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VASILIEV

HISTORIA DEL IMPERIO BIZANTINO

 

Capítulo VIII

LA CAÍDA DE BIZANCIO

La época de los Paleólogos: la historia exterior. Situación general del Imperio en la época de los Paleólogos. Insuficiencia de los estudios referentes a esa época. Caracteres de los diferentes emperadores.

 

“Constantinopla, Acrópolis del Universo, capital del Imperio Romano, que había estado, por la voluntad de Dios, bajo el poder de los latinos, se encontró de nuevo bajo el poder de los romanos, y esto les fue concedido por nuestra mediación”. Tales palabras se leen en la autobiografía de Miguel Paleólogo, primer soberano del restaurado Imperio bizantino.

La extensión territorial del Imperio de Miguel era muy inferior a la del Imperio de los Comnenos y Ángeles (sobre todo tal como el Imperio fue a partir de la primera Cruzada), sin hablar ya de la época anterior. En 1261 el Imperio comprendía el ángulo noroeste del Asia Menor, buena parte de Tracia y Macedonia, Tesalónica y varias islas del norte del Egeo. El Bósforo y el Helesponto, arterias importantísimas en lo político y lo comercial, se hallaban incluidas en el Imperio restaurado. El despotado del Epiro quedaba bajo la soberanía del Imperio. Al principio de su reinado, Miguel recibió tres fortalezas francas en el Peloponeso, como rescate de Guillermo de Villehardouin, príncipe de Acaya, capturado por los griegos en la batalla de Castoria. Esas fortalezas eran Monemvasia (Malvasía), en el litoral oriental, el castillo de Mistra, y Maina, erigida por los francos en el monte Taigeto para reprimir a las tribus eslavas que moraban en los contornos. Estas fortalezas se convirtieron en bases estratégicas desde las que los emperadores bizantinos lucharon con éxito contra los duques francos.

Pero aquellos restos del antiguo Imperio griego se hallaban amenazados desde todas partes por pueblos poderosos en lo económico o lo político, como eran, al este del Asia Menor, los turcos; los servios y búlgaros al norte, en los Balcanes; los venecianos que ocupaban parte del Archipiélago; los genoveses, dueños de algunos puntos del mar Negro, y los caballeros latinos, señores del Peloponeso y de parte del centro de Grecia. Miguel no logró tampoco reunir todos los centros griegos, ya que Trebisonda seguía llevando una existencia separada y sus emperadores habían logrado dominar las posesiones bizantinas de Crimea, es decir, el tema del Quersoneso o Kerson, con las regiones vecinas, a menudo denominadas “Klimata góticas”. El despotado del Epiro sólo dependía de los emperadores hasta cierto punto. No obstante, bajo Miguel Paleólogo fue cuando alcanzó el Imperio su mayor extensión durante el último período de su existencia. Pero los límites de entonces sólo se conservaron mientras vivió Miguel, por lo que el profesor T. Fiorinski puede decir que dicho emperador fue, a la vez “el primero y el último soberano potente de la Bizancio restaurada”. De todos modos, el Imperio del primer Paleólogo se presenta a un gran bizantinista contemporáneo como “un cuerpo débil, enflaquecido y mísero, con una cabeza enorme: Constantinopla”.

La capital, no repuesta aún del pillaje de 1204, estaba, al pasar a manos de Miguel, en un estado de gran decadencia y ruina. Los más ricos y hermosos edificios habían sido saqueados. El palacio de las Blaquernas, residencia imperial desde tiempos de los Comnenos y cuyas ricas decoraciones y mosaicos pasmaban a los extranjeros, estaba inhabitable y en pleno abandono, hallándose, en el interior, según una fuente griega, “ahumado por el humo y vapor del carbón italiano” empleado por los emperadores latinos en sus fiestas.

Aunque el Imperio de los Paleólogos siguió siendo uno de los centros principales de la civilización del mundo, Constantinopla cesó de ser uno de los centros de la política europea. “Tras la restauración de los Paleólogos, el Imperio tiene casi exclusivamente la importancia de un reino griego medieval, continuación, en el fondo, del de Nicea, aunque otra vez instalado en las Blanquernas y revestido de las formas caducas del antiguo poderío bizantino”. En torno a ese organismo envejecido crecían y se afirmaban pueblos más jóvenes, sobre todo los servios de Esteban Dushan y los turcos osmanlíes. Las repúblicas mercantiles italianas, Génova y Venecia, y en especial la primera, monopolizaban el comercio del Imperio y reducían a éste a una franca dependencia económica y hacendística. Se planteaba, pues, el problema de saber qué pueblo concluiría con el Imperio cristiano de Oriente, apoderándose de Constantinopla y dominando la Península balcánica. La historia del siglo XIV desenlazó este problema en favor de los turcos.

Pero si la vida exterior de la Bizancio de los Paleólogos fue de trascendencia secundaria, su vida interior tuvo importancia grande. En la época de los Paleólogos asistimos al renacimiento del patriotismo entre la población griega, que vuelve sus miradas a la Antigüedad helénica clásica. Oficialmente los emperadores seguían titulándose de ordinario “basileos de los romanos”, hombres eminentes de la época persuadieron al basileo de que asumiese el nuevo título de “emperador de los helenos”. Se comprendía que el antiguo Imperio, vasto y heterogéneo, se convertía en Estado modesto por su extensión territorial y griego por su composición. En esta manifestación de patriotismo helénico e inclinación al pasado glorioso de los helenos puede verse, con algún fundamento, uno de los principios que debían producir, en el siglo XX, el resurgimiento de la Grecia moderna.

La época de los Paleólogos, a causa de la extraordinaria mezcla, en el seno del Imperio, de los elementos occidentales y orientales, se señaló por un gran florecimiento de la vida artística e intelectual, lo que en principio puede parecer insólito, atendidas las casi incesantes turbulencias interiores y la situación exterior, desesperada a veces. Y, sin embargo, Bizancio tuvo en ese período muchos sabios, hombres cultos y escritores de talento, en ocasiones muy originales en los diversos dominios de las Letras. Monumentos artísticos como los mosaicos de la mezquita de Kahrié Dyami (iglesia bizantina de Gora), Mistra, en el Peloponeso, y las iglesias del Athos, permiten apreciar la importancia de la actividad artística bajo los Paleólogos. Se ha comparado con frecuencia el impulso artístico de esta época al pre-Renacimiento artístico de la Europa occidental, es decir, al primer período del Humanismo italiano. Trataremos con más detalles de estos fenómenos relacionados con las esferas de la literatura y el arte, y de las principales cuestiones planteadas al respecto por la ciencia, en el capítulo dedicado a la civilización bizantina de la época de los Paleólogos.

Esta época es una de las menos estudiadas de la historia bizantina. Ello se debe en parte a la extrema complejidad de su historia exterior, y sobre todo interior, y en parte a la abundancia y diversidad de las fuentes, la mayoría de ellas no editadas aún y yacentes entre los tesoros manuscritos de las bibliotecas occidentales y orientales. La ciencia no posee aún ni una sola monografía completa a propósito de cualquiera de los Paleólogos, es decir, un estudio que abarque todos los aspectos del reinado de tal o cual monarca de esa dinastía. Los estudios monográficos aparecidos hasta hoy sobre tal época sólo tienden a esclarecer, de ordinario, algún aspecto de la actividad de determinados emperadores. Sólo hallamos como la excepción la corta, pero completa, monografía dedicada en 1926 por C. Chapman a Miguel Paleólogo.

La dinastía de los Paleólogos descendía de una conocida familia griega que había dado a Bizancio, desde tiempos de los Comnenos, varios hombres enérgicos e inteligentes, sobre todo en el sentido militar. Aquella familia, en el transcurso de los años, había emparentado con las familias imperiales de los Comnenos, los Ducas y los Ángeles. Por ello los primeros Paleólogos —Miguel VIII siempre, Andrónico II a veces— firmaban los documentos con sus cuatro nombres de familia: por ejemplo, Miguel Ducas Ángel Comneno Paleólogo. Más adelante los emperadores firmaron “Paleólogo” a secas.

Los Paleólogos ocuparon el trono bizantino durante 192 años (1361-1453), siendo, pues, la dinastía más duradera de toda la historia bizantina. El primer Paleólogo que ascendió al trono de un Imperio quebrantado y disminuido, es decir, el astuto y cruel Miguel VIII (1261-1282), era diplomático hábil y talentoso y acertó a salvar al Imperio del terrible peligro que le amenazaba por Occidente, en forma del reino de las Dos Sicilias. Miguel transmitió el trono a su hijo Andrónico II el Viejo (1282-1328). De este dice el inglés Miller: “La naturaleza le había destinado a ser profesor de teología; el azar le llevó al trono bizantino”. Andrónico II se casó dos veces: primero con Ana, hija del rey húngaro Esteban V, y después con Yolanda (Violante)-Irene, hermana del marqués de Monferrato, a la muerte del cual ella heredó el marquesado.

No pudiendo aceptarlo, como emperatriz bizantina que era, lo legó a uno de sus hijos, quien fundó en los dominios de Monferrato una dinastía de Paleólogos que se extinguió en la primera mitad del siglo XVI.

En 1294, Andrónico asocióse a su hijo Miguel, habido con su primera esposa. Miguel murió en 1320, esto es, antes que su padre, no obstante lo cual los historiadores le dan a menudo el nombre de Miguel IX. Se entablaron negociaciones tendentes al matrimonio de Miguel con Catalina de Courtenay, hija del emperador titular de Romanía, es decir, del antiguo Imperio latino, mas, aunque el Papa siguió con interés este proyecto, Miguel, al cabo, casó con la princesa armenia Xenia-María.

Andrónico, hijo de Miguel y nieto de Andrónico II, fue durante mucho tiempo predilecto de su abuelo. Pero el carácter ligero del joven Andrónico le inclinó en exceso a las aventuras amorosas, una de las cuales concluyó con la muerte de su hermano y llevó a Miguel IX a una muerte prematura. Esto hizo cambiar en absoluto los sentimientos de Andrónico II respecto a su nieto. Siguióse una lucha entre ambos. Se formó contra Andrónico el Viejo un fuerte partido de oposición, donde desempeñó papel primordial Juan Cantacuzeno, tan célebre después. La lucha civil concluyó en ventaja de Andrónico el Joven, quien en 1328 tomó Constantinopla por sorpresa y forzó a su abuelo a abdicar. El emperador depuesto, cuyo largo reinado había constituido una etapa de decadencia para Bizancio, acabó sus días como monje en un convento (1332).

Bajo Andrónico el Joven (1328-1341) los asuntos públicos fueron principalmente dirigidos por Juan Cantacuzeno, antiguo jefe del partido de oposición, y a cuyas manos pasaron el gobierno interior del Estado y los negocios extranjeros. El nuevo emperador seguía entregado al placer, como hasta entonces, y no tenía disposición alguna para las cuestiones de gobierno, a pesar de lo cual participó personalmente en las numerosas guerras sostenidas durante su reinado. De todos modos, Cantacuzeno no se sentía satisfecho con su preponderante situación política y tendía a obtener todo el poder o al menos una regencia que lo equivaliese. Esta idea fija fue el hilo que guió su política durante los 13 años del reinado de Andrónico. La madre de Andrónico y la segunda esposa de éste, Ana de Saboya, se mostraron hostiles a la influencia de Cantacuzeno. Mas Cantacuzeno, merced a sus intrigas, mantuvo su preponderancia hasta la muerte de Andrónico.

Al morir Andrónico III en 1341, su hijo mayor, el emperador Juan V (1341-1391), contaba apenas once años. En torno al emperador entablóse una guerra civil larga y agotadora para el ya decaído Estado. En aquella lucha por el poder, Juan Cantacuzeno desempeñó de nuevo el papel principal. Formóse contra Cantacuzeno un potente partido, que incluía a la viuda del emperador difunto, Ana de Saboya, nombrada regente; a Alejo Apocaucos, hombre ávido y ambicioso, antiguo protegido de Cantacuzeno; al patriarca y a otras personalidades. Esa lucha civil se caracterizó por la parte que en ella desempeñaron, ora en pro de un bando, ora de otro, los pueblos extranjeros, que trataban de alcanzar fines políticos particulares. Esos pueblos fueron los servios, los búlgaros, los turcos selyúcídas y los osmanlíes. A los pocos meses de la muerte de Andrónico III, Cantacuzeno se proclamó emperador en una ciudad de Tracia, con el nombre de Juan VI. Y a corto tiempo se celebraba solemnemente en Constantinopla la coronación de Juan V Paleólogo. Hubo, pues, dos emperadores simultáneos. Cantacuzeno, apoyado por los turcos (incluso llegó a casar su hija con un sultán otomano), logró ventaja. Apocaucos, su rival más temible, fue muerto en Constantinopla. El patriarca de Jerusalén coronó emperador a Cantacuzeno en Adrianópolis, poniéndole en la cabeza una corona de oro. Tras esto, la capital le abrió sus puertas. Ana de Saboya tuvo que ceder, y Juan Cantacuzeno fue reconocido emperador e igual a Juan V Paleólogo. Se celebró una nueva coronación de Cantacuzeno (1347). Su hija Elena casó con el joven Paleólogo. Así se realizaban los ambiciosos proyectos del antiguo ministro.

El mismo año (1347) en que Constantinopla abría sus puertas a Cantacuzeno, llegaba al poder en Roma, si bien por breve espacio, el tribuno Coladi Rienzi, hombre soñador, fascinado por los recuerdos gloriosos de la antigua República romana. Cantacuzeno le envió una embajada con una carta de salutación.

El borrascoso reinado de Cantacuzeno, en cuyo curso Juan Paleólogo fue relegado a segundo plano, resultó importantísimo en el sentido de la política exterior. La política personal de Cantacuzeno se centró en un esfuerzo enérgico y continuo para eliminar a los Paleólogos por completo. Juan VI proclamó emperador asociado a su hijo, le declaró heredero y prohibió que en los templos y ceremonias públicas se nombrara a Juan Paleólogo. Pero la influencia de Cantacuzeno sobre los bizantinos disminuía de vez en vez, y la instalación de los turcos en Europa asestó un golpe mortal a su prestigio. Ayudado por los genoveses, Juan Paleólogo entró en Constantinopla, en 1354. Cantacuzeno, forzado a abdicar, hízose monje con el nombre de Joasaf y pasó la última parte de su vida ocupado en redactar sus interesantes Memorias, de las que hablaremos después. En uno de los manuscritos griegos de la Biblioteca Nacional de París se conservan dos curiosas miniaturas que representan a Cantacuzeno. En la segunda se le ve revestido con el atuendo imperial al lado de su propia imagen con ropas monásticas. Su hijo abdicó a la vez que él.

Juan V Paleólogo, al convertirse en único emperador, halló una herencia miserable. Florinski dice: “Una cuantas islas y una provincia (Tracia) arruinada y despoblada y en un punto de la cual, muy cerca de la capital, había un centro de rapaces genoveses, mientras al otro lado se elevaba el potente coloso turco: tal era el Imperio que Juan debía gobernar”.

Además, las desventuras de Juan V no habían terminado. Querellóse con su hijo mayor Andrónico, y éste en 1376 depuso a su padre, coronándose con el nombre de Andrónico IV (1376-1379) y asociando al poder a su hijo Juan. El anciano emperador Juan V y su hijo Manuel, futuro emperador, fueron encerrados en una prisión. Pero en 1379 Juan V logró fugarse y, ayudado por los turcos, recobró el trono. Andrónico y su padre llegaron a un pacto que duró hasta la muerte del primero (1385), tras lo cual Juan V, prescindiendo de los derechos de su nieto Juan, asoció al trono a su hijo Manuel. Hacia finales del reinado de Juan V, su hijo Juan se levantó contra él, apoderándose de Constantinopla en 1390 y reinando unos pocos meses (Juan VII).

Recientes documentos de los archivos venecianos permiten afirmar casi con certeza que la rebelión de 1390 fue organizada por el sultán Bayaceto (Bayazid). El Senado veneciano, bien informado, como siempre, de la situación de Constantinopla, consideró posible la exaltación de Bayaceto al trono bizantino. En las instrucciones de los embajadores enviados por Venecia a Constantinopla en 1390 leemos: “Si halláis al hijo de Murad (Bayaceto) en Constantinopla, procurad obtener que levante el embargo de los navios venecianos”. Merced a la actividad de Manuel, Juan V fue restablecido en el trono. A principios de 1391, Juan V murió tras un largo y turbulento reinado. Manuel II (1391­1425) le sucedió.

Poco antes de ascender al trono el nuevo emperador había casado con una eslava hija de Constantino Dragases, un soberano del norte de Macedonia.

Esta mujer dio a Manuel seis hijos, dos de los cuales, Juan VIII y Constantino XI, fueron los últimos emperadores bizantinos. Este último aparece mencionado a menudo con el nombre eslavo de su abuelo materno Dragosh (Draoasés). Los dos últimos Paleólogos fueron, pues, medio eslavos. Nos han llegado dos retratos de Elena, la esposa de Manuel: uno está grabado sobre una miniatura de un valioso manuscrito griego del Museo del Louvre. En esa miniatura se ven a Manuel, a su esposa y a tres de sus hijos coronados por la Virgen María. Dicho manuscrito, una de las joyas del Museo del Louvre, contiene las obras. de San Dionisio el Areopagita y fue enviado a París por Manuel, a guisa de regalo. El otro retrato de Elena se ha conservado en un sello de plomo o molibdobullon.

Manuel, hombre noble, culto, de gran talento literario, comprendió desde su juventud la terrible situación del Imperio y las dificultades de la herencia que le había de corresponder. Habiendo recibido de su padre el gobierno de la ciudad de Tesalónica, púsose de acuerdo con los moradores de una ciudad macedonia ocupada por las tropas del sultán Murad, para pasar a cuchillo a la guarnición y librar a la ciudad del yugo turco. El sultán, descubriéndolo, resolvió castigar severamente al gobernador de Tesalónica. Impotente para resistir, Manuel, tras una tentativa infructuosa de hallar asilo junto a su amedrentado padre, se dirigió resueltamente a la residencia de Murad y le manifestó que deploraba lo que había fraguado. “El infiel, pero sabio sultán —dice una fuente— recibió con condescendencia a su visitante, pasó con él algunos días, le dio antes de separarse provisiones para el camino y ricos regalos, y le envió a su padre con una carta en la que pedía que perdonase lo que su hijo había hecho por ignorancia”. Según la misma fuente, Murad, en su discurso de despedida, dijo a Manuel: “Gobierna en paz lo que te pertenece y no busques lo ajeno. Si algún día necesitas dinero u otra ayuda, yo celebraré atender tu demanda”.

Más tarde, Bayaceto, sucesor de Murad, exigió a Juan V que le enviase, a más del tributo convenido, un destacamento de auxiliares griegos y a su hijo Manuel. Manuel hubo de someterse a tales exigencias y cooperar con los turcos en las incursiones de éstos en el Asia Menor. En las cartas de Manuel fechadas en esa época se reflejan la humillación que sufría, su absoluta impotencia para liberarse y las muchas privaciones de la campaña. Tras describir la insuficiencia de aprovisionamiento, el frío, la fatiga, las dificultades padecidas en el cruce de montañas “donde ni las bestias salvajes podrían hallar sustento”, Manuel hace una trágica observación: “Todo eso lo sufrimos en común con el ejército, pero lo insoportable para nosotros es que combatimos con ellos y por ellos, y eso significa un aumento de sus fuerzas y una disminución de las nuestras”.

En otra carta dice, respecto a las ciudades arruinadas que halló en su campaña: “A mis preguntas sobre el nombre de las ciudades, mis interlocutores respondieron: Así como nosotros las hemos destruido, el tiempo ha destruido su nombre”. Y acometióme gran tristeza; pero me entristezco en silencio y tengo aún la fuerza de contener mis sentimientos. En tales condiciones de humillación y servilismo respecto a los turcos vivió Manuel antes de llegar al trono.

La nobleza de su carácter mostróse sobre todo al rescatar a Juan, su padre, del poder de los venecianos. Queriendo el emperador volver de Italia —durante un viaje de que hablaremos después— los gobernantes de Venecia le retuvieron en la ciudad con el pretexto de no haber pagado la deuda contraída con ellos. Mientras Andrónico, hijo mayor de Juan y gobernante del Imperio en su ausencia, mostróse sordo a las súplicas paternas, Manuel, reuniendo a toda prisa la suma requerida, dirigióse a Venecia y rescato a su padre de tan vergonzoso cautiverio.

Después de un reinado largo y difícil, Manuel, en los últimos años de su vida, pasó a su hijo Juan la dirección de los asuntos públicos y consagró todo su tiempo al estudio de la Santa Escritura. A poco sufrió un ataque de apoplejía y dos días antes de su muerte hízose tonsurar y tomó el nombre de Matías o Mateo.

Juan VIII, hijo y sucesor de Manuel, reinó de 1425 a 1448. El nuevo emperador se casó tres veces, cada vez con una mujer de nacionalidad distinta. Su primera esposa fue la joven princesa rusa Ana, hija del gran príncipe de Moscovia, Basilio I. Ana, después de tres años de matrimonio, en cuyo tiempo se granjeó el cariño de los moradores de la capital, murió en una epidemia de peste. La segunda esposa de Juan fue la italiana Sofía de Monferrato, mujer de grandes cualidades morales, pero cuya mucha fealdad inspiraba aversión al marido. El historiador bizantino Ducas, tras describir el aspecto de Sofía, cita un proverbio popular de su época: “Por delante se parece a Cuaresma, y por detrás a Pascuas”. No pudiendo soportar su humillante situación en la corte, Sofía, ayudada por los genoveses de Gálata huyó a Italia, con gran contento de su esposo, y allí concluyó sus días en un convento. María, tercera esposa de Juan, y princesa da la familia de los Comnenos de Trebisonda, fue “tan estimable por su belleza como por sus virtudes”. La gracia de aquella encantadora mujer ha sido des crita por el mismo historiador bizantino y por un peregrino francés de paso en Constantinopla, camino de los Santos Lugares, y a quien transportó de admiración la belleza de la basilisia cuando la vio salir de Santa Sofía. María ejerció hasta su muerte gran influjo sobre el emperador. Murió antes que Juan. Aun hoy se conserva en una isla del archipiélago de los Príncipes, cerca de Constantinopla, una 365 capillita erigida en honor de la Virgen por orden de la bella princesa de Trebisonda.

Juan VIII no tuvo hijos de ninguna de sus tres esposas. Al morir en el otoño de 1448, planteóse la cuestión sucesoria. La emperatriz viuda (esposa de Manuel II, y que vivía aún), los hermanos del emperador difunto y los magistrados superiores de Constantinopla fijaron su elección en Constantino, hermano de Juan VIII y que con posterioridad se transformó en déspota de Morea. Se hizo saber la elección al sultán, quien la aprobó. Entonces envióse a Morea una diputación para informarle de su exaltación al quebrantado trono de un Imperio antaño tan grande. A principios de 1449, en Mistra (la Esparta medieval), fue coronado posteriormente emperador bizantino, quien a poco llegó, en naves catalanas, a Constantinopla, siendo fervorosamente recibido por el pueblo. Las dos esposas de Constantino, descendientes ambas de familias latinas que se habían establecido en el Oriente cristiano —la primera pertenecía a la familia Tocco, la otra a una célebre dinastía genovesa de la isla de Lesbos, los Gattilusio—, murieron antes de la proclamación de Constantino. Se generaron negociaciones en Venecia, Portugal, Trebisonda e Iberia (Georgia) para elegir tercera esposa al nuevo emperador, pero no dieron resultado esperado. La caída de Constantinopla y la muerte de Constantino detuvieron sus proyectos matrimoniales. Su íntimo amigo Jorge Phrantzes, diplomático e historiador de la época de los Paleólogos, nos ha dejado en su historia un curioso relato de la misión llevada a cabo en Trebisonda e Iberia para hallar esposa para el emperador.

Diehl observa que, a pesar de tantos casamientos entre emperadores bizantinos y princesas occidentales, el último emperador, en la hora suprema del Imperio, dirigió sus miradas al Oriente, que comprendía mejor, cuando trató de buscar esposa.

Constantino XI murió en mayo de 1453, al ser tomada Constantinopla por los turcos. Y a la monarquía oriental cristiana substituyó entonces la fuerte potencia militar de los turcos osmanlíes.

