www.cristoraul.org |
||||
---|---|---|---|---|
LUTERO, EL PAPA Y EL DIABLOQUINTA PARTESobre la Rebelión de Lutero
La palabra polémica viene de la palabra griega “polemós” que significa: guerra. En este
capítulo voy a demostrar que el acto de traspasar de pecho a costado
una hoja de papel y clavarla contra la puerta de una iglesia fue
una declaración de guerra, tan real y mortífera como lo fuera
la de aquella Serpiente que con toda la aparente inocencia del
mundo en sus labios y, sin quererle hacerle daño a nadie, le clavó
a Dios el puñal de la traición hasta el mismísimo alma.
Y es que la relación que hasta ese momento la nación
alemana y el obispo de Roma habían mantenido, obviando sus hazañas,
se parecía tanto a la de una madre con su hijo que, por fuerza,
la Reforma tenía que sentarle a la iglesia católica como a Jesucristo
le sentó la traición de Judas, con la diferencia de que Jesús
la vio venir y el obispo de Roma, preocupado como estaba por construirse
una “casita”, no se enteró de nada hasta que por su culpa Cristo
perdió la Unidad de su Cuerpo y Reino.
Pero no sólo voy a demostrar que las 95 Tesis fue
la declaración de guerra de la iglesia alemana al obispo de Roma.
Voy a demostrar también que el acto de condenar a todos los católicos
de todo el universo por el pecado de un obispo fue un acto de
locura, un ejercicio de divinidad que, si le competía a Dios condenar
a todo el mundo por el pecado de un sólo hombre, su imitación
por Lutero, cuando por el pecado del obispo de Roma sentenció
al infierno a todos los católicos del mundo, ese día Alemania
firmó el contrato por el que sus hijos llevarían al resto del
mundo al campo de batalla de la Segunda Guerra Mundial.
Voy a demostrar también que el obispo de Roma ni
era Santo ni era Padre, y si alguna paternidad se le podía adjudicar
por entonces era la debida a la que le obligaban los hijos tenidos
de sus amantes.
Voy a demostrar que la Reforma fue una guerra entre
siervos por el poder. En la que si una parte, el obispo de Roma,
había cometido contra su Señor el pecado de Negarle, erigiéndose
en cabeza de la Cristiandad, la otra parte, Lutero y sus hermanos:
al ejercer de dioses y condenar por el pecado de un obispo al
resto del universo católico, voy a demostrar que emitiendo este
juicio final contra las demás iglesias la iglesia alemana cometió
un pecado aún más terrible que el del obispo de Roma.
Voy a demostrar cómo el pecado lleva a la muerte,
y la Muerte a la guerra. Y que si hubo guerra, como cuando hay
un divorcio, es porque hubo dos partes implicadas en los prolegómenos
de un conflicto, partes a las que puede aplicársele el reto de
Jesucristo: quien esté libre de pecado que tire la primera piedra.
Voy a empezar por el obispo de Roma, la parte condenada
y enviada al infierno por la otra parte protagonista del conflicto.
Y voy a empezar diciendo que o se es santo toda la vida o no se
es. Quiero decir, la santidad no es una chaqueta que hoy me pongo
y mañana me quito. Cuando creemos que el Espíritu Santo es Dios
declaramos y confesamos justamente eso, que porque participa de
todos los atributos naturales al Ser Divino podemos tener toda
la confianza en la invitación a la vida eterna que el Padre y
el Hijo nos hicieron.
Siendo el espíritu del Padre y del Hijo uno y sólo
uno, y la cualidad que en orden a la vida y existencia de su Reino
mejor define la naturaleza de Cristo es la Santidad, al elevarlo
Dios a su Naturaleza nos asegura que, como Dios no puede dejar
de ser quien es, tampoco su Espíritu puede dejar de ser lo que
es.
Quien a sí mismo se llama Santo debe cumplir esta
ley de santidad perpetua. Así que si el obispado de Roma con todas
las de la ley se merece esa gloria lo mejor que podemos hacer
es juzgarlo nosotros mismos por sus obras. Quiero decir, San Pedro
no fue elevado a los altares por haber negado tres veces a Dios
en Jesús. Al contrario, la santidad del Hijo de Dios se descubrió
en su humildad al no condenar por una debilidad pasajera a quien
su Padre había elegido como Jefe de los Apóstoles.
