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EL EVANGELIO DE CRISTO SEGÚN SAN PABLO

 

26

La reprobación de Israel

 

Pocas veces se tiene la oportunidad de leer compendiada la historia de la Humanidad entera en unas cuantas líneas. Toda sabiduría humana, sea científica, teológica, o simplemente ideológica, a la postre no es más que un sustituto hecho a la medida de la racionalidad de los siglos, sucedáneo animalesco con el que la necesidad de conocimiento que por naturaleza el Hombre tiene pretende suplir la carencia de la verdadera Sabiduría, aquélla en cuyo seno se tejiera la Idea del Hombre que Dios concibió en carne cuando con su todopoderosa Palabra le dio la vida. Desde el día después de la Caída hasta la Primera Hora de este Nuevo Día la historia de la Civilización humana es un calvario sangriento y estremecedor de Caín en Caín. Como si se tratara de un caldo de cultivo para el pensamiento el golpe en el cráneo hizo temblar el edificio de la inteligencia del Hombre y el fruto de su camino en las tinieblas se resolvió en más razones para matar a Abel, otra vez, una vez más. A esta realidad se redujo la Tragedia del Hombre, a repetir siglo tras siglo y a escala cada vez mayor el fratricidio que dio el pistoletazo de salida a aquéllos seis milenios de guerra civil mundial que, Hoy, expiran. Nadie duda de que aun viendo alborear el Fin de la Tragedia el último tramo del camino lleva en su frente la marca acumulada de las fuerzas destructoras que hicieron de nuestro mundo un espectáculo triste y sobrecogedor. El destino sin embargo está escrito. No desde Ahora sino desde hace mucho. Conociendo al Autor, San Pablo se permite escribir este capítulo de esperanza profética y visión de un futuro en que la nación todavía no destruida y después de ser dispersada y perseguida regresaría a su origen para ser sujeto de la misma Gracia que el Dios de Israel esparciera con tanta generosidad sobre nuestras casas, nosotros, los hijos de aquéllos padres por el pecado del padre de Israel expulsados de la Presencia de nuestro Creador y entregados al imperio del Infierno sin más ayuda para vencer sus designios antihumanos que las fuerzas naturales alrededor de cuyas columnas maestras fuera tejida nuestra creación. De nadie es pues la gloria y a nadie le debemos nuestra victoria, sino a Aquel que tejiera nuestro Ser en la cuna de su Omnisciencia y antes de nacer nos viera en la plenitud de nuestra Edad para Alegría de su Espíritu y Bien de todos los Pueblos de su Reino. Como quien vive en esa Omnisciencia e hijo de la Sabiduría habita en su Palacio, deleitándose en la estructura de su Pensamiento, San Pablo derrama su conocimiento para edificación de la Esperanza Universal de Salvación que habría de revelarse al final del camino, al alba del Día por el que la creación entera, expectante, aguardaba impaciente el nacimiento de la Descendencia de Cristo. Así pues, entramos en materia.

 

Pero digo yo: ¿Han tropezado para que cayesen? No ciertamente. Pues gracias a su transgresión obtuvieron la salvación los gentiles para excitarlos a emulación.

 

