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LUTERO, EL PAPA Y EL DIABLOUNDÉCIMA PARTESOBRE LOS CISMAS DE ORIENTE Y OCCIDENTE
Al principio fue la Idea. Sí, al principio fue la
idea del Hombre. Antes de crearlo Dios concibió la Idea en su
mente; y el Hombre que concibió en su Sabiduría era una criatura
maravillosa. Estando en el seno de la Sabiduría, cuando aún no
había sido creado, amó Dios al Hombre con la fuerza del padre
que ama a su hijo por nacer. En recuerdo de ese amor declaró por
boca de su Hijo lo que todos sabemos: “Porque tanto amó Dios al
mundo, que le dio su unigénito Hijo para que todo el que crea
no perezca, sino que tenga la vida eterna; pues Dios no ha enviado
a su Hijo al mundo para que juzgue al mundo, sino para que el
mundo sea salvo por El. El que cree en Él no es juzgado; el que
no cree, ya está juzgado, porque no creyó en el nombre del unigénito
Hijo de Dios” (Visita de Nicodemo, San Juan).
Una vez la Idea del hombre concebida y formada en
su mente, Dios pasó a crearlo. Creó los Cielos y la Tierra, la
Luz, el Firmamento, y todo cuanto la Tierra contiene. Llena la
Tierra de toda clase de árboles, peces, aves y animales invitó
Dios a sus hijos a participar en el Proyecto de Formación del
Hombre a su Imagen y Semejanza. Los hijos de Dios se esparcieron
por el mundo, se acercaron a las familias humanas que les habían
sido asignadas y les enseñaron los rudimentos de la Civilización.
Cito de nuevo: “Cuando distribuyó el Altísimo su heredad entre
las gentes, cuando dividió a los hijos de los hombres estableció
los términos de los pueblos según el número de los hijos de Dios”.
De manera que cuando dijera: “Hagamos al hombre a nuestra imagen
y a nuestra semejanza”, el plural incluía a los mismos dioses
entre los que distribuyó en zonas de influencia la Tierra. Y la
imagen era esa relación de Padre e hijos que todos mantenían con
Dios. Ellos, los hijos de Dios, fueron los dioses de las leyendas
y mitologías del principio de todos los pueblos antiguos. Ellos
les dieron a los distintos habitantes de los cinco continentes
las notas típicas a sus culturas de orígenes, notas que han permanecido
en la mente de los pueblos procedentes de aquellas culturas.
Entre aquellos hijos de Dios invitados a formar al
Hombre a la imagen de Dios se hallaba Satán. Era su nombre. Satán
era uno de los hijos de Dios. Invoco de nuevo a Job: “Y sucedió
que vinieron otro día los hijos de Dios a presentarse ante Yavé,
y vino también Satán entre ellos”. Junto a sus hermanos también
él fue tutor de uno de los pueblos de la Tierra, a cuyos hijos
formó en la religión común a todos los dioses.
Bajo la tutela de los hijos de Dios los primeros
pueblos del Género Humano supieron de la existencia del Dios de
dioses, y cómo el futuro de la Humanidad estaba siendo dirigido
hacia el encuentro de todos los pueblos en un reino mundial, cuya
Corona el Dios de dioses pondría sobre la cabeza del hombre al
que El llamaría: Hijo.
El encuentro tuvo lugar en Mesopotamia. Desde todas
las partes del mundo vinieron los hijos de la Tierra y crearon
ciudades. Pero nadie se alzó como rey. La elección sólo le correspondía
al Dios de dioses, según está escrito: “Cuando distribuyó el Altísimo
su heredad entre las gentes, cuando dividió a los hijos de los
hombres estableció los términos de los pueblos según el número
de los hijos de Dios: pero la porción propia de Yavé es su pueblo,
su lote hereditario es Jacob”.
En efecto, el Dios de dioses eligió de entre los
hijos de aquella Mesopotamia un hijo, extendió sobre él su paternidad
y le dio un nombre nuevo. Lo llamó Adán.
Hablando sobre el pecado de Adán y la salvación de
Cristo, Pablo escribió: “Pero la muerte reinó desde Adán hasta
Moisés aún sobre aquéllos que no habían pecado a semejanza de
la trasgresión de Adán, que es el tipo del que había de venir”.
Hablando de esta forma Pablo usa el mismo método profético aplicado
por Moisés a Jacob al decir que era el lote hereditario de Yavé,
cuando en los tiempos de los que hablaba este Jacob estaba en
las entrañas de Adán. Sirviéndose del mismo esquema Pablo corre
el velo y, mediante el conocimiento de Cristo, nos descubre la
obra que hizo Dios en Adán. Pablo, con la típica inteligencia
suya, de la que Pedro diría que los indoctos pervierten por no
ser capaz de igualarla, traspuso las imágenes a fin de llevarnos
a todos a la verdad y sin embargo seguir manteniendo aquella sabiduría
hablada entre los perfectos en el misterio de su predestinación.
En definitiva que, como Cristo era la Cabeza de su Cuerpo y Rey
de los cristianos, así Adán fue concebido para ser la Cabeza de
su Mundo y rey de su pueblo.
Matando la Cabeza, Satán mataba su Cuerpo. ¿No era
astuta aquella “serpiente”? El problema es que cuando se repite
el mismo chiste dos veces pierde la gracia. Repetir con Cristo
lo que hizo con Adán: Ofrecerle todos los reinos del mundo a cambio
de su fidelidad, no movió a risa ya a nadie.
Lo que hizo con Adán, en efecto, lo repetiría Satán
con Cristo. Error fatal que habría de costarle la cabeza al Dragón
del que él mismo era su Jefe y Líder. Porque si entre Adán y Cristo
había una semejanza, los dos nacieron para ser la Cabeza de sus
respectivos Cuerpos Místicos, la diferencia esencial entre Adán
y Cristo es que en el Caso Adán primero fue creado el Cuerpo y
después fue engendrada la Cabeza, y en el Caso Cristo primero
fue engendrada la Cabeza y sólo después vino a luz el Cuerpo.
Mediante esta Obra Magnífica, admirable, del todo maravillosa,
digna del Genio que levantara del polvo al Heredero del Hombre
que mordiera el polvo, Adán, de tan triste memoria, mediante esta
Sabiduría gloriosa, sorprendente, apoteósica, Dios hizo invencible
al Hombre Nuevo. Y siendo llamados todos por el Bautismo que viene
de la fe a la vida de este Hombre Nuevo, su invencibilidad se
nos legó como herencia sempiterna, a la manera que participan
los hijos de la naturaleza de su padre, y si es un león su hijo
será un cachorro de león, y si es un hombre su hijo será un niño.
Gloria pues a Dios y su Sabiduría maravillosa porque no bastándole
con jurarnos la Invencibilidad nos hizo Indestructibles al elegirnos
por Jefe y Rey a su propio Hijo Unigénito, engendrado, no creado,
de la misma naturaleza que su Padre, de cuyo Ser por la Gracia
del Espíritu bebe el nuestro todas sus propiedades y sus cualidades
sempiternas a la manera que la sangre alimenta a todos los miembros.
Miembros de su reino, su Corona se concibió como un Sol que ilumina
y da vida a todas las criaturas.
Era lógico, por consiguiente, que viéndonos venir,
la misma necesidad que arrastró a Satán a destruir la Obra de
Dios, impidiendo que el Espíritu Santo estableciera su Imperio
sobre la Corona de Adán, volviera a arrastrarlo contra Cristo.