Voy a demostrar que cuando Lutero condenó al sucesor
de San Pedro en razón de sus pecados, aunque con toda la razón
del mundo, esta razón no era suficiente para adjudicarse él la
santidad que, de haber rechazado el Hijo al elegido de su Padre,
ni el propio Hijo de Dios se hubiera merecido. La ausencia de
aquella humildad jesucristiana fue el pan de cada día que Lutero
le sirvió a la iglesia alemana. Pero para que nadie crea que la
inteligencia de un hijo de Dios puede ser comprada o vendida en
virtud del Amor a su Madre voy a empezar por quien sin su pecado
no hubiera habido culpa de la que lamentarse.
Corría el año 903 de la Primera Era de Cristo. En
su maravillosa omnisciencia salvadora Dios había predeterminado
que el Diablo fuera liberado al término de este primer milenio.
Consciente de lo duro que la condena de destierro ad eternum de su Creación resulta a oídos de sus hijos quiso liberarlo de
su prisión para que todo el mundo viera cómo en lugar de doblar
sus rodillas y pedir misericordia a lágrima viva el Maligno preferiría
hacer más honda su ruina. La profecía había sido escrita. Ningún
siervo del Señor tenía excusa para echarse a dormir una hora antes
de la liberación anunciada. Éstos no sólo dormían sino que vivían
y le hacían vivir a la cristiandad una terrible pesadilla.
Para celebrar el nacimiento del siglo X, antesala
del milenio por cuyo campo el Infierno extendería su grito de
guerra contra el Reino de los cielos en la Tierra, el obispo de
Roma, un hombre llamado Sergio, su número el 3, bajó hasta las
catacumbas de su reino.
En misa negra, ad maiorem gloriam del Diablo que
en su prisión se removía loco por ver llegar el día de su liberación,
aquél obispo de Roma le ofreció en sacrificio a Satanás la vida
de sus dos predecesores, ambos en la cárcel.
Aquél Sergio III degolló a Cristóbal y León, también
obispos de Roma. Con este sacrificio humano al estilo de los mejores
días de las religiones más antiguas y salvajes registradas en
las crónicas negras de la triste memoria de nuestro mundo, con
aquél doble crimen, ejecutado por un “Santo Padre” comenzamos
esta historia.
De aquéllos dos desgraciados “santos padres” el más
desgraciado se llamaba León, el V de su especie. El otro “santo
padre”, el que se llamaba Cristóbal, dio contra él un golpe de
estado, lo destronó, al pobre León V, y lo condenó a morirse en
la cárcel.
La providencia que la Muerte ejerce sobre el tablero
de su guerra contra la Vida no tardó en mover alfil, cantar jaque
y darle mate al nuevo rey de Roma. El nuevo campeón se llamaba
Sergio. El 3 de su especie.
Con él llegó a Roma aquella Pornocracia que en el
futuro volvería a hacer las delicias de los enemigos de Roma.
Si lo de “santo” no le convenía a aquél obispo más ni menos que
al propio Diablo, lo de “padre” sí. Tanto como los cuernos que
su amante le ponía con los demás obispos. No es de mal pensado
creer que la que se acostaba con la “cabeza” lo hacía con todo
el cuerpo en su conjunto. Así que el tal Sergio tenía sobre la
cabeza los cuernos que se suponían signo de los divinos profetas
y a sus espaldas una historia larga de crímenes, la cima de cuyo
iceberg fue el degüello de aquéllos dos “santos padres” como ya
he dicho.
Sergio era el prostituto sagrado de una tal Marozia.
Según esta hembra, pues que las mujeres fueron usadas para la
prostitución sagrada en los tiempos antiguos ¿por qué las mujeres
modernas no iban a poder hacer lo mismo con los machos de su época?
(Un buen punto). Y siendo ella quien era, la hija del duque y
señor de la Ciudad Eterna, porqué iba a conformarse con un cura
si podía tener al mismísimo “santo padre”. Y como podía permitirse
el lujo de tener por amante al mismísimo “santo padre” Marozia
no se privó del gusto.
Marozia era la hija de Teodora la Grande. Esta Teodora
era la mujer del duque Teofilacto, gobernador de Roma, del que
tuvo a Teodora la Pequeña y a Marozia, la amante de Sergio III
y madre del futuro Papa Juan, el 11 de su clase, otro “santo padre”.
