupaba el mismo espacio. Lo expresamos por su importancia en la defensa.
Dentro del recinto se cortaron y atajaron las calles, callejuelas y principales
avenidas con carros, coches, vigas, calesas y tartanas. Tapáronse las entradas y ventanas de las casas con colchones, mesas, sillas y todo género
de muebles, cubriendo por el mismo término y cuidadosamente lo alto de las
azoteas o terrados. Detrás de semejantes y tan repentinos atrincheramientos
estaban preparados sus dueños con armas arrojadizas y de fuego, y aun hubo mujeres
que no olvidaron el aceite hirviendo. Afanados todos mutuamente se animaban,
habiendo resuelto defender heroicamente sus hogares.
La junta
además para dilatar el que los franceses se acercasen, trató de formar un campo
avanzado a la salida del pueblo de Cuarte, distante una legua de Valencia. Le
componían cuerpos de nueva formación y se había puesto a las órdenes de Don
Felipe Saint-March. Situose la gente en la ermita de
San Onofre a orillas del canal de regadío que atraviesa el camino que va a las
Cabrillas. Entretanto Don José Caro, nombrado brigadier al principio de la
insurrección, y que mandaba una división de paisanos en el ejército de Cervellón, apostado según dijimos en Almansa, corrió
apresuradamente al socorro de la capital luego que supo el progreso del
enemigo. A su llegada se unió a Saint-March, y juntos dispusieron el modo de
contener al mariscal francés. Emboscaron al efecto en los algarrobales, viñedos
y olivares que pueblan aquellos contornos, tiradores diestros y esforzados. El
cuerpo principal se colocó a espaldas de una batería que enfilaba el camino
hondo, por donde era de creer arremetiese la caballería enemiga y cuyo puente
se había cortado. Como los generales habían previsto que al fin tendrían que
ceder a la superioridad y pericia francesa, deseosos de que su retirada no
causara terror en Valencia, habían pensado, Caro en tirar por la izquierda y
Saint-March pasar el río por la derecha y situarse en el collado del almacén de
pólvora. Pero para verificar, llegado el caso, su movimiento con orden y evitar
que dispersos fueran a la ciudad, establecieron a su retaguardia una segunda
línea en el pueblo de Cuarte, rompiendo el camino y guarneciendo las casas para
su defensa.
A las 11 de
la mañana del día 27 empezó el fuego, duró hasta las tres, siendo muy vivo
durante dos horas. Al fin los franceses cruzaron el canal, y forzaron la
primera línea. Caro y Saint-March se retiraron según habían convenido. Los
franceses vencedores iban a perseguirlos cuando notaron que desde el pueblo de
Cuarte se les hacía fuego. Molestados también por el continuado de los paisanos
metidos en los cañamares de dicho pueblo, no pudieron entrarle hasta las seis
de la tarde; huyendo los vecinos al amparo de las acequias, cañaverales y
moreras que cubren sus campos. La pérdida fue considerable de ambas partes: la
artillería quedó en poder de los franceses.
Avanzó
entonces Moncey hasta el huerto de Juliá, media legua de Valencia. Por la noche
pasó al capitán general conde de la Conquista un oficio para que rindiese la
plaza. Fue portador el coronel Solano. Congregose la
junta, a la que se unieron para deliberar en asunto tan espinoso el
ayuntamiento, la nobleza e individuos de todos los gremios. El de la Conquista inclinábase a la entrega, viendo cuán imposible sería
resistir con gente allegadiza, y en ciudad, por decirlo así, abierta a enemigos
aguerridos. Sostuvo la misma opinión el emisario Solano y en tanto grado que se
esforzó en probar no había nada que temer respecto de lo pasado, así por la
condición suave y noble del mariscal francés, como también por los vínculos
particulares que le enlazaban con los valencianos; lo cual aludía a conocerse
en aquel reino familias del nombre de Moncey, y haber quien le conceptuara
oriundo de la tierra. Así se discurría acerca de la proposición, cuando el
pueblo advertido de que se negociaba, desaforadamente se agolpó a la sala de
sesiones de la junta. Atemorizados los que en su seno buscaban la rendición y
alentados los de la parcialidad opuesta, no se titubeó en desechar la demanda
del enemigo. Y puestos todos sus individuos al frente del mismo pueblo,
recorrieron la línea animando y exhortando a la pelea. Con la oportuna
resolución se embraveció tanto la gente que no hubo ya otra voz que la de
vencer o morir.
El 28 a las
once de la mañana se rompió el fuego. Como Moncey era dueño de casi todo el
arrabal de Cuarte, le fue fácil ordenar sus batallones detrás del convento de
San Sebastián. A su abrigo dirigieron los enemigos sus cañones contra la puerta
de Cuarte y batería de Santa Catalina. Tres veces atacaron con el mayor ímpetu
del lado de la primera, y otras tantas fueron rechazados. Mandaba la batería
española con mucho acierto el capitán Don José Ruiz de Alcalá, y el puesto los
coroneles barón de Petrés y Don Bartolomé de Georget. Los enemigos no perdonaron medio de flanquear a
los nuestros por derecha e izquierda, pero de un costado se lo estorbaron los
fuegos de Santa Catalina, y del otro el graneado de fusilería que desde la
muralla hacían los habitantes. El entusiasmo de los defensores tocaba en
frenesí cada vez que el enemigo huía, pero siempre se mantuvo el mejor orden. Temiose por un rato carecer de metralla, y sin tardanza de
las casas inmediatas se arrancaron rejas, se enviaron barras y otros utensilios
de hierro que cortados en menudos pedazos pudieron suplir aquella falta,
acudiendo a porfía las señoras de la clase más elevada a coser los saquillos de
la recién fabricada metralla. Con tal ejemplo, ¿qué brazo varonil hubiera
cedido el paso al enemigo? El capitán general, los magistrados y aun el
arzobispo aparecíanse a veces en medio de aquel
importante puesto dando brío con su presencia a los menos esforzados.
Moncey
tratando de variar su ataque, recogió sus soldados a la cruz de Mislata, y
acometió, después de un respiro, la batería de Santa Catalina, a la derecha
como dijimos de la de Cuarte. Era comandante del punto el coronel Don Firmo
Vallés, y de la batería Don Manuel de Velasco y Don José Soler. Dos veces y con
gran furia embistieron los franceses. La primera ciaron abrasados por el fuego
de cañón y el que por su flanco izquierdo les hacía la fusilería; y la segunda
huyeron atropelladamente sin que los contuviesen las exhortaciones de sus
jefes. No por eso desistió Moncey, y fingiendo querer atacar el muro por donde
mira a la plazuela del Carbón, emprendió nueva acometida contra la batería de
Santa Catalina. Vano empeño. Sus soldados repelidos dejaron el suelo empapado
en su sangre. Distinguiose allí el oficial Don
Santiago O’Lalor, asesinado alevemente en el propio
día por mano desconocida.
Los
franceses perturbados con defensa tan inesperada y recia, trataron de dar una
última embestida a la ciudad. Eran las cinco de la tarde cuando avanzando
Moncey con el grueso de su ejército hacia la puerta de Cuarte, hizo marchar una
columna por el convento de Jesús para atacar la de San Vicente situada a la
izquierda de la primera, y confiada al cuidado del coronel Don Bruno Barrera,
bajo cuyas órdenes dirigían la artillería los oficiales Don Francisco Cano y
Don Luis Almela. Considerábase aquella parte del muro
la más flaca, mayormente su centro en donde está colocada en medio de las otras
dos la puerta tapiada de Santa Lucía, antiguamente dicha de la Boatella. Empezose el ataque, y
los españoles apuntaron con tal acierto sus cañones que lograron desmontar los
de los enemigos, y desalojarlos del punto que ocupaban con notable matanza.
Desde aquella hora que era ya la de las ocho de la noche cesó el fuego en ambas
líneas. Durante los diversos ataques arrojaron los franceses a la ciudad
granadas que no causaron daño.
Hechos
notables de algunos españoles.
El padre
Rico anduvo constantemente por los parajes de mayor riesgo, y coadyuvó
grandemente a la defensa con su energía y brioso porte. Fue imperturbable en su
valor Juan Bautista Moreno que sin fusil y con la espada en la mano alentaba a
sus compañeros, y tomó a su cargo abrir y cerrar las puertas sin reparar en el
peligro que a cada paso le amenazaba. Más sublime ejemplo dio aún con su
conducta Miguel García, mesonero de la calle de San Vicente, quien hizo solo a
caballo cinco salidas, y sacando en cada una de ellas cuarenta cartuchos los
empleaba como diestro tirador atinadamente. Hechos son estos dignos de la
recordación histórica, y no deben desdeñarse aunque vengan de humilde lugar. Al
contrario conviene repetirlos y grabarlos en la memoria de los buenos
ciudadanos, para que sean imitados en aquellos casos en que peligre la
independencia de la patria.
La
resistencia de Valencia aunque de corta duración tuvo visos de maravillosa. No
tenía soldados que la defendiesen, habiendo salido a diversos puntos los que
antes la guarnecían, ni otros jefes entendidos sino oficiales subalternos que
guiaron el denuedo de los paisanos. Los franceses perdieron más de 2000
hombres, y entre ellos al general de ingenieros Cazals con otros oficiales superiores. Los españoles resguardados detrás de los muros
y baterías tuvieron que llorar pocos de sus compatriotas, y ninguno de cuenta.
Al amanecer
del 29 Don Pedro Túpper puesto de vigía en el
miguelete o torre de la catedral avisó que los enemigos daban indicio de
retirarse. Apenas se creía tan plausible nueva, mas bien pronto todos se
cercioraron de ello viendo marchar al enemigo por Torrente para tomar la
calzada que va a Almansa. La alegría fue colmada, y esperábase que el conde de Cervellón acabaría en el camino de
destruir al mariscal Moncey, o por lo menos le molestaría y picaría por todos
lados. Muy lejos estaba de obrar conforme al común deseo. El general español
había venido a Alcira cuando supo el paso de los franceses por las Cabrillas, y
su marcha sobre Valencia. Allí permaneció tranquilo, y no trató de disputar a
Moncey el paso del Júcar después de su derrota delante de los muros de la
capital. Tachósele de remiso, principalmente porque
habiendo consultado a los oficiales superiores sobre el rumbo que en tal
oportunidad convendría seguir, opinaron todos que se impidiese a los franceses
cruzar el río: no abrazó su dictamen fundándose en lo indisciplinados que
todavía estaban sus soldados: prudencia quizá laudable, pero amargamente
censurada en aquellos tiempos.