Sólo que a diferencia del Primero, que fue creado desnudo, es
decir, sin experiencia de ninguna clase ni conocimiento real sobre
la Ciencia del bien y del mal, en la que Satán había progresado
hasta convertirse en Máster del Infierno, el Último nació, como
lo vio el más pequeño de los Apóstoles, como quien dice, armado
hasta los dientes. Recordemos su visión: “Me volví para ver al
que hablaba conmigo, y vuelto, ví siete candelabros de oro, y
en medio de los candelabros a uno semejante a un hijo de hombre,
vestido de una túnica talar y ceñidos los pechos con un cinturón
de oro. Su cabeza y sus cabellos eran blancos, como la lana blanca,
como la nieve; sus ojos, como llamas de fuego; sus pies, semejante
al azófar incandescente en el horno; y su voz, como la voz de
muchas aguas. Tenía en su diestra siete estrellas, y de su boca
salía una espada aguda, de dos filos, y su aspecto era como el
sol cuando resplandece con toda su fuerza”. Lo dicho, si el primero
nació desnudo, porque no nació para la Guerra, el Último nació
armado hasta los dientes.
La Guerra le fue declarada al Espíritu Santo el día
que Satán cruzó las fronteras del Edén. Como Cristo hubo de superar
la Prueba de Fidelidad a Dios para acceder al trono del Hijo de
David, así Adán tenía que superar la suya. La esperanza puesta
en la Victoria, Dios levantó alrededor del Edén no un muro sino
la Ley. Según la Ley cualquiera que interviniese en el Acontecimiento
sufriría la pena debida al delito. Que en este caso sería la Muerte.
La Caída consumada, juzgando el Espíritu Santo que
más terrible es el delito de la cabeza que incita al brazo a ejecutar
su crimen, que el delito del brazo que ciego dispara el gatillo,
si la pena contra Adán era la muerte, la pena contra cualquiera
que osare cruzar la frontera del Edén, pues que los dioses, creados
a imagen y semejanza de Dios no podían morir, sería el Destierro
de su Reino.
Satán se rió del Espíritu Santo y prefirió el Destierro
a vivir bajo un Reino fundado sobre los pilares de la Justicia.
Después de todo la misma Ley que lo condenaría tendría que obligarse
a hacerle cumplir al Rebelde la condena. Y, conociendo a Dios,
que exigía que cada cual se las viera con su semejante, viendo
lo que había hecho con el padre a ver qué esperanza de victoria
contra el Diablo podría tener el hijo del muerto. Y el Diablo
se rió de la Ley, de su Sentencia: “Te aplastará la cabeza”, y
siguió su vida haciendo lo mejor que sabía, jugar a los dioses.
Sin experiencia de ninguna clase en la Ciencia del
bien y del mal los hombres fueron muñecos de barro que bajo la
furia de los instintos criminales de los ángeles rebeldes las
aguas del Diluvio arrastraron al mar del olvido. Asesino impenitente,
enemigo del Espíritu Santo, enemigo de Dios por deporte y pasión
irrenunciable la Guerra, Satán, sin creer que el Hijo de Eva pudiera
siquiera tocarle una cana, se presentaba ante el Dios de dioses
como quien al fin y al cabo no está haciendo nada malo, sólo hacer
lo que le era natural a un dios.
Y hubiera sido suya la victoria contra Cristo, hijo
de Eva, hijo de Sara, hijo de María, de no haber intervenido Dios
en nuestro favor. Si no nos hubiera dado por Campeón a su mismísimo
Hijo Unigénito nosotros nunca hubiéramos nacido. Lo dijo el profeta
y lo recordó el Apóstol: “No hay ni uno que haga el bien”, hablando
de los tiempos de Jesús. Lo cual era lógico teniendo en cuenta
la progresión decadente del espíritu judío desde David hasta Herodes.
Sobre lo cual no voy a extenderme en este momento.
Es más, en la creencia de la imposibilidad de la
Encarnación del Hijo de Dios tenía su tranquilidad Satán. Así
que cuando se produjo y Jesús se hizo hombre, acostumbrado a tratar
con humanos el Diablo le aplicó la misma fórmula, ignorando para
su perdición final que el que subía a la Cruz era el Hijo de su
Padre.
Cómo y cuándo Satán y sus ángeles fueron perseguidos
y expulsados del Cielo a la Tierra, donde había de celebrarse
el encuentro entre el hijo de Eva y el Diablo, porque era imposible
que la batalla se celebrase en otro lugar, está escrito en la
Cuarta Parte del Apocalipsis. Cito: “Hubo una batalla en el Cielo:
Miguel y sus ángeles peleaban con el Dragón, y peleó el Dragón
y sus ángeles, y no pudieron triunfar ni fue hallado su lugar
en el Cielo. Fue arrojado el Dragón grande, la antigua serpiente,
llamada el Diablo y Satanás que extravía a toda la redondez de
la Tierra, y fue precipitado en la Tierra y sus ángeles fueron
con él precipitados”. Por qué a la Tierra y no al Infierno se
entiende por todo lo dicho. Porque el Duelo a muerte entre el
hijo de Eva y el hijo de la Muerte debía tener lugar en el Día
de Yavé, y no pudiendo el hijo de Eva subir al Cielo tenía que
ser el hijo de la Muerte quien bajara a la Tierra. Dentro de esta
realidad se encuadra el Episodio de la Tentación en el desierto,
cuando el hijo de María, hijo de Sara, hijo de Eva, lleno del
Espíritu Santo y, como quien mira a su enemigo antes de aplastarle
la cabeza, esperó a que el enemigo hiciera lo mismo, pudiendo
empezar ya el Duelo entre el hijo de la Promesa y el hijo de la
Maldición.
Cómo la Resurrección determinó la suerte del Dragón,
el Diablo, y Satanás y sus ángeles fueran alejados de la Tierra
durante el primer Milenio de la Era de Cristo, está escrito en
la Sexta Parte del mismo libro: “Vi un ángel que descendía del
Cielo, trayendo la llave del abismo una gran cadena en la mano.
Tomó al Dragón, la serpiente antigua, que es el Diablo, Satanás,
y le encadenó por Mil años”.
Cómo la Liberación del Diablo se llevaría a cabo
al principio del Segundo Milenio de la Primera Era de Cristo,
está escrito en el capítulo de esa misma Parte que trata de la
Batalla Final y el Juicio Universal. Cito: “Cuando se hubieren
acabado los mil años (de la prisión del Diablo), será Satanás
soltado de su prisión y saldrá a extraviar a las naciones que
moran en los cuatro ángulos de la Tierra, a Gog y a Magog, y reunirlos
para la guerra, cuyo ejército será como las arenas del mar”.
La cuestión es por qué. A qué venía es decisión de
liberar de su prisión a quien regresaría a la Tierra con una sola
intención: salvar su pellejo a costa de la destrucción de toda
la Humanidad. Y la respuesta que a nosotros nos afecta es cómo
contra Dios pensaba el Diablo salvar su pellejo a costa nuestra.
Bueno, que el Diablo habría de sembrar la semilla
de la División de las iglesias lo anunció el propio Jesús en la
Parábola de la Cizaña. Cuándo realizaría su Siembra el Diablo
quedó determinado el día que se fijó su prisión por Mil años y
luego su Liberación por un tiempo. Las iglesias podían creerlo
o no, estar al tanto o no; la profecía había sido escrita para
que todo el mundo cristiano estuviese al tanto: Al principio del
Segundo Milenio el Diablo sería liberado y arrojado a la Tierra.
Por qué y para qué el Diablo fue liberado son puntos que he tocado
con anterioridad. Y que volveré a tocar tantas cuantas veces haga
falta pero ahora no. El hecho es que apenas liberado el Diablo
se produjo su primera gran victoria: la división entre las iglesias
romana y bizantina.
Era el 1054. Los documentos de ruptura mutua los
he importado a este libro a fin de basar las conclusiones sobre
hechos reales. Y de camino poder juzgar por nosotros mismos en
qué estaban pensando y a qué estaban jugando los obispos, de una
iglesia como de otra, mientras el Diablo como león hambriento
rugía asesino buscando dividir a los pastores para masacrar al
rebaño.
