web counter
cristoraul.org

 

VASILIEV

HISTORIA DEL IMPERIO BIZANTINO

Capítulo VII

EL IMPERIO GRIEGO DE NICEA Y EL IMPERIO LATINO DE CONSTANTINOPLA (1204-1261)

 

Los Estados fundados en el siglo XIII en territorio bizantino.

 

La cuarta Cruzada, concluida con la toma y saqueo de Constantinopla, tuvo como resultado el fraccionamiento del Imperio bizantino y la fundación en su territorio de varios Estados, unos latinos y otros griegos. Los primeros recibieron la organización feudal imperante en el occidente de Europa. Los francos fundaron los Estados siguientes: imperio latino de Constantinopla, reino de Tesalónica, principado de Acaya, en el Peloponeso (Morea) y ducado tebanoateniense en la Grecia central. El poderío de Venecia se extendió sobre las islas bizantinas de las aguas egeas y jónicas, la isla de Creta y otros muchos puntos del litoral y el interior. Junto a las posesiones feudales latinas se crearon tres Estados griegos independientes en el dividido territorio del Imperio oriental: el Imperio de Nicea, el de Trebisonda, en Asia Menor, y el despotado del Epiro, en el norte de Grecia. Balduino, conde de Flandes, fue elegido emperador de Constantinopla, señoreando lo más de la Tracia. Bonifacio de Monferrato, designado rey de Tesalónica, extendía su autoridad a Macedonia y Tesalia. Guillermo de Champlitte, y tras él Godofredo de Villehardouin, gobernaron, como príncipes, la Morea. Otón de la Roche fue duque de Atenas y Tebas. En los tres Estados griegos reinaban: en Nicea (Bitinia), Teodoro I Lascaris; en Trebisonda, Alejo I Comneno, y en el despotado del Epiro, Miguel I Ángel Ducas Comneno.

Los dos Estados vecinos —el segundo imperio búlgaro, con sus soberanos Kaloyán y Juan Asen II, y el sultanato de Iconion o Rum, en Asia Menor— participaron activamente, sobre todo Bulgaria, en la compleja vida internacional que se desarrolló a partir de 1204 sobre las ruinas del Imperio bizantino.

Todo el siglo XII transcurrió en continuas lucha de dichos Estados, que efectuaron entre sí las más dispares combinaciones. Ora lucharon los griegos contra los usurpadores francos, turcos y búlgaros; ora unos griegos pelearon con otros griegos, introduciendo nuevos elementos de discordia en la perturbada vida interna bizantina; ora los francos se batieron contra los búlgaros, y así sucesivamente. A estos choques militares seguían alianzas y pactos diversos, en general quebrantados con tanta facilidad como convenidos.

Tras la catástrofe de 1204 se planteó el problema de saber cuál sería el centro político, económico, religioso, intelectual y nacional en torno al cual pudiera desarrollarse la idea de la unión y del orden. Los Estados feudales del Occidente y las posesiones mercantiles venecianas, siguiendo cada uno sus propios intereses, contribuyeron, dentro de la anarquía general, a aumentar la desintegración del Imperio, no acertando ni a crear un orden nuevo ni a conservar intacta la herencia que recibieran a raíz de la Cuarta Cruzada. Un historiador dice: “Todos esos Estados feudales del Occidente, separados unos de otros, no hicieron obra constructiva, sino más bien destructora, y así fueron destruidos ellos mismos. Oriente quedó dueño de la situación en Oriente”.

 

Orígenes del Imperio de Nicea. Papel de Bulgaria.

 

Situaremos en el centro de nuestra exposición la historia del Imperio de Nicea, donde nació y se desarrolló la idea de la unión nacional griega y de la restauración del Imperio bizantino, y de donde procedía Miguel Paleólogo, que en 1261 se adueñó de Constantinopla, restableciendo, si bien disminuido en sus confines, el antiguo Imperio de Bizancio. Por un momento pareció que la restauración bizantina correspondería al despotado del Epiro; pero, como veremos después, los déspotas del Epiro, al influjo de diversas circunstancias, hubieron de retroceder ante la creciente importancia de Nicea y renunciar a ejercer una acción decisiva en el Oriente cristiano. El tercer Estado griego, el Imperio de Trebisonda, se hallaba harto apartado para poder desempeñar un papel de primera línea en la reunión de los griegos. De aquí que la historia de Trebisonda ofrezca un interés de orden particular, en lo político así como en lo intelectual y económico, mereciendo un estudio especial o independiente.

El fundador del “Imperio en exilio” de Nicea, fue Teodoro Lascaris, emparentado por su mujer, Ana, hija del ex emperador Alejo III, a la familia de los Angeles, y por Alejo III a la familia de los Comnenos. Bajo Alejo III, Teodoro ejerció un mando militar, luchando enérgicamente contra los cruzados.

Según toda probabilidad, el alto clero de Constantinopla le designó emperador al huir Marzuflo. Teodoro se refugió en el Asia Menor en el momento en que los cruzados tomaban la capital. En su nuevo Estado de Nicea dio asilo al alto clero de Constantinopla, y a Nicea se acogieron, huyendo de los cruzados, muchos personajes eclesiásticos eminentes, numerosos miembros de la nobleza civil y militar de Bizancio y otras gentes que se negaban a aceptar el yugo extranjero. Sin embargo, el último patriarca griego de Constantinopla, Juan Camatera, marchó a Bulgaria, negándose a acceder a la invitación de Teodoro Lascaris para que acudiese a Nicea. Miguel Acominatos, metropolitano de Atenas, al huir de esta ciudad, escribió a Teodoro Lascaris recomendándole un eubeo de quien decía que prefería vivir desterrado en la corte de un “Imperio griego” “romano” a permanecer en su patria, oprimida por los extranjeros. Miguel añadía que si dicho eubeo encontraba asilo en Nicea, el produciría una impresión prodigiosa en toda Grecia, la cual “miraría a Teodoro como el único  liberador universal,” es decir, el liberador de toda la “Romanía”.

A la muerte de Teodoro Lascaris, que reinó de 1204 a 1222, el Imperio pasó a su yerno —el esposo de su hija Irene—, Juan II Ducas Vatatzes (1222-1254). Juan II fue el más capaz y enérgico de los emperadores de Nicea. Le sucedieron su hijo Teodoro II (1254-1258) y su nieto menor Juan IV (1258-1261). A Juan IV le depuso Miguel Paleólogo, restaurador del Imperio bizantino.

La situación del nuevo Estado bitinio era muy peligrosa. Por Oriente amenazaba el poderoso sultán selyúcida de Iconio, que poseía todo el interior del Asia Menor, así como parte del litoral mediterráneo al sur y de la costa del mar Negro al norte. Por occidente, el Imperio corría el grave riesgo originado por el propósito que formó al Imperio latino desde el principio: aniquilar inmediatamente el Estado de Nicea. Así, Teodoro Lascaris, que reinó los dos primeros años con sólo el título de déspota, hallóse ante tareas pesadas y difíciles. En el interior del país campeaba la anarquía. En varios lug.ares se creaban señoríos independientes y Nicea llegó a cerrar sus puertas a Teodoro.

Entre tanto los caballeros latinos establecidos en Constantinopla decidían, el mismo año, conquistar Asia Menor. Sus operaciones militares tuvieron gran éxito. Según Villehardouin, (los habitantes del país tomaron el partido de los francos y empezaron a pagarles tributo”. En momento tan crítico para el joven Estado de Nicea llegó la noticia de que el emperador Balduino había sido hecho prisionero por los búlgaros.

Ya sabemos que desde 1196 el trono búlgaro estaba ocupado por Juan (Johannitsa), llamado Kaloyán, que en la época de los Ángeles había sido temible enemigo de Bizancio. Era notorio que cruzados y búlgaros necesitaban dirimir entre sí quiénes de ellos debía preponderar en la Península balcánica. Los cruzados rechazaron con injurias las ofertas amistosas de Kaloyán, haciéndole entender que no podía tratar de igual a igual con el emperador, sino que debía interpelar a éste como un esclavo a su dueño, advirtiéndole que, en caso contrario, los cruzados conquistarían Bulgaria por las armas, reduciéndola a su antigua esclavitud.

Mientras provocaban así la ira del monarca búlgaro, los latinos exasperaban a la vez a la población griega de Tracia y Macedonia ofendiendo las creencias y ritos religiosos de los griegos. Negociaciones secretas mantenidas entre griegos y búlgaros prepararon en la Península un levantamiento en favor de Bulgaria. Es presumible que el antiguo patriarca de Constantinopla, Juan Camalera, que residía en Bulgaria, desempeñara un importante papel en la conclusión de la alianza grecobúlgara de 1204-1205. “Este plan —dice F. I. Uspenski— concluyó con los titubeos de Juan y decidió su plan de operaciones ulteriores. Presentarse como defensor de la ortodoxia y de la población grecobúlgara contra la preponderancia católicolatina, esforzarse a la vez en hacer renacer la idea imperial bizantina, fue entonces su plan y el móvil principal de todas sus empresas contra los cruzados”. El zar búlgaro aspiraba a la corona de basileo bizantino.

Al estallar un alzamiento grecobúlgaro en los Balcanes, los cruzados viéronse forzados a llamar a Europa los ejércitos que combatían en Asia a Teodoro Lascaris. El 15 de abril de 1205, Juan, ayudado por la caballería kumana (poliana) que peleaba en su ejército, derrotó sucesivamente a los cruzados. La flor de la caballería occidental pereció en el campo de batalla y el emperador Balduino cayó prisionero. Se desconoce a ciencia cierta su suerte. Según parece, fue muerto por orden del zar búlgaro. A falta de noticias concretas sobre la suerte de Balduino, eligióse regente a su hermano Enrique, mientras duraba la ausencia del soberano.

El otro jefe latino que participó en la batalla, es decir, el anciano dux Enrico Dándolo, hubo de dirigir la retirada nocturna de los restos del ejército derrotado, muriendo a poco del desastre y siendo sepultado en Santa Sofía. Según una tradición muy extendida, sus restos permanecieron allí hasta que al caer Constantinopla en manos de los turcos, el sultán. Mahomet II ordenó aventar las cenizas del dux.

El desastre de Adrianópolis puso al Imperio latino en una situación desesperada. Tal golpe comprometió todo el porvenir del nuevo Imperio. Según Gelzer, “aquel día puso fin a la dominación de los francos en el Imperio romano”. En efecto, (da suerte del Imperio latino de Constantinopla estuvo por entero, durante algún tiempo, en manos del zar búlgaro”.

La batalla de Adrianópolis tuvo también trascendental importancia para el destino del reino búlgaro y del de Nicea. Los griegos de Macedonia y Tracia, faltos de centro nacional en Europa, y no presintiendo la misión futura de Nicea, consideraron posible obrar contra los latinos de concierto con los búlgaros. Ante Kaloyán se abrían favorables perspectivas para sus ambiciosos proyectos de substituir el Imperio latino por otro, grecoeslavo, con capital en Constantinopla. Pero, como bien dice V. G. Vasilevski, del papel de emperador de un Estado grecoeslavo no convenía a un zar eslavo. El proyecto concebido por Juan de fundar un imperio grecobúlgaro en la Península balcánica, con Constantinopla por capital, quedó en los dominios de la imaginación”.

El “antihistórico” acuerdo grecobúlgaro que condujera a la victoria de Adrianópolis quedó en suspenso tan pronto como los patriotas griegos de los Balcanes vieron en el Imperio de Nicea la fuerza que debía librarlos de los conquistadores latinos, así como la expresión de sus esperanzas nacionales. En la Península balcánica empezó a manifestarse una clara tendencia antibúlgara, tendencia que el zar de Bulgaria quiso atajar con implacable saña. Según testimonio de Jorge Acropolita, el zar Juan vengaba los crímenes cometidos contra los búlgaros por el emperador Basilio II Bulgaróctonos, y se daba el fiero calificativo de Romaioktonos o matador de romanos. Los griegos, en cambio, le apodaban Juan el Perro Skyloioannes y el emperador latino le llamaba, en 262 una carta, “el gran devastador de Grecia”.

“Se vio manifestarse —escribe un historiador búlgaro— la tendencia puramente nacional búlgara que regía la política imperialista del rey Kaloyán, contra el criterio del elemento griego, enemigo jurado de la independencia nacional búlgara, desde el momento mismo de la alianza con las ciudades griegas de Tracia contra el Imperio latino”.

La sangrienta campaña de Kaloyán en Tracia y Macedonia terminó trágicamente para él, siendo asesinado cuando cercaba Tesalónica (1207). La leyenda griega le presenta como el gran enemigo de la Iglesia ortodoxa, suponiéndole milagrosamente muerto a manos del célebre mártir Demetrio de Tesalónica. Esta leyenda pertenece a los relatos milagrosos sobre el mártir, relatos escritos en lengua griega y eslava, y se halla también en las antiguas crónicas rusas. De manera que el zar búlgaro no pudo aprovechar las favorables circunstancias que le ofrecía la victoria de Adrianópolis.

Con Kaloyán “desaparecía de la escena histórica uno de los diplomáticos más grandes que Bulgaria haya producido jamás”.

La batalla de Adrianópolis, al abatir la pujanza del dominio franco en Constantinopla, salvó al Imperio de Nicea, abriendo ante él nuevas perspectivas. Teodoro Lascaris, libre del peligro occidental, dióse a organizar su Estado. Una vez que hubo logrado afirmarse en Nicea, se planteó el caso de substituir su título de déspota por el de emperador. Como el patriarca griego de Constantinopla, huido a Bulgaria al triunfar los francos, no quería acudir a Nicea, eligióse un patriarca nuevo, con residencia en Nicea. Este patriarca coronó a Teodoro en 1208.

Tal hecho tuvo la mayor importancia para la historia sucesiva del Estado de Nicea, que se convirtió en centro religioso y político del Imperio. Junto al quebrantado Imperio latino crecía otro que reunía poco a poco territorios bastante importantes del Asia Menor y hacia el que se volvían gradualmente las esperanzas de los griegos de Europa. La coexistencia de los dos Imperios debía, necesariamente, producir entre ellos relaciones tirantes. En un tratado que Teodoro convino en 1220 con el representante podestá de Venecia en Constantinopla, hallamos el título oficial del primero abiertamente reconocido por Venecia: Theodorus in Christo deo fidelis imperator et moderator Romeorum et semper Augustus, Comnanus Lascarus.

Nicea, convertida en capital del nuevo Imperio, era ciudad ya célebre en la historia bizantina por los dos concilios celebrados allí. Además, enorgullecíase en la Edad Media de sus potentes murallas, aun bien conservadas hoy, y ocupaba una magnífica situación política, ya que se levantaba en el cruce de cuatro o cinco caminos, a unas cuarenta millas de Constantinopla. Poco antes de la Primera Cruzada, Nicea había caído en manos de los selyúcidas, y los cruzados, al recuperarla, hubieron, no sin gran descontento, de devolverla a Alejo Comneno. Magníficos palacios, templos y monasterios numerosos, hoy completamente desaparecidos, ornaban la Nicea medieval.

Hablando de Nicea y recordando el primer concilio ecuménico, Al Harawi, viajero árabe del siglo XII, escribe: “En la iglesia de esa ciudad se pueden ver la imagen del Mesías y los retratos de los Padres en sus sitiales. Esta iglesia recibe particular veneración”. Los historiadores bizantinos y occidentales del siglo XIII insisten en la prosperidad y riqueza de Nicea. Nicéforo Blemmidas, escritor de dicho siglo, exclama en uno de sus poemas: “Nicea, ciudad de calles anchas, llena de gente, de hermosas murallas, orgullosa de cuanto contiene, signo el más notable de la simpatía imperial”.

La literatura de los siglos XIII -XIV nos ha conservado dos panegíricos de Nicea. En el primero, escrito por uno de los sucesores de Teodoro I Lascaris, el emperador Teodoro II Lascaris, hallamos esta exaltación de Nicea: “Tú has superado a todas las ciudades, porque el Imperio romano, varias veces dividido y lastimado por ejércitos extranjeros... se ha establecido, mantenido y afirmado solamente en ti”. El segundo panegírico de Nicea es obra de Teodoro Metoquita, el célebre estadista bizantino de finales del siglo XIII y siglo XIV, hombre que brilló como diplomático, político, administrador, teólogo, astrónomo, pintor y poeta, y cuyo nombre está vinculado a los célebres mosaicos que se conservan en el convento de Hora (hoy mezquita de Kahriés) y de los que hablaremos después.

