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EL EVANGELIO DE CRISTO
9 El cristiano,
unido a Cristo
Fue San Pedro quien hablando
de San Pablo dejó clara la dificultad natural a la hora de la
interpretación de la inteligencia sobrenatural de San Pablo. Nada
anormal. El espíritu de profecía en el que participaron todos
los Apóstoles se enriqueció con el espíritu de inteligencia que
Dios derramara en el hasta hacía poco perseguidor de cristianos,
desde el punto de nuestra justicia actual: autor de un severo
crimen contra la humanidad. Es cierto que este delito permanece
vivo en ciertos regímenes del planeta donde el hecho de ser cristiano
es causa suficiente de persecución, cárcel y ejecución. Arabia
Saudita, Sudán, China, en este terreno son la resistencia anticristiana
más palpitante, acosando, destrozando, asesinando.
En este capítulo concreto San
Pablo tiene en mente la terrible persecución anticristiana que
en breve Roma iba a desatar. La causa específica que le permitiría
al Imperio violar su ley de libertad religiosa no podía San Pablo
definirla, pero que el Imperio estaba presto a golpear y dar un
giro brusco en su política religiosa, que haría del cristianismo
el enemigo público número uno de los Césares, esta visión le era
tan cierta como que no podía especificar cuál sería el detonante
de ese giro de tuerca.
Desde el futuro es fácil ver
las cosas. Todos sabemos que el Incendio de Roma fue el gatillo
que soltó la bala. Qué parte tuvo en el bulo neroniano de haber
sido los cristianos los autores el bulo judío esparcido en Jerusalén,
la primavera del mismo año, de haber sido los cristianos los autores
del Incendio de la Ciudad Santa, qué parte tuvo un Incendio con
el otro es algo en lo que no entraremos pero que echando mano
de la biohistoria se puede enlazar y ver el Incendio de Roma como
la lógica sucesión del Incendio de Jerusalén.
Si con el primero los judíos
y puesto que se vieron impotentes para asesinar el presente quisieron
matar el futuro, alguien creyó poder hacerlo, matar el futuro
del Cristianismo, aprovechando la locura de los Césares. No olvidemos
que la comunidad judía en Roma había tenido una presencia tan
alarmante como para empujar al César de turno a tomar la medida
de librarse de su influencia mediante su destierro de la capital.
Imposible no ver en el odio judío contra el cristianismo en la
capital del Imperio el origen de los tumultos que diera lugar
al decreto de destierro de los judíos de Roma, incluyendo el legislador
en su ignorancia en el mismo saco a cristianos y judíos.
Aquel decreto abrió la necesidad
de un Concilio de los Apóstoles a fin de enfocar el futuro del
reino de Dios en la Tierra desde el enfrentamiento a muerte que
habría de sucederse a la vuelta de la esquina. En esta ocasión
los acusadores habían sufrido ellos mismos el efecto de su maldad,
pero en una próxima ocasión las consecuencias darían origen al
anticristianismo imperial más virulento.
Reunidos en el 49, para enfocar
la resistencia y edificar la victoria final, del Primer Concilio
Católico, Cristiano y Apostólico nació la estructura jerárquica
universal con los Obispos como columnas de la Fortaleza Divina
contra cuyos muros el Infierno lanzaría todas sus fuerzas.
Cuando San Pablo escribe esta
Carta el día del traspaso de poder de los judíos a los romanos
estaba a punto de realizarse. Con este futuro y su tragedia inmensa
pendiente en el aire, el Apóstol le escribe a los Romanos estos
capítulos donde, hasta donde hemos visto, toda su preocupación
se centraba en fortalecer la fe del pueblo destinado al matadero
y encender el fuego de la esperanza con la promesa de vida eterna
que les había hecho el propio Dios y Padre de Jesucristo.
Aquéllos que en el futuro, llámense
Lutero o cualquier otro nombre, manipularon el espíritu de esta
Carta para apoyar sus versiones subjetivas sobre la Fe y su naturaleza,
la Iglesia y su sobrenaturaleza, semejantes hombres cometieron
una terrible equivocación, y quienes les dieron orejas un terrible
error de inteligencia, demostrándose con el error y la equivocación
en su base lo que dijera San Pedro hablando de San Pablo, que
el espíritu de inteligencia de San Pablo procedía del mismo Dios
y sin ese espíritu la dificultad de interpretación era invencible.
Nosotros, como quien ha vencido lo imposible, nacidos para ser
invencibles según la Promesa: “Tu descendencia se apoderará de
las puertas de sus enemigos”, repetimos las palabras del Apóstol:
¿Qué diremos, pues? ¿Permaneceremos en el pecado para que abunde la gracia?