Aquella victoria -digámoslo todo-no le exigió mucho
al Diablo. El estado en que se encontraba la relación entre ambas
iglesias era pésimo. Si la una dormía bajo el brazo del emperador
de Oriente, la otra había confiado su futuro al del emperador
de Occidente. Las dos, la una como la otra estaban viviendo en
el terrible pecado de oposición al espíritu Santo que decretara
la destrucción del Imperio Romano y le aconsejara a todo el Pueblo,
sin excepción, ovejas como pastores, retirarse y quitarse de en
medio. Aquella victoria, pues, no le supuso un gran mérito al
Diablo. Se la habían dado hecha. Sólo tuvo que mover peón, quitar
patriarca, poner en su lugar a un asesino frustrado que se escondió
en un convento huyendo del emperador, enfrentarlo a unos obispos
romanos llenos de celo patriota, y ellos se excomulgarían solos
sin tener que forzar más la operación. He aquí la excomunión de
los primeros:
“Humberto, por la gracia de Dios cardenal obispo
de la santa Iglesia romana; Pedro, arzobispo de los amalfitanos;
Federico, diácono y canciller, a todos los hijos de la Iglesia
católica. La Santa Sede apostólica romana, primera de todas las
sedes, a la cual, en su calidad de cabeza, compete más especialmente
la solicitud de todas las Iglesias, se ha dignado enviarnos como
sus embajadores a esta ciudad imperial para procurar la paz y
la utilidad de la Iglesia, para ver si eran fundadas sobre la
verdad las voces que desde una ciudad tan importante habían llegado
a sus oídos con insistencia. Ante todo que los gloriosos emperadores,
el clero y el pueblo de esta ciudad de Constantinopla, y toda
la Iglesia católica, sepan que nosotros hemos encontrado aquí
un fuerte motivo de alegría en el Señor y un gran motivo de tristeza
al mismo tiempo. En efecto, por lo que respecta a las columnas
del Imperio y a sus ciudadanos sabios y honorables, la ciudad
es cristianísima y ortodoxa. Pero en cuanto a Miguel, a quien
se da abusivamente el título de Patriarca, y a los partidarios
de su extravío, ellos siembran cada día en su seno una abundante
cizaña de herejías. Como los simoníacos, venden el don de Dios;
como los valesianos, hacen eunucos a sus huéspedes para después
elevarlos no sólo a la clericatura, sino incluso al episcopado;
como los arrianos rebautizan a aquellos que han sido bautizados
en el nombre de la santa Trinidad, y sobre todo a los latinos;
como los donatistas, afirman que fuera de la Iglesia griega han
desaparecido del mundo entero la verdadera Iglesia de Cristo,
el verdadero sacrificio y su verdadero bautismo; como los nicolaítas,
permiten a los ministros del santo altar el contraer matrimonio
y reivindican para ellos tal derecho; como los severianos, declaran
maldita la ley de Moisés; como los pneumatómacos, han suprimido
del Símbolo la procesión del Espíritu Santo a filio (del Hijo);
como los maniqueos, declaran entre otras cosas que el pan fermentado
está animado; como los nazarenos, dan tal importancia a la pureza
legal de los judíos que rehúsan bautizar a los niños antes del
octavo día, incluso si están en peligro de muerte; rehúsan la
comunión o, si todavía son paganas, el bautismo a las mujeres
en los días que siguen al parto o en los períodos de sus reglas,
incluso si se encuentran en el mismo peligro de muerte; además,
dejándose crecer la barba y los cabellos, rehúsan la comunión
a quienes, siguiendo la costumbre de la Iglesia romana, se afeitan
la barba y se cortan el pelo. Después de haber recibido las admoniciones
escritas de nuestro Señor el papa León, por todos estos errores
y otros muchos actos culpables, Miguel ha desdeñado arrepentirse.
Además, a nosotros, los legados, que con perfecto derecho queríamos
poner un término a tan graves abusos, ha rehusado concedernos
audiencia y nos ha prohibido decir la misa en las Iglesias. Con
anterioridad a esto, había ordenado el cierre de las Iglesias
de los latinos, a los que trataba de acimitas y perseguía por
todas partes, de palabra y de obra, llegando a anatematizar a
la sede apostólica en sus hijos y osando atribuirse el título
de patriarca ecuménico contra la voluntad de esta misma Santa
Sede. Por eso, no pudiendo soportar estas injurias inauditas y
estos ultrajes dirigidos a la primera Sede apostólica y viendo
que con ello la fe católica recibía múltiples y graves daños,
por la autoridad de la Trinidad santa e indivisible, de la Sede
apostólica de la que somos embajadores, de todos los santos Padres
ortodoxos de los siete concilios y de toda la Iglesia católica,
firmamos contra Miguel y sus partidarios el anatema que nuestro
reverendísimo Papa había pronunciado contra ellos en el caso de
que no se arrepintieran. Que Miguel el neófito, que lleva abusivamente
el título de patriarca, a quien sólo un temor humano ha obligado
a revestir el hábito monástico y que es actualmente objeto de
las más graves acusaciones, y con él León que se dice obispo de
Acrida, y el canciller de Miguel Constantino, quien ha pisoteado
sacrílegamente el sacrificio de los latinos, y todos aquellos
que los siguen en los antedichos errores y presuntuosas temeridades,
que todos ellos caigan bajo el anatema, Maranatha, con los simoníacos,
valesianos, arrianos, donatistas, nicolaítas, severianos, pneumatómacos,
maniqueos y nazarenos y con todos los herejes, más aún, con el
diablo y sus ángeles, a menos que se conviertan. Amén, amén, amén.
Quien se obstine en atacar la fe de la santa Iglesia romana y
su sacrificio, sea anatema, Maranatha, y no sea considerado como
cristiano católico, sino como hereje procimita. Fiat, fiat, fiat”.
He aquí la respuesta del clero ortodoxo, su forma
de poner la otra mejilla:
“El demonio pérfido e impío, no ha tenido bastante
con los males que ha procurado. Por eso, con innumerables fraudes
ha engañado al género humano antes de la venida del Señor y también
después, continúa enredando a aquellos que le creen... Así pues,
en estos días, unos hombres impíos y execrables, hombres venidos
de las tinieblas, han llegado a esta ciudad conservada por Dios,
desde la cual, como de un manantial, brotan las fuentes de la
ortodoxia. Estos hombres, como el rayo, como un vendaval, como
granizo han querido pervertir la recta razón con la confusión
de los dogmas. Nos han herido a nosotros, los ortodoxos, acusándonos
entre otras cosas de que no nos afeitamos la barba como ellos,
que no nos separamos de los presbíteros casados, antes bien recibimos
la comunión con ellos. Además nos acusan porque no adulteramos,
como ellos, el sacrosanto símbolo de la fe y no decimos, como
ellos, que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo. De
hecho, ellos afirman que el Espíritu procede no del Padre solamente,
sino también del Hijo [Filioque] sin haber podido sin embargo
recabar esta voz de los evangelistas, o derivar este dogma blasfemo
de algún sínodo ecuménico... Actuaron pues desvergonzadamente
contra la ortodoxa Iglesia de Dios porque no han venido de la
antigua Roma -como decían- sino de otra parte, y de ningún modo
habían sido enviados por el papa. Más aún, se ha descubierto que
los sellos de las cartas que traían eran falsos...Nuestra humildad,
no pudiendo permitir que tanta audacia y desvergüenza quedase
impune, ha hablado de este asunto al fuerte y santo emperador...El
24 de julio, día en el cual según costumbre debe hacerse una exposición
sobre el quinto Concilio, este escrito impío fue de nuevo condenado
con el anatema, en presencia de la multitud, así como también
fueron condenados aquellos que lo habían publicado y escrito,
o de una manera u otra, le habían dado su consentimiento o su
estímulo. Sin embargo, para perpetuo deshonor y permanente condena
de aquellos que habían lanzado tales blasfemias contra nuestro
Dios, el texto original de este escrito impío y execrable, redactado
por impíos, no fue quemado, sino guardado en los archivos. Sépase
además que el vigésimo día del mismo mes, día en el cual fueron
condenados con el anatema todos aquellos que blasfemaban contra
la fe ortodoxa, estaban presentes todos los metropolitas y obispos
que temporalmente residían en la ciudad, en compañía de aquellos
otros dignatarios que se sientan con Nos”.
