LIBRO
SEXTO
INSTALACION DE LA JUNTA CENTRAL EN ARANJUEZ, 25 DE SETIEMBRE. FLORIDABLANCA. JOVELLANOS. D. Manuel Quintana. PIGNATELLI. Palafox.—Situación de JosÉ y del ejÉrcito frAnces.—AcciÓn de Lerin, 26 de Octubre.— Conferencias de Erfurth.— Batalla de Espinosa, 10 y 11 de Noviembre.— Entrada en BUrgos de NapoleÓn.— D. Francisco Palafox.— Batalla de Tudela, 23 de Noviembre.— Muerte del Marqués de Perales.—NapoleÓn EN MADRID.—DISPERSION DEL EJÉRCITO DE SAN Juan.— Conde de Alacha.— Marqués del Palacio.—Muerte de Flo-RIDABLANCA.
No resueltas las dudas que se
habían suscitado sobre el lugar más conveniente para la reunión de un gobierno
central, tocábase ya al deseado momento de su instalacion, y aun subsistia la
misma y penosa incertidumbre. Los más se inclinaban al dictámen de la junta de
Sevilla, que habia al efecto señalado a Ciudad Real, o cualquiera otro paraje
que no fuese la capital de la monarquía, sometida, segun pensaba, al pernicioso
influjo del Consejo y sus allegados. El haberse en Aranjuez incorporado a los
diputados de dicha junta los de otras várias puso término a las dificultades,
obligando a los que permanecian en Madrid vacilantes en su opinion, a
conformarse con la de sus compañeros, declarada por la celebracion en aquel
sitio de las primeras sesiones. Antes de abrirse éstas, y juntos unos y otros,
tuvieron conferencias preparatorias, en las que se examinaron y aprobaron los
poderes, y se resolvieron ciertos puntos de etiqueta o ceremonial.
Por fin el 25 de Setiembre, en
Aranjuez y en su real palacio, instalóse solemnemente el nuevo gobierno, bajo
la denominacion de Junta suprema Central gubernativa del reino. Compuesta
entónces de 24 individuos, creció en breve su número, y se contaron hasta 35,
nombrados en su mayor parte por las juntas de provincia, erigidas al alzarse la
nación en Mayo. De cada una vinieron dos diputados. Otros tantos envió Toledo
sin estar en igual caso, y lo mismo Madrid y reino de Navarra. De Canarias sólo
acudió uno a representar sus islas. Fué elegido presidente el Conde de
Floridablanca, diputado por Murcia, y secretario general D. Martin de Garay,
que lo era por Extremadura.
Los vocales pertenecían a
honrosas y principales clases del Estado, contándose entre ellos eclesiásticos
elevados en dignidad, cinco grandes de España, varios títulos de Castilla,
antiguos ministros y otros empleados civiles y militares. Sin embargo, casi
todos antes de la insurreccion eran, como repúblicos, desconocidos en el reino,
fuera de D. Antonio Valdés, del Conde de Floridablanca y de don Gaspar Melchor
de Jovellanos. El primero, muchos años ministro de Marina, mereció, al lado de
leves defectos, justas alabanzas por lo mucho que en su tiempo se mejoró y
acrecentó la armada y sus dependencias. Los otros dos, de fama más esclarecida,
requieren de nuestra pluma particular mencion, por lo que harémos de sus
personas un breve y fiel traslado.
A los ochenta años cumplidos de
su edad, D. José Moñino, conde de Floridablanca, aunque trabajado por la vejez
y achaques, conservaba despejada su razon y bastante fortaleza para sostener
las máximas que le habian guiado en su largo y señalado ministerio. De familia
humilde de Hellin, en Murcia, por su aplicacion y saber habia ascendido a los
más eminentes puestos del Estado. Fiscal del Consejo Real, y en union con su
ilustre compañero el Conde de Campománes, habia defendido atinada y
esforzadamente las regalías de la corona contra los desmanes del clero y
desmedidas pretensiones de la curia romana. Por sus doctrinas y por haber
cooperado a la expulsion de los jesuitas, se le honró con el cargo de embajador
cerca de la Santa Sede, en donde contribuyó a que se diese el breve de
supresion de la tan nombrada sociedad y al arreglo de otros asuntos igualmente
importantes. Llamado en 1777 al ministerio de Estado, y encargado a veces del
despacho de otras secretarías, fue desde entónces hasta la muerte de Carlos
III, ocurrida en 1788, árbitro, por decirlo así, de la suerte de la monarquía.
Con dificultad habrá ministro a un tiempo más ensalzado ni más deprimido.
Hombre de capacidad, entero, atento al desempeño de su obligacion, fomentó en
lo interior casi todos los ramos, construyó caminos y erigió varios
establecimientos de pública utilidad. Fuera de España, si bien empeñado en la
guerra impolítica y ruinosa de la independencia de los Estados Unidos,
emprendida, segun parece, mal de su grado, mostró a la faz de Europa impensadas
y respetables fuerzas, y supo sostener entre las demás la dignidad de la
nación. Censurósele, y con justa causa, el haber introducido una policía
suspicaz y perturbadora, como tambien sobrada aficion a persecuciones, cohonestando
con la razon de estado tropelías, hijas las más veces del deseo de satisfacer
agravios personales. Quizá los obstáculos que la ignorancia oponia a medidas
saludables irritaban su ánimo, poco sufrido: ninguna de ellas fue más tachada
que la junta llamada de Estado, y por la que los ministros debian de comun
acuerdo resolver las providencias generales y otras determinadas materias.
Atribuyósele a prurito de querer entrometerse en todo y decidir con predominio.
Sin embargo, la medida en sí, y los motivos en que la fundó, no sólo le
justificaban, sino que tambien por ella sola se le podria haber calificado de
práctico y entendido estadista. Despues del fallecimiento de Cárlos III
continuó en su ministerio hasta el año de 1792. Arredrado entónces con la
revolución francesa, y agriado por escritos satíricos contra su persona,
propendió áun más a la arbitrariedad a que ya era tan inclinado. Pero ni
esto, ni el conocimiento que tenía de la corte y sus manejos, le valieron para
no ser prontamente abatido por D. Manuel Godoy, aquel coloso de la privanza
regia, cuyo engrandecimiento, aunque disimulaba, veía Floridablanca con
recelo y aversion. Desgraciado en 1792, y encerrado en la ciudadela de
Pamplona, consiguió al cabo que se le dejase vivir tranquilo y retirado en la
ciudad de Murcia. Allí estaba en el Mayo de la insu- rrección, y noblemente
respondió al llamamiento que se le hizo, siendo falsas las protestas que la
malignidad inventó en su nombre. Afecto en su ministerio a ensanchar más y más
los límites de la potestad real, rompiendo cuantas barreras quisieran
oponérsele, habia crecido con la edad el amor a semejantes máximas, y quiso,
como individuo de la Central, que sirviesen de norte al nuevo gobierno, sin
reparar en las mudanzas ocasionadas por el tiempo y en las que reclamaban
escabrosas circunstancias.
Atento a ellas, y formado en muy
diversa escuela, seguia en su conducta la vereda opuesta D. Gaspar Melchor de
Jovellanos, concordando sus opiniones con las más modernas y acreditadas.
Desde muy mozo habia sido nombrado magistrado de la audiencia de Sevilla;
ascendiendo despues a alcalde de casa y corte y a consejero de órdenes, desempeñó
estos cargos y otros no menos importantes con integridad, celo y atinada
ilustracion. Elevado en 1797 al ministerio de Gracia y Justicia, y no pudiendo
su inflexible honradez acomodarse a la corrompida corte de María Luisa, recibió
bien pronto su exoneracion. Motivóla con particularidad el haber procurado
alejar de todo favor e influjo a don Manuel Godoy, con quien no se avenia
ningun plan bien concertado de pública felicidad. Quiso al intento
aprovecharse de una coyuntura en que la Reina se creia desairada y ofendida.
Mas la ciega pasion de ésta, despertada de nuevo con el artificioso y
reiterado obsequio de su favorito, no sólo preservó al último de fatal
desgracia, sino que causó la del Ministro y sus amigos. Desterrado primero a
Gijon, pueblo de su naturaleza, confinado despues en la cartuja de Mallorca, y
al fin, atropelladamente y con crueldad, encerrado en el castillo de Bellver
de la misma isla, sobrellevó tan horrorosa y atroz persecucion con la serenidad
y firmeza del justo. Libertóle de su larga cautividad el levantamiento de
Aranjuez, y ya hemos visto cuán dignamente, al salir de ella, desechó las
propuestas del gobierno intruso, por cuyo noble porte y sublime y reconocido
mérito le eligió Astúrias para que fuese en la Central uno de sus dos
representantes. Escritor sobresaliente, y sobre todo armonioso y
elocuentísimo, dió a luz, como literato y como publicista, obras selectas,
siendo en España las que escribió en prosa de las mejores, si no las primeras,
de su tiempo. Protector ilustrado de las ciencias y de las letras, fomentó con
esmero la educacion de la juventud, y echó en su Instituto Asturiano, de que
fué fundador, los cimientos de una buena y arreglada enseñanza. En su persona y
en el trato privado ofrecia la imagen que nos tenemos formada de la
pundonorosa dignidad y apostura de un español del siglo XVI, unida al saber y
exquisito gusto del nuestro. Achacábanle aficion a la nobleza y sus
distinciones; pero, sobre no ser extraño en un hombre de su edad y nacido en
aquella clase, justo es decir que no procedia de vano orgullo ni de pueril
apego al blason de su casa, sino de la persuasion en que estaba de ser útil y
aun necesario en una monarquía moderada el establecimiento de un poder
intermedio entre el Monarca y el pueblo. Así estuvo siempre por la opinión de
una representacion nacional, dividida en dos cámaras. Suave de condicion, pero
demasiadamente tenaz en sus propósitos, a duras penas se le desviaba de lo una
vez resuelto, al paso que de ánimo candoroso y recto solia ser sorprendido y
engañado, defecto propio del varon excelente, que (como decia Cicerón, su autor
predilecto) «dificilísimamente cae en sospecha de la perversidad de los otros.»
Tal fué Jovellanos, cuya nobradía resplandecerá y aun descollará entre las de
los hombres más célebres que han honrado a España.
Fija de antemano la atención
nacional en los dos respetables varones de que acabamos de hablar, siguieron
los individuos de la Central el impulso de la opinion, arrimándose los más a
uno o a otro de dichos dos vocales. Pero, como éstos entre sí disentian,
dividiéronse los pareceres, prevaleciendo en un principio y por lo general el
de Floridablanca. Con su muerte y las desgracias, no dejó más adelante de
triunfar a veces el de Jovellanos, ayudado de D. Martin de Garay, cuyas luces
naturales, fácil despacho y práctica de negocios le dieron sumo poder é
influjo en las deliberaciones de la Junta.
Pero a uno y otro partido de los
dos, si así pueden llamarse, en que se dividió la Central, faltábales actividad
y presteza en las resoluciones. Floridablanca, anciano y doliente; Jovellanos,
entrado tambien en años y con males; avezados ambos a la regularidad y pausa de
nuestro gobierno, no podian sobreponerse á la costumbre y a los hábitos en que
se habían criado y envejecido. Su autoridad llevaba en pos de sí a los demás
centrales, hombres en su mayoría de probidad, pero escasos de sobresalientes o
notables prendas. Dos o tres más arrojados o atrevidos, entre los que sonaba D.
Lorenzo Calvo de Rozas, acreditado en el sitio de Zaragoza, querian en vano
sacar a la Junta de su sosegado paso. No era dado a su corto número ni a su
anterior y casi desconocido nombre vencer los obstáculos que se oponían a sus
miras.
Así fue que en los primeros
meses, siguiendo la Central en materias políticas el dictámen de Floridablanca,
y no asistiéndole ni a él ni a Jovellanos para las militares y económicas el
vigor y pronta diligencia que la apretada situacion de España exigia, con
lástima se vió que el gobierno, obrando con lentitud y tibieza en la defensa
de la patria, y ocupándose en pormenores, recejaba en lo civil y gubernativo a
tiempos añejos y de aciaga recordacion.
Mas antes, y al saber en las
provincias su instalacion, fué celebrada ésta con general aplauso y desoidas
las quejas en que prorumpieron algunas juntas, señaladamente las de Sevilla y
Valencia; las cuales, pesarosas de ir a ménos en su poder, habían intentado
convertir los diputados de la Central en cueros agentes sometidos a su voluntad
y capricho, dándoles facultades coartadas. Pasóse, pues, por encima de las
instrucciones que aquéllas habian dado, arreglándose a lo que prevenian los poderes
de otras juntas, y segun los que se creaba una verdadera autoridad soberana e
independiente, y no un cuerpo subalterno y encadenado. Y si en ello pudo haber
algun desvío de legitimidad, el bien y union del reino reclamaban que se tomase
aquel rumbo, si no se queria que cada provincia prosiguiese gobernándose
separadamente y a su antojo.
Tampoco faltaron, como era de
temer, desavenencias con el Consejo Real. En 26 de Setiembre le habia dado
cuenta la Junta Central de su instalacion, previniéndole que, prestado que
hubiesen sus individuos el juramento debido, expidiese las cédulas, órdenes y
provisiones competentes para que obedeciesen y se sujetasen a la nueva
autoridad todas las de la monarquía. Por aquel paso, desaprobado de muchos,
persuadido tal vez el Consejo de que la Junta habia menester su apoyo para ser
reconocida en el reino, cobró aliento, y despues de dilatar una contestacion
clara y formal, al cabo envió el 30, con el juramento pedido, una exposicion de
sus fiscales, en la que éstos se oponian a que se prestase dicho juramento,
reclamando el uso y costumbres antiguas. Aunque el Consejo no había seguido el
parecer fiscal, le remitió, no obstante, a la Junta, acompañado de sus propias
meditaciones, dirigidas principalmente a que se adoptasen las tres siguientes
medidas: 1. Reducir el número de vocales de la Central, por ser el actual
contrario a la ley 3ª, partida 2ª, título xv, en que, hablándose de las
minoridades en los casos en que el rey difunto no hubiese nombrado tutores,
dice: «que los guardadores deben ser uno o tres o cinco, y no m´ss.» 2. La
extincion de las juntas provinciales. Y 3. La convocación de Córtes, conforme
al decreto dado por Fernando VII en Bayona.
Justas,
como a primera vista parecian estas peticiones, no sólo no eran por entónces
hacederas, sino que procediendo de un cuerpo tan desopinado como lo estaba el
Consejo, achacáronse a ódio y despique contra las autoridades populares
nacidas de la insurreccion. Sobre los generales y conocidos motivos, otros
particulares al caso contribuyeron a dar mayor valor a semejante
interpretacion; pues en cuanto al primer punto, el Consejo, que ahora juzgaba
ser harto numerosa la Junta Central, habia en Agosto provocado a los presidentes
de las de provincia para que, «no siendo posible adoptar de pronto, en
circunstancias tan extraordinarias, los medios que designaban las leyes y las
costumbres nacionales, diputasen personas de su mayor confianza, que reuniéndose
a las nombradas por las juntas establecidas en las demás provincias y al
Consejo, pudiesen conferenciar..... de manera que, partiendo todas las
providencias y disposiciones de este centro comun, fuese tan expedito como conveniente el
efecto.» Por lo cual, si se hubiera condescendido con la voluntad del Consejo,
lejos de ser menos en número los individuos de la Central, se hubiera ésta
engrosado con todos los magistrados de aquel cuerpo. Ademas la citada ley de
partida, en que estribaba la opinion para reducir los centrales y la formacion
de regencia, puede decirse que nunca fué cumplida, empezando por la misma
minoridad de D. Fernando IV, el Emplazado, nieto del legislador que promulgó la
ley, y acabando en la de Carlos II de Austria. La otra peticion del Consejo, de
suprimir las juntas provinciales, pareció sobradamente desacordada. Perjudicial
la conservacion de éstas en tiempos pacíficos y serenos, no era todavía ocasion
de abolirlas permaneciendo el enemigo dentro del reino, y sólo sí de deslindar
sus facultades y limitarlas. Tampoco agradó, aunque en apariencia lisonjera, la
3ª.peticion de convocar la representación nacional. Dudábase de la
buena fe con que se hacia la propuesta; habiéndose constantemente mostrado el
Consejo hosco y espantadizo a solo el nombre de Cortes, sin contar con que se
requeria más espacio para convenir en el modo de su llamamiento, conforme á las
mudanzas acaecidas en la monarquía. Las insinuaciones del Consejo se llevaron,
pues, tan á mal, que intimidado, no insistió por entonces en su empeño.
Coincidia, sin embargo, hasta
cierto punto con su dictámen el de algunos individuos de la Central, y de los
más ilustrados, entre ellos el de Jovellanos. Desde el dia de la instalación, y
reuniéndose a puerta cerrada mañana y noche, fue uno de los primeros acuerdos
de la Junta nombrar una comision de cinco vocales que hiciese su reglamento
interior. En ella provocó Jovellanos, como medida previa, tratar de la
institucion y forma del nuevo gobierno. No asintiendo los otros a su parecer,
le reprodujo el 7 de Octubre en el seno de la misma Junta, pidiendo que se
anunciase inmediatamente «á la nacion que seria reunida en Córtes luego que
el enemigo hubiese abandonado nuestro territorio, y si esto no se verificase
ántes, para el Octubre de 1810; que desde luégo se formase una regencia
interina en el dia 1 del año inmediato de 1809; que instalada la Regencia,
quedasen existentes la Junta Central y las provinciales; pero reduciendo el
número de vocales en aquélla a la mitad, en éstas a cuatro, y unas y otras sin
mando ni autoridad, y sólo en calidad de auxiliares del Gobierno.» Este
dictámen, aunque justamente apreciado, no fue admitido, suspendiéndose para
más adelante su resolucion. Creían unos que era más urgente ocuparse en medidas
de guerra que en las políticas y de gobierno, y a otros pesábales bajar del
puesto a que se veian elevados. Era tambien dificultoso agradar a las
provincias en la elección de regencia: ésta solamente habia de constar de tres
ó cinco individuos, y no siendo, por tanto, dado a todas ellas tener en su
seno un representante, hubieran nacido de su formacion quejas y desabrimientos.
Ademas el gobierno electivo y limitado de la Regencia, sin el apoyo de otro
cuerpo más numeroso y que deliberase en público, como el de las Córtes, no
hubiera probablemente podido resistir a los embates de la opinion, tan vária y
suspicaz en medio de agitaciones y revueltas. Y la convocacion de aquéllas,
segun hemos insinuado, pedia más desahogo y previa meditacion; por cuyas
causas, y la premura de los tiempos, continuó la Junta Central en todo el goce
y poderío de la autoridad soberana.