Perjudicó
también a su fama, aun en el concepto de los juiciosos, la contraposición que
con la suya formó la conducta de Don Pedro González de Llamas y la de Don José
Caro. A este le hemos visto acudir al socorro de Valencia, y si bien no con
feliz éxito por lo menos retardó con su movimiento el progreso del enemigo, lo
cual fue de suma utilidad para que se preparasen los vecinos de la ciudad a una
notable y afortunada resistencia. El general Llamas que de Murcia se había
acercado al puerto de Almansa, noticioso por su parte de que los franceses iban
a embestir a Valencia, había avanzado rápidamente y colocádose a la espalda en Chiva, cortándoles así sus comunicaciones con el camino de
Cuenca. Y después obedeciendo las órdenes de la junta provincial hostigó al
enemigo hasta el Júcar, en donde se paró asombrado de que Cervellón hubiese permanecido inactivo. Prodigáronse pues
alabanzas a Llamas, y achacose a Cervellón la culpa
de no haber derrotado al ejército de Moncey antes de la salida del territorio
valenciano. Como quiera que fuese, costole al fin el
mando tal modo de comportarse, graduado por los más de reprensible timidez.
Moncey prosiguió su retirada incomodado por el paisanaje, y a punto que no
osaba desviarse del camino real. Pasó el 2 de julio el puerto de Almansa, y en
Albacete hizo alto y dio descanso a sus fatigadas tropas.
Entretanto
no sabía el gobierno de Madrid cuál partido le convenía abrazar. Notaba con
desconsuelo burladas sus esperanzas, no habiendo reprimido prontamente la
insurrección de las provincias con las expediciones enviadas al intento. Temía
también que las tropas desparramadas por diversos y lejanos puntos, y
molestadas sin gozar de un instante de sosiego, no acabasen por perder la
disciplina. Mucho contribuyó a su desconcierto la enfermedad grave de que fue
acometido el gran duque de Berg en los primeros días
de junio, con lo cual se hallaron los individuos de la junta faltos de un
centro principal que diera unión y fuerza. Hubo entre los suyos quien le creyó
envenenado, y entre los españoles no faltó también quien atribuyera su mal a
castigo del cielo por las tropelías y asesinatos del 2 de mayo. Los ociosos y
lenguaraces buscaban el principio en un origen impuro, dando lugar a sus
sueltas palabras los deslices de que no estaba exento el duque. Mas la
verdadera enfermedad de este era uno de aquellos cólicos por desgracia harto
comunes en la capital del reino, y que por serlo tanto los ha distinguido en
una disertación el docto Luzuriaga con el nombre de cólicos de Madrid. Agregáronsele unas tercianas tan pertinaces y recias que
descaeciendo su espíritu y su cuerpo, tuvo que conformarse con el dictamen de
los facultativos de trasladarse a Francia, y tomar las aguas termales de Barèges. Provocó también a sospecha de emponzoñamiento el
haber amalado muchos de los soldados franceses, y muerto algunos con síntomas
de índole dudosa. Para serenar los ánimos el barón Larrey,
primer cirujano del ejército invasor, examinó los alimentos, y el boticario
mayor del mismo Mr. Laubert analizó detenidamente el
vino que se les vendía en varias tabernas y bodegones de dentro y fuera de
Madrid. Nada se descubrió de nocivo en el líquido, solamente a veces había con
él mezcladas algunas sustancias narcóticas más o menos excitativas, como el
agua de laurel y el pimiento que para dar fuerza suelen los vinateros y vendedores
añadir al vino de la Mancha, a semejanza del óxido de plomo o sea litargirio
que se emplea en algunos de Francia para corregir su acedía. La mixtión no
causaba molestia a los españoles por la costumbre, y sobre todo por su mayor
sobriedad: dañó extremadamente a los franceses no habituados a aquella bebida,
y que abusaban en sumo grado de los vinos fuertes y licorosos de nuestro
terruño. El examen y declaración de Larrey y Laubert tranquilizó a los franceses, recelosos de
cualquiera asechanza de parte de un pueblo gravemente ofendido; pero el de
España con dificultad hubiera recurrido para su venganza a un medio que no le
era usual, cuando tantos otros justos y nobles se le presentaban.
En lugar de
Murat envió Napoleón a Madrid al general Savary, el que llegó el 15 de junio.
No agradó la elección a los franceses, habiendo en su ejército muchos que por
su graduación y militar renombre reputábanse como muy
superiores. Asimismo en el concepto de algunos menoscababa la estimación de la
persona escogida, el haber sido con frecuencia empleada en comisiones más
propias de un agente de policía que de quien había servido en la carrera
honorífica de las armas. No era tampoco entre los españoles juzgado Savary con
más ventaja, porque habiendo sido el celador asiduo del viaje de Fernando,
coadyuvó con palabras engañosas a arrastrarle a Bayona. Sin embargo su nombre
no era ni tan conocido ni odiado como el de Murat: además llegó en sazón en que
muy poco se curaban en las provincias de lo que se hacía o deshacía en Madrid.
Asuntos inmediatos y de mayor cuantía embargaban toda la atención.
El encargo
confiado a Savary era nuevo y extraño en su forma. Autorizado con iguales
facultades que el lugarteniente Murat, no le era lícito poner su firma en
resolución alguna. Al general Belliard tocaba con la
suya legalizarlas. El uno leía las cartas, oficios e informes dirigidos al
lugarteniente; respondía, determinaba: el otro ceñíase a manera de una estampilla viva a firmar lo que le era prescrito. Los decretos
se encabezaban a nombre del gran duque como si estuviese presente o hubiese
dejado sus poderes a Savary, y este disponiendo en todo soberanamente,
incomodaba a varios de los otros jefes que se consideraban desairados.
Para mostrar
que él era la suprema cabeza, a su llegada se alojó en palacio, y tomó sin
tardanza providencias acomodadas al caso. Prosiguió las fortificaciones del
Retiro, y construyó un reducto alrededor de la fábrica real de porcelana allí
establecida, y a que dan el nombre de casa de la China, en donde almacenó las
vituallas y municiones de guerra. Pensó después en sostener los ejércitos
esparcidos por las provincias. Tal había sido la orden verbal de Napoleón,
quien juzgaba, «ser lo más importante ocupar muchos puntos, a fin de derramar
por todas partes las novedades que había querido introducir...» Conforme a ella
e incierto de la suerte de Dupont, cuya correspondencia estaba cortada,
resolvió Savary reforzarle con las tropas mandadas por el general Vedel que se
hallaban en Toledo. Ascendían a 6000 infantes y 700 caballos con doce cañones.
El 19 de junio salieron de aquella ciudad, juntándoseles en el camino los
generales Roize y Liger-Belair con sus destacamentos, los cuales hemos visto fueron compelidos a recogerse a
Madridejos por la insurrección general de la Mancha.
Los
franceses por todas partes se encontraban con pueblos solitarios,
incomodándoles a menudo los tiros del paisanaje oculto detrás de los crecidos
panes, y ¡ay de aquellos que se quedaban rezagados! No obstante asomaron sin
notable contratiempo a Despeñaperros en la mañana del 26 de junio. La posición
estaba ocupada por el teniente coronel español Don Pedro Valdecañas empleado
antes en la persecución de contrabandistas por aquellas sierras, y ahora
apostado allí con objeto de que colocándose a la retaguardia de Dupont, le
interceptase la correspondencia e impidiese el paso de los socorros que de
Madrid le llegasen. Había atajado el camino en lo más estrecho con troncos,
ramas y peñascos, desmoronándole del lado del despeñadero, y situando detrás
seis cañones. Paisanos los más de su tropa, y él mismo poco práctico en aquella
clase de guerra, desaprovechó la superioridad que le daba el terreno. Cedieron
luego los nuestros al ataque bien concertado de los franceses, perdieron la
artillería, y Vedel prosiguió sin embarazo a la Carolina, en cuya ciudad se le
incorporó un trozo de gente que le enviaba Dupont a las órdenes del oficial
Baste, el saqueador de Jaén. Llevada pues a feliz término la expedición, creyó
Vedel conveniente enviar atrás alguna tropa para reforzar ciertos puntos que
eran importantes, y conservar abierta la comunicación. Por lo demás bien que
pareciesen cumplidos los deseos del enemigo en la unión de Vedel y Dupont,
pudiendo no solo corresponder libremente con Madrid, mas aun hacer rostro a los
españoles y desbaratar sus mal formadas huestes: no tardaremos en ver cuán de
otra manera de lo que esperaban remataron las cosas.
Aquejábale igualmente a Savary el
cuidado de Moncey, cuya suerte ignoraba. Después de haberse adelantado este
mariscal más allá de la provincia de Cuenca, habían sido interrumpidas sus
comunicaciones, hechos prisioneros soldados suyos sueltos y descarriados, y aun
algunas partidas. Juntándose pues número considerable de paisanos alentados con
aquellos que calificaban de triunfos, fue necesario pensar en dispersarlos. Con
este objeto se ordenó al general Caulincourt apostado
en Tarancón, que marchase con una brigada sobre Cuenca. Dio vista a la ciudad
el 3 de julio, y una gavilla de hombres desgobernada le hizo fuego en las
cercanías a bulto y por corto espacio. Bastó semejante demostración para
entregar a un horroroso saco aquella desdichada ciudad. Hubo regidores e
individuos del cabildo eclesiástico que saliendo con bandera blanca quisieron
implorar la merced del enemigo; mas resuelto este al pillaje sin atender a la
señal de paz, los forzó a huir recibiéndolos a cañonazos. Espantáronse a su ruido los vecinos y casi todos se fugaron, quedando solamente los ancianos
y enfermos y cinco comunidades religiosas. No perdonaron los contrarios casa ni
templo que no allanasen y profanasen. No hubo mujer por enferma o decrépita que
se libertase de su brutal furor. Al venerable sacerdote Don Antonio Lorenzo
Urbán, de edad de ochenta y tres años, ejemplar por sus virtudes, le
traspasaron de crueles heridas, después de recibir de sus propias manos el
escaso peculio que todavía su ardiente caridad no había repartido a los pobres.
Al franciscano P. Gaspar Navarro, también octogenario, atormentáronle crudamente para que confesase dinero que no tenía. Otras y no menos crueles,
bárbaras y atroces acciones mancharon el nombre francés en el no merecido saco
de Cuenca.
No
satisfecho Savary con el refuerzo que se enviaba a Moncey al mando de Caulincourt, despachó otro nuevo a las órdenes del general Frère, Frère. el mismo que antes
había ido a apaciguar a Segovia. Llegó este a Requena el 5 de julio, donde
noticioso de que Moncey se retiraba del lado de Almansa, y de estar guardadas
las Cabrillas por el general español Llamas, revolvió sobre San Clemente, y se
unió con el mariscal. Poco después informado Savary de haberse puesto en cobro
las reliquias de la expedición de Valencia, y deseoso de engrosar su fuerza en
derredor suyo, mandó a Caulincourt y a Frère que se restituyesen a Madrid: con lo que enflaquecido
el cuerpo de Moncey y quizá ofendido este de que un oficial inferior en
graduación y respetos pudiese disponer de la gente que debía obedecerle,
desistió de toda empresa ulterior, y se replegó a las orillas del Tajo.