Aunque victoria importante, dado el volumen del imperio
bizantino y el escaso futuro que parecía tener una iglesia ortodoxa
bizantina por su alianza matrimonial con el emperador romano de
Oriente sujeta a Decreto de destrucción, el Diablo no podía regocijarse
más de lo que de una victoria servida debía esperarse. Tenía tiempo
por delante sin embargo. Desde su Liberación al encuentro entre
Gog y Magog, cuando todas las naciones fueran congregadas en un
campo de batalla mundial, habían de pasar muchos siglos.
La destrucción del Reino de Dios en la Tierra le
exigía una política de acción oculta, astuta e indirecta. ¿No
fue destruido Adán por la misma Ley la obediencia a la cual le
hubiera dado la gloria del rey de la Tierra? ¿Cómo destruir la
Obra de Cristo sino enfrentándola al mismo Espíritu Santo que
determina la Vida y la Muerte del Cristianismo en razón de la
Obediencia o la Desobediencia a la Unidad pedida por el Verbo
hecho carne?
La vía directa a su objetivo parecía ponérsela al
Diablo a sus pies como alfombra la espiral de auto glorificación
que el obispado romano había emprendido en los últimos tiempos
y del cual los términos de la condena contra su hermano el patriarca
ortodoxo es a nuestros ojos un exponente. Como Eva cayera en su
día ante la tentación de la gloria de los dioses, sólo había que
quitar papa, buscar a uno que se amoldase a su deseo y de esta
manera el Árbol que tenía que ofrecer la fruta de la vida ofrecería,
en la mano del santo padre: el fruto de la Muerte.
El hombre se llamaba Gregorio y se tituló el VII.
Fue tentado por la fruta que le mostró el Diablo, la encontró
hermosa y la puso en su boca. Por decreto pontificio de entonces
en adelante el obispo de Roma debía ser venerado como un dios
en la Tierra, quien, en ausencia de Cristo, ejercía todos los
poderes del Espíritu Santo sobre todos los cristianos del Universo.
Las consecuencias para el obispado romano de esta
declaración de divinización de su sede no se dejaron notar inmediatamente.
Pero la lucha por sentarse en ese trono de Todopoder único en
el universo cristiano le traería a la iglesia consecuencias funestas.
Difícilmente se puede creer que Gregorio VII tuviera
la menor idea de lo que hiciera al firmar aquéllos decretos de
divinización del sucesor de Pedro. Sobre todo si tenemos en cuenta
que las circunstancias agobiantes de su lucha contra el emperador
determinaron que, buscando el bien de todos, acabase yéndose al
extremo contrario. Su caso se ajusta perfectamente a la declaración
de San Pablo, cuando, mirando al futuro y viendo las calamidades
que habrían de sobrevenirle a los obispos, le confesara a los
Romanos la potencia maligna del pecado: “Porque no sé lo que hago;
pues no pongo por pobra lo que quiero sino lo que aborrezco, eso
hago. Porque el querer el bien está en mí, pero el hacerlo, no.
En efecto, no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero,
Por consiguiente tengo en mí esta ley: que, queriendo hacer el
bien es el mal el que se me apega; porque me deleito en la Ley
de Dios según el hombre interior, pero siento otra ley en mis
miembros que repugna a la ley de mi mente y me encadena a la ley
del pecado, que está en mis miembros. Así, pues, yo mismo que
con la mente sirvo a la Ley de Dios, sirvo con la carne a la ley
del pecado”. Sujeto el obispado romano a esta potencia maligna
del pecado su historia es la del que quiere hacer maravillas pero
sólo produce miserias. Imposible dudar de la honestidad de Gregorio
VII al redactar aquéllos 27 artículos con los que pretendió liberar
a la Iglesia del poder del Estado. Desgraciadamente, sujeto a
la ley maligna del pecado, su voluntad resultó ser de la misma
clase que la de Eva cuando inocentemente comió el fruto de su
perdición. Buscando libertad encontró esclavitud, buscando bendición
encontró maldición, buscando cielo encontró infierno. Si antes
de Gregorio VII el obispado romano fue una triste sucesión de
escándalos, después de Gregorio VII la situación no mejoró, sino
que empeoró.
Los siguientes obispos romanos, no obstante lo dicho,
se sucedieron dentro de la dinámica de crímenes y corrupción que
venía siendo natural en Roma desde los días de la Primera Pornocracia
Pontificia. Recordemos los números. Víctor III, que siguió a Gregorio
VII, reinó menos de un año, del 1086 al 1087. Si murió de viejo
o sirviendo a las necesidades de los clanes romanos no se sabe
nada. ¿Quién es el tonto que escribe la historia de su casa y
se dedica a tirarle piedras a su tejado?
Como era de esperar la lucha sucesoria petrina generó
una línea de antipapas fuera de la línea oficial; éstos fueron
Clemente III, Teodorico, Alberto y Silvestre IV. No sería la primera
ni la última. En el pasado ya se habían dado esos brotes. Lo que
diferenciaría a los anteriores conflictos entre papas y antipapas
de los nuevos que empezaban a salir y seguirían saliendo sería
el objetivo: “ser como Dios”. Pero volvamos a la línea oficial.
Tras la muerte de Víctor III, Urbano II reinó 11
años en Roma, del 1088 al 1099. Pascual II, su sucesor, lo hizo
unos 20. Gelasio II no tuvo tanta suerte y al año se fue o lo
enviaron al Cielo. Calixto II se las arregló para permanecer 5
años y disfrutó enviando a su antipapa Gregorio VIII al infierno.
Le sucedió Honorio II, que se las arregló para sobrevivir
6 años, del 1124 al 1130. El siguiente, Inocencio II, reinó 13;
pero tuvo que luchar contra el antipapa Anacleto II y su sucesor
Víctor IV.
Los dos siguientes de la lista oficial, Celestino
II y Lucio II no nacieron para sobrevivir en el Olimpo. Ni un
año por cabeza les duró a los romanos. Por lo visto al Lucio lo
mataron de una pedrada. Corría el 1145.
A Eugenio III, el siguiente, parece que hacerse el
Beato le valió 8 años como dios en la Tierra. Murió de un ataque
súbito mientras esperaba a Federico Barbarroja. En menos de una
semana los romanos ya tenían papa. Lo llamaron Anastasio IV. Lo
eligieron en julio y en diciembre del mismo año lo despacharon
del Oficio.
Adriano IV le sucedió y aguantó 5 años; hubiera aguantado
más tiempo si no se hubiera muerto de un ataque súbito, como el
otro, esperando a Federico Barbarroja. El que comió bollos hasta
hartarse fue el siguiente de la lista, Alejandro III, que reinó
hasta 20 años. No hay que tener mucha imaginación para calcular
cuántas veces le besaron los pies los príncipes, y los que no
tuvieron la suerte de tener la sangre azul: el culito. Víctor
IV, Pascual II y Calixto III, sus antipapas, fueron los que se
encargaron de amargarle algo la fiesta.
De los siguientes: Lucio III, aguantó 5; Urbano III,
2; Gregorio VIII, los meses que pudo; Clemente III, hasta 4 años;
Celestino III, 7; Inocencio III, sobrevivió 18 años. El III era
un buen número, pero el IX demostraría ser mejor.