Y recordamos para vergüenza
y humillación de todos quienes faltos de sabiduría confesaron
con su autor las siguientes palabras: “Sé pecador y peca fuertemente,
pero confíate y gózate con mayor fuerza en Cristo, que es vencedor
del pecado, de la muerte y del mundo. Mientras estemos aquí abajo,
será necesario pecar; esta vida no es la morada de la justicia,
pero esperamos, como dice Pedro, unos cielos nuevos y una tierra
nueva en los que habita la justicia”- Palabra de Lutero. ¿Qué
decir? ¿Cómo excusar lo inexcusable? El hombre que niega a Pablo
con semejante declaración para seguidores del infierno edifica
su gloria sobre el propio Pablo mediante la manipulación diabólica
de su Inteligencia. Es el propio San Pablo quien le responde a
quien usó su gloria para edificar la suya propia. El que tenga
orejas que escuche:
De ningún modo. Los que hemos muerto al pecado, ¿cómo vivir todavía en él?
Si el pecado es adulterar, robar,
envidiar, condenar, hacer gala de falso juicio, adorar a dios
o mortal... y por el pecado fue destruido Adán ¿bajo qué concepto
o patrocinio excepto el del propio Diablo puede un hombre que
a sí mismo se llama cristiano negar la Doctrina del Espíritu Santo
y afirmar sobre la negación de la Sabiduría Divina la locura humana
propia? ¿Acaso no murió una vez y para siempre Cristo por la remisión
de todos los pecados cometidos antes del Bautismo? ¿Quién remitirá,
pues, los pecados cometidos después del Bautismo? ¿No es esto
convertir el cristianismo en el judaísmo contra el que se levantara
Cristo por esta misma doctrina? Porque el judío pecaba y pecaba
y pecaba pero le bastaba comprar un cordero, sacrificarlo y quedar
absuelto. Lutero, infinitamente más listo, pecaba y pecaba y pecaba
pero no tenía que pagar nada, porque la preciosa sangre de Cristo
todos los pecados limpiaba. Hurra, ¡Heil Lutero! No menos diabólica,
digamos en descargo del pueblo alemán, era la doctrina del Vaticano
de esos días, que vivía exactamente del pecado pero cobrando en
metálico... sin necesidad del engorro de matar bichos. Era hasta
cierto punto natural que el pueblo alemán y sus vecinos encontraran
en la doctrina absolutoria del pecado, enemigo imposible de vencer,
una teología infinitamente más graciosa, puesto que les procuraba
el mismo fin sin tocarles la bolsa. Ahora bien, nada de esto tiene
que ver con la Carta a unos Romanos a dos pasos de la Gran Persecución.
Sacar de este contexto histórico y manipular el texto injertándolo
en otro contexto, que es la acción ejecutada por Lutero al fundar
su teología del pecado y la salvación sobre esta Carta, será la
acusación contra la que tendrá que defender Lutero su alma en
el día del Juicio Final. Nosotros sigamos adelante y confesemos
con el Autor su declaración:
¿O ignoráis que cuantos hemos sido bautizados en Cristo Jesús fuimos bautizados
para participar en su muerte?
Independientemente de la apología
del Mandato: “Sed santos porque yo soy santo” que toma en sus
manos San Pablo, apología eterna, independientemente del tiempo
y del lugar, apología que reduce a miseria de una mente fracasada
la confesión luterana arriba citada, porque arroja la toalla y
se entrega al pecado que no puede vencer, así negando a Dios que
ha puesto la santidad a nuestro alcance, dando por locura la Sabiduría
Divina que pretende la santidad de quien ha de convivir con el
pecado “mientras existan estos cielos y esta tierra”, ¡amén!.
Independientemente pues de la sobrenaturaleza heredada por el
Cristiano, esa misma sobrenaturaleza que lo hace vencedor del
pecado, sobrenaturaleza que a los Romanos les recuerda San Pablo
como quien ha visto su propio martirio y para nada se acobarda
ni huye ni se entrega a sabidurías justificadoras de lo que hubiera
sido injustificable, su huida del testimonio Sagrado reservado
a los Santos del Primer Siglo. Independientemente de esta apología
San Pablo hace de ella Necesidad y les recuerda a los Romanos
que si habían sido predestinados para morir la Muerte de Cristo
también habían sido llamados a compartir su Gloria sempiterna.
En efecto:
Con El hemos sido sepultados por el bautismo para participar en su muerte,
para que como El resucitó de entre los muertos por la Gloria del
Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva.
No hay mayor refutación de la
confesión de renuncia a la victoria sobre el pecado declarada
por Lutero que esta sencilla sentencia apostólica del santo de
nuestra devoción. Y es que quien vive la Fe en el pecado por el
que el hombre es desechado y llamado a Juicio no sólo aborrece
a Cristo sino que si en vida no ha sabido seguir su ejemplo ¡cómo
a la hora de la Verdad le seguirá hasta el Testimonio Supremo
del Martirio!
Porque si hemos sido injertados en El por la semejanza de su muerte, también
los seremos por la de su resurrección.