Los
franceses que esparcidos no habían conseguido las esperadas ventajas,
comenzaron a pensar en mudar de plan, y reconcentrar más sus fuerzas. Napoleón
sin embargo tenaz en sus propósitos insistía en que Dupont permaneciese en
Andalucía, al paso que mereció su desaprobación el que le enviasen continuados
refuerzos. Savary inmediato al teatro de los acontecimientos, y fiado en el
favor de que gozaba, tomó sobre sí obrar por rumbo opuesto, e indicó a Dupont
la conveniencia de desamparar las provincias que ocupaba. Para que con más
desembarazo pudiera este jefe efectuar el movimiento retrógrado, dirigió aquel
sobre Manzanares al general Gobert con su división,
en la que estaba la brigada de coraceros que había en España. Mas Dupont ya
fuese temor de su posición, o ya deseos de conservarse en Andalucía, ordenó a Gobert que se le incorporase, y este se sometió a dicho
mandato después de dejar un batallón en Manzanares y otro en el Puerto del Rey.
Tan
discordes andaban unos y otros, como acontece en tiempos borrascosos, estando
solo conformes y empeñados en aumentar fuerzas hacia el mediodía. Y al mismo
tiempo el punto que más urgía auxiliar que era el de Bessières, amenazado por
las tropas de Galicia, León y Asturias, quedaba sin ser socorrido. Claro era
que una ventaja conseguida por los españoles de aquel lado, comprometería la
suerte de los franceses en toda la península, interrumpiría sus comunicaciones
con la frontera, y los dejaría a ellos mismos en la imposibilidad de retirarse.
Pues a pesar de reflexión tan obvia desatendiose a
Bessières, y solo tarde y con una brigada de infantería y 300 caballos se
acudió de Madrid en su auxilio. Felizmente para el enemigo la fortuna le fue
allí más favorable; merced a la impericia de ciertos jefes españoles.
Después de
la batalla de Cabezón se había retirado a Benavente el general Cuesta. Recogió
dispersos, prosiguió los alistamientos, y se le juntaron el cuerpo de
estudiantes de León y y el de Covadonga de Asturias. Diéronse en aquel punto las primeras lecciones de táctica a
los nuevos reclutas, se los dividió en batallones que llamaron tercios, y se esmeró
en instruirlos don José de Zayas. De esta gente se componía la infantería de
Cuesta, limitándose la caballería al regimiento de la Reina y guardias de Corps
que estuvieron en Cabezón, y al escuadrón de carabineros que antes había pasado
a Asturias. Era ejército endeble para salir con él a campaña, si las tropas de
la última provincia y las de Galicia no obraban al propio tiempo y
mancomunadamente. Por lo cual con instancia pidió el general Cuesta que
avanzasen y se le reuniesen. La junta de Asturias propensa a condescender con
sus ruegos, fue detenida por las oportunas reflexiones de su presidente el
marqués de Santa Cruz de Marcenado, manifestando en ellas que lejos de acceder,
se debía exhortar al capitán general de Castilla a abandonar sus llanos y
ponerse al abrigo de las montañas; pues no teniendo soldados ni unos ni otros
sino hombres, infaliblemente serían deshechos en descampado, y se apagaría el
entusiasmo que estaba tan encendido. Convencida la junta de lo fundado de las
razones del marqués, acordó no desprenderse de su ejército, y solo por halagar
a la multitud consintió en que quedase unido a los castellanos el regimiento de
Covadonga, compuesto de más de 1000 hombres, y mandado por Don Pedro Méndez de
Vigo, y además que otros tantos bajasen a León del puerto de Leitariegos a las órdenes del mariscal de campo conde de
Toreno, padre del autor.
También
encontró en Galicia la demanda de Cuesta graves dificultades. Había sido el
plan de Filangieri fortificar a Manzanal, y organizar
allí y en otros puntos del Bierzo sus soldados, antes de aventurar acción
alguna campal. Mas la junta de Galicia atenta a la quebrantada salud de aquel
general y al desvío con que por extranjero le miraban algunos, relevándole del
mando activo, le había llamado a la Coruña, y nombrado en su lugar al cuartel
maestre general Don Joaquín Blake. Púsose este al
frente del ejército el 21 de junio, y perseguido Filangieri de adversa estrella pereció como hemos dicho el 24. Persistió Blake en el plan
anterior de adiestrar la tropa, esperando que con los cuerpos que había en
Galicia, los de Oporto y nuevos alistados, conseguiría armar y disciplinar
40.000 hombres. La inquietud de los tiempos le impidió llevar su laudable
propósito a cumplido efecto. Deseoso de examinar y reconocer por sí la sierra y
caminos de Foncebadón y Manzanal había salido de
Villafranca, y pareciéndole conveniente tomar posición en aquellas alturas que
forman una cordillera avanzada de la del Cebrero y Piedrafita, límite de
Galicia, se situó allí extendiendo su derecha hasta el Monte Teleno que mira a Sanabria, y su izquierda hacia el lado de
León por la Cepeda. Así no solamente guarecía todas las entradas principales de
Galicia, sino también disfrutaba de los auxilios que ofrecía el Bierzo.
Empezaba pues a poner en planta su intento de ejercitar y organizar su gente,
cuando el 28 de junio se le presentó Don José de Zayas rogándole a nombre del
general Cuesta que con todo o parte de su ejército avanzase a Castilla. Negose Blake, y entonces pasó el comisionado a avistarse
con la junta de la Coruña de quien aquel dependía. La desgracia ocurrida con Filangieri, el terror que infundió su muerte, las
instancias de Cuesta y los deseos del vulgo que casi siempre se gobierna más
bien por impulso ciego que por razón, lograron que triunfase el partido más
pernicioso; habiéndose prevenido a Blake que se juntase con el ejército de
Castilla en las llanuras. Poco antes de haber recibido la orden redujo aquel
general a cuatro divisiones las seis en que a principios de junio se había
distribuido la fuerza de su mando, ascendiendo su número a unos 27.000 hombres
de infantería, con más de 30 piezas de campaña y 150 caballos de distintos
cuerpos. Tomó otras disposiciones con acierto y diligencia, y si al saber y
práctica militar que le asistía se le hubiera agregado la conveniente fortaleza
o mayor influjo para contrarrestar la opinión vulgar, hubiera al fin arreglado
debidamente el ejército puesto a sus órdenes. Mas oprimido bajo el peso de
aquella, tuvo que ceder a su impetuoso torrente, y pasar en los primeros días
de julio a unirse en Benavente con el general Cuesta. Dejó solo en Manzanal la
segunda división compuesta de cerca de 6000 hombres a las órdenes del mariscal
de campo Don Rafael Martinengo, y en la Puebla de
Sanabria un trozo de 1000 hombres a las del marqués de Valladares, el que obró
después en Portugal de concierto con el ejército de aquella nación. Llegado que
fue a Benavente con las otras tres divisiones, dejó allí la tercera al mando
del brigadier Don Francisco Riquelme sirviendo como de reserva, y constando de
5000 hombres. Púsose en movimiento camino de Rioseco
con la primera y cuarta división acaudilladas por el jefe de escuadra Don
Felipe Jado Cagigal y el mariscal de campo marqués de Portago; llevó además el batallón de voluntarios de
Navarra que pertenecía a la tercera. Se había también arreglado para la marcha
una vanguardia que guiaba el conde de Maceda, grande de España, y coronel del
regimiento de infantería de Zaragoza. Ascendía el número de esta fuerza a
15.000 hombres, la cual formaba con la de Cuesta un total de 22.000
combatientes. Contábanse entre unos y otros muchos
paisanos vestidos todavía con su humilde y tosco traje, y no llegaban a 500 los
jinetes. Reunidos ambos generales tomó el mando el de Castilla como más
antiguo, si bien era muy inferior en número y calidad su tropa. No reinaba
entre ellos la conveniente armonía. Repugnábanle a
Blake muchas ideas de Cuesta, y ofendíase este de que
un general nuevamente promovido y por una autoridad popular pudiese ser
obstáculo a sus planes. Pero el primero por desgracia sometiéndose a la
superioridad que daban al de Castilla los años, la costumbre del mando y sobre
todo ser su dictamen el que con más gusto y entusiasmo abrazaba la muchedumbre,
no se opuso según hemos visto a salir de Benavente ni al tenaz propósito de ir
al encuentro del enemigo por las llanuras que se extendían por el frente.
Batalla
de Rioseco, 14 de julio.
Noticiosos
los franceses del intento de los españoles quisieron adelantárseles, y el 9
salió de Burgos el general Bessières. No estaban el 13 a larga distancia ambos
ejércitos, y al amanecer del 14 de julio se avistaron sus avanzadas en
Palacios, legua y media distante de Rioseco. El de los franceses constaba de
12.000 infantes y más de 1500 caballos: superior en número el de los españoles
era inferiorísimo en disciplina, pertrechos y sobre
todo en caballería, tan necesaria en aquel terreno, siendo de admirar que con
ejército tan novel y desapercibido se atreviese Cuesta a arriesgar una acción
campal.
La desunión
que había entre los generales españoles, si no del todo manifiesta todavía, y
la condición imperiosa y terca del de Castilla, impidieron que de antemano se
tomasen mancomunadamente las convenientes disposiciones. Blake, en la tarde del
13, al aviso de que los franceses se acercaban, pasó desde Castromonte,
en donde tenía su cuartel general, a Rioseco, en cuya ciudad estaba el de
Cuesta, y juntos se contentaron con reconocer el camino que va a Valladolid,
persuadido el último que por allí habían de atacar los franceses. A esto se
limitaron las medidas previamente combinadas.
Volviendo
Don Joaquín Blake a su campo, preparó su gente, reconoció de nuevo el terreno,
y a las dos de la madrugada del 14 situó sus divisiones en el paraje que le
pareció más ventajoso, no esperando grande ayuda de la cooperación de Cuesta.
Empezó sin embargo este a mover su tropa en la misma dirección a las cuatro de
la mañana; pero de repente hizo parada, sabedor de que el enemigo avanzaba del
lado de Palacios a la izquierda del camino que de Rioseco va a Valladolid.
Advertido Blake tuvo también que mudar de rumbo y encaminarse a aquel punto. Ya
se deja discurrir de cuánto daño debió de ser para alcanzar la victoria
movimiento tan inesperado, teniendo que hacerse por paisanos y tropas bisoñas.
Culpa fue grande del general de Castilla no estar mejor informado en un tiempo
en que todos andaban solícitos en acechar voluntariamente los pasos del
ejército francés. Cuesta temiendo ser atacado pidió auxilio al general Blake,
quien le envió su cuarta división al mando del marqués de Portago,
y se colocó él mismo con la vanguardia, los voluntarios de Navarra y primera
división en la llanura que a manera de mesa forma lo alto de una loma puesta a
la derecha del camino que media entre Rioseco y Palacios, y a cuyo descampado
llaman los naturales campos de Monclín. Constaba esta
fuerza de 9000 hombres. No era respetable la posición escogida, siendo por
varios puntos de acceso no difícil. Cuesta se situó detrás a la otra orilla del
camino, dejando entre sus cuerpos y los de Blake un claro considerable. Mantúvose así apartado por haber creído, según parece, que
eran franceses los soldados del provincial de León que se mostraron a lo lejos
por su izquierda, y quizá también llevado de los celos que le animaban contra
el otro general su compañero.