Como hemos dicho, sabemos y nos podemos imaginar la Caída del padre de los judíos, nuestro Adán, fue el epicentro del mayor terremoto que Dios en persona viviera desde hacía edades interminables. La declaración de guerra que una parte de sus hijos le arrojara a su Espíritu Santo al rostro fue el detonante explosivo final que le abrió a Dios los ojos y le puso frente a frente a su verdadero enemigo: La Muerte. La locura que suponía que una criatura albergase esperanza de echarle un pulso a su Creador y salir vencedor no admitía peros ni mases. La Muerte, fuerza increada, sin principio, como la Vida, la Materia y el propio Dios, era el enemigo de la Creación en tanto en cuanto su Fundación y Edificación suponía su destierro de los límites del Infinito y la Eternidad. La Vida y la Muerte, como dije en la Historia Divina, habían existido desde la Eternidad como parte internas de la estructura de la Realidad. El Día que Dios pensó la Inmortalidad la declaración de guerra de Dios contra la Muerte fue un hecho. El caso es que Dios estuvo viviendo la Muerte y la Vida en tanto que procesos mecánicos internos a la propia Fuerza Increadora en el Origen de los Mundos. Desde su Inteligencia Creadora lo único que había que hacer era intervenir en esos procesos, redirigirlos y proceder a la Inmortalización. Durante todo el Periodo de Formación de su Inteligencia Creadora su pensamiento estuvo trabajando sobre esa base material. Cuando por fin descubrió la llave de la Inmortalidad creyó El que su victoria sobre la Muerte se había consumado, y procedió a la creación de vida inmortal. Según fue avanzando en la materialización de su proyecto Universal los Hechos conocidos como las Guerras del Imperio del Cielo fueron destellos de la existencia de un factor desconocido, imprevisible y que no se sujetaba a su control. Encontró justificación para los Hechos en la estructura de las circunstancias y procedió a la Revolución en cuyo seno sería concebida la Idea del Hombre. Y procedió a su Creación. Creó Dios los Cielos y la Tierra y todo cuanto existe en nuestro mundo y llegó al Hombre. La Idea Madre en cuyas entrañas tejiera nuestro Creador las fibras de nuestro Ser eterno no la conocía nadie. Era algo que se descubriría a su tiempo. Lo que sí estaba claro es que Dios quería marcar un Antes y un Después y estaba dispuesto a ponerle un Fin a la Ciencia del Bien y del Mal, cuyo fruto era la Guerra. Razón por la cual, usando el símbolo como objeto de entendimiento universal, diciendo: “El día que comieres, morirás”, le prohibió a toda su Casa, del Cielo y de la Tierra, bajo pena de destierro eterno de su Reino, comer del fruto a sus ojos maldito. Lo que para Adán significaba la Prohibición estaba claro para Adán. A saber, que la Civilización, de la que él era su Cabeza, se extendería en el tiempo y el espacio, llenando el mundo de la Tierra de un confín al otro, no por la fuerza y la violencia: sino como fruto de la Paz que procede de la Sabiduría. La Caída estuvo en hacer que la impaciencia de Eva arrastrara a Adán a jugar con la Idea de la conquista del mundo por la fuerza de la superioridad que le era innata en cuanto hijo de Dios. Se aceleraría todo el proceso en el tiempo y la velocidad de la conquista del mundo se doblaría en esa razón. La trampa era genial. Pero tenía un talón de Aquiles. El homicida no tenía que hacerse pasar por hijo de Dios, porque lo era, pero sí tenía que manipular la inteligencia de Eva al declarar bajo falso juramento que le hablaba en nombre de Dios, padre común de ambos, Adán y Satán. Esta necesidad implicaba la transgresión del Mandato Divino y, en consecuencia, conllevaba una declaración de guerra contra el Espíritu que le dio vida a la Prohibición. La locura era, por tanto, total. Y en cuanto era total Dios no podía dejar de sentir la muerte de su hijo menor, Adán, sino como un terremoto ontológico que había de abrirle los ojos y ponerle delante el rostro de su Verdadero Enemigo, la Muerte.

 

Y si su caída es la riqueza del mundo, y su menoscabo la riqueza de los gentiles, ¡cuánto más lo será su plenitud!

