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VASILIEVHISTORIA DEL IMPERIO BIZANTINOCapítulo VII
EL IMPERIO GRIEGO DE NICEA
Y EL IMPERIO LATINO DE CONSTANTINOPLA (1204-1261)
Los Estados fundados en el siglo XIII en territorio bizantino.
La cuarta Cruzada,
concluida con la toma y saqueo de Constantinopla, tuvo como resultado el fraccionamiento
del Imperio bizantino y la fundación en su territorio de varios Estados, unos
latinos y otros griegos. Los primeros recibieron la organización feudal
imperante en el occidente de Europa. Los francos fundaron los Estados
siguientes: imperio latino de Constantinopla, reino de Tesalónica, principado
de Acaya, en el Peloponeso (Morea) y ducado tebanoateniense en la Grecia central. El poderío de Venecia
se extendió sobre las islas bizantinas de las aguas egeas y jónicas, la isla de
Creta y otros muchos puntos del litoral y el interior. Junto a las posesiones
feudales latinas se crearon tres Estados griegos independientes en el dividido
territorio del Imperio oriental: el Imperio de Nicea, el de Trebisonda, en Asia
Menor, y el despotado del Epiro, en el norte de Grecia. Balduino, conde de
Flandes, fue elegido emperador de Constantinopla, señoreando lo más de la
Tracia. Bonifacio de Monferrato, designado rey de
Tesalónica, extendía su autoridad a Macedonia y Tesalia. Guillermo de Champlitte, y tras él Godofredo de Villehardouin,
gobernaron, como príncipes, la Morea. Otón de la
Roche fue duque de Atenas y Tebas. En los tres Estados griegos reinaban: en
Nicea (Bitinia), Teodoro I Lascaris; en Trebisonda,
Alejo I Comneno, y en el despotado del Epiro, Miguel I Ángel Ducas Comneno.
Los dos Estados vecinos
—el segundo imperio búlgaro, con sus soberanos Kaloyán y Juan Asen II, y el sultanato de Iconion o Rum, en Asia Menor— participaron activamente, sobre todo
Bulgaria, en la compleja vida internacional que se desarrolló a partir de 1204
sobre las ruinas del Imperio bizantino.
Todo el siglo XII
transcurrió en continuas lucha de dichos Estados, que efectuaron entre sí las
más dispares combinaciones. Ora lucharon los griegos contra los usurpadores
francos, turcos y búlgaros; ora unos griegos pelearon con otros griegos,
introduciendo nuevos elementos de discordia en la perturbada vida interna
bizantina; ora los francos se batieron contra los búlgaros, y así
sucesivamente. A estos choques militares seguían alianzas y pactos diversos, en
general quebrantados con tanta facilidad como convenidos.
Tras la catástrofe de 1204
se planteó el problema de saber cuál sería el centro político, económico,
religioso, intelectual y nacional en torno al cual pudiera desarrollarse la
idea de la unión y del orden. Los Estados feudales del Occidente y las
posesiones mercantiles venecianas, siguiendo cada uno sus propios intereses, contribuyeron,
dentro de la anarquía general, a aumentar la desintegración del Imperio, no
acertando ni a crear un orden nuevo ni a conservar intacta la herencia que
recibieran a raíz de la Cuarta Cruzada. Un historiador dice: “Todos esos
Estados feudales del Occidente, separados unos de otros, no hicieron obra
constructiva, sino más bien destructora, y así fueron destruidos ellos mismos.
Oriente quedó dueño de la situación en Oriente”.
Orígenes del Imperio de Nicea. Papel de Bulgaria.
Situaremos en el centro de
nuestra exposición la historia del Imperio de Nicea, donde nació y se
desarrolló la idea de la unión nacional griega y de la restauración del Imperio
bizantino, y de donde procedía Miguel Paleólogo, que en 1261 se adueñó de
Constantinopla, restableciendo, si bien disminuido en sus confines, el antiguo
Imperio de Bizancio. Por un momento pareció que la restauración bizantina
correspondería al despotado del Epiro; pero, como veremos después, los déspotas
del Epiro, al influjo de diversas circunstancias, hubieron de retroceder ante
la creciente importancia de Nicea y renunciar a ejercer una acción decisiva en
el Oriente cristiano. El tercer Estado griego, el Imperio de Trebisonda, se
hallaba harto apartado para poder desempeñar un papel de primera línea en la
reunión de los griegos. De aquí que la historia de Trebisonda ofrezca un
interés de orden particular, en lo político así como en lo intelectual y
económico, mereciendo un estudio especial o independiente.
El fundador del “Imperio
en exilio” de Nicea, fue Teodoro Lascaris,
emparentado por su mujer, Ana, hija del ex emperador Alejo III, a la familia de
los Angeles, y por Alejo III a la familia de los
Comnenos. Bajo Alejo III, Teodoro ejerció un mando militar, luchando
enérgicamente contra los cruzados.
Según toda probabilidad,
el alto clero de Constantinopla le designó emperador al huir Marzuflo. Teodoro se refugió en el Asia Menor en el momento
en que los cruzados tomaban la capital. En su nuevo Estado de Nicea dio asilo
al alto clero de Constantinopla, y a Nicea se acogieron, huyendo de los
cruzados, muchos personajes eclesiásticos eminentes, numerosos miembros de la
nobleza civil y militar de Bizancio y otras gentes que se negaban a aceptar el
yugo extranjero. Sin embargo, el último patriarca griego de Constantinopla,
Juan Camatera, marchó a Bulgaria, negándose a acceder
a la invitación de Teodoro Lascaris para que acudiese
a Nicea. Miguel Acominatos, metropolitano de Atenas,
al huir de esta ciudad, escribió a Teodoro Lascaris recomendándole un eubeo de quien decía que prefería vivir desterrado en la
corte de un “Imperio griego” “romano” a permanecer en su patria, oprimida por
los extranjeros. Miguel añadía que si dicho eubeo encontraba asilo en Nicea, el
produciría una impresión prodigiosa en toda Grecia, la cual “miraría a Teodoro
como el único liberador universal,” es
decir, el liberador de toda la “Romanía”.
A la muerte de Teodoro Lascaris, que reinó de 1204 a 1222, el Imperio pasó a su
yerno —el esposo de su hija Irene—, Juan II Ducas Vatatzes (1222-1254). Juan II
fue el más capaz y enérgico de los emperadores de Nicea. Le sucedieron su hijo
Teodoro II (1254-1258) y su nieto menor Juan IV (1258-1261). A Juan IV le
depuso Miguel Paleólogo, restaurador del Imperio bizantino.
La situación del nuevo
Estado bitinio era muy peligrosa. Por Oriente amenazaba el poderoso sultán selyúcida de Iconio, que poseía
todo el interior del Asia Menor, así como parte del litoral mediterráneo al sur
y de la costa del mar Negro al norte. Por occidente, el Imperio corría el grave
riesgo originado por el propósito que formó al Imperio latino desde el
principio: aniquilar inmediatamente el Estado de Nicea. Así, Teodoro Lascaris, que reinó los dos primeros años con sólo el
título de déspota, hallóse ante tareas pesadas y
difíciles. En el interior del país campeaba la anarquía. En varios lug.ares se creaban señoríos independientes y Nicea llegó a
cerrar sus puertas a Teodoro.
Entre tanto los caballeros
latinos establecidos en Constantinopla decidían, el mismo año, conquistar Asia
Menor. Sus operaciones militares tuvieron gran éxito. Según Villehardouin, (los
habitantes del país tomaron el partido de los francos y empezaron a pagarles
tributo”. En momento tan crítico para el joven Estado de Nicea llegó la noticia
de que el emperador Balduino había sido hecho prisionero por los búlgaros.
Ya sabemos que desde 1196
el trono búlgaro estaba ocupado por Juan (Johannitsa),
llamado Kaloyán, que en la época de los Ángeles había
sido temible enemigo de Bizancio. Era notorio que cruzados y búlgaros
necesitaban dirimir entre sí quiénes de ellos debía preponderar en la Península
balcánica. Los cruzados rechazaron con injurias las ofertas amistosas de Kaloyán, haciéndole entender que no podía tratar de igual a
igual con el emperador, sino que debía interpelar a éste como un esclavo a su
dueño, advirtiéndole que, en caso contrario, los cruzados conquistarían
Bulgaria por las armas, reduciéndola a su antigua esclavitud.
Mientras provocaban así la
ira del monarca búlgaro, los latinos exasperaban a la vez a la población griega
de Tracia y Macedonia ofendiendo las creencias y ritos religiosos de los
griegos. Negociaciones secretas mantenidas entre griegos y búlgaros prepararon
en la Península un levantamiento en favor de Bulgaria. Es presumible que el
antiguo patriarca de Constantinopla, Juan Camalera,
que residía en Bulgaria, desempeñara un importante papel en la conclusión de la
alianza grecobúlgara de 1204-1205. “Este plan —dice
F. I. Uspenski— concluyó con los titubeos de Juan y
decidió su plan de operaciones ulteriores. Presentarse como defensor de la
ortodoxia y de la población grecobúlgara contra la
preponderancia católicolatina, esforzarse a la vez en
hacer renacer la idea imperial bizantina, fue entonces su plan y el móvil
principal de todas sus empresas contra los cruzados”. El zar búlgaro aspiraba a
la corona de basileo bizantino.
Al estallar un alzamiento grecobúlgaro en los Balcanes, los cruzados viéronse forzados a llamar a Europa los ejércitos que
combatían en Asia a Teodoro Lascaris. El 15 de abril
de 1205, Juan, ayudado por la caballería kumana (poliana) que peleaba en su ejército, derrotó sucesivamente
a los cruzados. La flor de la caballería occidental pereció en el campo de
batalla y el emperador Balduino cayó prisionero. Se desconoce a ciencia cierta
su suerte. Según parece, fue muerto por orden del zar búlgaro. A
falta de noticias concretas sobre la suerte de Balduino, eligióse regente a su hermano Enrique, mientras duraba la ausencia del soberano.
El otro jefe latino que participó en la batalla, es decir, el anciano dux Enrico Dándolo, hubo de dirigir la retirada nocturna de los restos del ejército derrotado, muriendo a poco del desastre y siendo sepultado en Santa Sofía. Según una tradición muy extendida, sus restos permanecieron allí hasta que al caer Constantinopla en manos de los turcos, el sultán. Mahomet II ordenó aventar las cenizas del dux. El desastre de
Adrianópolis puso al Imperio latino en una situación desesperada. Tal golpe
comprometió todo el porvenir del nuevo Imperio. Según Gelzer,
“aquel día puso fin a la dominación de los francos en el Imperio romano”. En
efecto, (da suerte del Imperio latino de Constantinopla estuvo por entero,
durante algún tiempo, en manos del zar búlgaro”.
La batalla de Adrianópolis
tuvo también trascendental importancia para el destino del reino búlgaro y del
de Nicea. Los griegos de Macedonia y Tracia, faltos de centro nacional en
Europa, y no presintiendo la misión futura de Nicea, consideraron posible obrar
contra los latinos de concierto con los búlgaros. Ante Kaloyán se abrían favorables perspectivas para sus ambiciosos proyectos de substituir
el Imperio latino por otro, grecoeslavo, con capital
en Constantinopla. Pero, como bien dice V. G. Vasilevski,
del papel de emperador de un Estado grecoeslavo no
convenía a un zar eslavo. El proyecto concebido por Juan de fundar un imperio grecobúlgaro en la Península balcánica, con Constantinopla
por capital, quedó en los dominios de la imaginación”.
El “antihistórico” acuerdo grecobúlgaro que condujera a la victoria de
Adrianópolis quedó en suspenso tan pronto como los patriotas griegos de los
Balcanes vieron en el Imperio de Nicea la fuerza que debía librarlos de los
conquistadores latinos, así como la expresión de sus esperanzas nacionales. En
la Península balcánica empezó a manifestarse una clara tendencia antibúlgara, tendencia que el zar de Bulgaria quiso atajar
con implacable saña. Según testimonio de Jorge Acropolita,
el zar Juan vengaba los crímenes cometidos contra los búlgaros por el emperador
Basilio II Bulgaróctonos, y se daba el fiero
calificativo de Romaioktonos o matador de romanos.
Los griegos, en cambio, le apodaban Juan el Perro Skyloioannes y el emperador latino le llamaba, en 262 una carta, “el gran devastador de
Grecia”.
“Se vio manifestarse
—escribe un historiador búlgaro— la tendencia puramente nacional búlgara que
regía la política imperialista del rey Kaloyán,
contra el criterio del elemento griego, enemigo jurado de la independencia
nacional búlgara, desde el momento mismo de la alianza con las ciudades griegas
de Tracia contra el Imperio latino”.
La sangrienta campaña de Kaloyán en Tracia y Macedonia terminó trágicamente para él,
siendo asesinado cuando cercaba Tesalónica (1207). La leyenda griega le
presenta como el gran enemigo de la Iglesia ortodoxa, suponiéndole
milagrosamente muerto a manos del célebre mártir Demetrio de Tesalónica. Esta
leyenda pertenece a los relatos milagrosos sobre el mártir, relatos escritos en
lengua griega y eslava, y se halla también en las antiguas crónicas rusas. De
manera que el zar búlgaro no pudo aprovechar las favorables circunstancias que
le ofrecía la victoria de Adrianópolis.
Con Kaloyán “desaparecía de la escena histórica uno de los diplomáticos más grandes que
Bulgaria haya producido jamás”.
La batalla de
Adrianópolis, al abatir la pujanza del dominio franco en Constantinopla, salvó
al Imperio de Nicea, abriendo ante él nuevas perspectivas. Teodoro Lascaris, libre del peligro occidental, dióse a organizar su Estado. Una vez que hubo logrado afirmarse en Nicea, se planteó
el caso de substituir su título de déspota por el de emperador. Como el
patriarca griego de Constantinopla, huido a Bulgaria al triunfar los francos,
no quería acudir a Nicea, eligióse un patriarca
nuevo, con residencia en Nicea. Este patriarca coronó a Teodoro en 1208.
Tal hecho tuvo la mayor
importancia para la historia sucesiva del Estado de Nicea, que se convirtió en
centro religioso y político del Imperio. Junto al quebrantado Imperio latino
crecía otro que reunía poco a poco territorios bastante importantes del Asia
Menor y hacia el que se volvían gradualmente las esperanzas de los griegos de
Europa. La coexistencia de los dos Imperios debía, necesariamente, producir
entre ellos relaciones tirantes. En un tratado que Teodoro convino en 1220 con
el representante podestá de Venecia en Constantinopla, hallamos el título
oficial del primero abiertamente reconocido por Venecia: Theodorus in Christo deo fidelis imperator et moderator Romeorum et semper Augustus, Comnanus Lascarus.
Nicea, convertida en
capital del nuevo Imperio, era ciudad ya célebre en la historia bizantina por
los dos concilios celebrados allí. Además, enorgullecíase en la Edad Media de sus potentes murallas, aun bien conservadas hoy, y ocupaba
una magnífica situación política, ya que se levantaba en el cruce de cuatro o
cinco caminos, a unas cuarenta millas de Constantinopla. Poco antes de la
Primera Cruzada, Nicea había caído en manos de los selyúcidas, y los cruzados,
al recuperarla, hubieron, no sin gran descontento, de devolverla a Alejo
Comneno. Magníficos palacios, templos y monasterios numerosos, hoy
completamente desaparecidos, ornaban la Nicea medieval.
Hablando de Nicea y
recordando el primer concilio ecuménico, Al Harawi, viajero árabe del siglo
XII, escribe: “En la iglesia de esa ciudad se pueden ver la imagen del Mesías y
los retratos de los Padres en sus sitiales. Esta iglesia recibe particular
veneración”. Los historiadores bizantinos y occidentales del siglo XIII
insisten en la prosperidad y riqueza de Nicea. Nicéforo Blemmidas, escritor de
dicho siglo, exclama en uno de sus poemas: “Nicea, ciudad de calles anchas,
llena de gente, de hermosas murallas, orgullosa de cuanto contiene, signo el
más notable de la simpatía imperial”.
La literatura de los
siglos XIII -XIV nos ha conservado dos panegíricos de Nicea. En el primero,
escrito por uno de los sucesores de Teodoro I Lascaris,
el emperador Teodoro II Lascaris, hallamos esta
exaltación de Nicea: “Tú has superado a todas las ciudades, porque el Imperio
romano, varias veces dividido y lastimado por ejércitos extranjeros... se ha
establecido, mantenido y afirmado solamente en ti”. El segundo panegírico de
Nicea es obra de Teodoro Metoquita, el célebre
estadista bizantino de finales del siglo XIII y siglo XIV, hombre que brilló
como diplomático, político, administrador, teólogo, astrónomo, pintor y poeta,
y cuyo nombre está vinculado a los célebres mosaicos que se conservan en el
convento de Hora (hoy mezquita de Kahriés) y de los
que hablaremos después.