Aparte las murallas medievales de Nicea, aun podía verse antes de la guerra de 269 1914-18, en la mísera población turca de Isnik (nombre deformado de Nicea), la modesta iglesita de la Asunción, que databa probablemente del siglo IX y poseía bellos mosaicos, muy importantes para el estudio del arte bizantino. Pero, durante la guerra, Nicea fue bombardeada y el bombardeo no dejó intacto ningún edificio. Es de lamentar que la iglesia de la Asunción sufriera particulares daños, tantos que quedó destruida casi del todo, a excepción del arco izquierdo de la cúpula y la parte meridional del nartex.

Otra famosa iglesia de Nicea —la catedral de Santa Sofía— se halla también en un 271 estado deplorable.

Poseemos un documento muy interesante que nos permite, en cierta medida, saber la idea que Teodoro Lascaris se forjaba del poder imperial. Trátase de un silentium, según se llamaban en la época bizantina los discursos pronunciados en público por los emperadores al comenzar la Cuaresma, en presencia de las más ilustres personalidades del Imperio, que debe considerarse como una especie de “discurso del trono” desarrollado por Teodoro Lascaris en 1208, a raíz de su coronación.

Dicho silentium fue escrito por el célebre historiador Nicetas Acominatos, refugiado en Nicea desde la toma de Constantinopla por los latinos. Según ese discurso, escrito en estilo de retórico, Teodoro, como los basileos de Bizancio, consideraba su poder como de derecho divino. “Dios me ha dado, como a un padre, el poder imperial sobre todo el Imperio romano. Aunque por ahora ese poder haya debido ser cedido a otros, la mano de Dios ha puesto sobre mi cabeza tal potestad”. Dios había dado a Teodoro, por su celo, “la unción y el poder de David”. La unidad del Imperio significaba también la unión de la Iglesia. “No habrá más que un solo rebaño y un solo pastor,” leemos en el “silentium”. Cierto que éste no era obra del mismo emperador, pero refleja, en todo caso, la opinión de los hombres más instruidos y de mejor cuna del Imperio de Nicea, y esa opinión descansaba en fundamentos sólidos, puesto que Teodoro Lascaris, emparentado con los Ángeles y los Comnenos y convertido en Nicea en “basileo romano,” sentíase continuador consciente de la línea de los emperadores bizantinos.

 

La política de Teodoro I Lascaris. Los selyúcidas. El Imperio latino.

 

Con la derrota de los latinos en Adrianópolis, la situación de Teodoro I Lascaris mejoró durante algún tiempo. Pero el sucesor del desgraciado Balduino en el trono de Constantinopla fue su hermano Enrique, buen jefe militar y soberano enérgico y talentoso. Tras hacerse coronar en Santa Sofía, consiguió hacer recobrar a su Estado cierta fuerza, y abrió las hostilidades contra Teodoro, proponiéndose reunir al Imperio latino las posesiones de Nicea. Teodoro no pudo detener con las armas los avances de los latinos. Mas el peligro búlgaro, que amenazaba a los latinos, y el selyúcida, que amenazaba a Teodoro, obligaron a los contrincantes a firmar una tregua como consecuencia de la cual Teodoro se obligó a demoler varias de sus fortalezas.

La guerra entablada por Teodoro contra el sultán selyúcida, que poseía, como sabemos, la mayor parte del Asia Menor, tuvo gran trascendencia para el naciente Imperio de Nicea. Y para el sultanato turco de Iconio el surgimiento del Estado niceno era desagradable, ya que detenía los progresos de los turcos hacia el oeste, dificultándoles el acceso al litoral egeo. A esta causa principal de hostilidad entre ambos Estados se unía la circunstancia de que el cuñado de Teodoro Lascaris, Alejo III Ángel, se había refugiado en la corte del sultán, rogándole que le ayudara a recobrar su Imperio. El sultán, aprovechando la llegada de Alejo, dirigió a Teodoro un enérgico ultimátum en que, le pedía la devolución del trono a Alejo, enmascaraba su pretexto real: la conquista de toda el Asia Menor. Se iniciaron las hostilidades, que tuvieron su principal escenario en Antioquía, sobre el Meandro. La fuerza esencial de Teodoro consistía en ochocientos bravos mercenarios occidentales, quienes, a pesar de su valor y de las pérdidas que causaron a los turcos, quedaron casi todos muertos en el campo de batalla. No obstante, Teodoro Lascaris, merced a su valentía y gran presencia de ánimo, salvó la situación. En el siguiente choque el sultán fue muerto, acaso a manos del propio emperador. Con frase de un cronista contemporáneo, el sultán cayó “como de una torre” de la yegua que montaba. El antiguo emperador Alejo III quedó cautivo. Tonsurósele por fuerza y terminó sus días en un convento.

Parece que aquella guerra no implicó grandes ganancias territoriales para Teodoro. No obstante, la importancia moral de su victoria sobre los musulmanes fue muy grande, ya que afirmaba el nuevo Imperio, daba vida nueva a las tradiciones del Imperio bizantino, enemigo secular del islamismo, y llenaba de esperanza y júbilo a los griegos de Asia Menor y de Europa, los cuales veían en Nicea por primera vez un posible centro de unificación futura. Nicetas Acóminatos con ocasión de esta victoria, escribió en honor de Teodoro un extenso y pomposo discurso panegírico.

El hermano de Nicetas, Miguel Acomínatos, antiguo metropolitano de Atenas y que había abandonado su sede hacia 1204, envió a Teodoro Lascaris una carta de felicitación, fechada en la isla de Ceos, en la que expresaba el anhelo de que el emperador de Nicea lograra ascender al trono de Constantino el Grande en el lugar siempre elegido por Dios: Constantinopla.

La victoria de Teodoro, además de a los griegos, satisfizo también, aunque parezca extraño, al emperador latino, Enrique, el cual temía a los valientes mercenarios occidentales de Teodoro. Como éstos habían caído en lucha con los turcos, Enrique creía que aquella victoria había debilitado a Nicea. Según un historiador del tiempo, Enrique dijo: “Lascaris ha resultado vencido y no vencedor”.

Pero en esto Enrique se engañaba: a poco Teodoro Lascaris dispuso de nuevo de una hueste considerable de francos y griegos bien armados.

La victoria obtenida sobre los turcos permitió a Teodoro atacar a Enrique. Teodoro tenía un objetivo preciso: Constantinopla. Y se proponía asaltarla con ayuda de una flota considerable.

Poseemos una interesante carta escrita en Pérgamo, por Enrique, en 1212. Esa carta, que Gerland califica de “manifiesto,” iba dirigida a todos “sus amigos a quienes el tenor de la presente pudiera llegar” (universis amícis suis ad quos tenor praesentium pervenerit) y demuestra que Enrique consideraba a Teodoro como peligroso enemigo. El latino decía: “El primero y mayor enemigo es Lascaris, que ocupa todos los territorios allende el estrecho de San Jorge hasta Turquía y que, erigiéndose en emperador, nos ha amenazado a menudo por ese lado... Lascaris ha reunido muchas naves para apoderarse de Constantinopla, y así la ciudad tiembla de desolación, a tal punto que, desesperando de nuestro retorno (de Asia Menor), muchos de los nuestros proyectan huir atravesando el mar, y un gran número de ellos se han pasado a Lascaris, prometiéndole ayudarle contra nosotros... Todos los griegos comienzan a murmurar contra nosotros y prometen ayuda a Lascaris si quiere venir en armas contra Constantinopla”. La carta termina por una petición de socorro de Enrique a los latinos: “Para ser completamente victorioso y gozar de nuestro Imperio, hemos menester de muchos latinos a quienes podemos dar las tierras que estamos en vías de adquirir y las que ya hemos adquirido, porque ya sabéis que no basta adquirir tierra, sino que son precisos hombres para guardarla”.

Esta misiva demuestra claramente que Enrique sentía vivas inquietudes ante la guerra iniciada por Teodoro y que el ánimo de los súbditos del primero vacilaba.

Pero esta primera tentativa de Nicea para recuperar la capital fracasó. El Imperio niceno no era lo suficientemente fuerte ni estaba debidamente preparado a tal tarea. La lucha proporcionó éxitos a Enrique, quien penetró mucho en el Asia Menor.

En una carta publicada recientemente y que debió de escribirse, según toda verosimilitud, en 1213, Enrique da un conciso relato de su victoria sobre los griegos, que “con tanta insolencia y violencia injuriosa se levantaron contra la Iglesia romana, considerando a todos los hijos de ésta, es decir, los latinos devotos, como perros, y tratándoles generalmente de perros en su desprecio de nuestra religión”.

La paz acordada al fin entre ambos emperadores fijó los límites de los dos Estados en Asia Menor. La parte noroeste de la península quedaba en manos de los latinos y, fuera de algunos aumentos insignificantes en el interior, las posesiones latinas seguían siendo las mismas que cuando el reparto de 1204.

El hábil y enérgico emperador latino murió en 1216, en lo mejor de su edad. Había sido admirado y amado hasta por los mismos griegos. Un cronista bizantino del siglo XIV le dedica los mayores elogios. Los historiadores del siglo XX no dan menor importancia a su personalidad y obra. Gerland escribe: “(Enrique) fue el verdadero fundador del Imperio latino. Sus instituciones sirvieron de base al desarrollo de la dominación franca en Grecia”.

“La muerte de Enrique —escribe A. Gardner— fue, con certeza, una calamidad para los latinos y acaso para los griegos también, porque su política vigorosa, pero conciliadora, habría pedido, en la medida de lo posible, llenar el abismo que separaba Oriente de Occidente”. Con Enrique desapareció el más peligroso enemigo de Nicea.

Sus sucesores en el trono de Constantinopla no brillaron por su talento ni por su energía.

En 1222 murió el fundador del Imperio de Nicea. Teodoro I Lascaris había creado un foco de helenismo en Asia Menor, unificado el Estado y atraído hacia él las miradas de los griegos de Europa. Había, pues, colocado los fundamentos sobre los cuales pudo su sucesor erigir una gran obra. En las cartas elogiosas escritas por Miguel Acominatas a Teodoro Lascaris leemos: “La capital, arrojada por el diluvio bárbaro desde los muros de Bizancio a las orillas de Asia, como un resto miserable, tú la has acogido, conducido y salvado... (Mereces) llamarte eternamente nuevo constructor y repoblador de la ciudad de Constantino... Considerándote como su solo salvador y libertador común, y llamándote, los náufragos del diluvio universal corren a ponerse bajo tu protección como a un puerto tranquilo... Ni uno solo de los emperadores que han reinado en Constantinopla es, en mi opinión, igual a ti, salvo, entre los más recientes, Basilio Bulgaróctonos y, entre los más antiguos, el noble Heraclio”.

 

Juan III Ducas Vatatzés (1222-1254). Historia del despotado del Epiro. Relaciones de éste con el Imperio de Nicea. Los tres Imperios de Oriente.

 

A la muerte de Teodoro I Lascaris, su yerno, Juan III Ducas Vatatzés (1222- 1254), casado con Irene, hija de Teodoro, ascendió al trono. Si bien el difunto emperador había, asentado los cimientos del imperio de Nicea, la situación exterior de éste exigía un hombre decidido y enérgico en el poder. Tal hombre fue Juan III. En aquel momento cuatro Estados se disputaban la preponderancia en Oriente: el imperio latino, el de Nicea, el despotado del Epiro y el imperio búlgaro de Juan Asen II. La política exterior de Juan III Ducas consistió alternamente en guerras y alianzas con un Estado u otro. Por suerte para él, los tres Estados de la Península balcánica no se pusieron nunca de concierto para una acción decisiva y siguieron una política titubeante, ora desenvolviendo entre sí guerras que los debilitaban, ora pactando alianzas efímeras.

Había una cosa de gran necesidad para la historia ulterior del imperio de Nicea: la desaparición del despota del Epiro, segundo Estado griego en cuyo torno se agrupaban los patriotas y de donde podía nacer una restauración del Imperio bizantino al margen de Nicea. Al no lograr ambos Estados llegar a las concesiones mutuas que hubieran permitido la unificación helénica, debían entrar en lucha forzosamente.

El fundador del despotado del Epiro, en 1304, había sido Miguel I Ángel. La familia de los Ángeles del Epiro estaba algo emparentada con los Comnenos y los Ducas. Por ello, el nombre de los déspotas del Epiro va a menudo acompañado de un título dinástico bastante prolijo: Ángel Comneno Ducas, Al principio las posesiones del despotado del Epiro se extendían desde Dyrrachium, al norte, hasta el golfo de Corinto, al sur, abarcando los territorios del Epiro y las antiguas Acarnania y Etolia. El nuevo Estado tenía su capital en Arta.

No debe olvidarse que la historia del despotado epirota no está aún suficientemente estudiada y que todas sus fuentes distan mucho de ser conocidas. Por eso, numerosos hechos siguen siendo en nuestros días discutibles y poco claros. Las cartas de Juan Apocaucos, metropolitano de Naupacta (Lepanto), publicadas a fines del siglo XIX por V. G. Vasilievski, proyectan luz sobre muchos aspectos de dicha historia.

El despotado no tuvo un gobierno interior muy diferente al que tuviera antes de 1204, cuando el territorio era sólo una parte del Imperio bizantino. Las formas de gobierno sólo cambiaron de nombre y el pueblo siguió viviendo bajo las instituciones bizantinas. El despotado hallábase rodeado por doquier de Estados latinos y eslavos, es decir, el reino feudal de Tesalónica al este, el Imperio búlgaro al norte y al oeste las posesiones de Venecia, que amenazaban el litoral epirota. Por tanto, el Epiro hubo de crear una fuerza militar considerable, que le permitiera, llegado el caso, resistir al enemigo exterior. El suelo, montañoso y abrupto, facilitaba la defensa. El déspota Miguel I se consideraba soberano independiente y no reconocía en modo alguno la superioridad de Teodoro Lascaris de Nicea. También la Iglesia del despotado era independiente. Miguel I ordenó que los metropolitanos del despotado invistiesen a los obispos.

La primera tarea que se propuso el despotado fue mantener el helenismo en el occidente de Grecia, evitando que lo absorbieran los francos y búlgaros vecinos. A continuación nacieron designios más vastos, que rebasaban las fronteras del despotado.

Bajo Teodoro Lascaris, Nicea no tuvo conflictos serios con el Epiro. Las circunstancias cambiaron con la exaltación de Juan III al poder. En este momento el trono del Epiro estaba ocupado por Teodoro, que reinaba desde el asesinato de su hermano Miguel. Bajo el reinado del déspota Teodoro se desarrolló la idea de ensanchar las fronteras epirotas a expensas de latinos y búlgaros.

El nuevo déspota, Teodoro Ángel, había habitado, en tiempos de su hermano, en la corte de Nicea. Cuando Miguel I pidió a Teodoro Lascaris que dejase partir a Teodoro Ángel para ayudar a su hermano en el gobierno, Lascaris accedió, pero hizo prestar al futuro déspota del Epiro un juramento de fidelidad hacia el monarca de Nicea y sus sucesores. Los temores de Teodoro Lascaris estaban bien fundados. En cuanto Teodoro Ángel vióse soberano del Epiro, abrió las hostilidades contra Nicea, sin inquietarse del juramento prestado a Lascaris.

Teodoro Ángel ejecutó como primera proeza estruendosa el apresamiento del emperador latino de Constantinopla, Pedro de Courtenay. Al morir, en 1216, Enrique, los barones habían elegido emperador a Pedro de Courtenay, esposo de Yolanda, la hermana de Balduino y Enrique. Pedro se hallaba en Francia con su mujer, y al informarse de su nueva dignidad partió hacia Bizancio con su esposa. De camino se detuvo en Roma, donde el Papa Honorio III le coronó emperador, no en San Pedro, sino en San Lorenzo extramuros, queriendo así señalar que el Imperio latino de Oriente era diverso al romano de Occidente, distinción que pudiera haber sido olvidada de celebrarse la coronación del emperador oriental en la iglesia de San Pedro, donde todos los emperadores de Occidente, a partir de Carlomagno y Otón I, habían sido coronados. Luego que su mujer embarcó para Constantinopla, Pedro atravesó el Adriático con su ejército y arribó a Dyrrachium, contando llegar a Constantinopla por tierra. Pero Teodoro Ángel tendióle una emboscada en los desfiladeros del Epiro, batió a las tropas de Pedro y capturó muchos prisioneros. El emperador, según ciertos testimonios, sucumbió en la batalla; pero, según otros, fue cautivado y murió prisionero entre los griegos. Aquella “hazaña de Teodoro, muy al gusto bizantino,” como dice Vasilievski, produjo gran impresión, sobre todo en Occidente, cuyos cronistas pintan con sombríos colores la crueldad y salvajismo de Teodoro.

La suerte de Pedro de Courtenay en su cautiverio, como la del primer emperador latino, capturado por los búlgaros, aparece algo rodeada de misterio. Parece que Pedro murió en prisión. Su viuda, Yolanda, reinó dos años en Constantinopla, hasta su muerte (1219). El episodio de la muerte de Pedro de Courtenay debe considerarse como la primera ofensiva del despotado del Epiro, es decir, del centro helénico occidental, contra los advenedizos latinos que señoreaban los Balcanes.