El siguiente: Honorio II, sobrevivió 11, del 1216
al 1227. Gregorio IX fue el que vivió como un dios casi una década
y media larga. Fue de los últimos que pudo gozarla en el Olimpo
romano antes que la maldición del papado comenzara a pegar patadas
de muerte.
Celestino IV, el pobre entre el hola y el adiós no
le duró un suspiro a los romanos, unos meses. Su sucesor, Inocencio
IV, posiblemente en el complot que quitó de en medio a su predecesor,
aguantó 11 años del tirón.
Alejandro IV duró 7; Urbano IV, 3; Clemente IV, otros
3. El número IV no era excesivamente malo. Con todo, la maldición
de los papas era ya imparable.
El Beato Gregorio X reinó como dios 5 años. Su sucesor
Inocencio V, ni aunque se hizo el Beato duró unos meses en el
Olimpo romano. La misma mala suerte tuvo su siguiente, Adriano
V, que sólo lo dejaron reinar unos meses. Tres papas se sucedieron
pues en el mismo año del Señor 1276.
El bueno de Juan XXI les duró a los romanos lo que
ellos quisieron, que no fue mucho; lo eligieron y lo quitaron
como lo pusieron. Con Nicolás III parece que fueron más buenos,
y le concedieron 3 años.
Lo dicho, el III era un buen número. A Martín IV
le concedieron 4. A Honorio IV, 2. A Nicolás IV, 4. A Celestino
V, al pobre sólo unos meses; lo encerraron en la cárcel y allí
lo dejaron morirse de hambre.
Bonifacio VIII, este era el hombre que mató de hambre
a su predecesor, reinó del 1288 al 1292. Estaba hecho un macho.
Benedicto XI, sin embargo, no llegó al año. El próximo en la lista,
Clemente V, se olió la suerte que le tocaba al “santo padre”,
se quitó de en medio y trasladó la corte pontificia a Aviñón,
Francia.
A aquel traslado “cobarde” del primado universal
del sucesor de San Pedro a la ciudad francesa de Aviñón lo llamaron
los romanos la Cautividad de Babilonia. Trataron de miserable
al hombre por ser eso, un hombre y no un dios. Los números cantan.
Después de ser elegido, Clemente V vivió 10 años. Su sucesor lo
hizo por 18. El otro aguantó 8. El siguiente otros 8. El próximo
10. El último otros 8. ¿No fue astuto el Diablo al darle de comer
aquella fruta prohibida al papado?
De hecho apenas volvió a trasladarse el sucesor de
San Pedro a su ciudad los romanos volvieron a su papel de creadores
del obispo dios. A lo que hicieron a la vuelta de la Cautividad
de Aviñón ellos, los criados del papado, lo llamaron el Cisma
de Occidente, que es la forma de llamar a lo que no tiene nombre
y si lo tiene no tiene nada más que uno, corrupción, y aun así
no es una palabra que contenga en su definición la totalidad de
la miseria que pusieron en la mesa de la Historia “los santos
padres” y sus más santos criados.
El famoso “cisma de occidente” empezó cuando a la
muerte de Gregorio XI, en el 1378, hubo que elegir papa. En una
noche se reunieron los romanos, como lo habían estado haciendo
antes de la llegada de San Pedro a Roma, cuando se sentaban y
vendían el sumo pontificado de la religión oficial del estado
al mayor postor. Esta costumbre pagana permaneció en la ciudad
romana contra el derecho apostólico de sucesión por el Espíritu
Santo, a la manera que san Ambrosio designó a san Agustín, y los
primeros obispos cristianos solían hacer con sus sucesores, eligiéndolos
personalmente, usando para la elección el designio del Espíritu
Santo que vive en el Siervo de Cristo y en él su Señor le da a
su Rebaño pastores de su elección y complacencia.
Los romanos y clanes aristocráticos de las ciudades
patriarcales volaron en cuanto pudieron esta Puerta por la que
se colaba el Espíritu Santo en la iglesia romana. El dinero, como
antaño, y no Dios, devino el Poder elector al obispado patriarcal,
fuera romano, o constantinopolitano. Así que, habiendo desplazado
al Espíritu Santo apenas el Cristianismo devino la religión oficial
del Estado, a estas alturas de la Historia, después de haber convertido
el obispado romano en una cama de prostitución sagrada y en un
cuarto oscuro donde se reunían asesinos para concertar en secreto
sus crímenes, tras la muerte de Gregorio XI los romanos eligieron
a Urbano VI. Pero para dejar constancia de quien era dios, a la
noche siguiente los romanos decidieron retirarle su gracia a Urbano
VI y concedérsela a Clemente VII. El Cisma ya estaba hecho. ¿Qué
era “el santo padre” sino un lacayo al servicio de sus amos italianos?
¿Qué era el papado sino la supervivencia contra natura del sumo
pontificado de la Roma pagana, transformado ahora en una nueva
cosa para mantener el poder los mismos que lo tuvieron antes de
llegar San Pedro a Roma? ¿No vuelve el perro a su vómito? De la
misma manera volvió “el santo padre” a la ciudad de la que huyera,
y apenas regresado sus crímenes contra el Cielo comenzaron a llenar
la Tierra. Como un monstruo que crece y le salen cabezas por alguna
operación alucinante, así “al santo padre” de regreso a Roma le
salieron dos cabezas. Obviamente para albergar tanto cuerno divino
como ya le salía y no le cabía en una sola cabeza. A este acto
criminal contra la gloria y la belleza del rostro de Cristo lo
llamaron Cisma. Y no había hecho más que empezar.
Al poco Urbano VI y Clemente II se murieron. Eran
dioses, o como los dioses, pero se morían como cualquiera de las
ratas del cuento. En este caso no se sabe si murieron de ciática
o por capricho de los dioses romanos.
El Diablo, que manejaba a su antojo los hilos de
la Curia, debía saberlo. De hecho fue él quien, ocultando los
hilos que movían las manos, coronó a otros dos “santos padres”,
a cual mejor. Uno se llamaba Bonifacio IX y el otro Benedicto
XIII. Dos “santos varones” como la mayoría de los obispos romanos,
todos santos o beatos en su gran mayoría. Naturalmente aquéllos
dos nuevos “santos padres” no les duraron mucho a los romanos.
El oficio de dios no compensaba, y sin embargo todos se morían
por sentarse en el trono del Vicario de Cristo. (El origen de
este título “Vicario de Cristo” procede de la adaptación de la
estructura imperial establecida por Diocleciano al Edificio de
la Iglesia. Este emperador anticristiano hasta la médula dividió
el Imperio en cuatro prefecturas. Cada prefectura quedó dividida
a su vez en distintas diócesis. Los jefes de estas diócesis eran
los “vicarios” del prefecto. Cuando el obispo de Roma intentó
reducir todo el reino de los cielos a una única prefectura, a
las órdenes del Prefecto, Cristo, no cometió ningún delito; lo
cometió al monopolizar el título de Vicario Universal, reduciendo
todas las diócesis a una sola y única sujeta a su mano. Y lo cometió
por muchas razones. Primero porque según el último libro bíblico
el Señor administra su Iglesia a través de siete estrellas, que
son sus ministros; de donde se ve que no hay un solo y único Vicario.
Es más, como a Moisés se le mostró el modelo acorde al que tenía
que construir el Tabernáculo y sus cosas, así el Señor le descubrió
a sus Iglesias el modelo acorde al que tenía que alzarse la Administración
Pastoral).
La Historia de la Iglesia demuestra que en esa dirección
iban todas cuando los Vicarios comenzaron a pelearse entre ellos
a ver quién era el más grande, resultando de aquella pelea la
enemistad que los condujo a la División. La Historia de las Iglesias
es, en razón de esto, la crónica de una pelea de un Discípulo
contra todos los demás por alzarse como el único Vicario de Cristo.