 

Sucedió justamente lo contrario de lo que Dios había planeado. Dios había dispuesto que a Su regreso su hijo Adán regresaría a su tierra natal, Sumeria, y elegido como rey por todas las familias de Mesopotamia, desde esta base madre la Civilización se extendería pacíficamente hacia todos los puntos cardinales. Atrapado en el Dilema de la absolución de Adán por ignorancia de la verdadera razón criminal bajo cuya fuerza cometiera su pecado o la aplicación del Castigo debido al Crimen, aceptando la declaración de guerra contra su Creación y Reino, y ante el descubrimiento que había hecho, Dios actuó como todos sabemos. La Batalla Final entre Dios y la Muerte, por fin, tenía lugar. La Eternidad y el Infinito habían estado esperando esta Batalla desde el mismo día que sin conocimiento de causa final Dios le declarara la Guerra a la Muerte. Hombres y e hijos de Dios, todas las criaturas habían sido atrapadas en la Batalla y, una vez, revelada la verdadera estructura de la realidad: cada cual debía decidirse por un bando o el otro.

Para quien eligiera el Imperio de la Muerte, es decir, un Universo gobernado por dioses más allá del Bien y del Mal, inviolables e inmunes a la Ley, el Destierro Eterno de la Creación de Dios.

Para quienes eligieran el Reino de Dios, es decir, un Universo gobernado por un Cuerpo Divino desde su Cabeza hasta el miembro más humilde sujeto a Ley, como se vio en la Cruz, donde el mismísimo Primogénito de Dios, Cabeza de su Reino, se sujetó a la Ley vigente según la cual cualquier judío de nacimiento que rompiera el Contrato de Moisés con los hijos de Israel tenía que ser colgado de la cruz; de quienes eligieran este Reino, ese Reino.

Y si el Símbolo del Principio fue real, quiso Dios demostrar su Realidad en la Cruz del heredero de Adán, para que por los Hechos se viera que la Justicia y la Ley no se basan en el capricho de un Ser omnipotente y todopoderoso que impone su voluntad en razón de esa misma fuerza, sino en el Amor por la Vida y la Creación que en tanto que Ser y Persona le tiene el Creador a su Reino y Obra. Su Hijo, eligiendo el primero en qué bando quería situarse, si en el de quienes se decidieron por un universo de dioses criminales y asesinos que desde la Inviolabilidad de su Gobierno convertirían la Creación de Dios en un campo de juego para demonios infernales y malditos ajenos al dolor y la libertad de las criaturas; o si en el de un Reino fundado en la Paz, gobernado por la Justicia, y alimentado por la Libertad.  Hecha Su elección, le tocaba al resto de la Casa de Dios proceder a la propia, y desde ahí, avanzar hacia el Día en que la Humanidad, por fin liberada de su ignorancia, podría ejercer ese Poder de Elección, libremente y sin coacción, decidiendo en libertad cada pueblo y nación su suerte. Este es el compendio del Pensamiento de Cristo. Ahora sigamos.

 

Y a vosotros los gentiles os digo que mientras sea apóstol de los gentiles haré honor a mi ministerio

 

La suerte de Israel se decidió, entonces, en la fragua de unos acontecimientos respecto a los cuales ningún ser humano estaba al corriente. Y no estando, y pues que la Guerra entre Dios y la Muerte no sólo era imparable dada la aversión del propio Dios Padre a semejante transformación de su reino en un olimpo de dioses asesinos, cuya gloria pretendía basarse en la filiación divina, haciendo así de su Padre la fuente de sus crímenes monstruosos y horrendos... No estando en el conocimiento de la verdadera estructura interna de los Acontecimientos por los que la Creación entera estaba pasando, era imposible que judíos y gentiles no se alzasen contra Cristo y su Casa. Los unos como los otros, todos eran esclavos de las consecuencia de una Batalla Final que se había gestado en la eternidad, antes de que la Increación deviniera en Creación, y alcanzado el punto cumbre del encuentro, pasaba Primero y sobre todo por el Hijo de Dios, cuya decisión debía realizarse ante los ojos de todo el Universo: El era el Único que conocía esa realidad y el Único que podía decidir por sí mismo de qué lado se ponía, de la Muerte o de la Vida. Por esto su declaración: Yo soy la Vida, afirmaba su Camino hacia la resurrección, sobre cuya Victoria la Creación entera, como David por las calles, bailó desnuda ante su Señor y Creador.