De los hermanos sobrevivientes de Constantino, el uno, Demetrio Paleólogo, fue hecho prisionero por Mohamed II, quien casó con su hija. Murió en Adrianópolis, donde se había hecho monje con el nombre de David. Otro, Tomás, murió en Italia, donde soñaba en una Cruzada contra los turcos. El Papa atendió las necesidades materiales de Tomás mientras éste vivió. Su hijo Andrés, convertido al catolicismo, fue entonces el único miembro legítimo de la dinastía de los Paleólogos con derechos al trono bizantino. Según un curioso documento que poseemos, Andrés Paleólogo transmitió sus derechos sobre los Imperios de Bizancio y Trebisonda al rey francés Carlos VIII. Al emprender éste, a fines del siglo XV una expedición contra Nápoles, la consideraba sólo como un preludio de la conquista ulterior de Constantinopla y Jerusalén. De modo que a fines del siglo XV se pensaba todavía en Cruzadas. Pero el acta de transmisión de los derechos de Andrés Paleólogo a Carlos VIII debió de quedar en mero proyecto, puesto que el propio Andrés transmitió más tarde sus derechos sobre el trono bizantino a Fernando e Isabel de España.

Zoé, hija de Tomás Paleólogo y hermana de Andrés, se casó con el gran príncipe de la lejana Moscovia, Iván (Juan) III, siendo conocida en las fuentes rusas con el nombre de Sofía Paleóloga (“Sophia Palaeologina”), “La princesa —dice Klutchevski— transmitió sus derechos de heredera de la proscrita casa de Bizancio a Moscú, como a un nuevo Zargrad, y compartió esos derechos con su esposo”. 367

Moscú empezó a ser comparada a la “Roma de las siete colinas” y a recibir el calificativo de “Tercera Roma”. El gran príncipe de Moscú convirtióse en “Zar de toda la ortodoxia” y Moscú en “la nueva ciudad de Constantino”. El monje Filoteo, escritor ruso de principios del siglo XVI, dice: “Dos Romas han caído; la tercera está en pie; una cuarta no nacerá”. El Papa invitó al sucesor de Iván III a hacer valer sus derechos sobre su “patrimonio de Constantinopla”.

De este modo, la caída del Imperio bizantino y el enlace de Juan III con Sofía Paleóloga fueron el origen de la cuestión de los derechos de los soberanos de Moscovia, representantes y protectores de la ortodoxia oriental, al trono de los basileos bizantinos, caído en manos de los turcos osmanlíes.

 

Política occidental de Miguel VIII. El reino de las Dos Sicilias. Relaciones con Génova y Venecia. Las Vísperas Sicilianas y su significación para Bizancio.

 

La clave de toda la política exterior de Miguel VIII es su actitud ante el reino de las Dos Sicilias. Con arreglo a esta actitud se desarrollaron sus relaciones en Génova, Venecia y la curia pontificia. Su política occidental informó también sus acuerdos con los turcos en Oriente.

Ya vimos que, a fines del siglo XII, Enrique IV de Hohenstaufen, hijo de Federico Barbarroja, había, consecuencia de su matrimonio con la princesa normanda Constancia, heredera del Estado normando de Sicilia e Italia del sur, logrado adquirir el reino de las Dos Sicilias, continuando la política agresiva de sus predecesores respecto a Bizancio. La unión del reino de las Dos Sicilias con Alemania duró hasta 1250, fecha de la muerte de Federico II Hohenstaufen, a raíz de la cual el trono siciliano fue ocupado por Manfredo, hijo natural de Federico, mientras Conrado IV, hijo legítimo del emperador, ascendía al trono imperial por un breve período. Manfredo no sólo se cuidó de los intereses materiales de su reino, sino también de los espirituales, y bajo él Sicilia gozó de paz. Su corte era la más brillante de la época; los soberanos extranjeros mostraban estima a Manfredo y el último emperador latino, Balduino II, le pidió socorro para recobrar Constantinopla. Ante Bizancio, Manfredo siguió la política de sus predecesores, y ello debió lógicamente de inquietar a Miguel VIII, siempre temeroso de una eventual restauración latina en Constantinopla. Además de los pedidos de ayuda que formulaba Balduino, el podestá de los genoveses de Constantinopla (quienes, como sabemos, gozaban entonces en Bizancio de excepcionales privilegios mercantiles) entró en tratos con Manfredo, proponiéndole un plan para ocupar Constantinopla por sorpresa, restaurando el gobierno latino. Al saberlo, Miguel VIII expulsó de la capital a los genoveses y entabló negociaciones con Venecia, la cual recuperó sus antiguos privilegios comerciales en el Imperio, comprometiéndose a pelear al lado de los griegos si éstos eran atacados por Génova.

Pero Manfredo no pudo realizar ninguno de sus proyectos, porque cayó en su lucha con el Papado. El Papa, viendo debilitada a la muerte de Federico II la fuerza de los Hohenstaufen, enemigos irreconciliables de los Pontífices, decidió darles el golpe final. El ejecutor de los propósitos pontificios fue Carlos de Anjou, hermano del rey de Francia, San Luis. Al invitar a Carlos a ocupar Sicilia, el Papa no sólo pensaba en la eliminación de los Hohenstaufen, sino también en la ayuda que Carlos prestaría a la restauración del Imperio latino de Oriente. En 1265, el Papa Clemente IV expresaba la esperanza de que, con el apoyo de Carlos, la situación del Imperio se restablecería. Al aceptar la oferta papal, Carlos de Anjou abrió la era de las “guerras francesas de Italia”, tan nefastas para los intereses vitales de Francia, la cual había, durante varios siglos, de dilapidar en Italia sus recursos y energías en vez de concentrar su atención en las regiones del norte y el este, como los Países Bajos y valle del Rin.

Pocas figuras han sido pintadas por los historiadores con colores tan sombríos como la de Carlos de Anjou, y acaso sin mucho fundamento. Obras recientes han destruido la leyenda que le hace un verdadero tirano, “ávido, astuto y ruin, siempre presto a ahogar en sangre la menor resistencia”. Parece que al dirigirse a Carlos los papas no tuvieron en cuenta su carácter y olvidaron que aquel hombre enérgico, severo a veces hasta la crueldad, no exento de cierta jovialidad de carácter, apasionado de los torneos, amigo de la poesía, el arte y la ciencia, no estaba resuelto a ser un instrumento del Papado, que le había llamado a Italia.

Con las tropas que había llevado a Italia, Carlos aplastó a Manfredo cerca de Benevento (1266). Manfredo cayó. Sicilia y Nápoles pasaron a manos francesas y Carlos de Anjou fue proclamado rey de las Dos Sicilias. Miles de franceses se trasladaron a las 372 nuevas posesiones de Carlos, donde las condiciones de vida eran excelentes.

La política de Carlos respecto a Bizancio no tardó en desvelarse. En presencia y de acuerdo con el Papa, concluyó en Viterbo, no lejos de Roma, un tratado con el emperador latino Balduino II. Por aquel convenio, Balduino cedía a Carlos sus derechos al poder supremo sobre todas las posesiones francas en el antiguo Imperio latino, reservándose tan sólo Constantinopla y algunas islas del Archipiélago. Para ocupar éstas, Carlos prestaría socorro a Balduino. De tal modo renacían íntegramente las pretensiones normandas sobre Bizancio a través de la denominada dinastía francesa del reino de las Dos Sicilias. Miguel, comprendiendo la gravedad e inminencia del peligro, recurrió a una serie de hábiles maniobras diplomáticas. Negociando con el Papa la unión de las Iglesias, Miguel le apartó de Carlos y le inclinó a seguir con Bizancio una política conciliadora. Además Miguel resolvió entenderse de nuevo con los genoveses, a quienes expulsara de la capital cuando supo su propósito de entregarla a los latinos. Los genoveses fueron autorizados a volver a Constantinopla, donde se les reservó un barrio, no en el casco de la ciudad, sino en el arrabal de Gálata, al otro lado del Cuerno de Oro. Los genoveses recuperaron todos sus antiguos privilegios mercantiles, ensancharon su influjo y relegaron a segundo término a los venecianos, sus rivales. Un genovés de la familia Zacearía, que recibió del emperador el derecho de beneficiar unos yacimientos de alumbre en las montañas de Asia Menor vecinas a Focia (en italiano Fogía o Foglia), a la entrada del golfo de Esmirna, ganó una fortuna colosal. El resultado de todo esto fue que, bajo los Paleólogos, Génova ocupó en todo el Oriente bizantino el lugar de Venecia.

Entre tanto, Carlos de Anjou, apoderándose de Corfú, iniciaba ya su plan de conquista contra Bizancio. Miguel VIII, para obtener más éxito en su política de conciliación con el Papa, y esperando influir, por poco que fuere, en la política ofensiva de Carlos, dirigióse a San Luis, hermano de Carlos, rey de Francia y el monarca más piadoso, justo y estimado de la época. Poco antes de la demanda de Miguel, Inglaterra había solicitado de Luis que sirviese” de árbitro en las diferencias internas británicas. Las circunstancias daban a Luis IX otra vez un papel análogo. Miguel VIII donó a Luis un Nuevo Testamento iluminado. A la par —finales de la séptima década del siglo— llegaban a Francia enviados bizantinos “con miras a la unión de las Iglesias griega y romana”. Miguel propuso también al rey de Francia “que reglase, como árbitro, las condiciones de la unión de ambas Iglesias, asegurándole de antemano su entera adhesión”.

Al principio San Luis no había aprobado la decisión de su hermano Carlos respecto a conquistar la Italia meridional, pero más tarde aceptó el hecho consumado, probablemente porque se le convenció de la utilidad del Estado franco-siciliano para la futura Cruzada. Igualmente se había mostrado desfavorable a los propósitos agresivos de Carlos contra Bizancio, pensando que, si el grueso de las fuerzas de Carlos se dirigía contra Constantinopla, no podrían participar en la Cruzada que soñaba Luis. La petición de Miguel de que Luis fuese arbitro de la unión de las Iglesias, y la promesa imperial de someterse al juicio del rey francés, hicieron que éste, ferviente católico, se pusiera de parte de Bizancio.

No era fácil que una presión de Luis influyera en el humor belicoso de su hermano Carlos hasta el punto de forzarle a renunciar a sus planes de conquista del Imperio. Pero la segunda Cruzada de Luis a Túnez retardó algún tiempo la ofensiva de Carlos contra Bizancio, ya que aquella Cruzada, afectaba a los intereses de Carlos en Occidente. En esta obra no podemos sino limitarnos a indicar la cuestión de la actitud de Carlos respecto a esta expedición, cuestión sobre la cual han emitido los sabios diversos criterios. Como quiera que fuese, la muerte repentina de Luis IX en Túnez (1270) deshizo las esperanzas que Miguel fundara en su apoyo. Los enviados bizantinos llegados a Túnez poco antes de la muerte de Luis hubieron de regresar "con las manos vacías de promesas”, según una fuente griega. Carlos se fue por mar hacia Túnez y en dos brillantes campañas forzó al emir tunecino a firmar la paz cargando con los gastos de la guerra y comprometiéndose a pagar a Carlos un tributo cada año. Entonces Carlos decidió desarrollar su ofensiva contra Bizancio. Pero, al regresar de Túnez, una terrible tempestad aniquiló gran parte de su escuadra, lo que le privó por algún tiempo de emprender operaciones militares de la envergadura que planeara.

A principios de la octava década, Carlos pudo enviar ya al Peloponeso una hueste considerable de mercenarios, que pelearon con éxito contra las fuerzas imperiales. Carlos ocupó varias plazas fuertes balcánicas, y en especial Dyrrachium, en la orilla oriental del mar Jónico. Las tribus montañesas de Albania se sometieron a Carlos y el déspota del Epiro le juró fidelidad. De este modo empezó el rey de Nápoles a tomar el título de rey de Albania.En un documento oficial titulábase Dei gratia rex Sicilic et Albaniae  y en una carta escribía que los albaneses “nos han elegido, a nos y a nuestros herederos, reyes y señores perpetuos de dicho reino”

Un historiador italiano del siglo XX observa: “Cuando se estudia más y de modo más profundo la obra de Carlos, se ve aparecer bajo su verdadera luz a ese oscuro precursor de la autonomía política y civil del pueblo albanés, cosa que, en los mismos principios del  siglo XX, parece un sueño y una aspiración vaga e indeterminada”. Pero Carlos no se detuvo en eso, sino que se dirigió a servios y búlgaros, en quienes halló celosos aliados. En su corte aparecieron enviados de los imperatoris vulgarorum et regis Servie. Muchos eslavos meridionales entraron al servicio de Carlos, estableciéndose en país italiano. Un sabio ruso, especializado en el estudio de los archivos italianos, y que ha sacado de ellos numerosos informes sobre los eslavos (V. Makuchev), declara que, a pesar de lo fragmentario de los datos, “se puede juzgar por ellos del proceso de la fijación de los eslavos en la Italia meridional y del gran número de eslavos que desde todas las partes del mundo eslavo meridional convergieron en el servicio de los Angevinos.

Las colonias eslavas del sur de Italia progresan de manera constante del siglo XIII al XV; se crean otras nuevas y crecen las antiguas. En  un documento de 1323 conservado en Nápoles, se menciona el barrio llamado búlgaro (“vicus qui vocatur Bulgarus”). Los embajadores servios y búlgaros llegados a Nápoles se proponían entablar negociaciones con Carlos. Esto demuestra el gran peligro que amenazaba a Bizancio: una alianza franco-eslava. Por ende, Venecia, que desempeñaba un importante papel en el reino de Carlos en los sentidos político, económico y comercial, estaba también en relaciones amistosas con él y sostenía de momento su política imperialista en Oriente.

Para colmo de males, el último emperador de Nicea, Juan IV Lascaris, depuesto y cegado por Miguel VIII, huyó de su prisión de Bizancio y se refugió en la corte de Carlos de Anjou.

De este modo se reunían alrededor de Carlos todos los descontentos del emperador bizantino, esto es, los servios, los búlgaros, Juan IV Lascaris y Balduino II, convirtiéndose todos en meros instrumentos de un rey ambicioso y hábil. El matrimonio acordado entre Balduino y la hija de Carlos daba al primero la esperanza de recobrar la corona. Tal era la situación internacional y las relaciones internacionales en Italia y la Península balcánica, cuyo conjunto debía inspirar a Miguel los más serios temores respecto a Constantinopla y su trono.

Pero el hábil Carlos encontró en Miguel un antagonista no menos hábil, que dirigió toda su atención a la curia romana, a la que había prometido la unión de las Iglesias. El Papa Gregorio X acogió con satisfacción las indicaciones del emperador, no sólo porque podía alarmarle el creciente poderío de Carlos, sino también por su deseo sincero de restablecer la paz y la unidad de la Iglesia y su sueño de libertar a Jerusalén. En tal política conciliadora, Gregorio encontró muchos obstáculos en Carlos, siempre partidario de someter al emperador por la fuerza.

No obstante, el Papa logró que Carlos retardase en un año la campaña ya decidida contra Bizancio, a fin de obtener la unión con la Iglesia oriental. Los emisarios que Miguel enviaba al concilio de Lyon atravesaron con toda seguridad los territorios de Carlos, donde se les procuraron provisiones, salvoconductos, etc.

En 1274 concluyóse en Lyon, entre el Papa y la representación de Miguel VIII, la unión de que hablaremos otra vez en el capítulo consagrado a la historia de la Iglesia. El emperador juzgaba que la unión dábale el derecho de obtener la ayuda pontificia en la reconquista de los territorios balcánicos que en otros tiempos pertenecían al Imperio. Y, en efecto, Miguel atacó a las tropas de Carlos y de sus aliados, obteniendo una gran victoria, debida en mucha parte a que Carlos tenía que hacer frente a dificultades surgidas entonces con Génova.

Pero, después de algunos choques con el Papa a propósito de la unión de León, Carlos consiguió situar en el solio pontificio a Martín IV, uno de sus mejores amigos. Martín rompió la unión acordada con Miguel y púsose de parte del rey de Sicilia. En 1281 se concluyó una alianza entre Carlos, emperador latino titular, y Venecia, a fin de obtener la recuperación del Imperio de Romanía. Formóse una potente coalición contra Bizancio, comprendiendo las fuerzas de las posesiones latinas en los antiguos territorios del Imperio, las de Italia, Francia, la flota veneciana, el Papa, los servios y los búlgaros. Dijérase que Bizancio estaba a las puertas de su ruina y que Carlos de Anjou, “precursor de Napoleón en el siglo XIII, se encontraba a punto de conseguir la dominación universal. Gregoras, historiador griego del siglo XIV, escribe que Carlos “soñaba, en caso de apoderarse de Constantinopla, conquistar entera la monarquía de Julio César y de Augusto”. Sañudo, cronista occidental de la misma época, dice que Carlos “aspiraba a la monarquía universal”. Aquel fue el momento más crítico del reinado de Miguel.

Bizancio se salvó de una manera imprevista, y su salvación vino del Occidente. En Palermo, el 31 de marzo de 1282, estalló una revuelta contra la dominación francesa. El alzamiento se propagó velozmente por toda la isla y se ha hecho célebre en la historia con el nombre de Vísperas Sicilianas.

Al decir de los historiadores, Miguel VIII no era ajeno a esta rebelión. Al tratar de las Vísperas Sicilianas, hecho de los más importantes en la historia de los orígenes de la unificación política de Italia, debe tenerse presente la obra del famoso historiador y patriota italiano Michele Amari: La Guerra del Vespro Siciliano. Este libro, escrito hacia 1840, ha tenido sucesivamente muchas ediciones y asentado las bases de un estudio científico de la cuestión. Pero en la época de Amari muchas fuentes eran inaccesibles, y el mismo autor, al ir conociendo posteriormente los descubrimientos hechos en ese sentido, aportó a las más recientes ediciones de su libro algunas adiciones y modificaciones. La celebración del sexto centenario de las Vísperas Sicilianas dio nuevo impulso al tema. Con esa ocasión aparecieron numerosos libros. Los archivos angevinos de Nápoles, los del Vaticano y los catalanes han suministrado y siguen suministrando abundantes e importantes documentos sobre el asunto en cuestión.

Las Vísperas Sicilianas, aunque pareciesen al principio tener un interés restringido al occidente de Europa, influyeron en la historia de Bizancio, y deben por eso ser examinadas aquí.

Antes de publicarse la obra de Amari solía suponerse que el principal instigador y jefe de la revolución siciliana de 1282 había sido el desterrado siciliano Giovanni da Procida, quien, en su deseo de obtener una venganza personal, entró en negociaciones con el rey español Pedro de Aragón, con Miguel VIII, con los representantes de la nobleza siciliana y con otras personas a quienes ganó a su causa, motivando así la revuelta. En el siglo XIV el gran humanista Petrarca consideraba también a Procida como instigador principal de la sublevación. Amari, fundándose en el estudio de las fuentes, ha probado que ese relato es, en conjunto, el desarrollo legendario de un hecho histórico que sólo tuvo una importancia secundaria entre los factores de la revolución siciliana.

La población siciliana estaba exasperada por la opresión francesa. La altanería de los franceses con los isleños y los impuestos ruinosos que imponían, aumentado por la costosa expedición de Carlos contra Bizancio, fueron las causas esenciales del alzamiento. El descontento de los sicilianos fue explotado con habilidad por los dos mejores políticos de la época, aparte de Carlos: Pedro de Aragón y Miguel VIII. El rey aragonés, pariente del antiguo rey de Sicilia, Manfredo, tenía pretensiones sobre Sicilia y no quería tolerar el excesivo poderío de Carlos. Miguel VIII, ayudándose en la ambición de Pedro, prometió subsidios al rey español si éste abría las hostilidades contra Carlos. En Italia, Pedro tuvo por aliados al partido imperial de los Gibelinos y a una parte de la nobleza siciliana. En estas negociaciones el ya referido Giovanni Procida sirvió de intermediario, y a ello se redujo su papel.

La insurrección fue afortunada. A invitación de los sicilianos, Pedro de Aragón desembarcó en la isla en agosto del mismo año y ciñó, en Palermo, la corona de Sicilia. Carlos volvió a toda prisa de Oriente, donde seguía las hostilidades contra Bizancio, pero todos sus esfuerzos para expulsar de Sicilia a Pedro de Aragón resultaron infructuosos. Vióse, pues, obligado a prescindir de sus grandiosos proyectos contra Bizancio. Carlos sólo conservó la corona real de la Italia del sur. Esto muestra de cuánta importancia fueron las Vísperas Sicilianas para el Imperio bizantino, al que, arrebatando Sicilia a Carlos, libraron de un peligro mortal.

A la vez estos sucesos preparaban las bases de una inteligencia amistosa entre los emperadores bizantinos y los reyes de Aragón. Como se dijo antes, Miguel VIII había contribuido con subsidios a la expedición del rey español, ayudándole a resolver la cuestión siciliana. En su autobiografía, Miguel, tras mencionar la expedición militar de Carlos contra su Imperio, observa: “Los sicilianos, desdeñando como ínfimos los restos del ejército de Carlos, osaron alzarse en armas y librarse de la esclavitud, por lo que, si digo que la libertad que les deparó por Dios, se la concedió por nosotros, digo la pura verdad”.

Las Vísperas Sicilianas quebrantaron la posición del Papa Martín IV. Por una parte, lo que era insólito, “el pueblo, contrariando las órdenes de Roma, habíase atrevido a darse un rey”, y por otra, los sucesos de 1282 conmovían hasta sus cimientos la política bizantina de aquel Papa, que, como vimos, había roto la unión de Lyón, aceptando sin reservas los planes de Carlos de Anjou en Oriente y esperando la ocupación de Constantinopla por los latinos. Las Vísperas Sicilianas imposibilitaron esa política y debilitaron el Estado italiano de Carlos, base principal hasta entonces de la política agresiva contra Bizancio.

También los sucesos de 1282 tuvieron graves consecuencias para Venecia, que el año antes se había aliado a Carlos contra Bizancio. Al saber la sublevación de Sicilia, el debilitamiento de Carlos y el fracaso de sus proyectos orientales, la república de San Marcos cambió rápidamente de política. Comprendiendo que Carlos no podía ya serle útil, Venecia rompió sus pactos con él, entabló relaciones con Pedro de Aragón y, tres años más tarde, previas aproximaciones a Bizancio, firmó un tratado de amistad con Andrónico el Viejo, sucesor de Miguel VIII. Así, las relaciones internacionales y el descontento de Sicilia salvaron a Bizancio del tremendo peligro con que la amenazaba Carlos de Anjou.

 

Política oriental de Miguel VIII.

 

Miguel, continuador de los emperadores de Nicea, una vez recobrada Constantinopla, dirigió sus fuerzas y su atención hacia Occidente, como sus predecesores, ya que de una parte le preocupaba la reconquista de los territorios balcánicos y de otra necesitaba consagrarse a una lucha agotadora y decisiva con Carlos de Anjou. En consecuencia, la frontera oriental quedó un tanto olvidada. Dijérase que Bizancio descuidaba el grave peligro turco. Jorge Phrantzes, historiador bizantino del siglo XV, escribe: “Bajo Miguel VIII, el Imperio romano, como consecuencia de las guerras sostenidas en Europa contra los italianos, se halló expuesto al peligro turco en Asia”. Cierto que ese peligro había comenzado para Bizancio hacía mucho, pero, aun así, la observación del historiador caracteriza bien el rasgo esencial de la política de Miguel VIII. Felizmente para el Imperio, los turcos en el siglo XII atravesaban una situación peligrosa, debida esencialmente a los éxitos militares de los mongoles.

Ya sabemos que hacia los años 1230-1240 había sobrevenido en Oriente la amenaza mongola, la cual arruinó el sultanato de Iconium, limítrofe de Nicea en el Asia Menor. En la época de Miguel VIII —segunda mitad del siglo XIII— los últimos selyúcidas eran meros representantes de los mongoles persas, cuyos dominios se extendían de la India al Mediterráneo. Era jefe de los mongoles persas el caudillo Hulagú, quien reconocía como soberano al kan de los mongoles de Oriente. En 1258, Hulagú se apoderó de Bagdad, donde murió violentamente el último Abbassida. Luego Hulagú invadió y devastó Siria y Mesopotamia, y proyectó marchar sobre Jerusalén y probablemente sobre Egipto. Pero las noticias de la muerte del Gran Mogol, Mangu, le hicieron desistir de sus planes ofensivos hacia el sur. La dinastía mongola persa, en la última mitad del siglo XIII, era aliada de los cristianos contra los musulmanes. Con frase de un reciente historiador, “Hulagú condujo a los turcos nestorianos (cristianos) del Asia central a una verdadera cruzada amarilla contra el Islam”. Pero en 1260 el ejército mongol fue aplastado por los mamelucos de Egipto en Ain-Jalut.

Hacia esta época se estableció en Rusia un potente estado mongol: la Horda de Oro, u Horda Kipchak, con capital en Sarai (Volga inferior).

Comprendiendo la importancia del factor mongólico en la vida internacional de la época, Miguel Paleólogo trató repetidamente de utilizarlo en pro de su política exterior.