Aparte las murallas
medievales de Nicea, aun podía verse antes de la guerra de 269 1914-18, en la
mísera población turca de Isnik (nombre deformado de
Nicea), la modesta iglesita de la Asunción, que databa probablemente del siglo
IX y poseía bellos mosaicos, muy importantes para el estudio del arte
bizantino. Pero, durante la guerra, Nicea fue bombardeada y el bombardeo no
dejó intacto ningún edificio. Es de lamentar que la iglesia de la Asunción
sufriera particulares daños, tantos que quedó destruida casi del todo, a
excepción del arco izquierdo de la cúpula y la parte meridional del nartex.
Otra famosa iglesia de
Nicea —la catedral de Santa Sofía— se halla también en un 271 estado
deplorable.
Poseemos un documento muy
interesante que nos permite, en cierta medida, saber la idea que Teodoro Lascaris se forjaba del poder imperial. Trátase de un silentium, según se llamaban en la época bizantina los
discursos pronunciados en público por los emperadores al comenzar la Cuaresma,
en presencia de las más ilustres personalidades del Imperio, que debe
considerarse como una especie de “discurso del trono” desarrollado por Teodoro Lascaris en 1208, a raíz de su coronación.
Dicho silentium fue escrito por el célebre historiador Nicetas Acominatos,
refugiado en Nicea desde la toma de Constantinopla por los latinos. Según ese
discurso, escrito en estilo de retórico, Teodoro, como los basileos de Bizancio, consideraba su poder como de derecho divino. “Dios me ha dado,
como a un padre, el poder imperial sobre todo el Imperio romano. Aunque por
ahora ese poder haya debido ser cedido a otros, la mano de Dios ha puesto sobre
mi cabeza tal potestad”. Dios había dado a Teodoro, por su celo, “la unción y
el poder de David”. La unidad del Imperio significaba también la unión de la
Iglesia. “No habrá más que un solo rebaño y un solo pastor,” leemos en el “silentium”. Cierto que éste no era obra del mismo
emperador, pero refleja, en todo caso, la opinión de los hombres más instruidos
y de mejor cuna del Imperio de Nicea, y esa opinión descansaba en fundamentos
sólidos, puesto que Teodoro Lascaris, emparentado con
los Ángeles y los Comnenos y convertido en Nicea en “basileo romano,” sentíase continuador consciente de la línea de los emperadores
bizantinos.
La política de Teodoro I Lascaris. Los selyúcidas. El Imperio latino.
Con la derrota de los
latinos en Adrianópolis, la situación de Teodoro I Lascaris mejoró durante algún tiempo. Pero el sucesor del desgraciado Balduino en el
trono de Constantinopla fue su hermano Enrique, buen jefe militar y soberano
enérgico y talentoso. Tras hacerse coronar en Santa Sofía, consiguió hacer
recobrar a su Estado cierta fuerza, y abrió las hostilidades contra Teodoro,
proponiéndose reunir al Imperio latino las posesiones de Nicea. Teodoro no pudo
detener con las armas los avances de los latinos. Mas el peligro búlgaro, que amenazaba
a los latinos, y el selyúcida, que amenazaba a
Teodoro, obligaron a los contrincantes a firmar una tregua como consecuencia de
la cual Teodoro se obligó a demoler varias de sus fortalezas.
La guerra entablada por
Teodoro contra el sultán selyúcida, que poseía, como
sabemos, la mayor parte del Asia Menor, tuvo gran trascendencia para el
naciente Imperio de Nicea. Y para el sultanato turco de Iconio el surgimiento del Estado niceno era desagradable, ya que detenía los progresos
de los turcos hacia el oeste, dificultándoles el acceso al litoral egeo. A esta
causa principal de hostilidad entre ambos Estados se unía la circunstancia de
que el cuñado de Teodoro Lascaris, Alejo III Ángel,
se había refugiado en la corte del sultán, rogándole que le ayudara a recobrar
su Imperio. El sultán, aprovechando la llegada de Alejo, dirigió a Teodoro un
enérgico ultimátum en que, le pedía la devolución del trono a Alejo,
enmascaraba su pretexto real: la conquista de toda el Asia Menor. Se iniciaron
las hostilidades, que tuvieron su principal escenario en Antioquía, sobre el
Meandro. La fuerza esencial de Teodoro consistía en ochocientos bravos
mercenarios occidentales, quienes, a pesar de su valor y de las pérdidas que
causaron a los turcos, quedaron casi todos muertos en el campo de batalla. No
obstante, Teodoro Lascaris, merced a su valentía y
gran presencia de ánimo, salvó la situación. En el siguiente choque el sultán
fue muerto, acaso a manos del propio emperador. Con frase de un cronista
contemporáneo, el sultán cayó “como de una torre” de la yegua que montaba. El
antiguo emperador Alejo III quedó cautivo. Tonsurósele por fuerza y terminó sus días en un convento.
Parece que aquella guerra
no implicó grandes ganancias territoriales para Teodoro. No obstante, la
importancia moral de su victoria sobre los musulmanes fue muy grande, ya que
afirmaba el nuevo Imperio, daba vida nueva a las tradiciones del Imperio
bizantino, enemigo secular del islamismo, y llenaba de esperanza y júbilo a los
griegos de Asia Menor y de Europa, los cuales veían en Nicea por primera vez un
posible centro de unificación futura. Nicetas Acóminatos con ocasión de esta victoria, escribió en honor de Teodoro un extenso y pomposo
discurso panegírico.
El hermano de Nicetas,
Miguel Acomínatos, antiguo metropolitano de Atenas y
que había abandonado su sede hacia 1204, envió a Teodoro Lascaris una carta de felicitación, fechada en la isla de Ceos, en la que expresaba el
anhelo de que el emperador de Nicea lograra ascender al trono de Constantino el
Grande en el lugar siempre elegido por Dios: Constantinopla.
La victoria de Teodoro,
además de a los griegos, satisfizo también, aunque parezca extraño, al
emperador latino, Enrique, el cual temía a los valientes mercenarios
occidentales de Teodoro. Como éstos habían caído en lucha con los turcos,
Enrique creía que aquella victoria había debilitado a Nicea. Según un
historiador del tiempo, Enrique dijo: “Lascaris ha
resultado vencido y no vencedor”.
Pero en esto Enrique se
engañaba: a poco Teodoro Lascaris dispuso de nuevo de
una hueste considerable de francos y griegos bien armados.
La victoria obtenida sobre
los turcos permitió a Teodoro atacar a Enrique. Teodoro tenía un objetivo
preciso: Constantinopla. Y se proponía asaltarla con ayuda de una flota
considerable.
Poseemos una interesante
carta escrita en Pérgamo, por Enrique, en 1212. Esa carta, que Gerland califica de “manifiesto,” iba dirigida a todos “sus
amigos a quienes el tenor de la presente pudiera llegar” (universis amícis suis ad quos tenor praesentium pervenerit) y demuestra que Enrique consideraba a Teodoro
como peligroso enemigo. El latino decía: “El primero y mayor enemigo es Lascaris, que ocupa todos los territorios allende el
estrecho de San Jorge hasta Turquía y que, erigiéndose en
emperador, nos ha amenazado a menudo por ese lado... Lascaris ha reunido muchas naves para apoderarse de Constantinopla, y así la ciudad
tiembla de desolación, a tal punto que, desesperando de nuestro retorno (de
Asia Menor), muchos de los nuestros proyectan huir atravesando el mar, y un
gran número de ellos se han pasado a Lascaris,
prometiéndole ayudarle contra nosotros... Todos los griegos comienzan a
murmurar contra nosotros y prometen ayuda a Lascaris si quiere venir en armas contra Constantinopla”. La carta termina por una
petición de socorro de Enrique a los latinos: “Para ser completamente
victorioso y gozar de nuestro Imperio, hemos menester de muchos latinos a
quienes podemos dar las tierras que estamos en vías de adquirir y las que ya
hemos adquirido, porque ya sabéis que no basta adquirir tierra, sino que son
precisos hombres para guardarla”.
Esta misiva demuestra
claramente que Enrique sentía vivas inquietudes ante la guerra iniciada por
Teodoro y que el ánimo de los súbditos del primero vacilaba.
Pero esta primera
tentativa de Nicea para recuperar la capital fracasó. El Imperio niceno no era
lo suficientemente fuerte ni estaba debidamente preparado a tal tarea. La lucha
proporcionó éxitos a Enrique, quien penetró mucho en el Asia Menor.
En una carta publicada
recientemente y que debió de escribirse, según toda verosimilitud, en 1213,
Enrique da un conciso relato de su victoria sobre los griegos, que “con tanta
insolencia y violencia injuriosa se levantaron contra la Iglesia romana,
considerando a todos los hijos de ésta, es decir, los latinos devotos, como
perros, y tratándoles generalmente de perros en su desprecio de nuestra
religión”.
La paz acordada al fin
entre ambos emperadores fijó los límites de los dos Estados en Asia Menor. La
parte noroeste de la península quedaba en manos de los latinos y, fuera de
algunos aumentos insignificantes en el interior, las posesiones latinas seguían
siendo las mismas que cuando el reparto de 1204.
El hábil y enérgico
emperador latino murió en 1216, en lo mejor de su edad. Había sido admirado y
amado hasta por los mismos griegos. Un cronista bizantino del siglo XIV le
dedica los mayores elogios. Los historiadores del siglo XX no dan menor
importancia a su personalidad y obra. Gerland escribe: “(Enrique) fue el verdadero fundador del Imperio latino. Sus
instituciones sirvieron de base al desarrollo de la dominación franca en
Grecia”.
“La muerte de Enrique
—escribe A. Gardner— fue, con certeza, una calamidad para los latinos y acaso
para los griegos también, porque su política vigorosa, pero conciliadora,
habría pedido, en la medida de lo posible, llenar el abismo que separaba
Oriente de Occidente”. Con Enrique desapareció el más peligroso enemigo de
Nicea.
Sus sucesores en el trono
de Constantinopla no brillaron por su talento ni por su energía.
En 1222 murió el fundador
del Imperio de Nicea. Teodoro I Lascaris había creado
un foco de helenismo en Asia Menor, unificado el Estado y atraído hacia él las
miradas de los griegos de Europa. Había, pues, colocado los fundamentos sobre
los cuales pudo su sucesor erigir una gran obra. En las cartas elogiosas
escritas por Miguel Acominatas a Teodoro Lascaris leemos: “La capital, arrojada por el diluvio
bárbaro desde los muros de Bizancio a las orillas de Asia, como un resto
miserable, tú la has acogido, conducido y salvado... (Mereces) llamarte
eternamente nuevo constructor y repoblador de la ciudad de Constantino...
Considerándote como su solo salvador y libertador común, y llamándote, los
náufragos del diluvio universal corren a ponerse bajo tu protección como a un
puerto tranquilo... Ni uno solo de los emperadores que han reinado en
Constantinopla es, en mi opinión, igual a ti, salvo, entre los más recientes,
Basilio Bulgaróctonos y, entre los más antiguos, el
noble Heraclio”.
Juan III Ducas Vatatzés (1222-1254). Historia del despotado del Epiro. Relaciones de éste con el Imperio de Nicea. Los tres Imperios de Oriente.
A la muerte de Teodoro I Lascaris, su yerno, Juan III Ducas Vatatzés (1222- 1254),
casado con Irene, hija de Teodoro, ascendió al trono. Si bien el difunto
emperador había, asentado los cimientos del imperio de Nicea, la situación
exterior de éste exigía un hombre decidido y enérgico en el poder. Tal hombre
fue Juan III. En aquel momento cuatro Estados se disputaban la preponderancia
en Oriente: el imperio latino, el de Nicea, el despotado del Epiro y el imperio
búlgaro de Juan Asen II. La política exterior de Juan III Ducas consistió
alternamente en guerras y alianzas con un Estado u otro. Por suerte para él,
los tres Estados de la Península balcánica no se pusieron nunca de concierto
para una acción decisiva y siguieron una política titubeante, ora
desenvolviendo entre sí guerras que los debilitaban, ora pactando alianzas
efímeras.
Había una cosa de gran
necesidad para la historia ulterior del imperio de Nicea: la desaparición del despota del Epiro, segundo Estado griego en cuyo torno se
agrupaban los patriotas y de donde podía nacer una restauración del Imperio
bizantino al margen de Nicea. Al no lograr ambos Estados llegar a las
concesiones mutuas que hubieran permitido la unificación helénica, debían
entrar en lucha forzosamente.
El fundador del despotado
del Epiro, en 1304, había sido Miguel I Ángel. La familia de los Ángeles del
Epiro estaba algo emparentada con los Comnenos y los Ducas. Por ello, el nombre
de los déspotas del Epiro va a menudo acompañado de un título dinástico
bastante prolijo: Ángel Comneno Ducas, Al principio las posesiones del
despotado del Epiro se extendían desde Dyrrachium, al
norte, hasta el golfo de Corinto, al sur, abarcando los territorios del Epiro y
las antiguas Acarnania y Etolia. El nuevo Estado
tenía su capital en Arta.
No debe olvidarse que la
historia del despotado epirota no está aún suficientemente estudiada y que todas sus fuentes distan mucho de ser conocidas.
Por eso, numerosos hechos siguen siendo en nuestros días discutibles y poco
claros. Las cartas de Juan Apocaucos, metropolitano
de Naupacta (Lepanto), publicadas a fines del siglo
XIX por V. G. Vasilievski, proyectan luz sobre muchos
aspectos de dicha historia.
El despotado no tuvo un
gobierno interior muy diferente al que tuviera antes de 1204, cuando el
territorio era sólo una parte del Imperio bizantino. Las formas de gobierno
sólo cambiaron de nombre y el pueblo siguió viviendo bajo las instituciones
bizantinas. El despotado hallábase rodeado por doquier de Estados latinos y
eslavos, es decir, el reino feudal de Tesalónica al este, el Imperio búlgaro al
norte y al oeste las posesiones de Venecia, que amenazaban el litoral epirota.
Por tanto, el Epiro hubo de crear una fuerza militar considerable, que le
permitiera, llegado el caso, resistir al enemigo exterior. El suelo, montañoso
y abrupto, facilitaba la defensa. El déspota Miguel I se consideraba soberano
independiente y no reconocía en modo alguno la superioridad de Teodoro Lascaris de Nicea. También la Iglesia del despotado era
independiente. Miguel I ordenó que los metropolitanos del despotado invistiesen
a los obispos.
La primera tarea que se
propuso el despotado fue mantener el helenismo en el occidente de Grecia, evitando
que lo absorbieran los francos y búlgaros vecinos. A continuación nacieron
designios más vastos, que rebasaban las fronteras del despotado.
Bajo Teodoro Lascaris, Nicea no tuvo conflictos serios con el Epiro. Las
circunstancias cambiaron con la exaltación de Juan III al poder. En este
momento el trono del Epiro estaba ocupado por Teodoro, que reinaba desde el
asesinato de su hermano Miguel. Bajo el reinado del déspota Teodoro se
desarrolló la idea de ensanchar las fronteras epirotas a expensas de latinos y
búlgaros.
El nuevo déspota, Teodoro
Ángel, había habitado, en tiempos de su hermano, en la corte de Nicea. Cuando
Miguel I pidió a Teodoro Lascaris que dejase partir a
Teodoro Ángel para ayudar a su hermano en el gobierno, Lascaris accedió, pero hizo prestar al futuro déspota del Epiro un juramento de
fidelidad hacia el monarca de Nicea y sus sucesores. Los temores de Teodoro Lascaris estaban bien fundados. En cuanto Teodoro Ángel vióse soberano del Epiro, abrió las hostilidades contra
Nicea, sin inquietarse del juramento prestado a Lascaris.
Teodoro Ángel ejecutó como
primera proeza estruendosa el apresamiento del emperador latino de
Constantinopla, Pedro de Courtenay. Al morir, en 1216, Enrique, los barones
habían elegido emperador a Pedro de Courtenay, esposo de Yolanda, la hermana de
Balduino y Enrique. Pedro se hallaba en Francia con su mujer, y al informarse
de su nueva dignidad partió hacia Bizancio con su esposa. De camino se detuvo
en Roma, donde el Papa Honorio III le coronó emperador, no en San Pedro, sino
en San Lorenzo extramuros, queriendo así señalar que el Imperio latino de
Oriente era diverso al romano de Occidente, distinción que pudiera haber sido
olvidada de celebrarse la coronación del emperador oriental en la iglesia de
San Pedro, donde todos los emperadores de Occidente, a partir de Carlomagno y
Otón I, habían sido coronados. Luego que su mujer embarcó para Constantinopla,
Pedro atravesó el Adriático con su ejército y arribó a Dyrrachium,
contando llegar a Constantinopla por tierra. Pero Teodoro Ángel tendióle una emboscada en los desfiladeros del Epiro, batió
a las tropas de Pedro y capturó muchos prisioneros. El emperador, según ciertos
testimonios, sucumbió en la batalla; pero, según otros, fue cautivado y murió
prisionero entre los griegos. Aquella “hazaña de Teodoro, muy al gusto
bizantino,” como dice Vasilievski, produjo gran
impresión, sobre todo en Occidente, cuyos cronistas pintan con sombríos colores
la crueldad y salvajismo de Teodoro.
