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EL EVANGELIO DE CRISTO SEGÚN SAN PABLO

 

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El servicio del pecado y el de Dios

 

Parece evidente que quien predica una doctrina sea el primero en aplicarse el cuento y desde la felicidad producto de su práctica el fruto de su veracidad sea el alimento de aquéllos a quienes su doctrina es predicada. Lo contrario, creo, lo llaman hipocresía. Que los romanos de las generaciones futuras que le sucederían a la generación en mente del autor de esta Carta, y especialmente sus jefes espirituales, hicieran de la hipocresía el modus vivendi natural a la iglesia romana, verdad de la que dan cuenta siglos enteros de crímenes, robos, y perversión absoluta de la naturaleza del sacerdocio cristiano, esta verdad no debe cegarnos a la hora de ver con los ojos de la inteligencia la calidad cristiana de la generación romana a la que San Pablo le abrió su mente en esta Carta. Recordemos que criado en el judaísmo ortodoxo más fariseo el abismo revolucionario que el evangelio abrió entre judíos y cristianos, y entre cristianos y paganos, en nadie mejor que en un ex perseguidor de hijos de Dios podía encontrar su verdadera dimensión escatológica. Si para nosotros la definición de lo que la concupiscencia sea es un campo con límites imprecisos para un teólogo cristiano de origen judío esa definición no podía ser más precisa, exacta y definitiva. Establecido en los anteriores capítulos lo que el pecado es en este nuevo capítulo el autor da un paso hacia adelante y descubre la relación de esclavitud entre el pecado y el pecador, figurando el pecado como amo y el pecador como siervo. Si la libertad humana es un objetivo que le corresponde a la Sociedad, la libertad cristiana es una meta dejada en las manos del Individuo.

 

Que no reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal, obedeciendo a sus concupiscencias;

 

Pero el pecado es, y siempre lo ha sido, un acto cometido en la ignorancia sobre el origen y el efecto final causado por su realización. Lo dijo Jesucristo en su Cruz, “perdónalos porque no saben lo que hacen”. Y lo repitió el mismo San Pablo más tarde, diciendo: “Si hubieran conocido al Señor no lo hubieran crucificado”. Desde las distancias infinitas que nos separan de aquéllos días nosotros estamos preparados para afirmar que el pecado es una ofensa voluntaria contra Dios. “Cometo adulterio no por el adulterio en sí, sino como forma simbólica de escupirle a Dios en la cara. Mato, no por matar, sino para mostrarle a Dios el aborrecimiento que siento por su persona y obra”. Obviamente no podemos decir que el ser humano se haya encontrado hasta nuestros días en esta disposición cognoscitiva. Sí sabemos que la rebelión de los hijos de Dios procede desde esta voluntad libre que tiende a ofender a Dios mediante el aborrecimiento de su creación. La concupiscencia, en este orden, es el efecto sobre la naturaleza humana de milenios encadenados a un comportamiento demoníaco contra la voluntad del propio ser humano. Es un comportamiento que heredamos de nuestros padres, y contra el que nuestro deber es luchar desintegrando esa herencia en nuestra propia carne, de manera que seamos los últimos de la línea, y a partir de nosotros comience una descendencia libre de semejante legado antinatural. Desde la ciencia se llama comportamiento heredado.

 

ni deis vuestros miembros como armas de iniquidad al pecado, sino ofreceos más bien a Dios como quienes, muertos, han vuelto a la vida, y dad vuestros miembros a Dios como instrumentos de justicia.

 