No carece de interés recordar, al respecto, que la dinastía de los mamelucos, establecida en Egipto desde 1250, tenía vínculos etnográficos con la Rusia meridional. La palabra “mameluco” significa “perteneciente a” o “esclavo”, y los mamelucos de Egipto habían sido, originalmente, la guardia personal de esclavos turcos creada por los sucesores de Saladino. En 1260, los “esclavos” se apoderaron del trono, rigiéndole hasta 1517, fecha en que los turcos otomanos conquistaron Egipto. Desde la tercera década del siglo XIII, el principal contingente de la guardia mameluca se componía de miembros de la tribu turca de los kumanes, huidos de Rusia ante la invasión mongola o bien hechos prisioneros y vendidos como esclavos. Un historiador bizantino escribe que los mamelucos eran “escitas europeos llegados de las orillas de la Maeotis (mar de Azov) y del río Tanáis (Don)”.

Así, dado el origen poloviano de muchos mamelucos, éstos se preocuparon de conservar los lazos que les unían a sus compatriotas del sur de Rusia, donde subsistían numerosos cumanos incluso después de la conquista mongola. Además, el kan de la Horda de Oro había abrazado el islamismo y el mameluco Bibars, sultán de Egipto, era musulmán también, mientras Hulagú, como chamanista, era pagano y enemigo del Islam. Existía una implacable rivalidad política y religiosa entre Hulagú y Berke, kan de la Horda de Oro.

Los Estados de Hulagu cerraban el camino terrestre entre los mamelucos y los kiptchaks. Las comunicaciones marítimas sólo eran posibles por el Helesponto, el Bosforo y el mar Negro, pero los estrechos estaban en manos del emperador de Bizancio y los mamelucos, para atravesarlos, necesitaban autorización especial de Miguel. Así, el sultán de Egipto, “deseando —dice un historiador bizantino— ser amigo de los romanos y obtener autorización para que los mercaderes egipcios navegasen a través de nuestros estrechos una vez al año”, envió embajadores a Miguel Paleólogo. Pero Miguel entonces tenía relaciones amistosas con el kan Hulagú, por lo que los embajadores egipcios no recibieron satisfacción inmediata. Miguel aplazaba su respuesta una vez tras otra.

El kan kipchak, entonces, entabló una acción militar contra Miguel, y el zar búlgaro Constantino Tech (Tich) tomó partido por los mongoles, participando en las campañas de éstos a las órdenes de Nogai, general de Berke. Los mongoles o tártaros, unidos a los búlgaros, batieron a los bizantinos. Como consecuencia, Miguel hubo de abandonar la amistad de Hulagú, uniéndose a la coalición egipcio-kipchak. Para congraciarse con el poderoso Nogai, Miguel dióle en matrimonio una hija bastarda suya y en la guerra sucesiva contra el zar búlgaro Miguel fue activamente apoyado por su yerno. El zar de Bulgaria hubo de renunciar a las hostilidades.

Durante todo su reinado Miguel siguió en cordiales relaciones de amistad con Egipto y la Horda de Oro. En Asia Menor, Miguel no se vio muy particularmente amenazado. Aunque hubiese roto con Hulagú, los mongoles persas, enzarzados en discordias interiores, no emprendieron nada contra Bizancio. Y el sultanato de Rum, vimos, había pasado a ser mera dependencia del Imperio mongol. No obstante, bandas aisladas de merodeadores turcos, despreciando los acuerdos establecidos entre los emperadores y los sultanes, hacían continuas incursiones en territorio bizantino, llegando al interior del país, arruinando campos, ciudades y conventos, y acuchillando o cautivando a los habitantes.

En tiempos del poderío árabe, Bizancio había creado en la frontera oriental del Asia Menor una línea de fuertes o puestos fortificados, sobre todo en los desfiladeros (clisurae) y organizado, aparte el ejército regular, los acritas (akritai), cuerpo especial de defensa fronteriza, del cual hemos hablado antes. Según los turcos avanzaban hacia el oeste, la frontera y los acritas retrocedieron en igual dirección. En el siglo XIII, los acritas se concentraban principalmente “en los montes del Olimpo bitinio, hacia el ángulo noroeste del Asia Menor. En la época nicena, los colonos de las fronteras, a cambio de concesiones de tierras, de exención de impuestos y gravámenes y, en suma, de una vida holgada, se encargaban exclusivamente del servicio militar, defendiendo la frontera contra los enemigos, lo que, a juzgar por las fuentes, hicieron con valor y energía. Pero al trasladarse la capital de Nicea a Constantinopla, los acritas dejaron de gozar de los beneficios que les habían concedido el gobierno, el cual se sentía sin duda más seguro y menos dependiente que antes de la solidez de su frontera terrestre en Asia. Miguel Paleólogo, por ende, esforzóse en realizar una reforma financiera, y para ello confiscó en provecho del tesoro gran parte de las tierras de que sacaban sus rentas los acritas. Tal medida arruinó definitivamente la prosperidad económica de los acritas bitinios, prosperidad sobre la cual se fundaba su celo militar y que era, como dice un historiador, “nervio de la guerra”. La frontera oriental del Imperio quedó, pues, casi indefensa. El gobierno reprimió con severidad un alzamiento de los acritas, y si no los destruyó del todo fue por miedo a abrir el camino a los turcos. Influidos por el erudito ruso V. I. Lamanski, algunos historiadores consideran eslavos a los acritas bitinios. Pero más probablemente debían de representar nacionalidades diversas, entre ellas descendientes de los eslavos que desde años atrás se habían asentado en Bitinía. En todo caso, el hecho de que la agresividad de Carlos de Anjou absorbiera la política exterior bizantina, produjo desastrosos efectos en las fronteras orientales.

Los resultados de la política oriental de Miguel rindieron su efecto cuando, tras una época de turbulencias y desintegración, los turcos se unieron de nuevo y fortaleciéronse bajo la guía de los osmanlíes, quienes, al fin, le dieron a Bizancio el golpe definitivo, aniquilando el Imperio cristiano de Oriente.

 

Política de Bizancio bajo Andrónico II y Andrónico III. Las Compañías catalanas en Oriente. Éxitos de los turcos en el Asia Menor.

 

La política exterior del Imperio bajo los dos Andrónicos, el abuelo y el nieto, fue muy diversa a lo que había sido en tiempos de su predecesor Miguel VIII. Éste corrió gran peligro con Carlos de Anjou, mas le alejaron de tal peligro las Vísperas Sicilianas, ocurridas el mismo año de la muerte de Miguel. Los turcos, en virtud de sus discordias, no habían podido sacar pleno partido de su ventajosa situación al este del Imperio. La política exterior de los dos Andrónicos es interesante sobre todo por la actitud de entrambos ante dos nuevos y potentes enemigos: Servia en los Balcanes y los turcos osmanlíes en el Asia Menor. Servios y osmanlíes, al luchar contra Bizancio, se habían señalado el propósito concreto de aniquilar el Imperio griego, substituyéndolo por un Estado grecoeslavo o grecoturco. El proyecto de Carlos de formar un Estado grecolatino fracasó, como vimos. En el siglo XIV, el ilustre soberano servio Esteban Dushan pareció a punto de crear un gran Imperio eslavo. Pero un conjunto de circunstancias históricas motivó que fuesen los turcos osmanlíes los que realizaran plenamente su plan: fundar a mediados del siglo XV y un Estado, no ya grecoturco, sino grecoeslavoturco, incluyendo a búlgaros y servios.

El fenómeno capital sobrevenido en Oriente bajo los dos Andrónicos fue el afirmamiento de los turcos osmanlíes. Los mongoles, al avanzar hacia el Asia Menor, empujaron fuera de la provincia persa de Jorasán, en dirección oeste, una horda turca de la tribu de los Oghuz (Ghuzz), la cual, al llegar al territorio selyúcida, recibió permiso del sultán para permanecer en Asia Menor y hacer pastar allí sus rebaños. Tras el desastre que les infligieron los mongoles, el sultanato selyúcida se dividió en varios Estados independientes, o emiratos, con dinastías particulares, los cuales, empero, molestaron al Imperio bastante. La horda turca de los Oghuz hízose independiente también. A fines del siglo XIII era su jefe Osmán u Otmán, quien fundó la dinastía otomana y dio nombre al pueblo que gobernaba, el cual empezó a llamarse desde entonces otomano u osmanlí. La dinastía fundada por Otmán gobernó Turquía hasta 1923.

A partir del siglo XIV, los osmanlíes principiaron a hostigar las reducidas posesiones que mantenía en Asia Menor el Imperio bizantino. No sin trabajo, las fuerzas imperiales retuvieron los tres puntos más importantes del Asia Menor: Brusa, Nicea y Nicomedia. El coemperador Miguel (Miguel IX) dirigió una batalla contra los turcos y sufrió una derrota. La misma Constantinopla parecía amenazada y el emperador, según una fuente, “estaba como dormido o como si estuviese muerto”.

En tales circunstancias, Andrónico II hubo de recurrir al apoyo extranjero. Presentóse ese socorro en forma de ciertas compañías españolas de mercenarios, a las que se llamaba “compañías catalanas”, o “almogávares”. “Almogávar”, vocablo tomado a los árabes por los catalanes, significa literalmente hombre que hace una expedición armada, y por extensión un soldado con característica de ligereza. Las bandas mercenarias de diferentes nacionalidades, bandas conocidas entonces por “compañías” y que peleaban por una compañía a favor de quien las pagase, estuvieron muy extendidas en la Edad Media. En los mismos siglos XIV y XV las compañías inglesas y francesas participaron activamente en la guerra de Cien Años. Las compañías catalanas, compuestas no sólo de catalanes propiamente dichos, sino también de aragoneses, navarros, mallorquines y hombres de otras regiones de España, habían peleado al lado de Pedro de Aragón durante la guerra subsiguiente a las Vísperas Sicilianas. A principios del siglo XIV, cuando Sicilia hizo la paz con Nápoles, las compañías catalanas quedaron ociosas. Acostumbradas a vivir de la guerra, con sus inherentes violencias y rapiñas, aquellos aliados resultaban en tiempo de paz peligrosos y quienes los habían empleado antes ansiaban desembarazarse de ellos. Además, las compañías, no conformes con una vida pacífica, deseaban ocasiones de ejercer su actividad. Los catalanes eligieron por jefe a Roger de Flor, hombre de ascendencia alemana. Su padre había sido apodado “Elum”, que en español se traduce por “Flor”.

Roger, que hablaba con facilidad el griego, ofreció sus servicios a Andrónico para luchar contra los selyúcidas y osmanlíes, imponiendo condiciones inauditas. Andrónico debía darle en matrimonio a su sobrina, otorgarle el título de gran duque o megaduque (megaduke: general y almirante) y entregar una fuerte suma de dinero para los soldados de las compañías. Andrónico se vio forzado a ceder a estas exigencias y por tanto las compañías españolas embarcaron camino de Constantinopla para salvar al Imperio oriental.

Este curioso episodio, en el cual los catalanes participaron en el cumplimiento de los destinos de Bizancio, se relata con gran lujo de detalles tanto en las crónicas españolas 398 (catalanas) como en las griegas. Pero, mientras el cronista catalán Muntaner, que intervino en la expedición, muestra a Roger y a sus compañeros como valerosos y nobles paladines, que honraron al pueblo español y se batieron por la buena causa, los historiadores griegos ven en ellos opresores arrogantes y expoliadores. Uno de esos historiadores exclama: “¡Oh, si Constantinopla no hubiese visto nunca al latino Roger!” Los historiadores del siglo XIX han prestado mucha atención a la empresa catalana.

Un especialista catalán de esta cuestión compara las hazañas de los expedicionarios catalanes a las de los célebres conquistadores de Méjico y el Perú en el siglo XVI, Cortés y Pizarro, declarando que no hay “otro pueblo que pueda glorificarse de un acontecimiento histórico tan trascendental como nuestra gloriosa expedición a Oriente”, y apreciando ésta como un monumento eterno de la gloria de la raza española. El mismo sabio califica a Roger de Flor de figura épica, de verdadero héroe de romance caballeresco, de alma y nervio de aquella famosa expedición.

El historiador alemán Carlos Hopf estima que la expedición de los catalanes es, en todo caso, el episodio más atrayente de la historia del Imperio bajo los Paleólogos”, en especial a causa de su interés dramático. El inglés Finley escribe que si los catalanes “hubiesen sido conducidos por un emperador como León III o Basilio II” habrían aplastado a los turcos selyúcidas, destruido el poderío otomano en sus principios y llevado el águila bicéfala de Bizancio, de victoria en victoria, hasta el pie del Tauro y las orillas del Danubio. Aparte esto, el mismo historiador observa: “La expedición catalana a Oriente es un admirable ejemplo del éxito que acompaña a veces a una carrera de depredaciones y abusos, contrariamente a todas las reglas del buen sentido humano”. Los archivos catalanes proporcionan sin cesar nuevos documentos sobre esta cuestión.

En los primeros años del siglo XIV, Roger de Flor llego a Constantinopla con sus compañías. Los soldados participantes en la expedición ascendían casi a diez mil, pero además muchos de ellos llevaban consigo a sus mujeres e hijos. El casamiento de Roger con la sobrina del emperador celebróse en Constantinopla con gran pompa. Habiéndose producido algunos choques entre catalanes y genoveses —ya que los últimos adivinaban futuros rivales en los recién llegados—, las compañías fueron transportadas al Asia Menor, donde los turcos asediaban a la sazón la gran ciudad de Filadelfia, al este de Esmirna. A los catalanes se unió un destacamento de fuerzas imperiales, y el ejército catalanobizantino, mandado por Roger de Flor, liberó Filadelfia. La victoria de los catalanes fue acogida con entusiasmo en la capital. Algunos pensaron que el peligro turco había sido eliminado para siempre. A este primer éxito siguieron muchos combates afortunados de Roger contra los turcos.

Pero ciertos atropellos y exacciones atribuidos a los catalanes por los indígenas, y la intención notoria de Roger de crearse en Asia Menor un principado propio, aunque fuese con algún vínculo de vasallaje respecto al emperador, produjeron dificultades entre los mercenarios, los nativos y el gobierno de Constantinopla. El emperador pidió a Roger que acudiese a Europa, y Roger lo hizo, empezando por ocupar una importante fortaleza junto al estrecho de Gallipoli y después toda la península del mismo nombre. Roger y el emperador entablaron negociaciones que dieron por resultado el que Andrónico cediera a Roger el título de César, la dignidad más elevada del Imperio y no obtenida nunca por extranjero alguno. El nuevo César, antes de volver con los catalanes al Asia Menor, se dirigió con una pequeña fuerza a Adrianópolis, donde se hallaba entonces el coemperador Miguel IX, hijo de Andrónico. Allí, por órdenes de Miguel, Roger y sus compañeros fueron alevosamente asesinados en un festín. Al extenderse la noticia por el Imperio, los catalanes que se hallaban aislados en Constantinopla y otros muchos lugares, fueron acuchillados a traición.

Entonces los catalanes concentrados en Gallipoli, enfurecidos y sedientos de venganza, rompieron la alianza con Bizancio y avanzaron hacia el oeste, devastando a sangre y fuego las regiones que atravesaban. Tracia y Macedonia sufrieron tremendos asolamientos. Ni aun los conventos del Athos escaparon a la suerte común. Un testigo ocular de los sucesos, discípulo de Daniel, higúmeno del monasterio servio de Quilandaríon, escribe al propósito de los hechos de los catalanes: “Era terrible ver la desolación llevada al Monte Sagrado por los enemigos”. Los catalanes quemaron también el monasterio ruso de San Pantaleimón, en el mismo Athos. Desencadenaron, asimismo, un golpe directo contra Tesalónica que no tuvo éxito. Por vía de represalias, Andrónico mandó embargar las mercancías de las naves catalanas que hubiese en aguas bizantinas y también hizo poner preso a los mercaderes catalanes.

Tras detenerse algún tiempo en Tesalia, los catalanes se encaminaron al sur, atravesaron el desfiladero de las Termopilas, célebre en la antigüedad, e invadieron la Grecia media, esto es, el ducado tebano-ateniense fundado a raíz de la cuarta Cruzada y que se hallaba bajo el dominio franco. En la primavera de 1311 se peleó, a orillas del Cefiso, en Beocia, la célebre batalla del lago Copáis, lugar que en el siglo XIV se convirtió en pantano y se encuentra no lejos de la Scripú contemporánea. Los catalanes obtuvieron una victoria decisiva sobre los franceses, pusieron fin a la floreciente existencia del ducado ateno-tebano y establecieron sobre él la dominación catalana, que duró ochenta años en Tebas y Atenas. El templo de la Virgen, en el Partenón, pasó a manos de los clérigos catalanes, quienes quedaron asombrados de su magnificencia y riqueza. En la segunda mitad del siglo XIV, el duque catalán de Atenas designaba a la Acrópolis como “el más precioso tesoro que existe en el mundo y que en vano se esforzarían en imitar todos los soberanos cristianos”.

El ducado catalán de Atenas, fundado en el siglo XIV de ese modo casual en el suelo de la antigua Hélade, se organizó sobre el modelo catalán o siciliano. La mayoría de los historiadores lo juzgan una dominación brutal, violenta y destructora. En Atenas y en Grecia, en general, el régimen catalán dejó escasas huellas artísticas. En la Acrópolis, donde los catalanes introdujeron algunos cambios, particularmente en la disposición de las fortificaciones, no se encuentran señales de su paso. En cambio, en la memoria y lengua del pueblo griego ha permanecido vivo hasta hoy el recuerdo de la presunta crueldad e injusticia de los conquistadores catalanes. Hoy todavía, en algunas regiones de Grecia, por ejemplo en la isla de Eubea, cuando se quiere reprochar a alguien por un acto injusto e ilegítimo, se dice: “¡Los mismos catalanes no lo hubiesen hecho!” En Acarnania, la palabra “catalán” es hoy todavía el sinónimo de salvaje, bandido, criminal. En Atenas, la palabra “catalán” está considerada como una injuria. En algunas poblaciones del Peloponeso, cuando quiere significarse que una mujer tiene un mal carácter, se dice: “¡Esa debe ser una catalana!”

Pero hoy una abundante cantidad de nuevos documentos descubiertos recientemente, sobre todo en los Archivos de la Corona de Aragón, en Barcelona, demuestran con claridad el catalana en Grecia carácter erróneo de las opiniones de los historiadores antiguos sobre el tema. Los años de la dominación catalana en la Grecia Media no fueron sólo destructores, sino creadores también. La Acrópolis —en catalán “Castell de Cetines”— fue fortificada, y, por primera vez desde que Justiniano cerrara la escuela de Atenas, se dotó a esta capital con una universidad. Asimismo, los catalanes alzaron fortificaciones en la Grecia central y septentrional. El historiador catalán Rubio y Lluch, el mejor especialista de esta cuestión, escribe: “El descubrimiento de una Grecia catalana es uno de los acontecimientos más inesperados que los investigadores contemporáneos han descubierto en la historia de la Edad Media”.

Ignoramos aun la historia general y completa de la dominación catalana en Grecia, pero conviene señalar que las antiguas obras y las opiniones tradicionales sobre este punto deben ser revisadas y modificadas, y ha de escribirse una nueva historia sobre el gobierno catalán en Grecia fundándose en una documentación nueva.

La invasión de los navarros en 1379 puso fin a la dominación catalana en Grecia. Las compañías catalanas habían luchado, pues, con gran éxito, a principios del siglo XIV, contra los turcos osmanlíes. Pero al surgir la división entre bizantinos y catalanes, la victoria dejó de sonreír a las armas bizantinas. La sangrienta epopeya de la marcha de las compañías catalanas a través de la Península balcánica, a raíz de la muerte de Roger de Flor, y la lucha civil que sobrevino entre los dos Andrónicos, abuelo y nieto, apartaron, la atención y las fuerzas del Imperio de los hechos de su frontera oriental. Los osmanlíes, aprovechándose de ello, obtuvieron algunos éxitos importantes en Asia Menor, durante los últimos años de Andrónico el Viejo y el reinado de Andrónico el Joven. El sultán Osmán u Otmán, y tras él su hijo Orján, se adueñaron de las principales ciudades bizantinas de Asia, como Brusa, que pasó a ser la capital de Estado osmanlí, Nicea y Nicomedia. No tardaron los turcos en alcanzar las riberas del mar de Mármara. Varias poblaciones de la costa occidental de Asia Menor hubieron de pagar tributo a los turcos. En 1341, fecha de la muerte de Andrónico III, los turcos osmanlíes eran los verdaderos dueños de Asia Menor y tenían la firme intención de llevar la guerra a Europa. Ya Tracia era objeto de incesantes incursiones. Los emiratos selyúcidas, viéndose amenazados por los osmanlíes, abrieron tratos con el Imperio para oponerse a osmanlíes y latinos.

Política occidental bizantina bajo Andrónico II y Andrónico III. Situación de Bizancio en la península balcánica a fines del siglo XIII. Crecimiento de Servia y principios del reino de Esteban Dushan. Venecia y Génova.

A fines del siglo XIII, las posesiones de Bizancio en la península balcánica comprendían toda Tracia y la Macedonia meridional con Tesalónica. Los países situados más al oeste y al sur —Tesalia, Albania y Epiro—, no reconocían la autoridad imperial sino parcialmente y en grados distintos. En cambio, bajo Miguel Paleólogo, los bizantinos habían conquistado a los latinos la Laconia, al sudeste del Peloponeso, y luego la provincia central de Arcadia. En el resto del Peloponeso y la Grecia central persistía la dominación latina. En el Archipiélago, Bizancio sólo poseía algunas islas al norte y nordeste del mar Egeo.

Mientras en Oriente crecía el peligro otomano, otro muy grave se perfilaba en Servía, en la primera mitad del siglo XIV. Los servios y croatas —éstos emparentados con los primeros y acaso pertenecientes al mismo pueblo— habían aparecido en los Balcanes en el siglo VII, en tiempos del emperador Heraclio, ocupando el oeste de la Península. Los croatas, moradores de Dalmacia y la región comprendida entre el Drave y el Save, se convirtieron al catolicismo, aproximáronse a Occidente y en el siglo XI se incorporaron al reino magiar, perdiendo así su independencia. En cambio, los servios siguieron fieles a Bizancio y a la Iglesia oriental. Hasta la segunda mitad del siglo XII, los servios, al contrario de los búlgaros, no constituían un bloque unido ni organizado estatalmente. Se agrupaban en regiones distintas (jupa, plural jupi) al mando de “yupanes”. Sólo a principios del siglo XII aparece entre los servios una tendencia unificadora, mientras en Bulgaria se producía el movimiento que condujo a la formación del segundo reino búlgaro. Así como en Bulgaria la familia de los Asen había encabezado el movimiento, en Servia la familia de los Nemanya ejerció un papel semejante.

En la segunda mitad del siglo XII, Esteban Nemanya fundó el Estado servio, siendo así el primer unificador del territorio servio, el “restaurador del patrimonio de los antepasados” Proclamado “Gran Jupán” reunió todos los territorios servios bajo la autoridad de su familia. Después, en guerras felices contra Bizancio y Bulgaria, ensanchó notablemente las regiones servias y, cumplida esta tarea nacional, abdicó, yendo a terminar sus días como monje en un monasterio del Athos. Ya vimos que, durante la tercera Cruzada, Esteban Nemanya había entablado tratos con Barbarroja, a la sazón en viaje por la Península balcánica, ofreciéndole su ayuda contra Bizancio a condición de que Federico Barbarroja le permitiese retener los territorios conquistados y anexionarse Dalmacia. Las negociaciones no rindieron fruto.

Tras un período de guerra civil entre los hijos de Esteban Nemanya, uno de ellos, llamado Esteban también, se puso al frente del Estado y en el primer cuarto del siglo XIII logró que un legado del Papa le coronase rey. Se le conoce en la historia como el “Primer (rey o kral) Coronado de toda Servia”. Bajo su reinado, un representante del Papa nombró un arzobispo de Servia, jefe a la vez de la Iglesia nacional. Pero esta dependencia respecto a Roma terminó pronto y la Iglesia Servia volvió a la doctrina de la Iglesia oriental.

El Imperio latino había encontrado, pues, dos serios rivales en Europa: Servia y Bulgaria. Al caer en 1261 el Imperio latino, las cosas cambiaron. Al Imperio latino sustituía el débil Imperio bizantino recién restaurado, a la vez que Bulgaria, quebrantada por sus luchas internas y disminuida en territorio, perdía su fuerza antigua. A partir de 1261 Servia se convirtió en el Estado más importante de los Balcanes. Pero los monarcas servios cometieron un grave error táctico: en vez de unir a Servia las regiones occidentales de los croatas, completando la unificación del pueblo servio, dirigieron sus miradas a Constantinopla.

En la guerra civil entre los dos Andrónicos, el rey servio sostuvo al abuelo. La victoria servia en 1330 sobre los búlgaros aliados de Andrónico III cerca de Volbushdi (hoy Kiustendil), en la Macedonia superior, tuvo considerable importancia para el porvenir de Servia. En la batalla participó el joven príncipe Esteban Dushan, futuro “gran soberano” de los servios, quien desempeñó aunque hay algunas divergencias entre las fuentes, un papel decisivo en la acción. El rey de los búlgaros cayó del caballo en que huía y fue muerto. Como consecuencia de la batalla se rompió la alianza grecobúlgara y Bulgaria perdió en definitiva la posibilidad de detener los ulteriores progresos de Servia, la cual tuvo a partir de entonces obvia preponderancia en la región balcánica.