En su virtud, y para el mejor y
más pronto despacho de los negocios, arregló su forma interior, y se dividió en
otras tantas secciones cuantos ministerios habia en España, a saber: Estado,
Gracia y Justicia, Guerra, Marina y Hacienda, resolviendo en sesiones plenas
las providencias que aquéllas proponian. Y para reducir su accion a unidad, se
creó una secretaría general, a cuya cabeza se puso al célebre literato y buen
patriota D. Manuel Quintana; eleccion que a veces sirvió al crédito de la Central,
pues valiéndose de su pluma para proclamas y manifiestos, media la muchedumbre
por la dignidad del lenguaje las ideas y providencias del gobierno.
Desgraciadamente éstas no
correspondieron a aquél durante los primeros meses. Por de pronto, y antes de
todo, ocupáronse los centrales en honores y condecoraciones. Al Presidente se
lo dió el tratamiento de alteza; a los demas vocales el de excelencia,
reservándose el de majestad a la Junta en cuerpo. Adornaron sus pechos con una
placa que representaba ambos mundos, se señalaron el sueldo de 120.000 reales,
e incurrieron, por consiguiente, en los mismos deslices que las juntas de
provincia, sin ser ya iguales las circunstancias.
No desdijeron otros decretos de
estos primeros y desacertados. Mandóse suspender la venta de manos muertas, y
aun se pensó en anular los contratos de las hechas anteriormente. Permitióse a
los ex-jesuitas volver a España en calidad de particulares. Restableciéronse
las antiguas trabas de la imprenta, y se nombró inquisidor general; y
afligiendo y contristando así a los hombres ilustrados, la Junta ni contentó ni
halagó al clero, sobradamente avisado para conocer lo inoportuno de semejantes
providencias.
Por otra parte, tampoco acallaba
las hablillas y disgusto que aquéllas promovían, con las que tomaba en lo
económico y militar. Verdad es que si algun tanto dependia su inaccion de las
vanas ocupaciones en que se entretenía, gran parte tuvo también en ella el
estado lastimoso de la nacion, la cual, habiendo hecho un extraordinario
esfuerzo, ya casi exhausta al levantarse en Mayo, acabó de agotar sus recursos
para hacer rostro a las urgentes necesidades del momento. Y la administración
pública, de antemano desordenada, desquiciándose del todo con el gran
sacudimiento, yacía por tierra. Reconstruirla era obra más larga y no propia de
un gobierno como la central, cuya forma, si bien imposible ó difícil de
mejorarse entónces, no por eso dejaba de ser viciosísima y monstruosa; puesto
que cuerpo sobradamente numeroso como potestad ejecutiva, resolvia lentamente
por lo detenido y embarazoso de sus deliberaciones; y escaso de vocales para
ejercer la legislativa, ni podian ilustrarse suficientemente las materias, ni
buscar luces ni arrimo en la opinion, teniendo que ser secretas sus
discusiones, por la índole de su institucion misma.
Trató, no obstante, la Central,
aunque perezosamente, de bienquistarse con la nacion, circulando en 10 de
Noviembre un manifiesto que llevaba la fecha de 26 de Octubre, y en el que con
maestría se trazaba el cuadro del estado de cosas, y la conducta que la Junta
seguiría en su gobierno. No solamente mencionaba en su contenido los remedios
prontos y vigorosos que era necesario adoptar, no sólo trataba de mantener para
la defensa de la patria 500.000 infantes y 50.000 caballos, sino que también
daba esperanza de que se mejorarían para lo venidero nuestras instituciones.
Si este papel se hubiera esparcido con anticipacion, y sobre todo si los hechos
se hubieran conformado con las palabras, asombroso y fundado hubiera sido el
concepto de la Junta Central. Mas habia corrido el mes de Octubre, entrado
Noviembre, comenzado las desgracias, y no por eso se veia que los ejércitos se
proveyesen y aumentasen.
Estos habian sido divididos, por
decreto suyo, en cuatro grandes y diversos cuerpos. 1° Ejército de la
izquierda, que debia constar del de Galicia, Astúrias, tropas venidas de
Dinamarca, y de la gente que se pudiera allegar de las montañas de Santander y
país que recorriese. 2° Ejército de Cataluña, compuesto de tropas y gente de
aquel principado, de las divisiones desembarcadas de Portugal y Mallorca, y de
las que enviaron Granada, Aragon y Valencia. 3° Ejército del centro, que debia
comprender las cuatro divisiones de Andalucía y las de Castilla y Extremadura,
con las de Valencia y Murcia, que habian entrado en Madrid con el general
Llamas. Tambien habia esperanzas de que obrasen por aquel lado los ingleses, en
caso de que se determinasen a avanzar hacia la frontera de Francia. 4° Ejército
de reserva, compuesto de las tropas de Aragón y de las que durante el sitio de
Zaragoza se les habian agregado de Valencia y otras partes. Nombróse tambien
una junta general de Guerra, y presidente de ella al general Castaños, aunque
por entónces debia seguir al ejército. Mas estas providencias no tuvieron
entero y cumplido efecto, impidiéndolo en parte otras disposiciones, y los
contratiempos y desastres que sobrevinieron, en cuya relacion vamos a entrar.
Ya antes de la instalacion de la
Central y en el consejo militar celebrado en Madrid en 5 de Setiembre, de que
hicimos mencion, se habia acordado que, al paso que el general Llamas con las
tropas de Valencia y Murcia marchase a Calahorra, y Castaños con las de
Andalucía a Soria, se arrimaran Cuesta y las de Castilla al Burgo de Osma, y
Palafox con las suyas á Sangüesa y orillas del río Aragon; recomendando, ademas,
á Galluzo, que mandaba las de Extremadura, el ir á unirse con las que se
encaminaban al Ebro. Blake, por su lado, debia avanzar con los gallegos y
asturianos hácia Búrgos y provincias Vascongadas. Descabellado como era el
plan, desparramando sin órden en varios puntos y en una línea extendida,
escasas, mal disciplinadas y peor provistas tropas, se procedió despacio en su
ejecucion, no habiéndose nunca del todo realizado. Nuevas disputas y pasiones
contribuyeron á ello, y principalmente lo mal entendido y combinado del mismo
plan, falta de recursos, de- sórden en la distribucion, y aquella lentitud
característica, al parecer, de la nacion española, y de la que, segun el gran
Bacon, habia ya en su tiempo nacido el proverbio: «Me venga la muerte de
España, porque vendría tarde.»
Con todo, el ejército de Galicia,
despues de la rota de Rioseco, habiéndose algun tanto organizado en Manzanal y
Astorga, emprendió su marcha á las órdenes de su general D. Joaquin Blake en
los últimos dias de Agosto, y dividido en tres columnas, se dirigió por la
falda meridional de la cordillera que separa á Leon y á Búrgos de Astúrias y
Santander. Al promediar el mes se hallaban las tres columnas en Villarcayo,
punto que se tuvo por acomodado y central para posteriores operaciones.
Ascendia su número a 22.728 infantes y 400 caballos, distribuidos en cuatro
divisiones. La cuarta, al mando del Marqués de Portago, se movió la vuelta de
Bilbao, para asegurar la comunicacion con aquella costa, y esperando
sorprender á los franceses. Mas avisados éstos por los tiros indiscretos de una
avanzada española, pudieron con corta pérdida retirarse y desocupar la villa.
No la guardaron mucho tiempo nuestras tropas, porque revolviendo sobre ellas
con refuerzo el mariscal Ney, recien llegado de Francia, obligó á Portago á
recogerse por Balmaseda sobre el Nava. Insistió dias despues el general Blake
en recuperar á Bilbao, y acudiendo en persona con superiores fuerzas,
necesario le fué al general frances Merlin evacuar de nuevo dicha villa en la
noche del 11 de Octubre.
En el mismo dia, y ocupando a
Quincoces, orilla izquierda del Ebro, se incorporaron al ejército de Galicia
las tropas de Astúrias, capitaneadas por don Vicente María de Acevedo. Habia
éste sucedido en el mando, desde 28 de Junio, al Marqués de Santa Cruz de
Marcenado, á cuyo patriotismo é instruccion no acompañaban las raras prendas
que pide la formacion de un ejército nuevo y allegadizo. El Acevedo, militar antiguo,
firme y severo, y adornado de luces naturales y adquiridas, habia conseguido
disciplinar bastantemente 8.000 hombres, con los que resolvió salir a campaña.
Iban en dos trozos, uno lo regía D. Cayetano Valdés, otro D. Gregorio Quirós.
Jefe de escuadra el primero, le vimos en Mahon mandando, a principios de año,
la fuerza naval surta en aquel puerto, y ya ántes la nacion lo habia
distinguido y colocado entre sus mejores y más arrojados marinos. Al ruido del
alzamiento de Astúrias habia acudido á esta provincia, cuna de su familia. El
segundo, natural de ella y oficial de guardias españolas, era justamente tenido
por hombre activo, inteligente y bizarro. Unidas, pues, las tropas de Astúrias
y Galicia, concertaron sus movimientos, y el 25 de Octubre se situó el general
Blake con parte de ellas entre Zornoza y Durango.
Al propio tiempo D. Gregorio de
la Cuesta, ántes que en cumplir lo acordado en 5 de Setiembre en Madrid, pensó
en satisfacer sus venganzas. Referimos cómo de vuelta de la capital habia
detenido y preso en el alcázar de Segovia á los diputados de Leon D. Antonio
Valdés y Vizconde de Quintanilla. Adelante con su propósito, queria juzgarlos
como rebeldes á su autoridad en consejo militar, escogiendo para fiscal de la
causa al Conde de Cartaojal. Dispuso tambien que la ciudad de Va- lladolid
nombrase en su lugar otros dos vocales por Castilla, con lo que hubieron de
aumentarse los choques y la confusion. Felizmente no halló Cuesta abrigo en la
opinion, y desaprobando la Central su conducta, le mandó comparecer en
Aranjuez, y previno á Cartaojal que soltase los presos. Obedecieron ambos, y
puesto el ejército de Castilla bajo las órdenes de su segundo jefe D. Francisco
Eguía, se acercó a Logroño, en donde definitivamente le sucedió y tomó el mando
D. Juan Pignatelli. Mas estas mudanzas y trasiego de jefes menguó y desconcertó
la tropa castellana, llena, sí, de entusiasmo y ardor, pero bisoña y poco
arreglada. Su número no pasaba de 8.000 hombres, con pocos caballos.
Por su parte, y deseoso de poner
en práctica el plan resuelto, partió de Madrid el primero de todos, y en
Setiembre, D. Pedro Gonzalez de Llamas. Mandaba á los valencianos y murcianos
con que habia entrado en la capital, y salió de ella con unos 4.500 hombres,
infantes y jinetes. Enderezó su marcha á Alfaro, orilla derecha de Ebro, y
situó en primeros de Octubre su cuartel general en Tudela. Siguiéronle de
cerca la segunda y cuarta division de Andalucía, regidas ambas por el general
D. Manuel de La Peña, y cuya fuerza ascendia á 10.000 hombres. Castaños
permaneció en Madrid, y no faltaba quien motejase su tardanza, en la que
tuvieron principal parte manejos y tramas del Consejo, y celos, piques y
desavenencias de la Junta de Sevilla.
Dijeron algunos que tambien se
detenia, esperanzado en que la Central le nombraria generalísimo, en
remuneracion de lo que habia trabajado por instalarla. Apoyaban la
conveniencia de semejante medida sir Cárlos Stuard, que de Galicia habia venido
á Madrid y Aranjuez, y lord William Bentinck, enviado desde Portugal por el
general Dalrymple para concertarse con Castaños acerca de las operaciones
militares. El pensamiento era, sin duda, útil para la union y conformidad en
la direccion de las ejércitos; pero á su cumplimiento se oponian las
rivalidades de otros generales, las que reinaban dentro de la misma Junta
Central, y el temor de que no tuviese Castaños la actividad y firmeza que
aquellos tiempos requerian.
Salió éste, al fin, de Madrid el
8 de Octubre, y el 17 llegó á Tudela. Convidado por Palafox, pasó á Zaragoza,
y allí acordaron el 20, como continuacion de lo ántes resuelto, que el
ejército del centro, con el de Aragon, amenazase á Pamplona, poniéndose una
division á espaldas de esta plaza al mismo tiempo que el de Blake, á quien se
enviaria aviso marchase por la costa á cortar la comunicacion con Francia.
Al último le dejamos entre
Zornoza y Durango; los dos primeros, ó sea más bien la parte de ellos que se
habia acercado al Ebro, estaba por entónces así distribuida. A Logroño le
ocupaban los 8.000 castellanos al mando de su general D. Juan de Pignatelli; á
Lodosa D. Pedro Grimarest, con la segunda division de Andalucía, estando la
cuarta, á las órdenes de D. Manuel de la Peña, en Calahorra, y siendo ambas de
10.000 hombres, segun queda dicho. Los 4.500 valencianos y murcianos
permanecían situados en Tudela, y á su frente D. Pedro Roca, sucesor de
Llamas, encargado de otro puesto cerca del Gobierno supremo. Del ejército de
Aragon habia en Sangüesa 8.000 hombres, que regía D. Juan O-Neil, enviado de
Valencia con un corto refuerzo, y á su retaguardia en Egea otros 5.000, al
mando de D. Felipe Saint-March. Con contadas fuerzas, y en línea tan dilatada,
juzgaron los prudentes y entendidos ser desacertado el plan convenido en
Zaragoza para tomar la ofensiva; puesto que el total de soldados españoles,
avanzados á mediados de Octubre hasta Vizcaya y orillas de Ebro, no llegaba á
70.000 hombres, teniendo Blake 30.000 asturianos y gallegos (los de Romana
todavía no estaban incorporados), y Castaños unos 36.000, entre castellanos,
andaluces, valencianos, murcianos y aragoneses. Parecerá tanto más arreglado
á la razon aquel dictámen, si volviendo la vista al enemigo, examinamos su
estado, su número, su posicion.
José
Bonaparte, despues de haber salido de Madrid, habia permanecido en los lindes
de la provincia de Búrgos ó en Vitoria. Allí se entretuvo en dar algunos
decretos, en trazar marchas y expediciones, que no tuvieron cumplido efecto, y
en crear una órden militar. Sus ministros, apremiados por las circunstancias,
presentaron un escrito, en el que «exponiendo que el interes de España exigia
no confundir su buena armonía y amistad para con la Francia, con su cooperacion
á los fines y planes de mayor extension en que se hallaba empeñado el jefe de
ella», indicaban que «convenia poder
anunciar á la nacion que, aunque gobernada por el hermano del Emperador,
conforme á los tratados de Bayona, fuese libre de ajustar una paz separada con
la Inglaterra que esto calmaría las fundadas zozobras sobre las posesiones de
América», etc., etc.
El escrito se creyó digno de ser
presentado a Napoleon, y para llevarle y apoyarle de palabra, fueron en persona
a París los ministros Azanza y Urquijo. Por loables que fuesen las intenciones
de los que escribieron la exposicion, no se hace creible dieran aquel paso con
probabilidad de buen éxito, conociendo a Napoleon y su política, o si tal
pensaron, forzoso es decir que andaban harto desalumbrados. Mas el Emperador de
los franceses no paró mientes en los discursos de los ministros españoles de
José, y sólo se ocupó en mejorar y reforzar su ejército.
Este, en los primeros tiempos de
su retirada, habia caido en gran desánimo, y los más de sus soldados, excepto
los del mariscal Bessieres, iban al Ebro casi sin órden ni formacion.
Perseguidos entónces é inquietados,
fácilmente hubieran sido del todo desranchados y dispersos, ó por lo ménos no
se hubieran detenido hasta pisar tierra de Francia; pero los españoles,
descansando sobre los laureles adquiridos, flojos, escasos tambien de recursos,
les dieron espacio para repararse. Así fué que los franceses, ya más serenos y
engrosados con gente de refresco, se distribuyeron en tres grandes cuerpos: el
del centro, mandado por el mariscal Ney, que ya dijimos acababa de llegar de
Francia, y los de la izquierda y derecha, gobernados cada uno por los
mariscales Moncey y Bessieres. Habia, ademas, una reserva compuesta en parte de
soldados de la guardia imperial, y en donde estaba José con el mariscal
Jourdan, su mayor general, enviado de París últimamente para desempeñar aquel
cargo. De suerte que todos juntos componian una masa compacta de más de 50.000
combatientes, entre ellos 11.000 de caballería, con la particular ventaja de
estar reconcentrados y prontos á acudir por el radio á cualquier punto que
fuese acometido, cuando los nuestros, para darse la mano, tenian que recorrer
la extendida y prolongada curva que formaban en torno de los enemigos, quienes,
sin contar con los de Cataluña y guarniciones de Pamplona y San Sebastian,
estaban tambien respaldados por fuerzas que mandaba en Bayona el general
Drouet, y con la confianza de recibir de su propio país por la inmediacion todo
género de prontos y eficaces auxilios.
A pesar de eso y de aumentarse
sus filas cada dia con nuevas tropas, manteníanse los franceses quietos y sobre
la defensiva, á tiempo que los españoles trataron de ejecutar el plan adoptado
en Zaragoza. Era el 27 de Octubre el señalado para dar comienzo á la empresa;
mas dias ántes ya habian los nuestros, con su impaciencia, movídose por su
frente. Los castellanos, desde Logroño, sentado á la márgen derecha del Ebro,
cruzando á la opuesta, se habian adelantado á Viana, y Grimarest exten- dídose
desde Lodosa á Lerin. Los aragoneses, por el lado de Sangüesa, tambien
avanzaron, acompañados de muchos paisanos. Y tan grande fué el número de éstos,
que Moncey, sobresaltado, dió cuenta á José, quien destacó del cuerpo de
Bessieres dos divisiones para reforzar las tropas que estaban por la parte de
Aragon y Navarra.
El 20 de Octubre mandó el general
Grimarest á D. Juan de la Cruz Mourgeon ocupar á Lerin con los tiradores de
Cádiz, una compañía de voluntarios catalanes y unos cuantos caballos. Para
apoyarlo quedaron en Carcar y Sesma otros destacamentos. Cruz tenía órden de
retirarse si le atacaban superiores fuerzas, y habiendo expuesto lo difícil de
ejecutar dicha órden, caso de que el enemigo se posesionase con su caballería
de un llano que se extiende de Lerin camino de Lodosa, le ofreció Gri- marest
sostenerle con oportuno socorro.