La suerte de Pedro de
Courtenay en su cautiverio, como la del primer emperador latino, capturado por
los búlgaros, aparece algo rodeada de misterio. Parece que Pedro murió en
prisión. Su viuda, Yolanda, reinó dos años en Constantinopla, hasta su muerte
(1219). El episodio de la muerte de Pedro de Courtenay debe considerarse como
la primera ofensiva del despotado del Epiro, es decir, del centro helénico
occidental, contra los advenedizos latinos que señoreaban los Balcanes.
La política antilatina de Teodoro Ángel no se detuvo allí. No tardó en
presentarse la cuestión del reino de Tesalónica, cuyo monarca, Bonifacio de Monferrato, había muerto en 1207 en un choque con los
búlgaros. A su muerte, querellas internas desgarraron el reino. Mientras vivió
el enérgico Enrique, Tesalónica estuvo protegida por él contra sus enemigos más
encarnizados: el Epiro y los búlgaros. Pero al morir Enrique y el nuevo
emperador, Pedro de Courtenay, Tesalónica no pudo resistir a la política
ofensiva de Teodoro Ángel.
Éste declaró la guerra al
reino latino, obtuvo una victoria y tomó, sin gran trabajo, Tesalónica (1222),
segunda ciudad del antiguo Imperio bizantino, capital del reino de su nombre y
primer feudo del imperio latino de Constantinopla. “Así cayó sin gloria, tras
dieciocho años de existencia, aquel efímero reino lombardo, primero que
sucumbió de las creaciones de la cuarta Cruzada”. Con la toma de Tesalónica y
el crecimiento del despotado del Epiro, que ahora llegaba del Adriático al
Egeo, Teodoro Ángel entendió que tenía derecho a la corona de emperador de los
romanos. Esto equivalía a negar el título a Juan III Vatatzés, recientemente
exaltado al trono de Nicea. Teodoro del Epiro consideraba que, como
representante de las familias de los Ángeles, Comnenos y Ducas, tenía prelación
sobre Juan III, hombre de origen poco brillante, sólo llegado al trono por su
matrimonio con la hija de Teodoro Lascaris.
Se planteó la cuestión de
saber quién debía coronar a Teodoro en Salónica. El metropolitano local rehusó,
no queriendo atentar a los derechos del patriarca de Constantinopla, entonces
en Nicea, y que había coronado a Juan III. El arzobispo independiente de Achrida (Ocluida) y de “toda Bulgaria,” Demetrio Cómatenos — cuyos escritos, sus cartas en especial, ofrecen
gran interés para ese período— coronó a Teodoro, dándole la santa unción. De
este modo el déspota del Epiro, con frase del cronista, “revistió la púrpura y
el calzado rojo” distintivos característicos de los basileos bizantinos.
Una carta de Demetrio Cómatenos nos informa de que la coronación de Teodoro del
Epiro y su santa unción tuvieron “el consenso general de los miembros del
Senado que estaban en Occidente (es decir, en el territorio de Tesalónica y del
Epiro), del clero y de todo el gran ejército”. En otro documento que ha llegado
a nosotros, leemos que coronación y unción recibieron el asentimiento de todos
los obispos residentes (en esta parte occidental”. Y Teodoro firmó sus decretos
(crisobulas) con todos los títulos del emperador
bizantino: Teodoro, basileo en Cristo Dios y
autócrata de los romanos, Ducas. La valiosa colección de epístolas de Juan Apocaucos, metropolitano de Naupacta,
nos da muchos informes interesantes y nuevos sobre esta cuestión. En esa
correspondencia, dice Vasilievski, “descubrimos por
primera vez la activa parte tornada en el movimiento epirota por el clero
griego y sobre todo por los obispos griegos. La proclamación de Teodoro Ángel
como emperador romano fue acogida como hecho serio y Tesalónica, que había
pasado a sus manos, consideróse opuesta a Nicea. Se
pensó en Constantinopla como objetivo más próximo y presa fácil. Pensábase, decíase y se escribía
que Teodoro debía entrar en Santa Sofía y ocupar el lugar de los emperadores
romano ortodoxos, lugar ilegalmente usurpado por los latinos. Realizar aquel
sueño no entraba en la esfera de lo imposible: era más fácil apoderarse de
Constantinopla o de Tesalónica, ocupadas ya, que de Nicea”.
La proclamación de Teodoro
como emperador de Constantinopla debía implicar la ruptura política entre
Tesalónica y Nicea y la escisión religiosa entre la Iglesia griega occidental y
el patriarcado de Nicea, que se llamaba el patriarcado de Constantinopla.
Durante bastante tiempo
después de la caída del reino latino de Tesalónica, ciertos príncipes occidentales,
emparentados con la familia de Bonifacio de Monferrato,
siguieron ostentando el vano título de reyes de Tesalónica. Se les conoce por
“reyes titulares de Tesalónica,” así como después de caer el imperio latino en
1261 siguió habiendo “emperadores latinos titulares”.
En consecuencia, a partir
de 1222, fecha en que fue proclamado el Imperio de Tesalónica, que por el hecho
mismo de su constitución renegaba del de Nicea, hubo en el Oriente cristiano
tres imperios: los dos griegos de Nicea y Tesalónica y el latino de
Constantinopla, más debilitado de día en día.
La historia ulterior del siglo XIII se desarrolló en función de las relaciones recíprocas de los tres imperios. El reino búlgaro de Juan Asen fue un cuarto y decisivo factor que intervino en los destinos de dichos tres imperios.
Tesalónica y Nicea: Bulgaria bajo Juan Asen II. Su papel en el Oriente cristiano. La alianza greco-búlgara Bajo Juan III y Juan Asen II.
Los dos emperadores
griegos, Juan y Teodoro, tenían un enemigo común: el emperador latino de
Constantinopla. Pero los soberanos griegos no podían unirse contra el latino
porque cada uno de los dos primeros aspiraba a adueñarse de Constantinopla.
Juzgaban que sólo uno de ellos podía restaurar el Imperio bizantino. De modo que
los dos Estados griegos lucharon por separado contra el Imperio latino para
acabar, en consecuencia, hallándose una frente a otro.
La Europa occidental,
sabedora de los progresos de Nicea y el Epiro, sintió inquietud por el Imperio
latino. En carta de mayo de 1224, dirigida a Blanca de Castilla, reina de
Francia y madre de San Luis, el Papa Honorio III habla de la “Romanía” poderoso
imperio “recientemente creado como una especie de nueva Francia”; pero previene
a la reina que “las fuerzas de los franceses (en Oriente) han disminuido y
disminuyen aún, mientras las de sus adversarios aumentan estimablemente; y si
no se lleva socorro rápido al emperador, es de temer que los latinos sufran
pérdidas irreparables en hombres y recursos”. Sigue una exhortación al rey
francés para que auxilie al emperador latino.
A poco de ser coronado,
Juan III de Nicea abrió la lucha contra los latinos en Asia Menor y, con ayuda
de la flota que ya poseía, se adueñó de varias islas en el Archipiélago, como
Quío, Lesbos, Samos, etc. Los habitantes de Adrianópolís le pidieron que les librara del yugo latino, y al efecto envió a la ciudad un
ejército que, según parece, la tomó sin combate. La posesión de Adrianópolis
era el primer puesto para señorear Constantinopla. Uno de los dos rivales
griegos parecía acercarse mucho al logro de sus propósitos.
A la vez, Teodoro Ángel,
partiendo de Tesalónica, conquistaba gran parte de Tracia y, acercándose en
1225 a Adrianópolis, forzó a los generales de Juan III a retirar sus fuerzas de
allí. El abandono de Adrianópolis significaba el fracaso de los proyectos de
Juan III, mientras Teodoro del Epiro se acercaba con su ejército a
Constantinopla. Los latinos atravesaron momentos muy críticos. El emperador de
Tesalónica estaba a punto de convertirse en restaurador del imperio bizantino.
Sus posesiones se extendían del Adriático a los accesos del mar Negro.
Pero Teodoro hubo de
renunciar a progresos ulteriores, porque le amenazaban al norte los búlgaros,
que tenían también designios sobre Constantinopla.
Juan Asen II (1218-1241),
hijo de Juan Asen, fue el más grande de los Asen. “Si bien no fue un
conquistador —dice el historiador Jirecek—, agrandó
su imperio (que encontró a su advenimiento en completa desorganización) de
manera tal como no se había visto desde hacía siglos ni se vio nunca más”.
Hombre tolerante, instruido y generoso, dejó excelente recuerdo, no sólo entre
los búlgaros, sino también en los griegos. El historiador griego del siglo XIII
Jorge Acropolita dice de él: “Todos le consideraban entonces
corno hombre admirable y feliz, porque no recurría a la espada contra sus
súbditos y no se mancillaba con muertes de romanos, a ejemplo de los soberanos
búlgaros precedentes. Era, pues, amado no sólo de los búlgaros, sino también de
los romanos y de otros pueblos”.
Juan Asen II cumplió un
importante papel en la historia de Bizancio. Él encarnaba la idea de crear el
Gran Imperio Búlgaro que debía unificar toda: la población ortodoxa de la
Península, con capital en Zarigrad (Constantinopla).
Pero tales proyectos, chocando con los intereses de los dos imperios griegos,
habían de producir conflictos. De momento, sin embargo, las circunstancias
parecían favorecer los planes del soberano búlgaro.
A la muerte del emperador
latino Roberto de Courtenay (1228), el trono pasó a su hermano menor Balduino
II, niño de once años. Planteada la cuestión de la regencia, algunos
propusieron por regente a Juan Asen, que estaba emparentado con Balduino. Para
estrechar los lazos de amistad entre los dos países, se sugirió la idea de
casar a Balduino con la hija de Asen. Éste, comprendiendo que se le presentaba
la posibilidad de dominar Constantinopla sin efusión de sangre, accedió,
comprometiéndose a recobrar para Balduino los territorios arrancados al Imperio
de Constantinopla por sus enemigos y especialmente por el Epiro. Pero los
caballeros latinos y el clero se opusieron con vigor a la candidatura del enemigo
mortal del Imperio latino e insistieron en que fuese elegido regente el
octogenario francés Juan de Brienne, rey “titular” de Jerusalén y que se
hallaba a la sazón en la Europa occidental. De este modo fracasó la primera
tentativa de Asen para apoderarse de Constantinopla.
Tomada Adrianópolis,
Teodoro de Tesalónica era el principal poder en la Península balcánica. Había
hecho alianza con el zar búlgaro Asen, pero sus mutuas relaciones amistosas no
duraron mucho. La cuestión de la regencia del Imperio de Constantinopla a cargo
de Juan Asen suscitó la desconfianza de Teodoro, quien, rompiendo la alianza
por sorpresa, atacó a los búlgaros. La batalla decisiva se libró en 1230 en Cloconitza (hoy Semidye), entre
Adrianópolis y Filipópolis, y terminó con la completa
victoria de Juan Asen, socorrido por la caballería kumana o polaina. Teodoro Ángel cayó prisionero. El zar le trató al principio con
benevolencia, pero Teodoro conspiró contra Asen y éste, al descubrirlo, mandó
sacarle los ojos.
La batalla de Cloconitza representa un momento decisivo en la historia la
restauración del Imperio oriental ortodoxo.
No obstante, una
consecuencia importante de aquel acuerdo fue el reconocimiento de la
independencia del Oriente cristiano en el siglo XIII. Aquella acción arruinó al
foco helénico de Occidente, que parecía a punto de restaurar el imperio
bizantino. El efímero imperio occidental (1222-1230) cesó de existir. Según
algunos historiadores, Manuel, hermano y sucesor de Teodoro, reinó en
Tesalónica con título de déspota y no de emperador. Probablemente no fue así,
pues que seguía firmando sus decretos con tinta roja, lo cual era una de las
prerrogativas del poder imperial, y en los documentos oficiales ostentaba el
título de emperador.
En la historia sucesiva
del siglo XIII, Tesalónica y el Epiro, formando Estados separados, no
desempeñaron papel alguno. Así la lucha por Constantinopla se libró no ya entre
tres, sino entre dos rivales: Juan Asen y Juan Vatatzés.
Tras su victoria sobre
Teodoro, Asen se adueñó sin lucha de Adrianópolis, de casi toda Macedonia y de
Albania hasta Dyrrachium. Los griegos se mantuvieron
en Tesalónica, Tesalia y el Epiro.
En una inscripción que aún
existe en una columnita de mármol blanco de la iglesia de los Cuarenta
Mártires, en Tirnovo, el zar búlgaro habla pomposamente de su victoria: “Yo,
Juan Asen, zar por la gracia de Dios y autócrata de los búlgaros, hijo del
antiguo zar Asen... fui a la guerra contra el Imperio romano y causé una
derrota al ejército griego y destruí al mismo zar, el señor Teodoro Comneno, y
le apresé con todos sus boyardos (nobles), y ocupé todos los territorios
comprendidos entre Adrianópolis y Drach (Dyrrachium), así griegos como albaneses y servios. Sólo las ciudades de los alrededores de
Constantinopla y Constantinopla misma han sido conservadas por los latinos (los
francos). Pero ellos se han sometido también a Mi Majestad, porque no tienen
otro zar que yo y no han seguido existiendo sino gracias a mí”. De una carta otorgada
por Asen hacia la misma época, y en la cual concede libertad de comercio a los
mercaderes de Ragusa (Dubrovnik), en el territorio del zar, resulta que toda la
Turquía europea (salvo Constantinopla) anterior a 1914, en unión de casi toda Servia y toda Bulgaria, estaban bajo la influencia de Asen.
Irritado por el sesgo de
los sucesos en el asunto de la regencia de Constantinopla, Juan II Asen negoció
la alianza de los Estados ortodoxos de Oriente, es decir, del suyo, del de Juan
III de Nicea y del de Manuel de Tesalónica, contra el Imperio latino. La
alianza, que tenía a su cabeza al zar Asen, era evidentemente peligrosa para
los intereses búlgaros en la Península. Porque Asen, alma de la coalición,
“contribuyó mucho —como dice justamente Vasilievski—
a la reaproximación de Manuel de Tesalónica y del emperador de Nicea, de los
griegos de Europa y de los de Asia, y dejó expedito el camino a la influencia
del emperador de Nicea en el antiguo imperio occidental e incluso en las
propias posesiones búlgaras. Esta reaproximación decidió en parte del
patriarcado búlgaro, reconocido al unísono por el patriarca de Nicea y los
demás orientales.
Otra vez la capital del
Imperio latino se hallaba en una situación crítica. Por todas partes la
rodeaban enemigos. El fin de la alianza ofensiva contra los latinos era
expulsar a éstos de Constantinopla y dividir sus posesiones entre los aliados,
destruyendo el Imperio latino. Los ejércitos de Asen y de Juan III de Nicea
asediaron la capital, por mar y tierra, en 1235, pero hubieron de levantar el
cerco sin resultado decisivo. El Papa Gregorio IX, inquieto, solicitó socorros
para los latinos de Constantinopla: “Los cismáticos de Vatatzés y Asen han.
poco tiempo hace, concluido una alianza impía y atacado con numerosas tropas
griegas los territorios de nuestro querido hijo en Píos, el emperador de
Constantinopla”. Balduino II, desesperado ante aquellos sucesos, salió de
Constantinopla para visitar las cortes europeas e implorar a los soberanos
socorros de hombres y dinero.
Esta vez Constantinopla
escapó al peligro. Una de las causas que contribuyeron a detener el desarrollo
de la alianza ortodoxa fue el despego que por ella comenzó a sentir el propio
Juan Asen, comprendiendo que tenía en el emperador de Nicea un rival más
peligroso que el debilitado Imperio latino. El zar búlgaro, pues, cambiando de
política, erigióse en defensor del Imperio latino. A
la vez buscó la amistad del Papa, se declaró fiel a la Iglesia católica y pidió
al Pontífice que le enviase un legado para entablar negociaciones. De este modo
se disgregó la corta alianza greco-búlgara de la cuarta década del siglo XIII.
Alianza de Juan III y Federico II de Hohenstaufen. La invasión mongola y la alianza de los soberanos del Asia Menor. Conquistas de Juan III en Occidente.
Al nombre de Juan III
Vatatzés está unida la interesante cuestión de la alianza entre dos soberanos
tan alejados espacialmente como lo eran el emperador de Nicea y el de
Occidente, Federico II de Hohenstaufen.
Federico II, el soberano
alemán más notable de la Edad Media, reunía bajo su cetro los territorios
alemanes y el reino de Sicilia. Éste, como sabemos, había amenazado a Bizancio,
bajo Enrique VI a fines del siglo XII, con un peligro mortal. Federico había
pasado su infancia y juventud bajo el cielo meridional de Palermo, en Sicilia,
donde habitaran sucesivamente griegos, árabes y normandos. Hablaba
perfectamente el italiano, el griego y el árabe, aunque, al menos en su
juventud, se expresara muy mal en alemán. En materia religiosa era mucho más
tolerante que sus contemporáneos. Influido por los sabios orientales, árabes y
judíos —muy numerosos en la corte siciliana de Federico—, se apasionó por la
filosofía y las ciencias naturales. Fundó la universidad de Nápoles y protegió
a la Escuela de Medicina de Salerno, célebre en la Edad Media. De modo que en
cerebro y educación Federico II rebasaba en mucho a sus contemporáneos, que no
le comprendieron. La época de Federico puede ser considerada como el “prólogo
del Renacimiento”.