Servia alcanzó su apogeo con Esteban Dushan (1331-1355). Diez años antes de su exaltación al poder, Esteban había sido coronado por el arzobispo y asociado a su padre. Por eso las crónicas le llaman rex juvenis, por oposición a su padre, rex veteranus. Con frase de Florinski, “la coronación simultánea de padre e hijo era un fenómeno nuevo y significativo en la historia servia. Se reconoce en ello claramente la influencia de Bizancio, donde hacía mucho que los emperadores tenían por costumbre contar con asociados que llevaban el título imperial”.

En los diez primeros años de su reinado, correspondientes a la época de Andrónico III, Esteban Dushan, aprovechando que Andrónico y Juan Cantacuzeno habían de atender al peligro otomano en Oriente, inició sus conquistas apoderándose del norte de Macedonia y de la mayor parte de Albania, donde poco antes pelearan con éxito las armas bizantinas. Al morir el emperador en 1341, Esteban, aunque no hubiese desarrollado del todo sus planes agresivos contra Bizancio, había probado el peligroso enemigo que Servia era para el Imperio en la Península balcánica.

En la primera mitad del siglo XIV los albaneses comenzaron a desarrollar una intervención considerable en los asuntos balcánicos. Según hemos señalado, tanto Andrónico como Esteban Dushan tuvieron que pelear contra los albaneses.

Albania, desde la antigüedad, no había formado una unidad política concreta, y su historia había sido siempre parte de la historia de un pueblo extranjero. Se dividía en pequeños principados locales y en tribus montañesas autónomas, con intereses exclusivamente locales. “Albania posee muchos monumentos no estudiados todavía. Su historia no puede escribirse en forma íntegra y definitiva, sino fundándose en las valiosas reliquias que el suelo albanés conserva celosamente desde hace siglos. Sólo cuando sus tesoros arqueológicos hayan sido descubiertos y estudiados, podrá escribirse una historia realmente científica de Albania”.

Los ascendientes de los albaneses eran los antiguos ilíricos, que habitaban las costas orientales del Adriático, desde el Epiro, al sur, hasta la Polonia. El geógrafo griego Tolomeo (siglo II de J. C.) menciona una tribu albanesa y la ciudad de Albanópolis. En el siglo XI el nombre de albaneses se extendió a todos los demás descendientes de los ilirios. En griego se designaba a aquel pueblo empleando indistintamente la letra l o r: Albanoi o arbanoi, aíbanitai o arbanitai. En latín decíase albanenses o arbanenses, y de la forma latina deriva el nombre eslavo de arbanasi, de arvanitis en griego moderno y de arnaut en turco. Los albaneses se dan también el nombre de arber o arben. Más tarde apareció el calificativo nuevo de slikipetaros, cuya etimología acaba de ser explicada definitivamente. La lengua albanesa de hoy está preñada de elementos romanos, desde la lengua clásica latina al dialecto véneto, por lo que ciertos especialistas llaman al idioma albanés una lengua mixta, románica en su mitad.

Desde lejanos tiempos los albaneses eran cristianos. En las primeras épocas del Imperio bizantino fue emperador un hombre natural de Dyrrachium (Durazzo) y acaso albanés (Anastasio I). Es también posible que la familia de Justiniano el Grande tuviese un origen albanés.

En la época de las invasiones bárbaras (siglos IV y V) se produjeron importantes modificaciones etnográficas en los territorios ocupados por los albaneses, y esas modificaciones prosiguieron con la gradual ocupación de la península por los eslavos. Después, los albaneses, aun no mencionados en las fuentes por tal nombre, fueron alternativamente súbditos, ora de Bizancio, ora de la Gran Bulgaria de Simeón. El nombre de albaneses aparece por primera vez, según hemos visto, en las fuentes bizantinas, a partir del siglo XI, tras las luchas bizantinonormandas en la Península. Bajo el Imperio latino y los primeros Paleólogos, los albaneses pertenecieron, ya al despotado epirota, ya al Imperio búlgaro de Juan Asen II, ya al Imperio niceo bajo Juan Vatatzés, ya a Carlos de Anjou, que se titulaba “rey, por la gracia de Dios, de Sicilia y de Albania”. Hacia 1330, poco antes de morir Andrónico III, Esteban Dushan conquistó la mayor parte de Albania.

Desde entonces se inicia el empuje albanés hacia el sur, primero camino de Tesalia y luego (segunda mitad del siglo XIV y siglo XV) camino de la Grecia central, el Peloponeso y la mayoría de las islas Egeas. Aun hoy se notan los efectos de esa poderosa corriente de colonización albanesa. Influido por ella, el sabio alemán Fallmerayer emitió en la primera mitad del siglo XIX su famosa teoría de que eslavos y albaneses habían destruido por completo la nacionalidad griega: “Ni una sola gota de verdadera sangre helena corre por las venas de la población cristiana de la Grecia moderna”, declaraba Fallmerayer, añadiendo, en el segundo tomo de su Historia de la Península de Morea en la Edad Media, que, a partir del segundo cuarto del siglo XIV, los grecoeslavos moradores de Grecia fueron empujados y aniquilados por los colonos albaneses. De manera que, según él, la insurrección liberadora de Grecia, en el siglo XIX, fue obra de albaneses. Fallmerayer hizo un viaje a Grecia y halló en Ática, Beocia y en la mayor parte del Peloponeso, muchos colonos albaneses, que en ocasiones no comprendían el griego siquiera. Si alguien —dice Fallmerayer— diese a Grecia el nombre de Nueva Albania, la designaría por su verdadero calificativo. Esas provincias de Grecia, agrega, están tan emparentadas con el helenismo como los montañeses de Escocia con las regiones afganas de Kandahar y Kabul.

Sin admitir en su integridad la teoría de Fallmerayer, ha de asentarse el hecho de que, aun hoy, varias islas del Archipiélago y casi toda el Ática, siguen siendo albanesas. Según las estadísticas aproximativas establecidas por los eruditos, los albaneses representan, en el mismo Peloponeso, más del 13 por 100 de toda la población (92,500 almas). En 1845, J. G. Hahn, autor de Estudios albaneses, estimaba que “de un total de un millón de habitantes, en Grecia, 173.000 son albaneses”. Un historiador contemporáneo nota: “No se ha producido después cambio alguno que modifique esa proporción”.

De manera que la época de Andrónico III se señaló por el comienzo de la colonización albanesa en el sur de Grecia, incluido el Peloponeso, y por una importante modificación etnográfica en la población de la península griega.

Ya mencionamos las relaciones mercantiles de Bizancio con Génova y Venecia. El gobierno de Miguel VIII había dado a Génova supremacía indiscutible y luego, sea renovando, sea rompiendo, de acuerdo con la situación política, sus relaciones con Venecia, había utilizado el antagonismo existente entre las dos repúblicas. Andrónico II siguió la política de su padre y continuó dando privilegios a Génova para estimular la rivalidad de ésta con Venecia.

A fines del siglo XII se perdieron todas las posesiones cristianas en Siria. En 1291 los musulmanes tomaron la última ciudad importante que mantenían los cristianos en la costa: San Juan de Acre, la antigua Tolemaida. Siria y Palestina pasaron enteras a manos de los musulmanes.

Este fue un golpe tremendo para Venecia, que perdía todo el sureste del Mediterráneo, donde su política y comercio habían ejercido por largo tiempo una influencia preponderante. Además, los genoveses, instalados en el Bósforo, comerciaban activamente con el mar Negro, cuyo tráfico aspiraban a monopolizar. En Crimea había colonias genovesas junto a las venecianas. Ante el grave peligro que amenazaba su supremacía mercantil, Venecia declaró la guerra a Génova. En territorio bizantino o aguas bizantinas se libraron muchos encuentros. La flota veneciana, abriéndose camino por el Helesponto y el mar de Mármara, devastó las orillas del Bósforo e incendió el arrabal de Gálata, donde moraban los genoveses. La colonia genovesa se refugió tras los muros de Constantinopla y el emperador apoyó activamente a los refugiados. Los venecianos que habitaban la capital fueron pasados a cuchillo. Los genoveses obtuvieron de Andrónico II permiso para rodear Gálata de un foso y un muro. Pronto aquel barrio se adornó con numerosas construcciones públicas y particulares. Al frente de la colonia se hallaba un podestá nombrado por Génova que gobernaba según ciertas reglas y tenía la misión de defender los intereses de todos los genoveses que habitaban en el Imperio. Así, según Florinski, “nació junto a la Constantinopla ortodoxa un burgo latino, pequeño, pero bien fortificado, con un podestá genovés, con organización republicana, con iglesias y conventos latinos. Desde entonces Génova adquiere, a más de su papel comercial, una gran importancia política en el Imperio”. Al subir al trono Andrónico III, Gálata venía a ser un Estado dentro del Estado, lo que se notó mucho a fines del reinado de dicho monarca. En tales condiciones no podía existir una paz duradera entre Génova y Venecia.

Además de aquellas preponderantes repúblicas mercantiles, otras ciudades de Occidente desarrollaron en Constantinopla —a fines del siglo XIII y siglo XIV— una actividad comercial, poseyendo colonias allí. Esas ciudades fueron Pisa, Florencia y Ancona. Cabe añadir la ciudad eslava de Dubrovnik (Ragusa), en el Adriático, así como Marsella y otras ciudades del sur de Francia.

Examinado en conjunto los reinados de los dos Andrónicos se llega a muy tristes conclusiones. En Asia Menor los osmanlíes eran dueños de la situación: en la península balcánica Esteban Dushan obtenía éxitos importantes, preludio de proyectos vastos para el porvenir, y las compañías catalanas habían devastado terriblemente numerosas comarcas del Imperio durante su marcha triunfal hacia el Oeste. Finalmente, junto a Constantinopla se engrandecía la genovesa Gálata, fuerte en lo económico y casi independiente en lo político.

 

Juan V (1341-1391). Juan VI Cantacuzeno (1341-1354). Desarrollo de Servia bajo Esteban Dushan

 

Ya dijimos que, bajo Andrónico III, Esteban Dushan se había adueñado del norte de Macedonia y lo más de Albania. Al llegar al trono un emperador menor de edad en el momento en que Bizancio aparecía desgarrada por luchas intestinas, los proyectos de Esteban Dushan, ensanchándose, miraban ya a la misma Constantinopla. Nicéforo Gregoras atribuye a Cantacuzeno las siguientes palabras: “El Gran Servio, tal que un río desbordado y ampliamente extendido fuera de su cauce, ha sumergido con numerosas ondas parte del Imperio romano y amenaza inundar la otra”. Esteban, negociando ya con Juan V, ya con Cantacuzeno, según le convenía, y aprovechando la compleja situación del Imperio, cuyas fuerzas estaban paralizadas por las turbulencias interiores, ocupó sin trabajo toda Macedonia, salvo Tesalónica, y puso sitio y rindió a Seres, plaza fuerte de la Macedonia oriental, en el camino de Tesalónica a Constantinopla. La capitulación de Seres ponía en manos de Dushan una ciudad fortificada puramente griega, casi tan importante como Tesalónica y llave de las comunicaciones entre este punto y la capital. Desde entonces se perfila con claridad el propósito del monarca servio: desarrollar contra el Imperio una acción de gran alcance.

Las fuentes bizantinas contemporáneas de Dushan vinculan a la toma de Seres el hecho de haber asumido el monarca servio el título de zar y la afirmación formal de sus pretensiones al trono de Oriente. Juan Cantacuzeno escribe: “El rey acercóse a Seres y la tomó... Después de esto, habiendo concebido una alta opinión de sí mismo, y viéndose en posesión de la mayor parte del Imperio, se proclamó emperador de los romanos y los servios y dio a su hijo el título de kral”. En carta enviada desde la misma Seres al dux veneciano, Esteban, además de sus otros títulos, se da el de “Señor de casi todo el Imperio de Romanía”. En sus edictos griegos firmaba, con tinta roja: “Esteban, fiel kral y autócrata en Jesucristo de Servia y del Imperio romano”, o “emperador y autócrata de los servios y los romanos”.

Las grandiosas miras de Esteban sobre Constantinopla divergen de las que ya conocemos en los reyes búlgaros Simeón y los Asen. Simeón había tendido a liberar de la dominación bizantina a los territorios eslavos, creando un Estado eslavo único. “Su tentativa de adueñarse de Constantinopla dimanaba de la tendencia a aniquilar la dominación griega y substituirla por la eslava”. “Quería poseer Zargrad y ejercer su poder sobre los griegos, no como emperador romano, sino como emperador búlgaro”. Los Asen tendían a fines análogos. Aspiraban a la libertad y plena independencia del pueblo búlgaro y a fundar un Estado búlgaro incluyendo Constantinopla. Pero Esteban Dushan perseguía otros fines al asumir el título de basileo y autócrata. No trataba sólo de liberar a los servios de la influencia del emperador de Oriente. Sin duda se proponía fundar en lugar de Bizancio un nuevo Estado, no servio, sino servo-griego, y quería que “el pueblo servio, el reino servio, todos los territorios eslavos reunidos a aquél, fuesen sólo una parte del Imperio romano cuyo jefe se proclamaba”. Presentándose como heredero del trono de Constantino, Justiniano y otros emperadores bizantinos, Dushan aspiraba a ser emperador de romanos y servios, creando una dinastía servia en el trono de Bizancio. Para ello le importaba la adhesión del clero griego de los países sometidos, comprendiendo que su consagración de emperador no sería legítima ante el pueblo en caso de faltarle la sanción de la Iglesia El arzobispo servio dependiente del patriarca de Constantinopla no bastaba. Incluso de ser independiente la Iglesia servia, ésta no habría podido otorgarle otro título que el de zar de Servia. Para dar un carácter sacrosanto al título de emperador de romanos y servios, se requería una autoridad superior. Dushan, pues, gestionó la consagración de su nuevo título por el alto clero griego y por los monjes del famoso Monte Athos.

Con tal intención, confirmó y extendió los privilegios monásticos y multiplicó las dotaciones de los conventos griegos de la Macedonia ocupada, donde tenía bajo su autoridad muchas propiedades, pertenecientes al Athos. Luego la península calcídica, con los conventos del Athos, pasó también a manos de Dushan y los monjes de los monasterios griegos del Monte Sagrado comprendieron que desde entonces la protección de los conventos y su protección ulterior dependían, no del emperador bizantino, sino de un soberano nuevo.

Las crisobulas griegas de Dushan que nos son conocidas atestiguan no sólo el reconocimiento de los antiguos privilegios y prerrogativas concedidos a favor del Athos, sino favores nuevos. A más de las crisobulas otorgadas a los conventos por separado, se concedió a todos los del Athos una carta general, en la que leemos: “Nuestra Majestad, habiendo recogido todos los monasterios que se hallan en el santo monte Athos y que se han dado de todo corazón y sometido a Nos, les otorgamos y concedemos a todos, por este edicto general, un gran beneficio, a fin de que los monjes que allí viven cumplan en paz y sin ser estorbados sus sagradas ocupaciones”.

El día de Pascua de 1346 fue memorable en la historia servia. En la capital de Dushan, Scopia (hoy Skophie, Üsküb, en la Macedonia septentrional) se reunieron toda la nobleza del reino servio, todo el alto clero, con el arzobispo de Servia a su cabeza, el clero griego y búlgaro de las regiones conquistadas y el protos o jefe del Consejo de los higúmenos que gobernaba el Athos, más los higúmenos y eremitas del monte santo. Aquella solemne y nutrida asamblea tenía por objeto “legitimar y consagrar la revolución política ejecutada 418 por Dushan: la creación de un nuevo Imperio”.

Ante todo, la asamblea nombró un patriarca servio independiente en absoluto del de Constantinopla. Dushan lo necesitaba para ser coronado emperador. Como la elección de patriarca había de hacerse sin el concurso de los patriarcas ecuménicos orientales, los obispos griegos y los religiosos del Athos debían substituir al patriarca de Constantinopla. Elegido que fue el patriarca servio, el de Constantinopla, que se había negado a reconocer la legitimidad de los actos de aquella asamblea, excomulgó a la Iglesia servia.

Después de la elección de patriarca, Dushan ciñó con toda solemnidad la corona imperial, hecho probablemente precedido por su proclamación en Seres, A raíz de estos sucesos, Dushan introdujo en su corte una etiqueta suntuosa, copiando las usanzas bizantinas. El nuevo basileo procuró rodearse de nobles griegos, empleó, a lo que parece, la lengua griega al igual que la servia y redactó en griego algunos de sus decretos. “Las clases privilegiadas de Servia, los señores y el clero, que gozaban en el país de considerable poder e influencia y acostumbraban poner trabas a la libertad de acción de los monarcas, hubieron de reconocer la autoridad superior del zar e inclinarse ante él como soberano absoluto”.

Según el uso bizantino, Dusham hizo coronar a la vez a su mujer y proclamó a su hijo, niño de diez años, “kral de todos los territorios servios”. Después de su coronación Dushan expresó su gratitud a las iglesias y conventos griegos, mediante una serie de cartas patentes y visitó el Athos con su esposa, deteniéndose allí cerca de cuatro meses, orando en todos los conventos, distribuyéndoles larguezas y recibiendo por doquier “la bendición de los santos padres, virtuosos y semejantes a los mismos ángeles por sus costumbres”.

Una vez coronado, Esteban no soñó sino en tomar Constantinopla, juzgando que sus victorias y su coronación habían eliminado todos los obstáculos. Pero en la última parte de su reinado sus campañas contra Bizancio hubieron de ser menos frecuentes que antes y su atención hubo de volverse tanto a las guerras que mantuvo al oeste y al norte como a la organización interna de su monarquía. “Sólo esto distrajo la atención de Dushan, ya que sus miras y pensamientos seguían convergiendo en la atrayente extremidad sudeste de la Península. El deseo de apoderarse de aquel sudeste, o más bien de la ciudad mundial que se encontraba allí, excitó las ideas del monarca, hizose el principio director de toda su actividad, que caracterizó toda la época de su reinado”.

Arrastrado por su creencia en la fácil conquista de Constantinopla, Dushan no advirtió las dificultades que se oponían a su plan. Existía en primer término el poder creciente de los turcos, que también ambicionaban Bizancio y con los que no podía medirse el mal organizado ejército servio. Por ende, la ocupación de Constantinopla exigía una nota que a Esteban le faltaba. Entonces imaginó aliarse con Venecia. Tal proyecto estaba fracasado de antemano, porque Venecia, si bien no aceptaba con gusto la idea de que Constantinopla se hallara en manos de los Paleólogos, no hubiera consentido tampoco verla en poder del Estado de Dushan. De haber Venecia tomado Constantinopla merced a sus naves, la hubiera conservado para sí. Los esfuerzos de Dushan para aliarse a los turcos fracasaron merced a la política de Cantacuzeno. Y además los intereses de Esteban y de los turcos tenían que chocar necesariamente.

La intervención del zar servio en los asuntos interiores de Bizancio no rindió resultados tangibles. En los últimos años del reinado de Esteban una hueste servia que peleaba al lado de Juan V fue aniquilada por los turcos. Dushan acumulaba decepción tras decepción y veía cerrársele el camino de Constantinopla.

Las crónicas de Dubrovnik (Ragusa) hablan de una última gran expedición preparada por Esteban contra Constantinopla y no consumada por haberle sorprendido antes la muerte. Pero esos informes no aparecen confirmados por ningún testimonio contemporáneo ni son aceptadas como valederas por los especialistas de ese período.

El gran monarca servio murió en 1355. No había podido crear el Imperio grecoservio que debía substituir al bizantino, consiguiendo sólo establecer un Imperio servio que incluía territorios griegos y que a su muerte se disgregó, según frase de Juan Cantacuzeno, “en mil pedazos”.

Tan corta fue la duración de la monarquía de Dushan que no se puede, “hablando con justeza, que solamente se pudo distinguir en ella sino dos momentos: el de su fundación, que duró todo el reinado de Dushan, y el de su disgregación, que empezó a la muerte del fundador”.

“Diez años más tarde —escribe el ruso Pogodin— podía recordarse la grandeza del Estado servio como un remoto pasado”. Así la tercera y mayor tentativa de los eslavos para fundar en los Balcanes un gran Imperio con Constantinopla por capital, terminó en un fracaso. La Península balcánica quedaba abierta, casi sin defensa, a los proyectos de conquista de los turcos osmanlíes.

 

Bizancio y los turcos en el Siglo XIV. Conquistas turcas en la península balcánica. Caída de Servia y Bulgaria. Situación de Bizancio a fines del siglo XIV.

 

Al finalizar el reinado de Andrónico el Joven, los turcos se habían adueñado casi en absoluto del Asia Menor. La parte oriental del Mediterráneo, así como el Archipiélago, se hallaban bajo la incesante amenaza de los piratas turcos, ya fuesen selyúcidas u osmanlíes. La situación de los cristianos de la península, de las costas y de las islas era intolerable; el comercio apenas existía. Las invasiones turcas obligaron a Atanasio, monje del Athos, a emigrar a Tesalia, donde fundó los famosos monasterios “colocados en los aires”, “los mágicos y fantásticos conventos de Meteora, que coronan los escarpados picachos del bravío valle de Kalabaka”.

El rey de Chipre y el Gran Maestre de la Orden de los Caballeros Hospitalarios imploraron al Papa que organizase en Occidente una expedición contra los turcos. Pero las pequeñas fuerzas de socorro que respondieron a la llamada del Papa no pudieron hacer cosa considerable. Los turcos estaban firmemente resueltos a instalarse en tierra europea. Facilitaron este propósito las guerras civiles del Imperio, que, sobre todo en la época de Juan Cantacuzeno, llevaron a los turcos a intervenir muchas veces en las turbulencias interiores de Bizancio.

Es usual asociar la primera instalación de los osmanlíes en Europa al nombre de Juan Cantacuzeno, quien en efecto empleó repetidamente a los turcos para luchar contra los Paleólogos. Sabido es que Cantacuzeno casó su hija con el sultán Orján, Invitados por Cantacuzeno, los turcos, sus aliados, asolaron repetidamente la Tracia. Nicéforo Gregoras observa que Cantacuzeno aborrecía tanto a los romanos como apreciaba a los bárbaros.

Es muy probable que la inicial colonización turca de la península de Gallípoli (Quersoneso trácico) fuese conocida y aprobada por Cantacuzeno. El mismo Gregoras dice que, en ocasión de que en la iglesia de palacio iba a celebrarse un oficio cristiano, los turcos osmanlíes admitidos en la capital danzaban y cantaban ante el palacio mismo, “emitiendo sones ininteligibles y cantando himnos a Mahoma, con lo que obligaban a la multitud a escucharlos antes que a los Santos Evangelios”. Para satisfacer las exigencias monetarias de los turcos, Cantacuzeno les entregó el dinero enviado por el Gran Príncipe de Moscovia, Simeón el Soberbio, a efectos de restaurar la iglesia de Santa Sofía, que estaba en vías de ruina.

Los turcos se habían instalado poco a poco en Europa —en Tracia y en la península de Gallípoli— probablemente desde los primeros años del reinado de Cantacuzeno, pero no se les había considerado muy peligrosos porque vivían sometidos a las autoridades bizantinas. Mas, a mediados del siglo XIV, los turcos se apoderaron del castillo de Zympa, cerca de Gallípoli, en el Quercoseno trácico. Cantacuzeno intento comprar a fuerza de oro la evacuación de Zympa, pero no lo logró.

En 1354, casi todo el litoral de Tracia fue devastado por un terrible cataclismo que destruyó muchas ciudades y fortificaciones. Los turcos instalados en Zympa aprovecharon la ocasión para ocupar varias ciudades del Quersoneso abandonadas por sus moradores, como Gallípoli, lugar que convirtieron en un importantísimo centro estratégico, edificando muros, poderosas fortificaciones y un arsenal y situando allí una guarnición. De este modo se convirtió Gallípoli en base de ulteriores penetraciones en los Balcanes. La noticia de la toma de Gallípoli por los turcos sumió a los bizantinos en desesperación. Según Demetrio Cidonio, eminente representante de la literatura de la época, en toda la ciudad hubo gritos y lloros, y agrega: “¡Qué clase de pláticas predominaban entonces en la ciudad! ¿No estamos perdidos? ¿No estamos entre los muros como en una especie de red tendida por los bárbaros? ¿No es feliz el que ha abandonado la ciudad ante el peligro?” Según el mismo autor, todos se apresuraban “para escapar a la esclavitud”, a marchar a Italia, a España y aun más lejos”, “hacia el mar situado allende las Columnas”, es decir, probablemente a Inglaterra, por el estrecho de Gibraltar. Un cronista ruso nota, respecto a estos sucesos: “En el año 6854 (1346) los ismaelitas (los turcos), llegaron al lado de acá de la tierra griega. En el año (1357) tomaron a los griegos Gallípoli”.