Hijo de Dios, aunque ausente en carne, en espíritu me sumo a las galaxias de seres que entonaron cantos y desnudos bailaron alrededor del fuego de la Victoria la gloria de Aquel que llenando de gloria el Corazón del Padre de las estrellas del infinito cosmos hizo que de nuestros labios saliera la Palabra de vida eterna que recorriendo las tierras llena el mundo entero y grita incansable su mensaje de esperanza: Jesús es el Rey, Jesús es el Señor, en nadie tienes, Israel, tu Mesías sino en Aquel que se alzó contra la Muerte y ante cuyos ojos el terrible Maligno de nuestras pesadillas no es más que un patán con vocación de loco que se atrevió a soñar con ponerse a la altura de la planta del pie de tu Dios. Escucha, Israel, la voz de la misma Sabiduría que eligió tu carne para proceder a la consumación de la revolución cósmica cuyo origen se remonta a la Eternidad. Como no fuimos rechazados eternamente de la Luz de nuestro Creador, tampoco tú, como ves por los hechos, lo has sido.

 

por ver si despierto la emulación de los de mi linaje y salvo a alguno de ellos.

Pagaste el precio de un delito dictado por la estructura de una Batalla ajena a nuestro mundo, entre cuyos límites fuimos todos atrapados con la esperanza maligna de acabar todos destruidos, para deshonra de Dios. Tu destino estaba escrito desde el día que tu padre Adán fue conducido al matadero por criaturas inmundas, rebeldes sin más causa que su locura, enemigos de toda verdad, paz y justicia. Todos fuimos actores secundarios en el Duelo entre el hijo de Eva y el hijo de la Muerte. La decisión final es sin embargo, tuya.

 

Porque si su reprobación es reconciliación del mundo, ¿qué será su reintegración sino una resurrección de entre los muertos?

 

Pues si hubieran conocido la estructura de los acontecimientos, lo mismo judíos que gentiles, ¿quién se hubiera atrevido a ponerle un dedo encima al Unigénito de Dios? Con todo, aquello no era un juego, y la decisión no sería un Sí por ahora y un No para luego; de manera que como la sangre es lo más sagrado para el hombre, por la sangre, lo más sagrado, el universo entero comprendiera que la decisión Final de Aquel que para Dios lo es todo, su Primogénito, fue eterna. Tenía que haber un nuevo Antes y Después, por tanto. De la muerte de un hombre surgiría la resurrección de todos. Era necesario que así fuese; y así se hizo.

 

Que si las primicias son santas, también la masa; si la raíz es santa, también las ramas.

Lo cual nos plantea, llegado al extremo del camino y delante del nuevo horizonte, la necesidad de la edificación de una nueva estructura de fraternidad entre cristianos y judíos: Abandono de acusaciones, de traumas sufridos por unos y otros, y renacimiento de todos en todos a la luz de un nuevo día que requiere de todos la unidad indivisible e indestructible de quienes, más allá de la carne y sus orígenes, proceden a tomar su decisión personal frente a y delante del Dios de todos. El más fuerte, en este caso, el cristiano, es quien debe echar abajo el muro de la enemistad histórica que, en la ignorancia a la que todos, cristianos y judíos, quedamos sujetos, fuera erigido, y estuvo en la causa del holocausto que, viviendo al otro lado, sufrieron los padres de quienes Hoy tienen el poder de elegir libremente entre la Muerte y la Vida, entre la verdad y la Mentira, entre el Odio que nace de una memoria herida jamás curada o el amor de un espíritu renacido a la luz de una Esperanza universal que se derrama imparable como un sol de justicia por los cuatro rincones de la Tierra.

 

Y si algunas de las ramas fueron desgajadas, y tú, siendo acebuche, fuiste injertado en ella y hecho partícipe de la raíz, es decir, de la pinguosidad del olivo, no te engrías contras las ramas.