Lo demás, las series de crímenes y locuras por santificar lo que
contra el Señor Jesús se hizo, esto venía como efecto de la rebelión
del obispo romano contra sus hermanos en el Apostolado, usando
al emperador para ponerlos de rodillas, y a los romanos para matar
a cualquiera que les llevase la contraria.
Bajo esta camarilla criminal cayeron los papas y
los antipapas protagonistas del Cisma de Occidente que estamos
trayendo a la memoria. Eliminados Urbano VI y Clemente II, sus
sucesores Bonifacio IX y Benedicto XIII saborearon las mieles
de quien es “como dios” el tiempo que los romanos les concedieron.
El caso es que al Bonifacio lo mataron o se murió antes que lo
mataran y le eligieron por sucesor a un tal Inocencio VIII, otro
inocente que a los dos años cogió el camino de su predecesor y
nadie sabe si se fue para el Cielo o el Infierno. Según el decreto
del famoso Gregorio VII ningún poder para juzgar a su Vicario
tenía Dios, así que concedámosle el beneficio de la Duda y dejémoslo
en el Purgatorio.
En la Roma de los electores del Vicario de Cristo
fue elegido como dios por un día Gregorio XII. ¿No es curioso
que el Vicario, siendo al Prefecto a quien le corresponde elegirlo,
y siendo el Prefecto: Cristo, no es curioso que éste no tenga
ningún poder sobre su Siervo? Pero ni sobre éste ni sobre ninguno.
Porque si el vicario romano era nombrado por las familias romanas,
y en su defecto por el emperador, eran éstos quienes tenían el
poder del Espíritu Santo. Y lo mismo luego cuando el Vicario Romano
suplió al Prefecto y se dio a elegir por su cuenta a todos los
Siervos de Dios. La cuestión es: ¿Edificaron los Apóstoles la
Iglesia según el modelo que les dio su Maestro para que una vez
el Edificio alzado se sentara en el Trono de Gloria del Señor
el Vicario Romano?
Así las cosas, dos viviendo como los dioses que estaban,
vino un nuevo aspirante al título de obispo dios a saltar al ring,
éste con el rimbombante título de Juan XXIII. Ya no eran dos cabezas
para un cuerpo, ya eran tres. Si por su poder no podía ser visto
quién movía los hilos de este escándalo, por los efectos sí podía
verse cuál era el nombre del Dragón que estaba arrojando contra
el rostro de Cristo todo el horror de que era capaz su corazón
infernal. Y es que el escándalo empezó a adquirir tales proporciones
que acabaron viéndoseles los cuernos al Diablo y por fin todos
los buenos se decidieron juntos a frustrar su trabajo. El 11 de
Noviembre del 1417 la elección de Martín V hizo que las aguas
volvieran a su cauce.
A aquel periodo de miseria y escándalo contra el
Cielo y la Tierra protagonizado por el “santo padre” lo llamaron,
perdonándose a sí misma la iglesia romana: Cisma de Occidente.
Es verdad que el Señor les dio a sus siervos el poder de perdonar
los pecados. Lo que no sabemos es si les dio el poder de auto
perdonarse hasta, como dijo Lutero, la violación de la Madre de
Dios. Por si la duda cupiera la Historia del “santo padre” o Papado
es una continua e interminable sucesión de perdones a sí mismo
y de condenas al prójimo. Porque yo me pregunto: ¿Se merecía Savonarola
ser quemado en la hoguera mientras aquéllos a los que proféticamente
denunciaba le escupían con sus obras a su Señor en el rostro?
¿Quiere decir la iglesia romana que lo que ella puede hacer, y
he aquí el misterio de su omnipotencia, manchar con sus obras
la gloria de su Señor, a nadie más le está excusado? Es más, ¿quiere
decir que su Señor, como a los reyes hebreos les diera poder de
matar a sus profetas, a la iglesia romana les dio su Señor poder
para matar a todo el que denunciara sus crímenes?
Volvamos ahora al Diablo y su plan de destrucción
de la Humanidad. Ya hemos visto cómo movió los hilos de la iglesia
romana usando las manos de los romanos y de los emperadores. El
objetivo de aquel Cisma era romper la Unidad entre las dos partes
de la Europa de entonces. Una vez rota la Unidad Oriente-Occidente,
avanzaba hacia el Tronco mismo. Afortunadamente todas las fuerzas
de la Creación y del Cielo se unieron a las de la Tierra y combatieron
aquella Batalla. La combatieron y la ganaron. ¿Quiere decir esto
que el Diablo no volvería al ataque?
Una batalla perdida no decide la guerra.
¿Cuándo y cómo volvería al ataque el Diablo? ¿Cuál
sería su próxima batalla? Oportunidades para levantar escándalos
y dirigir sus consecuencias hacia una guerra santa no habría de
faltarle. El obispado romano en breve caminaría hacia la Segunda
Pornocracia, cuando los Borgia sentaron su culo en el trono del
papa y los hijos de sus amantes gobernaron la iglesia.
Pero no sería por ese frente por donde abriría brecha
el Diablo. No. La próxima vez sorprendería a sus enemigos con
una obra digna de su maléfica astucia. Imitaría a Dios. Este había
demostrado que el mejor material a su servicio se hallaba entre
los jóvenes ambiciosos y valientes que vivían su vida a pleno
pulmón. Caso san Francisco de Asís, Ignacio de Loyola y tantos
otros. El truco estaba en conducir a esas almas a una crisis profunda
que las llevase al encuentro con su Creador. Por regla general
solían ser jóvenes apasionados. Como el joven Martín Lutero, en
sus 21, 22 años, ambicioso, viviendo en la casa de una viuda,
muy piadosa de puertas para afuera, ya se sabe, la imagen, las
malas lenguas, pero a cuya cama corría el joven solicitado por
los amores de su amante secreta. ¿No iba estar el Diablo al corriente
de las aventuras del joven Lutero? Muy buena gente por otra parte.
¿Con 22 años a quién se le puede reprochar gozar de los placeres
de la carne? Además que el joven Lutero se había ganado la vida
de tuno universitario. Muy buena gente, tan alegres y joviales
como el más pintado, pero siempre cerca de donde está la fiesta
y dispuesto a compartirla sin más preámbulos. Es decir, algo calaveras.
Cervezas, amigos, mujeres, y un secreto, su viuda alegre, de cuya
cama seguramente volvía a casa cuando lo atrapó el Diablo en medio
de la tormenta.
CAPÍTULO 75.
La Violación de la madre de Dios
-Es un disparate pensar que
las indulgencias del Papa sean tan eficaces como para que puedan
absolver, para hablar de algo imposible, a un hombre que haya
violado a la madre de Dios.
¿Un disparate, amigo Lutero? Un disparate es llamarse
santo padre; un disparate es creerse infalible; un disparate es
creerse que se puede luchar contra Dios y salir vencedor. Un disparate
es otra cosa. Que hombre alguno en la Tierra o en el Cielo tenga
el poder de perdonar un pecado así, semejante o parecido, no es
un disparate, es pura locura. Si de verdad estabas buscando una
Reforma, esa Reforma que los siglos habían estado pidiendo y le
costó a Savonarola la hoguera ¿por qué hablabas con el rabo entre
las piernas?
¿Qué andabas buscando? Confiesa, pecador.
¿De qué te estabas riendo mientras escribías este
disparate? Yo no soy ni el Diablo ni el Papa, así que dime cómo
se llama un pensamiento así. Ten valor.
¿Y si lo sabías por qué te lo callaste? ¿Con un tintero
despediste al Diablo de tu vida? ¿No leíste nunca los consejos
de san Antonio para librarse de los demonios? ¿Un tinterazo contra
la pared y ya está?
Amigo Lutero, si te rondaba era porque el Diablo
te tenía incluido en sus planes.