El representante de Venecia en Constantinopla, comprendiendo la gravedad de la situación, informó a la Señoría del peligro turco, de la posibilidad de que los restos del Imperio pasaran a manos turcas, del descontento existente en Bizancio contra el emperador y sus ministros, y del deseo del pueblo de someterse a los latinos y en particular a Venecia.

En otra nota, el mismo embajador escribía que los griegos de Constantinopla deseaban el dominio de Venecia para defenderse contra los turcos, y, de no ser ese dominio posible, el “del rey de Hungría o de Servia”. Es difícil precisar en qué medida esta última opinión reflejaba el verdadero sentir de Constantinopla.

Los historiadores suelen considerar a Cantacuzeno como único culpable de la instalación de los turcos en la Península balcánica, ya que los llamó en su socorro para luchar contra Paleólogo. Existe la idea general de que la sucesiva dominación de los turcos en una parte de Europa fue debida a Cantacuzeno. Pero la causa de ese hecho fatal para Bizancio y Europa no reside, de cierto, sólo en aquel hombre. La razón principal de los hechos ha de buscarse en la situación general de Bizancio y de la Península balcánica, situación que impedía cerrar el paso al avance turco hacia el oeste. Si Cantacuzeno no los hubiese llamado a Europa, no por ello hubieran dejado los osmanlíes de venir. Florinski, excelente especialista de esta época, escribe: “Los turcos, con sus incesantes incursiones, se habían abierto un camino para la conquista de Tracia. La situación interna del mundo grecoeslavo contribuía al éxito e impunidad de sus invasiones. Y además, ninguno de los estadistas de los diversos pueblos y naciones que ejercían entonces actividad en los límites de dicho mundo, se dio cuenta manifiesta del gran peligro que representaban las fuerzas musulmanas que amenazaban por allí. Por lo contrario, todos trataron de entenderse con ellos, con intenciones estrictamente egoístas. Así, Cantacuzeno no hace excepción”. Como Cantacuzeno, los venecianos y genoveses, “defensores privilegiados del cristianismo contra el islamismo”, buscaron la alianza turca a la vez que Cantacuzeno, Y lo mismo hizo Dushan, “gran zar de los servios y griegos”. “Cierto que no se puede justificar plenamente a Cantacuzeno. No cabe descargarle por completo de la responsabilidad de los tristes sucesos que condujeron a la instalación de los turcos en Europa, pero no ha de olvidarse que no fue responsable único. Esteban Dushan habría probablemente conducido con él a la Península tropas turcas, como Cantacuzeno, de no anticipársele éste aliándose con Orján”.

Aprovechando las turbulencias incesantes de Bizancio, Bulgaria y Servia, los turcos establecidos en Gallípoli continuaron sus avances en los Balcanes.

Murad I, sucesor de Orján, tras ocupar varios puntos fortificados en las cercanías de Constantinopla, se adueñó de puntos tan importantes como Filipópolis y Adrianópolis y, avanzando hacia el oeste, principió a amenazar Tésalonica. La capital turca se instaló en Adrianópolis (Edirne). Constantinopla quedaba gradualmente cercada por los turcos y el emperador seguía pagando tributo al sultán.

Murad, con sus avances, se enfrentaba a Servia y Bulgaria, que en virtud de sus querellas intestinas había perdido su fuerza anterior. Murad atacó a los servios. Lázaro, príncipe servio, le resistió. La batalla decisiva se llevó a cabo en el estío de 1389 en la llanura de Kosovo (Kosovo polié, “Campo de los Mirlos”, en Servia central). La fortuna al principio sonrió a los cristianos. Se cuenta que uno de los máximos héroes servios, Milosh Obilich o Kobilich, fingió pasarse a los turcos y, penetrando en la tienda de Murad, le mató con un puñal envenenado. Pero la confusión surgida entre los turcos fue pronto dominada por el hijo de Murad, Bayaceto, el cual copó a los servios infligiéndoles una derrota aplastante. Lázaro, hecho prisionero, fue ejecutado. El año de Kosovo fue el año de la ruina servia. Los míseros restos del Imperio servio, aunque siguieron subsistiendo durante setenta años, no merecen siquiera el nombre de Estado. En 1389 Servio quedó sometida a Turquía.

En 1393, después de morir Juan V, Tirnovo, capital de los búlgaros, fue tomada por los turcos y al poco tiempo toda Bulgaria se halló conquistada por el Imperio turco.

Poco antes de morir, Juan V, viejo y enfermo, hubo de sufrir una humillación que apresuró su fin. Para proteger la capital contra los turcos, Juan había hecho restaurar las murallas y construir nuevas fortificaciones. El sultán, sabedor de esa medida, ordenó a Juan destruir todo lo ejecutado, amenazándole, si no, con cegar a Manuel, hijo y sucesor del emperador. Manuel estaba entonces en la corte de Bayaceto. Juan se vio forzado a someterse a la orden. Constantinopla entraba en la fase más crítica de su existencia.

 

Relaciones de Bizancio y Génova en el siglo XIV. La peste de 1348. Papel de Bizancio en la guerra veneciano-genovesa.

 

Sabemos que a finales del reinado de Andrónico III la colonia genovesa de Gálata gozaba de una situación magnífica en lo político y en lo económico, siendo una especie de Estado dentro del Estado. Valiéndose de la ausencia total de flota bizantina, los genoveses inundaron con sus naves todo el Archipiélago y absorbieron en absoluto el comercio de importación del mar Negro y los estrechos. Según Nicéforo Gregoras, las rentas de las aduanas de Gálata subían anualmente a doscientas mil piezas de oro, mientras Bizancio apenas recibía treinta mil. Comprendiendo el peligro que Gálata hacía correr a Bizancio, Juan Cantacuzeno, aun en medio de las turbulencias interiores del Imperio y de la escasez de numerario, emprendió la construcción de barcos mercantes y de guerra. Los genoveses de Gálata, inquietos, resolvieron oponerse a los proyectos de Cantacuzeno y así ocuparon la colina que dominaba Gálata, erigiendo muros, una torre y pertrechos de tierra. Pero el primer ataque genovés contra la capital misma terminó en un fracaso. Los navíos construidos por Cantacuzeno entraron en el Cuerno de Oro, haciendo que los genoveses, viendo la potencia de aquella flota, se sintiesen inclinados a la paz. En esto, la inexperiencia de los capitanes griegos y una tempestad que entonces se desencadenó, hábilmente explotado todo ello por el almirante genovés, produjeron la destrucción de la flota griega y las naves genovesas desfilaron ante el palacio imperial insultando el estandarte del emperador que ondeaba en las naves echadas a pique. Al fin llegóse a un acuerdo, quedando las alturas inmediatas a Gálata en manos de los genoveses, quienes se tornaban así aún más peligrosos para Constantinopla.

Semejante acrecimiento de la considerable influencia genovesa repercutió en Venecia, que miraba a Génova como su más temible rival en Oriente. Los intereses de las dos repúblicas chocaban particularmente en el mar Negro y el Palus Meotis, o mar de Azov, donde los genoveses se habían instalado en Crimea, ocupando Caffa (hoy Teodosia) y Tañáis, en la desembocadura del Don, cerca de la actual ciudad de Azov. El Bósforo, acceso del mar Negro, y Gálata, estaban en manos de los genoveses, quienes habían montado en las orillas del estrecho una especie de aduana que imponía fuertes portazgos a los barcos no genoveses, y sobre todo a los venecianos y bizantinos, que se dirigían al mar Negro. Génova tendía a monopolizar el tráfico en el Bósforo. En las islas y litoral del Egeo los intereses de Venecia y Génova pugnaban también entre sí.

En 1348 estalló la peste, que hizo aplazar la guerra entre las dos repúblicas. Aquel terrible azote, llamado también “muerte negra”, llegó, partiendo de las profundidades de Asia, a Crimea demás costas del mar de Azov, desde donde las galeras apestadas de los genoveses partidos de Tañáis y Caifa transmitieron la epidemia a Constantinopla, ciudad en que, según los testimonios, probablemente algo exagerados, de los cronistas occidentales, la peste causó la muerte a las dos terceras partes, u ocho novenas partes de los moradores. Luego la peste se propagó a las islas del Egeo y litoral del Mediterráneo. Los historiadores bizantinos nos han dejado un minucioso relato de la plaga y de la impotencia de los médicos para combatirla. En su descripción de la epidemia, Juan Cantazuceno imita el célebre cuadro que de la peste en Atenas de Tucídides en su libro segundo. Según los cronistas occidentales, las galeras genovesas llevaron la peste desde Bizancio a las costas de Italia, Francia y España. “Hay algo de inimaginable —nota Kovalevski— en ese ininterrumpido viaje de galeras apestadas de puerto a puerto del Mediterráneo”. Desde dichos puertos la peste se corrió hacia el norte y oeste, extendiéndose por Italia, Francia, España, Inglaterra, Alemania y Noruega. En aquella época escribió Boccaccio en Italia su célebre “Decamerón”, que comienza con “una descripción de la Muerte Negra, descripción clásica por su pintoresquismo y su mesurada solemnidad”.

Boccaccio habla de “tantos hombres valerosos, bellas damas y jóvenes amables... en plena salud, que se desayunaban por la mañana junto a sus padres, compañeros y amigos y por la noche cenaban con sus antepasados en el otro mundo”. Los sabios comparan a menudo la descripción de Boccaccio con la de Tucídides se ponen al humanista por encima del clásico.

Desde Alemania la peste pasó, por el Báltico y Polonia, a Pskov, Novgorod y Moscú, donde contó entre sus víctimas al príncipe Simeón el Soberbio (1353), propagándose después a toda Rusia. En ciertas poblaciones, según una crónica rusa, “no quedó alma viviente”.

Venecia, entre tanto, se preparaba activamente a la guerra. En cuanto comenzó a olvidar los horrores de la peste, la república concluyó una alianza con el rey de Aragón. Éste, descontento de los genoveses, accedió a dirigir sus fuerzas contra la costa e islas italianas, lo que facilitaba la acción de Venecia en Oriente. Después de algunas vacilaciones, Juan Cantacuzeno se unió a la alianza catalano-veneciana, acusando al “ingrato pueblo de los genoveses” de haber olvidado “el temor de Dios”, de asolar los mares “como si los genoveses estuviesen atacados de la manía de la rapiña” y “de procurar turbar incesantemente los mares y a los navegantes con sus ataques piráticos”.

El combate más importante, en el que participaron unas 150 naves griegas, aragonesas, genovesas y venecianas, se libró hacia 1350 en el Bósforo y no tuvo resultado decisivo. Ambas partes pretendieron haber ganado la batalla. La aproximación de los genoveses a los turcos osmanlíes hizo que Cantacuzeno, abandonando la alianza anterior, se reconciliase con los genoveses, prometiéndoles no auxiliar a Venecia y autorizándoles a agrandar su colonia de Gálata, Génova y Venecia, cansadas de la guerra, firmaron la paz después de algunos últimos encuentros. Esta paz, no resolviendo las diferencias esenciales de las dos repúblicas, desembocó en otro conflicto, llamado guerra de Tenedos. Tenedos, una de las pocas islas del Archipiélago que seguían en manos bizantinas, tenía importancia excepcional —por su situación a la entrada de los Dardanelos— para quienes mantuvieran relaciones mercantiles con Constantinopla y el mar Negro. Al pasar ambas márgenes del estrecho a poder de los osmanlíes, Tenedos era, además, magnífico punto de observación de las actividades de los turcos. Venecia deseaba hacía mucho aquella isla y tras largas negociaciones con el emperador obtuvo la cesión de Tenedos. Los genoveses, no queriendo tolerarlo, provocaron en Constantinopla una revolución que destronó a Juan V y puso en el trono, por tres años, a su hijo Andrónico. La guerra que sobrevino entre ambas repúblicas las agotó y arruinó a todos los Estados que tenían intereses comerciales en Oriente. La lucha concluyó con la paz de Turín (1381).

Poseemos un amplio y detallado informe de la Conferencia de Turín, la cual, con el concurso personal del duque de Saboya, ocupóse en estudiar y resolver diversos problemas de la vida internacional, ya muy compleja en aquella época, elaborando las condiciones de paz. De estas sólo nos interesan las que zanjaron el conflicto vénetogenovés y tenían alcance para Bizancio. Venecia se obligaba a evacuar Tenedos, cuyas fortificaciones serían arrasadas, y la isla, al cabo de cierto tiempo, pasaría al duque de Saboya, emparentado a los Paleólogos a través de Ana de Saboya, mujer de Andrónico III. Así, pues, ni Genova ni Venecia obtuvieron el punto estratégico cuya posesión tanto codiciaban.

Pero Tafur, viajero español que visitó Constantinopla en 1437 nos da una muy interesante descripción de Tenedos. El texto reza, aproximadamente. “Llegamos a la isla de Tenedos ante la cual echamos el ancla y donde desembarcamos. Mientras se reparaba el barco visitamos la isla. Hay allí muchos conejos y la isla está cubierta de vides, mas todas echadas a perder. El puerto de Tenedos, por lo reciente, parece construido hoy, y por ende con buena mano. El muelle es de grandes piedras y columnas, y las naves tienen allí buen ancladero para afirmar el áncora. Hay otros lugares donde pueden anclar los navíos, más ese es el mejor, porque hállase precisamente cara a los estrechos de la Romanía (Dardanelos). Domina el puerto una alta colina, coronada por un castillo bastante recio. Este castillo fue causa de abundosos conflictos entre los genoveses y venecianos hasta que el Papa decidió que fuera desmantelado y no perteneciera a nadie. Empero, ello fue sin duda alguna poco prudente, porque el puerto es uno de los mejores del mundo. Ninguna nave puede entrar en los Dardanelos sin anclar primero aquí, para encontrar el paso, que es muy angosto, y los turcos, sabiendo cuan numerosos son los barcos que tocan la isla, se arman, montan emboscada y matan muchos cristianos”.

La conferencia de Turín debía arreglar la cuestión candente del monopolio mercantil genovés en los mares Negro y de Azov. Según las condiciones de paz, Génova renunciaba a cerrar a los venecianos el mar Negro y el acceso de Tañáis. Las naciones mercantiles reanudaban así sus relaciones con dicha última ciudad, que, por su situación en la boca del Don, era uno de los más importantes centros de comercio con los pueblos orientales. Juan V, repuesto en el trono, tuvo otra vez con Génova tratos pacíficos. Bizancio, empero, seguía fluctuando entre las dos repúblicas, cuyos intereses comerciales en Oriente continuaban en pugna a pesar de la paz. De todos modos la paz de Turín, finalizando la querella venecianogenovesa, tuvo la importancia de permitir a las naciones que se relacionaban con Bizancio la reanudación de un tráfico interrumpido hacía mucho. Mas la suerte ulterior de ese tráfico dependía de los osmanlíes, a quienes, como ya se notaba con claridad en el siglo XIV, pertenecía la suerte del Oriente cristiano.

 

Manuel II (1391-1425). Constantinopla y los turcos. Cruzada de Segismundo de Hungría y batalla de Nicópolis.

 

En uno de sus trabajos, Manuel II escribe: “Apenas salido de la infancia y antes de alcanzar la edad viril, fui arrojado en una vida llena de males y turbulencias, pero que permitía prever que el porvenir nos haría considerar el pasado como una época de serena tranquilidad”, Manuel no fue engañado por sus presentimientos.

Ya vimos en qué humillante estado se hallaba Bizancio, o, mejor dicho, Constantinopla, en los últimos años del reinado de Juan V. Al morir éste, Manuel residía en la corte de Bayaceto. Informado de la muerte de su padre, Manuel consiguió huir de la corte del sultán y llegar a Constantinopla, donde fue coronado emperador. Según una fuente bizantina, Bayaceto, temeroso de la popularidad de Manuel, lamentó no haberle dado muerte mientras le tenía en su corte. Según el mismo historiador (Ducas) un emisario de Bayaceto transmitió a Manuel las siguientes palabras del sultán: “Si quieres ejecutar mis órdenes cierra las puertas de la ciudad y reina en su interior, porque todo lo que hay fuera de la ciudad, me pertenece. Y, en efecto, a partir de aquel instante Constantinopla se halló como en estado de sitio. La única ventaja para la capital consistía en el mal estado de la flota turca. En virtud de esto, los turcos, aunque señores de ambas orillas del estrecho, no podían impedir del todo a Bizancio que comunicase con el mundo exterior. Fue particularmente crítico para el Oriente cristiano el momento en que Bayaceto, merced a un ardid, reunió en cierto lugar a los miembros de la familia de los Paleólogos, con Manuel y los príncipes eslavos a su cabeza. Parece que el osmanlí tuvo entonces la idea de terminar con ellos de un solo golpe, a fin de que —según las propias palabras del sultán, citadas por Manuel—, “después de arrancar las espinas del suelo (esto es, los cristianos), sus hijos pudiesen danzar sobre la tierra de los cristianos sin temor a ensangrentarse los pies”. No obstante, perdonóse la vida de los miembros de las familias reinantes y la ira del sultán sólo se descargó sobre muchos personajes nobles de sus séquitos.

En 1392 Bayaceto organizó una expedición marítima contra Sínope, en el mar Negro. Al frente de la flota turca, Bayaceto colocó a Manuel. Venecia, entonces, pensó que el ataque no iba contra Sinope, sino contra las posesiones venecianas, y que era una maniobra griega disfrazada, con el socorro de tropas turcas. Al propósito, Silberschmidt observa que el problema oriental hubiera podido solucionarse en el siglo XIV mediante la formación de un Imperio greco-turco.

Pero este interesante episodio, que conocemos por los archivos de Venecia, no tuvo consecuencias importantes. A poco Bayaceto y Bizancio se apartaron el uno de la otra, y Manuel volvióse hacia Occidente, momentáneamente dejado en paz por el sultán.

Manuel reanudó las relaciones con Venecia. Entonces Bayaceto trató de aislar a Constantinopla de los países que la avituallaban. Cundió la escasez en Constantinopla. Según un historiador bizantino, la gente demolía sus propias casas para encontrar maderas que permitiesen cocer el pan. A pedido de los embajadores bizantinos, Venecia envió grano a Constantinopla.

Los progresos turcos en los Balcanes indicaban el peligro inminente que amenazaba a Europa. La conquista de Bulgaria y la sumisión casi total de Servia situaban a los turcos en las fronteras magiares. Segismundo de Hungría, comprendiendo la imposibilidad de resistir solo a los turcos, pidió ayuda a los soberanos occidentales. Francia respondió con más entusiasmo que otros países, y el rey francés envió a Segismundo una pequeña hueste, mandada por el duque de Borgoña. Polonia, Inglaterra, Alemania y otros Estados enviaron también tropas en corto número. Venecia se unió a los aliados. Poco antes de partir la cruzada de Segismundo, Manuel formó, a lo que parece, una liga incluyendo a los genoveses del Egeo, esto es, de Lesbos y Quío, y a los caballeros de Rodas, llamados “los puestos de vanguardia del cristianismo en el mar Egeo”. Segismundo había acudido también a Manuel para la Cruzada, pero Manuel no pudo prestar ayuda eficaz, aun cuando acaso se comprometiese a participar en los gastos de la expedición.

La Cruzada sufrió un fracaso completo. En 1396 los cruzados fueron deshechos por los turcos en la batalla de Nicópolis (margen derecha del Danubio inferior) y hubieron de retirarse en desorden. Segismundo salvóse a duras penas, descendiendo en una pequeña embarcación hasta el mar Negro, por el Danubio, y llegando así a Constantinopla, desde donde, merced a una larga vuelta que hizo por el Egeo y el Adriático, pudo regresar a Hungría. El soldado bávaro Schiltberger, hecho prisionero en Nicópolis y que pasó en Gallípoli cierto tiempo, describe como testigo de vista el paso de Segismundo por los Dardanelos, paso que se efectuó sin que los turcos pudieran impedirlo. Según el relato de Schiltberger, los turcos, al saber el viaje del rey, alinearon en las orillas del estrecho a todos los cautivos cristianos y gritaron burlonamente a Segismundo que abandonara la nave y fuese a libertar a los suyos.

Batidos los cruzados, el sultán decidió, para concluir antes con Constantinopla, talar las regiones que aun pertenecían nominalmente al Imperio y de donde podían los bizantinos aguardar recursos. Devastó, pues, la Tesalia, que se sometió, y, según ciertas fuentes turcas, el sultán incluso se apoderó de Atenas por algún tiempo, mientras sus mejores generales sometían a un terrible estrago la Morea o Peloponeso, donde reinaba como déspota el hermano de Manuel.

En la capital crecía el descontento del pueblo, el cual, fatigado y agotado, principiaba a acusar de sus desgracias al emperador, volviendo los ojos a su pariente Juan, quien en 1390, como vimos, había destronado durante algunos meses al padre de Manuel.

Éste, comprendiendo que no podría rechazar a los turcos con sus solas fuerzas, resolvió pedir socorro a los soberanos más influyentes de la Europa occidental y al gran duque ruso Basilio I, El Papa, Venecia, Francia, Inglaterra y acaso Aragón, recibieron favorablemente la demanda de Manuel. La petición que éste dirigió al rey de Francia juzgóse particularmente agresiva, ya que, según un cronista occidental de la época, “por primera vez se dio el hecho de que los antiguos soberanos del mundo entero pidiesen socorro a un país, tan lejano como Francia”.En resumen, las solicitudes de Manuel le procuraron algún dinero, insuficiente desde luego, y la promesa de un socorro en hombres por parte de Francia.

La petición de socorros dirigida por Manuel al gran  duque de Moscovia fue apoyada por el patriarca de Constantinopla y acogida favorablemente en Moscovia. Parece que en Moscú no se trató de una petición de tropas, sino sólo, según una crónica rusa, “de una 435 limosna a quienes estaban, en tanta necesidad y miseria, asediados por los turcos”. El dinero reunido fue enviado a Constantinopla, que lo recibió con viva gratitud.

Los socorros en dinero no podían, sin embargo, prestar a Manuel una ayuda eficaz. Carlos VI de Francia, cumpliendo su promesa, envió a Constantinopla 1.200 hombres, mandados por el mariscal Boucicaut.

Boucicaut fue una de las figuras más interesantes de la Francia de fines del siglo XIV y principios del XV. Hombre de extraordinarias valentía y decisión, había pasado toda su vida en viajes remotos y aventuras peligrosas. Siendo joven había ido a Constantinopla, atravesado Palestina, alcanzado el Sinaí y permanecido cautivo en Egipto algunos meses. Ya de regreso en Francia, unióse a la Cruzada de Segismundo de Hungría, combatiendo con prodigioso valor en Nicópolis y siendo apresado por Bayaceto. Rescatado tras escapar por milagro a la muerte, Boucicaut volvió a Francia, donde al año siguiente se le dio el mando de la hueste enviada a Oriente por Carlos VI.

En la expedición de Boucicaut participaron representantes de las más eminentes familias de la caballería francesa. Boucicaut empleó la ruta marítima. Sabedor de la llegada del mariscal a las proximidades de los Dardanelos, Bayaceto trató de cortarle el paso, pero las naves de Boucicaut, aunque no sin trabajo, se abrieron camino entre los bajeles turcos, arribando a Constantinopla donde fueron acogidos con el mayor júbilo. Boucicaut y Manuel ejecutaron incursiones asoladoras en el litoral asiático del mar de Mármara y el Bósforo, así como en el mar Negro. Pero estos éxitos no modificaron a fondo la situación ni libraron a Constantinopla de la amenaza turca. Comprendiendo la crítica situación de Manuel y de su capital, Boucicaut persuadió al emperador para que le acompañase a Occidente, a fin de que su presencia causara mayor impresión e inclinase a los soberanos a decisiones más enérgicas. Era evidente que expediciones tan modestas como la de Boucicaut no podía remediar la situación desesperada de Bizancio.

 

Viaje de Manuel II a Occidente. Batalla de Angora. Manuel II y Aragón.

 

Resuelto el viaje de Manuel a Occidente, su pariente Juan convino en hacerse cargo del gobierno en ausencia del emperador. A fines de 1399, Manuel y Boucicaut, acompañados de varias personalidades eclesiásticas y laicas, partieron hacia Venecia. La actitud de esta república respecto a los socorros que pedía Bizancio era muy compleja. Los grandes intereses mercantiles de Venecia en Oriente forzaban a los venecianos a mirar la potencia turca, no sólo como la miraría un Estado cristiano, sino también en el sentido de los intereses comerciales propios. Venecia había incluso firmado algunos acuerdos con Bayaceto, y esto la vedaba el participar abierta y directamente en defensa de Bizancio. La rivalidad mercantil de Venecia con Génova y las relaciones de la primera con otros Estados italianos la impedían también apoyar a Manuel. No obstante, tanto Venecia como otras ciudades italianas visitadas por el emperador recibieron a éste con respeto y viva simpatía. No podemos precisar si Manuel se entrevistó con el Papa. De todos modos, al salir Manuel de Italia, alentado por las promesas de Venecia y del duque de Milán y por las bulas del Papa, creía aún en la eficacia de su viaje.