No caben, acusaciones por en cuanto todos fuimos pasto de fuerzas contra cuyo poder ningún hombre pudo actuar con pleno conocimiento de causa. Lo que se hizo se hizo desde la ignorancia. Unos y otros, y todos fuimos actores sin estrella en una historia en la que dioses y demonios se jugaron su existencia. El dolor de Israel es el dolor del mundo, pero Israel debe hacer suyo el dolor del mundo. Fue su padre, Adán, quien arrastró a nuestros padres al infierno. Si el mundo judío ha vivido un holocausto, nuestros padres han vivido holocausto por cabeza. El Pasado ha muerto. El Futuro es el que vive. Jesucristo es el Mesías; Ayer, Hoy y Mañana.

 

Y si te engríes, ten en cuenta que no sustentas tú a la raíz, sino la raíz a ti.

De nada tenemos que jactarnos los unos y los otros. Hasta ahora hemos sido actores de reparto sin importancia en una Historia Divina que abarca entre sus brazos a todas las naciones de la Tierra. No hay en el guión escrito un apartado dedicado a la supremacía de una nación sobre otra. De Dios es la Tierra y todo lo que contiene y le ha dado la Corona de su reino a su Primogénito. La Plenitud de las naciones, de nuestro mundo como de la Creación entera, vivimos a la Luz de su Cetro por la eternidad de las eternidades. No hay más Rey que Aquel que Dios eligió, de la Descendencia de Adán, judío según la carne, ante cuyo Trono pusieron todos los hijos de Dios sus coronas. Y si así se hizo en el Cielo ¡cómo espera nadie que Dios le quite la gloria a su Unigénito! O ¿acaso Dios quita y pone al estilo del dios de dioses por el que abogaron los demonios?

 

Pero dirás: Las ramas fueron desgajadas para que yo fuera injertado.

La respuesta de Dios fue Cristo Jesús. Desde entonces la Iglesia repite esa respuesta para la salvación de toda vida, en reacción a la cual cada cual puede actuar según le dicte su libertad. La Ley o el Terror. La Verdad o la Mentira. La Justicia o la Corrupción. La Guerra es el fruto del terror, la mentira y la corrupción. La Paz es el fruto de la Verdad, la Ley y la Justicia. Todas las naciones hemos sido conducidas ante este dilema: Sí o No, aceptar a Jesucristo como Único Rey Universal, sempiterno, o vivir el destierro de los Rebeldes que prefirieron el terror a la Ley, la mentira a la Verdad, la corrupción a la Justicia. Lo que cada uno decida, eso tendrá.

 

Bien, por su incredulidad fueron desgajadas, y tú por la fe estás en pie. No te engrías, antes teme.

Es la decisión final ante la que todas las naciones teníamos que ser puestas, en la libertad que procede del conocimiento de todas las cosas, según ya dijera Pablo más atrás hablando sobre la expectación de la creación entera. La fe de unos y otros no exonera de la responsabilidad final.

 

Porque si Dios no perdonó a las ramas naturales, tampoco a ti te perdonará.

 

Ni cristiano ni judío, todo aquel que no doble sus rodillas ante el Rey que Dios le ha dado a su Reino, sea cristiano o judío, no entrará en su Mundo. Y todo aquel que la doble ante otro rey que no sea Jesucristo, en la Tierra como en el Cielo, se hace objeto de destierro de la Creación de Dios.

 

Considera, pues, la bondad y la severidad de Dios; la severidad para con los caídos, para contigo la bondad, si permaneces en la bondad, que de otro modo también tú serás desgajado.

 

No hay salvación para quien doble sus rodillas ante otro Rey que Aquel que Dios le ha dado a su Reino. Ni la fe ni la esperanza ni la caridad, nada ni nadie puede abrirle la Puerta del Reino de Dios a quien no niegue toda corona. Poner a los pies del Rey que Dios le ha dado a todas las naciones de su Reino el ser, he aquí la Puerta de la Salvación.

 

Mas ellos, de no perseverar en su incredulidad, serán injertados, que poderoso es Dios para injertaros de nuevo.