Cruz, en cumplimiento de lo que
se le mandaba, fortificó, segun pudo, el convento de capuchinos y el palacio,
cuyo edificio habia de ser su último refugio. No tardó en saber que iba á ser
atacado, y de ello dió aviso el 25 al general Grimarest. En efecto, en la
madrugada del 26 le acometieron los enemigos, valerosamente rechazados por sus
tropas. Con más gente insistieron aquéllos en su propósito á las nueve de la
mañana, y los nuestros, replegándose al palacio, no dieron oidos á la intima-
cion que de rendirse se les hizo. Renovaron várias veces los franceses sus
embestidas con 6.000 infantes, con artillería y 700 ú 800 caballos, y los de
Cruz, que no excedian de 1.000, continuaron en repelerlos hasta entrada la
noche, con la esperanza de que Grimarest, segun lo prometido, vendria en su
auxilio.
Los destacamentos de Carcar y
Sesma, aunque lo intentaron, no pudieron, por su corta fuerza, dar ayuda.
Amaneció el dia siguiente, y sin municiones ni noticia de Grimarest, se vió
forzado Cruz á capitular con el enemigo, quien, celebrando su valor y el de su
gente, le concedió salir del palacio con todos los honores de la guerra,
debiendo despues ser canjeados por otros prisioneros. Brillante accion fué la
de Lerin, aunque desgraciada, siendo los tiradores de Cádiz soldados nuevos, no
familiarizados con los rigores de la guerra. Censuróse al Grimarest haber avanzado
hasta Lerin aquellas tropas, para abandonarlas despues á su aciaga suerte,
pues en vez de correr en su auxilio, con pretexto de una órden de La Peña,
evacuó á Lodosa, y repasando el Ebro, se situó en la Torre de Sartaguda.
O-Neil, más dichoso en aquellos
dias, obligó al enemigo á retirarse de Nardues á Monreal; corta compensacion de
la anterior pérdida y de la que se experimentó en Logroño. El mariscal Ney
habia atacado y repelido el 24 los puestos avanzados de las tropas de
Castilla, colocándose el 25 en alturas que hacen frente á aquella ciudad del
otro lado del Ebro. El general Castaños, que entónces se encontraba allí, mandó
á Pignate- lli que sostuviese el punto, á no ser que los enemigos, cruzando el
rio, se adelantasen por la derecha, en cuyo caso se situaria en la sierra de Cameros,
sobre Nalda. Ordenó tambien que el batallon ligero de Campo- mayor fuese á
reforzarle y desalojar al enemigo de las alturas ocupadas. Inútiles
prevenciones. Castaños volvió á Calahorra, y Pignatelli evacuó el 27 á Logroño
con tal precipitacion y desórden, que no parando hasta Cintruénigo, dejó al pié
de la sierra de Nalda sus cañones, y los soldados desparramados, que durante
veinticuatro horas le siguieron unos en pos de otros. El pavor que se habia
apoderado de sus ánimos era tanto mé- nos fundado, cuanto que 1.500 hombres, al
mando del Conde de Cartao- jal, volviendo á Nalda, recobraron los cañones en el
sitio en que quedaron abandonados, y adonde no habia penetrado el enemigo.
El general Castaños, justamente
irritado contra Pignatelli, le quitó el mando, é incorporando la colecticia
gente de Castilla en sus otras divisiones, hizo algunas leves mudanzas en su
ejército. Por de pronto formó una vanguardia de 4.000 hombres de infantería y
caballería, regida por el Conde de Cartaojal, la cual habia de maniobrar por
las faldas de la sierra de Cameros, desde el frente de Logroño hasta el de
Lodosa, y dió el nombre de quinta division á los 4.500 valencianos y murcianos
repartidos entre Alfaro y Tudela, al mando de D. Pedro Roca. Reconcentró la
demas fuerza en Calahorra y sus alrededores, y escarmentado con lo ocurrido, se
resolvió, ántes de emprender cosa alguna, á aguardar las demas tropas que
debían agregarse al ejército del centro, y respuesta del general Blake al plan
comunicado.
Napoleon, en tanto, se preparaba
á destruir en su raíz la noble resistencia de un pueblo cuyo ejemplo era de
temer cundiese á las naciones y reyes que gemian bajo su imperial dominacion.
En un principio se habia figurado que con las tropas que tenía en la Península
podria comprimir los aislados y parciales esfuerzos de los españoles, y que su
alzamiento, de corta duracion, pasaria silencioso en la historia del mundo.
Desvanecida su ilusion con los triunfos de Bailén, la tenaz defensa de
Zaragoza y las proezas de Cataluña y Valencia, pensó apagar con extraordinarios
medios un fuego que tan grande hoguera habia encendido. Fué anuncio precursor
de su propósito el publicar en 6 de Setiembre en El Monitor, y por
primera vez, una relacion circunstanciada de las novedades de la Península, si
bien pintadas y desfiguradas á su sabor.
Habia precedido en 4 del mismo
mes á esta publicacion un mensaje del Emperador al Senado con tres
exposiciones, de las que dos eran del ministro de Negocios extranjeros, M. de
Champagny, y una del de la Guerra, M. Clarke. Las del primero llevaban fecha de
24 de Abril y 1.° de Setiembre. En la de Abril, despues de manifestar M.
Champagny la necesidad de intervenir en los asuntos de España, asentaba que la
revo- lucian francesa, habiendo roto el útil vínculo que ántes unia á ambas naciones,
gobernadas por una sola estirpe, era político y justo atender á la seguridad
del imperio frances, y libertar á España del influjo de Inglaterra; lo cual,
añadia, no podria realizarse, ni reponiendo en el trono á Cárlos IV, ni dejando
en él á su hijo. En la exposición de Setiembre hablábase ya de las renuncias
de Bayona, de la Constitucion allí aprobada, y en fin, se revelaban los
disturbios y alborotos de España, provocados, segun el Ministro, por el
gobierno británico, que intentaba poner aquel país á su devocion y tratarle
como si fuera provincia suya. Mas aseguraba que tamaña desgracia nunca se
efectuaría, estando preparados para evitarla dos millones de hombres valerosos,
que arrojarian á los ingleses del suelo peninsular.
Pronosticaban tan jactanciosas
palabras demanda de nuevos sacrificios. Tocó especificarlos á la exposicion
del Ministro de la Guerra. En ella, pues, se decia que habiendo resuelto S. M.
I. juntar al otro lado de los Pirineos más de 200.000 hombres, era
indispensable levantar 80.000 de la conscripcion de los años 1806, 7, 8 y 9, y
ordenar que otros 80.000 de la del 10 estuviesen prontos para el Enero
inmediato. Al dia siguiente de leidas estas exposiciones y el mensaje que las
acompañaba, contestó el Senado aprobando y aplaudiendo lo hecho y las medidas
propuestas, y asegurando tambien que la guerra con España era «política, justa
y necesaria.» A tan mentido y abyecto lenguaje habia descendido el cuerpo
supremo de una nacion culta y poderosa.
Por anteriores órdenes habian ya
empezado á venir del Norte de Europa muchas de las tropas francesas allí
acantonadas. A su paso por París hizo reseña de várias de ellas el emperador
Napoleon, pronunciando para animarlas una arenga enfática y ostentosa.
No satisfecho éste con las
numerosas huestes que encaminaba á España, trató tambien de asegurar el buen
éxito de la empresa, estrechando su amistad y buena armonía con el Emperador
de Rusia. Sin determinar tiempo, se habia en Tilsit convenido en que más
adelante se avistarian ambos príncipes. Los acontecimientos de España, incertidumbres
sobre la Alemania y áun dudas sobre la misma Rusia obligaron á Napoleon á
pedir la celebracion de las proyectadas vistas. Accedió á su demanda el
emperador Alejandro, quien y el de Francia, puestos ambos de acuerdo, llegaron
á Erfurth, lugar señalado para la reunion, el 27 de Setiembre. Concurrieron
allí varios soberanos de Alemania, siendo el de Austria representado por su
embajador, y el de Prusia por su hermano, el príncipe Guillermo. Reinó entre
todos la mayor alegría, sa- tisfaccion y cordialidad, pasándose los dias y las
noches en diversiones y festines, sin reparar que en medio de tantos regocijos,
no sólo legítimos monarcas sancionaban la usurpacion más escandalosa, y
autorizaban una guerra que ya habia hecho correr tantas lágrimas, sino que
tam- bien, tachando de insurrección la justa defensa y de rebeldía la lealtad,
abrian ancho portillo por donde más adelante pudieran ser acometidos sus
propios pueblos y atropellados sus derechos. Ni motivos tan poderosos ni tales
temores detuvieron al emperador Alejandro. Contento con los obsequios de su
aliado y algunas concesiones, reconoció por rey de España á José, y dejó á
Napoleon en libertad de proceder en los asuntos de la Península segun
conviniese á sus miras.
Mas al propio tiempo, y para
aparentar deseos de paz, cuando des- pues de lo estipulado era imposible
ajustarla, determinaron entablar acerca de tan grave asunto correspondencia con
Inglaterra. Ambos emperadores escribieron en una y sola carta al rey Jorge
III, y sus ministros respectivos pasaron notas con aviso de que
plenipotenciarios rusos se enviarían á París para aguardar la respuesta de
Inglaterra; los que, en union con los de Francia, concurrirían al punto del
continente que se señalase para tratar.
En contestacion, Mr. Canning
escribió el 28 de Octubre dos cartas á los ministros de Rusia y Francia,
acompañadas de una nota comun á ambos. Al primero le decia que aunque S. M. B.
deseaba dar respuesta directa al Emperador, su amo, el modo desusado con que
éste habia escrito le impedía considerar su carta como privada y personal,
siendo, por tanto, imposible darle aquella señal de respeto sin reconocer
títulos que nunca habia reconocido el Rey de la Gran Bretaña. Que la proposi-
cion de paz se comunicaría á Suecia y á España. Que era necesario estar seguro
de que la Francia admitiría en los tratos al gobierno de la última nacion, y
que tal sin duda debia ser el pensamiento del Emperador de Rusia, segun el vivo
interes que siempre habia mostrado en favor del bienestar y dignidad de la
monarquía española; lo cual bastaba para no dudar que S. M. I. nunca sería
inducido á sancionar por su concurrencia o aprobacion usurpaciones fundadas en
principios no ménos injustos que de peligroso ejemplo para todos los soberanos
legítimos. En la carta al ministro de Francia se insistia en que entrasen como
partes en la ne- gociacion Suecia y España.
El mismo Mr. Canning respondió
ámpliamente en la nota que iba para dichos dos ministros, á la carta autógrafa
de ambos emperadores. Sentábanse en ella que los intereses de Portugal y
Sicilia estaban confiados á la amistad y proteccion del Rey de la Gran Bretaña,
el cual tambien estaba unido con Suecia, así para la paz como para la guerra; y
que si bien con España no estaba ligado con ningun tratado formal, habia, sin
embargo, contraido con aquella nacion á la faz del mundo empeños tan
obligatorios como los más solemnes tratados; y que por consiguiente el gobierno
que allí mandaba á nombre de S. M. C. Fernando VII debería asimismo tomar parte
en las negociaciones.
El ministro ruso replicó no haber
dificultad en cuanto á tratar con los soberanos aliados de Inglaterra, pero que
de ningun modo se admitirían los plenipotenciarios de los insurgentes
españoles (así los llamaba), puesto que José Bonaparte habia sido ya
reconocido por el Emperador, su amo, como rey de España. Menos sufrida y más
amenazadora fué la contestacion de M. de Champagny, ministro de Francia.
Dióse fin á la correspondencia
con nuevos oficios en 9 de Diciembre de Mr. Canning, concluyendo éste con
repetir al frances «que S. M. B. estaba resuelto á no abandonar la causa de la
nacion española y de la legitima monarquía de España; añadiendo que la
pretension de la Francia de que se excluyese de la negociacion al gobierno
central y supremo, que obraba en nombre de S. M. C. Fernando VII, era de
naturaleza á no ser admitida por S. M. sin condescender con una usurpacion que
no tenía igual en la historia del universo.»
Contaba Napoleon tan poco con
esta negociacion, que volviendo á París el 18 de Octubre, y abriendo el 25 el
Cuerpo Legislativo, despues de tocar en su discurso muy por encima el paso dado
en favor de las paces, dijo: «Parto dentro de pocos dias para ponerme yo mismo
al frente de mi ejército, coronar, con la ayuda de Dios, en Madrid al Rey de España,
y plantar mis águilas sobre las fortalezas de Lisboa.» Palabras incompatibles
con ningun arreglo ni pacificacion, y tan conformes con lo que en su mente habia
resuelto, que, sin aguardar respuesta de Lóndres á la primera comunicacion,
partió de París el 29 de Octubre, llegando á Bayona en 3 de Noviembre.
Empezaban ya entónces a tener
cumplida ejecucion las providencias que habia acordado para sujetar y domeñar
en poco tiempo la altiva España. Sus tropas acudian de todas partes á la
frontera, y variando por decreto de Setiembre la forma que tenía el ejército
de José, le incorporó al que iba á reforzarle, dividiendo su conjunto en ocho
diversos cuerpos, á las órdenes de señalados caudillos, cuyos nombres y
distribución nos parece conveniente especificar.
1.
er cuerpo.
Mariscal Victor, duque de Bellune.
2.
° cuerpo. Mariscal Bessieres,
duque de Istria.
3.
er cuerpo.
Mariscal Moncey, duque de Cornegliano.
4.
° cuerpo. Mariscal Lefebvre,
duque de Dantzick.
5.
° cuerpo. Mariscal Mortier, duque
de Treviso.
6.
° cuerpo. Mariscal Ney, duque de
Elchingen.
7.
° cuerpo. El general Saint-Cyr.
8.
° cuerpo. El general Junot, duque
de Abrántes.
A veces, segun irémos viendo, se
sustituyeron nuevos jefes en lugar de los nombrados. El total de hombres, sin
contar enfermos y demas bajas, ascendia á 250.000 combatientes, pasando de
50.000 los caballos. De estos cuerpos, el 7.°estaba destinado á Cataluña, el
5.° y 8.° llegaron más tarde. Los otros en su mayor parte aguardaban ya á su
emperador para inundar, á manera de raudal arrebatado, las provincias
españolas.
Napoleon cruzó el Bidasoa el 8 de
Noviembre, acompañado de los mariscales Soult y Lannes, duques de Dalmacia y de
Montebello. Llegó el mismo dia á Vitoria, donde estaba José y el cuartel
general. Las tropas francesas habian conservado del lado de Navarra y Castilla
casi las mismas posiciones que ocuparon despues de las jornadas de Lerin y
Logroño. No así por el de Vizcaya. Inquieto el mariscal Lefebvre, sucesor del
general Merlin, de los movimientos del ejército de D. Joaquin Blake, ha- bia
pensado con el 4.° cuerpo arrojarle de Zornoza.
Firme el general español desde el
25 de Octubre en conservar aquel sitio, celebró en 28 un consejo de guerra. Los
más prudentes estuvieron por replegarse; hubo quien opinó por acometer sin
dilacion al enemigo. Andaba indeciso el General en jefe, no pareciéndole
acertado el último dictámen, y receloso de abrazar el primero en una sazon en
que los pueblos tildaban de traidor al general que los dejaba con su retirada á
merced del enemigo. Entre dudas llegó el 31 de Octubre, dia en que el mariscal
Lefebvre atacó á los españoles. La fuerza que éste tenía era de 26.000 hombres;
la nuestra de 16.500. Habia tambien contado Blake con que apoyaria su derecha
la division de Martinengo, con algunos caballos mandados por el Marqués de
Malespina, y una de Astúrias, gobernada por D. Vicente María de Acevedo. Mas
avanzando ambas hasta Villaró y Dima, se vieron separadas del cuerpo principal
del ejército por fragosas sierras y caminos intransitables. Grande
inadvertencia ordenar un movimiento sin cabal noticia del terreno.
El mariscal Lefebvre, al amanecer
del 31, empezó su embestida á favor de una densa niebla. Las vanguardias de
ambos ejércitos estaban á un lado y otro de la hondonada que forma el monte de
San Martin y la altura arbolada de Bernagoitia, por donde atraviesa el camino
real. La vanguardia española, regida por el brigadier don Gabriel de Mendi-
zábal, enseñoreaba la última posicion de las nombradas, que fué acometida
primeramente por la division del general Villate. Apoyaron y siguieron á éste
las divisiones de los generales Sebastiani y Leval, y empeñada toda nuestra
vanguardia, peleó largo rato esforzadamente. Causábale gran daño la artillería
enemiga, sin que á sus fuegos pudiera responder, careciendo de igual arma.
Rota al fin, se recogió al amparo de la 1.“ y 4.a division,
apostadas en el monte de San Miguel. La 1.a, del mando de D. Genaro
Figueroa, oficial sabio y bizarro, repelió con su vivo y acertado fuego al
enemigo, impidiéndole apoderarse de un mogote que ocupaba en dicho monte; pero
la 4.“, falta de cañones, como lo demas del ejército, fué arrollada, habiendo
el enemigo avanzado su artillería por el camino real, y sosteniéndola con
infantería y caballería. Entónces Blake, conociendo su desventaja, determinó
retirarse, para lo que, poniéndose á la cabeza de los granaderos provinciales,
y siguiéndole la reserva, mandada por D. Nicolas Mahy, contuvo al enemigo y
dió lugar á que todas las fuerzas, reuniéndose en las faldas del monte de Santa
Cruz de Bizcargui, emprendiesen la retirada. La 3.“ division, al mando de D.
Francisco Riquelme, estuvo alejada de las otras y en la orilla opuesta del rio,
en donde, sosteniendo un choque del enemigo, se replegó separadamente, no
siéndole dado unirse al grueso del ejército. Los franceses, atentos á la
aspereza de la tierra y á que los nuestros se retiraban en bastante buen órden,
dejaron de perseguirlos de cerca y molestarlos. La pérdida fué corta de ambas
partes; quizá la victoria hubiera sido más dudosa si el general español no se
hubiera de antemano despojado de la artillería, enviándola camino de Bilbao. Ha
habido quien le disculpe con el propósito que tenía de retirarse, pero
ciertamente fué descuido quedarse del todo desprovisto de tan necesaria ayuda
enfrente de un enemigo activo y emprendedor. Blake continuó por la noche su marcha,
y sin detenerse en Bilbao más que para acopiar algunas vituallas, uniéndose
despues con Riquelme, tomaron juntos la vuelta de Balmase- da. El mariscal
Lefebvre los siguió de léjos hasta Güeñes, en donde habiendo dejado, para
observarlos, el general Villatte con 7.000 hombres, retrocedió á Bilbao.