El emperador llegaba a Francia en un momento difícil. Transcurría entonces la guerra de Cien Años y la tregua existente entre los beligerantes cuando llegó Manuel, podía romperse de un momento a otro. En el interior, una enconada polémica y un violento conflicto dividían al Papa de Aviñón y a la Universidad de París, habiéndose producido, en consecuencia, un debilitamiento de la autoridad pontificia y el reconocimiento de la autoridad preponderante del rey en los asuntos eclesiásticos. Y, en fin, el rey Carlos VI padecía frecuentes ataques de demencia.

En París se habían preparado a Manuel una acogida solemne y habitaciones ricamente ornadas en el Palacio del Louvre. Un francés que asistió a la entrada del emperador en París le describe diciendo que era de estatura mediana, de contextura recia, de larga barba ya canosa. Manuel, en general, inspiraba estima y parecía a los franceses digno de su calidad de emperador.

Manuel pasó en París más de cuatro meses, con resultados harto modestos, ya que el rey y su Consejo decidieron ayudarle con sólo 1.200 hombres, al mando de Boucicaut. Sin embargo, el emperador, contento de esta promesa, se encaminó a Londres por más ayuda, siendo recibido con los máximos honores y recibiendo muchas ofertas que pronto se cambiaron en decepciones. En una de sus cartas desde Londres, Manuel escribe: “El rey nos procura un socorro en soldados, arqueros, dinero y naves que desembarcarán al ejército donde lo pidamos”.

Pero esta promesa no se cumplió. Manuel fue colmado de presentes y recibió muestras múltiples de respeto y honor, mas no obtuvo los socorros militares ofrecidos y volvió a París tras una estancia de dos meses en Londres. Adam Usk, historiador inglés del siglo XV, escribe: “He pensado para mí: ¡cuán infortunado es que este grande y remoto soberano cristiano de Oriente haya sido obligado por la violencia de los infieles, a visitar las lejanas islas occidentales para implorar socorro contra ellos! ¡Dios mío! ¿En qué has parado, antigua gloria romana? Las magníficas obras de tu imperio son ahora aniquiladas y con justeza podría citarse la frase de Jeremías: Princesa entre las provincias, se ha convertido en tributaria [Lamentaciones, I]. ¿Quién habría pensado que tú, que solías sentarte en trono de magnificencia y gobernabas al mundo, pudieses llegar a tal humillación que no tuvieses poder alguno para prestar socorro a la fe cristiana?”

La segunda estancia de Manuel en París duró cerca de dos años. Poseemos pocos informes al propósito. Probablemente los franceses se acostumbraron a Manuel, y, así, los cronistas, que tanto dijeran sobre él en su primera estancia, apenas hablan de la segunda. Lo poco que acerca de ese tiempo sabemos nos lo dicen las propias cartas de Manuel. Las correspondientes al principio de esos dos años están llenas de esperanzas para el porvenir. Pero poco a poco su confianza le abandona. El emperador comprende que no debe esperar ayuda seria ni de Inglaterra ni de Francia. Y respecto al último período de su segunda residencia en París, ni cartas poseemos siquiera.

En cambio conocemos datos curiosos sobre el empleo que daba el emperador a sus ocios parisienses. En el Louvre, lugar de su residencia, la atención del emperador fijóse en una espléndida tapicería, estilo Gobelinos, que representaba la Primavera. El emperador trazó una elegante descripción, en tono algo humorístico, de aquella imagen de la primavera en “una cortina real recamada”.

En el ínterin, no se veía el fin de aquella infructuosa residencia de Manuel en Francia. Pero un suceso que se produjo en Asia Menor hizo al emperador marchar de Francia precipitadamente, camino de Constantinopla. En julio de 1404 se había librado la famosa batalla de Angora, donde Timur (Tamerlán) causó una tremenda derrota a Bayaceto, el sañudo enemigo de Bizancio, librando a Constantinopla, por repercusión., de un peligro inminente. La noticia de este suceso, tan importante para Manuel, no llegó a París sino dos meses y medio después de la batalla. El emperador se puso en camino y, por Génova, Venecia y la costa de Morea, volvió a su capital después de tres años y medio de ausencia.

En recuerdo de su viaje a Francia, Manuel donó al monasterio de Saint-Denís un manuscrito iluminado de Dionisio el Areopagita, entre cuyas miniaturas figuraban, como antes dijimos, una representando al emperador, su esposa y tres de sus hijos. Este manuscrito se conserva hoy en el Louvre. El retrato del emperador tiene mucho interés: los turcos hallaban en Manuel gran parecido con Mahoma, el fundador del Islam, y Bayaceto, según palabras del historiador bizantino Phrantzes, decía a propósito de Manuel: “El que no supiese que es emperador, diría, sólo por su aspecto, “que es emperador”.

El viaje de Manuel a Europa resultó infructuoso respecto a los intereses vitales del Imperio, triste resultado que los historiadores y cronistas de Id época comprendieron y registraron en sus anales.

Pero el viaje implicó gran interés en el sentido del conocimiento que Occidente recibió del Imperio bizantino en la época de su decadencia. El viaje constituyó un episodio de la historia de las relaciones culturales de Oriente y Occidente a fines del siglo XIV y principios del XV esto es, en la época del Renacimiento italiano.

La batalla de Angora tuvo considerable importancia para el último período del Imperio bizantino.

A fines del siglo XIV, el disgregado Imperio mongol unificóse de nuevo bajo Tamerlán (Timur-Lenk, “el rengo duro"). Timur emprendió una serie de lejanas y devastadoras campañas en la Rusia meridional, en el norte de la India y en Mesopotamia, Siria y Persia. Sus ofensivas se señalaron por actos de crueldad atroz: decenas de miles de hombres fueron exterminados, los campos asolados, las ciudades destruidas. El bizantino Ducas escribe: “Cuando los mongoles de Timur salen de una ciudad para ir a otra, la dejan tan desierta y abandonada que no se oye ni el ladrido de los perros, ni el cacareo de las aves de corral, ni los lloros de los niños”.

Tamerlán, pasando de Siria al Asia Menor, chocó allí con los osmanlíes. Bayaceto corrió de Europa al lugar invadido y en 1402 se riñó cerca de Angora la célebre batalla en que Bayaceto fue completamente derrotado y cayó prisionero, pereciendo no mucho después en el cautiverio. Tamerlán, en vez de detenerse en el Asía Menor, comenzó una campaña contra China, y murió en. el camino. Tras su muerte su imperio se disgregó y perdió toda importancia. Pero los turcos quedaron tan quebrantados por el desastre de Angora que no pudieron emprender una acción decisiva contra Constantinopla, y así el agonizante Imperio bizantino tuvo vida durante medio siglo más.

Manuel, al regresar de Occidente, seguía queriendo buscar el apoyo de la Europa latina contra los turcos. Poseemos dos interesantes cartas dirigidas por Manuel a los reyes de Aragón, Martín II (1395-1410) y Fernando I (1412-1416). En la primera carta, transmitida a su destinatario por el famoso humanista bizantino Manuel Crisoloras, entonces en Italia, Manuel II informa a Martín de Aragón de que le envía las preciosas reliquias pedidas por éste y le ruega que haga llegar a Constantinopla el dinero reunido en España para socorrer al Imperio. Crisoloras no obtuvo éxito en su misión. Más tarde, durante un viaje por Morea, Manuel II escribió a Fernando una nueva carta fechada en Tesalónica. Por esa carta sabemos que Fernando había prometido al hijo de Manuel, Teodoro, déspota de Morea, acudir a Grecia con un fuerte ejército para ayudar a los cristianos en general y en particular a Manuel. Éste expresaba la esperanza de ver a Fernando en Morea. Pero Fernando no acudió jamás.

 

La situación en el Peloponeso. Sitio de Constantinopla por los turcos en 1422.

 

En el último medio siglo de existencia de los restos del Imperio bizantino, el Peloponeso atrajo la atención del poder central de manera insólita. Considerando que en aquella época las posesiones imperiales se limitaban a Constantinopla y comarcas tracias adyacentes, a un par de islas en el Archipiélago, a Tesalónica y al Peloponeso, bien se comprenderá que éste se había convertido en parte esencial del Imperio griego. Los hombres del siglo XV descubrieron que dicho Peloponeso era una región antigua y puramente griega, que sus habitantes eran verdaderos helenos y no romanos, y que ningún otro lugar podía servir mejor para crear una base de lucha contra los otomanos. Mientras la Grecia del norte era presa de los turcos y el resto de la vieja Grecia estaba a punto de sucumbir, se creó en el Peloponeso una conciencia nacional y un foco de patriotismo griegos que acariciaban el sueño —irrealizable a causa de las condiciones históricas— de regenerar el Imperio y oponerse a los otomanos.

Tras la cuarta Cruzada, el Peloponeso o Morea había pasado a la dominación latina. A principios del reinado de Miguel VIII, Guillermo de Villehardouin, príncipe de Acaya, pagó su rescate con las tres fortalezas de Monemvasia, Maina y la recién erigida de Mistra. Desde entonces los griegos se afirmaron y extendieron su dominio por el Peloponeso, lenta, pero continuamente, a costa de los latinos. Por tanto la provincia bizantina creada allí a mediados del siglo XIV, adquirió gran importancia, organizándose en un despotado especial de virrey del Peloponeso. Ya sabemos que a fines del siglo XIV el Peloponeso sufrió una terrible devastación causada por los turcos. Considerándose incapaz de defender el país con sus propias fuerzas, el déspota de Morea propuso a la Orden Hospitalaria, asentada entonces en Rodas, cederle sus posesiones. Sólo una insurrección popular surgida en Mistra, capital del despotado, impidió al déspota realizar su proyecto. El quebranto sufrido por los osmanlíes en Angora dio algún respiro al Peloponeso, permitiéndole esperar un porvenir mejor.

Mistra, residencia del déspota y principal ciudad del despotado de Morea (muy cerca de la antigua Lacedemonia-Esparta y de la Esparta de la Edad Media), fue en el siglo XIV e inicios del XV el centro espiritual y político del helenismo renaciente. Allí estaban las tumbas de los déspotas de Morea; allí, después de una dilatada vida, murió y fue sepultado Juan Cantacuzeno. Aunque el nivel de civilización de la gente del país hacía a un contemporáneo, Mazaris, temer volverse bárbaro a su contacto, en la corte del déspota, en Mistra, se creó un foco intelectual al que se incorporaron griegos cultos, sabios, sofistas y cortesanos. Grcgorovius compara con razón la corte de Misira a las de ciertos príncipes italianos del Renacimiento. En aquella corte brilló, en tiempos de Manuel II, el célebre sabio, humanista y filósofo bizantino Gemisto Plethon, de quien hablaremos en breve.

En 1415 el emperador Manuel visitó el Peloponeso, del que era entonces déspota Teodoro, su hijo segundo. La primera medida adoptada por el emperador para defender la Península contra posibles invasiones, fue alzar en el istmo de Corinto una muralla acompañada de numerosas torres. Este muro se levantó sobre el emplazamiento del baluarte construido por los peloponesios en el siglo V a. de J. C., para oponerse al avance de Jerjes. Valeriano, en el siglo VI, al fortificar Grecia contra los godos, había restaurado el baluarte, y Justiniano lo reconstruyó una vez más cuando Grecia fue amenazada por hunos y eslavos.

Previendo el peligro turco, el antecesor del déspota Teodoro había instalado en las regiones desiertas del Peloponeso numerosas colonias albanesas y Manuel II, en su oración fúnebre, alababa esta prudente precaución del difunto déspota.

Poseemos sobre los asuntos del Peloponeso dos fuentes muy interesantes y las dos de carácter muy diferente. La primera se debe al sabio y humanista Gemisto Plethon, quién sostenía la tesis de que los habitantes del Peloponeso presentaban el tipo más puro y antiguo de la raza helénica y de que del Peloponeso procedían las más nobles e ilustres familias helenas, que habían ejecutado “las acciones mayores y más célebres”. La segunda es obra de Mazaris, autor del Viaje de Mazaris al infierno, escrito que constituye la “peor de las imitaciones de Luciano conocida hasta hoy”, como dice, no sin cierta exageración, Krumbacher.

Mazaris, en su trabajo, describe en forma amena las costumbres del Peloponeso o Morea, cuyo nombre reproduce en la forma de “Mora”, dimanado del vocable griego que significa “estupidez, tontería”.

Contrariamente a Plethon, Mazaris distingue entre los pobladores del Peloponeso siete nacionalidades: griegos (para Mazaris, lacedemonios y peloponesios), italianos (esto es, los restos de los conquistadores latinos), eslavos, ilirios (albaneses), egipcios (gitanos) y judíos.

Esta enumeración corresponde a la realidad histórica. Aunque tanto el sabio humanista Plethon como el satírico Mazaris deban ser utilizados con precaución en cuanto fuentes, ambos nos dan una documentación rica e interesante para el estudio de la civilización del Peloponeso en la primera mitad del siglo XV.

A la época de Manuel II se remontan dos curiosas exposiciones de Gemisto Plethon sobre la necesidad de introducir reformas políticas y sociales en el Peloponeso. Uno de los memoriales fue dirigido al emperador y el otro a Teodoro, déspota de Morea. Los irrealizables proyectos del utopista heleno, absolutamente al margen de la realidad, han sido examinados por Fallmerayer en su Historia de la península de Morea.

Plethon se propone regenerar el Peloponeso, darle vida , y para ello sugiere una radical transformación del sistema social y una resolución nueva de la cuestión agraria. Según él, la población debe dividirse en tres clases: 1a, cultivadores del suelo (labradores, viñadores, pastores); 2.a, los que procuran a la agricultura sus medios de trabajo (quienes cuidan los bueyes, animales domésticos, etcétera); 3a, los que mantienen el orden y la seguridad, es decir, el ejército, las autoridades y los funcionarios, a la cabeza de todos los cuales debe estar el emperador, como resguardo de la ortodoxia y del orden.

Plethon, enemigo del ejército mercenario, aconseja organizar una milicia para que el ejército pueda consagrarse por entero al cumplimiento de sus deberes inmediatos, Plethon divide los habitantes en dos categorías: contribuyentes y obligados al servicio militar. Los soldados no pagan impuestos; los contribuyentes, no sujetos al servicio militar, son llamados por Plethon “ilotas”. Queda abolida la propiedad territorial: “Toda la tierra, como se desprende del estado natural de las cosas, es declarada propiedad común de toda la población; cada uno puede sembrar y construir donde quiera y labrar la cantidad de tierra que quiera y pueda”. Tales son las principales disposiciones del plan de Plethon, el cual lleva las huellas de las ideas de Platón, a quien el humanista bizantino admiraba mucho. Ese escrito siempre quedará como un monumento interesante de la literatura bizantina bajo los Paleólogos. Algunos sabios notan en el proyecto de Plethon tendencias análogas a ciertos puntos del “Contrato social” de Rousseau y a las ideas del sansimonismo.

De este modo, en vísperas de la catástrofe definitiva, Plethon proponía a Manuel II un programa de reformas destinadas a hacer resurgir la Hélade. Diehl escribe: “Mientras Constantinopla decrece y se hunde, un Estado griego trata de nacer en Morea. Y, por vanas que sean sus aspiraciones, por estériles que sus deseos puedan parecer, no por eso deja de ser uno de los fenómenos más curiosos y notables de la historia bizantina esa recuperación de conciencia del helenismo, esa comprensión y preparación obscura de un porvenir mejor”.

Hasta principios de la tercera década del siglo XV, las relaciones de Manuel con el sucesor de Bayaceto, Mahomet I, uno de los más grandes representantes del Imperio osmanlí, se señalaron, a pesar de algunas ligerezas del emperador, por una paz y confianza mutuas. En una ocasión el sultán atravesó las cercanías de Constantinopla, a sabiendas del emperador. Éste acudió al encuentro de Mahomet y, aunque ambos soberanos permanecieron en sus galeras respectivas, mantuvieron, no obstante, una discusión cordial y cruzaron juntos el estrecho hasta la ribera asiática, donde el sultán instaló sus tiendas. El emperador no abandonó su nave, pero, mientras comían, los dos monarcas se enviaron el uno al otro los manjares más delicados de sus respectivas mesas.

Con Murad II, sucesor de Mahomet, las circunstancias cambiaron. En los últimos años de su reinado, Manuel abandonó los asuntos públicos a su hijo Juan, que no tenía la experiencia, la nobleza ni la firmeza de su padre. Juan empeñóse a toda costa en apoyar a uno de los pretendientes al trono sultanicio. La tentativa fracasó y Murad, irritado, resolvió cercar Constantinopla y terminar de un golpe con aquella ciudad codiciada hacía tanto tiempo.

Pero las fuerzas de los otomanos, no repuestas aun del desastre de Angora, no bastaron al propósito. El asedio de Constantinopla se estableció en 1422. Poseemos una descripción de ese asedio en una obra consagrada especialmente a él, escrita por el contemporáneo Juan Canano y titulada: Relato de la guerra de Constantinopla en 693 (1422), fecha en la cual Amurat-bey atacó la ciudad con un gran ejército, no logrando apoderarse de ella y fallando sólo merced a la gracia de la Santísima Madre de Dios. Un fuerte ejército musulmán, con muchas máquinas de guerra, inició un asalto a la población, pero la heroica defensa de los habitantes rechazó la embestida y después las dificultades interiores del Estado turco obligaron a los sitiadores a levantar el cerco. Como de costumbre, el pueblo atribuyó el éxito a la Virgen, protectora sempiterna de Constantinopla. Mas las tropas turcas, que no operaban sólo ante la capital, intentaron, también sin éxito, tomar Tesalónica y luego se dirigieron al sur de Grecia, donde, destruyendo la muralla alzada por Manuel en el istmo de Corinto, practicaron una devastadora incursión en Morea. El coemperador Juan VIII pasó un año en Venecia, Milán y Hungría, en busca de socorros. Por el tratado que concluyó la guerra, el emperador se comprometía a pagar tributo anual a los turcos y entregarles algunas ciudades de Tracia. Los territorios comarcanos a Constantinopla quedaron, pues, todavía más reducidos.

Después de aquel asedio el Imperio arrastró otros treinta años de existencia mísera, en espera continua de su fin inminente.

En 1425 Manuel murió paralítico. El pueblo, entristecido, acompañó el cadáver del emperador difunto hasta su última morada. Nunca, dice un historiador, se había visto tal afluencia de hombres llorosos en el sepelio de un emperador. Berger de Xivrey, historiador del reinado de Manuel II, comenta: “Ese sentimiento parecerá sincero a quien recuerde todas las tribulaciones que aquel soberano compartió con su pueblo, todos sus esfuerzos para socorrerlo y la simpatía profunda que siempre tuvo en sus sentimientos y pensamientos para su pueblo”.

El suceso capital del reinado de Manuel había sido la batalla de Angora, que, con la derrota turca, retardó en medio siglo la caída de Constantinopla. Esta disminución efímera del poder otomano no se debió a la fuerza de Bizancio, sino al poderío mongol accidentalmente surgido en Oriente. La Cruzada occidental que propugnaba Manuel contra los turcos no rindió el efecto apetecido. El asedio de Constantinopla en 1422 fue sólo el prólogo de la catástrofe de 1453. Más al apreciar las relaciones turco-bizantinas bajo Manuel, no debe olvidarse la influencia que dicho emperador ejerció sobre los sultanes turcos y que más de una vez apartó del agonizante Imperio la tormenta que lo amenazaba.

 

Juan VIII (1425-1448). Territorio del Imperio. Toma de Tesalónica por los turcos. Situación crítica de Constantinopla. Derrota de los cristianos en Varna

 

Bajo Juan VIII la extensión territorial del Imperio era modestísima. Ya vimos que su padre, poco antes de morir, hubo de ceder a los turcos varias ciudades de Tracia. Cuando Juan, en 1425, quedó como único emperador, su poder sólo se extendía sobre Constantinopla y sus contornos inmediatos. Las demás partes del Imperio —el Peloponeso, Tesalónica y algunas lejanas ciudades de Tracia— estaban bajo la autoridad de sus hermanos, como así también de principados casi independientes.

En 1430 los turcos conquistaron Tesalónica. Un hermano de Juan que gobernaba la ciudad con título de déspota, sintiéndose incapaz de luchar con los turcos, vendió Tesalónica a Venecia, a cambio de una suma de dinero. Los venecianos, al entrar en posesión de tan importante centro comercial, se comprometían, dice Ducas, a “protegerlo, aprovisionarlo, hacerlo más próspero y convertirlo en una segunda Venecia. Pero los turcos, dueños ya de las zonas contiguas, no habían de permitir a Venecia instalarse en Tesalónica. Bajo el mando personal del sultán pusieron cerco a la población. Las operaciones del sitio se hallan descritas en la obra La última expugnación de Constantinopla, debida a Juan Anagnostas (es decir, “el lector”), contemporáneo del drama. La guarnición latina de Tesalónica era escasa y los habitantes miraban a sus nuevos señores venecianos como extranjeros. Tesalónica, pues, no pudo resistir a los turcos y éstos, tras breve asedio, tomaron la ciudad por asalto, entregándola al pillaje y a toda suerte de vejaciones. Las iglesias fueron transformadas en mezquitas. La población fue acuchillada, sin distinción de edad ni sexo. El templo de San Demetrio de Tesalónica, patrón principal de la ciudad, fue dejado momentáneamente para uso de los cristianos, aunque en un estado de plena desolación.

La toma de Tesalónica por los turcos fue también descrita en versos griegos por un miembro del alto clero bizantino en su obra Crónica del Imperio turco. Aquel desastroso suceso dio origen a diversos cantos populares griegos.

La caída de Tesalónica produjo viva impresión en Venecia y en toda la Europa occidental. Se comprendió entonces la inminencia de la hora crítica de Constantinopla. Poco antes de caer Tesalónica, un peregrino que volvía de Jerusalén, el caballero borgoñón Bertrandon de la Broquiére, que nos ha dejado un interesante relato de su Viaje a Ultramar, visitó la capital de los Paleólogos. Betrandon alaba el excelente estado de las murallas, sobre todo de las terrestres, pero nota cierto abandono en la ciudad y habla de las ruinas y restos de dos magníficos palacios destruidos, según tradición, en virtud de órdenes enviadas a un emperador por el sultán turco. El peregrino borgoñón recorrió las iglesias de Constantinopla y otros monumentos, asistió a Oficios solemnes, vio en Santa Sofía la representación del misterio de los tres adolescentes arrojados por Nabucodonosor en un “horno ardiente”, admiró la belleza de la emperatriz de Bizancio, oriunda de Trebisonda, y contó al emperador, interesado por la suerte de Juana de Arco, quemada poco antes en Rúan, “toda la verdad” sobre la famosa heroína francesa. El mismo autor da su opinión, fundada en sus observaciones personales, sobre la posibilidad de rechazar a los turcos e incluso recobrar Jerusalén: “Y para esto, paréceme que gentes notables y de buen gobierno, cual las tres susodichas naciones, es a saber, franceses, ingleses y alemanes, son asaz suficientes, y bien unidas en competente número podrían ir por tierra hasta Jerusalén. Que no es gran hecho emprender la conquista de Grecia; empero es menester mantenerse juntos, sin disputar... en desventaja suya”.

Ante la inminencia del peligro turco, Juan VIII emprendió grandes trabajos de restauración de los muros de Constantinopla. Varias inscripciones conservadas aún hoy, con el nombre de “Juan Paleólogo, autócrata en Cristo”, atestiguan el postrer esfuerzo de Bizancio para restablecer las fortificaciones de Teodosio el Joven, que parecieran antaño inexpugnables.

Mas ello no bastaba para luchar contra los muslimes. Como sus predecesores, Juan VIII puso su esperanza en un apoyo eficaz de Occidente, logrado merced al Papa. Con tal propósito, el emperador, con numeroso séquito, pasó a Italia, donde fue firmada la famosa unión de Florencia, de la que hablaremos después. Pero el viaje del emperador no dio ningún resultado apreciable.

El Papa Eugenio IV predicó Cruzada, logrando unir contra los turcos a húngaros, polacos y rumanos. Se formó un ejército cristiano mandado por Ladislao, rey de Polonia y Hungría, con el concurso del famoso héroe húngaro Juan Huniada. En la batalla de Varna (1444) los cruzados sufrieron una derrota completa. Ladislao pereció en la acción y Juan Huniada, con los restos del ejército, se retiró a Hungría. La batalla de Varna fue la última tentativa occidental para ayudar a la agonizante Bizancio. A partir de 1444 Constantinopla se halló abandonada a su triste suerte.