En esta Esperanza Sagrada los
Apóstoles vivieron y caminaron hacia el Matadero al frente de
los Primeros Cristianos. De manera que todo hombre duerme, al
morir, en espera de la Voz que levantará a los muertos a Día de
Juicio, pero ellos alcanzaron la Gloria de su Maestro y según
fueron siendo sacrificados para este mundo fueron naciendo para
el Mundo del que bajó el Hijo, nuestro Rey sempiterno, Jesucristo.
Pues sabemos que nuestro hombre viejo ha sido crucificado para que fuera destruido
el cuerpo del pecado y ya no sirvamos al pecado.
Y de nuevo, de la Esperanza
a la Fe. La Fe y el Pecado son el fuego y el hielo, Cristo y el
Diablo. No hay ninguna posibilidad de convivencia entre la Luz
y las Tinieblas. La doctrina luterana enmarcada arriba es una
violación de la Doctrina Divina. Violación connatural al Papado
y a los Patriarcados de su tiempo. No seamos indulgentes con unos
por cierto delito y absolvamos por el mismo delito a otros. La
Justicia Divina no hace acepción de personas. Tanto, que estando
vigente la Ley de Moisés, habiendo nacido bajo su imperio, su
propio Hijo hubo de sufrir su pecado contra la justicia de la
Ley de Moisés, que condenaba al madero a todo hijo de hebreo que
osare dar por anulado el Pacto del Sinaí y procediera a uno Nuevo.
Es lo que hizo Jesús, hijo de David, hijo de Abraham, hijo de
Adán.
En efecto, el que muere queda absuelto de su pecado.
Pero muriendo para que se cumpliera
la Ley la ejecución de Cristo fue el último acto de la Justicia
nacida de aquel Pacto Antiguo. Su ejecución realizó el Sacrificio
Expiatorio Universal por el que el Templo había sido erigido.
Resultando de la Caída del Muro de la Enemistad entre Dios y la
Plenitud de las Naciones el nacimiento de un Pacto Nuevo. Por
este Pacto Nuevo todo hombre muere para volver a nacer a una nueva
vida, creada a imagen y semejanza de Cristo. Por lo que dice en
otro sitio el Apóstol “Cristo, que es nuestra vida”. Siguiendo
a su Maestro: “El reino de los cielos está en vosotros”. De lo
que se entiende que Cristo vive en nosotros, en quien tenemos
nuestra vida. Y en cuyas manos se encuentra nuestra muerte. Y
si la nuestra, ¡cuánto más la de aquéllos predestinados a compartir
su Sacrificio! Guiados al matadero, todos corderos inocentes.
Así que:
Si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos en El;
Lo contrario, vivir en Cristo
y vivir en el pecado es irracional, animal, propio de doctrinas
incubadoras de monstruos. ¿O acaso, y aunque era hijo suyo Satán,
según se lee en el libro de Job, Dios pudo admitir en su vida
semejante petición de convivencia entre el Cielo y el Infierno?
Nacidos de nuevo a la vida eterna en la esperanza de la Fe de
Cristo Jesús, nuestro modelo sempiterno, el pecado y el miedo
ya no tienen parte en el Cristiano. Por lo que sin miedo se atreve
a decir San Pablo:
Pues sabemos que Cristo, resucitado de entre los muertos, ya no muere, la muerte no tiene ya dominio sobre El.
Por lo tanto quien vive por
la Fe y la Esperanza del que tiene en Cristo su vida ni puede
admitir el pecado ni acobardarse ante el peligro de la Muerte.
El Cristiano no muere, resucita a la manera que el propio Cristo
a la vida de Dios.
Porque muriendo, murió al pecado una vez para siempre; pero viviendo, vive para Dios.
Ahora bien, San Pablo vuelve
al principio, “sed santos porque yo soy santo”, que es el fin
de la Fe y el Principio de la resurrección gloriosa de quienes
habían de ser conducidos al matadero por el Imperio en breve tiempo.
Recalcando siempre el punto de la doctrina apostólica universal
en boca de todos los Discípulos de Jesús esparcidos por todas
las tierras del Imperio, San Pablo proyecta su visión de la Gran
Persecución que se avecinaba sobre la mente de los Romanos, prepara
el espíritu de los hermanos de Roma para la Hora de la Verdad
que se cernía sobre ellos. Nada les decía de nuevo que no supieran,
el mensaje que entre sus líneas iba secretamente abrazado a sus
corazones era el verdadero tesoro por el que esta Carta brillaría
por lo siglos hasta el final de los tiempos
Así, pues, haced cuenta de que estáis muertos al pecado, pero vivos para Dios
en Cristo Jesús.
En fin, el que con Lutero quiera
pecar que peque.
El servicio
del pecado y el de Dios
Que no reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal, obedeciendo a sus
concupiscencias;
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