José, aunque desaprobaba como
precipitada la tentativa de aquel mariscal, no siendo ya dueño de evitarla,
mandó de Vitoria que una di- vision del primer cuerpo del mariscal Victor se
extendiese por el valle de Orduña para favorecer los movimientos de Lefebvre, y
que otra del segundo cuerpo se dirigiese á Berberena, ya para unirse con la
primera, ó ya para perseguir á Blake si se retiraba del lado de Villarcayo. La
del valle de Orduña se encontró en su marcha con los generales Aceve- do y
Martinengo, que vimos separados del ejército en Villaró. Inciertos estos jefes
de la suerte de Blake, é informados tarde y confusamente de la accion de
Zornoza, creyeron arriesgada su posicion y trataron de alejarse por Oquendo,
Miravalles y Llodio. En el camino, y cerca de Mena- garay, fué su encuentro con
la division francesa. Presentáronle los nuestros firme rostro, é imaginándose
los contrarios haber tropezado con todo el ejército de Blake, no insistieron en
atacar, y se replegaron á Orduña. Los españoles entonces mejoraron su posicion,
colocándose en una altura agria cerca de Orrantia.
Blake el 3 de Noviembre se habia
reconcentrado en la Nava, dos leguas más allá de Balmaseda yendo de Bilbao.
Poco ántes se le incorporó la mayor parte de la fuerza que habia venido de
Dinamarca y que estaba á las órdenes del Conde de San Roman, y en el mismo
Nava otra division de Astúrias, á las de D. Gregorio Quirós, componiendo en
todo los que se reunieron de 8 á 9.000 hombres. La caballería venida del Norte,
hallándose desmontada, habia partido al mediodía de España para proveerse de
caballos. Reforzado así el ejército de Blake, y enterado éste del aprieto de
Acevedo y Martinengo, sin tardanza determinó librarlos. Movióse, pues, hácia
Balmaseda, cuyo punto debia acometer la cuarta division, ahora mandada por D.
Estéban Porlier, en tanto que la de San Roman se dirigia al Berron, una legua
distante; la tercera y la asturiana de Quirós á Arciniega, y lo demas de la
fuerza á Orrantia, en donde era de presumir permaneciesen las divisiones
comprometidas. No se engañaron, encontrándose luégo unos y otros con
inexplicable gozo.
Fué en aquel mismo instante
cuando se rompió el fuego por los que se habian adelantado á Balmaseda, cuyo
camino corre al pié de las alturas que ocupaban las divisiones extraviadas.
Atacado impensadamente el general frances Villatte, retiróse con demasiada
prisa, hasta que volviendo en sí, juntó su gente á la ribera izquierda del
Salcedon. Visto lo cual por el general Acevedo, se aproximó con cuatro cañones
de montaña á una de las dos eminencias que forman el valle de Balmaseda, y enviando
por un rodeo dos batallones para que estrechasen á los franceses por
retaguardia, sobrecogió á éstos, que desbaratados huyeron en el mayor desórden
hasta Güeñes. Perdieron un cañon, carros de municiones y muchos equipajes,
entre los que se contaba el del general Villatte. Debióse principalmente la
victoria al acierto y pronta decision de D. Vicente María de Acevedo.
Napoleon supo en Bayona los
ataques ocurridos desde el 31, y desagradóle que el mariscal Lefebvre hubiese
comenzado á guerrear ántes de su llegada, y áun tambien que José le prestase
ayuda; ya porque juzgase expuesto un movimiento parcial y aislado, ó ya más
bien porque no quisiese que empezasen triunfos y victorias ántes de que él en
persona capitanease su ejército. Sin embargo, temeroso de alguna desgracia,
mandó prontamente que el mariscal Lefebvre con el cuarto cuerpo continuase
desde Bilbao en perseguir á Blake, y que el mariscal Victor con el primero
marchase por Orduña y Amurrio contra Balmaseda, formando un total de 50.000
hombres.
Avanzaban ambos mariscales á la
propia sazon que Blake, y queriendo aprovecharse de la ventaja alcanzada en
Balmaseda, y reconocer las fuerzas del enemigo, iban el 7 la vuelta de San
Pedro de Güeñes. La víspera habia el general español enviado sobre su
izquierda á Sopuerta la cuarta division, que no pudiendo reincorporarse al
ejército, se retiró por Lanestosa á Santander. El mismo dia, no queriendo
tampoco Blake dejar descubierta su derecha, dirigió camino de Villarcayo y de
Medina de Pomar al Marqués de Malespina con los 400 caballos que habia, y algunos
infantes. Por su lado el General en jefe se encontró con el mariscal Lefebvre,
peleando los españoles con bizarría, particularmente la di- vision de Figueroa
y el batallon de estudiantes de Santiago, apellidado literario. Al caer la
noche hubieron los nuestros de replegarse, vista la superioridad del enemigo, y
á pesar de ser el tiempo muy lluvioso, prosiguieron ordenadamente su retirada,
ocupando el 8 á Balmaseda y pueblos vecinos.
La tarde de dicho dia,
agolpándose del lado de Orduña y de Bilbao todas las fuerzas de los mariscales
Victor y Lefebvre, que caminaban á unirse, levantaron los nuestros su campo,
dirigiéndose á la Nava. Quedaron á la retaguardia, para proteger el
movimiento, algunos batallones de la division de Martinengo y asturianos, al
mando de D. Nicolas de Llano Ponte, quien poco avisado, dejándose cortar por el
enemigo, nunca se volvió a incorporar con el grueso del ejército, yéndose del
lado de Santander. Los mariscales franceses se juntaron en Balmaseda, y Blake
llegó el 9 en la tarde á Espinosa de los Monteros.
Disminuíase su ejército, teniendo
desde el 31 que pelear á la contí- nua con el enemigo, la lluvia, el frio, el
hambre, la desnudez. Rigurosa suerte áun para soldados veteranos y endurecidos;
insoportable para bi- soños y poco disciplinados. La escasez de víveres fué
extrema, viéndose obligados hasta los mismos jefes á mantenerse con mazorcas
de maíz y malas frutas. Provenia miseria tanta del mal arreglo en el ramo de hacienda,
y de haber contado el General en jefe con ser abastecido por la costa, sin cuidar
convenientemente de adoptar otros medios; enseñando la práctica militar, como
ya decía Vejecio (6), «que la penuria más veces que la pelea acaba con un
ejército, y que el hambre es más cruel que el hierro del enemigo.»
Acosado nuestro ejército por
tantos males, pensábase que el general Blake no se aventuraría á combatir
contra un enemigo más numeroso, aguerrido y bien provisto. Esperanzado, sin
embargo, de que le asistiese favorable estrella, determinó probar la suerte de
una batalla delante de Espinosa de los Monteros.
Es esta villa muy conocida en
España por el privilegio de que gozan sus naturales de hacer de noche la
guardia al Rey cerca de su cuarto, y cuya concesion, segun cuentan (7), sube á
D. Sancho García, conde de Castilla. Está situada en la ribera izquierda del
Trueba; y los españoles, colocándose en el camino que viene de Balmaseda,
dejaron á su espalda el rio y la villa. En una altura elevada, de dificil
acceso, y á la siniestra parte, pusiéronse los asturianos, capitaneados por los
generales Aceve- do, Quirós y Valdés. La primera division y la reserva, con sus
respectivos jefes D. Genaro Figueroa y D. Nicolas Mahy, seguian en la línea,
descendiendo al llano. El general Riquelme y su tercera division ocupó en el
valle lo más abierto del terreno, y la vanguardia, al mando de D. Gabriel de
Mendizábal, con seis piezas de artillería, dirigidas por el ca- pitan D.
Antonio Roselló, se colocó en un altozano á la derecha de Espinosa, desde
donde se enfilaban las principales avenidas. Por el mismo lado, y más adelante,
en un espeso bosque, y sobre una loma estaba la division del Norte, que
gobernaba el Conde de San Roman, quedando no léjos de la artillería, y algo
detras por su derecha, la segunda de Marti- nengo. La fuerza de los españoles
no llegaba á 21.000 combatientes.
A la una de la tarde del 10
empezó á avistarse el enemigo, en número de 25.000 hombres, mandados por el
mariscal Victor. Se habia éste juntado con el mariscal Lefebvre en Balmaseda, y
separádose en la Nava, dirigiéndose el segundo á Villarcayo, y siguiendo el
primero la huella de Blake, con esperanzas ambos de envolverle. Se empeñó la
refriega por donde estaban las tropas del Norte, embistiendo el bosque el
general Paschod. Durante dos horas le defendieron los nuestros con intrepidez;
mas cargando el enemigo en mayor número, fué al fin abandonado. La artillería,
manejada con acierto por Roselló, dirigió entónces un fuego muy vivo contra el bosque,
y caminando por órden de Blake, para sostener á San Roman, la division de
Riquelme, se encendió de nuevo la pelea. Cundió por toda la línea, y áun la
izquierda de los asturianos avanzó para llamar la atencion del enemigo. La
derecha no sólo se mantenia, sino que volviendo á ganar terreno, estaban las
tropas del Norte prontas á recuperar el bosque, cuando la oscuridad de la noche
impidió la conti- nuacion del combate, glorioso para los españoles, pero con
tan poca ventura, que, perdieron dos de sus mejores jefes, el Conde de San
Roman y D. Francisco Riquelme, mortalmente heridos.
Los españoles, si bien alentados
con haber infundido respeto al enemigo, ya no podian sobrellevar tanto
cansancio y trabajos, careciendo áun de las provisiones más preciosas. Malas
frutas habian comido aquellos dias, pero ahora apénas les quedaba tan menguado
recurso. Sus heridos yacian abandonados, y si algunos eran recogidos, no podia
suministrárseles alivio en medio de sus quejidos y lamentos. En balde se
esmeraba el General en jefe, en balde sus oficiales, en buscar por Espinosa
socorro para su gente. Los vecinos habian huido, espantados con la guerra; la
tierra, de suyo escasa, estaba ahora, con aquella ausencia, más empobrecida,
aumentándose la confusion y el duelo en medio de la lobreguez de la noche. A su
amparo obligó el hambre á muchos soldados á desarrancarse de sus banderas,
particularmente á los de la division del Norte, que eran los que más habian
padecido.
Al contrario los franceses: bien
alimentados, retirados sus heridos, y puestos otros en lugar de los que el dia
10 habian combatido, se dispo- nian á pelear en la mañana siguiente. Hubiera el
general español obrado con cordura si, atendiendo á las lástimas y apuros de
sus soldados, hubiera á la callada y por la noche alzado el campo, y buscado
del lado de Santander ó del de Reinosa bastimentos y alivio á los males. Mas
lisonjeándose de que el enemigo se retiraria, y queriendo sacar ventaja del
esfuerzo con que sus soldados habian lidiado, se inclinó á permanecer inmoble y
exponerse á nuevo combate.
No tuvo que aguardar largo
tiempo: desde el amanecer lo renovaron los franceses. Habian en la víspera
notado que en la izquierda de los españoles estaban tropas bisoñas, y tambien
que la altura que ocupaban, como más elevada, era la llave de la posicion. Así
se determinaron á empezar por allí el ataque, siendo el general Maison con su
brigada quien primero embistió á los asturianos. Resistieron éstos con denuedo,
y á la voz de sus dignos jefes Acevedo, Quirós y Valdés, conserváronse firmes
y serenos, no obstante su inexperiencia. Advirtió el general enemigo el
influjo de dichos jefes, y sobre todo que uno de ellos, montado en un caballo
blanco, corriendo á los puntos más peligrosos, exhortaba á su tropa con la
palabra y el gesto. Sin tardanza (segun nos ha contado años adelante en París
el mismo general) destacó tiradores diestros, para que apuntando
cuidadosamente, disparasen contra los jefes, y en especial contra el del
caballo blanco, que era el desgraciado Quirós. La ór- den causó grave mal á los
españoles, y decidió la accion. Los tiradores, abrigados de lo irregular y
quebrado del terreno, esparcidos en diversos sitios, arcabuceaban, por decirlo
así, á nuestros oficiales, sin que recibiesen notable daño del fuego cerrado
de nuestras columnas. La poca práctica de la guerra y el escasear de soldados
hábiles impidió usar del mismo medio que empleaban los enemigos. A poco fué
traspasado de dos balazos D. Gregorio Quirós, heridos los generales Acevedo y
Valdés, con otros jefes, entre los que se contaron los distinguidos oficiales
don Joaquin Escario y D. José Peon. La muerte y heridas de caudillos tan amados
sembró profunda afliccion en las filas asturianas, y flaqueando algunos
cuerpos, siguióse en todos el mayor desórden. Quiso sostenerlos Blake, enviando
á D. Gabriel de Mendizábal para que tomase el mando; mas ya era tarde. La
dispersion habia comenzado, y los franceses, posesionándose de la altura,
perseguian á los asturianos, cuyo mayor número, huyendo, se enriscó por las
asperezas del valle de Pas.
El centro del ejército español y
su derecha, que en la noche se ha- bian agrupado al rededor del altozano donde
estaba Roselló con la artillería, tan luégo como se dispersó la izquierda, se
vieron acometidos por la division francesa de Ruffin. Algun tiempo se
mantuvieron nuestros soldados en su puesto, aunque inquietos con la huida de
los asturianos; pero en breve, comenzando unos á ciar y otros á desarreglarse,
ordenó el general Blake la retirada, sostenida por la reserva de D. Nicolas
Mahy y las seis piezas del capitan Roselló, perdidas luégo en el paso del
Trueba. Hubiera á los nuestros servido de mucho en aquel trance y en lo demas
de la retirada la corta division con 400 caballos que mandaba el Marqués de
Malespina, y á los que el general Blake habia ordenado pasar á Villarcayo.
Temeroso dicho Marqués de ser envuelto por el mariscal Le- febvre, que iba del
mismo lado, en vez de aproximarse á Espinosa, tomó otro rumbo, y su division se
unió despues en diversas partidas á distintos y lejanos ejércitos. La pérdida
de los españoles en las acciones de Espinosa fué muy considerable, su
dispersion casi completa. La de los franceses, cortísima el 11, no dejó la
víspera de ser de importancia.
Señaló D. Joaquin Blake para
reunion de sus tropas la villa de Rei- nosa, en donde estaba el parque general
de artillería y los almacenes. Llegó el 12 con pocas fuerzas, esperando poder
rehacerse algun tanto, y dar vida con las provisiones que allí habia á sus
hambrientos y desmayados soldados. Pero la activa diligencia del enemigo y las
desgracias que se agolparon no le dejaron vagar ni respiro.
Desde que en 8 de Noviembre habia
Napoleon entrado en Vitoria, se sentía por doquiera su presencia. Servíanle
como de mágico impulso poder inmenso, bélico renombre, imperiosa y presta
voluntad. Ya contamos cómo de Bayona mismo habia ordenado al 1.° y 4.° cuerpo
perseguir al general Blake. Y ahora, poniendo particular conato en enderezar
sus pasos á Madrid, cuya toma resonaría en Europa favorablemente á sus miras,
arregló para ello y en breve un plan general de ataque. Asegurada que fué su
derecha por los mencionados 1.° y 4.° cuerpos, encargó al 3.°, del mando del
mariscal Moncey, que observase desde Lodosa al ejército del centro y de
Aragon, dejando, ademas, en Logroño á los generales Lagrange y Colbert, del 6.°
cuerpo, cuya principal fuerza, capitaneada por su mariscal Ney, debia caminar á
Aranda de Duero. Tomó el mando del 2.° cuerpo el mariscal Soult, y su anterior
jefe Bessieres fué encargado de gobernar la caballería. Ambos, con Napoleon al
frente de la guardia imperial y la reserva, siguieron el camino real de Madrid,
dirigiéndose á Búrgos.
En esta ciudad habia comenzado á
entrar el ejército de Extremadura, compuesto de unos 18.000 hombres,
distribuidos en tres divisiones, y á su frente el Conde de Belveder, mozo
inexperto, nombrado por la Junta Central para reemplazar á don José Galluzo. La
1.a division estaba allí desde el 7 de Noviembre; se le juntó la 2.a en la tarde del 9, quedando todavía atras y hácia Lerma la 3.a Así
que sólo se contaban dentro de la ciudad y cercanías 12.000 hombres, de ellos
1.200 de caballería. Fiado Belveder en algunas favorables y leves escaramuzas,
vivia tranquilo, y de modo que á los oficiales de la 2.a division, que á su
llegada fueron á cumplimentarle, recomendóles el descanso, bastándole por
entónces, segun dijo, las fuerzas de la 1.a division para rechazar á los
franceses caso que le atacasen. Tan ignorante estaba de la superioridad del
enemigo, y tan olvidado de la endeble organizacion de sus tropas.
Serian las seis de la mañana del
10 cuando el general Lasalle con la caballería francesa llegó á Villafría, tres
cuartos de legua de Gamonal, adonde se habia adelantado la 1.a division de
Belveder, mandada por D. José María de Alós. Los franceses, como no tenian
consigo infanteria, retrocedieron, para aguardarla, á Ruvena, con lo que
alentados los nuestros, resolvieron empeñar una acción. Lasalle, rehecho,
forzó á los que le seguian á replegarse otra vez á Gamonal, á cuyo punto habia
ya acudido lo demas del ejército español. La derecha de éste ocupaba un bosque
del lado del rio Arlanzon, y la izquierda las tapias de una huerta ó jar- din,
cubriendo el frente algunos cuerpos con 16 piezas de artillería. Las tropas más
bisoñas se pusieron detras de las mejor enregimentadas, como lo eran un
batallon de guardias españolas, algunas compañías de wa- lonas, el segundo de
Mallorca y granaderos provinciales.
Fué, pues, aproximándose el
ejército enemigo; y extendiéndose por nuestra derecha el general Lasalle, se
colocó en un llano situado entre el bosque y el rio, al paso que la infantería
veterana del general Mouton intrépidamente acometió dicho bosque, guarnecido
por la derecha española, la cual, creyéndose envuelta por Lasalle, comenzó en
breve á cejar, no obstante el vivo fuego que desde el frente hacian nuestros
cañones. La caballería, guiada por D. Juan Henestrosa, hombre valiente, pero
más devoto que entendido militar, trató de dar una carga á la enemiga.