Ciertos documentos de los archivos de Barcelona, publicados recientemente, han revelado los ambiciosos planes del famoso rey de Aragón y Mecenas del Renacimiento, Alfonso V el Magnánimo, que murió en 1458. Después de reunir bajo su cetro a Nápoles y Sicilia, Alfonso proyectó una gran expedición a Oriente, lo que nos recuerda los vastos planes de Carlos de Anjou. Uno de los objetivos del rey aragonés era Constantinopla. La idea de una Cruzada contra los turcos no le abandonó jamás, comprendiendo que si el creciente poderío y la “insolente prosperidad” de los otomanos no eran quebrantados, él mismo no tendría seguridad alguna en los confines marítimos de sus propios reinos. Pero los grandiosos proyectos de Alfonso no se realizaron y los turcos no fueron amenazados nunca por aquel talentoso y brillante humanista y político.

Tras la victoria turca en Varna, Juan VIII, que no había participado en la Cruzada abrió negociaciones con el sultán, procurando amansarle mediante regalos. Así pudo gozar de paz con los turcos hasta el final de su reinado.

Mientras Bizancio, en su pugna con los turcos, sufría bajo Juan VIII constantes y graves fracasos, en el Peloponeso, casi independiente del gobierno central, las armas griegas obtenían una victoria considerable, aunque de resultados poco duraderos. Junto a las posesiones bizantinas existían en Morea restos del principado latino de Acaya y había algunos lugares, en el extremo sur de la península, que pertenecían a Venecia. A principios del siglo XV Venecia se propuso someter a su influjo la parte del Peloponeso que seguía en manos latinas, y al efecto entabló tratos con los diversos gobernadores del país. La república de San Marcos deseaba apoderarse del muro del istmo de Corinto, esperando oponerse así mejor a los ataques turcos, y además se sentía impulsada por sus intereses mercantiles. Según los informes recogidos por el representante de la república, los productos del país —oro, plata, seda, miel, trigo, uvas y otros— prometían beneficios considerables. Entre tanto, bajo Juan VIII, las tropas del déspota de Morea atacaron a los latinos, ocupando las zonas aun dominadas por ellos y terminando así con el gobierno franco en Morea. Desde entonces, y hasta la conquista de la península por los turcos, el Peloponeso perteneció por entero a los Paleólogos. Venecia, empero, conservó los puntos que antes poseía en el sur.

Un déspota de Morea, Constantino, hermano de Juan VIII y llamado a ser el último emperador de Bizancio, aprovechando ciertas dificultades surgidas a los turcos en los Balcanes, cruzó con su ejército el istmo de Corinto, rumbo a la Grecia del centro y del norte, que los osmanlíes se esforzaban en ocupar. El sultán Murad II consideró la invasión de Constantino como una ofensa personal y así, dirigiéndose hacia el sur, atravesó la muralla del istmo, sometió el Peloponeso a una terrible devastación y llevóse muchos griegos cautivos. Constantino, amedrentado, hizo la paz en los términos dictados por el sultán, quedando como déspota de Morea y pagando a los otomanos un tributo fijo.

Bajo Constantino Paleólogo, el famoso viajero, arqueólogo y comerciante llamado Ciríaco de Ancona, visitó por segunda vez Mistra, donde lo recibieron cortésmente el déspota y sus dignatarios. Ciríaco encontró en la corte a Gemiste Plethon, “el hombre más instruido de la época” y a Nicolás Calcondilas, hijo del ateniense Jorge Calcondilas y joven muy versado en latín y griego. Este Nicolás es, sin duda, el mismo que Laonikos Calcondilas, ya que el nombre Laonikos constituye sólo una deformación de Nikolaos (Nicolás). En un primer viaje a Mistra, reinando el déspota Teodoro, en 1437, Ciríaco había visitado los antiguos monumentos de Esparta y copiado inscripciones griegas.

 

Constantino XI (1449-1453). Toma de Constantinopla por los turcos

 

Los territorios que reconocían la autoridad del último emperador bizantino estaban reducidos exclusivamente a Constantinopla, con las comarcas tracias adyacentes, y a la mayor parte de Morea, gobernada por los hermanos del emperador.

Las cualidades señeras de Constantino eran la nobleza de carácter, la energía, el valor y un patriotismo fervoroso, como lo acreditan la unanimidad de las fuentes griegas contemporáneas y el comportamiento del emperador durante el asedio de Constantinopla. El humanista italiano Francesco Fílelfo que conoció en persona al emperador antes de ser éste coronado, durante una estancia en Constantinopla, le califica en una de sus cartas de “pio et excelso animo”.

El terrible y poderoso enemigo de Constantino fue el sultán Mahomet II. Mozo de veintiún años, reunía a sus bárbaros arranques de implacable crueldad y a su sed de sangre y de los vicios más viles, un gusto muy desarrollado por las artes y letras, una gran energía y elevadas cualidades de general, estadista y organizador. Una fuente bizantina dice que Mahomet se ocupaba con pasión en las ciencias, sobre todo en astrología; leía los relatos de las hazañas de Alejandro de Macedonia, de Julio César y de los emperadores de Constantinopla, y hablaba, además del turco, cinco idiomas. Las fuentes orientales alaban su piedad, su justicia, su misericordia y la protección que daba a sabios y poetas.

Los historiadores modernos emiten diversos juicios sobre Mahomet. Unos le niegan toda cualidad, mientras otros ven en él una personalidad extraordinaria, casi genial. El deseo de conquistar Constantinopla preocupaba al joven sultán a tal punto que, “noche y día, al acostarse, al levantarse, en su palacio, fuera, tenía por único cuidado las acciones y medios militares que le permitirían apoderarse de Constantinopla”. En sus noches de insomnio dibujaba el plano de la ciudad y de sus fortificaciones, señalando los lugares por donde sería más fácil atacar.

Han llegado a nosotros los retratos de los tres rivales: el de Constantino en sellos y algunos manuscritos más recientes, el de Mahomet en las medallas fundidas en el siglo XV por artistas italianos en honor del sultán. También existe un cuadro representando a Mahomet, obra del célebre artista veneciano Gentile Bellini (muerto en 1507), quien pasó algún tiempo en Constantinopla a fines del reinado de Mahomet II.

Mahomet, resuelto a terminar, preparóse con extrema prudencia. En primer término construyó al norte de la ciudad, en la orilla europea del Bósforo, allí donde éste se estrecha más, una fortificación torreada (Rumeli-Hissar), cuyas majestuosas ruinas existen aún. Los cañones montados en los baluartes lanzaban proyectiles de piedra, enormes para la época.

Al saberse las nuevas de la fortificación del Bósforo, un inmenso clamor de desesperación brotó, según Ducas, de la población cristiana de la capital, de Asia, de Tracia y de las islas: “Ahora la ruina de nuestra ciudad es inminente; he aquí que se manifiestan los signos de la ruina de nuestra raza; he aquí que llegan los días del Anticristo. ¿Qué será de nosotros? ¿Qué haremos? ¿Qué es de los santos que protegen la ciudad?”

Otro contemporáneo, testigo ocular de los hechos, el veneciano Nicolo Bárbaro, que asistió a todos los horrores de aquel ataque y escribió un Diario del asedio, escribe: “Esta fortificación es muy poderosa por el lado de la mar. No se puede conquistar por ningún medio, porque en la costa y sobre los muros hay gran copia de bombardas, y del lado de tierra la fortificación es poderosísima, aunque lo sea menos por el lado del mar”.

Aquella fortaleza cortó las comunicaciones de la capital con el norte y con el mar Negro. Todos los bajeles extranjeros que entraban y salían del Bósforo cayeron en manos de los turcos. Así Constantinopla quedaba privada del trigo de los países del mar Negro. Las fortificaciones erigidas por Bayaceto a fines del siglo XIV en la orilla asiática (Anatoli-Hissar) facilitaban la tarea de los turcos. Luego el sultán invadió Morea para que ésta no acudiese en ayuda de Constantinopla en el momento crítico. Y tras estos preliminares, Mahomet, aquel “pagano, enemigo del pueblo cristiano”, según Bárbaro, asedió la gran ciudad.

Constantino hizo cuanto fue posible para sostener la desigual lucha que se preparaba. Mandó concentrar en la capital todas las existencias de grano que cupo encontrar en los contornos y ordenó reparar las murallas. La guarnición griega no pasaba de unos cuantos miles de hombres. Constantino pidió socorro a Occidente. En vez de socorro militar llegó a Constantinopla un cardenal romano de origen griego, Isidoro, antes metropolitano de Moscú y miembro del concilio de Florencia. Para solemnizar el restablecimiento de la paz entre las Iglesias, celebró un oficio pidiendo la unión en Santa Sofía, lo que produjo gran agitación en la capital. Uno de los más altos dignatarios bizantinos, Lucas Notaras, pronunció entonces sus famosas palabras: “Más vale ver reinar en Constantinopla el turbante de los turcos que la mitra de los latinos”.

Venecianos y genoveses participaron en la defensa de la capital. Fundáronse grandes esperanzas en Juan (Giovanni) Giustiniani, jefe de un destacamento genovés, quien ya había probado su valor en muchos combates y que llegó a la sazón con dos naves grandes y 700 hombres. Se cerró el Cuerno de Oro, como otras veces en momentos decisivos, mediante una maciza cadena de hierro cuyos vestigios se han creído ver, hasta nuestros días, en el patio de la iglesia de Santa Irene, donde radica ahora el Museo Histórico y Militar de Turquía. Las fuerzas de Mahomet, además de turcos, englobaban hombres de diversos pueblos sometidos por ellos y superaban en mucho el reducido número de defensores de Constantinopla, que eran griegos y latinos, y los más de éstos italianos.

Se preparaba uno de los mayores acontecimientos de la Historia. La toma de Constantinopla, la “protegida de Dios”, por los turcos, ha dejado en los cronistas una impresión profunda. Las descripciones que dan, en diversas lenguas y desde diferentes puntos de vista, de los últimos momentos del Imperio bizantino, nos permiten asistir, de día en día y de hora en hora, al desarrollo de aquel angustioso drama, del que tenemos relatos en griego, latín, italiano, eslavo y turco.

Las principales fuentes griegas aprecian de distintos modos el suceso. Jorge Phrantzes, el Franza de los italianos, célebre diplomático y alto dignatario bizantino, que asistió al asedio y fue amigo íntimo del postrero emperador, siente un amor sin límites por su heroico soberano y en general por los Paleólogos, se revela adversario de la unión, y nos describe los últimos días de Bizancio con la intención de reparar el honor del Constantino vencido, de su patria humillada y de la ortodoxia griega ofendida. Otro contemporáneo, el griego Critóbulo, que se pasó a los turcos, quiere probar su devoción a Mahomet, y dedica su historia, muy influida por Tucídides, “al más grande de los emperadores, al rey de reyes, Mahomet”, exponiendo la suerte final de Bizancio desde el punto de vista del nuevo Imperio otomano, si bien —dicho sea en su honor— no ataca a sus compatriotas. Ducas, griego del Asia Menor y partidario de la unión, en la cual veía la única salvación, escribe en general con tendencia favorable a Occidente, haciendo resaltar los méritos y valor de Juan Giustiniani y acaso disminuyendo la labor de Constantino. De todos modos testimonia auténtica simpatía a los griegos y deplora su suerte. El cuarto historiador griego del último período de Bizancio, y único ateniense de la literatura bizantina, Laonico Calcocondilos, o Calcondilas, no sitúa en el centro de su narración a Bizancio, sino al Imperio turco, proponiéndose desarrollar un argumento nuevo y vasto: el extraordinario desenvolvimiento del poderío del joven Estado otomano, nacido sobre las ruinas del poderío griego, franco y eslavo”. El libro de Laonico es de orden general y su autor no fue testigo ocular de los últimos días de Constantinopla, por lo que su relato respecto al asedio y toma de Constantinopla tiene sólo una importancia secundaria.

Entre las fuentes más valiosas escritas en latín por autores que se hallaron en Constantinopla durante el asedio, puede mencionarse la exhortación titulada Ad Universos Christi fideles de expugnatione Constantinopolis, del cardenal Isidoro, del que ya hablamos y que escapó, no sin trabajo, del cautiverio. Esta exhortación suplica a todos los cristianos que se alcen para defender la fe en peligro. También poseemos el informe elevado al Papa por el obispo de Quíos, Leonardo, quien eludió igualmente la cautividad y que veía en el desastre de Constantinopla un castigo divino por haberse apartado los griegos del dogma católico. Finalmente, el italiano Pusculus, cautivo de los turcos por algún tiempo, compuso un poema en cuatro cantos con el título Constantinopolis. Trátase de una imitación de Virgilio y en parte de Hornero. Pusculus, católico ferviente, dedicaba su poema al Papa, en la persuasión, como Leonardo, de que Dios había castigado el cisma griego.

Entre las fuentes italianas hallamos un inestimable Diario del asedio de Constantinopla, escrito en antiguo dialecto veneciano, con dicción seca y estilo de hombre de negocios. Su autor es el noble veneciano Nicola Bárbaro, y allí se enumeran, día a día, los encuentros habidos entre griegos y turcos, teniendo, por lo tanto, importancia capital para establecer la cronología del cerco.

Existe un importante relato histórico en ruso antiguo sobre el “grande y terrible acontecimiento” de la toma de Constantinopla (Zargrad), relato debido a la pluma de “Néstor Iskinder (Iskander), pecador y culpable ante el Eterno”.

Iskander, probablemente ruso de origen, combatió en las filas del sultán y describe con imparcialidad y casi día por día la actividad turca fuera de la ciudad y dentro de ella después de ocuparla. Diversas crónicas rusas narran también la caída de Constantinopla.

Hay asimismo fuentes turcas, que miran la toma de la ciudad como una apoteosis del Islam triunfante y victorioso y de su espléndido representante Mahomet II el Conquistador. A veces esas fuentes asumen la forma de colecciones de leyendas populares turcas sobre Constantinopla y el Bósforo.

La enumeración de las principales fuentes indica cuan rica y diversa es la documentación que poseemos sobre el asedio y toma de Constantinopla por los turcos.

El sitio comenzó a principios de abril de 1453. El éxito de los osmanlíes no se debió sólo a su indiscutible superioridad numérica, sino a que Mahomet II, “aquel turco pérfido, aquel perro turco”, como dice Bárbaro, fue el primer emperador de la Historia que tuvo a su disposición un verdadero parque de artillería. Los cañones de bronce de los turcos, muy perfeccionados, gigantescos para la época, lanzaban a larga distancia balas de piedra no menos gigantescas, cuyos golpes destructores no pudieron resistir las murallas de Constantinopla. “El susodicho” (Relato de Zargrad), dice que “Mahomet el Maldito” hizo avanzar hasta las murallas de la ciudad (dos cañones y las culebrinas, las torres en escalas móviles y otros azotes destinados a destruir las murallas”.

El griego Critóbulo, testigo del asedio, muestra una comprensión muy clara de la importancia de la artillería al decir que las brechas y pasos subterráneos practicados por los turcos “se revelaron superfinos y no provocaron sino gastos inútiles, porque los cañones lo decidieron todo”.

En la segunda mitad del siglo XIX aun podían verse, en diversos lugares de Estambul, algunos de esos proyectiles gigantescos lanzados por encima de los muros y yacentes en los sitios donde cayeron en 1453.

El 20 de abril los cristianos lograron su primero y último éxito: los cuatro navíos genoveses llegados al socorro de Constantinopla, batieron a la flota turca a pesar de la superioridad numérica de ésta. “Es fácil imaginar —escribe un historiador moderno— la indescriptible alegría de griegos e italianos. Por un momento, Constantinopla se creyó salvada”. Pero aquel éxito no podía influir en la marcha general del asedio.

El 22 de abril la ciudad asistió a un extraordinario y terrorífico espectáculo: las naves turcas estaban en la parte superior del Cuerno de Oro. El sultán había transportado sus naves, durante la noche, desde el Bósforo al Cuerno de Oro... por tierra. Para ello había mandado construir, en el valle situado entre las alturas, un camino de tablas, por el cual fueron arrastrados los navíos, montados sobre ruedas, merced a los esfuerzos de una numerosa “canalla” como dice Bárbaro que servía al sultán.

Así, la flota italogriega anclada en el Cuerno de Oro, tras la cadena, se halló entre dos fuegos. La situación era desesperada. La guarnición fraguó el plan de incendiar los bajeles turcos del Cuerno de Oro, por la noche, pero el proyecto, puesto en conocimiento del sultán por una traición, fue debidamente prevenido.

El bombardeo, ininterrumpido durante varias semanas, extenuaba a la población. Hombres, mujeres, niños, monjes, religiosas, sacerdotes, trabajaban día y noche, bajo una lluvia de balas, para reparar las numerosas brechas de los muros. El asedio duraba ya cincuenta días cuando el sultán, ante la noticia, quizá fantástica, de la llegada de una flota cristiana de socorro, resolvió precipitar el asalto decisivo. Critóbulo, imitando los discursos célebres de la Historia de Tucídides, pone en boca de Mahomet una prolija arenga, en la que apela al valor y firmeza de los soldados y declara: “Para ganar una guerra son precisas tres condiciones: querer, tener vergüenza y obedecer a los jefes”. El asalto fue decidido para la noche del 29 de mayo.

La antigua capital del Oriente cristiano, sabedora del proyecto de ataque y previendo la catástrofe inevitable, pasó la víspera del día señalado entre lloros y plegarias. Por orden del emperador recorrieron la ciudad procesiones religiosas seguidas de una enorme multitud que cantaba: “¡Señor, tened piedad de nosotros!” Los hombres se alentaban mutuamente para oponer al enemigo una resistencia enconada. En un largo discurso, que nos transmite el griego Phrantzes, Constantino, al invitar a sus súbditos a una defensa valerosa, muestra una comprensión nítida del destino de la ciudad cuando dice: “Los turcos se apoyan en las armas, la caballería, la infantería y el número, mientras nosotros nos entregamos al Señor Dios y Salvador nuestro, y después a nuestras manos y nuestras fuerzas con las que nos ha gratificado el poder divino”. Constantino terminó con estas palabras: “Os ruego y suplico hagáis honor y obediencia debida a vuestros jefes, cada uno según su categoría, grado y servicio. Sabed bien que, si observáis sinceramente cuanto os he dicho, yo espero, con ayuda de Dios, evitar el justo castigo que Dios nos envía”. Por la tarde celebróse un Oficio y aquella fue la última ceremonia cristiana cumplida en Santa Sofía. El emperador y los fieles recibieron los últimos sacramentos, y luego el emperador volvió a Palacio.459 “¿Quién podría describir —dice Phrantzes—, las lágrimas y lamentaciones que retumbaron entonces en el palacio? Ni aun un ser de madera y piedra hubiese podido contener las lágrimas”.

En la noche del 28 al 29 de mayo, entre una y dos de la madrugada una señal convenida, se desencadenó el ataque por tres lados simultáneamente. Dos veces fueron rechazados los turcos. Mahomet organizó con el mayor esmero el tercer y último ataque. El asalto turco alcanzó una violencia inaudita en puerta de San Romano, donde peleaba el emperador. Para colmo de males Juan Giustiniani, uno de los principales defensores, fue gravemente herido y hubo de abandonar su puesto de combate, siendo trasladado a una barca que por vía marítima fue para Quíos. El herido murió a poco, quizá en el viaje. Aun se encuentra su tumba en Quíos, si bien ha desaparecido el epitafio latino que recordaba méritos.

La partida y muerte de Giustiniani fue una pérdida irreparable para sitiados. En los muros se abrían cada vez más brechas. El emperador, combatiendo heroicamente como un soldado raso, cayó en la lucha. No poseemos informes precisos sobre su muerte, a la que no asistió ninguno de los historiadores del asedio, y esa muerte fue pronto rodeada de una leyenda que contribuyó a obscurecer el hecho histórico.

Muerto Constantino, los turcos entraron a mano armada en la ciudad, y causaron estragos terribles. Muchos griegos se refugiaron en Santa Sofía, esperando hallar seguridad en el templo. Pero los turcos, derribando las puerta injuriaron y acuchillaron a los refugiados, sin distinción de sexo ni edad. El mismo día de la toma de Constantinopla, o acaso al siguiente, Mahomet en solemnemente en Santa Sofía, para dar gracias al dios del Islam. Luego se instaló en el palacio de Blaquerna, residencia de los basileos.

Las fuentes coinciden en afirmar que el saqueo de la ciudad, de acuerdo con la promesa hecha por Mahomet a sus soldados, duró tres días con sus noches. La población sufrió implacables matanzas. Las iglesias, empezando Santa Sofía, así como los conventos, fueron ultrajados y despojados, y se saquearon las casas particulares. En aquellos días fatales muchas obras maestras producto del espíritu humano se perdieron irreparablemente. Muchos libros fueron quemados, pisoteados o destruidos, y otros se vendieron a bajo precio. Según testimonio de Ducas, una inmensa cantidad de obras, apiladas en carretas, fueron dispersas por Oriente y Occidente. Por una pieza de oro se daban docenas de libros de Aristóteles y Platón, tratados religiosos, etc. Arrancóse de los Evangelios ricamente ornados sus partes de plata y oro, y los Evangelios en sí fueron quemados o malbaratados. Se prendió fuego a todas las santas imágenes y los turcos cocinaron sus guisos en esas hogueras. No obstante, algunos sabios, en ellos F. I. Uspenski, opinan que “los turcos, en 1453, obraron con más mansedumbre y humanidad que los cruzados que tomaron Constantinopla en 1204”.

Una tradición cristiana popular refiere que al entrar los turcos en Santa Sofía estaba celebrándose en el templo un Servicio religioso. El sacerdote que oficiaba y tenía en la mano los objetos litúrgicos, viendo a los musulmanes irrumpir en la iglesia, penetró en el muro del altar, que se abrió ante él, y desapareció. Cuando Constantinopla vuelva a manos de los cristianos, el sacerdote saldrá del muro y continuará el Oficio.

Hace unos cincuenta años, los guías mostraban a los turistas, en un rincón de Estambul, la tumba del último emperador bizantino, sobre la cual ardía una humilde lámpara de aceite. Pero esa tumba anónima no tenía, de seguro, relación alguna con la de Constantino, cuyo emplazamiento continúa siendo desconocido en la actualidad.

En 1895, E. A. Crosvenor escribía: “Hoy, en el barrio de Abu Vefa, en Estambul, puede verse una tumba baja y anónima que los griegos de las clases inferiores veneran como la de Constantino. Una devoción tímida la ha rodeado de algunas ornamentaciones rústicas. Día y noche hay cirios encendidos junto a ella. Hace ocho años se la frecuentaba aun, si bien secretamente, como lugar de plegaria. Pero el gobierno otomano intervino dictando penas severas, y desde entonces la tumba está casi abandonada”.

Se pensaba antaño que a los dos días de caer Constantinopla apareció en el Egeo la flota de socorro de Occidente, que regresó al conocer la triste noticia. Pero nuevos testimonios demuestran que ni los bajeles pontificios, ni los aragoneses o genoveses, zarparon hacia el este para socorrer a Constantinopla. En 1456 Mahomet arrebató Atenas a los francos y en breve toda Grecia, incluso el Peloponeso, se le sometió. El antigua Partenón, donde, como dijimos, había en la Edad Media una iglesia dedicada a la Virgen, fue transformado en mezquita por mandato del sultán. En 1461 los turcos se adueñaron de la lejana Trebisonda, capital de un imperio otrora independiente. Y hacia la misma época ocuparon los restos del despotado del Epiro.

El Imperio bizantino ortodoxo dejó de existir y en su lugar fundóse y se desarrolló un Estado musulmán, el cual trasladó su capital desde Adrianópolis a Constantinopla, que desde entonces se llamó Estambul.

Ducas, imitando las lamentaciones de Nicetas Acominatos cuando el pillaje de los cruzados en 1204, deplora así el desastre de 1453:

“¡Oh, ciudad, ciudad, cabeza de todas las ciudades! ¡Oh, ciudad, ciudad, centro de las cuatro partes del mundo! ¡Oh, ciudad, ciudad, orgullo de los cristianos y espanto de los bárbaros! ¡Oh, ciudad, ciudad, segundo paraíso puesto en Occidente, rica en plantas de toda especie que se curvan bajo el peso de los frutos espirituales! ¿Dónde está tu belleza, paraíso? ¿Dónde la fuerza, bienhechora del espíritu y la carne, de tus gracias espirituales?; Dónde los cuerpos de los apóstoles de mi Señor? ¿Dónde las reliquias de los santos, dónde las reliquias de los mártires? ¿Dónde las cenizas del gran Constantino y de otros emperadores?”

Un cronista de la lejana Georgia, observa: “Desde el día que los turcos tomaron Constantinopla, el sol se cubrió de tinieblas”.