De todos modos aunque el obispo de Roma fuera su concubino Marozia
tenía su propio marido, un tal Alberico. Quien lógicamente no
podría jamás aspirar a ser el único.
El segundo marido de Marozia se llamó “Guindo”. Con
el consentimiento o sin el consentimiento de éste, si por calmar
los celos del marido de turno o por cambiar de tercio, el hecho
es que Marozia despachó al infierno al siguiente de la lista de
los santos padres, otro que se llamaba Juan, el 10 de su especie.
Pero antes de despejarle el camino a su Juan, que sería el 11,
Marozia siguió quitando y poniendo “santo padre” con la facilidad
de la que se quita las bragas.
Anastasio, que sólo se mereció un 3 en la cama, y
Landón, que se quedó con el cero a la izquierda, apenas si le
duraron un suspiro a Marozia la Papisa. Los dos, Anastasio y Landón,
fueron prostitutos sagrados antes de que el siguiente “santo padre”
recibiera por los servicios prestados su paga; Marozia la Papisa
lo encarceló y ordenó que lo encerraran en el calabozo hasta que
se muriera; pero al rato lo repensó mejor y ordenó que lo mataran
antes que llegara a la celda. Este fue el final feliz de aquel
otro “santo padre”.
El de su sucesor no sería menos feliz. León, que
así se llamaba, el 6 de su clase, no fue tan fiero como de su
nombre podía esperarse que lo fuera en la cama. No le duró a la
reina porno de Roma más que un medio año corto. Cansado de buscar
la fiera que por su nombre debiera tener aquél “león”, Marozia
lo ahogó con la almohada en la que las babas de tantos obispos
de Roma habían dejado sus autógrafos.
El siguiente en mojarla fue un tal Esteban, por su
título el 7, alguien de quien podía esperarse algo más. Pero no,
las ilusiones de la carne se hacían más difíciles de satisfacer
conforme se hacía más vieja la pelleja; de todos modos le duró
dos años, el tiempo que tardó la primavera en alterarle la sangre.
Que, conmovida hasta las plaquetas por el amor a su hijo, y cansada
de tantos “santos padres”, porque lo quería y podía lo sentó en
el trono de san Pedro.
Juan, el 11 de su especie y clase, dio la venia a
la anulación del matrimonio de su madre con el fantasma de su
segundo esposo y gozó de la inefable visión de ver a su santa
madre coronada reina de Italia. El corazón místico de la reina
madre Marozia la Papisa, mujer de Hugo de Provenza, rey de Italia,
y el alma divina de su hijo “el santo padre” sufrieron en esos
días una desgraciado patada en sus entrañas inmarcesibles cuando
el miserable hijo del primero de los esposos de Marozia, el conde
Alberico el Joven puso en grito en el cielo y llamando a su causa
a todos los ángeles del universo expulsó del reino de su gloria
infinita a su madre. Al “santo padre Juan XI” lo desterró del
Olimpo pontificio y en las mazmorras, en las que el Demonio maldito
contra los barrotes de su locura inextinguible limaba sus cuernos,
murieron madre e hijo. Era el año 935 de la Primera Era de Cristo.
CAPÍTULO 20.
El Papa y la remisión plenaria
-Por tanto, cuando el Papa
habla de remisión plenaria de todas las penas, no significa el
perdón de todas ellas, sino solamente el de aquellas que él mismo
impuso.
¿Alguna duda? ¿He mentido en algo? ¿Algún detalle
en el tintero que “me se reniega a derramárseme”? ¿He sido
demasiado cruel y duro? ¿O seré un enviado del Diablo perverso
que le quiere amargar la fiesta de cumpleaños a los admiradores
del Papa?
Es por tanto curioso ver cómo los siervos del Señor
de todos los perdones y de todos los amores por las cosas buenas
y hermosas que hay en el universo, a la hora del olvido de sus
delitos contra el espíritu en el que dicen respirar se atrevían
-según esta tesis- a imponerles penas a los demás.
Es del todo curioso que en esa búsqueda por cegarle
los ojos al pueblo, que decían pastorear, a medida que sus crímenes
contra la santidad debida al Oficio fueron aumentando se las fueron
arreglando para esconder sus crímenes detrás de sus pomposos títulos.