 

Y esta Puerta está abierta a todas las naciones, independientemente de su credo y religión. Y ninguna fe hay en el Cielo o en la Tierra que le dé acceso a nación u hombre que no doble sus rodillas ante el Rey Mesías que Dios le ha dado a su Creación.

 

Porque si tú fuiste cortado de un olivo silvestre y contra naturaleza injertado en un olivo legítimo, ¡cuánto más éstos, los naturales, podrán ser injertados en el propio olivo!

 

Y no hay ninguna otra condición, en el Cielo o en la Tierra, a la que darle Obediencia sempiterna, pues en esta Obediencia se resume y compendia el Misterio de la Divinidad entera. Que, como diría nuestro Pablo, está en Cristo, y este Cristo es el mismo Jesús, nacido de María, sobre cuya Cabeza Dios posó la Corona Universal de su Reino. Cualquiera que le dé su Obediencia a otra corona se rebela contra Dios y su recompensa es el destierro eterno de la Creación, su suerte es la de los demonios, sea cristiano o judío.

 

Porque no quiero, hermanos, que ignoréis este misterio, para que no presumáis de vosotros mismos: que el endurecimiento vino a una parte de Israel hasta que entrase la plenitud de las naciones;

 

Es lo dicho. La Necesidad de la Muerte de Cristo impuso unas leyes estructurales ante cuyo alud desatado ningún hombre o nación podía hacer absolutamente nada sino asistir impotente al desarrollo de los acontecimientos que estaban revolucionando el Edificio entero del Reino de Dios. Romanos y judíos, hablando de aquéllos días, al elegir entre un olimpo de dioses a la imagen y semejanza de Satán, y un Reino a la Imagen y semejanza de Dios, todos estaban abocados a crucificar al Hijo de Dios en el momento en que su elección fuera la que fue. A partir de esta Base la revolución universal seguiría su curso, fijando su horizonte en el Día de la Libertad, es decir, cuando Dios rompería su Silencio y su Sabiduría se derramara sobre todas las naciones para llevar a todas al conocimiento de todas las cosas, sin cuyo conocimiento no puede darse Elección libre de verdad.

 

y entonces todo Israel será salvo, según está escrito: “Vendrá de Sión el libertador para alejar de Jacob las impiedades. Y ésta será mi alianza con ellos cuando borre sus pecados”.

 

Lo cual, se entiende, depende exclusivamente de Israel, que, en fraternidad e igualdad con todas las naciones ya cristianas, debe doblar sus rodillas ante el Rey que el Dios de Abraham le ha dado a su Reino. Pablo habla desde la esperanza y en virtud de su fe repite lo que Dios profetizara desde antes incluso del Nacimiento de Cristo, a saber, que tendría Misericordia de los hijos de su siervo Abraham y, como la tuvo de los hijos de los gentiles, así la tendría de los hijos de aquellos judíos, autores de la Crucifixión, atrapados en la Tragedia de la Humanidad.

 

Por lo que toca al Evangelio, son enemigos a causa de vosotros; mas según la elección, son amados a causa de los padres,

 

De donde se ve que el amor de Dios por los judíos no fue borrado ni mucho menos, como tampoco dejó Dios de amar a su hijo Adán por su pecado. Ahora bien, siendo Juez, y siendo su Ley incorruptible, el dilema del diablo no podía afectarle y tenía que aplicar la Ley según juicio. Juicio que, insisto, no podía borrar el amor de Dios por los hijos de su siervo Abraham, como tampoco lo hizo por el hijo de Adán.

 

pues los dones y la vocación de Dios son sin arrepentimiento.

 

Más claro imposible. Dios no ama en vano. Ni tampoco habla en vano. Ni habla ni ama en vano. O ¿acaso por las faltas de los cristianos ha dejado Dios de amar a sus hijos, nosotros, inocentes de sus crímenes y pecados? ¿Bajo qué presupuestos, pues, dejaría Dios de amar a los hijos de Israel por el pecado de sus padres? Y lo mismo, Dios no podía dejar de aplicarle a los judíos el juicio contra el Crimen cometido contra los cristianos en razón del amor. Porque si el amor corrompe la justicia su destino es convertirse en la puerta del infierno.