Un historiador francés de
mediados del siglo XIX dice: “Federico II... dio el impulso que, con el
Renacimiento, preparó el fin de la Edad Media y el advenimiento de los tiempos
modernos”. Fue “un hombre de genio creador y audaz”. Recientemente un
historiador alemán escribía de Federico: “En su universalidad fue un verdadero
“genio del Renacimiento en el trono imperial y a la vez un emperador de genio”. Federico II, causa de asombro para los historiadores de todas las épocas,
es en muchos sentidos un problema aun no descifrado.
Federico II, heredero del
concepto imperial romano, absolutista y de derecho divino, se mostró enemigo
implacable del Papado, que propugnaba la superioridad del poder pontificio
sobre el imperial. Bajo el reinado de Federico la lucha entre el sacerdocio y
el Imperio fue muy áspera. Tres veces estuvo excomulgado el emperador, y al fin
concluyó abrumado y extenuado por la lucha. En él los Papas se vengaron de los
Hohenstaufen, aquel “nido de víboras” aquellos enemigos personales que el
Pontificado se esforzaba en aniquilar.
Para Federico II, los
designios e intereses temporales estaban por encima de los intereses de la
Iglesia. Su hostilidad al Papa se extendía a cuanto el Papa apoyaba. En ese
sentido es instructivo examinar la política imperial y papal respecto al
Imperio latino de Oriente. El Papa veía en este Imperio la posibilidad de una
reaproximación de las dos Iglesias, mientras los intereses de Federico
coincidían con los de Juan Vatatzés. Federico era hostil al Imperio latino
porque consideraba a éste uno de los elementos del influjo y poder pontificios,
y Juan Vatatzés tenía al Papa por su adversario religioso, ya que Roma no
quería reconocer al patriarca ortodoxo de Nicea-Constantinopla y ponía
obstáculos al plan que había formado el emperador niceno: apoderarse de
Constantinopla. El acercamiento entre ambos emperadores data de finales de la
cuarta década del siglo XIII. Federico no vaciló en aliarse “con los griegos,
enemigos mortales del Papado, así como del Imperio latino”.
Federico y los griegos
habían tenido ya antes relaciones diplomáticas. Teodoro Ángel, el epirota,
había mantenido una amistosa correspondencia con Federico e incluso recibió
socorros financieros que le enviaba el emperador desde el sur de Italia. Por lo
tanto, el Papa Gregorio IX había anatematizado a la par al emperador y al déspota
del Epiro. Es evidente que en las combinaciones políticas de Federico la
religión, ya fuese ortodoxa o católica, tenía muy poca importancia.
Federico y Juan III,
aunque entrambos hostiles al Papa, perseguían miras diferentes. El primero
deseaba que el Pontífice abandonase sus pretensiones al poder temporal, y el
segundo quería que, mediante ciertos compromisos, Occidente reconociese a la
Iglesia oriental, con lo cual el patriarcado latino de Constantinopla perdía su
justificación. Tras esto cabíale a Juan Vatatzés
esperar, que el Imperio latino desapareciera espontáneamente. El Papa, a su
vez, seguía una política distinta respecto a los dos aliados. En Federico veía
un hijo insumiso de la Iglesia, que atentaba a las prerrogativas
imprescriptibles de los vicarios de Cristo y sucesores de San Pedro. En Juan
Vatatzés veía un cismático, un obstáculo al sueño más acariciado de los Papas:
la unión de las dos Iglesias. Federico prometió a Vatatzés librar a
Constantinopla de los latinos y devolverla a su legítimo emperador; el
emperador de Nicea, a su vez, se comprometía a reconocer la soberanía del
emperador de Occidente y a restablecer la unión de las Iglesias. Es difícil
saber hasta qué punto eran sinceras promesas tales.
Tan íntimas llegaron a ser
las relaciones de Federico y Juan Vatatzés, que a partir del segundo tercio del
siglo XIII hubo ejércitos griegos peleando en Italia a favor de Federico.
Esas relaciones se
estrecharon más aún después de morir Irene, hija de Teodoro Lascaris y esposa de Juan III. El emperador viudo “no podía soportar la soledad,” según
testimonio de un cronista, y casó con la hija de Federico II,
Constanza, niña de sólo once o doce años, la cual, al abrazar la ortodoxia,
probablemente cambió su nombre católico por el de Ana. Nicolás Irenikos escribió un largo poema con motivo de las fiestas
matrimoniales celebradas en Nicea. Los dos primeros versos pueden traducirse
así: “En torno al ciprés amable se enrosca, dulce, la hiedra; la emperatriz
ciprés es; la hiedra mi emperador”.
La emperatriz sobrevivió
muchos años a su marido y terminó su azarosa y aventurera vida en la ciudad
española de Valencia, donde, en un templo, se conserva hasta nuestros días el
sepulcro de la antigua basilisa niceana.
El sepulcro ostenta el siguiente epitafio: “Aquí yace Constanza, augusta
emperatriz de Grecia”.
Las opiniones religiosas
de Federico II —que permiten a ciertos historiadores compararle con Enrique
VIII de Inglaterra— se reflejan en su correspondencia con Juan
Vatatzés. En una de sus cartas, Federico advierte que obra, no sólo por
personal afecto a Vatatzés, sino también en virtud de su tendencia general a
sostener el principio monárquico y dice: “Todos nosotros, reyes y príncipes de
este mundo, y sobre todo celadores de la fe y religión ortodoxas, sentimos
animosidad contra los obispos y una íntima hostilidad contra el principal
representante de la Iglesia”. Después, tras reprochar al clero occidental el
abuso que hace de su libertad y privilegios, el emperador exclama: “¡Oh, feliz
Asia! ¡Oh, felices poderes los de Oriente! Porque no temen las armas de sus
súbditos ni la intervención del Papa”. Aunque pertenecía
oficialmente a la religión católica, Federico testimonió muchos miramientos a
la ortodoxia oriental. En una de sus cartas al mismo Vatatzés —carta que nos ha
llegado en griego y latín—, leemos: “Ese que se llama a sí mismo arzobispo
supremo (el Papa: en el texto latino se lee “sacerdotum prínceps”) el que excomulga diariamente ante la faz del mundo el nombre de V.
M. y de todos los romanos (en el texto latino “Graecos”)
que son vuestros súbditos; el que llama impudentemente heréticos a los más
ortodoxos romanos, gracias a los cuales la fe cristiana se ha expandido hasta
los más extremos límites del universo”. En otra carta, ésta
dirigida al déspota del Epiro, Federico escribe: “Deseamos defender, no sólo
nuestro derecho, sino también el de nuestros vecinos aliados y amigos a los
cuales Nos estamos unidos por un amor puro y sincero en Dios, y sobre todo el
de los griegos, nuestros amigos más cercanos... (El Papa llama a) los muy píos
y muy ortodoxos griegos, impíos y heréticos”.
Las relaciones amistosas
de Federico y Vatatzés duraron hasta la muerte del primero, si bien éste, en
sus últimos años, sintióse inquieto al ver los tratos
entablados entre Nicea y Roma y los cambios de embajadas que ocurrieron
entonces. Al propósito, Federico, en una de sus cartas censura a Juan Vatatzés,
“de una manera paternal, el comportamiento del hijo” que, “sin tomar consejo de
su padre, envió un embajador al Papa”. Federico sigue, no sin ironía: “Nos no
queremos hacer ni emprender nada sin tu consejo en los asuntos de Oriente,
porque los países vecinos al tuyo son mejor conocidos de Vuestra Majestad que de Nos”. Federico advierte a Vatatzés que los obispos de
Roma “no son arzobispos del Cristo, sino lobos devastadores, bestias feroces
que devoran al pueblo de Cristo”. A la muerte de Federico, y en especial a la
exaltación de Manfredo, su hijo natural, al trono de Sicilia, las relaciones de
los dos Estados se modificaron y Manfredo, según veremos después, obró como
enemigo del imperio de Nicea. A partir de la muerte de Juan III en 1254, “la
alianza soñada por Federico II no era más que un recuerdo”.
No podría afirmarse que la
alianza de los dos emperadores produjera resultados apreciables; pero conviene
notar que Juan Vatatzés, sintiéndose amistosamente sostenido por el emperador
de Occidente, debía tener más firme esperanza en el éxito final de su objetivo
político: la tema de Constantinopla.
En las décadas cuarta y
quinta del siglo XIII ; un grave peligro amenazó, por el lado de Oriente, a
Europa: el peligro mongol o tártaro (en las fuentes bizantinas dícese “Tachars, Tatars y Atars”), Las hordas de Batish (Batu, Baty), uno de los
descendientes del famoso kan Temuchin, que había
tomado el nombre de Gengis Kan (Gran Kan), se arrojaron sobre los territorios
de la Rusia europea, se apoderaron de Kiev en 1240 y, atravesando los Carpatos, penetraron en Bohemia, de donde fueron forzadas a
regresar a las estepas rusas. En tanto otras hordas mongolas, operando más al
sur, sometieron toda Armenia, incluso Erzerum, e
irrumpieron en Asia Menor, amenazando el sultanato selyúcida de Iconio y los territorios del débil imperio de
Trebisonda. Ante el peligro común, los tres Estados de Asia Menor —los imperios
de Nicea y Trebisonda y el sultanato de Iconio— se
unieron contra los invasores, pero éstos aplastaron a las fuerzas militares de Iconio y Trebisonda. El sultanato hubo de pagar tributo a
los mongoles, obligándose a suministrarles anualmente caballos, perros de caza,
etc. El emperador de Trebisonda, reconociendo la imposibilidad de luchar con
los atacantes, hizo también la paz con ellos, a cambio de pagarles tributo,
convirtiéndose así en vasallo de los mongoles. Felizmente para los selyúcidas y
para Juan Vatatzés, los mongoles suspendieron su actividad en Asia Menor por
algún tiempo, ocupándose en otras empresas, lo que permitió a Juan Vatatzés preparar
una acción decisiva en la Península balcánica.
Los hechos que acabamos de
indicar señalan que en el siglo XIII eran fáciles las alianzas entre cristianos
e infieles. Así, ante un peligro común, Trebisonda y Nicea se unieron a los
musulmanes de Iconio.
Respecto a la invasión
tártara, es interesante recordar los relatos del cronista occidental del siglo
XII, Mateo de París, quien recoge ciertos rumores entonces difundidos por
Europa. En sus dos obras, dicho cronista cuenta que en 1248 los
mongoles enviaron dos embajadas al Papa Inocencio IV, quien, como otros
elementos de la Iglesia católica, esperaba convertir los mongoles al
cristianismo. Pero Mateo añade, en la primera versión, que muchos en la época
supusieron que la misiva mongólica al Papa contenía la oferta de abrir las
hostilidades contra Juan Vatatzés (“Battacium”), “un
griego, yerno de Federico, cismático, desobediente a la Curia papal; y se pensó
que esta proposición no dejó de ser grata al Papa”. El mismo autor, en su
Historia Anglorum menciona la respuesta pontificia a
los embajadores tártaros. Parece que el Papa notificó al rey mongol que, sí
abrazaba el cristianismo, debía atacar a Juan Vatatzés, “un griego, yerno de
Federico, cismático y rebelde contra el Papa y el emperador Balduino y luego
contra Federico mismo, y que se había levantado contra la Curia romana”. Pero
los embajadores, indiferentes a “los odios mutuos de los cristianos”
contestaron, mediante sus intérpretes, que no podían imponer tales condiciones
a su señor y que temían que, al recibir tales noticias, montase en gran cólera.
Ninguna de estas dos
versiones —y sobre todo la segunda, reflejo de los rumores que circulaban en el
siglo XII por Europa— posee verdadero valor histórico, y en
consecuencia no cabe elevar sus afirmaciones a la categoría de hechos
científicamente establecidos, como hace W. Miller, quien, hablando de la
segunda versión referida, dice: “Después de dar al Santo Padre esta lección de
cristianismo, los infieles regresaron a su salvaje país”. Pero sí es
interesante notar lo apreciada que era en Occidente la potencia e importancia
política de Juan Vatatzés y el papel que, a juicio de los historiadores
occidentales, tenía en las negociaciones tártaro pontificias. En todo caso los
embajadores mongoles recibieron las mayores muestras de estima y atención por
parte de Inocencio IV, quien escribió “al ilustre rey de ellos, y a los nobles
y a todos los príncipes y barones del ejército tártaro,” una larga epístola
exhortándoles a abrazar el cristianismo. El nombre de Juan Vatatzés no se
mencionaba en esta carta.
Entre tanto Juan Vatatzés,
desembarazado del peligro de la invasión mongola, dirigió toda su atención a la
Península balcánica, donde obtuvo brillantes resultado.
La muerte de Juan Asen II,
en 1241, había señalado el fin del apogeo del segundo imperio búlgaro. Los
débiles sucesores de Juan no supieron conservar las conquistas búlgaras. Con la
muerte de Asen fracasaba el segundo intento de crear un imperio greco-búlgaro
con capital en Constantinopla. Ni Simeón en el siglo X ni Kaloyán y Juan II en el XIII pudieron alcanzar tal fin. La última tentativa en ese
sentido —con más amplitud y a cargo de los servios—
había de hacerse en el siglo XIV.
Aprovechando el
debilitamiento de Bulgaria, Juan Vatatzés pasó a Europa con un ejército y en
unos meses tomó a Bulgaria todas las regiones en rebeldía y macedonias ocupadas
por Asen II. Luego, en 1246, Juan se encaminó a Tesalónica, donde reinaba
completa anarquía, y conquistó la ciudad sin dificultades. Al año siguiente
sometió algunas ciudades tracias pertenecientes al Imperio latino, lo que
aproximaba al emperador niceno a Constantinopla. El despotado del Epiro cayó
bajo su dependencia. Vatatzés había dejado de tener rivales griegos al otro
lado del Bosforo. Al finalizar su reinado, sus
posesiones inmediatas o sometidas a su influencia por vínculos de vasallaje se
extendían del mar Negro al Adriático. Salvando la Grecia central y el
Peloponeso, sólo Constantinopla faltaba para que el Imperio pudiera
considerarse reconquistado.
Juan Vatatzés murió en
1254, a la edad de 62 años y tras un reinado de treinta y tres. Los escritores
contemporáneos le elogiaron unánimemente. En el panegírico de su padre, Teodoro
II Lascaris escribe: “Unificó la tierra ausónica, dividida en muchas partes por soberanos
tiránicos, latinos, persas, búlgaros, escitas y otros, castigó a los 302
bandidos y defendió nuestras tierras... Hizo nuestro país inaccesible a los
enemigos”. Todos los historiadores bizantinos ensalzan la gloria de Juan
Vatatzés. Incluso considerando en los cronistas una
exageración fácil de percibir, debe tenerse a Juan III por estadista de talento
y enérgico y por principal autor de la restauración del Imperio bizantino.
El nombre de Juan Vatatzés
fue tan amado del pueblo griego, que éste, a poco de morir su emperador, le
consideró un santo. La tradición le atribuyó milagros y hasta se compuso una
Vida de San Juan el Misericordioso. Fue una especie de canonización popular.
Cierto que esa “canonización” no fue consagrada oficialmente por la Iglesia
griega y que el culto de Juan limitóse a la ciudad
lidia de Magnesia, donde fue enterrado. No debe confundirse, como a veces ha
sucedido, la “Vida” de Vatatzés con la “Vida” de un santo del siglo VII llamado
también Juan el Misericordioso. Los sabios no están de acuerdo sobre la fecha y
lugar de redacción del primer escrito. Aun hoy, el clero y habitantes de
Magnesia se reúnen en la iglesia local, el 4 de noviembre de cada año, para
honrar la memoria de Juan el Misericordioso. En el calendario ortodoxo léese, el 4 de
noviembre, el nombre de “Juan Ducas Vatatzés”.
La obra exterior de Vatatzés fue importantísima. Eliminando sucesivamente a los pretendientes al papel de restauradores del Imperio, esto es, los soberanos de Tesalónica, Epiro y Bulgaria, sometió territorios cuya posesión significaba de hecho la restauración del Imperio bizantino. Miguel Paleólogo no hizo, en 1261, sino aprovechar los obstinados esfuerzos y la actividad enérgica de Juan Vatatzés, el más grande de los emperadores de Nicea. La generación siguiente a Juan Vataízés consideróle, con razón, “Padre de los griegos”.
Los últimos Lascaris. La restauración del Imperio bizantino.
Los últimos emperadores de
Nicea fueron el hijo y nieto de Vatatzés, a saber, Teodoro II Lascaris (1254-1258) y Juan IV Lascaris (1258-1261). Según un testimonio contemporáneo, Teodoro, de edad de 33 años,
“fue, según la usanza, alzado sobre un pavés” y proclamado emperador con el
asentimiento del ejército y la nobleza.