La política antilatina de Teodoro Ángel no se detuvo allí. No tardó en presentarse la cuestión del reino de Tesalónica, cuyo monarca, Bonifacio de Monferrato, había muerto en 1207 en un choque con los búlgaros. A su muerte, querellas internas desgarraron el reino. Mientras vivió el enérgico Enrique, Tesalónica estuvo protegida por él contra sus enemigos más encarnizados: el Epiro y los búlgaros. Pero al morir Enrique y el nuevo emperador, Pedro de Courtenay, Tesalónica no pudo resistir a la política ofensiva de Teodoro Ángel.

Éste declaró la guerra al reino latino, obtuvo una victoria y tomó, sin gran trabajo, Tesalónica (1222), segunda ciudad del antiguo Imperio bizantino, capital del reino de su nombre y primer feudo del imperio latino de Constantinopla. “Así cayó sin gloria, tras dieciocho años de existencia, aquel efímero reino lombardo, primero que sucumbió de las creaciones de la cuarta Cruzada”. Con la toma de Tesalónica y el crecimiento del despotado del Epiro, que ahora llegaba del Adriático al Egeo, Teodoro Ángel entendió que tenía derecho a la corona de emperador de los romanos. Esto equivalía a negar el título a Juan III Vatatzés, recientemente exaltado al trono de Nicea. Teodoro del Epiro consideraba que, como representante de las familias de los Ángeles, Comnenos y Ducas, tenía prelación sobre Juan III, hombre de origen poco brillante, sólo llegado al trono por su matrimonio con la hija de Teodoro Lascaris.

Se planteó la cuestión de saber quién debía coronar a Teodoro en Salónica. El metropolitano local rehusó, no queriendo atentar a los derechos del patriarca de Constantinopla, entonces en Nicea, y que había coronado a Juan III. El arzobispo independiente de Achrida (Ocluida) y de “toda Bulgaria,” Demetrio Cómatenos — cuyos escritos, sus cartas en especial, ofrecen gran interés para ese período— coronó a Teodoro, dándole la santa unción. De este modo el déspota del Epiro, con frase del cronista, “revistió la púrpura y el calzado rojo” distintivos característicos de los basileos bizantinos.

Una carta de Demetrio Cómatenos nos informa de que la coronación de Teodoro del Epiro y su santa unción tuvieron “el consenso general de los miembros del Senado que estaban en Occidente (es decir, en el territorio de Tesalónica y del Epiro), del clero y de todo el gran ejército”. En otro documento que ha llegado a nosotros, leemos que coronación y unción recibieron el asentimiento de todos los obispos residentes (en esta parte occidental”. Y Teodoro firmó sus decretos (crisobulas) con todos los títulos del emperador bizantino: Teodoro, basileo en Cristo Dios y autócrata de los romanos, Ducas. La valiosa colección de epístolas de Juan Apocaucos, metropolitano de Naupacta, nos da muchos informes interesantes y nuevos sobre esta cuestión. En esa correspondencia, dice Vasilievski, “descubrimos por primera vez la activa parte tornada en el movimiento epirota por el clero griego y sobre todo por los obispos griegos. La proclamación de Teodoro Ángel como emperador romano fue acogida como hecho serio y Tesalónica, que había pasado a sus manos, consideróse opuesta a Nicea. Se pensó en Constantinopla como objetivo más próximo y presa fácil. Pensábase, decíase y se escribía que Teodoro debía entrar en Santa Sofía y ocupar el lugar de los emperadores romano ortodoxos, lugar ilegalmente usurpado por los latinos. Realizar aquel sueño no entraba en la esfera de lo imposible: era más fácil apoderarse de Constantinopla o de Tesalónica, ocupadas ya, que de Nicea”.

La proclamación de Teodoro como emperador de Constantinopla debía implicar la ruptura política entre Tesalónica y Nicea y la escisión religiosa entre la Iglesia griega occidental y el patriarcado de Nicea, que se llamaba el patriarcado de Constantinopla.

Durante bastante tiempo después de la caída del reino latino de Tesalónica, ciertos príncipes occidentales, emparentados con la familia de Bonifacio de Monferrato, siguieron ostentando el vano título de reyes de Tesalónica. Se les conoce por “reyes titulares de Tesalónica,” así como después de caer el imperio latino en 1261 siguió habiendo “emperadores latinos titulares”.

En consecuencia, a partir de 1222, fecha en que fue proclamado el Imperio de Tesalónica, que por el hecho mismo de su constitución renegaba del de Nicea, hubo en el Oriente cristiano tres imperios: los dos griegos de Nicea y Tesalónica y el latino de Constantinopla, más debilitado de día en día.

La historia ulterior del siglo XIII se desarrolló en función de las relaciones recíprocas de los tres imperios. El reino búlgaro de Juan Asen fue un cuarto y decisivo factor que intervino en los destinos de dichos tres imperios.

Tesalónica y Nicea: Bulgaria bajo Juan Asen II. Su papel en el Oriente cristiano. La alianza greco-búlgara Bajo Juan III y Juan Asen II.

 

Los dos emperadores griegos, Juan y Teodoro, tenían un enemigo común: el emperador latino de Constantinopla. Pero los soberanos griegos no podían unirse contra el latino porque cada uno de los dos primeros aspiraba a adueñarse de Constantinopla. Juzgaban que sólo uno de ellos podía restaurar el Imperio bizantino. De modo que los dos Estados griegos lucharon por separado contra el Imperio latino para acabar, en consecuencia, hallándose una frente a otro.

La Europa occidental, sabedora de los progresos de Nicea y el Epiro, sintió inquietud por el Imperio latino. En carta de mayo de 1224, dirigida a Blanca de Castilla, reina de Francia y madre de San Luis, el Papa Honorio III habla de la “Romanía” poderoso imperio “recientemente creado como una especie de nueva Francia”; pero previene a la reina que “las fuerzas de los franceses (en Oriente) han disminuido y disminuyen aún, mientras las de sus adversarios aumentan estimablemente; y si no se lleva socorro rápido al emperador, es de temer que los latinos sufran pérdidas irreparables en hombres y recursos”. Sigue una exhortación al rey francés para que auxilie al emperador latino.

A poco de ser coronado, Juan III de Nicea abrió la lucha contra los latinos en Asia Menor y, con ayuda de la flota que ya poseía, se adueñó de varias islas en el Archipiélago, como Quío, Lesbos, Samos, etc. Los habitantes de Adrianópolís le pidieron que les librara del yugo latino, y al efecto envió a la ciudad un ejército que, según parece, la tomó sin combate. La posesión de Adrianópolis era el primer puesto para señorear Constantinopla. Uno de los dos rivales griegos parecía acercarse mucho al logro de sus propósitos.

A la vez, Teodoro Ángel, partiendo de Tesalónica, conquistaba gran parte de Tracia y, acercándose en 1225 a Adrianópolis, forzó a los generales de Juan III a retirar sus fuerzas de allí. El abandono de Adrianópolis significaba el fracaso de los proyectos de Juan III, mientras Teodoro del Epiro se acercaba con su ejército a Constantinopla. Los latinos atravesaron momentos muy críticos. El emperador de Tesalónica estaba a punto de convertirse en restaurador del imperio bizantino. Sus posesiones se extendían del Adriático a los accesos del mar Negro.

Pero Teodoro hubo de renunciar a progresos ulteriores, porque le amenazaban al norte los búlgaros, que tenían también designios sobre Constantinopla.

Juan Asen II (1218-1241), hijo de Juan Asen, fue el más grande de los Asen. “Si bien no fue un conquistador —dice el historiador Jirecek—, agrandó su imperio (que encontró a su advenimiento en completa desorganización) de manera tal como no se había visto desde hacía siglos ni se vio nunca más”. Hombre tolerante, instruido y generoso, dejó excelente recuerdo, no sólo entre los búlgaros, sino también en los griegos. El historiador griego del siglo XIII Jorge Acropolita dice de él: “Todos le consideraban entonces corno hombre admirable y feliz, porque no recurría a la espada contra sus súbditos y no se mancillaba con muertes de romanos, a ejemplo de los soberanos búlgaros precedentes. Era, pues, amado no sólo de los búlgaros, sino también de los romanos y de otros pueblos”.

Juan Asen II cumplió un importante papel en la historia de Bizancio. Él encarnaba la idea de crear el Gran Imperio Búlgaro que debía unificar toda: la población ortodoxa de la Península, con capital en Zarigrad (Constantinopla). Pero tales proyectos, chocando con los intereses de los dos imperios griegos, habían de producir conflictos. De momento, sin embargo, las circunstancias parecían favorecer los planes del soberano búlgaro.

A la muerte del emperador latino Roberto de Courtenay (1228), el trono pasó a su hermano menor Balduino II, niño de once años. Planteada la cuestión de la regencia, algunos propusieron por regente a Juan Asen, que estaba emparentado con Balduino. Para estrechar los lazos de amistad entre los dos países, se sugirió la idea de casar a Balduino con la hija de Asen. Éste, comprendiendo que se le presentaba la posibilidad de dominar Constantinopla sin efusión de sangre, accedió, comprometiéndose a recobrar para Balduino los territorios arrancados al Imperio de Constantinopla por sus enemigos y especialmente por el Epiro. Pero los caballeros latinos y el clero se opusieron con vigor a la candidatura del enemigo mortal del Imperio latino e insistieron en que fuese elegido regente el octogenario francés Juan de Brienne, rey “titular” de Jerusalén y que se hallaba a la sazón en la Europa occidental. De este modo fracasó la primera tentativa de Asen para apoderarse de Constantinopla.

Tomada Adrianópolis, Teodoro de Tesalónica era el principal poder en la Península balcánica. Había hecho alianza con el zar búlgaro Asen, pero sus mutuas relaciones amistosas no duraron mucho. La cuestión de la regencia del Imperio de Constantinopla a cargo de Juan Asen suscitó la desconfianza de Teodoro, quien, rompiendo la alianza por sorpresa, atacó a los búlgaros. La batalla decisiva se libró en 1230 en Cloconitza (hoy Semidye), entre Adrianópolis y Filipópolis, y terminó con la completa victoria de Juan Asen, socorrido por la caballería kumana o polaina. Teodoro Ángel cayó prisionero. El zar le trató al principio con benevolencia, pero Teodoro conspiró contra Asen y éste, al descubrirlo, mandó sacarle los ojos.

La batalla de Cloconitza representa un momento decisivo en la historia la restauración del Imperio oriental ortodoxo.

No obstante, una consecuencia importante de aquel acuerdo fue el reconocimiento de la independencia del Oriente cristiano en el siglo XIII. Aquella acción arruinó al foco helénico de Occidente, que parecía a punto de restaurar el imperio bizantino. El efímero imperio occidental (1222-1230) cesó de existir. Según algunos historiadores, Manuel, hermano y sucesor de Teodoro, reinó en Tesalónica con título de déspota y no de emperador. Probablemente no fue así, pues que seguía firmando sus decretos con tinta roja, lo cual era una de las prerrogativas del poder imperial, y en los documentos oficiales ostentaba el título de emperador.

En la historia sucesiva del siglo XIII, Tesalónica y el Epiro, formando Estados separados, no desempeñaron papel alguno. Así la lucha por Constantinopla se libró no ya entre tres, sino entre dos rivales: Juan Asen y Juan Vatatzés.

Tras su victoria sobre Teodoro, Asen se adueñó sin lucha de Adrianópolis, de casi toda Macedonia y de Albania hasta Dyrrachium. Los griegos se mantuvieron en Tesalónica, Tesalia y el Epiro.

En una inscripción que aún existe en una columnita de mármol blanco de la iglesia de los Cuarenta Mártires, en Tirnovo, el zar búlgaro habla pomposamente de su victoria: “Yo, Juan Asen, zar por la gracia de Dios y autócrata de los búlgaros, hijo del antiguo zar Asen... fui a la guerra contra el Imperio romano y causé una derrota al ejército griego y destruí al mismo zar, el señor Teodoro Comneno, y le apresé con todos sus boyardos (nobles), y ocupé todos los territorios comprendidos entre Adrianópolis y Drach (Dyrrachium), así griegos como albaneses y servios. Sólo las ciudades de los alrededores de Constantinopla y Constantinopla misma han sido conservadas por los latinos (los francos). Pero ellos se han sometido también a Mi Majestad, porque no tienen otro zar que yo y no han seguido existiendo sino gracias a mí”. De una carta otorgada por Asen hacia la misma época, y en la cual concede libertad de comercio a los mercaderes de Ragusa (Dubrovnik), en el territorio del zar, resulta que toda la Turquía europea (salvo Constantinopla) anterior a 1914, en unión de casi toda Servia y toda Bulgaria, estaban bajo la influencia de Asen.

Irritado por el sesgo de los sucesos en el asunto de la regencia de Constantinopla, Juan II Asen negoció la alianza de los Estados ortodoxos de Oriente, es decir, del suyo, del de Juan III de Nicea y del de Manuel de Tesalónica, contra el Imperio latino. La alianza, que tenía a su cabeza al zar Asen, era evidentemente peligrosa para los intereses búlgaros en la Península. Porque Asen, alma de la coalición, “contribuyó mucho —como dice justamente Vasilievski— a la reaproximación de Manuel de Tesalónica y del emperador de Nicea, de los griegos de Europa y de los de Asia, y dejó expedito el camino a la influencia del emperador de Nicea en el antiguo imperio occidental e incluso en las propias posesiones búlgaras. Esta reaproximación decidió en parte del patriarcado búlgaro, reconocido al unísono por el patriarca de Nicea y los demás orientales.

Otra vez la capital del Imperio latino se hallaba en una situación crítica. Por todas partes la rodeaban enemigos. El fin de la alianza ofensiva contra los latinos era expulsar a éstos de Constantinopla y dividir sus posesiones entre los aliados, destruyendo el Imperio latino. Los ejércitos de Asen y de Juan III de Nicea asediaron la capital, por mar y tierra, en 1235, pero hubieron de levantar el cerco sin resultado decisivo. El Papa Gregorio IX, inquieto, solicitó socorros para los latinos de Constantinopla: “Los cismáticos de Vatatzés y Asen han. poco tiempo hace, concluido una alianza impía y atacado con numerosas tropas griegas los territorios de nuestro querido hijo en Píos, el emperador de Constantinopla”. Balduino II, desesperado ante aquellos sucesos, salió de Constantinopla para visitar las cortes europeas e implorar a los soberanos socorros de hombres y dinero.

Esta vez Constantinopla escapó al peligro. Una de las causas que contribuyeron a detener el desarrollo de la alianza ortodoxa fue el despego que por ella comenzó a sentir el propio Juan Asen, comprendiendo que tenía en el emperador de Nicea un rival más peligroso que el debilitado Imperio latino. El zar búlgaro, pues, cambiando de política, erigióse en defensor del Imperio latino. A la vez buscó la amistad del Papa, se declaró fiel a la Iglesia católica y pidió al Pontífice que le enviase un legado para entablar negociaciones. De este modo se disgregó la corta alianza greco-búlgara de la cuarta década del siglo XIII.

 

Alianza de Juan III y Federico II de Hohenstaufen. La invasión mongola y la alianza de los soberanos del Asia Menor. Conquistas de Juan III en Occidente.

 

Al nombre de Juan III Vatatzés está unida la interesante cuestión de la alianza entre dos soberanos tan alejados espacialmente como lo eran el emperador de Nicea y el de Occidente, Federico II de Hohenstaufen.

Federico II, el soberano alemán más notable de la Edad Media, reunía bajo su cetro los territorios alemanes y el reino de Sicilia. Éste, como sabemos, había amenazado a Bizancio, bajo Enrique VI a fines del siglo XII, con un peligro mortal. Federico había pasado su infancia y juventud bajo el cielo meridional de Palermo, en Sicilia, donde habitaran sucesivamente griegos, árabes y normandos. Hablaba perfectamente el italiano, el griego y el árabe, aunque, al menos en su juventud, se expresara muy mal en alemán. En materia religiosa era mucho más tolerante que sus contemporáneos. Influido por los sabios orientales, árabes y judíos —muy numerosos en la corte siciliana de Federico—, se apasionó por la filosofía y las ciencias naturales. Fundó la universidad de Nápoles y protegió a la Escuela de Medicina de Salerno, célebre en la Edad Media. De modo que en cerebro y educación Federico II rebasaba en mucho a sus contemporáneos, que no le comprendieron. La época de Federico puede ser considerada como el “prólogo del Renacimiento”.