Henestrosa, que en realidad mandaba tambien en jefe, invocando á los santos del
cielo y con tanta bravura como imprudencia, arremetió con los jinetes
franceses, quienes fácilmente le repelieron y desbarataron. Entónces fueron
del todo deshechos los del bosque, y la izquierda, aunque no atacada de cerca,
comenzó á huir y desbandarse. La pelea duró poco, y vencidos y vencedores
entraron mezclados en Búrgos.
El mariscal Bessieres, tirando
por la orilla del rio con la caballería pesada, acuchilló á los soldados
fugitivos y cogió varios cañones, habiéndose perdido 14, y ademas otros que
quedaron en el parque. La pérdida de los españoles fue considerable, aunque
mayor la dispersion y el desórden, teniendo que arrepentirse, y dolorosamente,
el general Belve- der de haberse empeñado con ligereza en accion tan
desventajosa. Entregaron los vencedores al pillaje la ciudad de Búrgos,
apoderándose de 2.000 sacas de lana fina pertenecientes á ricos ganaderos.
Llegó el mismo dia el Conde de Belveder á Lerma con muchos dispersos, en donde
se encontró con la 3.a division de Extremadura, ausente de la
batalla. Perseguido por los enemigos, pasó á Aranda de Duero, y no seguro todavía
allí, prosiguió hasta Segovia, en cuya ciudad fué relevado del mando por la
Junta Central, que nombró para sucederle á D. José de Heredia.
El mariscal Soult, con la natural
presteza de su nacion, enviando del lado de Lerma una columna que persiguiese á
los españoles, y otra camino de Palencia y Valladolid, salió en persona el
mismo 10 hácia Rei- nosa con intento de interceptar á Blake en su retirada.
Inútilmente habia éste confiado en dar en aquella villa descanso á sus tropas,
pues noticioso de que por Villarcayo se acercaba el mariscal Lefebvre, ya
habia el 13 movido su artillería con direccion á Leon por Aguilar de Campóo.
Iban con ella enfermos y heridos, huyendo de un peligro sin pensar en el otro
no ménos terrible con que tropezaron. Caminaban, cuando se les anunció la
aparicion por su frente de tropas francesas; la artillería, precipitando su
marcha y usando de adecuados medios, pudo salvarse, mas de los heridos los hubo
que fueron víctima del furor enemigo. En su número se contó al general
Acevedo. Encontráronle cazadores franceses del regimiento del coronel Tascher,
y sin miramiento á su estado ni á su grado, ni á las sentidas súplicas de su
ayudante D. Rafael del Riego, traspasáronle á estocadas. Riego, el mismo que
fué despues tan conocido y desgraciado, quedó en aquel lance prisionero.
Blake, acosado, y temiendo no
sólo á los que le habian vencido en Espinosa, sino tambien á los mariscales
Lefebvre y Soult, que cada uno por su lado venian sobre él; no pudiendo ya ir á
Leon por tierra de Castilla, salió de Reinosa en la noche del 13 y se enriscó
por montañas y abismos, enderezándose al valle de Cabuérniga. Llegó allí á su
colmo la necesidad y miseria. El ánimo de Blake andaba del todo contristado y
abatido, mayormente teniendo que entregar á nuevo jefe de un dia á otro y en
tan mal estado las pobres reliquias de su ejército, lo cual le era de gran
pesadumbre. La Central habia nombrado general en jefe del ejército de la
izquierda al Marqués de la Romana. Noticioso Blake en Zornoza del sucesor, no
por eso dejó de continuar el plan de campaña comenzado. Una indisposicion,
segun parece, detuvo á Romana en el camino, no uniéndose al ejército sino en
Renedo, cuando estaba en completa derrota y dispersion. En tal aprieto,
parecióle ser más conveniente dejar á Blake el cuidado de la marcha, ordenándole
que se recogiese por la Liébana á Leon, en cuya ciudad y ribera derecha del
Esla debia hacer alto y aguardarle.
De su lado los mariscales
franceses, ahuyentado Blake, tomaron diversos rumbos. El mariscal Lefebvre,
con el cuarto cuerpo, despues de descansar algunos dias, se encaminó por
Carrion de los Condes á Valla- dolid. El primer cuerpo, del mando de Victor,
juntóse en Búrgos con Na- poleon, marchando Soult con el segundo á Santander,
de cuyo puerto hecho dueño, y dejando para guarnecerle la division de Bonnet,
persiguió por la costa los dispersos y tropas asturianas que se retiraban á su
país natal. Tuvo en San Vicente de la Barquera un choque con 4.000 de ellos, al
mando de D. Nicolas Llano Ponte; los deshizo y dispersó, y yendo por la Liébana
en busca de Blake, franqueando las angosturas de la Montaña y despejándola de
soldados españoles, desembocó rápidamente en las llanuras de tierra de Campos.
Napoleon, al propio tiempo, y
despues de la jornada de Gamonal, ha- bia sentado su cuartel general en Búrgos.
Los vecinos habian huido de la ciudad, y soledad y silencio, no interrumpido
sino por la algazara del soldado vencedor, fué el recibimiento que ofreció al
Emperador de los franceses la antigua capital de Castilla. Mas él, poco
cuidadoso del modo de pensar de los habitantes, revistadas las tropas y
tomadas otras providencias, dió el 12 de Noviembre un decreto, en el que
concedia, en nombre suyo y de su hermano, perdón general y plena y entera
amnistía á todos los españoles que en el espacio de un mes despues de su
entrada en Madrid, depusieran las armas y renunciasen á toda alianza con los
ingleses, inclusos los generales y las juntas. Eran exceptuados de aquel
beneficio los duques del Infantado, de Híjar, de Medinaceli, de Osuna, el
Marqués de Santa Cruz del Viso, los condes de Fernan-Nuñez y de Altamira, el
Príncipe de Castel-Franco, D. Pedro Cevallos y el Obispo de Santander, á
quienes se declaraba enemigos de España y Francia, y traidores á ambas
coronas; mandando que, aprehendidas sus personas, fuesen entregados á una
comision militar, pasados por las armas, y confiscados todos sus bienes,
muebles y raíces, que tuviesen en España y reinos extranjeros. Si bien admira
la proscripcion de unos individuos cuyo mayor número, si no todos, habia
pasado á Francia por engaño ó mal de su grado, y prestado allí un juramento
que llevaba visos de forzado, crece el asombro al ver en la lista al Obispo de Santander,
que nunca habia reconocido al gobierno intruso, ni rendido obediencia á José
ni á su dinastía. Es tambien de notar que este decreto de Napoleon fué el
primero de proscripcion que se dió entónces en España, no habiendo todavía las
juntas de provincia ni la Central ofrecido semejante ejemplo, aunque
estuvieran, como autoridades populares, más expuestas á ser arrastradas por
las pasiones que dominaban. Siguieron despues los gobiernos de España el camino
abierto por Napoleon; camino largo, y que sólo tiene término en el cansancio,
en las muchas víctimas ó en el recíproco temor de los partidos.
En Búrgos dudó algun tanto el
Emperador de los franceses si revolveria contra Castaños, ó si, prosiguiendo
por la anchurosa Castilla, iria al encuentro del ejército inglés, que presumia
se adelantaba á Vallado- lid. Mas luégo supo que aquél no daba indicio de
moverse de los contornos de Salamanca. Habia allí venido desde Lisboa, al
mando de sir Juan Moore, sucesor del general Dalrymple, llamado á Londres,
segun vimos, á dar cuenta de su conducta por la convencion de Cintra. El
gobierno inglés, aunque lentamente, habia decidido que 30.000 infantes y 5.000
caballos de su ejército obrarían en el norte de España, para lo cual se desembarcarían
de Inglaterra 10.000 hombres, sacándose los otros de los que habia en Portugal,
en donde sólo se dejaba una division. Conforme á lo determinado, y en
cumplimiento de órden que se le comunicó en 26 de Octubre, salió de Lisboa el
general Moore, y marchando con la principal fuerza sobre Almeida y
Ciudad-Rodrigo, llegó á Salamanca el 13 de Noviembre. La mayor parte de la
artillería y caballería, con 3.000 infantes, á las órdenes de sir Juan Hope, la
envió por la izquierda de Tajo á Badajoz, á causa de la mayor comodidad de los
caminos, debiendo despues pasar á unírsele á Castilla. De Inglaterra habia
arribado á la Coruña el 13 de Octubre sir David Baird, con los 10.000 hombres
indicados; mas aquella junta, insistiendo en no querer su ayuda, impidió que
desembarcasen, bajo el pretexto de que necesitaba la vénia de la Central. Con
tal ocurrencia, otros motivos que se alegaron y la destruccion de una parte de
los ejércitos españoles, no sólo retardaron los ingleses su marcha, sino que
tambien apareció que tenian escasa voluntad de internarse en Castilla.
Napoleon, penetrando, pues, su
pensamiento, hizo correr la tierra llana por 8.000 caballos, así para tener en
respeto al inglés como para aterrar á los habitantes, y resolvió destruir al
ejército español del centro ántes de avanzar á Madrid.
No era dado á dicho ejército, ni
por su calidad ni por su fuerza, competir con las aguerridas y numerosas
tropas del enemigo. Sus filas solamente se habian reforzado con una parte de
la primera y tercera division de Andalucía y algunos reclutas, empeorándose su
situacion con interiores desavenencias. Porque, censurado su jefe D. Francisco
Javier Castaños de lento y sobradamente circunspecto, los que no eran
parciales suyos, y áun los que anhelaban por mayor diligencia sin atender á las
dificultades, procuraron y consiguieron que se enviasen á su lado personas
que le moviesen y aguijasen. Recayó la eleccion en D. Francisco de Palafox,
hermano del capitan general de Aragon é individuo de la Junta Central,
autorizado con poderes extensos, y á quien acompañaban el Marqués de Coupigny y
el Conde de Montijo. Siendo el Palafox hombre estimable, pero de poco valer;
Coupigny, extranjero y mal avenido desde Bailén con Castaños; y el del Montijo,
más inclinado á meter zizaña que á concertar ánimos, claro era que con los
comisionados, en vez de alcanzarse el objeto deseado, sólo se aumentarian
tropiezos y embarazos.
Todos juntos en 5 de Noviembre,
agregándoseles otros generales y D. José Palafox, que vino de Zaragoza,
celebraron consejo de guerra, en el que se acordó, no muy á gusto de Castaños,
atacar al enemigo, á pesar de lo desprovisto y no muy bien ordenado del
ejército español. Disputas y nuevos altercados dilataron la ejecucion, hasta
que del todo se suspendió con las noticias infaustas que empezaron á recibirse
del lado de Blake. Proyectáronse otros planes sin resulta; y agriados muchos
contra Castaños, alcanzaron que la Junta Central diese el mando de su ejército
al Marqués de la Romana, á quien ántes se habia conferido el de la izquierda. Y
en ello se ve cuán á ciegas y atribulada andaba entónces la autoridad suprema,
no pudiéndose llevar á efecto su resolucion por la lejanía en que estaba el
Marqués, y la priesa que se dió el enemigo á acometer y dispersar nuestros
ejércitos.
En esto corrió el tiempo hasta el
19 de Noviembre, en que, por los movimientos de los franceses, sospechó el
general Castaños ser peligrosa y crítica su situacion. No se engañaba. El
mariscal Lannes, duque de Montebello, á quien una caida de caballo habia
detenido en Vitoria, ya restablecido, se adelantaba, encargado por Napoleon de
capitanear en jefe las tropas de los generales Lagrange y Colbert, del sexto
cuerpo, en union con las del tercero, del mando del mariscal Moncey, á las que
de- bia agregarse la division del general Maurice Mathieu, recien llegado de
Francia, y componiendo en todo 30.000 hombres de infantería, 5.000 de
caballería y 60 cañones. Se juntaron estas fuerzas desde el 20 al 22 en Lodosa
y sus cercanías. Con su movimiento habia de darse la mano otro del cuerpo de
Ney, que constaba de más de 20.000 hombres, cuyo jefe, destrozado que fué el
ejército de Extremadura, avanzaba desde Aran- da de Duero y el Burgo de Osma a
Soria, donde entró el 21. De esta manera trataban los franceses, no sólo de
impedir al ejército del centro su retirada hácia Madrid, sino también de
sorprenderle por su flanco y envolverle.
Don Francisco Javier Castaños
conservó hasta el 19 su cuartel general en Cintruénigo y la posicion de
Calahorra, que habia tomado después de las desgracias de Lerin y Logroño.
Juzgó entónces prudente replegarse y ocupar una línea desde Tarazona á Tudela,
extendiéndose por las márgenes del Queiles y apoyando su derecha en el Ebro.
Sus fuerzas, si se unian con las de Aragon, escasamente ascendian á 41.000
hombres, entre ellos 3.700 de caballería. De las últimas estaba la mayor parte
en Caparroso, y rehusaban incorporarse sin expresa órden del general Palafox.
Felizmente llegó éste á Tudela el 22, y con anuencia suya se aproximaron,
celebrándose por la noche en dicha ciudad un consejo de guerra. Los Palafoxes
opinaron por defender á Aragon, sosteniendo que de ello pendia la seguridad de
España. Con mejor acuerdo discurria Castaños en querer arrimarse á las
provincias marítimas y meridionales, de cuantiosos recursos; no cifrándose la
defensa del reino en la de una parte suya interior, y por tanto, más difícil
de ser socorrida. Nada estaba resuelto, segun acontece en tales consejos,
cuando temprano en la mañana hubo aviso de que se descubrian los enemigos del
lado de Alfaro.
Apresuradamente tomáronse algunas
disposiciones para recibirlos. Don Juan O-Neil, que con los aragoneses acampaba
desde la víspera al otro lado de Tudela, empezó en la madrugada á pasar el
puente, ignorándose hasta ahora por qué dejó aquella operacion para tan tarde.
Aunque sus batallones tenian obstruidas las calles de la ciudad, poco á poco
las evacuaron y se colocaron fuera ordenadamente. Estaba tambien allí la quinta
division, regida por D. Pedro Roca y compuesta de valencianos y murcianos. Se
colocó ésta en las inmediaciones y altura de Santa Bárbara, situada enfrente
de Tudela yendo á Alfaro. Por la misma parte, y siguiendo la orilla del Ebro,
se extendieron algunos aragoneses, pero el mayor número de éstos tiró á la
izquierda y hácia el espacioso llano de olivos que termina en el arranque de colinas
que van á Cascante. Ambas fuerzas reunidas constaban de 20.000 hombres. En el
pueblo que acabamos de nombrar estaba, ademas, la cuarta division de
Andalucía, con su jefe La Peña, y en Tarazona la segunda, del mando de
Grimarest, con la parte que habia de la primera y tercera. De suerte, que la
totalidad del ejército se derramaba por el espacio de cuatro leguas, que media
entre la última ciudad y la de Tudela.
Aquí se trabó la accion principal
con la quinta division y los aragoneses. Los que de éstos habian ido por la
orilla del rio repelieron al principio al enemigo, quien luégo arremetió
contra los del llano, conceptuado centro del ejército español, por formar su
izquierda las divisiones citadas de Cascante y Tarazona. Los atacó el general
Maurice Mathieu, sostenido por la caballería de Lefebvre Desnouttes. Los
enemigos, subiendo abrigados del olivar á una de las colinas en que el centro
español se apoyaba, flanqueáronle; pero acudiendo, por órden de Castaños, D.
Juan O-Neil á desalojarlos, y prolongando por detras de la altura ocupada un
batallon de guardias españolas, se vieron los franceses obligados á retirarse
precipitadamente, siguiendo los nuestros el alcance. Eran las tres de la tarde
y la suerte nos era favorable, á la sazon que el general Morlot, rechazando á
los aragoneses de la derecha, avanzó orilla del rio hasta Tudela, con lo que la
quinta division, para no ser envuelta, abandonó la altura á inmediaciones de
Santa Bárbara. También entónces, reparándose el general Maurice Mathieu y
cargando de nuevo, comenzó á flaquear nuestro centro, contra el que, dando en
aquella ocasion una acometida la caballería de Lefebvre, penetró por medio, le
desordenó, y áun acabó de desconcertar la derecha, revolviendo contra ella.
Castaños á la misma hora pensó en dirigirse adonde estaba La Peña; pero envuelto
en el desórden y casi atropellado, se recogió á Boija, punto en que se
encontraron varios generales, excepto D. José Palafox, que de mañana se habia
ido á Zaragoza.
En tanto que se veia así atacada
y deshecha la mitad del ejército español, acometió á la division de La Peña
junto á Cascante el general La- grange; trabóse vivo choque, y tal, que herido
el último, cejó su caballería. Creíanse los españoles victoriosos; pero
acudiendo gran golpe de infantería, rehiciéronse los jinetes enemigos y fué á
su vez rechazado La Peña y forzado á meterse en Cascante. Como espectadoras se
habian en Tarazona mantenido las otras fuerzas de Andalucía, y no sabemos á qué
achacar la morosidad y tardanza del general Grimarest, quien, á pesar de haber
para ello recibido temprano órden de Castaños, no se aproximó á Cascante hasta
de noche. Todas estas divisiones andaluzas pudieron, sin embargo, retirarse
ordenadamente hácia Borja, conservando su artillería. Excitó solamente algun
desasosiego el volarse en una ermita un repuesto de pólvora, recelándose que
eran enemigos. Fué gran dicha que no viniera de Soria el mariscal Ney. Deteniéndose
allí éste tres dias para dar descanso á su gente ó por otras causas, dejó á los
nuestros libre y franca la retirada.
Perdiéronse en Tudela los
almacenes y la artillería del centro y derecha del ejército, quedando 2.000
prisioneros y muchos muertos. Pudiera decirse que esta batalla se dividió en
dos separadas acciones, la de Tudela y la de Cascante, sin que los españoles se
hubieran concertado ni para la defensa ni para el ataque. De lo que resulta
grave cargo á los caudillos que mandaban, como tambien de que no se emplease
una parte considerable de tropas, fuese culpa suya ó de jefes subalternos que
no obedecieron. Igualmente quedó cortada, segun verémos despues, una parte de
la vanguardia que guiaba el Conde de Cartaojal. Cúmulo de desventuras que
prueba sobrada imprevision y abandono.
Después de la batalla, las
reliquias de los aragoneses y casi todos los valencianos y murcianos que de
ella escaparon se metieron en Zaragoza, como igualmente los más de sus jefes.
Castaños prosiguió á Calatayud, adonde llegó el 25 con el ejército de Andalucía.