Teodoro II, hombre de
salud débil, había consagrado todos sus ocios, antes
de ser proclamado monarca, a los estudios y la literatura. Su padre, hombre muy
culto también, había procurado rodear a su hijo de los sabios más notorios de
la época, entre ellos Nicéforo Blemmidas y Jorge Acropolita.
Ya en el poder, Teodoro
II, como su padre, desarrolló una gran actividad política que le hizo a veces
abandonar sus ocupaciones científicas y filosóficas.
Comprendiendo la gravedad
de la situación exterior, se dedicó particularmente a crear un ejército
poderoso. Al efecto, escribía: “Tengo ante mí una verdad, un fin, un deseo:
reunir la grey de Dios y protegerla de los lobos hostiles”. Opinando que los
griegos sólo debían contar con sus propias fuerzas, fue acaso el único
emperador bizantino que se ocupó de helenizar el ejército, contrariando así la
tendencia inveterada a reclutar mercenarios extranjeros”.
En 1258 el joven emperador
murió en lo mejor de la vida, pues sólo contaba 56 años. Legaba a su sucesor,
íntegras, las vastas conquistas de Juan Vatatzés. Teodoro II, hombre de gran
cultura filosófica y mucha actividad, había vivido en la esperanza de que la
Historia emitiera juicio sobre él. Una de sus cartas reza: “El juicio de la
Historia será pronunciado por las generaciones siguientes”. Un historiador
contemporáneo, especializado en la época de Teodoro II —Pappadopulos escribe, no sin cierta exageración:— “Teodoro murió muy joven. De no ser por
eso, el helenismo podría haber esperado días mejores bajo el prudente reinado
de un emperador que tendió con todas sus fuerzas a crear un Estado griego sobre
fundamentos sólidos e inmutables”. Pero la ambición de Teodoro quedó en el
campo de lo ideal. De hecho, los mercenarios de diversas nacionalidades
desempeñaron activo papel en la vida del Imperio de Nicea en general y en la
época de Teodoro II en particular.
Teodoro sostuvo contra los
búlgaros dos difíciles campañas. Al saber la muerte de Vatatzés, el zar búlgaro
Miguel Asen se lanzó sobre las provincias perdidas por Bulgaria bajo Juan
Vatatzés. Por un momento se temió que todas las conquistas de Nicea en Europa
quedasen en manos búlgaras. Pero, a despecho de muchos obstáculos y de la
cobardía, y aun traición, de sus generales, Teodoro llevó a buen término sus dos
campañas búlgaras. Merced a la mediación del príncipe ruso Rostislav,
suegro de Miguel Asen, se acordó un tratado. Búlgaros y griegos conservaron sus
antiguas posesiones, salvo una fortaleza búlgara cedida a Teodoro.
Teodoro mantuvo igualmente
activas relaciones con el déspota del Epiro. Incluso se trató del matrimonio
del hijo del déspota con la hija del emperador. Como consecuencia de las
negociaciones, Teodoro adquirió el puerto de Dyrrachium y la fortaleza de Servia, en los confines del Epiro y
Bulgaria. Dyrrachium, “puerto avanzado, al Oeste, del
imperio de Nicea, fue como una espina clavada en el flanco del despotado del
Epiro”
En Asia Menor los
selyúcidas se veían seriamente amenazados por los mongoles, que obligaron al
sultán a pagarles tributo. La situación era delicada, porque Teodoro había
sostenido al sultán contra los mongoles, y el sultán, “que tenía el alma de un ciervo
tímido,” habíase refugiado en la corte de Teodoro. No obstante, evitóse un choque entre Nicea y los mongoles, quienes
enviaron a Teodoro una embajada.
La recepción,
probablemente celebrada en Magnesia, fue brillantísima. Teodoro quería
impresionar a los tártaros, a quienes temía mucho. El emperador recibió a los
embajadores en un elevado sitial, con la espada en la mano. Los historiadores
bizantinos cuentan con todo detalle esa recepción.
Un historiador
contemporáneo observa que Teodoro “fue, en resumen, un manojo de nervios, un
caso interesante “para un psiquíatra moderno,” y añade que usólo su breve reinado de cuatro años no le permitió dejar huella profunda en la
historia de su época. Otro declara que se advierte de manera
particular en Teodoro lo que cabe llamar un despotismo ilustrado”. En rigor, el
reinado de Teodoro fue harto corto para que podamos juzgarlo. Pero Teodoro
ocupó en la historia de Nicea un lugar de honor por su mucha cultura y por su
política externa, que continuó con ventura la de su padre.
El sucesor de Teodoro II
fue su hijo único, Juan IV (1258-1261), que contaba siete años y medio. Así, ni
aun con la ayuda del regente, Jorge Muzalon, pudo
llevar a buen puerto los asuntos públicos. Entonces intervino el astuto y ambicioso
Miguel Paleólogo, pariente de Juan Vatatzés y hombre “intrigante y violento y
artero hipócrita, pero militar de talento”. Su intervención fue decisiva.
Aunque Juan III y Teodoro II habían sospechado en él repetidamente conjuras y
traiciones, habíanle, con todo, dado cargos de
confianza. Hábil en ocultarse en momentos de peligro, había incluso encontrado
asilo una vez en la corte del sultán de Iconio.
Las perturbaciones de la
época exigían un poder fuerte. Miguel Paleólogo supo aprovecharse de las circunstancias
y en 1261 fue coronado emperador.
Las posesiones balcánicas
del imperio de Nicea estaban entonces amenazadas en particular por el despotado
del Epiro, el cual había organizado contra el Imperio una coalición donde
entraban el rey de Sicilia, Manfredo, pariente del déspota e hijo bastardo de
Federico II, y el príncipe de Acaya, Guillermo de Villehardouin. Tras una serie
de felices operaciones dirigidas por Paleólogo contra los coligados, en 1259 se
libró la batalla decisiva de Pelagonia, en la
Macedonia occidental, cerca de la ciudad de Castoria.
El ejército de Miguel Paleólogo se componía, no sólo de griegos, sino de
turcos, kumanos y eslavos. La batalla fue un fracaso
completo para los aliados. El príncipe de Acaya quedo prisionero. Las tropas
occidentales, pesadamente equipadas, huyeron ante los destacamentos bitinios,
eslavos y orientales, equipados a la ligera. En una obra moderna sobre el
Imperio de Nicea, leemos: “Fue quizá la primera vez que los turcos se
batieron contra los griegos en suelo griego y al servicio de otros griegos”.
El contemporáneo Jorge Acropolita juzga así la batalla: “Los nuestros, gracias a
los consejos del emperador, obtuvieron tan gran victoria que el rumor de ella
llegó a los cuatro extremos del mundo. El sol no ha visto muchas victorias de
este género”. En la autobiografía de Miguel Paleologo,
llegada a nosotros, Miguel dice respecto a la batalla: “Con ellos y con sus
aliados, que tenían por jefe al príncipe de Acaya, ¿a quiénes no he vencido? A
alamanes, sicilianos, italianos venidos de Apulia, del país de los Tapiaos de Brundusium, de Bitinia, de Eubea y del Peloponeso”.
La batalla de Pelagonia tuvo decisiva importancia para la restauración
del Imperio bizantino. Los territorios del déspota del Epiro fueron reducidos a
sus posesiones hereditarias. El Imperio latino quedaba privado del apoyo del
príncipe de Acaya, y eso cuando en Constantinopla reinaba el débil y apático
Balduino II.
Para asegurar más el
éxito, Miguel Paleólogo firmó un acuerdo con los genoveses. En todo Oriente
chocaban siempre los intereses mercantiles de Venecia, Génova. Tras la cuarta
Cruzada y la fundación del Imperio latino, Venecia, como vimos, se había creado
una situación excepcional en los Estados latinos de Oriente. Génova no podía
tolerarlo. Miguel, sabiéndolo, entró en tratos con los genoveses, y éstos,
aunque conscientes de que su alianza con los cismáticos griegos sería
severamente condenada por el Papa y por Occidente en general, en su deseo de
substituir en Oriente a sus rivales, los venecianos, acordaron un tratado
mercantil con Miguel.
En marzo de 1261 se firmó
en Nymphaeum un importante convenio que traspasaba a
los genoveses la supremacía comercial ejercida en Levante por Venecia durante
tanto tiempo. Era una verdadera alianza ofensivo-defensiva contra los
venecianos. Se concedía libertad perpetua de comercio a los
genoveses en todas las provincias presentes y futuras del Imperio, dándoseles
además privilegios muy importantes en Constantinopla y en las islas de Creta y
Eubea en el caso de que Miguel, “con la ayuda de Dios” las recobrase. Esmirna,
“ciudad excelente para el comercio, dotada de un buen puerto y abundante en
toda suerte de riquezas,” quedaba bajo el dominio directo e ilimitado de los
genoveses. Se establecían factorías mercantiles, con iglesias y consulados, en
las islas de Quíos y Lesbos y otros puntos. El mar Negro (maius mare) quedaba cerrado a todos los mercaderes extranjeros, salvo los genoveses y
písanos, amigos fieles de Miguel. Por su parte los genoveses se comprometían a
conceder a los súbditos del emperador libertad de comercio, y a ayudar a Miguel
con su flota, siempre que las naves no fuesen empleadas contra el Papa o los
amigos de Génova. La flota genovesa tenía extrema importancia para Miguel, pues
debía contribuir a recuperar el objetivo supremo: Constantinopla.
El tratado ratificóse en Genova pocos días
antes de que las tropas de Miguel se apoderasen de Constantinopla. Ello
significaba un éxito brillante para Génova, que con motivo de las victorias de
Saladino en Siria había sufrido graves pérdidas ulteriores. Comenzaba un
capítulo nuevo en la historia económica de Génova. Uno de los mejores especialistas
de la Génova medieval escribe: “La pujanza de la vida colonial del siglo XIII
ofrece vivo contraste con el carácter vacilante y estancado de la del XII. Es
preciso buscar la causa de ese fenómeno en una mayor experiencia, una
organización mejor y, sobre todo, en el sorprendente desarrollo del comercio”.
El 25 de julio de 1261 las
tropas de Miguel se apoderaron sin combate de Constantinopla. Miguel, que se
hallaba en Asia Menor, se dirigió enseguida a la capital, donde entró a
primeros de agosto entre las aclamaciones de la población. A poco fue coronado
por segunda vez en la iglesia de Santa Sofía. Balduino II huyó a Eubea (Negroponto). El patriarca latino y los principales
representantes del clero católico lograron salir de la ciudad antes de que ésta
fuese ocupada.
Miguel hizo cegar al
infortunado Juan IV Lascaris. Y el mismo Miguel,
restaurador del Imperio con el nombre de Miguel VIII, fundó la dinastía de los
Paleólogos, aprovechando la situación favorable creada por los emperadores de
Nicea. La capital se trasladó de Nicea a Constantinopla.
El emperador latino
fugitivo pasó de Eubea a Tebas y luego a Atenas; Allí, en la venerable
acrópolis de Atenas, se desarrolló la última y lamentable escena del breve
drama del Imperio latino de Constantinopla. Luego Balduino embarcó en El Pireo
para Monemvasia y, dejando en Morea a los más de los miembros de su séquito, hízose a la vela para Europa, donde
pensaba pedir socorro para su causa y ejercer el triste papel de emperador en el destierro”.
“Así cayó —dice Gregorovius— el Imperio latino, creación de la caballería
occidental de los cruzados, de la egoísta política comercial de Venecia y de la
idea jerárquica del Papado. Había durado cincuenta y siete miserables años y
dejaba tras de sí la ruina y la anarquía. Aquel Estado bastardo, fundado por la
caballería feudal de los latinos, constituye un fenómeno histórico de escasa
importancia. La máxima sofística del filósofo alemán, que afirma que cuanto
existe es racional, resulta aquí un puro absurdo”. Otro historiador (Gelzer) declara: “La ignominia latina, pertenece a la
historia”.
Mientras las fuentes occidentales se limitan casi todas a una simple mención de la toma de Constantinopla por Miguel y de la expulsión de los francos, las fuentes griegas hablan de ella con júbilo. Jorge Acropolita escribe: “Todo el pueblo romano experimentó placer y alegría indecibles; no había quien no se regocijase y exaltara”. Sólo se hizo oír una voz discordante: la de Senakherim, alto funcionario de Miguel Paleólogo, profesor, comentador de Homero y jurista. Senakherim, sabiendo la toma de Constantinopla por los griegos, exclamó: “¿Qué oigo? ¿Conque estaba reservado tal suceso a nuestros días? ¿Qué hemos hecho nosotros para vivir y ver tales catástrofes? Nadie puede esperar nada bueno, ya que los romanos están otra vez en la ciudad”.
Política religiosa del Imperio de Nicea y del Imperio latino.<
Ya vimos que la toma de
Constantinopla en 1204 hízose contra la voluntad del Papa Inocencio III. Pero
éste vio luego que el hecho, desagradable al principio, abría grandes
horizontes a la expansión del catolicismo y al Papado. El principal problema
eclesiástico de la época era el restablecimiento de la unión de las Iglesias
oriental y occidental, el cual parecía posible en virtud de los cambios
surgidos en el Oriente cristiano. En el Estado fundado por los cruzados debía
introducirse el catolicismo. La primera labor del Papa consistía en organizar
la Iglesia católica en las regiones conquistadas por los latinos y luego
precisar la situación del Pontificado ante el poder temporal y la población
griega, ora fuese seglar o eclesiástica. Luego había que someter a Roma, en lo
religioso, las regiones griegas que en 1204 quedaban independientes y a cuya
cabeza estaba el Imperio de Nicea. La cuestión de la unión con los griegos
había de ser la clave de bóveda de toda la política eclesiástica del siglo
XIII.
En los principios del
Imperio latino la situación del Papa fue delicada. En virtud del acuerdo de los
cruzados con Venecia, si el emperador era elegido entre los francos, el
patriarca había de pertenecer al clero veneciano. En el pacto se habían descuidado
los intereses de la Curia pontificia, no hablándose de la intervención papal en
la designación de patriarca, ni de ingreso alguno destinado al tesoro de la
Curia.
En la misiva del primer
emperador franco, Balduino, al Papa, se hablaba del “triunfo milagroso” de los
cruzados, de la caída de Constantinopla, de la impiedad de los griegos, que
“daba náuseas al propio Dios” de una Cruzada ulterior a Tierra Santa, etc.,
pero no se aludía para nada a la elección del patriarca. Cuando el nuevo clero
de Constantinopla designó patriarca al noble veneciano Tomás Morosini, el Papa, aunque declarando anticanónica la
elección, hubo de ceder y “por propia iniciativa” confirmó la elección.
No menos interesante es
notar la actitud de Roma ante el clero griego que quedaba en los Estados
latinos. Ya sabemos que muchos obispos y la mayoría del clero subalterno no
habían abandonado sus lugares de residencia. El Papado siguió con ellos una
política conciliadora, permitiendo que se nombrasen obispos griegos en los
puntos donde la población era sólo griega, y conservando en los oficios el rito
griego, como el uso de pan con levadura en el sacramento eucarístico. Pero a la
vez llegaban legados papales a la Península balcánica y el Asia Menor,
procurando persuadir al clero griego de que se adhiriese a la unión religiosa.
En 1204 un legado
pontificio se esforzó en que el clero griego reconociese al Papa como supremo
jefe. Las negociaciones celebradas en Santa Sofía no condujeron a ningún
resultado.
Nicolás Mesaritas, más tarde obispo de Efeso y cuya personalidad y obra han sido precisadas por primera vez por A.
Heisenberg, tuvo una esencial participación en aquellos parlamentos. Las
negociaciones siguieron en 1205-1206. Nicolás de Otranto, abad de Casóla (Italia meridional), participó en ellas como
intérprete. Aunque de opiniones ortodoxas, reconocía, como toda la Iglesia de
la Italia del sur, la primacía del Papa, y era partidario de la unión. La
personalidad de Nicolás de Otranto, que nos ha legado muchos poemas y obras en
prosa, casi todo ello inédito, merece un estudio a fondo. La situación del
clero griego hízose más compleja en 1206, año en que murió en Bulgaria Juan Camatera, patriarca de Constantinopla refugiado en Bulgaria
al ocupar los latinos la capital. Autorizado por el emperador Enrique, el clero
griego del Imperio latino pidió permiso al Papa para elegir nuevo patriarca.
Enrique estaba acorde en esta elección, siempre que el patriarca reconociese la
supremacía del Papa. Pero los griegos no deseaban subordinarse a la Santa Sede
ni reconciliarse con ella. Por tanto la polémica sobrevenida el 1206 en
Constantinopla, polémica en que los latinos tuvieron a su frente a Tomás Morosini y los griegos a Nicolás Mesaritas,
no condujo a nada. En tales condiciones, los griegos del Imperio empezaron a
volver sus miradas a Teodoro Lascaris.
En 1208 se eligió nuevo
patriarca ortodoxo en Nicea: Miguel Autoreano, quien
coronó emperador de Nicea a Teodoro Lascaris. Esto
tuvo capital importancia, no sólo para Nicea, sino también para los griegos
súbditos del Imperio latino.
