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LUTERO, EL PAPA Y EL DIABLO
CRONICAS MEROVINGIAS
En sus orígenes los Francos fueron un sólo pueblo.
Aquel pueblo se multiplicó y, siguiendo la ley divina: Henchid
la tierra, dio lugar a las dos grandes ramas que andando el tiempo
crearían las dos naciones que conocemos hoy día como Alemania
y Francia.
Al principio el Rin fue la frontera entre las dos
ramas. La rama francesa fue la primera en cristianizarse, mejor
dicho, en convertirse al catolicismo. Este acontecimiento tuvo
lugar durante el reinado de Clodoveo, el verdadero fundador del
reino del que emergería el Sacro Imperio Romano Germánico -más
pomposo y a la medida del orgullo del alemán de la Reforma imposible
el título.
El abuelo de este Clodoveo participó -se dice- en
la guerra contra los Hunos. Coronado en el 481 la primera guerra
de verdad de Clodoveo fue contra el último romano que gobernaba
la actual Francia, un tal Siagro. Este Siagro intentó enemistar
al rey de los Visigodos, Alarico II, rey del sur de Francia y
del norte de España, con Clodoveo, pero Alarico le cortó la cabeza
al romano y se la mandó a Clodoveo en prueba de amistad. Gesto
que no le valió de mucho al rey de los Visigodos; ya que al poco
se vieron en el campo de batalla y Clodoveo le cortó a él la suya.
De este forma de devolver la amistad cualquiera diría
que los Francos eran peores que las bestias. La investigación
sobre la causa de la enemistad súbita entre ambos reyes vecinos
nos aclara las cosas.
La razón de la guerra entre Clodoveo I y Alarico
II fue la siguiente. Apoyado en el episcopado galo-romano de toda
la vida Clodoveo abolió los prejuicios de raza entre Galos, Romanos
y Francos. La sujeción de su reino a la ley de la igualdad debida
al cristianismo, aunque Clodoveo mismo no era católico, le valió
a su política muchos puntos entre todos los pueblos que formaban
las torres de su corona.
Como hubiera sido de esperar, de la conversión de
Clodoveo no tuvo la culpa ningún obispo, santos como eran los
de aquéllos días, sino una mujer, su mujer, Clotilde. A nadie
debe extrañarle que la Historia le diera el título de Santa. La
leyenda ha querido que el momento decisivo de la conversión de
aquel guerrero se emparejase con el otro a raíz del cual el Cristianismo
conquistó su libertad. Lo mismo que la victoria decisiva de Constantino
el Grande decidió la suerte de pueblos numerosos, la invocación
al Dios de santa Clotilde en el prólogo de la batalla decisiva
por su reino y la consecuente victoria barrió del guerrero franco
la duda y se hizo bautizar en el 496 por el famoso obispo de Reims,
san Remigio.
Para la Historia ha quedado la frase con la que este
célebre obispo bautizó a su hijo en Cristo. “Adora lo que quemaste,
quema lo que adoraste”. Como si estas palabras hubieran determinado
el futuro de Francia el pueblo francés hubo de esperar el nacimiento
de la Revolución para quemar lo que durante tantos siglos adoró.
La verdad es que la guerra con los Visigodos de Alarico
II la inició Clodoveo por culpa del primero. Alarico era arriano.
La conversión de Clodoveo y la reacción en cadena de conversiones
al estilo bárbaro provocó que el pueblo galo-romano, católico
desde antes de la conquista de su territorio por los Visigodos,
encontrara un defensor de su causa en el rey de los Francos. Ante
la esperanza de liberación que desató la conversión de Clodoveo,
Alarico II decidió acallar aquél grito al estilo anticristiano
más depurado. Y la persecución se hizo. Con esta medida criminal
Alarico II demostró ser más terco que un burro. Que esperase triunfar
donde fracasaron generales de la talla de un Diocleciano, por
ejemplo, le mostró a Clodoveo la clase de orejas de asno que el
rey de los Visigodos tenía. Y creyendo que a semejante asno la
cabeza de hombre no le convenía, fue y se la cortó.
¿Pero quiénes eran estos Visigodos en definitiva?
Lo mismo que los Francos, los Godos fueron en su
origen un único pueblo. Su origen estaba en el Norte, Escandinavia.
Como el resto del mundo los Godos se multiplicaron y se dividieron
en dos ramas principales, los visigodos y los ostrogodos. Durante
los primeros siglos del cristianismo los Godos se movieron del
Norte al Este y se instalaron en las costas del mar Negro, de
donde fueron expulsados por la marea de los Hunos. Ante el ultimátum,
unirse a los Hunos o perecer, los ostrogodos se unieron a Atila,
y se les encontró luego combatiendo a su lado en la famosa Batalla
de Paris.