Un historiador francés de mediados del siglo XIX dice: “Federico II... dio el impulso que, con el Renacimiento, preparó el fin de la Edad Media y el advenimiento de los tiempos modernos”. Fue “un hombre de genio creador y audaz”. Recientemente un historiador alemán escribía de Federico: “En su universalidad fue un verdadero “genio del Renacimiento en el trono imperial y a la vez un emperador de genio”. Federico II, causa de asombro para los historiadores de todas las épocas, es en muchos sentidos un problema aun no descifrado.

Federico II, heredero del concepto imperial romano, absolutista y de derecho divino, se mostró enemigo implacable del Papado, que propugnaba la superioridad del poder pontificio sobre el imperial. Bajo el reinado de Federico la lucha entre el sacerdocio y el Imperio fue muy áspera. Tres veces estuvo excomulgado el emperador, y al fin concluyó abrumado y extenuado por la lucha. En él los Papas se vengaron de los Hohenstaufen, aquel “nido de víboras” aquellos enemigos personales que el Pontificado se esforzaba en aniquilar.

Para Federico II, los designios e intereses temporales estaban por encima de los intereses de la Iglesia. Su hostilidad al Papa se extendía a cuanto el Papa apoyaba. En ese sentido es instructivo examinar la política imperial y papal respecto al Imperio latino de Oriente. El Papa veía en este Imperio la posibilidad de una reaproximación de las dos Iglesias, mientras los intereses de Federico coincidían con los de Juan Vatatzés. Federico era hostil al Imperio latino porque consideraba a éste uno de los elementos del influjo y poder pontificios, y Juan Vatatzés tenía al Papa por su adversario religioso, ya que Roma no quería reconocer al patriarca ortodoxo de Nicea-Constantinopla y ponía obstáculos al plan que había formado el emperador niceno: apoderarse de Constantinopla. El acercamiento entre ambos emperadores data de finales de la cuarta década del siglo XIII. Federico no vaciló en aliarse “con los griegos, enemigos mortales del Papado, así como del Imperio latino”.

Federico y los griegos habían tenido ya antes relaciones diplomáticas. Teodoro Ángel, el epirota, había mantenido una amistosa correspondencia con Federico e incluso recibió socorros financieros que le enviaba el emperador desde el sur de Italia. Por lo tanto, el Papa Gregorio IX había anatematizado a la par al emperador y al déspota del Epiro. Es evidente que en las combinaciones políticas de Federico la religión, ya fuese ortodoxa o católica, tenía muy poca importancia.

Federico y Juan III, aunque entrambos hostiles al Papa, perseguían miras diferentes. El primero deseaba que el Pontífice abandonase sus pretensiones al poder temporal, y el segundo quería que, mediante ciertos compromisos, Occidente reconociese a la Iglesia oriental, con lo cual el patriarcado latino de Constantinopla perdía su justificación. Tras esto cabíale a Juan Vatatzés esperar, que el Imperio latino desapareciera espontáneamente. El Papa, a su vez, seguía una política distinta respecto a los dos aliados. En Federico veía un hijo insumiso de la Iglesia, que atentaba a las prerrogativas imprescriptibles de los vicarios de Cristo y sucesores de San Pedro. En Juan Vatatzés veía un cismático, un obstáculo al sueño más acariciado de los Papas: la unión de las dos Iglesias. Federico prometió a Vatatzés librar a Constantinopla de los latinos y devolverla a su legítimo emperador; el emperador de Nicea, a su vez, se comprometía a reconocer la soberanía del emperador de Occidente y a restablecer la unión de las Iglesias. Es difícil saber hasta qué punto eran sinceras promesas tales.

Tan íntimas llegaron a ser las relaciones de Federico y Juan Vatatzés, que a partir del segundo tercio del siglo XIII hubo ejércitos griegos peleando en Italia a favor de Federico.

Esas relaciones se estrecharon más aún después de morir Irene, hija de Teodoro Lascaris y esposa de Juan III. El emperador viudo “no podía soportar la soledad,” según testimonio de un cronista, y casó con la hija de Federico II, Constanza, niña de sólo once o doce años, la cual, al abrazar la ortodoxia, probablemente cambió su nombre católico por el de Ana. Nicolás Irenikos escribió un largo poema con motivo de las fiestas matrimoniales celebradas en Nicea. Los dos primeros versos pueden traducirse así: “En torno al ciprés amable se enrosca, dulce, la hiedra; la emperatriz ciprés es; la hiedra mi emperador”.

La emperatriz sobrevivió muchos años a su marido y terminó su azarosa y aventurera vida en la ciudad española de Valencia, donde, en un templo, se conserva hasta nuestros días el sepulcro de la antigua basilisa niceana. El sepulcro ostenta el siguiente epitafio: “Aquí yace Constanza, augusta emperatriz de Grecia”.

Las opiniones religiosas de Federico II —que permiten a ciertos historiadores compararle con Enrique VIII de Inglaterra— se reflejan en su correspondencia con Juan Vatatzés. En una de sus cartas, Federico advierte que obra, no sólo por personal afecto a Vatatzés, sino también en virtud de su tendencia general a sostener el principio monárquico y dice: “Todos nosotros, reyes y príncipes de este mundo, y sobre todo celadores de la fe y religión ortodoxas, sentimos animosidad contra los obispos y una íntima hostilidad contra el principal representante de la Iglesia”. Después, tras reprochar al clero occidental el abuso que hace de su libertad y privilegios, el emperador exclama: “¡Oh, feliz Asia! ¡Oh, felices poderes los de Oriente! Porque no temen las armas de sus súbditos ni la intervención del Papa”. Aunque pertenecía oficialmente a la religión católica, Federico testimonió muchos miramientos a la ortodoxia oriental. En una de sus cartas al mismo Vatatzés —carta que nos ha llegado en griego y latín—, leemos: “Ese que se llama a sí mismo arzobispo supremo (el Papa: en el texto latino se lee “sacerdotum prínceps”) el que excomulga diariamente ante la faz del mundo el nombre de V. M. y de todos los romanos (en el texto latino “Graecos”) que son vuestros súbditos; el que llama impudentemente heréticos a los más ortodoxos romanos, gracias a los cuales la fe cristiana se ha expandido hasta los más extremos límites del universo”. En otra carta, ésta dirigida al déspota del Epiro, Federico escribe: “Deseamos defender, no sólo nuestro derecho, sino también el de nuestros vecinos aliados y amigos a los cuales Nos estamos unidos por un amor puro y sincero en Dios, y sobre todo el de los griegos, nuestros amigos más cercanos... (El Papa llama a) los muy píos y muy ortodoxos griegos, impíos y heréticos”.

Las relaciones amistosas de Federico y Vatatzés duraron hasta la muerte del primero, si bien éste, en sus últimos años, sintióse inquieto al ver los tratos entablados entre Nicea y Roma y los cambios de embajadas que ocurrieron entonces. Al propósito, Federico, en una de sus cartas censura a Juan Vatatzés, “de una manera paternal, el comportamiento del hijo” que, “sin tomar consejo de su padre, envió un embajador al Papa”. Federico sigue, no sin ironía: “Nos no queremos hacer ni emprender nada sin tu consejo en los asuntos de Oriente, porque los países vecinos al tuyo son mejor conocidos de Vuestra Majestad que de Nos”. Federico advierte a Vatatzés que los obispos de Roma “no son arzobispos del Cristo, sino lobos devastadores, bestias feroces que devoran al pueblo de Cristo”. A la muerte de Federico, y en especial a la exaltación de Manfredo, su hijo natural, al trono de Sicilia, las relaciones de los dos Estados se modificaron y Manfredo, según veremos después, obró como enemigo del imperio de Nicea. A partir de la muerte de Juan III en 1254, “la alianza soñada por Federico II no era más que un recuerdo”.

No podría afirmarse que la alianza de los dos emperadores produjera resultados apreciables; pero conviene notar que Juan Vatatzés, sintiéndose amistosamente sostenido por el emperador de Occidente, debía tener más firme esperanza en el éxito final de su objetivo político: la tema de Constantinopla.

En las décadas cuarta y quinta del siglo XIII ; un grave peligro amenazó, por el lado de Oriente, a Europa: el peligro mongol o tártaro (en las fuentes bizantinas dícese “Tachars, Tatars y Atars”), Las hordas de Batish (Batu, Baty), uno de los descendientes del famoso kan Temuchin, que había tomado el nombre de Gengis Kan (Gran Kan), se arrojaron sobre los territorios de la Rusia europea, se apoderaron de Kiev en 1240 y, atravesando los Carpatos, penetraron en Bohemia, de donde fueron forzadas a regresar a las estepas rusas. En tanto otras hordas mongolas, operando más al sur, sometieron toda Armenia, incluso Erzerum, e irrumpieron en Asia Menor, amenazando el sultanato selyúcida de Iconio y los territorios del débil imperio de Trebisonda. Ante el peligro común, los tres Estados de Asia Menor —los imperios de Nicea y Trebisonda y el sultanato de Iconio— se unieron contra los invasores, pero éstos aplastaron a las fuerzas militares de Iconio y Trebisonda. El sultanato hubo de pagar tributo a los mongoles, obligándose a suministrarles anualmente caballos, perros de caza, etc. El emperador de Trebisonda, reconociendo la imposibilidad de luchar con los atacantes, hizo también la paz con ellos, a cambio de pagarles tributo, convirtiéndose así en vasallo de los mongoles. Felizmente para los selyúcidas y para Juan Vatatzés, los mongoles suspendieron su actividad en Asia Menor por algún tiempo, ocupándose en otras empresas, lo que permitió a Juan Vatatzés preparar una acción decisiva en la Península balcánica.

Los hechos que acabamos de indicar señalan que en el siglo XIII eran fáciles las alianzas entre cristianos e infieles. Así, ante un peligro común, Trebisonda y Nicea se unieron a los musulmanes de Iconio.

Respecto a la invasión tártara, es interesante recordar los relatos del cronista occidental del siglo XII, Mateo de París, quien recoge ciertos rumores entonces difundidos por Europa. En sus dos obras, dicho cronista cuenta que en 1248 los mongoles enviaron dos embajadas al Papa Inocencio IV, quien, como otros elementos de la Iglesia católica, esperaba convertir los mongoles al cristianismo. Pero Mateo añade, en la primera versión, que muchos en la época supusieron que la misiva mongólica al Papa contenía la oferta de abrir las hostilidades contra Juan Vatatzés (“Battacium”), “un griego, yerno de Federico, cismático, desobediente a la Curia papal; y se pensó que esta proposición no dejó de ser grata al Papa”. El mismo autor, en su Historia Anglorum menciona la respuesta pontificia a los embajadores tártaros. Parece que el Papa notificó al rey mongol que, sí abrazaba el cristianismo, debía atacar a Juan Vatatzés, “un griego, yerno de Federico, cismático y rebelde contra el Papa y el emperador Balduino y luego contra Federico mismo, y que se había levantado contra la Curia romana”. Pero los embajadores, indiferentes a “los odios mutuos de los cristianos” contestaron, mediante sus intérpretes, que no podían imponer tales condiciones a su señor y que temían que, al recibir tales noticias, montase en gran cólera.

Ninguna de estas dos versiones —y sobre todo la segunda, reflejo de los rumores que circulaban en el siglo XII por Europa— posee verdadero valor histórico, y en consecuencia no cabe elevar sus afirmaciones a la categoría de hechos científicamente establecidos, como hace W. Miller, quien, hablando de la segunda versión referida, dice: “Después de dar al Santo Padre esta lección de cristianismo, los infieles regresaron a su salvaje país”. Pero sí es interesante notar lo apreciada que era en Occidente la potencia e importancia política de Juan Vatatzés y el papel que, a juicio de los historiadores occidentales, tenía en las negociaciones tártaro pontificias. En todo caso los embajadores mongoles recibieron las mayores muestras de estima y atención por parte de Inocencio IV, quien escribió “al ilustre rey de ellos, y a los nobles y a todos los príncipes y barones del ejército tártaro,” una larga epístola exhortándoles a abrazar el cristianismo. El nombre de Juan Vatatzés no se mencionaba en esta carta.

Entre tanto Juan Vatatzés, desembarazado del peligro de la invasión mongola, dirigió toda su atención a la Península balcánica, donde obtuvo brillantes resultado.

La muerte de Juan Asen II, en 1241, había señalado el fin del apogeo del segundo imperio búlgaro. Los débiles sucesores de Juan no supieron conservar las conquistas búlgaras. Con la muerte de Asen fracasaba el segundo intento de crear un imperio greco-búlgaro con capital en Constantinopla. Ni Simeón en el siglo X ni Kaloyán y Juan II en el XIII pudieron alcanzar tal fin. La última tentativa en ese sentido —con más amplitud y a cargo de los servios— había de hacerse en el siglo XIV.

Aprovechando el debilitamiento de Bulgaria, Juan Vatatzés pasó a Europa con un ejército y en unos meses tomó a Bulgaria todas las regiones en rebeldía y macedonias ocupadas por Asen II. Luego, en 1246, Juan se encaminó a Tesalónica, donde reinaba completa anarquía, y conquistó la ciudad sin dificultades. Al año siguiente sometió algunas ciudades tracias pertenecientes al Imperio latino, lo que aproximaba al emperador niceno a Constantinopla. El despotado del Epiro cayó bajo su dependencia. Vatatzés había dejado de tener rivales griegos al otro lado del Bosforo. Al finalizar su reinado, sus posesiones inmediatas o sometidas a su influencia por vínculos de vasallaje se extendían del mar Negro al Adriático. Salvando la Grecia central y el Peloponeso, sólo Constantinopla faltaba para que el Imperio pudiera considerarse reconquistado.

Juan Vatatzés murió en 1254, a la edad de 62 años y tras un reinado de treinta y tres. Los escritores contemporáneos le elogiaron unánimemente. En el panegírico de su padre, Teodoro II Lascaris escribe: “Unificó la tierra ausónica, dividida en muchas partes por soberanos tiránicos, latinos, persas, búlgaros, escitas y otros, castigó a los 302 bandidos y defendió nuestras tierras... Hizo nuestro país inaccesible a los enemigos”. Todos los historiadores bizantinos ensalzan la gloria de Juan Vatatzés. Incluso considerando en los cronistas una exageración fácil de percibir, debe tenerse a Juan III por estadista de talento y enérgico y por principal autor de la restauración del Imperio bizantino.

El nombre de Juan Vatatzés fue tan amado del pueblo griego, que éste, a poco de morir su emperador, le consideró un santo. La tradición le atribuyó milagros y hasta se compuso una Vida de San Juan el Misericordioso. Fue una especie de canonización popular. Cierto que esa “canonización” no fue consagrada oficialmente por la Iglesia griega y que el culto de Juan limitóse a la ciudad lidia de Magnesia, donde fue enterrado. No debe confundirse, como a veces ha sucedido, la “Vida” de Vatatzés con la “Vida” de un santo del siglo VII llamado también Juan el Misericordioso. Los sabios no están de acuerdo sobre la fecha y lugar de redacción del primer escrito. Aun hoy, el clero y habitantes de Magnesia se reúnen en la iglesia local, el 4 de noviembre de cada año, para honrar la memoria de Juan el Misericordioso. En el calendario ortodoxo  léese, el 4 de noviembre, el nombre de “Juan Ducas Vatatzés”.

La obra exterior de Vatatzés fue importantísima. Eliminando sucesivamente a los pretendientes al papel de restauradores del Imperio, esto es, los soberanos de Tesalónica, Epiro y Bulgaria, sometió territorios cuya posesión significaba de hecho la restauración del Imperio bizantino. Miguel Paleólogo no hizo, en 1261, sino aprovechar los obstinados esfuerzos y la actividad enérgica de Juan Vatatzés, el más grande de los emperadores de Nicea. La generación siguiente a Juan Vataízés consideróle, con razón, “Padre de los griegos”.

 

Los últimos Lascaris. La restauración del Imperio bizantino.

 

Los últimos emperadores de Nicea fueron el hijo y nieto de Vatatzés, a saber, Teodoro II Lascaris (1254-1258) y Juan IV Lascaris (1258-1261). Según un testimonio contemporáneo, Teodoro, de edad de 33 años, “fue, según la usanza, alzado sobre un pavés” y proclamado emperador con el asentimiento del ejército y la nobleza.

Teodoro II, hombre de salud débil, había consagrado todos sus ocios, antes de ser proclamado monarca, a los estudios y la literatura. Su padre, hombre muy culto también, había procurado rodear a su hijo de los sabios más notorios de la época, entre ellos Nicéforo Blemmidas y Jorge Acropolita.

Ya en el poder, Teodoro II, como su padre, desarrolló una gran actividad política que le hizo a veces abandonar sus ocupaciones científicas y filosóficas.