Al avanzar
dudó un momento el mariscal Bessières si acometería a los españoles,
imaginándose que eran muy superiores en número a los suyos. Pero habiendo
examinado de más cerca la extraña disposición, por la cual quedaba un claro en
tanto grado espacioso que parecían las tropas de su frente más bien ejércitos
distintos que separados trozos de uno mismo y solo, recordó lo que había pasado
allá en Cabezón, y arremetiendo sin tardanza resolvió interponerse entre Blake
y Cuesta. Había juzgado el francés que eran dos líneas diversas, y que la
ignorancia e impericia de los jefes había colocado a los soldados tan distantes
unos de otros. Difícil era por cierto presumir que el interés de la patria, o
por lo menos el honor militar, no hubiese acallado en un día de batalla
mezquinas pasiones. Nosotros creemos que hubo de parte de Cuesta el deseo de
campear por sí solo y acudir al remedio de la derrota luego que hubiese visto
destrozado en parte o por lo menos muy comprometido a su rival. No era dado a
su ofendido orgullo descubrir lo arriesgado y aun temerario de tal empresa. De
su lado Blake hubiera obrado con mayor prudencia si conociendo la inflexible
dureza de Cuesta, hubiese evitado exponerse a dar batalla con una parte
reducida de su ejército.
Prosiguiendo
Bessières en su propósito ordenó que el general Merle y Sabatier acometiesen el
primero la izquierda de la posición de Blake y el segundo su centro. Iba con
ellos el general Lassalle acompañado de dos escuadrones de caballería.
Resistieron con valor los nuestros, y muchos aunque bisoños aguantaron la
embestida, como si estuvieran acostumbrados al fuego de largo tiempo. Sin
embargo el general Merle encaramándose del lado del camino por el tajo de la
meseta, los nuestros comenzaron a ciar, y a desordenarse la izquierda de Blake.
En tanto avanzaba Mouton para acometer a los de
Cuesta, e interponerse entre los dos grandes y separados trozos del ejército
español. A su vista los carabineros reales y guardias de Corps, sin aguardar
aviso se movieron y en una carga bizarrísima arrollaron las tropas ligeras del enemigo, y las arrojaron en una torrentera de
las que causan en aquel país las lluvias. Fue al socorro de los suyos la
caballería de la guardia imperial, y nuestros jinetes cediendo al número se
guarecieron de su infantería. Cayeron muertos en aquel lance los ayudantes
mayores de carabineros Escobedo y Chaperón, lidiando este bravamente y cuerpo a
cuerpo con varios soldados del ejército contrario. Arreciando la pelea, se
adelantó la cuarta división de Galicia, puesta antes a las órdenes inmediatas
de Cuesta con consentimiento de Blake. Dicen unos que obró por impulso propio,
otros por acertada disposición del primer general. Iban en ella dos batallones
de granaderos entresacados de varios regimientos, el provincial de Santiago y
el de línea de Toledo, a los que se agregaron algunos bisoños entre otros el de
Covadonga. Arremetieron con tal brío que fueron los franceses rechazados y
deshechos, cogiendo los nuestros cuatro cañones. Momento apurado para el
enemigo y que dio indicio de cuán otro hubiera sido el éxito de la batalla a
haber habido mayor acuerdo entre los generales españoles. Mas la adquirida
ventaja duró corto tiempo. En el intervalo había crecido el desorden y la
derrota en las tropas de Blake. En balde este general había querido contener al
enemigo con la columna de granaderos provinciales que tenía como en reserva.
Estos no correspondieron a lo que su fama prometía por culpa en gran parte de
algunos de los jefes. Fueron como los demás envueltos en el desorden, y
caballos enemigos que subieron a la altura acabaron de aumentar la confusión.
Entonces Merle más desembarazado revolvió sobre la cuarta división que había
alcanzado la ventaja arriba indicada, y flanqueándola por su derecha la contuvo
y desconcertó. Los franceses luego acometieron intrépidamente por todos lados, extendiéronse por la meseta o alto de la posición de Blake,
y todo lo atropellaron y desbarataron, apoderándose de nuestras no aguerridas
tropas la confusión y el espanto. Individualmente hubo soldados, y sobre todo
oficiales que vendieron caras sus vidas, contándose entre los más valerosos al
ilustre conde de Maceda, quien, pródigo de su grande alma, cual otro Paulo,
prefirió arrojarse a la muerte antes que ver con sus ojos la rota de los suyos.
Vanos fueron los esfuerzos del general Blake y de los de su estado mayor,
particularmente de los distinguidos oficiales Don Juan Moscoso, Don Antonio
Burriel y Don José Maldonado para rehacer la gente. Eran sordos a su voz los
más de los soldados, manteniéndose por aquel punto solo unido y lidiando el
batallón de voluntarios de Navarra mandado por el coronel Don Gabriel de
Mendizábal. Cundiendo el desorden no fue tampoco dable a Cuesta impedir la
confusión de los suyos, y ambos generales españoles se retiraron a corta
distancia uno de otro sin ser muy molestados por el enemigo; pero entre sí con
ánimo más opuesto y enconado. Tomaron el camino de Villalpando y Benavente.
Pasó de 4000 la pérdida de los nuestros entre muertos, heridos, prisioneros y
extraviados, con varias piezas de artillería. De los contrarios perecieron unos
300 y más de 700 fueron los heridos. Lamentable jornada debida a la obstinada
ceguedad e ignorancia de Cuesta, al poco concierto entre él y Blake, y a la
débil y culpable condescendencia de la junta de Galicia. La tropa bisoña y aun
el paisanaje habiendo peleado largo rato con entusiasmo y denuedo, claramente
mostraron lo que con mayor disciplina y mejor acuerdo de los jefes hubieran
podido llevar a glorioso remate. Mucho perjudicó a la causa de la patria tan
triste suceso. Se perdieron hombres, se consumieron en balde armas y otros
pertrechos, y sobre todo se menoscabó en gran manera la confianza.
Rioseco pagó
duramente la derrota padecida casi a sus puertas. Nunca pudo autorizar el
derecho de la guerra el saqueo y destrucción de un pueblo que por sí no había
opuesto resistencia. Mas el enemigo con pretexto de que soldados dispersos
habían hecho fuego cerca de los arrabales, entró en la ciudad matando por
calles y plazas. Los vecinos que quisieron fugarse murieron casi todos a la
salida. Allanaron los franceses las casas, los conventos y los templos,
destruyeron las fábricas, robándolo todo y arruinándolo. Quitaron la vida a
mozos, ancianos y niños, a religiosos y a varias mujeres, violándolas a
presencia de sus padres y maridos. Lleváronse otras
al campamento, abusando de ellas hasta que hubieron fallecido. Quemaron más de
cuarenta casas, y coronaron tan horrorosa jornada con formar de la hermosa
iglesia de Santa Cruz un infame lupanar, en donde fueron víctima del desenfreno
de la soldadesca muchas monjas, sin que se respetase aun a las muy ancianas. No
pocas horas duró el tremendo destrozo.
Bessières
después de avanzar hasta Benavente persiguió a Cuesta camino de León, a cuya
ciudad llegó este el 17, abandonándola en la noche del 18 para retirarse hacia
Salamanca. El general francés que había dudado antes si iría o no a Portugal,
sabiendo este movimiento y el que Blake y los asturianos se habían replegado
detrás de las montañas, desistió de su intento y se contentó con entrar en León
y recorrer la tierra llana. Desde el 22 abrió el mariscal francés
correspondencia con Blake haciéndole proposiciones muy ventajosas para que él y
su ejército reconociesen a José. Respondiole el
general español con firmeza y decoro, concluyendo los tratos con una carta de
este demasiadamente vanagloriosa, y una respuesta de su contrario atropellada y
en que se pintaba el enfado y despecho.
La batalla
de Rioseco, fatal para los españoles, llenó de júbilo a Napoleón, comparándola
con la de Villaviciosa que había asegurado la corona en las sienes de Felipe V.
Satisfecho con la agradable nueva, o más bien sirviéndole de honroso y simulado
motivo, abandonó a Bayona, de donde el 21 de julio por la noche salió para
París, visitando antes los departamentos del mediodía. No fue la vez primera ni
la única en que alejándose a tiempo, procuraba que sobre otros recayesen las
faltas y errores que se cometían en su ausencia.
José, a
quien dejamos a la raya de España y pisando su territorio, el 9 de julio había
seguido su camino a cortas jornadas. A doquiera que llegaba acogíanle fríamente; las calles de los pueblos estaban en soledad y desamparo, y no había
para recibirle sino las autoridades que pronunciaban discursos, forzadas por la
ocupación francesa. El 16 supo en Burgos las resultas de la batalla de Rioseco,
con lo que más desahogadamente le fue lícito continuar su viaje a Madrid. En el
tránsito quiso manifestarse afable, lo cual dio ocasión a los satíricos
donaires de los que le oían. Porque poco práctico en la lengua española,
alteraba su pureza con vocablos y acento de la italiana, y sus arengas en vez
de cautivar los ánimos solo los movían a risa y burla.
El 20 en fin
llegó a Chamartín a mediodía y se apeó en la quinta del duque del Infantado,
disponiéndose a hacer su entrada en Madrid. Verificola pues en aquella propia tarde a las seis y media, yendo por la puerta de
Recoletos, calle de Alcalá y Mayor hasta palacio. Habían mandado colgar y
adornar las casas. Raro o ninguno fue el vecino que obedeció. Venía escoltado
para seguridad y mayor pompa de mucha infantería y caballería, generales y
oficiales de estado mayor, y contados españoles de los que estaban más
comprometidos. Interrumpíase la silenciosa marcha con
los solos vivas de algunos franceses establecidos en Madrid, y con el estruendo
de la artillería. Las campanas en lugar de tañer como a fiesta las hubo que
doblaron a manera de día de difuntos. Pocos fueron los habitantes que se
asomaron o salieron a ver la ostentosa solemnidad. Y aun el grito de uno que
prorrumpió en viva Fernando VII, causó cierto desorden por el recelo de alguna
oculta trama. Recibimiento que representaba al vivo el estado de los ánimos, y
singular en su contraste con el que se había dado a Fernando VII en 24 de marzo. Asemejose muy mucho al de Carlos de Austria en 1710,
en el que se mezclaron con los pocos vítores que le aplaudían, varios que
osaron aclamar a Felipe V. Pero José no se ofendió ni de extraños clamores ni
de la expresiva soledad como el austriaco. Este al llegar a la puerta de
Guadalajara torció a la derecha y se salió por la calle de Alcalá diciendo:
«que era una corte sin gente.» José se posesionó de Palacio y desde luego
admitió a cumplimentarle a las autoridades, consejos y principales personas al
efecto citadas.