En 1214 se abrieron en
Constantinopla y Asia Menor nuevas negociaciones infructuosas. Nicolás Mesaritas, entonces metropolitano de Efeso,
con título de exarca de toda Asia, quedó muy descontento de la altanera acogida
que le hizo Pelagio en Constantinopla.
No obstante, Inocencio III
logró una notable victoria hacia el final de su pontificado. El concilio de
Letrán, en 1215, considerado ecuménico por la Iglesia occidental, proclamó al
Papa jefe supremo de la Iglesia de Oriente y declaró a los patriarcas latinos de
Constantinopla, Jerusalén y Antioquía, jerárquicamente subordinados a la Santa
Sede.
En cambio, la esperanza de
Inocencio respecto a que Constantinopla efectuase una nueva Cruzada, fracasó.
Los asuntos internacionales y los interiores de orden laico absorbían al
Imperio latino al punto de que sus emperadores abandonaron por completo la idea
de una Cruzada a Tierra Santa. Por tanto, Inocencio III comenzó a planear una
nueva Cruzada que partiese de la Europa occidental y no de Constantinopla.
La sumisión aparente de la
Iglesia oriental a Roma no satisfacía del todo las esperanzas del Papa. Para
que su victoria fuese completa necesitaba la unión religiosa, la sumisión
espiritual de la población griega. Pero esto no pudieron obtenerlo ni Inocencio
III ni sus sucesores.
Como sabemos, el Imperio
de Nicea tenía su patriarca griego ortodoxo que, si bien residiendo en Nicea,
seguía titulándose patriarca de Constantinopla. Los nicenos consideraban la
sede patriarcal transferida a su Estado como “extranjera y suplementaria”. En
frase de un contemporáneo, esperando que más adelante volvería a
Constantinopla, su verdadero lugar de residencia. Pero Inocencio III no
reconocía a Teodoro Lascaris ni como emperador ni
como déspota, llamándole únicamente en la carta que le envió, “Teodoro Lascaris, hombre noble” (Nobili viro Theodoro Lascari). En
dicha carta, el Papa, sin disculpar las violencias de los cruzados en la toma
de Constantinopla, declaraba, sin embargo, que los latinos habían sido
instrumentos de la Providencia y los griegos habían sufrido el castigo divino
por no reconocer la supremacía de la Iglesia romana. Era, pues, aconsejable que
se sometiesen a la Santa Sede y al emperador latino. Pero esta exhortación no
fue atendida.
La política eclesiástica
del Imperio de Nicea se redujo a una serie de tentativas, a través de
discusiones o correspondencia, para procurar la unión de las dos Iglesias. En
el Imperio de Nicea había hombres como Nicolás Mesaritas,
metropolitano de Efeso, que abogaban por un acuerdo
con la Iglesia romana, pero la población griega no fue nunca favorable a esa
tendencia. Juan III Vatatzés, aunque pareció inclinado a la unión, solo se
guiaba por consideraciones políticas.
En primer lugar le
inquietaba la elección del valeroso Juan de Brienne, antiguo rey de Jerusalén,
como regente y coemperador (asociado a Balduino II)
en Constantinopla. Juan de Brienne, con ayuda del Papa, podía desarrollar una
ofensiva, temible para Nicea. Vatatzés, pues, se esforzó en separar al Papa del
Imperio latino.
En 1232, cinco monjes
franciscanos liberados del cautiverio turco, llegaron a Nicea y mantuvieron
encuentros con el patriarca Germán II, respecto a la unión de las Iglesias.
Juan Vatatzés y Garmán II les acogieron
inmejorablemente y los franciscanos llevaron a Gregorio IX una carta de Germán ofreciendo al Papa discutir la unión. Gregorio aceptó, gustoso, la propuesta, y
en 1234 envió varios delegados a Nicea. El concilio se celebró primero en Nicea
y luego se trasladó a Nymphaeum. Nicéforo Blemmidas
intervino activamente en la controversia. Conocemos perfectamente los debates
del concilio gracias a la relación detallada que de él se posee.
Pero las negociaciones
fracasaron y los representantes del Papa viéronse obligados a partir, entre las maldiciones de los griegos, que les increpaban:
“¡Sois herejes! Os hallamos herejes y excomulgados y os dejamos herejes y
excomulgados”. Los legados católicos contestaban a los griegos: “Los herejes
sois vosotros”.
En el concilio de Lyon, en 1245, el Papa Inocencio IV, sucesor de Gregorio,
lamentaba “el cisma del Imperio romano, es decir, de la Iglesia griega, que en
nuestro tiempo, hace solo pocos años, se ha apartado y vuelto, altanera e
irrazonadamente, fuera del seno de su madre, como de una madrastra”.
“Las dos dominaciones
—escribe A. Luchaire—, las dos religiones, las dos razas,
siempre profundamente separadas, conservaban igual actitud de hostilidad y
desconfianza una contra otra”. La alianza de Juan Vatatzés con Federico II de
Hohenstaufen hizo aun más tirantes las relaciones de
Nicea con el Papado. Sin embargo, según vimos, hubo nuevo cambio de embajadas
entre Nicea y Roma hacia fines del reinado de Federico.
Porque tras la muerte de
Federico, en los últimos años del reinado de Juan Vatatzés, pareció llegado el
momento decisivo de la unión de las Iglesias. El emperador puso estas
condiciones: le sería devuelta Constantinopla, se restauraría el patriarcado de
dicha ciudad, y el emperador y el clero latino abandonarían el territorio
griego. Inocencio IV aceptaba esas condiciones. Para restablecer la unidad del
mundo cristiano el Papa estaba dispuesto a sacrificar el Imperio fundado por
los cruzados, mientras Vatatzés se hallaba dispuesto a sacrificar la
independencia de la Iglesia griega a cambio de recobrar la capital del Imperio.
Las dos partes abandonaban del todo su política tradicional. Pero el acuerdo no
pasó de proyecto.
Poseemos una carta muy
importante dirigida por el patriarca de Nicea a Inocencio IV en 1253, dando
plenos poderes a los delegados griegos para llevar a buen fin las negociaciones
relativas a la unión. Mas en 1254 murieron Inocencio y Vatatzés y aquella apasionante
página de las negociaciones de la unión eclesiástica oriental-occidental cerróse sin resultado.
Teodoro II, hijo y sucesor
de Vatatzés, opinaba que, como emperador, debía dirigir la política
eclesiástica, participar en los asuntos eclesiásticos y presidir los concilios.
No quería, pues, un patriarca enérgico. Por esto rechazó la candidatura de
Blemmidas y designó a Arsenio, quien en tres días se convirtió, de laico, en
patriarca.
Bajo Teodoro II las
relaciones de Nicea con Roma se atuvieron estrictamente a los fines políticos
del emperador. Como su padre, Teodoro consideraba la unión con Roma como un
paso hacia la recuperación de Constantinopla.
Los más de los historiadores
afirman que en 1256 el Papa Alejandro IV envió a Nicea al obispo de Orvieto
(Italia) para reanudar las negociaciones interrumpidas por la muerte de
Vatatzés. La repentina decisión del Papa no parecía, hasta ahora, explicable ni
motivada.
Pero hoy sabemos por
nuevos documentos que la iniciativa de reanudar las negociaciones no partió del
Papa, sino del emperador de Nicea. En 1256 Teodoro envió al
Papa dos nobles de la corte nicena, los cuales rogaron a Alejandro IV que
reanudase los tratos y enviara un legado a Nicea. Alejandro aceptó con
satisfacción. Por ambas partes se deseaba progresar en forma acelerada.
Constantino, obispo de Orvieto, estuvo presto a partir en diez días. La base de
las nuevas negociaciones serían las propuestas de Vatatzés a la Curia. El
legado del Papa tenía instrucciones oficiales e instrucciones secretas y poseía
ciertos poderes especiales, el más importante de los cuales consistía en
convocar un concilio, presidirlo como representante del Papa y redactar las
decisiones.
La misión pontificia,
organizada con tal energía y en la que tantas esperanzas se fundaban, concluyó
con un fracaso completo. El emperador, que había cambiado de opinión entre
tanto, no llegó ni a recibir al obispo de Orvieto, quien, estando a mitad de
camino, en Macedonia, recibió instrucciones de que regresase.
Por entonces, Teodoro II
guerreaba contra Bulgaria y sus empresas políticas se desarrollaban con éxito.
Pensó, pues, que ya no necesitaba la ayuda del Papa. Su fin principal —la toma
de Constantinopla— le parecía hacedero sin comprometer la independencia de la
Iglesia griega.
Teodoro II murió en 1258.
Al año siguiente, el usurpador Miguel Paleólogo se halló peligrosamente
amenazado por la coalición organizada contra él en Occidente y sintió la
necesidad de ser sostenido por el Papa. Envió, pues, una embajada a Alejandro
IV, pero éste, hombre poco enérgico, no aprovechó la ocasión de la difícil
situación de Miguel. Al fin, Miguel se apoderó de Constantinopla sin ayuda de
la Santa Sede.
El Imperio de Nicea había,
pues, logrado mantener la Iglesia y el patriarcado griego, los cuales fueron
trasladados a Constantinopla.
Política económica y social de los emperadores de Nicea.
Los emperadores de Nicea
atendieron muy activamente a los problemas internos de su Estado, esforzándose,
sobre todo, en incrementar la prosperidad económica Niceana.
La varia e intensa
actividad exterior de Juan Vatatzés no le impidió ocuparse en la organización
interior del país. Estimuló la agricultura, la viticultura, la cría de ganado y
aves. Según una fuente, “en poco tiempo todos los depósitos estuvieron llenos
de frutos; los caminos, las calles, los establos, los apriscos, estuvieron
llenos de ganado y volatería”. La escasez que
por entonces cundió en el sultanato de Iconio obligó
a los turcos a comprar, muy caros, los productos de Nicea. El oro y la plata
turcos, los tejidos orientales, las piedras preciosas y otros objetos de lujo
llegaron en abundancia a Nicea, colmando las cajas del Estado.
Vatatzés, disminuyendo los
impuestos, aumentó la prosperidad del Imperio. En épocas de escasez se
distribuían al pueblo enormes provisiones de cereal acumuladas en los graneros
imperiales. Merced a las considerables sumas de dinero de que disponía,
Vatatzés cubrió el país de fortalezas y hospitales, de hospicios para los
pobres y de casas de caridad.
Un historiador bizantino
del siglo XIV escribe que Vatatzés quería que “teniendo en su casa todo aquello
que hubiera menester, ningún hombre se viese llevado a extender una mano rapaz
sobre los bienes de los hombres sencillos y pobres, y así el Estado de los
romanos estuviese exento de toda injusticia”.
Vatatzés mismo era un gran
terrateniente y muchos de sus nobles poseían amplias extensiones territoriales
y vivían de sus haciendas. Parece que esas propiedades habían sido concedidas
por el emperador a los funcionarios nobles. Ello nos recuerda los beneficia de
la Europa occidental y los upronoiai bizantinos, es
decir, las tierras concedidas por el emperador, o, en su nombre, por sus
ministros, a personas que habían rendido servicios al Estado, a cambio de que
prestasen servicio militar. Acaso los grandes terratenientes se sintieran
descontentos alguna vez del régimen establecido por Vatatzés y quisieran
desobedecerle. En todo caso, sabemos que, hacia finales de su reinado, el
emperador practicó algunas confiscaciones de bienes muebles e inmuebles. Puede
ello explicarse por una lucha entre la aristocracia territorial y la corona,
pero carecemos de informes. Pappadopulos cree posible
afirmar que en efecto se produjeron levantamientos de la aristocracia contra
Vatatzés.
Socialmente, puede considerarse
a Vatatzés como protector de las clases campesina y burguesa. Se esforzó, ante
todo, en acrecer su riqueza y prosperidad, y tal vez fue esto lo que produjo el
descontento de la aristocracia terrateniente y, como reacción, las severas
medidas de Vatatzés contra ella.
Al subir Teodoro II al
trono, la alta aristocracia perseguida por Vatatzés miró con confianza al nuevo
emperador, esperando recuperar sus riquezas e influencia perdidas. Pero se
engañó. Teodoro esforzóse en disminuir la influencia
de los nobles y parece que tomó severas medidas contra muchos de ellos.
Un escritor contemporáneo
da una larga lista de nombres de altos funcionarios castigados bajo Teodoro II.
La aristocracia fue abatida y hombres nuevos, de origen humilde, rodearon el trono.
Debiéndolo todo al emperador, fueran en manos de éste “juguetes obedientes”.
Bajo el hijo de Teodoro, la nobleza volvió a reaccionar.
Las empresas militares de
Teodoro exigieron un considerable aumento de los impuestos. Habiendo Nicéforo
Blemmidas reprochado al emperador el gravar demasiado a la población, Teodoro,
contestándole, se disculpaba con las necesidades de las guerras que sostenía.
Los emperadores de Nicea
manifestaron el más vivo interés por el desarrollo de relaciones mercantiles con
los demás Estados, y en especial con Venecia. En agosto de 1219, Teodoro I Lascaris firmó un tratado de alianza y comercio con el
podestá veneciano de Constantinopla. Los mercaderes venecianos obtenían
libertad de comercio, franco de toda carga, por tierra y mar, en la plena
extensión del imperio de Nicea (per totum Imperium meum et et sine aliqua inquisitione).
Las mercancías
occidentales importadas por los venecianos en virtud de aquel acuerdo
rivalizaban victoriosamente con las mercancías orientales, que necesitaban
atravesar todo el sultanato de Iconio. Las telas
orientales e italianas tenían gran demanda en Nicea y la población gastaba
sumas enormes en adquirirlas. Por ello, Juan Vatatzés prohibió a sus súbditos,
so pena de “deshonor” —es decir, de pérdida de su categoría social— comprar y
vestir telas extranjeras, ordenándoles que se contentaran “con lo que la tierra
de los romanos produce y las manos de los romanos pueden elaborar”.
Probablemente aquel decreto cayó pronto en desuso, aunque ignoramos cuándo.
Las relaciones de amistad
de Nicea con Venecia no duraron mucho. La república de San Marcos, ya en tiempo
de Vatatzés, mostró hostilidad a Nicea. Vatatzés tuvo tropiezos con el antiguo
gobernador imperial de Rodas, León Cabalas, quien,
desde 1204, se titulaba “Señor de las Cicladas” e incluso “César”. Al atacarle
Vatatzés, halló que Cabalas tenía una alianza
ofensivo-defensiva con Venecia, ya que el soberano rodio no podía defender solo
la isla. El tratado de 1219 perdió su vigencia. Según el pacto de 1234, Venecia
recibía privilegios mercantiles en Rodas. En ese interesantísimo tratado León Cabalas se titula Dominus Rhode
et Cicladum insularum Kaserus Leo Gavalla. Vatatzés
envió una expedición a Rodas, y la isla quedó sometida a Nicea.
Poco antes de la toma de
Constantinopla, los genoveses substituyeron a los venecianos, sus rivales, y en
1261 Miguel Paleólogo firmaba el tratado de Nymphaeum,
del que hablamos ya y que daba a los genoveses supremacía mercantil en Levante.
Después de restaurado el Imperio bizantino, Miguel Paleólogo siguió manteniendo
relaciones amistosas con Génova.
La instrucción, las letras, las ciencias y las artes
Al caer el Imperio en 1304
y fragmentarse en varios Estados latinos y griegos, Nicea, además de ser el
centro de la ulterior unificación política de los helenos, se transformó en un
centro de actividad intelectual. En la segunda mitad del siglo XIII decíase de Nicea, según frase de Jorge de Chipre, que
“parecía como la antigua Atenas por el número de sus sabios” y que era (cuna
fuente de conocimientos maravillosa y muy buscada,” Es interesante recordar,
por analogía, que en la Edad Media, la “Nueva Atenas,” la “ciudad científica”
de Occidente, era París. Conviene añadir que Jorge de Chipre quedó chasqueado
al llegar a Nicea. En uno de los escritos de Teodoro Lascaris leemos que Corinto era célebre por su música, Tesalia por sus tejidos,
Filadelfia por sus zapateros y Nicea por su filosofía.