Comprendiendo la gravedad de la situación exterior, se dedicó particularmente a crear un ejército poderoso. Al efecto, escribía: “Tengo ante mí una verdad, un fin, un deseo: reunir la grey de Dios y protegerla de los lobos hostiles”. Opinando que los griegos sólo debían contar con sus propias fuerzas, fue acaso el único emperador bizantino que se ocupó de helenizar el ejército, contrariando así la tendencia inveterada a reclutar mercenarios extranjeros”.

En 1258 el joven emperador murió en lo mejor de la vida, pues sólo contaba 56 años. Legaba a su sucesor, íntegras, las vastas conquistas de Juan Vatatzés. Teodoro II, hombre de gran cultura filosófica y mucha actividad, había vivido en la esperanza de que la Historia emitiera juicio sobre él. Una de sus cartas reza: “El juicio de la Historia será pronunciado por las generaciones siguientes”. Un historiador contemporáneo, especializado en la época de Teodoro II —Pappadopulos escribe, no sin cierta exageración:— “Teodoro murió muy joven. De no ser por eso, el helenismo podría haber esperado días mejores bajo el prudente reinado de un emperador que tendió con todas sus fuerzas a crear un Estado griego sobre fundamentos sólidos e inmutables”. Pero la ambición de Teodoro quedó en el campo de lo ideal. De hecho, los mercenarios de diversas nacionalidades desempeñaron activo papel en la vida del Imperio de Nicea en general y en la época de Teodoro II en particular.

Teodoro sostuvo contra los búlgaros dos difíciles campañas. Al saber la muerte de Vatatzés, el zar búlgaro Miguel Asen se lanzó sobre las provincias perdidas por Bulgaria bajo Juan Vatatzés. Por un momento se temió que todas las conquistas de Nicea en Europa quedasen en manos búlgaras. Pero, a despecho de muchos obstáculos y de la cobardía, y aun traición, de sus generales, Teodoro llevó a buen término sus dos campañas búlgaras. Merced a la mediación del príncipe ruso Rostislav, suegro de Miguel Asen, se acordó un tratado. Búlgaros y griegos conservaron sus antiguas posesiones, salvo una fortaleza búlgara cedida a Teodoro.

Teodoro mantuvo igualmente activas relaciones con el déspota del Epiro. Incluso se trató del matrimonio del hijo del déspota con la hija del emperador. Como consecuencia de las negociaciones, Teodoro adquirió el puerto de Dyrrachium y la fortaleza de Servia, en los confines del Epiro y Bulgaria. Dyrrachium, “puerto avanzado, al Oeste, del imperio de Nicea, fue como una espina clavada en el flanco del despotado del Epiro”

En Asia Menor los selyúcidas se veían seriamente amenazados por los mongoles, que obligaron al sultán a pagarles tributo. La situación era delicada, porque Teodoro había sostenido al sultán contra los mongoles, y el sultán, “que tenía el alma de un ciervo tímido,” habíase refugiado en la corte de Teodoro. No obstante, evitóse un choque entre Nicea y los mongoles, quienes enviaron a Teodoro una embajada.

La recepción, probablemente celebrada en Magnesia, fue brillantísima. Teodoro quería impresionar a los tártaros, a quienes temía mucho. El emperador recibió a los embajadores en un elevado sitial, con la espada en la mano. Los historiadores bizantinos cuentan con todo detalle esa recepción.

Un historiador contemporáneo observa que Teodoro “fue, en resumen, un manojo de nervios, un caso interesante “para un psiquíatra moderno,” y añade que usólo su breve reinado de cuatro años no le permitió dejar huella profunda en la historia de su época. Otro declara que se advierte de manera particular en Teodoro lo que cabe llamar un despotismo ilustrado”. En rigor, el reinado de Teodoro fue harto corto para que podamos juzgarlo. Pero Teodoro ocupó en la historia de Nicea un lugar de honor por su mucha cultura y por su política externa, que continuó con ventura la de su padre.

El sucesor de Teodoro II fue su hijo único, Juan IV (1258-1261), que contaba siete años y medio. Así, ni aun con la ayuda del regente, Jorge Muzalon, pudo llevar a buen puerto los asuntos públicos. Entonces intervino el astuto y ambicioso Miguel Paleólogo, pariente de Juan Vatatzés y hombre “intrigante y violento y artero hipócrita, pero militar de talento”. Su intervención fue decisiva. Aunque Juan III y Teodoro II habían sospechado en él repetidamente conjuras y traiciones, habíanle, con todo, dado cargos de confianza. Hábil en ocultarse en momentos de peligro, había incluso encontrado asilo una vez en la corte del sultán de Iconio.

Las perturbaciones de la época exigían un poder fuerte. Miguel Paleólogo supo aprovecharse de las circunstancias y en 1261 fue coronado emperador.

Las posesiones balcánicas del imperio de Nicea estaban entonces amenazadas en particular por el despotado del Epiro, el cual había organizado contra el Imperio una coalición donde entraban el rey de Sicilia, Manfredo, pariente del déspota e hijo bastardo de Federico II, y el príncipe de Acaya, Guillermo de Villehardouin. Tras una serie de felices operaciones dirigidas por Paleólogo contra los coligados, en 1259 se libró la batalla decisiva de Pelagonia, en la Macedonia occidental, cerca de la ciudad de Castoria. El ejército de Miguel Paleólogo se componía, no sólo de griegos, sino de turcos, kumanos y eslavos. La batalla fue un fracaso completo para los aliados. El príncipe de Acaya quedo prisionero. Las tropas occidentales, pesadamente equipadas, huyeron ante los destacamentos bitinios, eslavos y orientales, equipados a la ligera. En una obra moderna sobre el Imperio de Nicea, leemos: “Fue quizá la primera vez que los turcos se batieron contra los griegos en suelo griego y al servicio de otros griegos”.

El contemporáneo Jorge Acropolita juzga así la batalla: “Los nuestros, gracias a los consejos del emperador, obtuvieron tan gran victoria que el rumor de ella llegó a los cuatro extremos del mundo. El sol no ha visto muchas victorias de este género”. En la autobiografía de Miguel Paleologo, llegada a nosotros, Miguel dice respecto a la batalla: “Con ellos y con sus aliados, que tenían por jefe al príncipe de Acaya, ¿a quiénes no he vencido? A alamanes, sicilianos, italianos venidos de Apulia, del país de los Tapiaos de Brundusium, de Bitinia, de Eubea y del Peloponeso”.

La batalla de Pelagonia tuvo decisiva importancia para la restauración del Imperio bizantino. Los territorios del déspota del Epiro fueron reducidos a sus posesiones hereditarias. El Imperio latino quedaba privado del apoyo del príncipe de Acaya, y eso cuando en Constantinopla reinaba el débil y apático Balduino II.

Para asegurar más el éxito, Miguel Paleólogo firmó un acuerdo con los genoveses. En todo Oriente chocaban siempre los intereses mercantiles de Venecia, Génova. Tras la cuarta Cruzada y la fundación del Imperio latino, Venecia, como vimos, se había creado una situación excepcional en los Estados latinos de Oriente. Génova no podía tolerarlo. Miguel, sabiéndolo, entró en tratos con los genoveses, y éstos, aunque conscientes de que su alianza con los cismáticos griegos sería severamente condenada por el Papa y por Occidente en general, en su deseo de substituir en Oriente a sus rivales, los venecianos, acordaron un tratado mercantil con Miguel.

En marzo de 1261 se firmó en Nymphaeum un importante convenio que traspasaba a los genoveses la supremacía comercial ejercida en Levante por Venecia durante tanto tiempo. Era una verdadera alianza ofensivo-defensiva contra los venecianos. Se concedía libertad perpetua de comercio a los genoveses en todas las provincias presentes y futuras del Imperio, dándoseles además privilegios muy importantes en Constantinopla y en las islas de Creta y Eubea en el caso de que Miguel, “con la ayuda de Dios” las recobrase. Esmirna, “ciudad excelente para el comercio, dotada de un buen puerto y abundante en toda suerte de riquezas,” quedaba bajo el dominio directo e ilimitado de los genoveses. Se establecían factorías mercantiles, con iglesias y consulados, en las islas de Quíos y Lesbos y otros puntos. El mar Negro (maius mare) quedaba cerrado a todos los mercaderes extranjeros, salvo los genoveses y písanos, amigos fieles de Miguel. Por su parte los genoveses se comprometían a conceder a los súbditos del emperador libertad de comercio, y a ayudar a Miguel con su flota, siempre que las naves no fuesen empleadas contra el Papa o los amigos de Génova. La flota genovesa tenía extrema importancia para Miguel, pues debía contribuir a recuperar el objetivo supremo: Constantinopla.

El tratado ratificóse en Genova pocos días antes de que las tropas de Miguel se apoderasen de Constantinopla. Ello significaba un éxito brillante para Génova, que con motivo de las victorias de Saladino en Siria había sufrido graves pérdidas ulteriores. Comenzaba un capítulo nuevo en la historia económica de Génova. Uno de los mejores especialistas de la Génova medieval escribe: “La pujanza de la vida colonial del siglo XIII ofrece vivo contraste con el carácter vacilante y estancado de la del XII. Es preciso buscar la causa de ese fenómeno en una mayor experiencia, una organización mejor y, sobre todo, en el sorprendente desarrollo del comercio”.

El 25 de julio de 1261 las tropas de Miguel se apoderaron sin combate de Constantinopla. Miguel, que se hallaba en Asia Menor, se dirigió enseguida a la capital, donde entró a primeros de agosto entre las aclamaciones de la población. A poco fue coronado por segunda vez en la iglesia de Santa Sofía. Balduino II huyó a Eubea (Negroponto). El patriarca latino y los principales representantes del clero católico lograron salir de la ciudad antes de que ésta fuese ocupada.

Miguel hizo cegar al infortunado Juan IV Lascaris. Y el mismo Miguel, restaurador del Imperio con el nombre de Miguel VIII, fundó la dinastía de los Paleólogos, aprovechando la situación favorable creada por los emperadores de Nicea. La capital se trasladó de Nicea a Constantinopla.

El emperador latino fugitivo pasó de Eubea a Tebas y luego a Atenas; Allí, en la venerable acrópolis de Atenas, se desarrolló la última y lamentable escena del breve drama del Imperio latino de Constantinopla. Luego Balduino embarcó en El Pireo para Monemvasia y, dejando en Morea a los más de los miembros de su séquito, hízose a la vela para Europa, donde pensaba pedir socorro para su causa y ejercer el triste papel de  emperador en el destierro”.

“Así cayó —dice Gregorovius— el Imperio latino, creación de la caballería occidental de los cruzados, de la egoísta política comercial de Venecia y de la idea jerárquica del Papado. Había durado cincuenta y siete miserables años y dejaba tras de sí la ruina y la anarquía. Aquel Estado bastardo, fundado por la caballería feudal de los latinos, constituye un fenómeno histórico de escasa importancia. La máxima sofística del filósofo alemán, que afirma que cuanto existe es racional, resulta aquí un puro absurdo”. Otro historiador (Gelzer) declara: “La ignominia latina, pertenece a la historia”.

Mientras las fuentes occidentales se limitan casi todas a una simple mención de la toma de Constantinopla por Miguel y de la expulsión de los francos, las fuentes griegas hablan de ella con júbilo. Jorge Acropolita escribe: “Todo el pueblo romano experimentó placer y alegría indecibles; no había quien no se regocijase y exaltara”. Sólo se hizo oír una voz discordante: la de Senakherim, alto funcionario de Miguel Paleólogo, profesor, comentador de Homero y jurista. Senakherim, sabiendo la toma de Constantinopla por los griegos, exclamó: “¿Qué oigo? ¿Conque estaba reservado tal suceso a nuestros días? ¿Qué hemos hecho nosotros para vivir y ver tales catástrofes? Nadie puede esperar nada bueno, ya que los romanos están otra vez en la ciudad”.

Política religiosa del Imperio de Nicea y del Imperio latino.<

 

Ya vimos que la toma de Constantinopla en 1204 hízose contra la voluntad del Papa Inocencio III. Pero éste vio luego que el hecho, desagradable al principio, abría grandes horizontes a la expansión del catolicismo y al Papado. El principal problema eclesiástico de la época era el restablecimiento de la unión de las Iglesias oriental y occidental, el cual parecía posible en virtud de los cambios surgidos en el Oriente cristiano. En el Estado fundado por los cruzados debía introducirse el catolicismo. La primera labor del Papa consistía en organizar la Iglesia católica en las regiones conquistadas por los latinos y luego precisar la situación del Pontificado ante el poder temporal y la población griega, ora fuese seglar o eclesiástica. Luego había que someter a Roma, en lo religioso, las regiones griegas que en 1204 quedaban independientes y a cuya cabeza estaba el Imperio de Nicea. La cuestión de la unión con los griegos había de ser la clave de bóveda de toda la política eclesiástica del siglo XIII.

En los principios del Imperio latino la situación del Papa fue delicada. En virtud del acuerdo de los cruzados con Venecia, si el emperador era elegido entre los francos, el patriarca había de pertenecer al clero veneciano. En el pacto se habían descuidado los intereses de la Curia pontificia, no hablándose de la intervención papal en la designación de patriarca, ni de ingreso alguno destinado al tesoro de la Curia.

En la misiva del primer emperador franco, Balduino, al Papa, se hablaba del “triunfo milagroso” de los cruzados, de la caída de Constantinopla, de la impiedad de los griegos, que “daba náuseas al propio Dios” de una Cruzada ulterior a Tierra Santa, etc., pero no se aludía para nada a la elección del patriarca. Cuando el nuevo clero de Constantinopla designó patriarca al noble veneciano Tomás Morosini, el Papa, aunque declarando anticanónica la elección, hubo de ceder y “por propia iniciativa” confirmó la elección.

No menos interesante es notar la actitud de Roma ante el clero griego que quedaba en los Estados latinos. Ya sabemos que muchos obispos y la mayoría del clero subalterno no habían abandonado sus lugares de residencia. El Papado siguió con ellos una política conciliadora, permitiendo que se nombrasen obispos griegos en los puntos donde la población era sólo griega, y conservando en los oficios el rito griego, como el uso de pan con levadura en el sacramento eucarístico. Pero a la vez llegaban legados papales a la Península balcánica y el Asia Menor, procurando persuadir al clero griego de que se adhiriese a la unión religiosa.

En 1204 un legado pontificio se esforzó en que el clero griego reconociese al Papa como supremo jefe. Las negociaciones celebradas en Santa Sofía no condujeron a ningún resultado.

Nicolás Mesaritas, más tarde obispo de Efeso y cuya personalidad y obra han sido precisadas por primera vez por A. Heisenberg, tuvo una esencial participación en aquellos parlamentos. Las negociaciones siguieron en 1205-1206. Nicolás de Otranto, abad de Casóla (Italia meridional), participó en ellas como intérprete. Aunque de opiniones ortodoxas, reconocía, como toda la Iglesia de la Italia del sur, la primacía del Papa, y era partidario de la unión. La personalidad de Nicolás de Otranto, que nos ha legado muchos poemas y obras en prosa, casi todo ello inédito, merece un estudio a fondo. La situación del clero griego hízose más compleja en 1206, año en que murió en Bulgaria Juan Camatera, patriarca de Constantinopla refugiado en Bulgaria al ocupar los latinos la capital. Autorizado por el emperador Enrique, el clero griego del Imperio latino pidió permiso al Papa para elegir nuevo patriarca. Enrique estaba acorde en esta elección, siempre que el patriarca reconociese la supremacía del Papa. Pero los griegos no deseaban subordinarse a la Santa Sede ni reconciliarse con ella. Por tanto la polémica sobrevenida el 1206 en Constantinopla, polémica en que los latinos tuvieron a su frente a Tomás Morosini y los griegos a Nicolás Mesaritas, no condujo a nada. En tales condiciones, los griegos del Imperio empezaron a volver sus miradas a Teodoro Lascaris.

En 1208 se eligió nuevo patriarca ortodoxo en Nicea: Miguel Autoreano, quien coronó emperador de Nicea a Teodoro Lascaris. Esto tuvo capital importancia, no sólo para Nicea, sino también para los griegos súbditos del Imperio latino.

En 1214 se abrieron en Constantinopla y Asia Menor nuevas negociaciones infructuosas. Nicolás Mesaritas, entonces metropolitano de Efeso, con título de exarca de toda Asia, quedó muy descontento de la altanera acogida que le hizo Pelagio en Constantinopla.

No obstante, Inocencio III logró una notable victoria hacia el final de su pontificado. El concilio de Letrán, en 1215, considerado ecuménico por la Iglesia occidental, proclamó al Papa jefe supremo de la Iglesia de Oriente y declaró a los patriarcas latinos de Constantinopla, Jerusalén y Antioquía, jerárquicamente subordinados a la Santa Sede.