Retrato
de José.
Ahora no
parecerá fuera de propósito que nos detengamos a dar una idea, si bien sucinta,
del nuevo rey, de su carácter y prendas. Comenzaremos por asentar con
desapasionada libertad, que en tiempos serenos y asistido de autoridad, si no
más legítima por lo menos de origen menos odioso, no hubiera el intruso
deshonrado el solio, mas sí cooperado a la felicidad de España. José había
nacido en Córcega, año de 1768. Habiendo estudiado en el colegio de Autun en
Borgoña, volvió a su patria en 1785 en donde después fue individuo de la
administración departamental, a cuya cabeza estaba el célebre Paoli. Casado en
1794 con una hija de Mr. Clary, hombre de los más
acaudalados de Marsella, acompañó al general Bonaparte en su primera campaña de
Italia. Hallábase embajador en Roma a la sazón que sublevándose el pueblo
acometió su palacio y mató a su lado al general Duphot.
Miembro a su regreso del consejo de los Quinientos, defendió con esfuerzo a su
hermano que entonces en Egipto era vivamente atacado por el directorio. Después
de desempeñar comisiones importantes y de haber firmado el concordato con el
Papa, los tratados de Luneville, Amiens y otros, tomó asiento en el senado. Mas
cuando Napoleón convirtió la Francia en un vasto campo militar y sus habitantes
en soldados, ciñó a su hermano la espada, dándole el mando del cuarto
regimiento de línea, uno de los destinados al tan pregonado desembarco de
Inglaterra. No descolló empero en las armas, cual conviniera al que fue a
domeñar después una nación fiera y altiva como la española. Al subir Napoleón
al trono ofreció a José la corona de Lombardía que se negó a admitir,
accediendo en 1806 a recibir la de Nápoles, cuyo reino gobernó con algún
acierto. Fue en España más desgraciado a pesar de las prendas que le adornaban.
Nacido en la clase particular y habiendo pasado por los vaivenes y trastornos
de una gran revolución política, poseía a fondo el conocimiento de los negocios
públicos y el de los hombres. Suave de condición, instruido y agraciado de
rostro, y atento y delicado en sus modales, hubiera cautivado a su partido las
voluntades españolas, si antes no se las hubiera tan gravemente lastimado en su
pundonoroso orgullo. Además la extrema propensión de José a la molicie y
deleites oscureciendo algún tanto sus bellas dotes, dio ocasión a que se
inventasen respecto de su persona ridículas consejas y cuentos creídos por una
multitud apasionada y enemiga. Así fue que no contentos con tenerle por ebrio y
disoluto, deformáronle hasta en su cuerpo fingiendo
que era tuerto. Su misma locución fácil y florida le perjudicó en gran manera,
pues arrastrado de su facundia se arrojaba, como hemos advertido, a pronunciar
discursos en lengua que no le era familiar, cuyo inmoderado uso unido a la fama
exagerada de sus defectos, provocó a componer farsas populares que, representadas
en todos los teatros del reino, contribuyeron no tanto al odio de su persona
como a su desprecio, afecto del ánimo más temible para el que anhela afianzar
en sus sienes una corona. Por tanto, José, si bien enriquecido de ciertas y
laudables calidades, carecía de las virtudes bélicas y austeras que se
requerían entonces en España, y sus imperfecciones, débiles lunares en otra
coyuntura, se ofrecían abultadas a los ojos de una nación enojada y ofendida.
Los pocos
días que el nuevo rey residió en Madrid se pasaron en ceremonias y cumplidos. Se
señaló el 25 de julio para su proclamación. Prefirieron aquel día por ser el de
Santiago, creyendo así agradar a la devoción española que le reconocía como
patrón del reino. Hizo las veces de alférez mayor el conde de Campo de Alange,
estando ausente y habiendo rehusado asistir el marqués de Astorga a quien de
derecho competía.
Todas las
autoridades, después de haber cumplimentado a José, le prestaron, con los
principales personajes, juramento de fidelidad. Solo se resistieron el consejo
de Castilla Consejo
de Castilla.
y la sala de alcaldes. Muy de elogiar sería la conducta del primero, si con
empeño y honrosa porfía se hubiera antes constantemente opuesto a las
resoluciones de la autoridad intrusa. Había sí a veces suprimido la fórmula, al
publicar sus decretos, de que estos se guardasen y cumpliesen, pero
imprimiéndose y circulándose a su nombre: el pueblo, que no se detenía en otras
particularidades, achacaba al consejo y vituperaba en él la autorización de
tales documentos, y los hombres entendidos deploraban que se sirviese de un
efugio indigno de supremos magistrados. Porque al paso que doblaban la cerviz
al usurpador, buscaban con sutilezas e impropios ardides un descargo a la
severa responsabilidad que sobre ellos pesaba: proceder que los malquistó con
todos los partidos.
Desde la
llegada de José a España habíase ordenado al consejo que se dispusiese a
prestar el debido juramento. En el 22 de julio expresamente se le reiteró
cumpliese con aquel acto, según lo prevenido en la constitución de Bayona, la
cual ya de antemano se le había ordenado que circulase. El consejo sabedor de
la resistencia general de las provincias, y previendo el compromiso a que se
exponía, había procurado dar largas, y no antes del 24 respondió a las
mencionadas órdenes. En dicho día remitió dos representaciones que abrazaban
ambos puntos el del juramento y el de la constitución. A cerca de la última
expuso: «que él no representaba a la nación, y sí únicamente las cortes, las
que no habían recibido la constitución. Que sería una manifiesta infracción de
todos los derechos más sagrados el que tratándose, no ya del establecimiento de
una ley sino de la extinción de todos los códigos legales y de la formación de
otros nuevos, se obligase a jurar su observancia antes que la nación los
reconociese y aceptase.» Justa y saludable doctrina de que en adelante se
desvió con frecuencia el mismo consejo.
Hasta en el
presente negocio cedió al fin respecto de la constitución de Bayona, cuya
publicación y circulación tuvo efecto con su anuencia en 26 de julio. Animáronle a continuar en la negativa del pedido juramento
los avisos confidenciales que ya llegaban del estado apurado de los franceses
en Andalucía: por lo cual el 28 insistió en las razones alegadas, añadiendo
nuevas de conciencia. A unas y a otras le hubiera la necesidad obligado a
encontrar salida y someterse a lo que se le ordenaba, según antes había en todo
practicado, si grandes acontecimientos allende la Sierra Morena no hubieran
distraído de los escrúpulos del consejo y suscitado nuevos e impensados
cuidados al gobierno intruso.
Al llegar
aquí de suyo se nombra la batalla de Bailén: memorable suceso que exige lo
refiramos circunstanciadamente.
No habrá el
lector olvidado como Dupont después de abandonar a Córdoba se había replegado a
Andújar, y asentando allí su cuartel general, sucesivamente había recibido los
refuerzos que le llevaron los generales Vedel y Gobert.
Antes de esta retirada y para impedirla se había formado un plan por los
españoles. Don Francisco Javier Castaños se oponía a que este se realizase,
pensando quizá fundadamente que ante todo debía organizarse el ejército en un
campo atrincherado delante de Cádiz. En tanto Dupont frustró con su movimiento
retrógrado el intento que había habido de rodearle. Alentáronse los nuestros, y solo Castaños insistió de nuevo en su anterior dictamen. Inclinábase a adoptarle la junta de Sevilla hasta que
arrastrada por la voz pública, y noticiosa de que tropas de refresco avanzaban
a unirse al enemigo, determinó que se le atacase en Andújar.
Castaños
desde que había tomado el mando del ejército de Andalucía, había tratado de
engrosarle, y disciplinar a los innumerables paisanos que se presentaban a
alistarse voluntariamente. En Utrera estableció su cuartel general, y en aquel
pueblo y Carmona se juntaron unas en pos de otras
todas las fuerzas, así las que venían de San Roque, Cádiz y Sevilla, como las
que con Echevarri habían peleado en Alcolea. No
tardaron mucho las de Granada en aproximarse y darse la mano con las demás.
Para mayor seguridad rogó Castaños al general Spencer, quien con 5000 ingleses
según se apuntó estaba en Cádiz a bordo de la escuadra de su nación, que
desembarcase y tomase posición en Jerez. Por entonces no condescendió este
general con su deseo, prefiriendo pasar a Ayamonte y sostener la insurrección
de Portugal. No tardó sin embargo el inglés en volver y desembarcar en el
Puerto de Santa María, en donde permaneció corto tiempo sin tomar parte en la
guerra de Andalucía.
Puestos de
inteligencia los jefes españoles dispusieron su ejército en tres divisiones con
un cuerpo de reserva. Mandaba la primera Don Teodoro Reding con la gente de Granada; la segunda el marqués de Coupigny,
y se dejó la tercera a cargo de Don Félix Jones que debía obrar unida a la
reserva capitaneada por Don Manuel de la Peña. El total de la fuerza ascendía a
25.000 infantes y 2000 caballos. A las órdenes de Don Juan de la Cruz había una
corta división, compuesta de las compañías de cazadores de algunos cuerpos, de
paisanos y otras tropas ligeras, con partidas sueltas de caballería, que en
todo ascendía a 1000 hombres. También Don Pedro Valdecañas mandaba por otro
lado pequeños destacamentos de gente allegadiza.
Los
españoles, avanzando, se extendieron desde el 1.º de julio por el Carpio y
ribera izquierda del Guadalquivir. Los franceses para buscar víveres y cubrir
su flanco habían al propio tiempo enviado a Jaén al general de brigada Cassagne con 1500 hombres. A las once del mismo día,
acercándose los franceses a la ciudad, tuvieron varios reencuentros con los
nuestros, y hasta el 3 que por la noche la desampararon estuvieron en
continuado rebato y pelea, ya con paisanos y ya con el regimiento de suizos de Reding y voluntarios de Granada, que habían acudido a la
defensa de los suyos. Dupont, sabedor del movimiento del general Castaños, no
queriendo tener alejadas sus fuerzas, había ordenado a Cassagne que retrocediese, y así se libertó Jaén de la ocupaciónp de unos soldados que tanto daño le habían ocasionado en la primera.
Instando de
todos lados para que se acometiese decididamente al enemigo, celebraron en
Porcuna el 11 de julio los jefes españoles un consejo de guerra en el que se
acordó el plan de ataque. Conforme a lo convenido debía Don Teodoro Reding cruzar el Guadalquivir por Mengíbar y dirigirse
sobre Bailén, sosteniéndole el marqués de Coupigny que había de pasar el río por Villanueva. Al mismo tiempo Don Francisco Javier
Castaños quedó encargado de avanzar con la tercera división y la reserva y
atacar de frente al enemigo, cuyo flanco derecho debía ser molestado por las
tropas ligeras y cuerpos francos de Don Juan de la Cruz, quien atravesando por
el puente de Marmolejo, que aunque cortado anteriormente estaba ya transitable,
se situó al efecto en las alturas de Sementera.