La rama occidental de los Godos, los Visigodos, prefirieron
abandonar sus territorios y enfrentarse al imperio romano antes
que unirse a aquella manada de monstruos. Posiblemente de aquí
que los historiadores les dieran a los visigodos la fama de los
buenos y a sus hermanos ostrogodos la de los malos.
El emperador Valente les permitió a los Visigodos
el acceso el Imperio pero parece que los trató peor que a los
perros. Cuando dos de sus jefes más amados fueron asesinados por
los Novios de la Muerte, los Visigodos se pusieron en pie de guerra.
Se cuenta que el 19 de agosto del 378, 18.000 visigodos se enfrentaron
a 70.000 romanos y pasaron sobre las legiones como un tornado
por un pueblo de madera. La llamaron la Batalla de Adrianópolis.
El emperador Valente murió en ella con las botas puestas.
Encendidos sus corazones como carbones en llamas
por la victoria, los Visigodos se dirigieron hacia Constantinopla,
ciudad que no pudieron conquistar. Con el fuego de la Furia todavía
quemándoles las entrañas -algo que se les quedaría a sus futuros
descendientes, los españoles- los Visigodos se dedicaron a saquear
pueblos y regiones enteras, viviendo por un tiempo del cuento,
como en el futuro lo harían los Vikingos, sus parientes lejanos.
Así que un día los Visigodos se cansaron de hacer el pillo y pactaron con el emperador Teodosio tierra a cambio de paz. Teodosio el Grande aceptó. Al poco a Teodosio le salió un rival reclamando el Imperium. El recuerdo de los 18.000 contra los 70.000 en mente, Teodosio contrató a Alarico I, el flamante rey de los Visigodos, prometiéndolo mucho oro a cambio de ayuda militar. Alarico I, del que se dice que le gustaba el dinero más que a un niño una piruleta, chocó esos cinco. Y juntos aplastaron al aspirante al título de máster del universo romano. Pero en la batalla -del río Frígido la llamaron- los visigodos de Alarico soportaron todo el peso de la victoria. A la hora del recuento de muertos, en proporción a los de los romanos los muertos de los visigodos superaron en número bestial la diferencia. Alarico
I -de Tonto más que de inocente lo trató Teodosio el Listo- no
tardó en darse cuenta de la jugada maestra del Imperator Romano.
Sus hombres habían sido sencillamente sacrificados al dios de
la guerra. El escándalo convirtió otra vez la sangre visigoda
en fuego. Con aquel río de furia quemándoles las venas, Alarico
I el Tonto y sus supervivientes se lanzaron contra el país de
Grecia, Macedonia y Tracia, saqueándolo y destruyéndolo todo.
¡Una tontería como otra cualquiera!
Al poco murió Teodosio el Listo. Su general Estilicón
fue nombrado regente del imperio de Occidente. El deber le imponía
plantarle cara a Alarico. Lo hizo. Estilicón lo acorraló y estuvo
a punto de cortarle las agallas, pero Alarico logró salir vivo.
Arrianos que eran los Visigodos el enfrentamiento
contra el Imperio fue derivando hacia el terreno religioso. Lenta
pero sin pausa el odio hacia el Romano se transformó en odio hacia
el catolicismo. Una vez que este odio hacia el catolicismo se
instaló en sus venas, aunque Estilicón le ofreciera a Alarico
Yugoslavia entera por reino, Alarico sólo aceptaría como satisfacción
por los crímenes contra su pueblo el Imperium.
Después de devastar Grecia y Yugoslavia Alarico irrumpió
en Italia, cual Aníbal en sus mejores tiempos, dispuesto a saquear
Roma. Estilicón movilizó en su contra a todas las naciones bárbaras
aliadas: Suevos, Vándalos, Alanos.
En la Pascua del 402 Alarico mordió el polvo, por
fin. Pero como cualquier otro “elegido” -todos con más vidas que
un gato- otra vez logró salir vivo. Italia se había salvado, que
era lo importante.
Roma a salvo, el conglomerado de naciones aliadas
regresó a sus cuarteles, pero por el camino, charlando, se les
ocurrió una idea mejor, conquistar las Galias. De la idea pasaron
a los hechos y lo hicieron.