¿Cómo puede un siervo, por muy obispo que sea, liberar de más
penas que las impuestas en razón de su Oficio?
Ahora bien, si el poder de los siervos crece en la
medida que se auto glorifican adjudicándose los atributos que
sólo a su Señor le son naturales ¿en este caso por qué no se llaman
a sí mismos santísimos abuelos? Si santísimo es más que santo
y abuelo más que padre y estando el poder en razón de la categoría
del título ¿no es lógico pensar que un santísimo abuelo seguro
que podría remitir más culpas que un santo padre?
Y sin embargo si la pena es necesidad consustancial
a la absolución del pecado ¡cómo podrá dejar de existir el recurso
a la invocación de la justicia si el pecador anda suelto y se
gloría de poder comprar la absolución penal debida a su delito
pagando en metálico la penitencia! -me maravillo yo.
De donde se ve que si el invento de las indulgencias
en algún momento tuvo un origen evangélico y principio en una
teoría de corrección de los vicios cristianos metiendo la mano
donde más dolía, en los bolsillos, pues que el recurso al temor
a Dios fue disuelto por el amor a Cristo, con el paso del tiempo
aquella caridad degeneró en una compra-venta de las absoluciones
que únicamente proceden del castigo cumplido.
Afirmar, como hace Lutero en esta tesis, que el Papa,
es decir, el obispo de Roma, pudiera o pueda remitir penas que
él no impusiera es confundir al lector sin inteligencia o de muy
poco conocimiento al decirle que lo que un juez ordene en Alemania
otro que esté en la China puede derogarlo en virtud de ser su
trabajo el mismo oficio.
Cada siervo de Dios tiene su oficio y sólo a su ejercicio
pueden referirse las facultades implícitas. Esto de un sitio,
y del otro que el obispo de Roma o el patriarca de Moscú o cualquiera
de los grandes y todopoderosos siervos del Señor Jesús puedan
ejercer justicia a la medida del Juez Universal es un delirio
patológico, que estuvo en la base de este conflicto sobre el que
he dicho que voy a demostrar que al final todo se redujo a una
polémica entre siervos por el control de los tesoros de la Iglesia.
CAPÍTULO 21.
Las indulgencias del Papa
-En consecuencia, yerran
aquellos predicadores de indulgencias que afirman que el hombre
es absuelto a la vez que salvo de toda pena, a causa de las indulgencias
del Papa.
La pregunta es obvia: ¿Pero pueden los obispos errar,
el de Roma a la cabeza? ¿Y si ha de llevarnos al infierno la negación
de la infalibilidad universal pontificia, corregida en su día
en Concilio, reducida a su naturaleza ex-cátedra ante la imposibilidad
de mantener en una mano los hechos y en la otra las palabras,
qué haremos los hijos de Dios? ¿Temblaremos ante los siervos de
nuestro Padre o temblarán ellos ante su Señor y Padre nuestro?
Porque nosotros sabemos que infalible sólo es Dios.
Todos los demás, ángeles como hombres, siervos como hijos de Dios,
todos somos corredores eternos tras una Perfección que, como aquella
Sabiduría de los platones y los Sócrates, nos mantiene siempre
en la pista de sus amores por ella. Y sabemos, porque lo vivimos,
que el camino está lleno de piedras. Y lo sabemos porque están
en nuestra historia las cicatrices que en el alma de la Humanidad
han dejado los tropezones. Y como decía aquél poeta: Nadie puede
estar equivocado todo el tiempo, nadie puede tener la razón todo
el tiempo. ¿O no es verdad que si por un error vamos a condenar
al vecino en qué se convertiría a la vuelta de la esquina este
mundo? ¿El reto de la Caridad no está en vencer ese orgullo que
niega eso tan natural como es el equivocarse? ¿Pero para entenderla
mejor con qué otro nombre podríamos llamar a esa Caridad? ¿No
le corresponde a ella todos los atributos de esa Sabiduría de
la que Salomón declarara a boca llena?:
“En ella hay un espíritu inteligente, santo, único
y múltiple, sutil, ágil, penetrante, inmaculado, claro, inofensivo,
benévolo, agudo, libre y bienhechor. Amante de los hombres, estable,
seguro, tranquilo, todopoderoso, omnisciente, que penetra en todos
los espíritus inteligentes, puros y sutiles. Porque la Sabiduría
es más ágil que todo cuanto se mueve, se difunde su pureza y lo
penetra todo, porque es un hálito del poder divino y una emanación
pura de la gloria del Omnipotente, es el resplandor de la luz
eterna, el espejo sin mancha del actuar de Dios, imagen de su
bondad. Y siendo una todo lo puede y permaneciendo la misma todo
lo renueva y a través de las edades se derrama en las almas haciendo
amigos de Dios y profetas, que Dios a nadie ama sino al que vive
en la Sabiduría. Es más hermosa que el sol; supera a todo el conjunto
de las estrellas, y comparada con la luz queda en primer lugar.