En cambio, la esperanza de Inocencio respecto a que Constantinopla efectuase una nueva Cruzada, fracasó. Los asuntos internacionales y los interiores de orden laico absorbían al Imperio latino al punto de que sus emperadores abandonaron por completo la idea de una Cruzada a Tierra Santa. Por tanto, Inocencio III comenzó a planear una nueva Cruzada que partiese de la Europa occidental y no de Constantinopla.

La sumisión aparente de la Iglesia oriental a Roma no satisfacía del todo las esperanzas del Papa. Para que su victoria fuese completa necesitaba la unión religiosa, la sumisión espiritual de la población griega. Pero esto no pudieron obtenerlo ni Inocencio III ni sus sucesores.

Como sabemos, el Imperio de Nicea tenía su patriarca griego ortodoxo que, si bien residiendo en Nicea, seguía titulándose patriarca de Constantinopla. Los nicenos consideraban la sede patriarcal transferida a su Estado como “extranjera y suplementaria”. En frase de un contemporáneo, esperando que más adelante volvería a Constantinopla, su verdadero lugar de residencia. Pero Inocencio III no reconocía a Teodoro Lascaris ni como emperador ni como déspota, llamándole únicamente en la carta que le envió, “Teodoro Lascaris, hombre noble” (Nobili viro Theodoro Lascari). En dicha carta, el Papa, sin disculpar las violencias de los cruzados en la toma de Constantinopla, declaraba, sin embargo, que los latinos habían sido instrumentos de la Providencia y los griegos habían sufrido el castigo divino por no reconocer la supremacía de la Iglesia romana. Era, pues, aconsejable que se sometiesen a la Santa Sede y al emperador latino. Pero esta exhortación no fue atendida.

La política eclesiástica del Imperio de Nicea se redujo a una serie de tentativas, a través de discusiones o correspondencia, para procurar la unión de las dos Iglesias. En el Imperio de Nicea había hombres como Nicolás Mesaritas, metropolitano de Efeso, que abogaban por un acuerdo con la Iglesia romana, pero la población griega no fue nunca favorable a esa tendencia. Juan III Vatatzés, aunque pareció inclinado a la unión, solo se guiaba por consideraciones políticas.

En primer lugar le inquietaba la elección del valeroso Juan de Brienne, antiguo rey de Jerusalén, como regente y coemperador (asociado a Balduino II) en Constantinopla. Juan de Brienne, con ayuda del Papa, podía desarrollar una ofensiva, temible para Nicea. Vatatzés, pues, se esforzó en separar al Papa del Imperio latino.

En 1232, cinco monjes franciscanos liberados del cautiverio turco, llegaron a Nicea y mantuvieron encuentros con el patriarca Germán II, respecto a la unión de las Iglesias. Juan Vatatzés y Garmán II les acogieron inmejorablemente y los franciscanos llevaron a Gregorio IX una carta de Germán ofreciendo al Papa discutir la unión. Gregorio aceptó, gustoso, la propuesta, y en 1234 envió varios delegados a Nicea. El concilio se celebró primero en Nicea y luego se trasladó a Nymphaeum. Nicéforo Blemmidas intervino activamente en la controversia. Conocemos perfectamente los debates del concilio gracias a la relación detallada que de él se posee.

Pero las negociaciones fracasaron y los representantes del Papa viéronse obligados a partir, entre las maldiciones de los griegos, que les increpaban: “¡Sois herejes! Os hallamos herejes y excomulgados y os dejamos herejes y excomulgados”. Los legados católicos contestaban a los griegos: “Los herejes sois vosotros”.

En el concilio de Lyon, en 1245, el Papa Inocencio IV, sucesor de Gregorio, lamentaba “el cisma del Imperio romano, es decir, de la Iglesia griega, que en nuestro tiempo, hace solo pocos años, se ha apartado y vuelto, altanera e irrazonadamente, fuera del seno de su madre, como de una madrastra”.

“Las dos dominaciones —escribe A. Luchaire—, las dos religiones, las dos razas, siempre profundamente separadas, conservaban igual actitud de hostilidad y desconfianza una contra otra”. La alianza de Juan Vatatzés con Federico II de Hohenstaufen hizo aun más tirantes las relaciones de Nicea con el Papado. Sin embargo, según vimos, hubo nuevo cambio de embajadas entre Nicea y Roma hacia fines del reinado de Federico.

Porque tras la muerte de Federico, en los últimos años del reinado de Juan Vatatzés, pareció llegado el momento decisivo de la unión de las Iglesias. El emperador puso estas condiciones: le sería devuelta Constantinopla, se restauraría el patriarcado de dicha ciudad, y el emperador y el clero latino abandonarían el territorio griego. Inocencio IV aceptaba esas condiciones. Para restablecer la unidad del mundo cristiano el Papa estaba dispuesto a sacrificar el Imperio fundado por los cruzados, mientras Vatatzés se hallaba dispuesto a sacrificar la independencia de la Iglesia griega a cambio de recobrar la capital del Imperio. Las dos partes abandonaban del todo su política tradicional. Pero el acuerdo no pasó de proyecto.

Poseemos una carta muy importante dirigida por el patriarca de Nicea a Inocencio IV en 1253, dando plenos poderes a los delegados griegos para llevar a buen fin las negociaciones relativas a la unión. Mas en 1254 murieron Inocencio y Vatatzés y aquella apasionante página de las negociaciones de la unión eclesiástica oriental-occidental cerróse sin resultado.

Teodoro II, hijo y sucesor de Vatatzés, opinaba que, como emperador, debía dirigir la política eclesiástica, participar en los asuntos eclesiásticos y presidir los concilios. No quería, pues, un patriarca enérgico. Por esto rechazó la candidatura de Blemmidas y designó a Arsenio, quien en tres días se convirtió, de laico, en patriarca.

Bajo Teodoro II las relaciones de Nicea con Roma se atuvieron estrictamente a los fines políticos del emperador. Como su padre, Teodoro consideraba la unión con Roma como un paso hacia la recuperación de Constantinopla.

Los más de los historiadores afirman que en 1256 el Papa Alejandro IV envió a Nicea al obispo de Orvieto (Italia) para reanudar las negociaciones interrumpidas por la muerte de Vatatzés. La repentina decisión del Papa no parecía, hasta ahora, explicable ni motivada.

Pero hoy sabemos por nuevos documentos que la iniciativa de reanudar las negociaciones no partió del Papa, sino del emperador de Nicea. En 1256 Teodoro envió al Papa dos nobles de la corte nicena, los cuales rogaron a Alejandro IV que reanudase los tratos y enviara un legado a Nicea. Alejandro aceptó con satisfacción. Por ambas partes se deseaba progresar en forma acelerada. Constantino, obispo de Orvieto, estuvo presto a partir en diez días. La base de las nuevas negociaciones serían las propuestas de Vatatzés a la Curia. El legado del Papa tenía instrucciones oficiales e instrucciones secretas y poseía ciertos poderes especiales, el más importante de los cuales consistía en convocar un concilio, presidirlo como representante del Papa y redactar las decisiones.

La misión pontificia, organizada con tal energía y en la que tantas esperanzas se fundaban, concluyó con un fracaso completo. El emperador, que había cambiado de opinión entre tanto, no llegó ni a recibir al obispo de Orvieto, quien, estando a mitad de camino, en Macedonia, recibió instrucciones de que regresase.

Por entonces, Teodoro II guerreaba contra Bulgaria y sus empresas políticas se desarrollaban con éxito. Pensó, pues, que ya no necesitaba la ayuda del Papa. Su fin principal —la toma de Constantinopla— le parecía hacedero sin comprometer la independencia de la Iglesia griega.

Teodoro II murió en 1258. Al año siguiente, el usurpador Miguel Paleólogo se halló peligrosamente amenazado por la coalición organizada contra él en Occidente y sintió la necesidad de ser sostenido por el Papa. Envió, pues, una embajada a Alejandro IV, pero éste, hombre poco enérgico, no aprovechó la ocasión de la difícil situación de Miguel. Al fin, Miguel se apoderó de Constantinopla sin ayuda de la Santa Sede.

El Imperio de Nicea había, pues, logrado mantener la Iglesia y el patriarcado griego, los cuales fueron trasladados a Constantinopla.

 

Política económica y social de los emperadores de Nicea.

 

Los emperadores de Nicea atendieron muy activamente a los problemas internos de su Estado, esforzándose, sobre todo, en incrementar la prosperidad económica Niceana.

La varia e intensa actividad exterior de Juan Vatatzés no le impidió ocuparse en la organización interior del país. Estimuló la agricultura, la viticultura, la cría de ganado y aves. Según una fuente, “en poco tiempo todos los depósitos estuvieron llenos de frutos; los caminos, las calles, los establos, los apriscos, estuvieron llenos de ganado y volatería”. La escasez que por entonces cundió en el sultanato de Iconio obligó a los turcos a comprar, muy caros, los productos de Nicea. El oro y la plata turcos, los tejidos orientales, las piedras preciosas y otros objetos de lujo llegaron en abundancia a Nicea, colmando las cajas del Estado.

Vatatzés, disminuyendo los impuestos, aumentó la prosperidad del Imperio. En épocas de escasez se distribuían al pueblo enormes provisiones de cereal acumuladas en los graneros imperiales. Merced a las considerables sumas de dinero de que disponía, Vatatzés cubrió el país de fortalezas y hospitales, de hospicios para los pobres y de casas de caridad.

Un historiador bizantino del siglo XIV escribe que Vatatzés quería que “teniendo en su casa todo aquello que hubiera menester, ningún hombre se viese llevado a extender una mano rapaz sobre los bienes de los hombres sencillos y pobres, y así el Estado de los romanos estuviese exento de toda injusticia”.

Vatatzés mismo era un gran terrateniente y muchos de sus nobles poseían amplias extensiones territoriales y vivían de sus haciendas. Parece que esas propiedades habían sido concedidas por el emperador a los funcionarios nobles. Ello nos recuerda los beneficia de la Europa occidental y los upronoiai bizantinos, es decir, las tierras concedidas por el emperador, o, en su nombre, por sus ministros, a personas que habían rendido servicios al Estado, a cambio de que prestasen servicio militar. Acaso los grandes terratenientes se sintieran descontentos alguna vez del régimen establecido por Vatatzés y quisieran desobedecerle. En todo caso, sabemos que, hacia finales de su reinado, el emperador practicó algunas confiscaciones de bienes muebles e inmuebles. Puede ello explicarse por una lucha entre la aristocracia territorial y la corona, pero carecemos de informes. Pappadopulos cree posible afirmar que en efecto se produjeron levantamientos de la aristocracia contra Vatatzés.

Socialmente, puede considerarse a Vatatzés como protector de las clases campesina y burguesa. Se esforzó, ante todo, en acrecer su riqueza y prosperidad, y tal vez fue esto lo que produjo el descontento de la aristocracia terrateniente y, como reacción, las severas medidas de Vatatzés contra ella.

Al subir Teodoro II al trono, la alta aristocracia perseguida por Vatatzés miró con confianza al nuevo emperador, esperando recuperar sus riquezas e influencia perdidas. Pero se engañó. Teodoro esforzóse en disminuir la influencia de los nobles y parece que tomó severas medidas contra muchos de ellos.

Un escritor contemporáneo da una larga lista de nombres de altos funcionarios castigados bajo Teodoro II. La aristocracia fue abatida y hombres nuevos, de origen humilde, rodearon el trono. Debiéndolo todo al emperador, fueran en manos de éste “juguetes obedientes”. Bajo el hijo de Teodoro, la nobleza volvió a reaccionar.

Las empresas militares de Teodoro exigieron un considerable aumento de los impuestos. Habiendo Nicéforo Blemmidas reprochado al emperador el gravar demasiado a la población, Teodoro, contestándole, se disculpaba con las necesidades de las guerras que sostenía.

Los emperadores de Nicea manifestaron el más vivo interés por el desarrollo de relaciones mercantiles con los demás Estados, y en especial con Venecia. En agosto de 1219, Teodoro I Lascaris firmó un tratado de alianza y comercio con el podestá veneciano de Constantinopla. Los mercaderes venecianos obtenían libertad de comercio, franco de toda carga, por tierra y mar, en la plena extensión del imperio de Nicea (per totum Imperium meum et et sine aliqua inquisitione).

Las mercancías occidentales importadas por los venecianos en virtud de aquel acuerdo rivalizaban victoriosamente con las mercancías orientales, que necesitaban atravesar todo el sultanato de Iconio. Las telas orientales e italianas tenían gran demanda en Nicea y la población gastaba sumas enormes en adquirirlas. Por ello, Juan Vatatzés prohibió a sus súbditos, so pena de “deshonor” —es decir, de pérdida de su categoría social— comprar y vestir telas extranjeras, ordenándoles que se contentaran “con lo que la tierra de los romanos produce y las manos de los romanos pueden elaborar”. Probablemente aquel decreto cayó pronto en desuso, aunque ignoramos cuándo.

Las relaciones de amistad de Nicea con Venecia no duraron mucho. La república de San Marcos, ya en tiempo de Vatatzés, mostró hostilidad a Nicea. Vatatzés tuvo tropiezos con el antiguo gobernador imperial de Rodas, León Cabalas, quien, desde 1204, se titulaba “Señor de las Cicladas” e incluso “César”. Al atacarle Vatatzés, halló que Cabalas tenía una alianza ofensivo-defensiva con Venecia, ya que el soberano rodio no podía defender solo la isla. El tratado de 1219 perdió su vigencia. Según el pacto de 1234, Venecia recibía privilegios mercantiles en Rodas. En ese interesantísimo tratado León Cabalas se titula Dominus Rhode et Cicladum insularum Kaserus Leo Gavalla. Vatatzés envió una expedición a Rodas, y la isla quedó sometida a Nicea.

Poco antes de la toma de Constantinopla, los genoveses substituyeron a los venecianos, sus rivales, y en 1261 Miguel Paleólogo firmaba el tratado de Nymphaeum, del que hablamos ya y que daba a los genoveses supremacía mercantil en Levante. Después de restaurado el Imperio bizantino, Miguel Paleólogo siguió manteniendo relaciones amistosas con Génova.

 

La instrucción, las letras, las ciencias y las artes

 

Al caer el Imperio en 1304 y fragmentarse en varios Estados latinos y griegos, Nicea, además de ser el centro de la ulterior unificación política de los helenos, se transformó en un centro de actividad intelectual. En la segunda mitad del siglo XIII decíase de Nicea, según frase de Jorge de Chipre, que “parecía como la antigua Atenas por el número de sus sabios” y que era (cuna fuente de conocimientos maravillosa y muy buscada,” Es interesante recordar, por analogía, que en la Edad Media, la “Nueva Atenas,” la “ciudad científica” de Occidente, era París. Conviene añadir que Jorge de Chipre quedó chasqueado al llegar a Nicea. En uno de los escritos de Teodoro Lascaris leemos que Corinto era célebre por su música, Tesalia por sus tejidos, Filadelfia por sus zapateros y Nicea por su filosofía.

Todos los miembros de la dinastía lascárida, menos el último, que era muy niño, se mostraron protectores decididos de las letras y ciencias, comprendiendo que la cultura intelectual es elemento fundamental o esencial en el desarrollo integral de un Estado. El primer emperador de Nicea, Teodoro I, a pesar de las dificultades que halló en su política interior y exterior, se interesó mucho por los asuntos espirituales. Llamó a su corte diversos sabios, en especial de las regiones griegas ocupadas o amenazadas por los francos, y entre ellos a Miguel Acominatos, metropolitano de Atenas, huido a la isla de Ceos al producirse la invasión latina. Acominatos no pudo aceptar por lo avanzado de su edad y lo delicado de su salud. A Nicea se retiró, caída Constantinopla, el hermano de Miguel, Nicetas Acominatos, quien aprovechó su estancia en la corte de Lascaris para concluir su obra histórica y escribir el tratado teológico que tituló “Tesoro de la ortodoxia”. Juan Ducas III Vatatzés, sucesor de Teodoro, halló, en medio de la desbordante actividad que caracterizó su política extranjera, tiempo de atender las necesidades intelectuales de su Estado. Creó, en las ciudades, bibliotecas consagradas al arte y a las ciencias y se interesó por la cuestión escolar, enviando personalmente jóvenes a las escuelas, con el objetivo de elevar el nivel intelectual del país. En su época se desarrolló la actividad del sabio, escritor y profesor Nicéforo Blemmidas, el representante más eminente del movimiento intelectual del siglo XIII y que tuvo como discípulos a Teodoro II, sucesor de Vatatzés, y al célebre historiador y estadista Jorge Acropolita, de quien hablaremos después. Como su padre, Teodoro se interesó mucho por las bibliotecas, entre las que repartió numerosos libros que se esforzó en reunir. También autorizó el préstamo domiciliario de obras.