Todos los miembros de la
dinastía lascárida, menos el último, que era muy
niño, se mostraron protectores decididos de las letras y ciencias,
comprendiendo que la cultura intelectual es elemento fundamental o esencial en
el desarrollo integral de un Estado. El primer emperador de Nicea, Teodoro I, a
pesar de las dificultades que halló en su política interior y exterior, se
interesó mucho por los asuntos espirituales. Llamó a su corte diversos sabios,
en especial de las regiones griegas ocupadas o amenazadas por los francos, y
entre ellos a Miguel Acominatos, metropolitano de
Atenas, huido a la isla de Ceos al producirse la invasión latina. Acominatos no pudo aceptar por lo avanzado de su edad y lo
delicado de su salud. A Nicea se retiró, caída Constantinopla, el hermano de
Miguel, Nicetas Acominatos, quien aprovechó su
estancia en la corte de Lascaris para concluir su
obra histórica y escribir el tratado teológico que tituló “Tesoro de la
ortodoxia”. Juan Ducas III Vatatzés, sucesor de Teodoro, halló, en medio de la
desbordante actividad que caracterizó su política extranjera, tiempo de atender
las necesidades intelectuales de su Estado. Creó, en las ciudades, bibliotecas
consagradas al arte y a las ciencias y se interesó por la cuestión escolar,
enviando personalmente jóvenes a las escuelas, con el objetivo de elevar el
nivel intelectual del país. En su época se desarrolló la actividad del sabio,
escritor y profesor Nicéforo Blemmidas, el representante más eminente del
movimiento intelectual del siglo XIII y que tuvo como discípulos a Teodoro II,
sucesor de Vatatzés, y al célebre historiador y estadista Jorge Acropolita, de quien hablaremos después. Como su padre,
Teodoro se interesó mucho por las bibliotecas, entre las que repartió numerosos
libros que se esforzó en reunir. También autorizó el préstamo domiciliario de
obras.
Como bajo los Comnenos,
los hombres cultos del siglo XIII escribieron casi todos en un griego
escolástico y artificioso, distinto al hablado, que no era admitido como lengua
literaria. Los clásicos griegos y los Padres de la Iglesia servían de modelo a
los griegos cultos de la Edad Media en general, y en particular a los del siglo
XIII, que vivieron y pensaron bajo su influencia.
La figura más
representativa de la vida espiritual del Imperio de Nicea es, sin discusión,
Nicéforo Blemmidas, quien dejó, a más de numerosos escritos de muy diversa
naturaleza, dos interesantes autobiografías, editadas en 1896 por el sabio alemán
Heisenberg, y en las cuales no sólo se nos informa de la vida del autor, sino
de los sucesos y hombres de su época.
Blemmidas nació en
Constantinopla a fines del siglo XII. Al ser tomada la ciudad, el adolescente,
con sus padres, se refugió en los Estados asiáticos de Teodoro Lascaris, y allí comenzó sus estudios en la escuela
elemental. Poco a poco, andando de ciudad en ciudad, Blemmidas incrementó sus
conocimientos con diversos profesores de letras, retórica, lógica, filosofía,
ciencias naturales, medicina, aritmética, geometría, astronomía y física. Luego
se retiró a un convento, donde por primera vez se consagró entera y activamente
al estudio de la Santa Escritura y de los Padres de la Iglesia. Bajo Vatatzés,
el patriarca Germán, que apreciaba mucho a Blemmidas, llevóle consigo. Pero Blemmidas, amante de la vida privada, abandonó la corte del
patriarca a pesar de las instancias de éste y se retiró a un convento del monte Latros, cerca de Mileto, en Caria, convento
renombrado por la severidad de su regla. Tras consagrarse allí a la vida
espiritual volvió a la vida civil durante las negociaciones entabladas por
Vatatzés y el patriarca con el nuncio del Papa. En esa ocasión se mostró
defensor riguroso de la ortodoxia. Después de haberse hecho tonsurar, se
estableció en un monasterio, donde se ocupó en trabajos científicos, fundó una
escuela y convirtióse en profesor de filosofía. Entre
otros discípulos tuvo al futuro historiador y político Jorge Acropolita. Vatatzés envió a Blemmidas a un viaje
científico por Tracia, Macedonia, Tesalia, el monte Athos y otros lugares, a
fin de comprar manuscritos valiosos de las Escrituras y de otras obras y, en
caso de no poder comprarlos, leerlos, resumirlos y tomar notas sobre ellos.
Esta misión, que Blemmidas cumplió con éxito, se enriqueció en nuevos
conocimientos que deslumbraron a sus contemporáneos. El emperador le confió la
educación de su hijo Teodoro Lascaris, quien con el
tiempo fue soberano y escritor muy cultivado. Blemmidas fundó un convento al
que se retiró y participó desde allí en las controversias religiosas, estando a
punto incluso de ser elegido patriarca. Pero lo más de su tiempo absorbíanle sus ocupaciones literarias. Asistió a la
restauración del Imperio bizantino y murió pacíficamente en su convento hacia
1272. Los contemporáneos de Blemmidas le tuvieron en alta estima.
Poseemos numerosos
escritos de Blemmidas. Ya mencionamos sus dos autobiografías, llenas de
informaciones sobre la vida y carácter del autor, así como sobre los sucesos
históricos y religiosos y las condiciones políticas y sociales de su época
(sobre todo en la segunda biografía). Esas dos obras constituyen una de las
fuentes más importantes de la historia de Bizancio en el siglo XIII. También
dejó Blemmidas muchos escritos teológicos sobre dogmática, polémica, ascética,
exégesis, liturgia, poesía religiosa, sermones y vidas de santos. Su
“adaptación de algunos salmos” destinada a los oficios del culto, se convirtió
con el tiempo en parte de las Vísperas de la Iglesia griega, pasando más tarde a
las Iglesias eslavas meridionales y al fin a la rusa. También las obras
profanas de Blemmidas tienen gran interés. Su tratado político Estatua real
dedicado a su discípulo Teodoro II, describe las cualidades y virtudes del
soberano ideal, modelo de todo lo bueno y que debe brillar más que el famoso
Policleto. Teodoro II debía tender en su vida a imitar ese tipo. Según
Blemmidas, el soberano es “el funcionario supremo puesto por Dios para ocuparse
del pueblo que le está sometido, y conducirlo hacia el supremo bien”. El
emperador, “fundamento del pueblo,” debe pensar ante todo en el bien de sus
súbditos, no entregarse a la ira, huir de los aduladores y atender el ejército
y la flota. Durante la paz debe preparar la guerra, ya que un ejército fuerte
es la mejor salvaguardia de la paz. Debe cuidar de la organización interna del
Imperio y ser religioso y equitativo. “Así el emperador —escribe Blemmidas al
final del tratado— acoja favorablemente mi palabra y escuche mejores consejos
de los hombres más sabios, que debe reunir y guardar cuidadosamente en el fondo
de su alma.
El punto de partida de
todos los razonamientos del autor sobre el soberano ideal es el principio de
que “el emperador debe ante todo dominarse a sí mismo y luego solamente
gobernar su pueblo”. No se ha establecido con precisión de qué autores se
sirvió Blemmidas para su tratado.
Sobre la importancia de
esa obra difiere la opinión de los historiadores. Barvinot,
que ha estudiado especialmente la vida y obra de Blemmidas, dice: “Este escrito
adquiere un valor e importancia particulares, principalmente por el hecho de
que corresponde en el más alto grado a las necesidades y exigencias del pueblo
griego en aquella época”.
En efecto, los griegos,
refugiados en Nicea tras la pérdida de Constantinopla, soñaban con expulsar a
los extranjeros de las orillas del Bósforo, recobrando su patria con ayuda de
un monarca experto, fuerte, enérgico e instruido. Tal es el monarca ideal
descrito por Blemmidas.
En cambio, F. I. Uspenski escribe a propósito de la misma obra: “Blemmidas
no tiene idea alguna de las necesidades de su época. Vive en un mundo ideal,
muy lejos de su país, y no comprende el alma de la vida contemporánea ni las
exigencias de la época. El emperador abstracto de Blemmidas ha de ser sabio,
estar exento de las pasiones y compromisos humanos. El autor lo coloca en un
ambiente extraño en absoluto a la vida y relaciones ordinarias de los hombres y
por esta razón sus consejos e indicaciones no pueden responder a lo requerido
por la realidad... La desgracia del griego medieval era lo mucho que pesaban
sobre él las reminiscencias clásicas. No era un creador y la vida real se
ocultaba a sus ojos tras el material libresco. Así se nos aparece Blemmidas en
su tratado político”.
Desde luego, las
tradiciones clásicas y las emociones religiosas influyeron mucho en la obra de
Blemmidas. No obstante, en el decurso de su vida se asoció estrechamente a los
intereses del Imperio y del emperador, y acaso no fuera siempre “un hombre que
vivía en otro mundo, completamente ajeno a los intereses de la tierra
pecadora”. Bajo el barniz retórico de su tratado se distinguen ciertos rasgos
realistas que nos recuerdan la personalidad de Teodoro II. Es muy probable que
mientras Blemmidas componía su “estatua” tuviese ante los ojos la imagen
verdadera de Teodoro II, aunque esos rasgos del soberano ideal se obscurezcan
bajo la erudición y retórica de Blemmidas.
Entre los escritos
filosóficos de Blemmidas, inspirados principalmente en Aristóteles, los más
conocidos son la Física resumida y en especial la Lógica resumida. Esta última,
a la muerte del autor, se difundió por todo el Imperio, convirtiéndose en la obra
fundamental de enseñanza y el manual filosófico predilecto, no sólo de Oriente,
sino también de la Europa occidental. Heisenberg, editor de las autobiografías
de Blemmidas, dice: “Esas dos obras valieron a su autor renombre inmortal”.
La Lógica y la Física de
Blemmidas tienen importancia desde dos puntos de vista: el de esclarecer el
movimiento de las ideas filosóficas en Bizancio en el siglo XIII, y el de
aclarar la compleja cuestión de la influencia bizantina en el desarrollo del
pensamiento occidental. Ha llegado a nosotros el epistolario de Blemmidas,
cuyas misivas fueron casi todas dirigidas a Teodoro II. Hallamos en ese
epistolario muchos informes sobre la civilización de la época.
Añadiendo a las obras
mencionadas de Blemmidas dos pequeños escritos geográficos —la Historia de la
tierra y la Geografía general— y algunas poesías profanas, habremos completado
casi la lista de la rica y diversa obra literaria de Blemmidas.
Si éste no abrió, en
puridad, nuevos caminos, no por ello dejó de ser una eminente personalidad de
la difícil época del imperio de Nicea, y puede con justo derecho ocupar un
lugar de primera línea en la historia de la civilización de Bizancio.
Ya dijimos que
sobresalieron dos personalidades esenciales entre los discípulos de Blemmidas:
Jorge Acropolita y Teodoro II. Jorge Acropolita, natural de Constantinopla, partió camino de
Nicea en su juventud, durante la época de Vatatzés. Fue primero discípulo de
Blemmidas y luego profesor de Teodoro. Tras alcanzar los grados más altos de la
jerarquía administrativa, sufrió un fracaso en la carrera militar. De vuelta a
Constantinopla bajo el primer Paleólogo, se consagró a la diplomacia y, por
orden imperial, dirigió las negociaciones del concilio de Lyon, obteniendo la
unión con la Iglesia occidental, unión contra la que él mismo había luchado
antes. Acropolita murió hacia 1280.
Su obra principal es la
Historia, muy importante en cuanto fuente, que expone los hechos comprendidos
entre la toma de Constantinopla por los cruzados y la restauración del Imperio
bizantino (1203-1261), siendo en cierto modo una historia especial del Imperio
de Nicea, y continuando la obra de Nicetas Acominatos. Acropolita, contemporáneo de los sucesos que
describe, en los cuales participó por su posición oficial, da de ellos un
relato inteligible y verídico, y en un lenguaje bastante claro. Entre los
opúsculos de Acropolita, consagrados los más a la
teología y la retórica, debe señalarse la conmovedora y bella oración fúnebre
pronunciada con ocasión de la muerte de Vatatzés.
El segundo discípulo
ilustre de Blemmidas fue Teodoro II Lascaris. Tanto
Blemmidas como Acropolita, profesor oficial del
futuro emperador, infundieron en el alma de su discípulo, ya en vida del padre
de éste, una verdadera pasión por la ciencia. La correspondencia de Teodoro,
publicada en 1898 por el sabio italiano Festa, da interesantes informes que
permiten apreciar bien esa curiosa figura histórica.
Teodoro estudió los
escritores griegos eclesiásticos y laicos, adquiriendo conocimientos extensos
en diversas ciencias. Pero centró su atención en la filosofía, y en especial en
Aristóteles. Nutrido de helenismo y clasicismo, sentía profunda emoción
contemplando los monumentos artísticos y las ruinas de Pérgamo. La impresión experimentada
en esta ocasión nos aparece magníficamente descrita en una carta suya que, por
el fondo y la forma, es digna de la firma de un humanista italiano.
Teodoro, como su padre,
estimuló la instrucción y se ocupó de la cuestión escolar. En una carta sobre
los alumnos que conclusa su enseñanza, eran presentados al emperador para
examen, Teodoro declara: “Nada es tan agradable al corazón del jardinero como
ver su prado en plena flor, y si, por su aspecto bello y floreciente, juzga que
las plantas están en flor, puede de eso suponer que, en un determinado tiempo,
gozará también de los frutos... Aunque yo haya estado tremendamente ocupado por
mis funciones militares, aunque mi ánimo haya sido distraído por
insurrecciones, batallas, obstáculos, resistencias, ardides, cambios,
amenazas... no obstante no hemos nunca desviado lo principal de nuestro
pensamiento de la belleza del prado espiritual”.
En torno a Teodoro II se
reunía un círculo de hombres ilustrados, literatos y sabios, atraídos por el
emperador, a quien interesaban profundamente la ciencia, el arte, la poesía y
la música. Teodoro II abrió muchas escuelas. En una de sus cartas discute el
problema de la organización escolar, de los programas y de los fines de la
enseñanza.
Teodoro escribió algunos
panegíricos y disertaciones sobre temas filosóficos y religiosos. Dejó más de
doscientas cartas dirigidas a diversas personalidades eminentes de la época,
sobre todo a sus profesores Blemmidas y Acropolita.
También fueron amplios los conocimientos de Teodoro en materia de ciencias
naturales y matemáticas. Un estudio atento y detallado de la obra literaria
publicada e inédita, de Teodoro Lascaris, debe
producir resultados muy interesantes en el sentido de juzgar la personalidad
del autor, “especie de réplica oriental de su contemporáneo Federico II,” como
dice Krumbacher, y de comprender mejor el movimiento
de las ideas en el Oriente cristiano del siglo XIII.
En la segunda mitad del
siglo XIII y el primer período de los Imperios latino y de Nicea, escribieron
los hermanos Juan y Nicolás Mesaritas, cuya
existencia no ha sido descubierta por los historiadores hasta principios del
siglo XX, por lo que la célebre Historia de la literatura bizantina, de Krumbacher, no menciona sus nombres. La oración fúnebre de
Nicolás Mesaritas con ocasión de la muerte de su
hermano, nos revela que Juan Mesaritas cursó
excelentes estudios, sirvió algún tiempo en la administración bajo los dos
últimos Comnenos y fue profesor de exégesis de los salmos bajo los Ángeles.
Escribió un comentario de
los salmos, cuyo original fue destruido al tomar Constantinopla los cruzados.
Juan Mesaritas participó activamente en las
discusiones celebradas con los representantes pontificios en Constantinopla
durante los primeros años del Imperio latino y sostuvo con firmeza el criterio
ortodoxo. Murió en 1207.
Su hermano menor, Nicolás,
que también tuvo un cargo en la corte, bajo los Angeles,
y compartió las opiniones fraternas sobre las pretensiones papales, marchó a
Nicea después de morir Juan, alcanzando una elevada posición junto al patriarca
y llegando después a obispo de Éfeso. Ya vimos que intervino preponderantemente
en las negociaciones sobre la unión de las Iglesias, de cuyas negociaciones
dejó un relato detallado. Las obras de Nicolás distan mucho de haber sido
publicadas totalmente. Aun hoy se lee con gran interés la descripción dejada
por Nicolás Mesaritas de la iglesia de los Santos
Apóstoles y sus mosaicos.
Esta iglesia, poco
inferior en belleza y suntuosidad a Santa Sofía, era lugar de sepultura de los basileos, y sirvió de prototipo al templo de San Marcos, en
Venecia, a San Juan de Efeso y a la iglesia de la
Santa Faz, en Périgueux. Como sabemos, la iglesia de
los Santos Apóstoles fue destruida por los turcos al tomar éstos
Constantinopla, edificándose en su lugar la mezquita de Mahomet II el
Conquistador. La desaparición de un monumento de tanta importancia hace que la
descripción de Nicolás, fundada en una observación personal y atenta, tenga un
interés notable. En opinión de Heisenberg, primero en descubrir la existencia
de Nicolás Mesaritas, las obras de éste pueden
proyectar luz hasta cierto punto sobre la historia de los comienzos del Imperio
de Nicea y ocupar un sitio preferente en la literatura de la época. “Quien
tenga el valor de editar las obras de Mesaritas prestará un gran servicio a la ciencia. La tarea no es fácil, pero sí
valiosísima y digna de reconocimiento”.
No debe verse en los
hermanos Mesaritas a hombres de talento eminente;
pero de todos modos pertenecieron a esa clase de gentes cultas que, ya en la
sombra de los conventos, ya en la corte de Nicea, crearon obra espiritual en el
siglo XIII, preparando el renacimiento espiritual y político que condujo a la
restauración del Imperio en 1261.
La crónica bizantina de
esta época sólo tiene un representante: Joel, el cual escribió —probablemente
en el siglo XIII— una breve crónica universal sin valor alguno histórico ni
literario. El relato, empezando por Adán, llega hasta la toma de Constantinopla
en 1204.