Porque a la luz sucede la noche, pero la maldad no triunfará de
la Sabiduría”.
Ayer como hoy, mañana y siempre. La Biblia no miente:
Al que le haga falta Sabiduría que se la pida a Dios, que a nadie
se la niega. ¿O acaso si nuestro hijo nos pide pan le damos una
piedra y si nos pide pescado le damos una serpiente? Pues si nosotros
siendo imperfectos nos morimos por darle lo mejor a nuestros hijos
cómo nos va a negar nuestro Padre las cosas buenas. ¿Y con todo
de qué le vale la infalibilidad al que no tiene la Sabiduría?
¿Y de qué le vale el amor al que no tiene corazón?
No seamos necios juzgando a nuestro prójimo y menos
emitiendo una condena a título de juicio. El Primer Hombre cayó
pero por el poder de Dios se levantó para ser más fuerte. De donde
se ve lo que todos sabemos por experiencia, que de los errores
también se aprende. Aunque claro, a quienes nunca yerran no les
puede entrar en la cabeza este simple principio.
En lo que sigue se irá viendo si los obispos de las
indulgencias estaban equivocados y en qué, también veremos que
el mismo complejo de infalibilidad que denunciara en sus oponentes
fue el mayor defecto del R. P. Martín Lutero.
Demostraré en fin que entre siervos infalibles, todos
atrapados en el complejo de omnipotencia de la Razón, el Enemigo
común se movía como tiburón en el agua, como león en la selva,
como Marozia la Papisa en su revoltijo de papas, condes, duques
y reyes de Roma.
CAPÍTULO 22.
El Papa según los cánones
-De modo que el Papa no remite
pena alguna a las almas del purgatorio que, según los cánones,
ellas debían haber pagado en esta vida.
La puerta que se nos abre en dirección a la recreación
de aquella guerra civil y sus causas se abre para que la cruce
todo el que quiera. Nadie pretende volver a aquéllos días de rasgones
de vestiduras, tirones de barbas y buenos azotes. La beatitud
y la santidad son dos cosas que difieren la una de la otra en
algo más que una paliza de oraciones y un rosario de golpes. Como
dije antes, lo mismo que el divorcio es cosa de dos, una guerra
y cualquier polémica que se tercie no puede ser cosa de uno sólo.
Descargar la culpa en el otro, buscar un chivo expiatorio
en el que lavarse las manos de toda responsabilidad propia en
la ruptura de relaciones, caso que la Reforma puso ante el Tribunal
de la Historia, más que producir risa o vergüenza ajena sencillamente
nos descubre a nosotros, lejos ya de aquéllos fuegos y sus calores
fratricidas, lo que sabemos, que no hay excusa que valga para
despreciar a Dios en razón de la debilidad de sus siervos. No
lo hizo su Hijo adorado ¿quiénes se creyeron los reformadores
para, en ausencia de Cristo, declarar fuera de la Comunión con
Dios al sucesor de Pedro?
Lo que a mí me inquieta es que si Cristo estaba ausente
y en su ausencia se declaró Lutero capitán de sus ejércitos, si
Cristo estaba ausente y sin embargo todos vivimos en Cristo, señoras
y señores del Jurado, ¿en quién vivían los Reformadores? ¿Cómo
puede estar ausente Aquél en el que somos, respiramos y por el
que recibimos por herencia nuestra vocación de vida eterna? Mientras
piensan y encuentran la respuesta veamos qué se está negando en
esta tesis.