En persecucion suya entró el mismo dia en Boija el general Maurice Mathieu, y
allí se le unió el 26 con su gente el mariscal Ney. Hasta entónces no se habia
encontrado en su retirada el ejército español con los franceses. En Calatayud,
recibiendo aviso de la Junta Central de que Napoleon avanzaba á Somo- sierra, y
órden para que Castaños fuese al remedio, juntó éste los jefes de las
divisiones, y acordaron salir el 27 via de Sigüenza, debiendo hacer espaldas
un cuerpo de 5.000 hombres de infantería ligera, caballería y artillería, al
mando del general Venégas. Luégo vino éste á las manos con el enemigo. A dos
leguas de Calatayud, cerca de Bubierca, se apostó, segun órden del General en
jefe, para defender el paso y dar tiempo á que se alejasen las divisiones. Con
dobladas fuerzas asomó el 29 el general Maurice Mathieu, trabándose desde la
mañana hasta las cuatro de la tarde un reñido y sangriento choque. Se pararon,
de resultas, en su marcha los franceses, y se logró que llegasen salvas á
Sigüenza nuestras divisiones. En esta ciudad, destinado el general Castaños á
desempeñar otras comisiones, se encargó interinamente del mando del ejército
del centro D. Manuel de la Peña. Y por ahora allí le dejarémos, para ocuparnos
en referir otros acontecimientos de no menor cuantía.
Derrotados ó dispersos los ejércitos
de la izquierda, Extremadura y centro, creyó Napoleon poder sin riesgo avanzar
á Madrid, mayormente cuando los ingleses estaban léjos para estorbárselo, y no
con bastantes fuerzas para osar interponerse entre él y la frontera de Francia.
Urgíale entrar en la capital de España, así porque imaginaba ahogar pronto con
aquel suceso la insurreccion, como tambien para asombrar á Europa con el
terrible y veloz progreso de sus armas.
Corto embarazo se ofrecia ya por
delante al cumplimiento de su deseo. La Junta Central, después de la rota de
Búrgos, habia encargado á D. Tomas de Morla y al Marqués de Castelar atendiesen
á la defensa de Madrid y de los pasos de Guadarrama, Fonfria, Navacerrada y
Somosie- rra. Como más expuesto, se cuidó en especial del último punto, enviando
para guarnecerle á D. Benito San Juan con los cuerpos que habian quedado en
Madrid de la primera y tercera division de Andalucía, y con otros nuevos, á los
que se agregaron reliquias del ejército de Extremadura, en todo 12.000 hombres
y algunos cañones: endeble reparo para contener en su marcha al Emperador de
los franceses.
Con todo, á fin de asegurarla
obró éste precavidamente, tomando vá- rias y atentas disposiciones. Mandó á
Moncey ir sobre Zaragoza, á Ney continuar en perseguimiento de Castaños, á
Soult tener en respeto al ejército inglés, y á Lefebvre inundar por su derecha
la Castilla, extendiéndose hácia Valladolid, Olmedo y Segovia. Dejó consigo la
guardia imperial, la reserva y el primer cuerpo del mariscal Victor, para
penetrar por Somosierra y caer sobre Madrid.
Salió el 28 de Aranda de Duero, y
el 29 sentó en Boceguillas su cuartel general. Don Benito San Juan se
preparaba á recibirle. En lo alto del puerto habia levantado aceleradamente
algunas obras de campaña, y colocado en Sepúlveda una vanguardia á las órdenes
de D. Juan José Sar- den. Con ella se encontraron los franceses en la madrugada
del 28, acometiéndola 4.000 infantes y 1.000 caballos. En vano se esforzaron
por romperla y hacerse dueños de la posicion que defendia. Al cabo de horas de
refriega se retiraron y dejaron el campo libre á los nuestros; mas de poco
sirvió. Temores y voces esparcidas por la malevolencia forzaron á los jefes á
replegarse á Segovia en la noche del 29, dejando á San Juan desamparado y solo
en Somosierra con el resto de las fuerzas.
Siendo éstas escasas, no era
aquel paso de tan difícil acceso como se creia. Dominado el camino real hasta
lo alto del puerto por montañas laterales, que le siguen en sus vueltas y
sesgos, y enseñoreada la misma cumbre por cimas más elevadas, era necesario ó
cubrir con tropas ligeras los puntos más eminentes, ó exponerse, segun
sucedió, á que el enemigo flanquease la posicion. Densa niebla encapotaba las
fraguras al nacer del 30, en cuya hora, atacando á nuestro frente con seis
cañones y una numerosa columna el general Senarmont, desprendiéronse otras dos
tambien enemigas por derecha é izquierda para atacar nuestros costados.
Repelióse con denuedo por el frente la primera embestida, á tiempo que
Napoleon llegó al pié de la sierra. Irritado éste é impaciente con la
resistencia, mandó entónces soltar á escape por la calzada y contra la
principal batería española los lanceros polacos y cazadores de la guardia, al
mando del general Mont-Brun. Los primeros que acometieron cubrieron el suelo
con sus cadáveres, y en una de las cargas quedó gravemente herido de tres
balazos M. Felipe de Segur, estimable autor de la Historia de la campaña de
Rusia. Insistiendo de nuevo en atacar la caballería francesa, y á la sazon
que sus columnas de derecha é izquierda se habian, á favor de la niebla,
encaramado por los lados, empezaron los nuestros á flaquear, abandonando al
cabo sus cañones, de que se apoderaron los jinetes enemigos. San Juan,
queriendo contener el desór- den de los suyos, recorrió él campo con tal valor
y osadía, que envuelto por lanceros polacos, se abrió paso, llegando por
trochas y atajos, y herido en la cabeza, á Segovia, en cuya ciudad se unió á
D. José Heredia, que juntaba dispersos.
Con semejante desgracia Madrid
quedaba descubierto, y el Gobierno supremo en sumo riesgo, si de Aranjuez no
se transferia en breve á paraje seguro. Ya al promediar Noviembre, y á
propuesta de don Gaspar Melchor de Jovellanos, se habia pensado en ello; mas
con tal lentitud, que fué menester que el 28 se dijese haber asomado hácia
Villarejo partidas enemigas, para ocuparse seriamente en el asunto. El compromiso
de la Junta era grande, y mayor por un incidente ocurrido en aquellos dias.
Figurándose el enemigo que con la ruina y descalabros padecidos podria
entrarse en acomodamiento, habia convidado, por medio de los ministros de José,
á las autoridades supremas á que se sometiesen y evitasen mayores males con
prolongar la resistencia. Al propósito escribieron aquéllos tres cartas,
concebidas en idéntico y literal sentido, una al Conde de Floridablanca y los
otras dos al Decano del Consejo Real y al Corregidor de Madrid. La Central,
sobremanera indignada, decretó el 24 de Noviembre que dichos escritos fuesen
quemados por mano del verdugo, declarando infidentes y desleales á sus autores,
y encargando á la sala de Alcaldes la sustanciacion y fallo de la causa. Con lo
cual se respondió á la propuesta, é igualmente al decreto de proscripcion de
Na- poleon, aunque no tan militar ni arbitrariamente. Mas semejante reso-
lucion, metiendo á la Junta en nuevos comprometimientos, la impelia á atender á
su propia seguridad.
Las horas ya eran contadas. El 30
exploradores enemigos se habian divisado en Móstoles, y el 1.° de Diciembre muy
de mañana súpose lo acaecido en Somosierra. Con afan y temprano el mismo dia
congregó el Presidente á los individuos de la Junta para que se enterasen de
los partes recibidos. Pensóse inmediatamente en abandonar á Aranjuez; pero
ántes se encaminaron á la capital los recursos disponibles, se acordaron otras
providencias y se resolvió elegir diferentes vocales que fuesen á inflamar el
espíritu de las provincias. Deliberóse en seguida acerca del paraje en que el
Gobierno deberia fijar su residencia. Variaron los pareceres; señalóse al fin
Badajoz. Para mayor comodidad del viaje se dispuso que los individuos de la
Junta se repartiesen en tandas, y para el fácil despacho de los negocios
urgentes se escogió una comsision activa, compuesta de los Sres. Floridablanca,
Astorga, Valdés, Jovellanos, Contamina y Garay. Unos en pos de otros salieron
todos de Aranjuez en la tarde y noche del 1.° al 2 de Diciembre. Apénas con
escolta, en medio de tales angustias tuvieron la dicha de que los pueblos no
los molestá- ran, y de que los franceses no los alcanzasen y, cogiesen. Libres
de particular contratiempo llegaron á Talavera de la Reina, en donde volveremos
á encontrarlos.
En tanto reinaba en Madrid la
mayor agitacion. D. Tomas de Mor- la y el capitan general de Castilla la Nueva,
Marqués de Castelar, ha- bian discurrido calmarla, y aunque por órden de la
Central promulgaron edictos que pintaban con amortiguados colores las
desgracias sucedidas, sin embargo, no fué dado por más tiempo ocultarlas, acudiendo
prófugos de todos lados. Alterada á su vista la muchedumbre, se agolpó á casa
de Castelar, que disfrutaba de la confianza pública, y pidió el 30 de
Noviembre con gran vocería que se la armase. Así lo prometió, y desde entonces
con mayor diligencia y ahinco se atendió á fortificar la capital, y distribuir
á sus vecinos armas y municiones. Madrid no era, en verdad, punto defendible, y
las obras que se trazaron, levantadas atropelladamente, no fueron tampoco de
grande ayuda. Redujé- ronse á unos fosos delante de las puertas exteriores, en
donde se construyeron baterías á barbeta, que arcillaban cañones de corto
calibre. Se aspilleraron las tapias del recinto, abriéndose cortaduras ó zanjas
en ciertas calles principales, como la de Alcalá, carrera de San Jerónimo y
Atocha. Tambien se desempedraron muchas de ellas, y acumulándose las piedras
en las casas, se parapetaron las ventanas con almohadas y colchones. Todos
corrían á trabajar, siendo el entusiasmo general y extremado.
En 1.° de Diciembre se confió el
gobierno político y militar á una junta, que se instaló en la casa de Correos.
A su cabeza estaba el Duque del Infantado, como presidente del Consejo Real, y
eran ademas individuos el Capitan general, el Gobernador y Corregidor, como
tambien varios ministros de los Consejos y regidores de la villa. La defensa
de la plaza se encargó exclusiva y particularmente á don Tomas de Morla, que
gozaba de concepto de oficial más inteligente que el gobernador D. Fernando de
la Vera y Pantoja. En Madrid no habia sino 300 hombres de guarnicion y dos
batallones con un escuadron de nueva leva. Corrió la voz aquel dia de que el
enemigo estaba á cinco leguas, y el vecindario, léjos de amilanarse, se inflamó
con ímpetu atropellado. Repartiéronse 8.000 fusiles, chuzos y hasta armas
viejas de la Armería. Y para guardar órden se citó á todos por la tarde al
Prado, desde donde á cada uno de- bia señalarse destino. Escasearon los
cartuchos, y áun para muchos faltaron. Pedíanlos con instancia los concurrentes,
mas respondiendo Mor- la que no los habia, y dentro de algunos habiéndose
encontrado, en vez de pólvora, arena, creció la desconfianza, lanzáronse gritos
amenazadores, y todo pronosticaba estrepitosa conmocion.
Habia entendido, como regidor, el
Marqués de Perales en la formacion de los cartuchos, y contra él y su mayordomo
se empezó á clamar desaforadamente. Este marqués era ántes el ídolo de la
plebe madrileña, presu- mia de imitarla en usos y traeres, con nadie sino con
ella se trataba, y áun casi siempre se le veia vestido á su manera con el traje
de majo. Pero acusado, con razon ó sin ella, de haber visitado á Murat, y
recibido de éste obsequios y buen acogimiento, cambióse el favor de los barrios
en ojeriza. Juntóse tambien, para su desdicha, la ira y celos de una antigua
manceba, á quien por otra habia dejado. Tenía el Marqués por costumbre escoger
sus amigas entre las mujeres más hermosas y desenfadadas del vulgo, y era la
abandonada hija de un carnicero. Para vengar ésta lo que reputaba ultraje, no
sólo dió pábulo al cuento de ser el Marqués autor de los cartuchos de arena,
sino que tambien inventó haber él mismo pactado con los franceses la entrega de
la puerta de Toledo. Sabido es que entre el bajo pueblo nada halla tanto
séquito como lo que es infundado y absurdo. Y en este caso con mayor facilidad,
saliendo de la boca de quien se creia depositaría de los secretos del Marqués.
Vivia éste en la calle de la Magdalena, inmediata al barrio del Avapiés (de
todos el más desasosegado), y sus vecinos se agolparon á la casa, la allanaron,
cosieron al dueño á puñaladas, y puesto sobre una estera le arrastraron por
las calles. Tal fué el desastrado fin del Marqués de Perales, víctima inocente
de la ceguedad y furor popular; pero que ni era general, ni anciano, ni habia
nunca sido mirado como hombre respetable, segun lo afirma cierto historiador
inglés, empeñado en desdorar y ennegrecer las cosas de España. La conmocion no
fué más allá; personas de influjo y otros cuidados la sosegaron.
En la mañana del 2 aparecieron
sobre las alturas del norte de Madrid las divisiones de dragones de los
generales La Tour Maubourg y La Houssaie; ántes sólo se habian columbrado
partidas sueltas de caballería. A las doce Napoleon mismo llegó á Chamartin, y
se alojó en la casa de campo del Duque del Infantado. Aniversario aquel dia de
la batalla de Austerlitz y de su coronacion, se lisonjeaba sería tambien el de
su entrada en Madrid. Con semejante esperanza, no tardó en presentarse en sus
cercanías é intimar por medio del mariscal Bessieres la rendicion á la plaza.
Respondióse con desden, y áun corrió peligro de ser atropellado el oficial
enviado al efecto. No habia la infantería francesa acabado de llegar, y
Napoleon, recorriendo los alrededores de la villa, meditaba el ataque para el
siguiente dia. En éste no hubo sino tiroteos de avanzadas y correrías de la
caballería enemiga, que detenia, despojaba y á veces mataba á los que,
inhábiles para la defensa, salian de Madrid. Con más dicha, y por ser todavía
en la madrugada oscura y nebulosa, pudo alejarse el Duque del Infantado,
comisionado por la Junta permanente para ir hácia Guadalajara en busca del
ejército del centro, al que se consideraba cercano. Por la noche el mariscal
Victor hizo levantar baterías contra ciertos puntos, principalmente contra el
Retiro, y á las doce de la misma el mariscal Berthier, príncipe de Neufchatel,
mayor general del ejército imperial, repitió nueva intimacion, valiéndose de un
oficial español prisionero, á la que se tardó algunas horas en contestar.
Amaneció el 3 cubierto de niebla,
la cual disipándose poco á poco, aclaró el dia á las nueve de la mañana, y
apareció bellísimo y despejado. Napoleon, preparado el ataque, dirigió su
principal conato á apoderarse del Retiro, llamando al propio tiempo la
atencion por las puertas del Conde-Duque y Fuencarral, hasta la de Recoletos y
Alcalá, y colocándose él en persona cerca de la Fuente Castellana. Mas
barriendo aquella cañada y cerros inmediatos una batería situada en lo alto de
la escuela de la Veterinaria, cayeron algunos tiros junto al Emperador, que
diciendo: Estamos muy cerca, se alejó lo suficiente para librarse del
riesgo. Gobernaba dicha batería un oficial de nombre Vasallo, y con tal acierto,
que contuvo á la columna enemiga, que queria meterse por la puerta de
Recoletos para coger por la espalda la de Alcalá. Los ataques de las otras
puertas no fueron, por lo general, sino simulados, y no hubo sino ligeras
escaramuzas, señalándose en la de los Pozos una cuadrilla de cazadores que se
habia apostado en las casas de Bringas, allí contiguas. Tambien hubo entre la
del Conde-Duque y Fuencarral vivo tiroteo, en los que fué herido en el pié, de
una bala, el general Maison. Mas el Retiro, cuya eminencia, dominando á Madrid
es llave de la posicion, fué el verdadero y principal punto atacado. Los
franceses ya en tiempo de Mu- rat habian reconocido su importancia. Los
generales españoles, fuese descuido ó fatal acaso, no se habian esmerado en
fortificarle.
Treinta piezas de artillería,
dirigidas por el general Senarmont, rompieron el fuego contra la tapia
oriental. Sus defensores, que no eran sino paisanos, y un cuerpo recien
levantado á expensas de D. Francisco Ma- zarredo, resistieron con serenidad,
hasta que los fuegos enemigos abrieron un ancho boqueron, por donde entraron
sus tiradores y la division del general Villatte. Entónces los nuestros,
decayendo de ánimo, fueron ahuyentados, y los franceses, derramándose con
celeridad por el Prado, obligaron á los comandantes de las puertas de
Recoletos, Alcalá y Atocha á replegarse á las cortaduras de sus respectivas é
inmediatas calles. Pero como aquéllas habian sido excavadas en la parte más
elevada, quedaron muchas casas y edificios á merced del soldado extranjero,
que las robó y destrozó. Tocó tan mala suerte á la escuela de mineralogía, calle
del Turco, en donde pereció una preciosísima coleccion de minerales de España
y América, reunida y arreglada al cabo de años de trabajo y penosa tarea.
La
pérdida del Retiro no causó en la poblacion desaliento. En todos los puntos se
mantuvieron firmes, y sobre todo en la calle de Alcalá, en donde fué muerto el
general frances Bruyere. Castelar en tanto respondió á la segunda intimacion,
pidiendo una suspension de armas durante el dia 3, para consultar á las demas
autoridades y ver las disposiciones del pueblo, sin lo cual nada podia
resolver definitivamente. Eran las doce de la mañana cuando llegó esta
respuesta al cuartel general fran- ces, é invadido ya el Retiro, desistió
Napoleon de proseguir en el ataque, prefiriendo á sus contingencias el medio
más suave y seguro de una capitulacion. Pero para conseguirla mandó al de
Neufchatel que diese á Castelar una réplica amenazadora, diciendo «Inmensa
artillería está preparada contra la villa, minadores se disponen para volar
sus principales edificios las columnas ocupan la entrada de las avenidas...
Mas el Emperador, siempre
generoso en el curso de sus victorias, suspende el ataque hasta las dos. Se
concederá á la villa de Madrid protec- cion y seguridad para los habitantes
pacíficos, para el culto y sus ministros; en fin, olvido de lo pasado.
Enarbólese bandera blanca ántes de las dos, y envíense comisionados para
tratar.»