El fin de este comportamiento antinatural heredado desde las circunstancias de esclavitud a que ha estado sujeta la Humanidad es la perpetuación de semejante leyenda no humana. Los siglos y los milenios operando sobre una misma línea genealógica imprimen una conducta interna que se sucede en el tiempo. Vemos en la humanidad actual en qué manera millones de criaturas cuyos árbol genealógico ha estado sujeto a religiones esclavistas aún cuando se les ofrece la libertad permanecen en esos estados paternos que desde la muerte los reducen a la condición de criaturas inmundas (casta de los Intocables en el Hinduismo, por ejemplo). El culto a los muertos, sean patrios o ajenos, santos o simplemente considerados santos, es, desde esta realidad divina, una ofensa contra quien ha hecho de la Vida el Origen de la Libertad. Es nuestra responsabilidad suprema nacer a la Libertad de la Justicia Divina, romper las cadenas de las tradiciones y tener por Estrella del Futuro la Luz de la Vida. Todo hombre muerto sirvió a un propósito centrado en un Plan Eterno, pero el Viviente debe hacer su Camino y no arrodillarse ante el que hicieron quienes hicieron el suyo. Sus vidas son ejemplo de voluntad invencible y obediencia sin condiciones, pero como ellos no pueden vivir nuestra quien vive la vida de ellos renuncia a la libertad y se hace esclavo de la Muerte, aunque ésta se vista de vida. Sólo pues a Dios se le puede ofrecer la vida y quien a otro se la ofrece se hace esclavo de ése ante quien se arrodilla. Cabeza y cuerpo ambos son juzgados por el mismo delito por en cuanto habiéndole dado Dios a su Creación Viva una Cabeza sempiterna, su Hijo, la renuncia a formar parte de su Cuerpo, materializada en juramento, es rebelión contra la Sabiduría de su Padre Eterno. Rebelión hecha en la ignorancia, hemos dicho al principio, pero que una vez desintegrada la ignorancia por la luz de la inteligencia deviene demoníaca por la ofensa voluntaria y libremente asumida que supone darse por cabeza Alguien que no es el Hijo de Dios.

 

Porque el pecado no tendrá ya dominio sobre vosotros, pues que no estáis bajo la Ley, sino bajo la gracia.

 

¡Y es que siendo santa la Cabeza cómo su Cuerpo podría estar bajo la ley del pecado! Obra es del Eterno Padre de Jesucristo, para gloria Suya y Salvación de toda su Creación. Y lo contrario, que un hombre se proclame Cabeza de la Iglesia o del Pueblo de Dios es una rebelión abierta contra la Gloria del Unigénito. Rebelión cometida en la ignorancia y por tanto sujeta a la gracia. Pues bajo ningún concepto podemos juzgar a una Humanidad que ha estado sujeta a la corrupción en razón de un Plan de Salvación en cuyo Origen estuvo la Reestructuración del Reino de Dios y la Reconfiguración de su creación entera.

 

¡Pues qué! ¿Pecaremos porque no estamos bajo la Ley, sino bajo la gracia? De ningún modo.

 

Y sin embargo las obras hechas en la oscuridad del momento están condenadas a extinción bajo la luz del día. La Gracia nos fue dada y se derrama en la Humanidad para operar en el hombre las fuerzas necesarias que supone la conquista de la propia naturaleza a la imagen y semejanza de Dios. Sin cuya Gracia el hombre no puede vencer las consecuencias de sus pecados. Ahora bien, la Fe sin la Inteligencia de todas las cosas se corrompe, según está escrito: “Para que vuestra fe, probada, más preciosa que el oro, que se corrompe aunque acrisolado por el fuego”. Verdad que no necesita demostración de ninguna clase, al menos entre quienes tienen ojos para leer.

 

¿No sabéis que, ofreciéndoos a uno para obedecerle, os hacéis esclavo de aquél a quien os sujetáis, sea del pecado para la muerte, sea de la obediencia para la justicia?

 

En efecto, quien da su obediencia a otro hombre se hace esclavo de sus intereses y el poder del pecado actúa en él a través de la concupiscencia para producir en él obras de muerte. De lo cual la Historia del Cristianismo, por no meternos en profundidades universales, está llena de ejemplos. El Hijo de Dios vino a liberarnos de toda esclavitud, mediante la unión a su Espíritu en cuanto Cabeza y Cuerpo. De tal manera que siendo Él el espíritu de la Libertad en persona ni ahora ni nunca nadie pueda sujetar nuestra voluntad y obediencia a otro que no sea el mismo Dios, su Padre. Siendo miembros del Cuerpo de su Hijo es Dios quien nos mueve a todos acorde a su Infinita Sabiduría, buscando en todos el bien de todos. ¡Bajo qué autoridad y sabiduría hombre alguna puede reclamar para sí semejante infinito Poder sino en la ignorancia! ¿Habiendo sido engendrados para la Sabiduría cómo renunciar a nuestra Herencia a fin de santificar la Ignorancia de los hombres y siervos de Cristo? ¡Cuánto menos, se entiende, darle crédito alguno a las sabidurías de los demás hombres!