En esta tesis se está negando la veracidad de la
declaración de Jesucristo cuando les dijera a sus apóstoles que
les entregaba las Llaves del Reino de los cielos para desatar
en el Cielo lo que desatasen en la Tierra. De manera que reducido
ese Poder, extendiendo su inferencia al caso que nos ocupa, resulta
que una vez atado en el Cielo lo que se ató en la Tierra ya le
es imposible a las almas que en su ignorancia fueron atrapadas
en las redes de una sabiduría fratricida encontrar el camino al
Cielo del que fueran desviados por las pasiones de sus pastores.
Aplicando a casos reales: Que las excomuniones firmadas por obispos
predecesores no pueden ser abolidas por los obispos sucesores.
De donde se entiende que si Jesucristo dio ese Poder a todos sus
siervos y todos se han condenado a todos, el Patriarca de Constantinopla
al obispo de Roma, el obispo de Roma al de Inglaterra, el de Inglaterra
al de Irlanda, el de Irlanda al que se le cruzó por el ojo, y
así etcétera, resulta ahora que todos hemos sido proscritos del
Cielo. ¿Solución? Negar que Jesucristo les concediera a sus Discípulos
ese Poder cuando les entregara Las Llaves del Reino de los cielos.
En efecto, no teniendo los sucesores el Poder de
desatar en la Tierra lo que sus predecesores ataron en el Cielo,
por lógica las célebres excomuniones con las que se regalaron
tan generosamente las iglesias se quedan todas en papel mojado,
las del obispo de Moscú como las del arzobispo de Canterbury,
las del obispo de Roma lo mismo que las del de Madrid. Pero claro,
el problema es que Jesucristo sí concedió ese Poder a sus Apóstoles.
No a uno, sino a los Doce. Y éstos les transmitieron este Poder
a sus sucesores. Y, estando en las manos de sus sucesores éstos
tienen el Poder de desatar en el Cielo lo que ataron en la Tierra
sus predecesores.
Cuando Lutero dice que los sucesores no tienen este
Poder de desatar lo que ataron sus predecesores está condenando
a todas esas almas de las que habla a pasar por el Juicio Final.
Aunque claro, si la Reforma y todos sus pueblos pueden declararse
libres de todo pecado, y volver a coger la primera piedra, este
ya es otro cantar.
Oyendo la próxima tesis cualquiera diría que el hit
parade de moda en la Alemania de aquéllos días fue este: Somos
perfectos, ra ra ra somos perfectos, ra ra ra somos los elegidos
de la suerte. A los demás sólo les dejó Dios la opción de perecer
o vivir bajo nuestras botas de hierro. Ra ra ra somos perfectos,
somos los elegidos de la suerte. Lutero es nuestro Dios y Hitler
nuestro profeta. Aunque nos llamen locos la sabiduría de Dios
es locura para los hombres, ra ra ra, somos los locos divinos,
los divinos locos. Ra ra ra muerte al católico, ra ra ra muerte
al judío. Perecer o servir, no hay perdón ni piedad para los débiles.
Ni remisión plenaria, ni para los muertos ni para los vivos.
CAPÍTULO 23.
Remisión de los perfectos
-Si a alguien se le puede
conceder en todo sentido una remisión de todas las penas, es seguro
que ello solamente puede otorgarse a los más perfectos, es decir,
muy pocos.
Y sin embargo la remisión de todas las penas que
el Bautismo regala nos fue concedida a todos. ¿Será que todos
somos perfectos y a la vez tontos?
Según Lutero sólo debiera concedérsele esa Gracia
Absolutoria a muy pocos, solamente a los listos, que son muy pocos
(¿les ponemos nombres?). ¿Qué diremos entonces, que Dios también
es tonto? Porque para concederle la gracia absolutoria del Bautismo
a tanto tonto como habemos quien nos la concedió o es hechura
nuestra o nosotros somos hechura suya. ¿O me equivoco?
Y aun así, suponiendo que Dios sea tonto por abrirnos
la Puerta de la Gracia a toda la chusma en lugar de reservársela
sólo a esos pocos, ¿acaso en su Omnipotencia no puede hacer Dios
lo que le dé la gana con su Bondad? ¿O porque Dios sea tonto -en
la medida que la bondad es cosa de tontos a los ojos de esos pocos-
aún más, infinitamente tonto porque su Bondad es infinita -según
otros-: debe Dios oír el consejo y dar o no dar de acuerdo a los
pensamientos de Reverendos Padres como Lutero, primicia de ese
club de espíritus puros y perfectos?