 

Pues así como vosotros algún tiempo fuisteis desobedientes a Dios, pero ahora habéis alcanzado misericordia por su desobediencia,

 

La inmensa santidad de Dios, Juez y Padre, en consecuencia, la observamos en la plenitud de su fortaleza tal cual sale victoriosa del dilema del diablo. Primero hace que el pecado de un sólo hombre lo pague un mundo entero; y después hace que por el pecado de un único pueblo el mundo entero sea liberado del castigo que le fuera impuesto por el pecado de aquel único hombre, curiosamente padre carnal de este otro pueblo único. Las deducciones son vitales. Y su conclusión trascendente. A saber, Dios jamás quiso, al contrario de lo que han pensado, escriben y confiesan algunos, que la Caída de Adán se escribiese en los anales de su Creación. Pero una vez escrito el episodio, primaba lo importante y por esta ley el ser humano, judío y gentil, pasaban a ser actores secundarios. Por la misma Ley que fueron condenados todos los padres del mundo, por esa misma ley fueron condenados los hijos del hombre cuyo pecado diera lugar a semejante situación.

 

así también ellos, que ahora se niegan a obedecer para dar lugar a la misericordia a vosotros concedida, alcanzarán a su vez misericordia. 

De manera que si Dios reservó su justicia para los hijos de aquéllos padres, era de justicia que reservara su misericordia, igual y de la misma sobreabundante naturaleza, para los hijos del pueblo cuya caída fue determinada por la Caída de su padre.

 

Pues Dios nos encerró a todos en la desobediencia para tener de todos misericordia.

 

Depende de Israel su obediencia a la Voluntad del Dios de su padre Abraham, y obediencia a la Corona del Rey Mesías, en la justicia que ha consumado el castigo y determina la Libertad en toda su plenitud, libertad a imagen y semejanza de la gloria de los hijos de Dios, o sea, todos nosotros.

 

¡Oh profundidad de la riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán insondables son sus juicios e inescrutables sus caminos! Porque “¿quién conoció el pensamiento del Señor? ¿O quién fue su consejero? O ¿quién primero le dio, para tener derecho a retribución?"

 

Llegamos al término de la Tragedia de la Humanidad. Creados a imagen y semejanza de Dios, para gozar de la Libertad que procede del Conocimiento de todas las cosas, todos nuestros delitos se insertan en el agujero negro de la ignorancia a que fuimos condenados el día que, sin saber lo que hacía, Adán levantó entre el Creador y su Criatura el muro de la enemistad que el Espíritu de Dios le tenía a la Ciencia del Bien y del Mal. Este fue el Muro que vimos desnudo hasta su Roca de Fundación en la Encarnación y Resurrección de Jesucristo. Y aquél otro, el que nos separaba de nuestro Creador, el Muro que nuestro Creador, haciéndose hombre, echó abajo con sus manos omnipotentes y todopoderosas. Punto este que ha levantado entre judíos y cristianos, y entre cristianos y demás pueblos, un muro de enemistad basado en la ignorancia de unos y otros sobre la Relación entre Dios y su Hijo. Relación que, creados nosotros a imagen y semejanza de Dios a fin de que en nuestra paternidad podamos entender la del Padre, se resuelve diciendo que a la manera que un padre planea una obra y le da a su hijo el poder de la ejecución, de esta misma manera Dios Padre le muestra al Hijo todo lo que El hace para que haga todo lo que le muestra, siendo así su Brazo, el Verbo todopoderoso por cuya Palabra Dios hace todas las cosas.

Porque de El, y por El, y para El son todas las cosas. A El la gloria por los siglos. Amén.

Amén.

 

 

PARTE MORAL

27. La Vida nueva