Estilicón, más preocupado con las cosas de la alta
política imperial que por la suerte de cuatro galos y medio, pasó
de la Imitación de Julio César. Constantino, general de las Islas
Británicas, no. A la distancia de un túnel bajo las aguas, Constantino
-no el Grande- respondió a la conquista de las Galias declarándose
César Imperator. Cruzó el Canal y su Rubicón, cargó con la cruz
de los césares: Alea jacta est, y se fue a buscar al cobarde
de Estilicón. Pero Alarico I el Tonto estaba allí para sacarle
las castañas del fuego a los Romanos -actitud que sus descendientes
heredarían y le daría al Español el carácter quijotesco que mostrara
en el siglo XVI, soportando solo el peso de la lucha a vida o
muerte de Europa contra el Turco-. Alarico aceptó la oferta de
Estilicón de rechazar juntos el peligro; los dineros por delante,
siempre, cerrado el trato Estilicón dejó en manos del Visigodo
detener al aspirante al título de Máster del universo mientras él se dirigía
hacia Constantinopla. Adonde nunca llegó porque fue asesinado
por el Senado.
Roto de esta manera el contrato, Alarico volvió grupas
contra Roma. Era el 408. Hacía 800 años que la Ciudad Eterna no
había conocido el asedio y el saqueo. Alarico devastó, saqueó
a placer y se llevó como rehén a Gala Placidia, la hermana del
emperador.
Alarico I murió al poco, y Gala Placidia se casó
con Ataúlfo, su sucesor. Este Ataúlfo fue el líder que dirigió
a los visigodos hasta España, y la conquistó. Su sucesor, Valia,
extendió la conquista hasta el sur de Francia, haciendo de Toulouse
su capital. El siguiente rey de la lista, Teodorico I, hijo de
Alarico I, se unió a los ejércitos europeos para defender al mundo
civilizado de la invasión de los hunos de Atila. Caído Teodorico
en el campo de batalla, su hijo Eurico se declaró independiente
de Roma.
De estos reyes descendía el Alarico al que Clodoveo,
rey de Paris, se enfrentó en el 506 y destruyó. Expulsados los
Visigodos de Francia, se retiraron al sur de los Pirineos y desde
Toledo reinaron sobre toda la península ibérica hasta que en el
711 fueron barridos por la marea islámica.
Como dije, el enfrentamiento entre Clodoveo el Católico
y Alarico II el Arriano vino a cuento de la conversión del rey
de Paris. El rey de Tolosa, arriano hasta la médula, se lanzó
a la persecución de todos los católicos de su reino. Estos, sacrificados
al odio de quienes decían ser cristianos pero con sus obras demostraban
todo lo contrario, llamaron en su socorro al rey Católico. Clodoveo
respondió como un hermano y destrozó las fuerzas anticristianas
que bajo el signo de la Cruz se habían refugiado a la espera del
momento para abrir las puertas del infierno de las persecuciones.
De esta manera fue casi todo el reino de Francia conquistado para
los futuros franceses. Sus hermanos francos ripuarios, los futuros
alemanes, seguían sin embargo sin tener su territorio nacional.
Cosa que tras la muerte de Clodoveo (511) arreglaría su hijo Thierry,
el conquistador de las tierras al este del Rin, padre del núcleo
desde el que había de formarse la futura Alemania.
Desde esta plataforma Clotario I siguió combatiendo
a los Sajones y a los Bávaros, a los que sometió. Pero a su muerte
el reino se arrojó en los brazos de la guerra civil fratricida,
el resultado de la cual fue la formación de dos grandes bloques,
el Este y el Oeste, sobre cuyas fronteras se forjarían las dos
naciones actuales: Francia y Alemania, de la que se desgajarían
Holanda, Bélgica, Austria y Suiza.
Sigeberto y Childerico, hijos de Clotario I, se casaron
con las dos hermanas visigodas Brunilda y Galesvinda, hijas del
rey español Atanarico, y nietas de Alarico II. Cómo llegaron a
casarse las nietas del rey muerto con los nietos del rey que lo
mató es uno de esos enigmas sin solución. La cosa es que Fredegunda,
la amante de Childerico, celosa de la reina Galesvinda la asesinó,
troceó su cuerpo y se lo arrojó a los perros. Childerico se rió
ante aquel ataque de celos latinos y la hizo su reina. Brunilda,
hermana de la reina asesinada, sobre la memoria de todos sus muertos
juró venganza. Y no paró de envenenarle la vida a su marido hasta
que lo condujo al campo de Caín y Abel.