Como bajo los Comnenos, los hombres cultos del siglo XIII escribieron casi todos en un griego escolástico y artificioso, distinto al hablado, que no era admitido como lengua literaria. Los clásicos griegos y los Padres de la Iglesia servían de modelo a los griegos cultos de la Edad Media en general, y en particular a los del siglo XIII, que vivieron y pensaron bajo su influencia.

La figura más representativa de la vida espiritual del Imperio de Nicea es, sin discusión, Nicéforo Blemmidas, quien dejó, a más de numerosos escritos de muy diversa naturaleza, dos interesantes autobiografías, editadas en 1896 por el sabio alemán Heisenberg, y en las cuales no sólo se nos informa de la vida del autor, sino de los sucesos y hombres de su época.

Blemmidas nació en Constantinopla a fines del siglo XII. Al ser tomada la ciudad, el adolescente, con sus padres, se refugió en los Estados asiáticos de Teodoro Lascaris, y allí comenzó sus estudios en la escuela elemental. Poco a poco, andando de ciudad en ciudad, Blemmidas incrementó sus conocimientos con diversos profesores de letras, retórica, lógica, filosofía, ciencias naturales, medicina, aritmética, geometría, astronomía y física. Luego se retiró a un convento, donde por primera vez se consagró entera y activamente al estudio de la Santa Escritura y de los Padres de la Iglesia. Bajo Vatatzés, el patriarca Germán, que apreciaba mucho a Blemmidas, llevóle consigo. Pero Blemmidas, amante de la vida privada, abandonó la corte del patriarca a pesar de las instancias de éste y se retiró a un convento del monte Latros, cerca de Mileto, en Caria, convento renombrado por la severidad de su regla. Tras consagrarse allí a la vida espiritual volvió a la vida civil durante las negociaciones entabladas por Vatatzés y el patriarca con el nuncio del Papa. En esa ocasión se mostró defensor riguroso de la ortodoxia. Después de haberse hecho tonsurar, se estableció en un monasterio, donde se ocupó en trabajos científicos, fundó una escuela y convirtióse en profesor de filosofía. Entre otros discípulos tuvo al futuro historiador y político Jorge Acropolita. Vatatzés envió a Blemmidas a un viaje científico por Tracia, Macedonia, Tesalia, el monte Athos y otros lugares, a fin de comprar manuscritos valiosos de las Escrituras y de otras obras y, en caso de no poder comprarlos, leerlos, resumirlos y tomar notas sobre ellos. Esta misión, que Blemmidas cumplió con éxito, se enriqueció en nuevos conocimientos que deslumbraron a sus contemporáneos. El emperador le confió la educación de su hijo Teodoro Lascaris, quien con el tiempo fue soberano y escritor muy cultivado. Blemmidas fundó un convento al que se retiró y participó desde allí en las controversias religiosas, estando a punto incluso de ser elegido patriarca. Pero lo más de su tiempo absorbíanle sus ocupaciones literarias. Asistió a la restauración del Imperio bizantino y murió pacíficamente en su convento hacia 1272. Los contemporáneos de Blemmidas le tuvieron en alta estima.

Poseemos numerosos escritos de Blemmidas. Ya mencionamos sus dos autobiografías, llenas de informaciones sobre la vida y carácter del autor, así como sobre los sucesos históricos y religiosos y las condiciones políticas y sociales de su época (sobre todo en la segunda biografía). Esas dos obras constituyen una de las fuentes más importantes de la historia de Bizancio en el siglo XIII. También dejó Blemmidas muchos escritos teológicos sobre dogmática, polémica, ascética, exégesis, liturgia, poesía religiosa, sermones y vidas de santos. Su “adaptación de algunos salmos” destinada a los oficios del culto, se convirtió con el tiempo en parte de las Vísperas de la Iglesia griega, pasando más tarde a las Iglesias eslavas meridionales y al fin a la rusa. También las obras profanas de Blemmidas tienen gran interés. Su tratado político Estatua real dedicado a su discípulo Teodoro II, describe las cualidades y virtudes del soberano ideal, modelo de todo lo bueno y que debe brillar más que el famoso Policleto. Teodoro II debía tender en su vida a imitar ese tipo. Según Blemmidas, el soberano es “el funcionario supremo puesto por Dios para ocuparse del pueblo que le está sometido, y conducirlo hacia el supremo bien”. El emperador, “fundamento del pueblo,” debe pensar ante todo en el bien de sus súbditos, no entregarse a la ira, huir de los aduladores y atender el ejército y la flota. Durante la paz debe preparar la guerra, ya que un ejército fuerte es la mejor salvaguardia de la paz. Debe cuidar de la organización interna del Imperio y ser religioso y equitativo. “Así el emperador —escribe Blemmidas al final del tratado— acoja favorablemente mi palabra y escuche mejores consejos de los hombres más sabios, que debe reunir y guardar cuidadosamente en el fondo de su alma.

El punto de partida de todos los razonamientos del autor sobre el soberano ideal es el principio de que “el emperador debe ante todo dominarse a sí mismo y luego solamente gobernar su pueblo”. No se ha establecido con precisión de qué autores se sirvió Blemmidas para su tratado.

Sobre la importancia de esa obra difiere la opinión de los historiadores. Barvinot, que ha estudiado especialmente la vida y obra de Blemmidas, dice: “Este escrito adquiere un valor e importancia particulares, principalmente por el hecho de que corresponde en el más alto grado a las necesidades y exigencias del pueblo griego en aquella época”.

En efecto, los griegos, refugiados en Nicea tras la pérdida de Constantinopla, soñaban con expulsar a los extranjeros de las orillas del Bósforo, recobrando su patria con ayuda de un monarca experto, fuerte, enérgico e instruido. Tal es el monarca ideal descrito por Blemmidas.

En cambio, F. I. Uspenski escribe a propósito de la misma obra: “Blemmidas no tiene idea alguna de las necesidades de su época. Vive en un mundo ideal, muy lejos de su país, y no comprende el alma de la vida contemporánea ni las exigencias de la época. El emperador abstracto de Blemmidas ha de ser sabio, estar exento de las pasiones y compromisos humanos. El autor lo coloca en un ambiente extraño en absoluto a la vida y relaciones ordinarias de los hombres y por esta razón sus consejos e indicaciones no pueden responder a lo requerido por la realidad... La desgracia del griego medieval era lo mucho que pesaban sobre él las reminiscencias clásicas. No era un creador y la vida real se ocultaba a sus ojos tras el material libresco. Así se nos aparece Blemmidas en su tratado político”.

Desde luego, las tradiciones clásicas y las emociones religiosas influyeron mucho en la obra de Blemmidas. No obstante, en el decurso de su vida se asoció estrechamente a los intereses del Imperio y del emperador, y acaso no fuera siempre “un hombre que vivía en otro mundo, completamente ajeno a los intereses de la tierra pecadora”. Bajo el barniz retórico de su tratado se distinguen ciertos rasgos realistas que nos recuerdan la personalidad de Teodoro II. Es muy probable que mientras Blemmidas componía su “estatua” tuviese ante los ojos la imagen verdadera de Teodoro II, aunque esos rasgos del soberano ideal se obscurezcan bajo la erudición y retórica de Blemmidas.

Entre los escritos filosóficos de Blemmidas, inspirados principalmente en Aristóteles, los más conocidos son la Física resumida y en especial la Lógica resumida. Esta última, a la muerte del autor, se difundió por todo el Imperio, convirtiéndose en la obra fundamental de enseñanza y el manual filosófico predilecto, no sólo de Oriente, sino también de la Europa occidental. Heisenberg, editor de las autobiografías de Blemmidas, dice: “Esas dos obras valieron a su autor renombre inmortal”.

La Lógica y la Física de Blemmidas tienen importancia desde dos puntos de vista: el de esclarecer el movimiento de las ideas filosóficas en Bizancio en el siglo XIII, y el de aclarar la compleja cuestión de la influencia bizantina en el desarrollo del pensamiento occidental. Ha llegado a nosotros el epistolario de Blemmidas, cuyas misivas fueron casi todas dirigidas a Teodoro II. Hallamos en ese epistolario muchos informes sobre la civilización de la época.

Añadiendo a las obras mencionadas de Blemmidas dos pequeños escritos geográficos —la Historia de la tierra y la Geografía general— y algunas poesías profanas, habremos completado casi la lista de la rica y diversa obra literaria de Blemmidas.

Si éste no abrió, en puridad, nuevos caminos, no por ello dejó de ser una eminente personalidad de la difícil época del imperio de Nicea, y puede con justo derecho ocupar un lugar de primera línea en la historia de la civilización de Bizancio.

Ya dijimos que sobresalieron dos personalidades esenciales entre los discípulos de Blemmidas: Jorge Acropolita y Teodoro II. Jorge Acropolita, natural de Constantinopla, partió camino de Nicea en su juventud, durante la época de Vatatzés. Fue primero discípulo de Blemmidas y luego profesor de Teodoro. Tras alcanzar los grados más altos de la jerarquía administrativa, sufrió un fracaso en la carrera militar. De vuelta a Constantinopla bajo el primer Paleólogo, se consagró a la diplomacia y, por orden imperial, dirigió las negociaciones del concilio de Lyon, obteniendo la unión con la Iglesia occidental, unión contra la que él mismo había luchado antes. Acropolita murió hacia 1280.

Su obra principal es la Historia, muy importante en cuanto fuente, que expone los hechos comprendidos entre la toma de Constantinopla por los cruzados y la restauración del Imperio bizantino (1203-1261), siendo en cierto modo una historia especial del Imperio de Nicea, y continuando la obra de Nicetas Acominatos. Acropolita, contemporáneo de los sucesos que describe, en los cuales participó por su posición oficial, da de ellos un relato inteligible y verídico, y en un lenguaje bastante claro. Entre los opúsculos de Acropolita, consagrados los más a la teología y la retórica, debe señalarse la conmovedora y bella oración fúnebre pronunciada con ocasión de la muerte de Vatatzés.

El segundo discípulo ilustre de Blemmidas fue Teodoro II Lascaris. Tanto Blemmidas como Acropolita, profesor oficial del futuro emperador, infundieron en el alma de su discípulo, ya en vida del padre de éste, una verdadera pasión por la ciencia. La correspondencia de Teodoro, publicada en 1898 por el sabio italiano Festa, da interesantes informes que permiten apreciar bien esa curiosa figura histórica.

Teodoro estudió los escritores griegos eclesiásticos y laicos, adquiriendo conocimientos extensos en diversas ciencias. Pero centró su atención en la filosofía, y en especial en Aristóteles. Nutrido de helenismo y clasicismo, sentía profunda emoción contemplando los monumentos artísticos y las ruinas de Pérgamo. La impresión experimentada en esta ocasión nos aparece magníficamente descrita en una carta suya que, por el fondo y la forma, es digna de la firma de un humanista italiano.

Teodoro, como su padre, estimuló la instrucción y se ocupó de la cuestión escolar. En una carta sobre los alumnos que conclusa su enseñanza, eran presentados al emperador para examen, Teodoro declara: “Nada es tan agradable al corazón del jardinero como ver su prado en plena flor, y si, por su aspecto bello y floreciente, juzga que las plantas están en flor, puede de eso suponer que, en un determinado tiempo, gozará también de los frutos... Aunque yo haya estado tremendamente ocupado por mis funciones militares, aunque mi ánimo haya sido distraído por insurrecciones, batallas, obstáculos, resistencias, ardides, cambios, amenazas... no obstante no hemos nunca desviado lo principal de nuestro pensamiento de la belleza del prado espiritual”.

En torno a Teodoro II se reunía un círculo de hombres ilustrados, literatos y sabios, atraídos por el emperador, a quien interesaban profundamente la ciencia, el arte, la poesía y la música. Teodoro II abrió muchas escuelas. En una de sus cartas discute el problema de la organización escolar, de los programas y de los fines de la enseñanza.

Teodoro escribió algunos panegíricos y disertaciones sobre temas filosóficos y religiosos. Dejó más de doscientas cartas dirigidas a diversas personalidades eminentes de la época, sobre todo a sus profesores Blemmidas y Acropolita. También fueron amplios los conocimientos de Teodoro en materia de ciencias naturales y matemáticas. Un estudio atento y detallado de la obra literaria publicada e inédita, de Teodoro Lascaris, debe producir resultados muy interesantes en el sentido de juzgar la personalidad del autor, “especie de réplica oriental de su contemporáneo Federico II,” como dice Krumbacher, y de comprender mejor el movimiento de las ideas en el Oriente cristiano del siglo XIII.

En la segunda mitad del siglo XIII y el primer período de los Imperios latino y de Nicea, escribieron los hermanos Juan y Nicolás Mesaritas, cuya existencia no ha sido descubierta por los historiadores hasta principios del siglo XX, por lo que la célebre Historia de la literatura bizantina, de Krumbacher, no menciona sus nombres. La oración fúnebre de Nicolás Mesaritas con ocasión de la muerte de su hermano, nos revela que Juan Mesaritas cursó excelentes estudios, sirvió algún tiempo en la administración bajo los dos últimos Comnenos y fue profesor de exégesis de los salmos bajo los Ángeles.

Escribió un comentario de los salmos, cuyo original fue destruido al tomar Constantinopla los cruzados. Juan Mesaritas participó activamente en las discusiones celebradas con los representantes pontificios en Constantinopla durante los primeros años del Imperio latino y sostuvo con firmeza el criterio ortodoxo. Murió en 1207.

Su hermano menor, Nicolás, que también tuvo un cargo en la corte, bajo los Angeles, y compartió las opiniones fraternas sobre las pretensiones papales, marchó a Nicea después de morir Juan, alcanzando una elevada posición junto al patriarca y llegando después a obispo de Éfeso. Ya vimos que intervino preponderantemente en las negociaciones sobre la unión de las Iglesias, de cuyas negociaciones dejó un relato detallado. Las obras de Nicolás distan mucho de haber sido publicadas totalmente. Aun hoy se lee con gran interés la descripción dejada por Nicolás Mesaritas de la iglesia de los Santos Apóstoles y sus mosaicos.

Esta iglesia, poco inferior en belleza y suntuosidad a Santa Sofía, era lugar de sepultura de los basileos, y sirvió de prototipo al templo de San Marcos, en Venecia, a San Juan de Efeso y a la iglesia de la Santa Faz, en Périgueux. Como sabemos, la iglesia de los Santos Apóstoles fue destruida por los turcos al tomar éstos Constantinopla, edificándose en su lugar la mezquita de Mahomet II el Conquistador. La desaparición de un monumento de tanta importancia hace que la descripción de Nicolás, fundada en una observación personal y atenta, tenga un interés notable. En opinión de Heisenberg, primero en descubrir la existencia de Nicolás Mesaritas, las obras de éste pueden proyectar luz hasta cierto punto sobre la historia de los comienzos del Imperio de Nicea y ocupar un sitio preferente en la literatura de la época. “Quien tenga el valor de editar las obras de Mesaritas prestará un gran servicio a la ciencia. La tarea no es fácil, pero sí valiosísima y digna de reconocimiento”.

No debe verse en los hermanos Mesaritas a hombres de talento eminente; pero de todos modos pertenecieron a esa clase de gentes cultas que, ya en la sombra de los conventos, ya en la corte de Nicea, crearon obra espiritual en el siglo XIII, preparando el renacimiento espiritual y político que condujo a la restauración del Imperio en 1261.

La crónica bizantina de esta época sólo tiene un representante: Joel, el cual escribió —probablemente en el siglo XIII— una breve crónica universal sin valor alguno histórico ni literario. El relato, empezando por Adán, llega hasta la toma de Constantinopla en 1204.

Todas las obras arriba mencionadas están escritas en la lengua literaria griega, lengua artificial, convencional y pseudoclásica, que no tenía relación alguna con la lengua popularmente hablada. No obstante, en la literatura del siglo XIII se hallan ejemplos de escritores que recurren al lenguaje hablado y a las rimas de la poesía popular y nos dan interesantes ejemplares de las nuevas, corrientes literarias.

El Epitalamio de Nicolás Irenikos —escrito en ocasión del matrimonio de Juan Vatatzés con la hija de Federico II— se emparenta, por su sentido, con los epitalamios de Teodoro Pródromo. Está escrito en versos políticos. El poema de Irenikos nos da informes nuevos sobre las espléndidas ceremonias de la corte bizantina, poseyendo por eso un valor histórico considerable. Según Krumbacher, recuerda por su tono y contenido los cantos nupciales de la poesía popular de los griegos modernos. Krumbacher pensaba incluso que el autor debió de influenciarse o basar su inspiración directamente en la poesía popular del tiempo, pero es difícil mantener tal apreciación.