Que este poder concedido por el Señor a sus siervos
sea aplicado por dinero he aquí lo mezquino y digno de toda reprensión,
pero que ese Poder le sea retirado a la Iglesia en función de
su mal uso por cuatro malos siervos, esto ya es otro cantar. Y
esta canción y no la anterior es la que hubiera debido entonar
la Reforma. Porque la negación de una verdad es una especie de
escalera mecánica en la que una vez se ha puesto el pie ya no
se puede dar marcha atrás.
Se empieza negando ese Poder y se sigue negando que
fuera concedido por Jesucristo, se continúa negando el poder de
Jesucristo para conceder ese Poder, y se acaba por negar que el
Hijo de Dos hubiera bajado del Cielo, para terminar al lado de
los judíos diagnosticando el Caso Jesús como un fenómeno de locura
paranormal cuyo síntoma maligno más letal fue creerse la Encarnación
del Hijo de Dios, en función de cuya Filiación tenía el poder
de perdonar los pecados que sólo, en principio, tiene Dios.
Es más, no sólo tenía el Poder sino que además tenía
la facultad de conceder ese Poder a sus Discípulos. En definitiva,
una pena de locura; porque de no haber sufrido esta locura se
hubiera podido llegar de hombre a hombre a un acuerdo con El.
¿La negación de la Encarnación a la que la Reforma
ha conducido a sus iglesias no es la mejor prueba de haber seguido
el mundo protestante este proceso? Negar a Cristo y matar en su
lugar a sus jueces era lo que había al otro lado del horizonte
de esa escalera, que ya subiera en su día otro que reivindicó
para sí la inspiración del Espíritu Santo como justificación de
su doctrina de odio a muerte contra la iglesia católica. Hablo
de Arrio, naturalmente.
Pero a quien más recuerda esta referencia de una
absolución sólo a los perfectos es, sin ninguna duda, a Pelagio.
¿Recuerdan a aquel otro maestro en artes y en sagrada escritura
de su época que defendió a muerte su doctrina de la Gracia en
función de los méritos, contra el que san Agustín se alzó y al
que combatió sin tregua hasta cerrarle la boca? ¿No es curioso
que alguien que vino adjudicándole a la Fe todo el mérito enseñe
sin querer esta pata por debajo de la puerta y rescate del baúl
de los recuerdos la misma doctrina de aquel Pelagio que defendió
la relación entre la Gracia y los méritos del agraciado -pero
yéndose al extremo contrario?
Porque si sólo a unos pocos se les puede adjudicar
la absolución de sus faltas y esto por ser perfectos, es decir,
a muy pocos, es obvio que Lutero estaba defendiendo a Pelagio
a fin de negarle a Jesucristo el Poder que sólo los judíos le
atribuían a Dios: conceder la facultad de perdonar los pecados
en vida y muerte del pecador.
De manera que ya tenemos dos desviaciones que confluyen
y arman el cuerpo doctrinal del firmante. Una, para justificar
la afirmación de no tener los obispos ése Poder de absolución,
que conduce a la negación de la Encarnación del Hijo de Dios y
su Nacimiento Sobrenatural de la Virgen María -doctrina arriana-.
Y otra que conduce a la negación de esa facultad concedida por
la Gracia de Jesucristo en función de que sólo sobre unos pocos
podría ser ejercida en razón de sus méritos -doctrina pelagiana.
A los dos, tanto a Arrio como a Pelagio, los refutó san Agustín.
En lo sucesivo también veremos cómo la repulsión de los obispos
católicos para ejercer el ministerio cristiano en función de sus
pecados condujo a la Reforma luterana a la tercera doctrina anticristiana,
la doctrina donatista, también desmantelada por san Agustín.
CAPÍTULO 24.
La liberación de las penas
-Por esta razón, la mayor
parte de la gente es necesariamente engañada por esa indiscriminada
y jactanciosa promesa de la liberación de las penas.
¿Porque sólo se puede conceder a los que se la merecen
con sus obras de perfección?
SEXTA
PARTE
Sobre el Poder del Diablo
|
|||