Todas las obras arriba
mencionadas están escritas en la lengua literaria griega, lengua artificial,
convencional y pseudoclásica, que no tenía relación
alguna con la lengua popularmente hablada. No obstante, en la literatura del
siglo XIII se hallan ejemplos de escritores que recurren al lenguaje hablado y
a las rimas de la poesía popular y nos dan interesantes ejemplares de las
nuevas, corrientes literarias.
El Epitalamio de Nicolás Irenikos —escrito en ocasión del matrimonio de Juan
Vatatzés con la hija de Federico II— se emparenta, por su sentido, con los
epitalamios de Teodoro Pródromo. Está escrito en versos políticos. El poema de Irenikos nos da informes nuevos sobre las espléndidas
ceremonias de la corte bizantina, poseyendo por eso un valor histórico
considerable. Según Krumbacher, recuerda por su tono
y contenido los cantos nupciales de la poesía popular de los griegos modernos. Krumbacher pensaba incluso que el autor debió de
influenciarse o basar su inspiración directamente en la poesía popular del
tiempo, pero es difícil mantener tal apreciación.
A la época de las
Cruzadas, y sobre todo al período posterior a la cuarta, cuando se fundaron
principados latinos feudales en el territorio bizantino, cabe referir varias
obras poéticas escritas en lengua corriente y que son a modo de novelas donde,
sobre un fondo de fantasía, se ven desarrollarse sentimientos amorosos y
hazañas caballerescas.
La época de las Cruzadas
modificó el ambiente anímico de Bizancio. Los invasores francos, al llevar a
Oriente las instituciones feudales y las costumbres de la caballería
occidental, debieron de hacer conocer a sus nuevos súbditos la literatura
caballeresca del siglo XII, las “novelas de aventuras” provenzales y otros escritos
que tuvieron vasta difusión en las cortes latinas de los países griegos. La
novela francesa medieval, cuyo carácter cosmopolita se probó con su mucho éxito
en Alemania, Italia e Inglaterra, podía también implantarse en Grecia, donde
las condiciones exteriores creadas en el siglo XIII parecían extremadamente
favorables a la extensión de tal literatura. Por lo tanto la ciencia se ha
planteado el problema de saber si la novela bizantina versificada de aquella
poca es una mera imitación de los modelos occidentales, o si en esas “novelas
de aventuras” bizantinas han de verse escritos originales nacidos bajo el
influjo le las condiciones de la vida bizantina, análoga en ese caso a la vida
de Occidente y sólo parcialmente influidos por el extranjero, esto es, por la
literatura occidental.
Bury opina que “acaso” la
lectura de las novelas occidentales incitó a los griegos a componer obras
impregnadas de ideas occidentales, al igual que las odas de Horacio o las
églogas de Virgilio y la “Eneida,” fueron influidas por modelos griegos”. La
opinión de los sabios sobre este punto se funda en el estudio de las obras
literarias —a menudo anónimas y de fecha difícil de establecer con precisión—,
de su lengua, de su métrica y de su contenido histórico literario.
Detengámonos, por vía de
ejemplo, en la novela anónima, en verso, Beltandros y Crisanza,
cuya primera redacción data probablemente del siglo XIII. El texto que nos ha
llegado lleva la huella de modificaciones anteriores y quizá se remonte al
siglo XV.
El tema de la novela es
éste: un emperador, Rodofilos, tiene dos hijos: Filarmos y Beltandros. Beltandros, el menor, gallardo y
valeroso, no pudiendo soportar las vejaciones a que le somete su padre,
abandona su país, esperando encontrar en el extranjero una suerte mejor. Cruza
las regiones vecinas de Turquía, penetra en la Armenia Menor o Cuida y llega a
Tarso. En las cercanías le esta ciudad se detiene junto a un riachuelo en cuyas
aguas brilla un astro ardiente, el cual guía a Beltandros hasta un magnífico
castillo, lleno de sorprendentes objetos, que en la novela es llamado Castillo
de Amor, ese lugar, leyendo las inscripciones grabadas en dos estatuas, se
informa el protagonista de que está predestinado a amar a Crisanza,
la “hija del rey de la gran Antioquía”. Decidido a conocer todas “las dulces
amarguras de aquel castillo de amor,” Beltandros, a invitación del castellano,
“el Dios del Amor, que llevaba en la cabeza el distintivo imperial y en la mano
un cetro grande y una flecha de orón, se presenta ante su trono. El dios, tras
hacerle contar sus aventuras, le ordena que elija, entre cuarenta jóvenes, la
más bella, entregando. la escogida una sortija “trenzada de hierro, oro y
topacio”. Sigue una curiosa descripción del concurso de belleza, que nos
recuerda el juicio de París revoca la célebre usanza bizantina de llamar a
examen las mujeres más dignas le ser la esposa del basileo.
Beltandros entrega el anillo a la que le parece más bella y de pronto cuanto le
rodea, incluso el dios del Amor y las cuarenta muchachas, desaparecen “como un
sueño”. Beltandros parte y tras cinco días de marcha llega a los alrededores de
Antioquía, cuyo rey le toma a su servicio. Beltandros adquiere gran favor en la
corte.
En Crisanza,
la hija del rey, reconoce, maravillado, a la doncella a quien entregó la
sortija en el Castillo de Amor. Los jóvenes se enamoran y, a pesar de los
rigores que rodean en Oriente la vida de la mujer, se entrevistan por las
noches. Pero cierta entrevista en los jardines del palacio termina
desastrosamente para Beltandros, porque a la mañana los guardias le ven y le
aprisionan. Crisanza persuade a su fiel camarista de
que diga que Beltandros había acudido al jardín citado con la última. El padre
de Crisanza perdona a Beltandros y, con asenso
secreto de Crisanza, se celebra el falso casamiento
de Beltandros con la sirvienta. Continúan las entrevistas secretas de
Beltandros y su amada, y a los diez meses ambos huyen, con la camarista y
algunos servidores leales. Al atravesar con precipitación un río sinuoso,
mueren todos los acompañantes de la pareja, mientras los amantes, con gran
trabajo, se salvan y llegan al mar, donde se halla un navio griego enviado por el emperador para buscar a su hijo fugitivo, ya que el
primogénito ha muerto. Los emisarios del emperador reconocen al hijo de su
señor, le recogen, así como a Crisanza, los llevan a
la capital y allí son recibidos con gran alegría por Rodofilos,
que no esperaba ver más a su hijo. La novela concluye con el solemne matrimonio
de los enamorados, y el obispo celebra a la vez la ceremonia nupcial y la
coronación de Beltandros.
La opinión general de los
sabios sobre la novela bizantina de la época de las Cruzadas puede deducirse
del juicio que formulan sobre esta obra anónima. Algunos suponen que una novela
francesa de aventuras, perdida y desconocida, ha servido de fundamento a este
relato. En el Castillo de Amor —el Erotocastron griego— ven el Castillo de Amor de la poesía provenzal, y en los nombres de Rodofilos y Beltandros reconocen los nombres occidentales, grequificados, de Rodolfo y Beltrán. Incluso ha llegado a
creerse que toda la novela de Beltandros y Crisanza no es sino una adaptación griega de un cuento francés sobre el caballero franco
del siglo XIV Bertrand du Guesclin, contemporáneo de la guerra de Cien Años.
Krumbacher, inclinado en principio a
atribuir a las fuentes occidentales cuanto se halla en la poesía popular de la
Grecia medieval sobre el Castillo de Amor, Eros, etc., entiende, sin embargo,
que esta novela ha tenido que ser escrita por un griego, pero en una región
impregnada desde hacía mucho de cultura francesa. Mas la cuestión esencial, a
saber, el origen francés o greco-oriental del fondo de la obra, persistirá en
suspenso mientras no se halle el verdadero prototipo de esa novela. Bury opina que el romance de Beltandros y Crisanza es griego de extremo a extremo por su construcción,
descripciones e ideas, no hallando en su texto nada atribuíble a influjos occidentales. El desarrollo de la literatura corrió parejas en los
países francos y en los griegos. Así como las novelas francesas del siglo XII
fueron precedidas por muchos poemas épicos, igualmente la novela griega de los
siglos XIII y XIV tiene fundamentos épicos. En ambos casos el desarrollo de los
argumentos novelescos recibió su inspiración de una influencia helenística
directa o indirecta: en Francia por intermedio de la literatura latina, y en
especial de Ovidio; en Grecia a través de
Al siglo XIII puede atribuirse también otra novela de amor, escrita en versos políticos y titulada Calimaco y Crisorroe. Recientemente han sido
estudiadas algunas figuras eminentes del siglo XIII que pertenecieron al
occidente de la Península balcánica. Los nombres de esas figuras se vinculan a
la existencia e historia del despotado del Epiro, segundo foco de helenismo
creado sobre las ruinas del Imperio de Bizancio. Entre esos hombres deben
mencionarse Juan Apocaucos, metropolitano de Naupacta (en italiano Lepanto, a la entrada del golfo de
Corinto o de Lepanto); Jorge Bardanés, metropolitano
de Coreyra (Corfú), y Demetrio Cómatenos,
arzobispo de Ochrida, en la Macedonía oriental,
región que en la primera mitad del silo XII pertenecía al despotado del Epiro.
Todavía en 1897, Krumbacher no podía mencionar a Juan de Naupacta más que como polemista, enemigo de los latinos y presunto autor de cartas aún
inéditas que se hallaban en un manuscrito de Oxford. Sólo a raíz de la
publicación de la correspondencia de Juan, hecha por V. G. Vasilievski con arreglo al manuscrito de Leningrado, y de la edición, más reciente, de
parte de los escritos del mismo Juan, según el manuscrito de Oxford —edición
debida al sabio monje francés Pétrides— hemos podido estudiar un
tanto a tan interesante hombre y escritor. Pero no se han
publicado todavía todos los manuscritos relativos a Juan de Naupacta.
Juan Apocaucos,
metropolitano de Naupacta (muerto hacia 1230), había
recibido una magnífica educación clásica y teológica. Quizá pasara algún
tiempo, en su juventud, viviendo en Constantinopla. Al ser designado para la
sede de Naupacta intervino con actividad en la vida
política, social y religiosa del despotado del Epiro. Según Vasilievski,
“fue jefe de la parte del clero griego ortodoxo que tenía tendencias
nacionalistas, así en el Epiro independiente como en las regiones
momentáneamente conquistadas. Quizá fuera el inspirador de las miras políticas
de los déspotas del Epiro, a quienes sostuvo en sus conflictos contra la
autoridad suprema de los patriarcas, tras la que se encubría la sombra del
emperador de Nicea, rival de los déspotas”. Juan, escribeT. E. Chernusov,
“no fue un monje sombrío encerrado en su celda, sólo interesado por los asuntos
religiosos y alejado del mundo y de los hombres. Por lo contrario, en su
espíritu y su carácter, en la expresión de su “yo” interior, se notan rasgos
que le aproximan, en cierta medida, a los humanistas italianos posteriores”. Se
nota, en efecto, en las obras de Juan Apocaucos, el
gusto y la pasión de escribir, motivadores de una larga correspondencia; el
amor de la naturaleza, que comprende bien, y su fervor a la literatura antigua,
sobre todo en los autores más célebres: Homero, Eurípides, Aristófanes,
Tucídides, Aristóteles, los cuales, más la Biblia, le proporcionan abundante
documentación que le permite establecer muchos paralelos y analogías. Hasta hoy
se han publicado más de 40 de sus escritos; cartas, reglamentos canónicos
diversos, epigramas. Entre sus corresponsales cabe citar a Teodoro Comneno,
déspota del Epiro, y al célebre metropolitano de Atenas Miguel Acominatos. Como no se han publicado todos los escritos de
Juan Apocaucos, al futuro corresponde determinar de
manera más completa y precisa el papel de este hombre como estadista y como
autor.
La segunda personalidad eminente de la época del despotado del Epiro fue Jorge Bardanes, metropolitano de Corcyra, quien durante mucho tiempo ha motivado equívocos entre los especialistas. A fines del siglo XVI, el cardenal Baronio, célebre autor de los Anales Eclesiásticos, apoyándose en las cartas de Jorge a los emperadores Federico y Manuel Ducas Comneno, situaba la existencia de Bardanes en el siglo XII, viendo en el primer emperador a Federico I Barbarroja y en el segundo a Manuel I Comneno. Más recientemente, algunos
críticos, notando que ciertos escritos polémicos atribuidos a Jorge no podían,
por su contenido, ser del siglo XII, dedujeron que había dos Jorges de Corcyra, uno en el
siglo XII y otro en el XIII. Este razonamiento — erróneo, como pronto veremos—
fue admitido por Krumbacher en su Historia de la
literatura bizantina, es decir, en 1897. Pero ya en 1885 había
resuelto este asunto V. G. Vasilievski, demostrando
de modo indiscutible que sólo había un Jorge, metropolitano de Corcyra, que vivió en el siglo XIII, debiendo en su
correspondencia verse, no a Federico Barbarroja, sino a Federico II, y no a
Manuel I Comneno, sino a Manuel, déspota de Tesalónica y hermano del emperador
de Tesalónica Teodoro Ducas Ángel, hecho prisionero por los búlgaros. Por tanto
Jorge Bardanes perteneció al siglo XIII.
Jorge Bardanes, nacido
probablemente en Atenas, fue discípulo y después amigo y corresponsal de Miguel Acominatos, cuyas cartas nos dan numerosas
indicaciones sobre la vida de aquél. Pasó algún tiempo en la corte de Nicea y
volvió luego a Occidente, donde le ordenó obispo de Corcyra el metropolitano Juan de Naupacta. Teodoro Ángel,
déspota del Epiro, le testimonió mucha benevolencia. Poseemos interesantes
cartas de Jorge a Miguel Acominatos. Éste aunque
apreciando el estilo elegante y bien ordenado de Jorge, le indicaba, sin
embargo, en sus epístolas las imperfecciones idiomáticas que en Bardanes advertía,
corrigiéndoselas.A m ás de sus cartas, Jorge escribió obras
polémicas contra los latinos y algunos poemas yámbicos.
El célebre prelado y
canonista griego de la tas canónicas;
sentencias jurídicas, actas de concilio, etc. Estos escritos tienen gran
importancia para la historia general del Derecho bizantino y la particular del
canónico, y dan interesantes informes sobre la historia de la Iglesia, la vida
interior y las relaciones internacionales de la primera mitad del siglo XIII en
el Epiro, Albania, Servia, Bulgaria y en los Estados
latinos.
Los tres escritores que
acabarnos de nombrar fueron los representantes más eminentes del movimiento
ideológico en la época del despotado del Epiro y del efímero Imperio de
Tesalónica.
El arte bizantino de ese
período se caracteriza por los rasgos siguientes: numerosos artistas parten de
Constantinopla y Tesalónica para buscar nuevos temas en el poderoso reino servio o para reunirse a los artistas ya establecidos en
Venecia. “Hubo —escribe un historiador— una especie de “diáspora” (dispersión)
de pintores. Aquellos misioneros del arte bizantino dieron directrices a las
escuelas eslavas, cuya plena madurez no empezamos a percibir sino en una época
bastante tardía”. De todos modos las tradiciones artísticas no perecieron y el
renacimiento artístico de la época de los Paleólogos arrancó, en cierta medida,
de las tradiciones y obras de una época precedente, que se conservaron durante
el siglo XII.
El movimiento ideológico
del período del Imperio de Nicea ocupa importantísimo lugar en la historia de
la civilización bizantina. La corte de Nicea fue el centro intelectual que, en
medio de las divisiones políticas, las encarnizadas luchas internacionales y
los desórdenes internos del Imperio latino, salvó, prosiguió y mantuvo la obra
del primer Renacimiento helénico, contemporáneo de los Comnenos, posibilitando
el ulterior surgimiento y desarrollo del segundo renacimiento helénico bajo los
Paleólogos. Nicea equivale a un puente entre el primero y segundo
Renacimientos.
El foco intelectual creado
en el siglo XIII en el occidente de la Península balcánica fue el eslabón que
enlazó el Oriente cristiano con la Europa occidental en el desenvolvimiento
intelectual del siglo XIII. El “prólogo del Renacimiento” que fue el vasto
movimiento ideológico sobrevenido en Italia bajo Federico II, no se ha
estudiado a fondo todavía, pero sí ha sido advertido por todos. En cambio el
progreso intelectual de Nicea en el mismo siglo XIII, y sobre todo el
movimiento intelectual del al parecer desolado y abandonado Epiro, no suelen
ser tomados en consideración, aunque ya habían empezado a manifestarse algún
tiempo antes. Y de hecho esos tres movimientos —niceano,
italiano, epirota—se desarrollaron paralelamente, con más o menos intensidad y
acaso ejerciendo unos sobre otros una influencia mutua. Hasta un fenómeno tan
modesto a primera vista como el impulso espiritual del Epiro en el siglo XIII
debe dejar de examinarse en local, y recibir el lugar que merece en la
historia general de la civilización europea en el siglo XIII.
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