Primero movía ficha, un arzobispo por aquí, un banquero
por allá, el pueblo coreando impotencia y entonces entras tú,
el valiente que se reía de la idea de una violación de la madre
de Dios. ¿Tenía gracia el comisario, verdad? ¡Qué poco humor el
de tu pueblo! De siempre fue más serio de la cuenta. Pecado a
granel o santidad a cántaros; amor hasta la tumba u odio a muerte.
¿Te creías que el Diablo había dejado escapar su
presa? ¿La metió en el convento para mayor gloria de su enemigo?
Tu entrada en el convento, hermano Lutero, eso sí
fue un disparate. Creer que el arzobispo tenía necesidad de un
Maestro en Artes y Sagrada Escritura en el que apoyarse para mantener
en auge el negocio que en un año se le estaba viniendo abajo,
esto fue otro disparate.
Toda tu vida fue un disparate en las manos del Diablo,
hermano Lutero.
Tu odio a los judíos fue un disparate.
Tu odio a todos los católicos del mundo fue un disparate
todavía más grande.
Tu odio contra los campesinos, otro peor.
Tu sumisión servil a los príncipes alemanes fue otro
disparate.
Tu teología fue un disparate que tuvieron que enmendar
otros. ¿Así que empezamos a hablar de cosas serias de verdad?
CAPÍTULO 76.
Los pecados veniales
-Decimos por el contrario,
que las indulgencias papales no pueden borrar el más leve de los
pecados veniales, en lo que concierne a la culpa.
¿A quién estabas acusando con esta tesis, hermano
Lutero? ¿Quiénes eran esos herejes merecedores de la hoguera,
hermano Lutero? ¿Los hubieras traicionado por el oro de los comisarios?
¿Los hubieras vendido por una parte en el gran pastel de las indulgencias?
De tu bajeza moral, capaz de vender hasta a tu madre, como se
vio en el caso de los campesinos, ¿qué se podría esperar? ¿No
hubieras dado los nombres de tus amigos de haberte ofrecido el
arzobispo tu señor un puesto entre sus perros? Yo diría que hubieras
ladrado como el más ruin de todos ellos y no hubieras dudado en
ser la ruina de esos amigos que con toda la valentía del mundo
se atrevían a decir lo que pensaban. El Duque de Alba fue malo
para los protestantes holandeses pero de haber estado tú en su
lugar no hubiera quedado ni un protestante holandés vivo. ¿Si
eran tuyas estas palabras por qué te escudaste en los amigos?
¿O querías arrastrarlos contigo cuando el volcán de la ira se
cerniese sobre tu cabeza? ¿Eras un cobarde que no tenía lo que
hace falta tener para enfrentarse solo al mundo y ponías a tus
amigos por medio? Pobre Lutero, atrapado entre el Diablo y su
ignorancia sobre las fuerzas que ponen y quitan piezas en este
mundo.
CAPÍTULO 77.
La Blasfemia contra el Espíritu Santo
-Afirmar que si San Pedro
fuese Papa hoy no podría conceder mayores gracias constituye una
blasfemia contra San Pedro y el Papa.
Pero no contra tu señor el arzobispo. Aunque claro,
tú podrías darle la vuelta a la tortilla y dirigir la blasfemia
contra tu señor, para eso eras maestro en artes marciales filosóficas.
Como Jesucristo tú también tenías una espada de doble filo en
la boca, ¿verdad, hermano Lutero? ¿Entonces por qué no la usaste
contra el Diablo que buscaba la división de Europa para conducir
a sus naciones al campo de la Batalla Final a la que quería arrastrar
a todo el mundo? Ah, no eras profeta y no podías comprender las
implicaciones de tus actos en el tablero del futuro del universo.
Pero, hermano Lutero, desde el principio has demostrado que sabías
lo que quería decir Jesucristo, que sabías lo que podía o no podía
hacer un Papa, e incluso lo que Dios quiere o no quiere, ¿cómo
se explica ahora que no supieras leer la Sagrada Escritura, tú
que la traducías? ¿O se puede llevar a un mundo a una guerra mundial
sin antes provocar una división central irreversible? Vamos a
ver, hermano Lutero, ¿el Diablo existe?
CAPÍTULO 78.
Las virtudes espirituales
-Sostenemos, por el contrario,
que el actual Papa como cualquier otro, dispone de mayores gracias,
a saber: el evangelio, las virtudes espirituales, los dones de
sanidad, etc., como se dice en 1ª de Corintios 12.
Muy bien, hermano Lutero, sabe más el Diablo por
viejo que por sabio. Ahora te toca a ti. Léete Is, 40; Gen, 25;
Rom.8, y así toda la Biblia. ¿Existe o no existe el Diablo? ¿Tiene
poder o no tiene poder sobre los cristianos? Porque no vamos a
hacerle caso al pobre san Antonio, que perdió la cabeza en el
desierto luchando contra fantasmas que se inventaba.
Si el poder del Diablo se redujera a dar berridos
y a hacerse pasar por un gigante de papel, una de dos, o Dios
nos está tomando el pelo al castigarnos de esta manera por la
astucia de un saltimbanqui majareta, o tú te tomas por loco a
tí mismo al no comprender que para dirigir la historia universal
hacia un campo de batalla mundial hace falta algo más que ser
un titiritero de opereta.
Así que vamos a ver, ¿si el papa dispone de dones
de sanidad por qué no pone una clínica de milagros S.A.? ¿Pero
si el papa es otro hombre más por qué lo quieres condenar como
si se tratara del Diablo en persona?
¿Quieres decir que tú estás inmunizado contra su
poder y los demás no? ¿Entonces no crees que también el Diablo
sepa que Dios es Trino y Uno y sin embargo prefiere vivir en el
Infierno a vivir la eternidad en un Reino gobernado por la Fraternidad
y la Justicia?
¿De verdad no sabes que la Libertad es sagrada y
cada persona creada a la imagen y semejanza de Dios tiene el poder
de elegir qué es lo que quiere y qué es lo que no quiere, adónde
quiere ir, si al Cielo o al Infierno?
¿Adónde quieres ir tú, amigo Lutero? ¿No sabes que
Dios juzgará a cada cual por sus obras? ¿Qué vas a presentarle,
la Fe sola, sin obras, y los muchos pecados de los que te has
absuelto a tí mismo por el poder de la fe? ¿Y por qué ese mismo
poder no le vale entonces al Diablo?
El Diablo también sabe que Jesucristo es el Hijo
de Dios, y sabe que Jesús es el Señor, y sin embargo su conocimiento
no le vale de nada porque sus obras y sus palabras son como el
fuego y el hielo, no pueden vivir juntos. ¿Entiendes la diferencia,
Maestro en Artes y Sagrada escritura? El conocimiento solo no
basta, y tú lo que hiciste fue elevar el conocimiento a la categoría
de la fe, desterrando de la fe esas obras por las que se perfecciona
la justicia. ¿Eras maestro en teología y no sabías esto? ¿Y querías
enseñar a los cristianos lo que se debía creer y no?
Tu fe era Razón, no Fe; por eso las obras de esa
fe fueron guerra civil, odio, imitación de Judas, acusación, condenación,
juicio al prójimo, odio al enemigo, devolver mal por bien, prohibición
de la pobreza, anatematización de los más débiles, exterminación
de todo lo que no fuera asequible a tu conocimiento. ¡Heil, Lutero!
CAPÍTULO 79.
Las armas papales
-Es blasfemia aseverar que
la cruz con las armas papales llamativamente erecta equivalen
a la cruz de Cristo.
¿A quién engañabas?, eras tú el autor de la blasfemia.
Le mostrabas los dientes a tu futuro amo. Porque sabías que podía
darte con la puerta en las narices le amenazabas para que no lo
hiciera; le mostrabas el poder de tu imaginación; si estuviera
al servicio del enemigo sabrías cómo usarla y hacer daño. ¿Por
qué desaprovechar su potencial y obligarte a pasarte al enemigo?