A la época de las Cruzadas, y sobre todo al período posterior a la cuarta, cuando se fundaron principados latinos feudales en el territorio bizantino, cabe referir varias obras poéticas escritas en lengua corriente y que son a modo de novelas donde, sobre un fondo de fantasía, se ven desarrollarse sentimientos amorosos y hazañas caballerescas.

La época de las Cruzadas modificó el ambiente anímico de Bizancio. Los invasores francos, al llevar a Oriente las instituciones feudales y las costumbres de la caballería occidental, debieron de hacer conocer a sus nuevos súbditos la literatura caballeresca del siglo XII, las “novelas de aventuras” provenzales y otros escritos que tuvieron vasta difusión en las cortes latinas de los países griegos. La novela francesa medieval, cuyo carácter cosmopolita se probó con su mucho éxito en Alemania, Italia e Inglaterra, podía también implantarse en Grecia, donde las condiciones exteriores creadas en el siglo XIII parecían extremadamente favorables a la extensión de tal literatura. Por lo tanto la ciencia se ha planteado el problema de saber si la novela bizantina versificada de aquella poca es una mera imitación de los modelos occidentales, o si en esas “novelas de aventuras” bizantinas han de verse escritos originales nacidos bajo el influjo le las condiciones de la vida bizantina, análoga en ese caso a la vida de Occidente y sólo parcialmente influidos por el extranjero, esto es, por la literatura occidental.

Bury opina que “acaso” la lectura de las novelas occidentales incitó a los griegos a componer obras impregnadas de ideas occidentales, al igual que las odas de Horacio o las églogas de Virgilio y la “Eneida,” fueron influidas por modelos griegos”. La opinión de los sabios sobre este punto se funda en el estudio de las obras literarias —a menudo anónimas y de fecha difícil de establecer con precisión—, de su lengua, de su métrica y de su contenido histórico literario.

Detengámonos, por vía de ejemplo, en la novela anónima, en verso, Beltandros y Crisanza, cuya primera redacción data probablemente del siglo XIII. El texto que nos ha llegado lleva la huella de modificaciones anteriores y quizá se remonte al siglo XV.

El tema de la novela es éste: un emperador, Rodofilos, tiene dos hijos: Filarmos y Beltandros. Beltandros, el menor, gallardo y valeroso, no pudiendo soportar las vejaciones a que le somete su padre, abandona su país, esperando encontrar en el extranjero una suerte mejor. Cruza las regiones vecinas de Turquía, penetra en la Armenia Menor o Cuida y llega a Tarso. En las cercanías le esta ciudad se detiene junto a un riachuelo en cuyas aguas brilla un astro ardiente, el cual guía a Beltandros hasta un magnífico castillo, lleno de sorprendentes objetos, que en la novela es llamado Castillo de Amor, ese lugar, leyendo las inscripciones grabadas en dos estatuas, se informa el protagonista de que está predestinado a amar a Crisanza, la “hija del rey de la gran Antioquía”. Decidido a conocer todas “las dulces amarguras de aquel castillo de amor,” Beltandros, a invitación del castellano, “el Dios del Amor, que llevaba en la cabeza el distintivo imperial y en la mano un cetro grande y una flecha de orón, se presenta ante su trono. El dios, tras hacerle contar sus aventuras, le ordena que elija, entre cuarenta jóvenes, la más bella, entregando. la escogida una sortija “trenzada de hierro, oro y topacio”. Sigue una curiosa descripción del concurso de belleza, que nos recuerda el juicio de París revoca la célebre usanza bizantina de llamar a examen las mujeres más dignas le ser la esposa del basileo. Beltandros entrega el anillo a la que le parece más bella y de pronto cuanto le rodea, incluso el dios del Amor y las cuarenta muchachas, desaparecen “como un sueño”. Beltandros parte y tras cinco días de marcha llega a los alrededores de Antioquía, cuyo rey le toma a su servicio. Beltandros adquiere gran favor en la corte.

En Crisanza, la hija del rey, reconoce, maravillado, a la doncella a quien entregó la sortija en el Castillo de Amor. Los jóvenes se enamoran y, a pesar de los rigores que rodean en Oriente la vida de la mujer, se entrevistan por las noches. Pero cierta entrevista en los jardines del palacio termina desastrosamente para Beltandros, porque a la mañana los guardias le ven y le aprisionan. Crisanza persuade a su fiel camarista de que diga que Beltandros había acudido al jardín citado con la última. El padre de Crisanza perdona a Beltandros y, con asenso secreto de Crisanza, se celebra el falso casamiento de Beltandros con la sirvienta. Continúan las entrevistas secretas de Beltandros y su amada, y a los diez meses ambos huyen, con la camarista y algunos servidores leales. Al atravesar con precipitación un río sinuoso, mueren todos los acompañantes de la pareja, mientras los amantes, con gran trabajo, se salvan y llegan al mar, donde se halla un navio griego enviado por el emperador para buscar a su hijo fugitivo, ya que el primogénito ha muerto. Los emisarios del emperador reconocen al hijo de su señor, le recogen, así como a Crisanza, los llevan a la capital y allí son recibidos con gran alegría por Rodofilos, que no esperaba ver más a su hijo. La novela concluye con el solemne matrimonio de los enamorados, y el obispo celebra a la vez la ceremonia nupcial y la coronación de Beltandros.

La opinión general de los sabios sobre la novela bizantina de la época de las Cruzadas puede deducirse del juicio que formulan sobre esta obra anónima. Algunos suponen que una novela francesa de aventuras, perdida y desconocida, ha servido de fundamento a este relato. En el Castillo de Amor —el Erotocastron griego— ven el Castillo de Amor de la poesía provenzal, y en los nombres de Rodofilos y Beltandros reconocen los nombres occidentales, grequificados, de Rodolfo y Beltrán. Incluso ha llegado a creerse que toda la novela de Beltandros y Crisanza no es sino una adaptación griega de un cuento francés sobre el caballero franco del siglo XIV Bertrand du Guesclin, contemporáneo de la guerra de Cien Años.

Krumbacher, inclinado en principio a atribuir a las fuentes occidentales cuanto se halla en la poesía popular de la Grecia medieval sobre el Castillo de Amor, Eros, etc., entiende, sin embargo, que esta novela ha tenido que ser escrita por un griego, pero en una región impregnada desde hacía mucho de cultura francesa. Mas la cuestión esencial, a saber, el origen francés o greco-oriental del fondo de la obra, persistirá en suspenso mientras no se halle el verdadero prototipo de esa novela. Bury opina que el romance de Beltandros y Crisanza es griego de extremo a extremo por su construcción, descripciones e ideas, no hallando en su texto nada atribuíble a influjos occidentales. El desarrollo de la literatura corrió parejas en los países francos y en los griegos. Así como las novelas francesas del siglo XII fueron precedidas por muchos poemas épicos, igualmente la novela griega de los siglos XIII y XIV tiene fundamentos épicos. En ambos casos el desarrollo de los argumentos novelescos recibió su inspiración de una influencia helenística directa o indirecta: en Francia por intermedio de la literatura latina, y en especial de Ovidio; en Grecia a través de la tradición griega,viva aún. Los griegos poseían ya, con una técnica propia, todo el fondo y argumentos de sus novelas de aventuras, cuando los caballeros orientales se instalaron en Oriente. De modo que la literatura francesa del siglo XII no podía ejercer sobre Bizancio una influencia tan grande como, por ejemplo, sobre Alemania. La literatura novelesca de Occidente no fue una revelación para un pueblo que tenía en su propia literatura temas, ideales y un elemento fantástico idénticos en cierto sentido a los de Occidente. No cabría negar que la literatura francesa ejerció algún influjo sobre Bizancio en la época de las Cruzadas, dados el acercamiento y mezcla de las dos culturas, en el Oriente cristiano. Pero, en sus rasgos esenciales, las novelas francesas y bizantinas tienen un fondo común helenístico y su desarrollo se produjo de forma paralela e independiente. Según Diehl, el fondo de Beltandros y Crisanza es puramente bizantino, ya que a los barones francos llegados como conquistadores, la civilización griega debió de darles más de lo que recibió de ellos.

Al siglo XIII puede atribuirse también otra novela de amor, escrita en versos políticos y titulada Calimaco y Crisorroe.

Recientemente han sido estudiadas algunas figuras eminentes del siglo XIII que pertenecieron al occidente de la Península balcánica. Los nombres de esas figuras se vinculan a la existencia e historia del despotado del Epiro, segundo foco de helenismo creado sobre las ruinas del Imperio de Bizancio. Entre esos hombres deben mencionarse Juan Apocaucos, metropolitano de Naupacta (en italiano Lepanto, a la entrada del golfo de Corinto o de Lepanto); Jorge Bardanés, metropolitano de Coreyra (Corfú), y Demetrio Cómatenos, arzobispo de Ochrida, en la Macedonía oriental, región que en la primera mitad del silo XII pertenecía al despotado del Epiro.

Todavía en 1897, Krumbacher no podía mencionar a Juan de Naupacta más que como polemista, enemigo de los latinos y presunto autor de cartas aún inéditas que se hallaban en un manuscrito de Oxford. Sólo a raíz de la publicación de la correspondencia de Juan, hecha por V. G. Vasilievski con arreglo al manuscrito de Leningrado, y de la edición, más reciente, de parte de los escritos del mismo Juan, según el manuscrito de Oxford —edición debida al sabio monje francés Pétrideshemos podido estudiar un tanto a tan interesante hombre y escritor. Pero no se han publicado todavía todos los manuscritos relativos a Juan de Naupacta.

Juan Apocaucos, metropolitano de Naupacta (muerto hacia 1230), había recibido una magnífica educación clásica y teológica. Quizá pasara algún tiempo, en su juventud, viviendo en Constantinopla. Al ser designado para la sede de Naupacta intervino con actividad en la vida política, social y religiosa del despotado del Epiro. Según Vasilievski, “fue jefe de la parte del clero griego ortodoxo que tenía tendencias nacionalistas, así en el Epiro independiente como en las regiones momentáneamente conquistadas. Quizá fuera el inspirador de las miras políticas de los déspotas del Epiro, a quienes sostuvo en sus conflictos contra la autoridad suprema de los patriarcas, tras la que se encubría la sombra del emperador de Nicea, rival de los déspotas”. Juan, escribeT. E. Chernusov, “no fue un monje sombrío encerrado en su celda, sólo interesado por los asuntos religiosos y alejado del mundo y de los hombres. Por lo contrario, en su espíritu y su carácter, en la expresión de su “yo” interior, se notan rasgos que le aproximan, en cierta medida, a los humanistas italianos posteriores”. Se nota, en efecto, en las obras de Juan Apocaucos, el gusto y la pasión de escribir, motivadores de una larga correspondencia; el amor de la naturaleza, que comprende bien, y su fervor a la literatura antigua, sobre todo en los autores más célebres: Homero, Eurípides, Aristófanes, Tucídides, Aristóteles, los cuales, más la Biblia, le proporcionan abundante documentación que le permite establecer muchos paralelos y analogías. Hasta hoy se han publicado más de 40 de sus escritos; cartas, reglamentos canónicos diversos, epigramas. Entre sus corresponsales cabe citar a Teodoro Comneno, déspota del Epiro, y al célebre metropolitano de Atenas Miguel Acominatos. Como no se han publicado todos los escritos de Juan Apocaucos, al futuro corresponde determinar de manera más completa y precisa el papel de este hombre como estadista y como autor.

La segunda personalidad eminente de la época del despotado del Epiro fue Jorge Bardanes, metropolitano de Corcyra, quien durante mucho tiempo ha motivado equívocos entre los especialistas. A fines del siglo XVI, el cardenal Baronio, célebre autor de los Anales Eclesiásticos, apoyándose en las cartas de Jorge a los emperadores Federico y Manuel Ducas Comneno, situaba la existencia de Bardanes en el siglo XII, viendo en el primer emperador a Federico I Barbarroja y en el segundo a Manuel I Comneno.

Más recientemente, algunos críticos, notando que ciertos escritos polémicos atribuidos a Jorge no podían, por su contenido, ser del siglo XII, dedujeron que había dos Jorges de Corcyra, uno en el siglo XII y otro en el XIII. Este razonamiento — erróneo, como pronto veremos— fue admitido por Krumbacher en su Historia de la literatura bizantina, es decir, en 1897. Pero ya en 1885 había resuelto este asunto V. G. Vasilievski, demostrando de modo indiscutible que sólo había un Jorge, metropolitano de Corcyra, que vivió en el siglo XIII, debiendo en su correspondencia verse, no a Federico Barbarroja, sino a Federico II, y no a Manuel I Comneno, sino a Manuel, déspota de Tesalónica y hermano del emperador de Tesalónica Teodoro Ducas Ángel, hecho prisionero por los búlgaros. Por tanto Jorge Bardanes perteneció al siglo XIII.

Jorge Bardanes, nacido probablemente en Atenas, fue discípulo y después amigo y corresponsal de Miguel Acominatos, cuyas cartas nos dan numerosas indicaciones sobre la vida de aquél. Pasó algún tiempo en la corte de Nicea y volvió luego a Occidente, donde le ordenó obispo de Corcyra el metropolitano Juan de Naupacta. Teodoro Ángel, déspota del Epiro, le testimonió mucha benevolencia. Poseemos interesantes cartas de Jorge a Miguel Acominatos. Éste aunque apreciando el estilo elegante y bien ordenado de Jorge, le indicaba, sin embargo, en sus epístolas las imperfecciones idiomáticas que en Bardanes advertía, corrigiéndoselas.A m ás de sus cartas, Jorge escribió obras polémicas contra los latinos y algunos poemas yámbicos.

El célebre prelado y canonista griego de la  tas canónicas; sentencias jurídicas, actas de concilio, etc. Estos escritos tienen gran importancia para la historia general del Derecho bizantino y la particular del canónico, y dan interesantes informes sobre la historia de la Iglesia, la vida interior y las relaciones internacionales de la primera mitad del siglo XIII en el Epiro, Albania, Servia, Bulgaria y en los Estados latinos.

Los tres escritores que acabarnos de nombrar fueron los representantes más eminentes del movimiento ideológico en la época del despotado del Epiro y del efímero Imperio de Tesalónica.

El arte bizantino de ese período se caracteriza por los rasgos siguientes: numerosos artistas parten de Constantinopla y Tesalónica para buscar nuevos temas en el poderoso reino servio o para reunirse a los artistas ya establecidos en Venecia. “Hubo —escribe un historiador— una especie de “diáspora” (dispersión) de pintores. Aquellos misioneros del arte bizantino dieron directrices a las escuelas eslavas, cuya plena madurez no empezamos a percibir sino en una época bastante tardía”. De todos modos las tradiciones artísticas no perecieron y el renacimiento artístico de la época de los Paleólogos arrancó, en cierta medida, de las tradiciones y obras de una época precedente, que se conservaron durante el siglo XII.

El movimiento ideológico del período del Imperio de Nicea ocupa importantísimo lugar en la historia de la civilización bizantina. La corte de Nicea fue el centro intelectual que, en medio de las divisiones políticas, las encarnizadas luchas internacionales y los desórdenes internos del Imperio latino, salvó, prosiguió y mantuvo la obra del primer Renacimiento helénico, contemporáneo de los Comnenos, posibilitando el ulterior surgimiento y desarrollo del segundo renacimiento helénico bajo los Paleólogos. Nicea equivale a un puente entre el primero y segundo Renacimientos.

El foco intelectual creado en el siglo XIII en el occidente de la Península balcánica fue el eslabón que enlazó el Oriente cristiano con la Europa occidental en el desenvolvimiento intelectual del siglo XIII. El “prólogo del Renacimiento” que fue el vasto movimiento ideológico sobrevenido en Italia bajo Federico II, no se ha estudiado a fondo todavía, pero sí ha sido advertido por todos. En cambio el progreso intelectual de Nicea en el mismo siglo XIII, y sobre todo el movimiento intelectual del al parecer desolado y abandonado Epiro, no suelen ser tomados en consideración, aunque ya habían empezado a manifestarse algún tiempo antes. Y de hecho esos tres movimientos —niceano, italiano, epirota—se desarrollaron paralelamente, con más o menos intensidad y acaso ejerciendo unos sobre otros una influencia mutua. Hasta un fenómeno tan modesto a primera vista como el impulso espiritual del Epiro en el siglo XIII debe dejar de examinarse en   local, y recibir el lugar que merece en la historia general de la civilización europea en el siglo XIII.

 

 

Capítulo VIII

LA CAÍDA DE BIZANCIO

La época de los Paleólogos: la historia exterior. Situación general del Imperio en la época de los Paleólogos. Insuficiencia de los estudios referentes a esa época. Caracteres de los diferentes emperadores.