La Junta, establecida en Correos,
mandó cesar el fuego, y envió al cuartel general frances á D. Tomás de Morla y
á D. Bernardo Iriar- te. Avocáronse éstos con el Príncipe de Neufchatel, quien
los presentó á Napoleon; vista que atemorizó á Morla, hombre de corazon
pusilánime, aunque de fiera y africana figura. Napoleon le recibió
ásperamente. Echóle en cara su proceder contra los prisioneros franceses de
Bailén, sus contestaciones con Dupont, hasta le recordó su conducta en la guerra
de 1793, en el Rosellon. Por último díjole: «Vaya V. á Madrid; doy tiempo para
que se me responda de aquí á las seis de la mañana. Y no vuelva V. sino para
decirme que el pueblo se ha sometido. De otro modo V. y sus tropas serán
pasados por las armas.»
Demudado volvió á Madrid el
general Morla, y embarazosamente dió cuenta á la Junta de su comision. Tuvo que
prestarle ayuda su compañero Iriarte, más sereno, aunque anciano y no militar.
Hubo disenso entre los vocales; prevaleció la opinion de la entrega. El Marqués
de Castelar, no queriendo ser testigo de ella, partió por la noche, con la
tropa que ha- bia, camino de Extremadura. Tambien y ántes el Vizconde de Gante,
que mandaba la puerta de Segovia, salió subrepticiamente del lado del Escorial,
en busca de San Juan y Heredia.
A las seis de la mañana del 4 D.
Tomas de Morla y el gobernador D. Fernando de la Vera y Pantoja pasaron al
cuartel general enemigo con la minuta de la capitulacion. Napoleon la aprobó en
todas sus partes con cortísima variación, si bien se contenian en ella
artículos que no hubieran debido entrar en un convenio puramente militar.
(8) Capitulacion que la Junta
militar y política de Madrid propone á S. M. I. y R. el Emperador de
losfranceses.
Articulo 1.° La conservacion de
la religion católica, apostólica y romana, sin que se tolere otra, segun las
leyes.— Concedido.
Art. 2.° La libertad y seguridad
de las vidas y propiedades de los vecinos y residentes en Madrid, y los
empleados púbicos; la conservacion de sus empleos ó su salida de esta córte, si
les conviniese. Igualmente las vidas, derechos y propiedades de los eclesiásticos
seculares y regulares de ambos sexos, conservándose el respeto debido á los
templos, todo con arreglo á nuestras leyes y prácticas.— Concedido.
Art. 3.° Se asegurarán tambien
las vidas y propiedades de los militares de todas graduaciones.— Concedido.
Art. 4.° Que no se perseguirá á
persona alguna por opinion ni escritos politicos, ni tampoco á los empleados
públicos por razon de lo que hubieren ejecutado hasta el presente en el
ejercicio de sus empleos y por obediencia al Gobierno anterior, ni al pueblo
por los esfuerzos que ha hecho para su defensa.— Concedido.
Art. 5.° No se exigirán otras
contribuciones que las ordinarias que se han pagado hasta el presente.— Concedido
hasta la organizacion definitiva del reino.
Art. 6.° Se conservarán nuestras
leyes, costumbres y tribunales en su actual constitu- cion.— Concedido hasta
la organizacion definitiva del reino.
Art. 7.° Las tropas francesas ni
los oficiales no serán alojados en casas particulares, sino en cuarteles y
pabellones, y no en los conventos ni monasterios, conservando los privilegios
concedidos por las leyes á las respectivas clases.— Concedido; bien
entendido que habrá para los oficiales y para los soldados cuarteles,
pabellones mueblados conforme á los reglamentos militares, á no ser que sean
insuficientes dichos edificios.
Art. 8.° Las tropas saldrán de la
villa con los honores de la guerra y se retirarán donde les convenga.— Las
tropas saldrán con los honores de la guerra; desfilarán hoy, 4, á las
dos de la tarde, dejarán sus armas y cañones; los paisanos armados dejarán
igualmente sus armas y artillería, y despues los habitantes se retirarán á sus
casas, y los de fuera á sus pueblos.
Todos los individuos alistados en
las tropas de línea de cuatro meses á esta parte quedarán libres de su empeño
y se retirarán á sus pueblos.
Todos los demas serán prisioneros
de guerra hasta su canje, que se hará inmediatamente entre igual número grado
á grado.
Art. 9.° Se pagarán fiel y
constantemente las deudas del Estado.— Este objeto es un objeto político que
pertenece á la asamblea del reino, y que pende de la administracion general.
El general Belliard, despues de
las diez del mismo dia, entró en Madrid y tomó sin obstáculo posesion de los
puntos principales. Sólo en el nuevo cuartel de guardias de Corps se recogieron
algunos con ánimo de defenderse, y fué menester tiempo y la presencia del
Corregidor para que se rindieran.
Silencioso quedó Madrid despues
de la entrega, y contra Morla se abrigaba en el pecho de los habitantes ódio
reconcentrado. Tacháronle de traidor, y confirmáronse en la idea con verle
pasar al bando enemigo. Sólo hubo de su parte falta de valor y deshonroso
proceder. Murió años adelante ciego, lleno de pesares, aborrecido de todos.
Consiguióse con la defensa de
Madrid, si no detener al ejército fran- ces, por lo ménos probar á Europa que á
viva fuerza, y no de grado, se admitia á Napoleon y á su hermano. Respecto de
lo cual, oportuna, aunque familiarmente, decia M. de Pradt, capellan mayor del
Emperador, primero obispo de Poitiers, y despues arzobispo de Malinas, «que
José habia sido echado de Madrid a puntapiés y recibido á cañonazos.»
EL 6 se desarmó á los vecinos, y
no se tardó en faltar á la capitu- lacion, esperanza de tantos hombres ciegos y
sobradamente confiados. Dieron la señal de su quebrantamiento los decretos que
desde Chamar-
Art. 10. Se conservarán los
honores á los generales que quieran quedarse en la capital, y se concederá la
libre salida á los que no quieran.— Concedido; continuando en su empleo,
bien que el pago de sus sueltos será hasta la organizacion definitiva del
reino.
Art. 11, adicional. Un
destacamento de la guardia tomará posesion hoy, 4, á medio- dia, de las puertas
de palacio. Igualmente á mediodia se entregarán las diferentes puertas de la
villa al ejército frances.
A mediodia el cuartel de guardias
de Corps y el hospital general se entregarán al ejército frances.
A la misma hora se entregarán el
parque y almacenes de artillería é ingenieros á la artillería é ingenieros
franceses.
Las cortaduras y espaldones se
desharán y las calles se repararán.
El oficial frances que debe tomar
el mando de Madrid acudirá á mediodia con una guardia á la casa del Principal,
para concertar con el Gobierno las medidas de policía y restablecimiento del
buen órden y seguridad pública en todas las partes de la villa.
Nosotros, los comisionados abajo
firmados, autorizados de plenos poderes para acordar y firmar la presente
capitulacion, hemos convenido en la fiel y entera ejecucion de las
disposiciones dichas anteriormente.
Campo imperial delante de Madrid,
4 de Diciembre de 1808.— FERNANDO DE LA VERA y
Pantoja.— Tomas de Morla.— Alejandro, Príncipe de Neufchatel.— Véase la Gaceta
de Gobierno de Sevilla de 6 de Enero de 1809. tin y á fuer de conquistador empezó el mismo dia 4 á fulminar
Napoleon, quien, arrojando todo embozo y sin mentar á su hermano, mostróse como
señor y dueño absoluto de España.
Fué el primero contra el Consejo
de Castilla. Decíase en su contexto que por haberse portado aquella
corporacion con tanta debilidad como superchería, se destituian sus
individuos, considerándolos cobardes é indignos de ser los magistrados de
una nación brava y generosa. Quedaban, ademas, detenidos en calidad de
rehenes; por cuyo decreto, el artículo sexto de la capitulacion, con afan
apuntado por los del Consejo, y segun el cual debian conservarse «las leyes,
costumbres y tribunales en su actual constitucion», se barrenaba y destruia.
Siguiéronse á éste el de la
abolicion de la Inquisicion, el de la reduc- cion de conventos á una tercera
parte, el de la extincion de los derechos señoriales y exclusivos, y el de
poner las aduanas en la frontera de Francia. Varios de estos decretos,
reclamados constantemente por los españoles ilustrados, no dejaron de cautivar
al partido del gobierno intruso ciertos individuos, enojados con los primeros
pasos de la Central, dando á otros plausible pretexto para hacerse tornadizos.
Mas semejantes resoluciones, de
suyo benéficas, aunque procedentes de mano ilegítima, fueron acompañadas de
otras crueles é igualmente contrarias á lo capitulado. Se cogió y llevó á
Francia á D. Arias Mon, decano del Consejo, y á otros magistrados. El Príncipe
de Castel-Fran- co, el Marqués de Santa Cruz del Viso y el Conde de Altamira, ó
sea de Trastamara, comprendidos en el decreto de proscripcion de Búrgos, fueron
tambien presos y conducidos á Francia, conmutándose la pena de muerte en la de
perpétuo encierro, sin embargo de que por los artículos primero, segundo y
tercero de la capitulacion se aseguraba la libertad y seguridad de las vidas y
propiedades de los vecinos, militares y empleados de Madrid. Igual suerte cupo
en un principio al Duque de Sotoma- yor, de que le libró especial favor. Estuvo
para ser más rigurosa la del Marqués de San Simon, emigrado frances al servicio
de España: fué juzgado por una comision militar y condenado á muerte, habiendo
defendido contra sus compatriotas la puerta de Fuencarral. Las lágrimas y encarecidos
ruegos de su desconsolada hija alcanzaron gracia, limitándose la pena de su
padre á la de confinacion en Francia.
Napoleon permanecia en Chamartin,
y sólo una vez y muy de mañana atravesó á Madrid y se encaminó á palacio.
Aunque se le representó suntuosa la morada real, segun sabemos de una persona
que le acompañaba, por nada preguntó con tanto anhelo como por el retrato de
Felipe II; detúvose durante algunos minutos delante de uno de los más notables,
y no parecia sino que un cierto instinto le llevaba á considerar la imágen de
un monarca que, si bien en muchas cosas se le desemejaba, coincidia en gran
manera con él en su amor á exclusiva, dura é ilimitada dominacion, así respecto
de propios como de extraños.
La inquietud de Napoleon crecia
segun que corrian dias sin recoger el pronto y abundante esquilmo que esperaba
de la toma de Madrid. Sus correos comenzaban á ser interceptados, y escasas y
tardías eran las noticias que recibia. Los ejércitos españoles, si bien
deshechos, no estaban del todo aniquilados, y era de temer se convirtiesen en
otros tantos núcleos, en cuyo derredor se agrupasen oficiales y soldados, al
paso que los franceses, teniendo que derramarse, enflaquecian sus fuerzas, y
áun des- aparecian sobre la haz espaciosa de España. En las demas conquistas,
dueño Napoleon de la capital, lo habia sido de la suerte de la nacion invadida;
en ésta, ni el gobierno, ni los particulares, ni el más pequeño pueblo de los
que no ocupaba se habian presentado libremente á prestarle homenaje.
Impacientábale tal proceder, sobre todo cuando nuevos cuidados podrian llamarle
á otras y lejanas partes. Mostró su enfado al Corregidor de Madrid, que el 16
de Diciembre fué á Chamartin á cumplimentarle y á pedirle la vuelta de José,
segun se habia exigido del Ayuntamiento; díjole, pues, Napoleon que por los
derechos de conquista que le asistian podia gobernar á España, nombrando otros
tantos vireyes cuantas eran sus provincias. Sin embargo, añadió que
consentiria en ceder dichos derechos á José cuando todos los ciudadanos de la
capital le hubieran dado pruebas de adhesion y fidelidad por medio de un
juramento «que saliese, no solamente de la boca, sino del corazon, y que fuese
sin restriccion jesuítica.»
Sujetóse el vecindario á la
ceremonia que se pedia, y no por eso trataba Napoleon de reponer á José en el
trono, cosa que á la verdad importaba poco á los madrileños, molestados con la
presencia de cualquiera gobierno que no fuera el nacional. El Emperador habia
dejado en Búrgos á su hermano, quien sin su permiso vino y se le presentó en
Chamartin, donde fué tan mal recibido, que se retiró á la Moncloa y luégo al
Pardo, no gozando de rey sino escasamente la apariencia.
Más que en su persona ocupábase
Napoleon en averiguar el paradero de los ingleses y en disipar del todo las
reliquias de las tropas españolas. El 8 de Diciembre llegó á Madrid el cuerpo
de ejército del Duque de Dantzick, y con diligencia despachó Napoleon hácia
Tarancon al mariscal Bessieres, dirigiendo sobre Aranjuez y Toledo al mariscal
Victor y á los generales Milhaud y Lasalle.
Por este lado y la vuelta de
Talavera se habia retirado D. Benito San Juan, quien, despues de haber recogido
en Segovia dispersos, y en union con D. José Heredia, se habia apostado en el
Escorial antes de la entrega de Madrid. Pensaban ir ambos generales al socorro
de la capital, y áun, instados por el Vizconde de Gante, que con aquel objeto,
segun vimos, habia ido á su encuentro, se pusieron en marcha. Acercábanse,
cuando esparcida la voz de estar muy apretada la villa y otras siniestras,
empezó una dispersion horrorosa, abandonando los artilleros y carreteros
cañones y carruajes. Comenzó por donde estaba San Juan, cundió á la vanguardia,
que mandaba Heredia, y ni uno ni otro fueron parte á contenerla. Algunos restos
llegaron, en la madrugada del 4, casi á tocar las puertas de Madrid, en donde,
noticiosos de la capitulacion, sueltos y á manera de bandidos, corrieron como
los primeros asolando los pueblos y maltratando á los habitadores hasta
Talavera, punto de reunion, que fué teatro de espantosa tragedia.
Habituadas á la rapiña y al
crímen las mal llamabas tropas, pesábales volver á someterse al órden y
disciplina militar. Su caudillo, D. Benito San Juan, no era hombre para
permitir más tiempo la holganza y los excesos encubiertos bajo la capa del
patriotismo, de lo cual temerosos los alborotadores y cobardes, difundieron
por Talavera que los jefes los habian traidoramente vendido. Con lo que
apandillándose una banda de hombres y soldados desalmados, se metieron en la
mañana del 7 en el convento de Agustinos, y guiados por un furibundo fraile,
penetraron en la celda en donde se albergaba el general San Juan. Empezó éste
á arengarlos con serenidad, y áun á defenderse con el sable, no bastando las
razones para aplacarlos. Desarmáronle, y viéndose perdido, al querer arrojarse
por una ventana, tres tiros le derribaron sin vida. Su cadáver, despojado de
los vestidos, mutilado y arrastrado, le colgaron por último de un árbol en
medio de un paseo público, y así expuesto, no satisfechos todavía, le
acribillaron á balazos. Faltan palabras para calificar debidamente tamaña
atrocidad, ejecutada por soldados contra su propio jefe, y promovida y
abanderizada por quien iba revestido del hábito religioso.
No tan relajado, aunque harto
decaido, estaba por el lado opuesto el ejército del centro. El hambre, los
combates, el cansancio, voces de trai- cion, la fuga, el mismo desamparo de los
pueblos, uniéndose á porfía y de tropel, habian causado grandes claros en las
filas. Cuando le dejamos en Sigüenza estaba reducido su número á 8.000 hombres
casi desnudos. Mas, sin embargo, determinaron los jefes cumplir con las
órdenes del Gobierno, é ir á reforzar á Somosierra. Emprendió la infantería su
ruta por Atienza y Jadraque, y la artillería y caballería, en busca de mejores
caminos, tomaron la vuelta de Guadalajara, siguiendo la izquierda del Henáres.
No tardaron los primeros en variar de rumbo y caminar por donde los segundos,
con el aviso de Castelar recibido en la noche del 1.° al 2 de Diciembre de
haber los enemigos forzado el paso de Somosierra. Continuando, pues, todo el
ejército á Guadalajara, la 1.a y 4.a division entraron
por sus calles en la noche del 2, junto con la artillería y caballería. Casi
al propio tiempo llegó á dicha ciudad el Duque del Infantado; y el 3,
avistándose con La Peña y celebrando junta de generales, se acordó: 1.°, enviar
parte de la artillería á Cartagena, como se verificó; y 2.°, dirigirse con el
ejército por los altos de San Torcaz, pueblecito á dos leguas de Alcalá y á su
oriente, y extenderse á Arganda para que desde aquel punto, si ser pudiere, se
metiese la vanguardia con un convoy de víveres por la puerta de Atocha. En la
marcha tuvieron noticia los jefes de la capitulacion de Madrid, y obligados,
por tanto, á alejarse, resolvieron cruzar el Tajo por Aranjuez y guarecerse de
los montes de Toledo. Plan demasiadamente arriesgado y que por fortuna estorbó
con sus movimientos el enemigo sin gran menoscabo nuestro. Caminaron los españoles
el 6 y descansaron en Villarejo de Salvanés. Allí les salió al encuentro D.
Pedro de Llamas, encargado por la Central de custodiar con pocos soldados el
punto de Aranjuez, que acababa de abandonar, forzado por la superioridad de
fuerzas francesas. Interceptado de este modo el camino, se decidieron los
nuestros á retroceder y pasar el Tajo por las barcas de Villamanrique,
Fuentidueñas y Estremera, y abrigándose de las sierras de Cuenca, sentar sus
reales en aquella ciudad, paraje acomodado para repararse de tantas fatigas y
penalidades. Así, y por entónces, se libraron las reliquias del ejército del
centro de ser del todo aniquiladas en Aranjuez por el mariscal Victor, y en
Guadalajara por la numerosísima caballería de Bessieres y el cuerpo de Ney, que
entró el 6 viniendo de Aragon. No hubo sino alguno que otro reencuentro, y
haber sido acuchillados en Nuevo-Baztan los cansados y zagueros.
A los males enumerados y al
encarnizado seguimiento del enemigo, agregáronse en su marcha al ejército del
centro discordias y conspiraciones. El 7 de Diciembre, estando en Belinchon el
cuartel general, se mandó ir á la villa de Yebra á la primera y cuarta
division, que regía en- tónces el Conde de Villariezo. A mitad del camino, y en
Mondéjar, don José Santiago, teniente coronel de artillería, el mismo que en
Mayo fué de Sevilla para levantar á Granada, se presentó al general de las divisiones,
diciéndole que éstas, en vez de proseguir á Cuenca, querian retroceder á
Madrid para pelear con los franceses, y que á él le habían escogido por
caudillo; pero que suspendia admitir el encargo hasta ver si el General,
aprobando la resolucion, se hacia digno de continuar capitaneándolos. Rehusó
Villariezo la inesperada oferta, y reprendiendo al Santiago, encomendóle
contener el mal espíritu de la tropa; singular conspirador y singular jefe. La
artillería, como era de temer, en vez de apaciguarse, se apostó en el camino de
Yebra, y forzó á la otra tropa, que iba á continuar su marcha, á volver atras.