Hermano Lutero tus preguntas estaban de más. La pregunta
que de verdad te interesa y le interesa a tu alma es saber por
qué entonces permitió Dios que el Diablo le ganara la partida
llevándose a su corral tu alma.
Hermano Lutero, tú mismo te perdiste. El mismo Dios
que abominaba de sus siervos y execraba de las indulgencias ¡cómo
hubiera podido permitirle a un artista de las palabras como tú
ponerse en su contra bendiciendo lo que El maldecía! Eras tú quien
había hecho la elección incorrecta. El ser humano siempre tiene
la libertad de vencer al Diablo, y el Poder es suyo para hacerlo.
Pero si usas tu libertad para hacer lo que el Diablo sin tener
que obligarte quiere que hagas por él, es tu problema. ¿No sabes
que al sacerdote no le conviene la riqueza, ni poner sus dones
al servicio de los consiervos que maldicen al Señor con sus obras?
Porque ellos prosperen y la apariencia de prosperidad sea su estrella
no debes olvidar que su destino es el Juicio y su paga los sorprenderá.
Lo que debes preguntarte es: ¿Puede el buen siervo levantarse
contra el mal siervo, aunque se siente en el pináculo de la gloria,
y quitar de la vista de Dios y del Cielo y de la Tierra semejante
visión malvada y perversa? ¿Si tú te creías ese buen siervo por
qué no te levantaste contra ese mal siervo en lugar de alzar tu
bandera contra toda la Iglesia? ¿Destruyendo su rebaño le vas
a quitar al mal pastor su puesto? Necio, insensato, ¿quién eres
tú para condenar a todo el rebaño por el pecado de su pastor?
¿No sabías que quien juzga a su prójimo será juzgado con la misma
vara? ¿Tú que traducías la Biblia no leías lo que ponía? Tiembla,
hermano Lutero, porque ha llegado para ti el día del Juicio, y
con la misma medida con la que juzgaste a tu prójimo serás juzgado
tú.
CAPÍTULO 80.
Obispos, curas y teólogos
-Tendrán que rendir cuenta
los obispos, curas y teólogos, al permitir que charlas tales se
propongan al pueblo.
Hermano Lutero, hay Cielo y hay Tierra, y no habría
Tierra si no hubiera Cielo. De la misma manera no habría siervos
si no hubiera Señor, y si no hubiera Madre no habría hijos. Los
siervos están todos sujetos a un Contrato y reciben la paga de
acuerdo a las cláusulas de ese Contrato y todos tienen que rendir
cuentas de su Trabajo a su Señor. En cambio los hijos de ese Señor
trabajan libremente para su Padre y disfrutan sin límites de todos
los bienes de su Casa; entran y salen cuando quieren. Los siervos
no pueden entrar y salir más que cuando sus obligaciones lo mandan
o son llamados por su Señor a presentarse ante El.
El Contrato original que firman quienes entran al
servicio del Señor Jesús fue escrito y puesto a la luz para que
todo el mundo lo viera. Como doy por supuesto que a un Maestro
en Sagrada Escritura no hay que leerle las Instrucciones sobran
las palabras. ¿Adónde quiero llegar? A descubrirte tu insensatez
al no haber comprendido jamás que sin Madre no hay hijos, y sin
Esposa no puede haber Señor respecto al cual cumplirse la Ley:
“Buscarás con ardor a tu Marido, que te dominará”.
Eva, se entiende, era la imagen visible de una realidad
invisible, la unión en cuerpo y alma de Adán, hijo de Dios, con
su reino, el mundo de los hombres; y como las entrañas de Eva
estaban abiertas a su marido, así la Corona de Adán al futuro
de generaciones de hijos de Dios que con su sabiduría e inteligencia
llenarían la Tierra para alegría del Cielo. Pero Adán cayó, como
hemos oído y sabemos. Y un Nuevo Adán vino al Mundo, Cristo, y
siendo Espíritu, aunque en carne, le era dada una Esposa para
tener de Ella hijos.
Y volvemos a lo mismo, estaba en tu poder, hermano
Lutero, alzar tu voz al Cielo y ponerte al frente de la Tierra
para acabar con la corrupción de los siervos del Señor Jesús,
mas lo que no te era dado era lo que hiciste, juzgar a la Esposa
de Cristo y por tu cuenta declarar roto el Matrimonio Sempiterno
de cuyas entrañas había de venir a luz aquella Generación de la
que el Apóstol, en nombre de sus Hermanos en Cristo, escribiera:
“Tengo por cierto que los padecimientos del tiempo presente no
son nada en comparación con la gloria que ha de manifestarse en
nosotros; porque la expectación ansiosa de la creación entera
está esperando la manifestación de los hijos de Dios; pues las
criaturas están sujetas a la vanidad, no de grado, sino por razón
de quien las sujeta, con la esperanza de que también ellas serán
libertadas de la servidumbre de la corrupción para participar
en la libertad de la gloria de los hijos de Dios”.
¿Ves ahora, hermano Lutero, cómo al condenar al Infierno
a la Nueva Eva le robabas al mundo esa Esperanza que vivía en
Promesa en sus entrañas? Hermano Lutero, perdiste la Fe. Se te
convirtió en conocimiento racional de unas verdades teológicas
con las que jugabas como un arquero con su arco y sus flechas.
Hablabas porque sabías hablar, porque eras un artista, pero perdiste
la Fe, y por eso vendiste la Esperanza y no tuviste Caridad ni
de campesinos, ni de judíos, ni de católicos, ni de nadie que
no doblara sus rodillas ante tu verbo.
Obispos, curas, teólogos, papas, arzobispos, cardenales,
todos los siervos tienen que rendir cuentas ante su Señor, más
tarde o más temprano.
Ya te he dicho que los hijos gozan del espíritu de
la Libertad, pero los siervos viven sujetos a los términos de
su servidumbre. ¿O acaso la Esposa no sirve a su Señor? ¿Y no
está la gloria de la Madre en sus hijos?
Lutero, Lutero, hay palabras que se las lleva el
viento, palabras que son de vida y palabras que son de muerte,
palabras que matan y palabras que animan, palabras que encienden
guerras y palabras que curan heridas, palabras que son bellas
al oído, como aquella manzana prohibida era bella a la vista,
y luego resulta que son amargas como el veneno. ¡Qué amargas sonaron
las tuyas en los oídos de aquéllos campesinos y en los de las
poblaciones enteras que tus señores lo príncipes obligaron a emigrar,
judíos y no judíos, abandonando las tierras y las casas, que pasaron
a engrosar sus fortunas!
“No, no moriréis; es que sabe Dios que el día que
de él comáis se os abrirán los ojos y seréis como Dios, conocedores
del bien y del mal”.
Y ahora las tuyas:
“Sí, la Fe sola salva, sin Esperanza, sin Caridad.
Cree y serás salvo; conoce y vivirás”.
Esta no es la declaración de Fe de un hijo de Dios,
hermano Lutero; es la confesión del Diablo, que sabe y conoce
que Jesús es el Señor, pero lo odia a muerte, así que le sobra
la esperanza, la Caridad, las Obras de juicio, verdad y sabiduría.
Sin darte cuenta ni saber lo que hacías, quisiste
matar a la Madre que había en la Esposa de Cristo, como aquel
Diablo que se puso a perseguir a la Virgen para matar al Niño
antes que naciera, y ahora hacía lo mismo para que los hijos de
Dios que la creación entera expectante ansiosa estaba no nacieran.
Mas como al principio dije: hay Tierra y hay Cielo, pero si no
hubiera Cielo Tierra no habría. Tu ignorancia es tu defensa, agárrate
a ella, hermano Lutero, y ven y llora porque estabas ciego y no
sabías lo que decías, que en este Día de Alegría no quieren el
Señor y su Esposa sino compartir su felicidad porque el Día de
la gloria de la libertad de los hijos de Dios ha nacido.
DUODÉCIMA
PARTE
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