 

Pero gracias sean dadas a Dios, porque, siendo esclavos del pecado, obedecisteis de corazón a la norma de doctrina que os disteis, y, libres ya del pecado, habéis venido a ser siervos de la justicia.

 

Ciertamente el elogio de San Pablo a los Romanos que habrían de seguirle al matadero del circo de los Césares hizo honor a la Palabra de Aquel que los llamara al martirio. “Lo que el Padre me ha dado es lo mejor”, los ojos puestos en sus Discípulos confesó Jesús en público. Nosotros, vista la cosecha, nos atrevemos a decir: No sembró Dios su Palabra en carne de hipócritas.

 

Os hablo al modo humano en atención a la flaqueza de vuestra carne. Pues bien, como pusisteis vuestros miembros al servicio de la impureza y de la iniquidad, así entregad vuestros miembros al servicio de la justicia para la santificación.

La llamada a martirio y el anuncio de la Hora de la Verdad a las puertas no puede ser más directo. ¿No se ha dicho siempre que el héroe no se hace por falta de miedo sino por ser valiente y superarlo? ¡Quién culpará a aquéllos hijos de Dios, de la descendencia de Abraham, de sentir en sus carnes el horror por el que habrían de pasar! ¡Y con qué gloria no iba Dios a recompensar a quienes liderarían su Rebaño al matadero, con su sacrificio levantando la Imagen del Hombre delante de toda su creación! ¡Cómo dudar que el Hijo subiera a la Cruz! Quien tenía el Poder de resucitar a los muertos no tenía nada que temer nada de la Muerte. La Duda que pesaba en la creación era: ¿pero y los hombres, superarían el miedo a la Cruz, tanto más horrorosa y terrible su visión cuán libres de todo delito estarían los llamados a superar esa prueba? San Pablo no duda, no se deja vencer, y no sólo no se amilana sino que da esperanza, fortalece, anima y se pone en primera fila. Cuando la Hora sonó el Hombre daría la cara. Es la Esperanza por la que murió Jesucristo. Esperanza que como anunciaría el rey sabio “no se vería defraudada”. Y no se vio.

 

Pues cuando erais esclavos del pecado, estabais libres respecto a la justicia.

 

La doctrina, el evangelio jesucristiano de San Pablo no es improvisado ni una fabricación al caso. Sus verdades permanecen sempiternas en su valor y su aplicación.

El mundo, independientemente de la zona, no condena a quien sigue su ley, sino a quien tiene por meta criticarla, perfeccionarla, darla por muerta y hacer que su espíritu renazca de las cenizas. Mientras se sigue las reglas de su juego no pasa nada; es cuando el valor de esas reglas se ve con ojos despojados de la venda con la que se nos quiere cuando comienza el verdadero show. En entonces cuando se ve la verdadera naturaleza de las obras frutos de la justicia humana. Muchos han sido quienes han vivido los efectos de esta oposición. El Cristiano más que ninguno y mientras exista el mundo su espíritu será la fuerza que mantendrá la justicia humana en crecimiento continuo.

 

¿Y qué fruto obtuvisteis entonces? Aquellos de que ahora os avergonzáis, porque su fruto es la muerte.

 

Es decir, el provecho propio y no el de la Vida de todos los hombres. Muerto el hombre se acabó el fruto de sus obras hechas en el espíritu de la ley del mundo.

 

Pero ahora, libres del pecado y siervos de Dios, tenéis por fruto la santificación y por fin la vida eterna.

 

Dos realidades en una. El bien de todos, yo con todos, yo para todos; y la vida eterna como meta de las aspiraciones existenciales del Viviente.

 

Pues la soldada del pecado es la muerte; pero el don de Dios es la vida eterna en nuestro Señor Jesucristo.

 

Los cristianos, libres de la Ley

¿O ignoráis, hermanos, hablo a los que saben de leyes, que la Ley domina al hombre todo el tiempo que éste vive?