El 13 se
empezó a poner en obra el concertado movimiento, y el 15 hubo varias
escaramuzas. Dupont inquieto con las tropas que veía delante de sí, pidió a
Vedel que le enviase de Bailén el socorro de una brigada; pero este no
queriendo separarse de sus soldados fue en persona con su división, dejando
solamente a Liger-Belair con 1300 hombres para
guardar el paso de Mengíbar. En el mismo 15 los franceses atacaron a Cruz,
quien después de haber combatido bizarramente se transfirió a Peñascal de
Morales, replegándose los enemigos a sus posiciones. No hubo en el 16 por el
frente, o sea del lado de Castaños, sino un recio cañoneo; pero fue grave y
glorioso para los españoles el choque en que se vio empeñado en el propio día
el general Reding.
Según lo
dispuesto trató este general de atacar al enemigo, y al tiempo que le amenazaba
en su posición de Mengíbar, a las cuatro de la mañana cruzó el río a media
legua por el vado apellidado del Rincón. Le desalojó de todos los puntos, y
obligó a Liger-Belair a retirarse hacia Bailén, de
donde volando a su socorro el general Gobert, recibió
este un balazo en la cabeza, de que murió poco después. Cuerpos nuevos como el
de Antequera y otros se estrenaron aquel día con el mayor lucimiento.
Contribuyó en gran manera al acierto de los movimientos el experto y entendido
mayor general Don Francisco Javier Abadía. Nada embarazaba ya la marcha
victoriosa de los españoles; mas Reding como prudente
capitán suspendió perseguir al enemigo, y repasando por la tarde el río aguardó
a que se le uniese Coupigny. Pareció ser día de buen
agüero porque en 1212 en el mismo 16 de julio, según el cómputo de entonces,
habíase ganado la célebre batalla de las Navas de Tolosa, pueblo de allí poco
distante: siendo de notar que el paraje en donde hubo mayor destrozo de moros,
y que aún conserva el nombre de campo de matanza, fue el mismo en que cayó
mortalmente herido el general Gobert.
De resultas
de este descalabro determinó Dupont que Vedel tornase a Bailén, y arrojase los
españoles del otro lado del río. Empezaba el terror a desconcertar a los
franceses. Aumentose con la noticia que recibieron de
lo ocurrido en Valencia, y por doquiera no veían ni soñaban sino gente enemiga.
Así fue que Dufour, sucesor de Gobert, y Liger-Belair escarmentados con la pérdida que el 16
experimentaron en Mengíbar, y temerosos de que los españoles mandados por Don
Pedro Valdecañas, que habían acometido y sorprendido en Linares un destacamento
francés, se apoderasen de los pasos de la sierra y fuesen después sostenidos
por la división victoriosa de Reding, en vez de
mantenerse en Bailén caminaron a Guarromán tres
leguas distante. Ya se habían puesto en marcha cuando Vedel de vuelta de
Andújar llegó al primer pueblo, y sin aguardar noticia ni aviso alguno
recelándose que Dufour y su compañero pudiesen ser atacados prosiguió adelante,
y uniéndose a ellos avanzaron juntos a la Carolina y Santa Elena.
En el
intermedio y al día siguiente de la gloriosa acción que había ganado, movió el
general Reding su campo, repasó de nuevo el río en la
tarde del 17, e incorporándosele al amanecer el marqués de Coupigny entraron ambos el 18 en Bailén. Sin permitir a su gente largo descanso disponíanse a revolver sobre Andújar, con intento de coger
a Dupont entre sus divisiones y las que habían quedado en los Visos, cuando
impensadamente se encontraron con las tropas de dicho general, que de priesa y
silenciosamente caminaban. Había el francés salido de Andújar al anochecer del
18, después de destruir el puente y las obras que para su defensa había
levantado. Escogió la oscuridad deseoso de encubrir su movimiento, y salvar el
inmenso bagaje que acompañaba a sus huestes.
Batalla
de Bailén, 19 de julio.
Abría Dupont
la marcha con 2600 combatientes, mandando Barbou la columna de retaguardia. Ni
franceses ni españoles se imaginaban estar tan cercanos; pero los desengañó el
tiroteo que de noche empezó a oírse en los puntos avanzados. Los generales
españoles que estaban reunidos en una almazara o sea molino de aceite a la
izquierda del camino de Andújar, paráronse un rato
con la duda de si eran fusilazos de su tropa bisoña o reencuentro con la
enemiga. Luego los sacó de ella una granada que casi cayó a sus pies a las doce
y minutos de aquella misma noche, y principio ya del día 19. Eran en efecto
fuegos de tropas francesas que habiendo las primeras y más temprano salido de Andújar,
habían tenido el necesario tiempo para aproximarse a aquellos parajes. Los
jefes españoles mandaron hacer alto, y Don Francisco Venegas Saavedra, que en
la marcha capitaneaba la vanguardia, mantuvo el conveniente orden, y causó
diversión al enemigo en tanto que la demás tropa ya puesta en camino volvía a
colocarse en el sitio que antes ocupaba. Los franceses por su parte avanzaron
más allá del puente que hay a media legua de Bailén. En unas y otras no empezó
a trabarse formalmente la batalla hasta cerca de las cuatro de la mañana del
citado 19. Aunque los dos grandes trozos o divisiones, en que se había
distribuido la fuerza española allí presente, estaban al mando de los generales Reding y Coupigny, sometido
este al primero, ambos jefes acudían indistintamente con la flor de sus tropas
a los puntos atacados con mayor empeño. Les ayudó mucho para el acierto el
saber y tino del mayor general Abadía.
La primera
acometida fue por donde estaba Coupigny. Rechazáronla sus soldados vigorosamente, y los guardias
valonas, suizos, regimientos de Bujalance, Ciudad Real, Trujillo, Cuenca,
Zapadores y el de caballería de España embistieron las alturas que el enemigo
señoreaba y le desalojaron. Roto este enteramente se acogió al puente, y
retrocedió largo trecho. Reconcentrando en seguida Dupont sus fuerzas volvió a
posesionarse de parte del terreno perdido, y extendió su ataque contra el
centro y costado derecho español en donde estaba Don Pedro Grimarest.
Flaqueaban los nuestros de aquel lado, pero auxiliados oportunamente por Don
Francisco Venegas, fueron los franceses del todo arrollados teniendo que
replegarse. Muchas y porfiadas veces repitieron los enemigos sus tentativas por
toda la línea, y en todas fueron repelidos con igual éxito. Manejaron con
destreza nuestra artillería los soldados y oficiales de aquella arma, mandados
por los coroneles Don José Juncar y Don Antonio de la Cruz, consiguiendo
desmontar de un modo asombroso la de los contrarios. La sed causada por el
intenso calor era tanta que nada disputaron los combatientes con mayor
encarnizamiento como el apoderarse, ya unos ya otros, de una noria sita más
abajo de la almazara antes mencionada.
A las doce y
media de la mañana Dupont lleno de enojo púsose con
todos los generales a la cabeza de las columnas, y furiosa y bravamente
acometieron juntos al ejército español. Intentaron con particular arrojo romper
nuestro centro, en donde estaban los generales Reding y Abadía, llegando casi a tocar con los cañones los marinos de la guardia
imperial. Vanos fueron sus esfuerzos, inútil su conato. Tanto ardimiento y
maestría se estrelló contra la bravura y constancia de nuestros guerreros.
Cansados los enemigos, del todo decaídos, menguados sus batallones, y no
encontrando refugio ni salida, propusieron una suspensión de armas que aceptó Reding.
Mientras que
la victoria coronaba con sus laureles a este general, Don Juan de la Cruz no
había permanecido ocioso. Informado del movimiento de Dupont en la misma noche
del 18 se adelantó hasta los Baños, y colocándose cerca del Herrumblar a la izquierda del enemigo, le molestó bastantemente. Castaños debió tardar más
en saber la retirada de los franceses, puesto que hasta la mañana del 19 no
mandó a Don Manuel de la Peña ponerse en marcha. Llevó este consigo la tercera
división de su mando reforzada, quedándose con la reserva en Andújar el general
en jefe. Peña llegó cuando se estaba ya capitulando: había antes tirado algunos
cañonazos para que Reding estuviese advertido de su
llegada, y quizá este aviso aceleró el que los franceses se rindiesen.
Vedel en su
correría no habiendo descubierto por la sierra tropas españolas, unido con
Dufour permaneció el 18 en la Carolina, después de haber dejado para resguardar
el paso en Santa Elena y Despeñaperros dos batallones y algunas compañías. Allí
estaba cuando al alborear del 19 oyendo el cañoneo del lado de Bailén,
emprendió su marcha, aunque lentamente, hacia el punto de donde partía el
ruido. Tocaba ya a las avanzadas españolas, y todavía reposaban estas con el
seguro de la pactada tregua. Advertido sin embargo Reding envió al francés un parlamento con la nueva de lo acaecido. Dudó Vedel si
respetaría o no la suspensión convenida, mas al fin envió un oficial suyo para
cerciorarse del hecho.
Ocupaban por
aquella parte los españoles las dos orillas del camino. En la ermita de San
Cristóbal, que está a la izquierda yendo de Bailén a la Carolina, se había
situado un batallón de Irlanda, y el regimiento de Órdenes Militares al mando
de su valiente coronel Don Francisco de Paula Soler: enfrente y del otro lado
se hallaba otro batallón de dicho regimiento de Irlanda con dos cañones.
Pesaroso Vedel de haber suspendido su marcha, u obrando quizá con doblez, media
hora después de haber contestado al parlamento de Reding,
y de haber enviado un oficial a Dupont, mandó al general Cassagne que atacase el puesto de los españoles últimamente indicado. Descansando
nuestros soldados en la buena fe de lo tratado, fuele fácil al francés desbaratar al batallón de Irlanda que allí había, cogerle
muchos prisioneros, y aun los dos cañones. Mayor oposición encontró el enemigo
en las fuerzas que mandaba Soler, quien aguantó bizarramente la acometida que
le dio el jefe de batallón Roche. Interesaba mucho aquel punto de la ermita de
San Cristóbal, porque se facilitaba apoderándose de ella la comunicación con
Dupont. Viendo la porfiada y ordenada resistencia que los españoles ofrecían,
iba Vedel a atacar en persona la ermita, cuando recibió la orden de su general
en jefe de no emprender cosa alguna, con lo que cesó en su intento calificado
por los españoles de alevoso.
Negociábase pues el armisticio que
antes se había entablado. Fue enviado por Dupont para abrir los tratos el
capitán Villoutreys de su estado mayor. Pedía el
francés la suspensión de armas y el permiso de retirarse libremente a Madrid.