Los hermanos se enfrentaron a muerte. Sigeberto obligó
a Childerico a huir. Childerico logró refugiarse detrás de los
muros de un castillo inexpugnable. Como no podían entrar a buscarlos
para matarlos ni ellos salir para morir, Brunilda cercó el castillo
donde la asesina de su hermana se escondió y se juró dejarla morirse
de hambre.
Habiendo el Cielo concedido justicia Sigeberto y
Brunilda reclamaron esta señal de los dioses como signo inequívoco
de su derecho a la corona de todo el reino de los Francos. La
coronación estaba ya en marcha cuando unos asesinos a sueldo, contratados
por Fredegunda, enviaron a Sigeberto con viento fresco al Cielo.
Brunilda logró huir, se alzó como regente del reino
del Este, Alemania, y mantuvo la guerra contra el reino del Oeste,
Francia, hasta que pudo pagarle al asesino de su hermana y de
su esposo con la misma moneda. Un día un asesino a sueldo le hizo
el favor a Childerico de mandarlo cuanto antes al infierno al
que él antes enviara a su hermano.
Entretanto Gontran, el otro hermano de Childerico
y Sigeberto, después de vencer a un aspirante a su corona, murió
legando a Brunilda y a su hijo su reino. A su muerte el hijo de
Brunilda volvió a hacer lo que sus padres, dividir el reino entre
sus hijos Teodoberto y Thierry.
En un principio los dos hermanos se unieron contra
Clotario II, el hijo de Fredegunda. Pero al final acabaron matándose
entre ellos. Thierry mató a Teodoberto y finalmente, durante los
preparativos de guerra contra el hijo de Fredegunda, él se mató
a sí mismo entre borracheras y orgías, en esto siguiendo a rajatabla
las buenas costumbres bárbaras.
Así las cosas, Brunilda fue a tomar las riendas del
poder supremo. Entonces los nobles alemanes, a los que no les
cabía en la cabeza que una mujer fuera a mandarlos, se pasaron
al bando enemigo. Brunilda Atrapada, después de matarle los nietos
que le quedaban, la ataron a la cola de un caballo, fustigaron
al animal y este corrió hasta destrozar a la pobre mujer. Así
fue cómo Clotario II volvió a reunir los reinos de Francia y Alemania
(año 614) en una mano.
El precio que pagó el rey de Francia por la corona
de Alemania fue muy alto. La elección de su Primer Ministro, o
mayordomo de palacio, sería Privilegium de los Príncipes
Alemanes, consejo de electores del que derivaría su homólogo imperial
sacro germano. También tuvo que firmar la promesa de no intervenir
en la elección de los obispos. Y sobre todo y ante todo firmar
la autonomía de gobierno de Alemania. El rey no tuvo más remedio
que aceptar, aunque a su manera, sentando en el trono alemán a
su propio hijo Dagoberto.
De todos modos Dagoberto I, presintiendo inconscientemente
la fuerza de Pipino Landen lo retiró del gobierno. Creyó que dándole
el puesto de primer ministro de Alemania al hijo del obispo de
Metz, de la sangre de Pipino, lograría exorcizar el peligro.
Apenas muerto Dagoberto su hijo Sigeberto sacó de
las sombras al antiguo mayordomo de palacio. A la muerte de éste
un advenedizo llamado Otto desplazó al hijo del difunto Pipino,
quien a su vez dio el correspondiente golpe de estado y recogió
lo que le pertenecía por herencia. Este quiso llevar tan lejos
su ambición que acabó quitando y poniendo rey. Desgraciadamente
los Príncipes Electores Alemanes no pudieron soportar aquella
abolición de sus derechos y volvieron a entregar, como ya hicieran
con Brunilda, el golpista al rey de Francia. De esta nueva manera
el rey de Paris volvió a tener las dos coronas en sus manos. Murió
al año siguiente, 657 de nuestro Señor, de la enfermedad de los
merovingios, enviciado hasta los ojos.
Clotario III le sucedió. Debía ser un chiquillo cuando
le coronaron porque su madre actuó de regente. Cuando por fin
tuvo uso de razón Clotario coronó rey de Alemania a su hermano
Childerico. Su primer ministro murió y le sucedió un tal Ebroín,
una especie de Rasputín que se jugó el cuello contra los derechos
de los Príncipes Electores ignorando cómo se las jugaban sus altezas
alemanes. Estos, bajo la bandera sacra del obispo de Autun, derrocaron
al primer ministro de París, lo encadenaron, y a su rey lo obligaron
a retirarse a un convento. Y así fue cómo Childerico II, el rey
de Alemania, se sentó en Paris como rey.