Intentó Villariezo arengar á los sublevados, que aparentaron escucharle; mas
quiso que de nuevo prosiguiesen su ruta; y gritando unos á Madrid, y
otros á Despeñaperros, tuvo que desistir de su empeño y despachar al
coronel de Pavía, Príncipe de Anglona, para que informase de lo ocurrido al
General en jefe, el cual creyó prudente separar la infantería y alejarla de la
caballería y artillería. Los peones, dirigiéndose á Illana, debian cruzar el
vado y barcas de Maquilon; los jinetes y cañones, con solos dos regimientos de
infantería, Ordenes y Lorca, las de Estremera; mandando á los primeros el mismo
Villariezo y á los segundos D. Andres de Mendoza. Ciertas precauciones, y la
repentina mudanza en la marcha, suspendieron algun tiempo el alboroto; mas el
dia 8, al querer salir de Tarancon, encrespóse de nuevo, y sin rebozo se puso
Santiago á la cabeza.
Pareciéndole al Mendoza que el
carácter y respetos del Conde de Miranda, comandante de carabineros reales,
que allí se hallaba, eran más acomodados para atajar el mal que los que á su
persona asistian, propuso al Conde, y éste aceptó, sustituirle en el mando.
Llamado D. José Santiago por el nuevo jefe, retúvole éste junto á su persona; y
hubo vagar para que, adoptadas prontas y vigorosas providencias, se continuase,
aunque con trabajo, la marcha á Cuenca. El Santiago fué conducido á dicha
ciudad, y arcabuceado despues en 12 de Enero, con un sargento y cabo de su
cuerpo.
Mas el mal habia echado tan
profundas raíces, y andaban las voluntades tan mal avenidas, que para arrancar
aquéllas y aunar éstas, juzgó conveniente D. Manuel de la Peña celebrar un
consejo de guerra en Alcázar de Huete, y desistiéndose del mando, proponer en
su lugar por general en jefe al Duque del Infantado. Admitióse la propuesta,
consintió el Duque, y aprobólo despues la Central, con que se legitimaron unos
actos que sólo disculpaba lo arduo de las circunstancias.
La mayor parte del ejército entró
en Cuenca en 10 de Diciembre. Más remisa estuvo, y llegó en desórden, la
segunda division, al mando del general Grimarest, que fué atacada en Santa
Cruz de la Zarza en la noche del 8, y ahuyentada por el general Mont-Brun. Y el
terror y la indisciplina fueron tales, que casi sin resistencia corrió dicha
division precipitadamente y á la primera embestida, camino de Cuenca.
En esta ciudad, reunido el
ejército del centro, y abrigado de la fragosa tierra que se extendia á su
espalda, terminó su retirada de ochenta y seis leguas, emprendida desde las
faldas del Moncayo, memorable, sin duda, aunque costosa; pues al cabo, en medio
de tantos tropiezos, reencuentros, marchas y contramarchas, escaseces y
sublevaciones, salvóse la artillería y bastante fuerza, para con su apoyo
formar un nuevo ejército, que combatiendo al enemigo ó trabajándole, le
distrajese de otros puntos y contribuyese al bueno y final éxito de la causa
comun.
Descansaban, pues, y se reponian
algun tanto aquellos soldados, cuando con asombro vieron el 16 entrar por
Cuenca una corta division que se contaba por perdida. Recordará el lector cómo
despues del acontecimiento de Logroño, incorporada la gente de Castilla en el
ejército de Andalucía, se formó una vanguardia de 4.000 hombres, al mando del
Conde de Cartaojal, destinada á maniobrar en la sierra de Cameros. El 22 de
Noviembre, segun órden de Castaños, se habia retirado dicho jefe por el lado
de Agreda á Borja, y despues de una leve refriega con partidas enemigas,
prosiguiendo á Calatayud, se habia allí unido al grueso del ejército, de cuya
suerte participó en toda la retirada. Mas de este cuerpo de Cartaojal quedó el
21 en Nalda, separado y como cortado, un trozo, á las órdenes del Conde de
Alacha.
No desanimándose ni los soldados
ni su caudillo, aconsejado de buenos oficiales, al verse rodeados de enemigos,
y ellos en tan pequeño número, emprendieron una retirada larga, penosa y
atrevida. Por espacio de veinte dias, acampando y marchando á dos y tres leguas
del ejército francés, cruzando empinados montes y erizadas breñas, descalzos y
casi desnudos en estacion cruda, apénas con alimento, desprovistos de todo
consuelo, consiguieron, venciendo obstáculos para otros insuperables, llegar á
Cuenca conformes y aun contentos de presentarse, no sólo salvos, sino con el
trofeo de algunos prisioneros franceses. Tanta es la constancia, sobriedad é
intrepidez del soldado español bien capitaneado.
Pero la estancia en Cuenca del
ejército del centro, si bien por una parte le daba lugar para recobrarse y le
ponia más al abrigo de una acometida, por otra dejaba á la Mancha abierta y
desamparada. Es cierto que sus vastas llanuras nunca hubieran sido
bastantemente protegidas por las reliquias de un ejército á cuya caballería no
le era dado hacer rostro á la formidable y robusta de las huestes enemigas. Así
fué que el mariscal Víctor, sentando ya en 11 de Diciembre su cuartel general
en Aranjuez y Ocaña, desparramó por la Mancha baja gruesas partidas, que se
proveian de vituallas en sus feraces campiñas, y pillaban y maltrataban
pueblos abandonados á su rapacidad por los fugitivos habitantes.
Habian contado algunos con que
Toledo haria resistencia; mas desapercibida la ciudad y cundiendo por sus
hogares el terror que espar- cian la rota y dispersion de los ejércitos, abrió
el 19 de Diciembre sus puertas al vencedor; habiendo ántes salido de su recinto
la junta provincial, muchos de los principales vecinos, y despachado á Sevilla
12.000 espadas de su antigua y celebrada fábrica.
Ciertos y contados pueblos
ofrecieron la imágen de la más completa anarquía, atropellando y asesinando
pasajeros. Doloroso, sobre todo, fué lo que aconteció en Malagon y Ciudad-Real.
Por el último pasaba preso á Andalucía D. Juan Duro, canónigo de Toledo y
antiguo amigo del Príncipe de la Paz; ni su estado, ni su dignidad, ni sus
súplicas le guarecieron de ser bárbaramente asesinado. La misma suerte cupo en
el primer pueblo á D. Miguel Cayetano Soler, ministro de Hacienda de Cárlos IV,
que tambien llevaban arrestado; atrocidades que hubieran debido evitarse, no
exponiendo al riesgo de transitar por lugares agitados personajes tan
aborrecidos.
Templa, por dicha, la amargura de
tales excesos la conducta de otras poblaciones, que empleando dignamente su
energía y cediendo al noble impulso del patriotismo ántes que á los consejos de
la prudencia, detuvieron y escarmentaron á los invasores. Señalóse la villa de
Villacañas, una de las comprendidas en el gran priorato de San Juan. Várias
partidas de caballería enemiga, que quisieron penetrar por sus calles, fueron
constantemente rechazadas en diferentes embestidas que dieron en los dias del
20 al 25 de Diciembre. Alabó el Gobierno y premió la conducta de Villacañas,
cuya poblacien quedó, durante algun tiempo, libre de enemigos, en medio de la
Mancha, inundada de sus tropas.
Estas, ántes de terminar
Diciembre, se habian extendido hasta Manzanares, y amagaban aproximarse á las
gargantas de Sierra-Morena. Muchos oficiales y soldados del ejército del
centro se habian acogido á aquellas fraguras, unos obligados de la necesidad,
otros huyendo vergonzosamente del peligro. Sin embargo, como éstos eran los
ménos, túvose á dicha su llegada, porque daba cimiento á formar y organizar
centenares de alistados que acudian de las Andalucías y la Mancha.
Las juntas de aquellos cuatro
reinos, vista la dispersion de los ejércitos, y en dudas del paradero de la
Central, trataron de reunirse en la Carolina, enviando allí dos diputados de
cada una que las representasen, invitando tambien á lo mismo á la de
Extremadura y á otra que se ha- bia establecido en Ciudad-Real; pero la
Central, fuese prevision ó temores de que se le segregasen estas provincias,
habia comisionado á Sierra-Morena al Marqués de Campo-Sagrado, individuo suyo,
con órden de promover los alistamientos y de poner en estado de defensa aquella
cordillera. El 6 de Diciembre ya se hallaba en Andújar, como asimismo el
Marqués del Palacio, encargado del mando en jefe del ejército que se re- unia
en Despeñaperros, habiendo sido ántes llamado de Cataluña, segun en su lugar
verémos. De Sevilla enviaron los útiles y cañones necesarios para fortificar la
sierra, adonde tambien, y con felicidad, retrocedieron desde Manzanares catorce
piezas que caminaban á Madrid. Por este término se consiguió, al promediar
Diciembre, que en la Carolina y contornos se juntasen 6.000 infantes y 300
caballos, cubriéndose y reforzándose sucesivamente los diversos pasos de la
sierra.
Cortos eran, en verdad,
semejantes medios, si el enemigo, con sus poderosas fuerzas, hubiera intentado
penetrar en Andalucía; pero dis- traida su atencion á varios puntos, y fija
principalmente en el modo de destruir al ejército inglés, único temible que
quedaba, trató de seguir á éste en Castilla y obrar, ademas, del lado de
Extremadura, como movimiento que podria ayudar á las operaciones de Portugal,
en caso que los ingleses se retirasen hácia aquel reino.
Para lograr el último objeto,
marchó sobre Talavera el cuarto cuerpo, del mando del mariscal Lefebvre,
compuesto de 22.000 infantes y 3.000 caballos. La provincia de Extremadura,
aunque hostigada y revuelta con exacciones y dispersos, se mantenia firme y muy
entusiasmada. Mas el despecho que causaban las desgracias convirtió á veces la
energía en ferocidad. Fueron en Badajoz el 16 de Diciembre inmolados dos
prisioneros franceses, el coronel de milicias D. Tiburcio Carcelen y el
ex-tesore- ro general D. Antonio Noriega, antiguo allegado del Príncipe de la
Paz. También pereció en la villa de Usagre su alcalde mayor. Los asesinos,
descubiertos en ambos pueblos, fueron juzgados y pagaron su crimen con la vida.
Estas muertes, con las que hemos contado, y alguna otra que re- latarémos
despues, que en todo no pasaron de doce, fueron las que desdoraron este
segundo período de nuestra historia, en el cual, rompiéndose de nuevo en
ciertas provincias los vínculos de la subordinacion y del órden, quedó suelta
la rienda á las pasiones y venganzas particulares.
El general Galluzo, sucesor del
desventurado San Juan, escogió la orilla izquierda del Tajo como punto propio
para detener en su marcha á los franceses. Fué su primera idea guardar los
vados y cortar los principales puentes. Cuéntanse de éstos cuatro, desde donde
el Tiétar y Taj° se juntan en una madre hasta Talavera; y son el del
Cardenal, el de Al- maraz, el del Conde y el del Arzobispo. El segundo, por
donde cruza el camino de Badajoz á Madrid, mereció particular atencion,
colocándose allí en persona el mismo Galluzo. La trabazon de su fábrica era tan
fuerte y compacta, que por entónces no se pudo destruir, y sólo sí resquebrajarle
en parte; 5.000 hombres le guarnecieron. Don Francisco Trias fué enviado el 15
de Diciembre al del Arzobispo, del que ya enseñoreados los enemigos, tuvo que
limitarse á quedar en observacion suya. Los otros dos puentes fueron ocupados
por nuestros soldados.
Los franceses se contentaron al
principio con escaramuzar en toda la línea hasta el dia 24, en que viniendo por
el del Arzobispo, atacaron el frente y flanco derecho del general Trias, y le
obligaron á recogerse á la sierra, camino de Castañar de Ibor. También fué
amagado en el propio dia el del Conde, que sostuvo D. Pablo Morillo,
subteniente entón- ces, general ahora.
Noticioso Galluzo de lo ocurrido
con Trias, y tambien de que los enemigos habian avanzado á Valdelacasa, se
replegó á Jaraicejo, tres leguas á retaguardia de Almaraz, dejando para guardar
el puente los batallones de Irlanda y Mallorca, y una compañía de zapadores.
Así como los otros, fué luégo atacado este punto, del que se apoderó, al cabo
de una hora de fuego, la division del general Valence, cogiendo 300
prisioneros.
Pensó Galluzo detenerse en
Jaraicejo; pero creyéndose poco seguro con la toma del puente de Almaraz, á
las tres de la tarde del 25 ordenadamente emprendió su retirada á Trujillo,
cuatro leguas distante. Este movimiento, y voces que esparcia el miedo ó la
traicion, aumentaron el desórden del ejército, y temíase otra dispersion. Por
ello, y la superioridad de fuerzas con que el enemigo se adelantaba, juntó
Galluzo un consejo de guerra (menguado recurso á que nuestros genérales
continuamente acudian), y se decidió retirarse á Zalamea, veinte y tres leguas
de Trujillo, y del lado de la sierra que parte términos con Andalucía. El 28
llegó el ejército á su destino, si ejército merece llamarse lo que ya no era
sino una sombra. De la artillería se salvaron diez y siete piezas, once de
ellas se enviaron de Miajadas á Badajoz, y seis siguieron á Zalamea. A este
punto llegaron despues, y en mejor órden, 1.200 hombres de los del puente del
Conde y del Arzobispo.
Los franceses penetraron el 26
hasta Trujillo, quedando á merced suya la Extremadura, Y muy expuesta y
desapercibida la Andalucía. Otros acontecimientos los obligaron á hacer parada
y retroceder prontamente, dando lugar á la Junta Central para reparar en parte
tanto daño.
El viaje de ésta habia continuado
sin otra interrupcion ni descanso que el preciso para el despacho de los
negocios. En todos los pueblos por donde transitaba era atendida y acatada,
contribuyendo mucho á ello los respetables nombres de Floridablanca y
Jovellanos, y la esperanza de que la patria se salvaria salvándose la
autoridad central. En Talavera, en cuya villa la dejamos, celebró dos sesiones.
Detúvose en Trujillo cuatro dias, y recibiendo en esta ciudad pliegos del
general Escalante, enviado al ejército inglés, en los que anunciaba la
ineficacia de sus oficios con el general sir Juan Moore para que obrase
activamente en Castilla; puesta la Junta de acuerdo con el ministro británico
Mr. Frere, nombraron, la primera á D. Francisco Javier Caro, individuo suyo, y
el segundo á sir Cárlos Stuart, a fin de que encarecidamente y de palabra
repitiesen las mismas instancias á dicho general; siendo esencial su movimiento
y llamada para evitar la irrupcion de las Andalucías.
Se expidieron tambien en Trujillo
premiosas órdenes para el armamento y defensa á los generales y juntas, y se
resolvió no ir á Badajoz, sino á Sevilla, como ciudad más populosa y centro de
mayores recursos.
Al pasar la Junta por Mérida, una
diputacion de la de aquella ciudad le pidió, en nombre del pueblo, que
eligiese por capitan general de la provincia y jefe de sus tropas á D. Gregorio
de la Cuesta, que en calidad de arrestado seguia á la Junta. No convino ésta
en la peticion, dando por disculpa que se necesitaba averiguar el
dictámen de la suprema de la provincia, congregada en Badajoz, la cual sostuvo
á Galluzo, hasta que tan atropellada y desordenadamente se replegó a Zalamea.
Entónces la voz pública, pidiendo por general á Cuesta, bienquisto en la provincia
en donde ántes habia mandado, unióse á su clamor la junta provincial, y la
Central, aunque con repugnancia, accedió al nombramiento. Cuesta llamó de
Zalamea las tropas y estableció su cuartel general en Badajoz, en cuya plaza
empezó á habilitar el ejército para resistir al enemigo y emprender despues
nuevas operaciones.
Mas en esta providencia,
oportuna, sin duda, y militar, no faltó quien viese la enemistad del general
Cuesta con la Junta Central, quedando abierta la Andalucía á las incursiones
del enemigo, y por tanto, Sevilla, ciudad que habia el gobierno escogido para
su asiento. Temerosa debió de andar la misma Junta, ya de un ataque de los
franceses, ó ya de los manejos y siniestras miras de Cuesta; pues ántes de
acabar Diciembre nombró al brigadier don José Serrano Valdenebro para cubrir
con cuantas fuerzas pudiese los puntos de Santa Olalla y el Ronquillo, y las
gargantas occidentales de Sierra-Morena.
La Junta Central entró en Sevilla
el 17 de Diciembre. Grande fue la alegría y júbilo con que fué recibida, y
grandes las esperanzas que comenzaron á renacer. Abrió sus sesiones en el real
Alcázar el dia 18, y notóse luégo que mudaba algun tanto y mejoraba de rumbo.
Los contratiempos, la experiencia adquirida, los clamores y la muerte del
Conde de Floridablanca influyeron en ello extraordinariamente. Falleció dicho
Conde en el mismo Sevilla, el 30 de Diciembre, cargado de años y oprimido por
padecimiento de espíritu y de cuerpo. Celebróse en memoria un magnífico funeral,
y se le dispensaron honores de infante de Castilla. Fué nombrado en su lugar
el vice-presidente de la Junta, Marqués de Astorga, grande de España, y digno,
por su conducta política, honrada índole y alta jerarquía, de recibir tan
honorífica distincion.
El estado de las cosas era, sin
embargo, crítico y penoso. De los ejércitos no quedaban sino tristes reliquias
en Galicia, Leon y Astúrias, en Cuenca, Badajoz y Sierra-Morena. Algunas otras
se habian acogido á Zaragoza, ya sitiada; y Cataluña, aunque presentase una
diversion importante, no bastaba por sí sola á impedir la completa ruina y
destruc- clon de las demas provincias y del Gobierno. Dudábase de la activa co-
operacion del ejército inglés, arrimado, sin menearse, contra Portugal y
Galicia, y sólo se vivia con la esperanza de que el anhelo por repelerle del
territorio peninsular empeñaría á Napoleon en su seguimiento, y de- jaria en
paz por algun tiempo el levante y mediodía de España, con cuyo respiro se
podrian rehacer los ejércitos y levantar otros nuevos, no solamente por medio
de los recursos que estos países proporcionasen, sino tambien con los que
arribaron á sus costas de las ricas provincias situadas allende el mar.
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