Concedió Reding la primera demanda, advirtiendo que
para la segunda era menester abocarse con Don Francisco Javier Castaños que
mandaba en jefe. A él se acudió autorizando los franceses al general Chabert para firmar un convenio. Inclinábase Castaños a admitir la proposición de dejar a los enemigos repasar sin estorbo
la Sierra Morena. Pero la arrogancia francesa disgustando a todos, excitó al
conde de Tilly a oponerse, cuyo dictamen era de gran peso como de individuo de
la junta de Sevilla, y de hombre que tanta parte había tomado en la revolución.
Vino en su apoyo el haberse interceptado un despacho de Savary de que era
portador el oficial Mr. de Fénelon. Preveníasele a
Dupont en su contenido que se recogiese al instante a Madrid en ayuda de las
tropas que iban a hacer rostro a los generales Cuesta y Blake que avanzaban por
la parte de Castilla la Vieja. Tilly a la lectura del oficio insistió con
ahínco en su opinión, añadiendo que la victoria alcanzada en los campos de
Bailén de nada serviría sino de favorecer los deseos del enemigo, caso que se
permitiese a sus soldados ir a juntarse con los que estaban allende la sierra.
A sus palabras irritados los negociadores franceses se propasaron en sus
expresiones hablando mal de los paisanos españoles y exagerando sus excesos. No
quedaron en zaga en su réplica los nuestros, echándoles en cara escándalos,
saqueos y perfidias. De ambas partes agriándose sobremanera los ánimos, rompiéronse las entabladas negociaciones.
Mas los
franceses no tardaron en renovarlas. La posición de su ejército por momentos
iba siendo más crítica y peligrosa. Al ruido de la victoria había acudido de la
comarca la población armada, la cual y los soldados vencedores estrechando en
derredor al enemigo abatido y cansado, sofocado con el calor y sediento, le
sumergían en profunda aflicción y desconsuelo. Los jefes franceses no pudiendo
los más sobrellevar la dolorosa vista que ofrecían sus soldados, y algunos, si
bien los menos, temerosos de perder el rico botin que
los acompañaba, generalmente persistieron en que se concluyese una
capitulación. Y como las primeras conferencias no habían tenido feliz resulta, se
escogió para ajustarla al general Marescot que por
acaso se había incorporado al ejército de Dupont. De antiguo conocía al nuevo
plenipotenciario Don Francisco Javier Castaños, y lisonjeáronse los que le eligieron con que su amistad llevaría la negociación a pronto y
cumplido remate.
Habíanse ya trabado nuevas
pláticas, y todavía hubo oficiales franceses que escuchando más a los ímpetus
de su adquirida gloria que a lo que su situación y la fe empeñada exigían,
propusieron embestir de repente las líneas españolas, y uniéndose con Vedel
salvarse a todo trance. Dupont mismo sobrecogido y desatentado dio órdenes
contradictorias, y en una de ellas insinuó a Vedel que se considerase como
libre y se pusiese en cobro. Bastole a este general
el permiso para empezar a retirarse por la noche burlándose de la tregua.
Notando los españoles su fuga, intimaron a Dupont que de no cumplir él y los
suyos la palabra dada, no solamente se rompería la negociación, sino que
también sus divisiones serían pasadas a cuchillo. Arredrado con la amenaza,
envió el francés oficiales de su estado mayor que detuviesen en la marcha a
Vedel, el cual aunque cercado de un enjambre de paisanos, y hostigado por el
ejército español, vaciló si había o no de obedecer. Mas aterrorizados oficiales
y soldados, era tanto su desaliento que de veintitrés jefes que convocó a
consejo de guerra, solo cuatro opinaron que debía continuarse la comenzada
retirada. Mal de su grado se sometió Vedel al parecer de la mayoría.
Se terminó
pues la capitulación oscura y contradictoria en alguna de sus partes; lo que en
seguida dio margen a disputas y altercados. Según los primeros artículos se
hacía una distinción bien marcada entre las tropas del general Dupont y las de
Vedel. Las unas eran consideradas como prisioneras de guerra, debiendo rendir
las armas, y sujetarse a la condición de tales. A las otras si bien forzadas a
evacuar la Andalucía, no se las obligaba a entregar las armas sino en calidad
de depósito, para devolvérselas a su embarco. Pero esta distinción desaparecía
en el artículo 6.º en donde se estipulaba que todas las tropas francesas de
Andalucía se harían a la vela desde Sanlúcar y Rota para Rochefort en buques
tripulados por españoles. Ignoramos si hubo o no malicia en la inserción del
artículo. Si procedió de ardid de los negociadores franceses, enredáronse entonces en su propio lazo, pues no era
hacedero aprestar los suficientes barcos con tripulación nacional. Tenemos por
más probable que anhelando todos concluir el convenio se precipitaron a
cerrarle, dejándole en parte ambiguo y vago.
La
capitulación se firmó en Andújar el 22 de julio por Don Francisco Javier
Castaños y el conde de Tilly a nombre de los españoles, y lo fue al de los
franceses por los generales Marescot y Chabert. Al día siguiente desfiló la fuerza que estaba a
las órdenes inmediatas del general Dupont por delante de la reserva y tercera
división españolas, a cuyo frente se hallaban los generales Castaños y Don
Manuel de la Peña. Se censuró que se diera la mayor honra y prez de la victoria
a las tropas que menos habían contribuido a alcanzarla. Componíase la primera fuerza francesa de 8248 hombres, la cual rindió sus armas a 400
toesas del campo. El 24 se trasladó el mismo Castaños a Bailén, en donde las
divisiones de Vedel y Dufour que constaban de 9393 hombres abandonaron sus
fusiles, colocándolos en pabellones sobre el frente de banderas. Además
entregaron unos y otros las águilas como también los caballos y la artillería
que contaba 40 piezas. De suerte que entre los que habían perecido en la
batalla, los rendidos y los que después sucesivamente se rindieron en la sierra
y Mancha, pasaba el total del ejército enemigo de 21.000 hombres. El número de
sus muertos ascendía a más de 2000 con gran número de heridos. Entre ellos
perecieron el general Dupré y varios oficiales superiores. Dupont quedó también
contuso. De los nuestros murieron 243, quedando heridos más de 700.
Día fue
aquel de ventura y gloria para los españoles, de eterna fama para sus soldados,
de terrible y dolorosa humillación para los contrarios. Antes vencedores estos
contra las más aguerridas tropas de Europa, tuvieron que rendir ahora sus armas
a un ejército bisoño compuesto en parte de paisanos y allegado tan
apresuradamente que muchos sin uniforme todavía conservaban su antiguo y tosco
vestido. Batallaron sin embargo los franceses con honra y valentía; cedieron a
la necesidad, pero cedieron sin afrenta. Algunos de sus caudillos no pudieron
ponerse a salvo de una justa y severa censura. Allá en Roma en parecido trance
pasaron sus cónsules bajo el yugo despojados, y medio desnudos al decir de Tito
Livio: «aquí hubo jefes que tuvieron más cuenta con la mal adquirida riqueza
que con el buen nombre.» No ha faltado entre sus compatriotas quien haya
achacado la capitulación al deseo de no perder el cuantioso botín que consigo
llevaban. Pudo caber tan ruin pensamiento en ciertos oficiales, mas no en su
mayor y más respetable número. Guerreros bravos y veteranos lidiaron con arrojo
y maestría; sometiéronse a su mala estrella y a la
dicha y señalado brío de los españoles.
La victoria
pesada en la balanza de la razón casi tocó en portento. Cierto que las
divisiones de Reding y de Coupigny,
únicas que en realidad lidiaron, contaban un tercio de fuerza más que las de
Dupont, constando estas de 8000 hombres, y aquellas de 14.000. ¡Pero qué
inferioridad en su composición! Las francesas superiorísimas en disciplina,
bajo generales y oficiales inteligentes y aguerridos, bien pertrechadas y con
artillería completa y bien servida, tenían la confianza que dan tamañas
ventajas y una serie no interrumpida de victorias. Las españolas mal vestidas y
armadas, con oficiales por la mayor parte poco prácticos en el arte de la
guerra y con soldados inexpertos, eran más bien una masa de hombres de repente
reunidos, que un ejército en cuyas filas hubiese la concordancia y orden
propios de un ejército a punto de combatir. Nuestra caballería por su mala
organización conceptuábase como nula a pesar del
valor de los jinetes, al paso que la francesa brillaba y se aventajaba por su
arreglo y destreza. La posición ocupada por los españoles no fue más favorable
que la de los enemigos, habiendo al contrario tenido estos la fortuna de
acometer los primeros a los nuestros que comenzaban su marcha. Podrá alegarse
que hallándose a la retaguardia de Dupont las fuerzas de Castaños y Peña, se le
inutilizaba a aquel su superioridad viéndose así perseguido y estrechado; pero
en respuesta diremos que también Reding tuvo a sus
espaldas las tropas de Vedel, con la diferencia que las de Peña nunca llegaron
al ataque, y las otras le realizaron por dos veces. No es extraño que
mortificados los vencidos con la impensada rota, la hayan asimismo achacado a
la penuria que experimentaban sus soldados, al cansancio y al calor terrible en
aquella estación y en aquel clima. Pero si los víveres abundaban en el campo de
los españoles, era igual o mayor la fatiga, y no herían con menos violencia los
rayos del sol a muchos de los que siendo de provincias más frescas estaban tan
desacostumbrados como los franceses a los ardores de las del mediodía, de que
varios cayeron sofocados y muertos. Hanse reprendido
a Dupont y a sus generales graves faltas, y ¡cuáles no cometieron los
españoles! Si Vedel y los suyos corrieron a la Carolina tras un enemigo que no
existía, Castaños y la Peña se pararon sobrado tiempo en los Visos de Andújar,
figurándose tener delante un enemigo que había desaparecido. El general francés
reputado como uno de los primeros de su nación, aventajábase en nombradía al español, habiéndose ilustrado con gloriosos hechos en Italia y
en las orillas del Danubio y del Elba. Castaños, después de haber servido con
distinción en la campaña de Francia de 1793, gozaba fama de buen oficial y de
hombre esforzado, mas no había todavía tenido ocasión de señalarse como general
en jefe. Suave de condición amábanle sus subalternos;
mañero en su conducta acusábanle otros de saber
aprovecharse en beneficio propio de las hazañas ajenas. Así fue que quisieron
privarle de todo loor y gloria en los triunfos de Bailén. Juicio apasionado e
injusto. Pues si a la verdad no asistió en persona a la acción, y anduvo lento
en moverse de Andújar, no por eso dejó de tomar parte en la combinación y
arreglo acordado para atacar y destruir al enemigo. Por lo demás la ventaja
real que en esta célebre jornada asistió a los españoles, fue el puro y elevado
entusiasmo que los animaba y la certeza de la justicia de la causa que
defendían, al paso que los franceses decaídos en medio de un pueblo que los aborrecía,
abrumados con su bagaje y sus riquezas, conservaban sí el valor de la
disciplina y el suyo propio, pero no aquella exaltación sublime con que habían
asombrado al mundo en las primeras campañas de la revolución.