Por poco tiempo. Lo mataron al pobre cuando ya empezaba
a cogerle gusto al asiento. Se sospechó que lo mataron por haber
desterrado al primer ministro alemán y al obispo, los dos hombres
que lo llevaron en hombros a la catedral de Reims. Y la anarquía
se hizo. El primer ministro alemán regresó del exilio, y proclamó
rey de Alemania a Dagoberto II; mientras el obispo hacía lo mismo
y consagraba rey de Francia a Thierry III.
Todos contentos estaban cuando Rasputín Encadenado
rompió las argollas, reunió a todos los descontentos, que debían
haber sido muchos, reconquistó Francia y condenó a muerte al obispo
quita-y-pon-reyes. Enseguida le declaró la guerra al rey de Alemania.
Este le reconoció su rango de primer ministro de los dos reinos,
y como Pipino de Heristal, nieto de Pipino Landen, y su socio
Martín le plantaran cara, los hizo morder el polvo, resultando
muerto de la indigestión el segundo.
El primero, Pipino de Heristal era el hijo de una
santa, hija de Pipino Landen. Desde su puesto de primer ministro
a la sombra del verdadero primer ministro de Francia y Alemania,
el hijo de la santa esperó su turno para vengar su honor alemán
humillado. La ocasión vino tras la muerte del Rasputín de Paris.
Su sucesor Waratón y su hijo, no pudiendo compartir
la misma tarta, comenzaron a guerrear entre ellos, lucha a la
que se unió el yerno del primero, escándalo total que aprovechó
el primer ministro alemán para imponer orden y salir de la contienda
como el único Bismarck del mundo de los Francos.
Thierry III, Clodoveo III, Childeberto III y Dagoberto
III fueron simples títeres en sus manos. Los Príncipes Electores
Alemanes fueron quienes de verdad gobernaron durante esos años
el Reino Merovingio. A la muerte de Pipino su viuda Plectrude
quiso regentar el reino, pero los machos alemanes, no pudiendo
soportar ser mandados por una hembra, la mandaron de vuelta adonde
pertenecía, a la cocina. Subió al poder el legendario Carlos Martel.
Al contrario que los grandes héroes nacidos bajo
la estrella de las armas, todos hijos de muy santas madres, este
Carlos era el hijo de una querida de su padre. Fue él, sin embargo,
quien en Poitiers, en el 732, les paró los pies a los ejércitos
islámicos que, después de haber destruido el reino de los Visigodos,
querían hacer otro tanto con el de los Francos.
Gloria a él, aunque pecase de exceso al expropiar
a la Iglesia para pagarle a sus soldados con qué. Amante de su
pueblo, al Apóstol San Bonifacio no sólo no le cortó el paso sino
que puso a su alcance de toda la ayuda que necesitase. En lo demás
Carlos Martel, el Martillo de Dios, siguió siendo un Franco, o
sea, un bárbaro que siguió creyendo que su padre original fue
un dios, y la sangre azul de aquel dios se transmitía de papás
a hijos y por tanto siendo todos sus hijos divinos, todos tenían
derecho a una parte de su imperio.
A su muerte Carlos Martel volvió a dividir el reino
entre sus dos hijos, aunque, al contrario que sus predecesores,
Carlomán y Pipino mantuvieron buenas relaciones, como de hermanos.
Tal vez fuera la influencia del Apóstol Bonifacio. Movidos por
la piedad y la caridad reinstauraron la obsoleta dinastía merovingia
en la persona de Childerico III.
No por mucho tiempo. Carlomán sufrió un ataque místico
y se encerró en un convento. Dejado solo y después de consultarlo
con el papa Zacarías el primer ministro fue coronado rey de Francia
y Alemania. Los tiempos de los francos franceses habían pasado,
ahora les tocaba a los francos alemanes mostrar de lo que eran
capaces. Se dice que de haberle aconsejado el papa lo contrario
Pipino el Breve no hubiera elevado la cabeza de Alemania sobre
el resto de las naciones cristianas.
En líneas generales este es el origen de la Alemania
de Lutero, sin perder de vista que su trayectoria aún estaba unida
a la de Francia, de cuya Historia se desligaría en breve. Y en
definitiva, volviendo a la tesis en curso: ¿si las almas de las
naciones que duermen a la espera del Juicio Final no pueden saber
qué les espera, cómo podremos saberlo nosotros? ¿A qué estaba jugando
el autor de estas Tesis? ¿A salvar a Dios para condenar al resto
del mundo?
QUINTA
PARTE
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