Nos hemos
detenido algún tanto en el cotejo de los ejércitos combatientes y en el de sus
operaciones, no para dar preferencia en las armas a ninguna de las dos
naciones, sino para descubrir la verdad y ponerla en su más espléndido y claro
punto. Los habitadores de España y Francia como todos los de Europa igualmente
bravos y dispuestos a las acciones más dignas y elevadas, han tenido sus
tiempos de gloria y abatimiento, de fortuna y desdicha, dependiendo sus
victorias o de la previsión y tino de sus gobiernos, o de la maestría de sus
caudillos, o de aquellos acasos tan comunes en la guerra, y por los que con
razón se ha dicho que las armas tienen sus días.
Los
franceses después de haberse rendido, emprendieron su viaje hacia la costa de
noche y a cortas jornadas. Además de las contradicciones e inconvenientes que
en sí envolvía la capitulación, casi la imposibilitaban las circunstancias del
día. La autoridad, falta de la necesaria fuerza, no podía enfrenar el odio que
había contra los franceses, causadores de una guerra que Napoleón mismo calificó
alguna vez de sacrílega. El modo pérfido con que ella había comenzado, los
excesos, robos y saqueos cometidos en Córdoba y su comarca, tanto más pesados,
cuanto recaían sobre pueblos no habituados desde siglos a ver enemigos en sus
hogares, excitaban un clamor general, y creíase universalmente que ni pacto ni tratado debía guardarse con los que no habían
respetado ninguno. En semejante conflicto la junta de Sevilla consultó con los
generales Morla y Castaños acerca de asunto tan grave. Disintieron ambos en sus
pareceres. Con razón el último sostenía el fiel cumplimiento de lo estipulado,
en contraposición del primero que buscaba la aprobación y aplauso popular.
Adhirió la junta al dictamen de este, aunque injusto e indebido. Para
sincerarse circuló un papel en cuyo contexto intentó probar que los franceses
habían infringido la capitulación, y que suya era la culpa si no se cumplía.
Efugio indigno de la autoridad soberana cuando había una razón principalísima,
y que fundadamente podía producirse, cual era la falta de transportes y
marinería.
Por pequeña
ocasión aumentáronse las dificultades. Acaeció pues
en Lebrija que descubriéndose casualmente en las mochilas de algunos soldados
más dinero que el que correspondía a su estado y situación, irritose en extremo el pueblo, y ellos para libertarse del enojo que había promovido el
hallazgo, trataron de descargarse acusando a los oficiales. Del alboroto y
pendencia resultaron muertes y desgracias. Propúsoseles entonces a los prisioneros que para evitar disturbios se sujetasen a un
prudente registro, depositando los equipajes en manos de la autoridad. No
cedieron al medio indicado, y otro incidente levantó en el Puerto de Santa
María gran bullicio. Al embarcarse allí el 14 de agosto para pasar la bahía,
cayose de la maleta de un oficial una patena y la copa de un cáliz. Fácil es
adivinar la impresión que causaría la vista de semejantes objetos. Porque
además de contravenirse a la capitulación en que se había expresamente
estipulado la restitución de los vasos sagrados, se escandalizaba sobremanera a
un pueblo que en tan gran veneración tenía aquellas alhajas. Encendidos los
ánimos, se registraron los más de los equipajes, y apoderándose de ellos se
maltrató a muchos prisioneros y se les despojó en general de casi todo lo que
poseían.
Promovieron
tales incidentes reclamaciones vivas del general Dupont y una correspondencia
entre él y Don Tomás de Morla gobernador de Cádiz. Pedía el francés en ella los
equipajes de que se había privado a los suyos, e insistiendo en su demanda contestole entre otras cosas Morla: «¿si podía una
capitulación que solo hablaba de la seguridad de sus equipajes, darle la
propiedad de los tesoros que con asesinatos, profanación de cuanto hay sagrado,
crueldades y violencias había acumulado su ejército de Córdoba y otras
ciudades? ¿Hay razón [continuaba], derecho ni principio que prescriba que se
debe guardar fe ni aun humanidad a un ejército que ha entrado en un reino
aliado y amigo so pretextos capciosos y falaces; que se ha apoderado de su
inocente y amado rey y toda su familia con igual falacia; que les ha arrancado
violentas e imposibles renuncias a favor de su soberano, y que con ellas se ha
creído autorizado a saquear sus palacios y pueblos, y que porque no acceden a
tan inicuo proceder, profanan sus templos y los saquean, asesinan sus
ministros, violan las vírgenes, estupran a su placer bárbaro, y cargan y se
apoderan de cuanto pueden transportar, y destruyen lo que no? ¿Es posible que
estos tales tengan la audacia, oprimidos, cuando se les priva de estos que para
ellos deberían ser horrorosos frutos de su iniquidad, reclamar los principios
de honor y probidad?» Verdades eran estas si bien mal expresadas, por desgracia
sobradamente obvias y de todos conocidas. Mas las perfidias y escándalos
pasados no autorizaban el quebrantamiento de una capitulación contratada
libremente por los generales españoles. ¿Qué sería de las naciones, qué de su
progreso y civilización, si echándose recíprocamente en cara sus extravíos, sus
violencias, olvidasen la fe empeñada y traspasasen y abatiesen los linderos que
ha fijado el derecho público y de gentes? En Morla fue más reprensible aquel
lenguaje siendo militar antiguo, y hombre que después a las primeras desgracias
de su patria la abandonó villanamente y desertó al bando enemigo.
Al paso que
con las victorias de Bailén fue en las provincias colmado el júbilo y universal
y extremado el entusiasmo, se consternó y cayó como postrado el gobierno de
Madrid. Empezó a susurrarse tan grave suceso en el día 23. De antemano y varias
veces se había anunciado la deseada victoria como si fuera cierta, por lo que
los franceses calificaban la voz esparcida de vulgar e infundada. Sacoles del error el aviso de que un oficial suyo se
aproximaba con la noticia. Llegó pues este, y supieron los pormenores de la
desgracia acaecida. Había cabido ser portador de la infausta nueva al mismo Mr.
de Villoutreys, que había entablado en Bailén los
primeros tratos, y a cuyo hado adverso tocaba el desempeño de enfadosas
comisiones. Según lo convenido en la capitulación, un oficial francés escoltado
por tropa española debía en persona comunicarla al duque de Rovigo, general en
jefe del ejército enemigo, y ordenar también en su tránsito por la sierra y
Mancha a los destacamentos apostados en la ruta, y que formaban parte de las
divisiones rendidas, ir a juntarse con sus compañeros ya sometidos para
participar de igual suerte. Cumplió fielmente Mr. de Villoutreys con lo que se le previno, y todos obedecieron incluso el destacamento de
Manzanares. Fue el de Madridejos el que primero resistió a la orden comunicada.
Llegó a
Madrid el fatal mensajero en 29 de julio. Congregó José sin dilación un consejo
compuesto de personas las más calificadas. Variaron los pareceres. Fue el del
general Savary retirarse al Ebro. Todos al fin se sometieron a su opinión, así
por salir de la boca del más favorecido de Napoleón, como también porque avisos
continuados manifestaban cuánto se empeoraba el semblante de las cosas. Por
todas partes se conmovían los pueblos cercanos a la capital: no les intimidaba
la proximidad de las tropas enemigas; cortábanse las
comunicaciones; en la Mancha eran acometidos los destacamentos sueltos, y ya
antes en Villarta habían sus vecinos desbaratado e interceptado un convoy
considerable. Agolpáronse uno tras otro los reveses y
los contratiempos: pocos hubo en Madrid de los enemigos y sus parciales que no
se abatiesen y descorazonasen. A muchos faltábales tiempo para alejarse de un suelo que les era tan contrario y ominoso.
José
resuelto a partir, dejó a la libre voluntad de los españoles que con él se
habían comprometido, quedarse o seguirle en la retirada. Contados fueron los
que quisieron acompañarle. De los siete ministros, Cabarrús, Ofárril, Mazarredo, Urquijo y Azanza mantuviéronse adictos a su persona y no se apartaron
de su lado. Permanecieron en Madrid Peñuela y Cevallos. Imitaron su ejemplo los
duques del Infantado y el del Parque, como casi todos los que habían
presenciado los acontecimientos de Bayona y asistido a su congreso. No faltó
quien los tachase de inconsiguientes y desleales. Juzgaban otros diversamente,
y decían que los más habían sido arrastrados a Francia o por fuerza o por
engaño, y que si bien se propasaron algunos a pedir empleos o gracias, nunca era
tarde para reconciliarse con la patria, arrepentirse de un tropiezo causado por
el miedo o la ciega ambición, y contribuir a la justa causa en cuyo favor la
nación entera se había pronunciado. Lo cierto es que ni uno quizá de los que
siguieron a José hubiera dejado de abrazar el mismo partido, a no haberles
arredrado el temor de la enemistad y del odio que las pasiones del momento
habían excitado contra sus personas.
Antes de
abrir la marcha reconcentraron los enemigos hacia Madrid las fuerzas de Moncey
y las desparramadas a orillas del Tajo. Clavaron en el Retiro y casa de la
China más de ochenta cañones, llevándose las vajillas y alhajas de los palacios
de la capital y sitios reales que no habían sido de antemano robadas. Tomadas
estas medidas empezaron a evacuar la capital inmediatamente. Salió José el 30
cerrando la retaguardia en la noche del 31 el mariscal Moncey. Respiraron del
todo y desembarazadamente aquellos habitantes en la mañana del 1.º de agosto.
El 9 entró el fugitivo rey en Burgos con Bessières, quien según órdenes
recibidas se había replegado allí de tierra de León.
Acompañaron
a los franceses en su retirada lágrimas y destrozos. Soldados desmandados y
partidas sueltas esparcieron la desolación y espanto por los pueblos del camino
o los poco distantes. Rezagábanse, se perdían para
merodear y pillar, saqueaban las casas, talaban los campos sin respetar las
personas ni lugares más sagrados. Buitrago, el Molar, Iglesias, Pedrezuela, Gandullas, Broajos y sobre todo
la villa de Venturada abrasada y destruida, conservarán largo tiempo triste
memoria del horroroso tránsito del extranjero.
Continuó
José su marcha y en Miranda de Ebro hizo parada, extendiéndose la vanguardia de
su ejército a las órdenes del mariscal Bessières hasta las puertas de Burgos. Terminose así su malogrado y corto viaje de Madrid, del que
libres y menos apremiados por los acontecimientos, pasaremos a referir los
nuevos y esclarecidos triunfos que alcanzaron las armas españolas en las
provincias de Aragón y Cataluña.