La caída de Constantinopla produjo terrible impresión en toda la Europa occidental, que sintió gran temor para el porvenir viendo los triunfos de los turcos. La ruina de uno de los principales centros cristianos, aunque cismático a juicio de la Iglesia católica, causó indignación, terror y anhelos de reparar el mal entre los fieles de Occidente. Los papas, los soberanos, los obispos, los príncipes y los caballeros han dejado escritos y cartas pintado el horror de la situación exhortando a Cruzada contra el Islam victorioso y su representante, Mahomet “precursor del Anticristo y segundo Sennaquerib”. Varias epístolas deploran la pérdida de Constantinopla en cuanto foco de civilización. En su exhortación al Papa Nicolás V, el emperador de Occidente, Federico III, considera la caída de Constantinopla “una desgracia común para toda la fe cristiana” y escribe que Constantinopla era un verdadero hogar de las artes y las letras. El cardenal Bessarión, lamentando en una de sus misivas la caída de la ciudad, la llama “escuela de las mejores artes”. Eneas Silvio Piccolomini, futuro Papa Pío II hablando de las innúmeras obras que poseía Bizancio y no eran aún conocida de los latinos, califica la conquista de Constantinopla por los turcos como un segunda muerte de Homero y Platón. Algunos autores del siglo XV llaman a los turcos “teucri”, considerándolos descendientes de los antiguos troyanos, anuncian el deseo del sultán de atacar a Italia, que le atraía por “sus riqueza y por las tumbas de los propios antepasados troyanos” de Mahomet. Aunque por un lado los diversos escritos de mediados del siglo XV proclaman que “el sultán, como antes Juliano el Apóstata, será obligado al cabo a reconocer la victoria del Cristo”; que el cristianismo es sin duda lo bastante fuerte para no temer a los turcos; que se preparará una “fuerte expedición” y que los cristianos lograrán aplastar a los turcos y arrojarlos de Europa, no obstante, por otro lado, vemos indicada en los mismos escritos las grandes dificultades de la inminente lucha contra le turcos. Una de ellas consistía en las disensiones internas de los cristianos, cuyo  “espectáculo acrece el valor” del sultán.

Eneas Silvio Piccolomini, en carta uno de sus amigos, traza una descripción muy justa de las relaciones contemporáneas entre los cristianos occidentales. “No espero —dice— la realización de mis deseos. El cristianismo carece de jefe: ni el Papa ni el emperador gozan de estima y autoridad adecuadas, sino que se les trata como a nombres imaginarios, como a imágenes pintadas. Cada ciudad tiene su propio rey; y en cuanto a príncipes hay tantos como casas. ¿Cómo se puede llegar a persuadir a los innumerables soberanos cristianos de que tomen las armas? Ved el cristianismo ¿Decís que Italia está apaciguada? No sé hasta qué punto. Entre el rey de Aragón y los genoveses quedan aún vestigios de sus antiguas diferencias. Los genoveses no irán a pelear contra los turcos: dícese que les pagan tributo. Los venecianos han concluido un tratado con ellos. Y si no hay italianos no podemos contar con una guerra marítima. En España, como sabéis, hay varios reyes, de desigual poderío, de política diversa, de voluntad diferente y de opuestas ideas. No será a esos soberanos que habitan en los confines de Occidente a los que se podrá atraer a Oriente, sobre todo cuando están empeñados a su vez en luchar con los moros de Granada. El rey de Francia ha expulsado a sus enemigos de todo su reino, pero aun teme, no obstante, y no enviará sus caballeros fuera de su reino por temor a un repentino desembarco de los ingleses. Los ingleses sólo piensan en vengar su derrota de Francia. Los escoceses, los daneses, los suecos, los noruegos, que habitan al extremo del mundo, no se proponen fines exteriores a su país. Los alemanes, muy divididos, no tienen nada que los pueda reunir”.

Ni las exhortaciones de los papas y los soberanos, ni los generosos impulsos de individuos y colectividades, ni la consciencia de un peligro común ante la amenaza turca, pudieron agrupar en un bloque contra el Islam a la desunida Europa. Los turcos siguieron avanzando y a fines del siglo XVII amenazaban Viena. El Imperio otomano llegó entonces a su apogeo. Y hoy Constantinopla sigue en poder de los turcos.

Los Asuntos Religiosos la unión de Lyon. Movimiento hesicasta. Unión de Roma. Unión de Florencia. La Cuestión del concilio de Santa Sofía en 1450. La Iglesia bajo el dominio turco.

La historia religiosa de la época de los Paleólogos tiene gran interés en el sentido de las relaciones de la Iglesia grecooriental con Roma y de los movimientos religiosos que formaron la vida interior del Imperio. Las relaciones con Roma, en forma de frecuentes tentativas de reaproximación, corrieron parejas —salvo la unión de León— con el incremento del peligro turco, peligro que a juicio de los emperadores sólo podía conjurarse mediante la intercesión pontificia ante la Europa occidental. La actitud del Papa ante las propuestas del monarca oriental dependía con frecuencia de las condiciones de la vida internacional de Occidente.

La Santa Sede no deseaba promover una aventura al estilo de la cuarta Cruzada, que no había resuelto el cisma griego y sí aplazado la cuestión, no menos importante, de la Cruzada de Tierra Santa. La unión con los griegos parecía a los papas más real y seductora, ya que así se pondría fin al antiguo cisma y se posibilitaría la liberación de Jerusalén. La reconquista de Constantinopla por los griegos en 1261 había producido al Papa penosa impresión. Por tanto, apeló a diversos soberanos, suplicándoles que salvaran la obra latina en Oriente. Pero la actitud pontificia dependía de los asuntos italianos. El Papa, por ejemplo, no deseaba obrar en Oriente de acuerdo con Manfredo, perteneciente a la casa de los aborrecidos Hohenstaufen. Y cuando el poder de éstos en Italia fue aniquilado por Carlos de Anjou, a invitación del Papa, Roma, sin embargo, no estimuló la política agresiva de Carlos respecto a Bizancio. El poderío de Carlos, acrecido con la conquista del Imperio oriental, no hubiera sido menos peligroso para la situación del Pontificado que el poderío de los Hohenstaufen.

La primera unión, concluida en Lyon por Miguel Paleólogo, no nació a consecuencia del peligro turco en Oriente, sino bajo la amenaza de la citada ofensiva política de Carlos de Anjou.

Desde la época de los Comnenos se había producido un gran cambio en la actitud de los emperadores de Oriente acerca de la unión. Bajo los Comnenos, y sobre todo en la época de Manuel, los emperadores habían buscado la unión, no sólo espoleados por el peligro turco, sino también en la esperanza de adquirir, ayudados por el Papa, la hegemonía de Occidente, ejecutando el plan, ya irrealizable entonces, de reconstruir el antiguo Imperio romano. Esta aspiración chocaba con la de los papas, que tendían también a obtener la plenitud del poder en Occidente. Por eso la unión fracasó. Pero el primer Paleólogo expuso pretensiones mucho más modestas. Ya no pensaba en expansiones occidentales del Imperio, sino en defender éste, con apoyo del Papa, del Occidente, personificado por Carlos de Anjou. La curia pontificia acogió con agrado aquellas gestiones, comprendiendo que la sumisión de la Iglesia de Constantinopla en tales circunstancias, conduciría, una vez que el peligro siciliano fuese eliminado de Bizancio, a una especie de protectorado político de Roma sobre Constantinopla. Cierto que tal acrecimiento de poder temporal en el Papa debía tropezar con cierta resistencia de los soberanos occidentales. A la vez, el emperador bizantino se hallaba en presencia de una enérgica oposición interna, hostil a todo acercamiento a la Iglesia romana, ya que el clero griego, en su mayoría, continuaba afecto a las doctrinas greco-orientales. Como dice Norden, “Gregorio X ejerció presión sobre el rey de Sicilia con argumentos espirituales y Paleólogo sobre sus prelados con argumentos políticos”.

Uno de los más eminentes representantes de la Iglesia griega, “hombre inteligente, maestro en la elocuencia y las ciencias”, el futuro patriarca Juan Beccus (Veccus), que había sido adversario de la unión, y por ello aprisionado, convirtióse durante su encarcelamiento en celoso partidario del unionismo y en gran auxiliar del emperador en sus propósitos pro-romanos.

Esto tuvo mucha importancia para la política de Miguel. El concilio se celebró en Lyon en 1274. Miguel envió una embajada solemne, a cuya cabeza iban el anciano patriarca Germán y el historiador y gran logoteta Jorge Acropolita, antiguo amigo del emperador. Entre los miembros de la Iglesia romana parecía llamado a ejercer gran papel en el concilio un ilustre representante de la ciencia católica medieval: Santo Tomás de Aquino. Pero Tomás murió cuando se dirigía a Lyon, siendo substituido por el cardenal de Albano, San Buenaventura, representante no menos eminente de la ciencia religiosa occidental.

La unión de Lyon se acordó sobre las bases siguientes: el emperador adoptaba el “filioque” y el pan ácimo (sin levadura) y aceptaba la supremacía papal. Jorge Acropolita prestó juramento en nombre de Miguel.

Además, Miguel consentía en ayudar al Papa, tanto militar como económicamente, para la Cruzada proyectada con miras a liberar Tierra Santa, a condición expresa de que Carlos de Anjou cesara toda hostilidad, permitiendo así al emperador dirigir el grueso de sus fuerzas a Oriente sin temor de un ataque por la espalda.

La unión no contentó a ninguna de las partes. Miguel halló obstinada resistencia en la masa del clero griego. En Tesalia se celebró un concilio antiunionista, opuesto a Miguel y a Juan Beccus. Además, la idea de una Cruzada no podía complacer al emperador, quien no había olvidado la terrible advertencia de la cuarta Cruzada. Miguel mantenía relaciones amistosas con el sultán egipcio, enemigo acérrimo de los latinos de Siria. Entre 1274 y 1280, cinco embajadas pontificias acudieron a Constantinopla con el fin de confirmar la unión. Pero en 1281 el nuevo Papa, Martín IV, creación de Carlos de Anjou, rompió, según vimos, la unión y sostuvo las pretensiones de Carlos sobre Bizancio. Sin embargo, Miguel, hasta su muerte, consideróse obligado por las estipulaciones de Lyon.

Aparte el problema unionista, la vida religiosa bizantina, bajo Miguel, estuvo signada por las luchas de los partidos religiosos, el más importante de los cuales fue el de los arsenitas.

A contar del siglo XII se advierten en la Iglesia de Bizancio dos partidos opuestos e irreconciliables que luchan por alcanzar la influencia y el poder en la administración eclesiástica. Uno, en las fuentes bizantinas, es llamado partido de los “celotas” celosos; el otro, de los “políticos” moderados. El historiador eclesiástico Lebediev traduce este término por el vocablo contemporáneo de “oportunistas”.

El partido de los celotas o rigoristas, partidarios de la libertad e independencia de la Iglesia, se oponía a las usurpaciones de Estado y con esto contrariaba las ideas fundamentales de los emperadores bizantinos. Los celotas, en este orden de cosas, recordaban las ideas del célebre Teodoro de Studion, quien, en el siglo IX, había hablado y escrito abiertamente contra la intromisión del poder temporal en los asuntos de la Iglesia. Los celotas se negaban a hacer con cesión alguna a la autoridad imperial y querían someter al emperador a la severa disciplina de la Iglesia. Por defender sus principios no vacilaron en sostener choques con las autoridades y la sociedad y frecuentemente se mezclaron a los disturbios políticos; siendo, pues, no sólo un partido eclesiástico, sino también político- religioso. Los celotas no brillaban por su cultura ni se cuidaban de propagar la instrucción en los medios eclesiásticos, pero observaban escrupulosamente las reglas de una moral y un ascetismo muy estrictos. En su lucha se apoyaron a menudo en los monjes y abrieron a éstos, en sus horas de triunfo, las vías del poder y la influencia. Gregoras, a propósito de un patriarca celota, observa que “no sabía leer bien, ni aun deletreando”. El mismo autor escribe para señalar la influencia monacal bajo el patriarca celota: “Los malos monjes encontraban que, después de tempestades y borrascas, el buen tiempo había vuelto para ellos y tras el invierno la primavera”.

En su ardiente celo por la ortodoxia, los celotas opusieron una resistencia, enconada a la política de unión de Miguel Paleólogo, ejerciendo mucha influencia en tal sentido sobre las masas populares.

Los políticos o moderados se colocaban en un plano diametralmente opuesto. Deseaban el apoyo estatal para la Iglesia y la cooperación de la Iglesia y el Estado, sin oponerse a que el último desarrollara alguna influencia sobre 1a primera. Estimaban que un poder temporal fuerte y no debilitado por otras intromisiones era condición precisa del bien de la nación y estaban prontos hacer importantes concesiones al poder imperial. Propugnaban la llamada tendencia “de la economía” es decir, que aceptaban que la Iglesia, respecto a Estado, se adaptase a las circunstancias, consintiendo a veces en compromisos y no obrando rígidamente, como los celotas. Para justificar su método “de la economía”, los políticos se referían de ordinario a los apóstoles y los Padres de la Iglesia. Los políticos reconocían la fuerza de la cultura y concedían las funciones eclesiásticas a personas ilustradas, interpretando, además, bastante libremente las reglas de una moralidad estricta y no aprobando el ascetismo riguroso. Por ello no encontraban apoyo en los monjes, sino en el clero secular y elementos instruidos de la sociedad.

La actividad de los dos partidos fue, por supuesto, muy diversa. Lebediev dice: “Cuando los políticos desempeñaban el primer papel en la escena eclesiástica, pusieron en práctica sus teorías con moderación y en una paz relativa. Por lo contrario, cuando fueron los celotas quienes empuñaron las riendas del gobierno, se apoyaron en un elemento tan movedizo como los monjes y la plebe y obraron siempre de manera agitada, a menudo tumultuaria y a veces sediciosa incluso”. En el delicado asunto de la unión los políticos se adscribieron al acuerdo lionés, sosteniendo la política de Miguel Paleólogo.

Las disensiones y luchas de ambos partidos —cuyo origen remontan algunos sabios a la época de la Disputa de las Imágenes y a las disensiones de focianos e ignacianos (siglo IX)— repercutieron en el seno del pueblo y suscitaron viva agitación. Cada casa, cada familia, tuvo representantes de los dos partidos enemigos. “El cisma de la Iglesia llegó a tal punto —escribe Paquimeres— que dividió a los habitantes de la misma morada: el padre se opuso al hijo, la madre a su hija, la suegra a la nuera”.

Bajo Miguel Paleólogo, los celotas, o arsenitas, según eran llamados a fines del siglo XIII y principios del XIV, desplegaron intensa actividad. El término de arsenitas nació del nombre del patriarca Arsenio, quien ocupó dos veces la sede patriarcal: la primera en Nicea, la segunda en Constantinopla, una vez restaurado el Imperio. Arsenio, hombre poco instruido, había sido elevado al patriarcado por Teodoro II Lascaris, en la esperanza de tener en él un instrumento maleable. Pero el emperador se engañó. El patriarcado de Arsenio señalóse por choques violentos entre el patriarca y el emperador, conduciendo a la formación del partido arsenita, que produjo turbaciones en la Iglesia griega durante varias décadas. Arsenio no vaciló en excomulgar a Miguel Paleólogo, quien, como sabemos, había depuesto y cegado a Juan IV, último emperador de Nicea, a pesar del juramento que le ligaba a dicho monarca. El emperador, harto ya, destituyó a Arsenio, enviándole al destierro, donde murió. Arsenio consideró ilegítima su destitución y los actos del nuevo patriarca de Constantinopla, y vaticinó la próxima ruina de la Iglesia. Las ideas arsenitas conmovieron a la sociedad contemporánea y hallaron numerosos adeptos entre clérigos y seglares. El resultado fue el cisma de los arsenitas, que tomaron como lema la sentencia de Pablo: “No toquéis” (Epístola a los colosenses, II, 21), es decir, que resolvieron “no tocar”, no tratar a los que Arsenio había condenado.

Los arsenitas encontraron sólido apoyo en el pueblo, en el que sembraron agentes secretos, peregrinos y vagabundos, calificados por el populacho de “hombres de Dios” y por Paquimeres de “sacóforos” Aquellos agentes, penetrando en las casas, sembraban en ellas turbulencias y divisiones. El historiador eclesiástico, I. E. Troitzki, describe así a tales auxiliares de los arsenitas: “Existía en el Imperio bizantino una fuerza oculta y no reconocida, una fuerza singular. No tenía nombre, no se revelaba sino a momentos; emergía, digámoslo así, de las tinieblas. Era una fuerza compleja, difícil de definir, equívoca en su origen y sus caracteres. La componían los elementos más dispares. Tratábase principalmente de hombres andrajosos, mendigos, sacóforos, peregrinos, débiles de espíritu, enigmáticos vagabundos, mujeres posesas y otras gentes obscuras llegadas de no se sabía dónde, sin domicilio fijo. Se unían a este elemento, más o menos abiertamente, funcionarios en desgracia, obispos depuestos, sacerdotes a quienes se habían retirado las órdenes, monjes expulsados de los conventos, y a menudo miembros de la familia real destituidos de su rango. El origen y composición de este partido determinaron su carácter fundamental. Creado bajo la influencia de las anómalas condiciones sociales, representó una oposición sorda, generalmente pasiva, pero real, que se dirigía contra el poder imperial principalmente. Tal oposición se expresaba, de ordinario, por rumores difundidos sobre tal o cual miembro del gobierno y destinados a comprometerle más o menos. Aunque semejante partido no osara a menudo excitar declaradamente las pasiones políticas, preocupó, sin embargo, seria y frecuentemente al gobierno, quien temía las actividades de aquel elemento tanto más cuanto que por una parte era difícil vigilarlas y por otra el medio social quedaba vivamente impresionado por ellas. El pueblo mísero, embrutecido, ignorante, y, en consecuencia, crédulo y supersticioso, constantemente arruinado tanto por el enemigo exterior como por los funcionarios públicos, colmado de impuestos y gimiendo bajo el yugo, oprimido por las clases privilegiadas y los mercaderes extranjeros monopolizadores, era muy sensible a las insinuaciones emanadas de aquella fuerza obscura, la cual, formada en el seno del pueblo y sometida a las condiciones en que éste vivía, poseía el secreto de conmover en el momento decisivo todas las fibras del alma popular. La masa de la capital fue especialmente sensible a estas insinuaciones... Este partido manifestó su oposición al gobierno de diversas maneras, pero su oposición era más peligrosa que nunca para el jefe del Estado cuando tomaba por consigna la palabra mágica de “ortodoxia”. Los partidarios del ex emperador Juan Lascaris se aliaron también a los arsenitas en tiempo de Miguel VIII.

Miguel, inquieto por la agitación arsenita, tomó medidas coercitivas y rigurosas. Los arsenitas hubieron de huir de la capital a donde hasta entonces se habían constreñido sus actividades. Entonces las provincias se abrieron a sus prédicas exaltadas, en que se atacaba al emperador y se exaltaba al patriarca depuesto. La lucha y el cisma continuaron después de la muerte de Arsenio. Con frase de Troitzki, la lucha de partidos bajo Miguel “recuerda, por su entusiasmo delirante y por la indiferencia en la elección de medios, los tiempos más tumultuosos de las luchas contra los herejes en los siglos IV, V y VI”.

La unión de Lyón cambió en varios aspectos la situación del partido arsénica. Aquella unión afectaba, en efecto, a los fundamentos mismos de la Iglesia griega: la ortodoxia. Los arsenitas, con sus intereses angostos y sus ideales restringidos, pasaron a segundo término y la atención de pueblo y gobierno se centró casi exclusivamente sobre el problema de la unión. De aquí el silencio, extraño a primera vista, que guardan los historiadores a propósito de los arsenitas en la época comprendida entre la unión de Lyon y la muerte de Miguel VIII. No obstante, nos consta que en 1278 se celebró en Tesalia o en el Epiro un concilio arsenita con miras al triunfo del arsenismo y a la glorificación de la memoria de Arsenio.

Miguel, notando una obstinada oposición, tanto declarada como secreta, a los acuerdos de unión, hízose, en los últimos años de su reinado, extremamente cruel. Los que no aprobaban sus ideas, fuesen laicos o religiosos, se hallaron muy perseguidos.

Andrónico II, hijo y sucesor de Miguel, heredó de éste dos cuestiones de difícil resolución: la unión y la lucha de los arsenitas contra la Iglesia oficial. Ante todo el nuevo emperador rescindió la unión públicamente y restableció la ortodoxia. “Por doquier — escribe Gregoras— se enviaron correos portadores de edictos imperiales, suprimiendo los desórdenes de la Iglesia, disponiendo el regreso de los desterrados por su celo en favor de la Iglesia y amnistiando a cuantos hubiera sufrido cualquier otra pena”. La aplicación de tales edictos no presentó grandes dificultades, porque la mayoría del clero y de la población eran hostiles a la unión con Roma. La unión de Lyon había durado ocho años oficialmente (1274-1282).

El romper la unión daba el triunfo a celotas y arsenitas, enemigos convencidos de la unión, los unionistas y todo lo latino. Pero los arsenitas no se dieron por contentos. Participaron, pues, al lado de Lascaris, en una conjura contra el emperador, esperando, de triunfar, obtener influencia exclusiva en el Estado. La conspiración, descubierta a tiempo, fue aplastada y a continuación el cisma arsenita disipóse gradualmente y no sobrevivió a Andrónico el Viejo, quien, olvidando las inquietudes que le habían causado los arsenitas, consintió en su solemne reintegración al seno de la Iglesia. Aun unos cuantos, arsenitas disidentes “se apartaron de la ortodoxia e hicieron una nueva escisión”, pero, como dice Troitzki, aquello era “la última convulsión de un movimiento que se sobrevivía a sí mismo, y no encontraba eco en parte alguna”.

El arsenismo, pues, desapareció en breve, sin dejar huellas, en el curso de las nuevas turbulencias políticas y religiosas.

Con el triunfo de la política ortodoxa se acreció y fortaleció, a fines del siglo XIII, el partido de los celotas, siempre apoyados en los monjes y en los ideales monásticos. En el siglo XIV los celotas desplegaron una actividad intensa, no limitada a lo religioso, sino complicada con las cuestiones sociales y las luchas políticas partidistas. Los celotas participaron con intensidad en los desórdenes del siglo XIV, en Tesalónica, persiguiendo fines políticos poco claros y sosteniendo al emperador Juan V contra Cantacuzeno. Jorga, por esa razón, llama a los celotas “legitimistas”. El historiador Tafrali ha hecho recientemente un interesante intento de exponer la ideología política de los celotas, fundándose en un discurso inédito del famoso místico bizantino del siglo XIV, Nicolás Cabasilas.

En la primera mitad del siglo XIV los celotas y monjes dominaron gradualmente al clero secular. Tal movimiento terminó con el triunfo completo de los monjes del Athos sobre el patriarca de Constantinopla en la época de las llamadas luchas hesicastas, de las que hablaremos después. Esa época vio al último patriarca de Constantinopla elegido entre los dignatarios del Estado y buscado entre el clero secular. “Desde entonces, los puestos más elevados de la jerarquía aparecen ocupados exclusivamente por monjes y la sede patriarcal de Constantinopla hácese por mucho tiempo propiedad de los representantes del Monte Athos”.

Bajo Andrónico II, se produjo un importante cambio en la administración del Athos. Sabemos que Alejo Comneno había, a fines del siglo XI, liberado al Athos de toda sujeción a las autoridades civiles y religiosas, colocando a los monasterios del Athos bajo la dependencia exclusiva del emperador. Era él quien consagraba al “protos” o jefe del consejo de higúmenos al que estaba confiada la administración de los monasterios. Andrónico el Viejo renunció a ejercer una autoridad directa sobre el Athos y confió los conventos al patriarca de Constantinopla, quien debía consagrar al “protos”. En la crisobula expedida con esta ocasión se lee que el “protos” del Athos, “segundo paraíso, cielo estrellado, asilo de todas las virtudes”, estará “bajo la alta dependencia espiritual del patriarca”.

Al nombre de Andrónico se halla vinculada también la última reforma importante que modificó la organización de la Iglesia bizantina. Las eparquías fueron redistribuidas de un modo más en consonancia con la reducción territorial del Imperio. Ya se habían producido algunos cambios bajo los Comnenos y los Ángeles; pero la división de eparquías y sedes episcopales atribuidas generalmente a León el Sabio (hacia el 900) subsistía aun, oficialmente, a fines del siglo XIII. Mas el territorio imperial había disminuido y el Asia Menor se había perdido casi del todo. En Europa los Estados eslavos y latinos ocupaban la mayoría de las regiones antaño pertenecientes al Imperio. No obstante, ida lista de las metrópolis sometidas a la sede apostólica y patriarcal de la capital protegida por Dios”, lista compuesta en tiempos de Andrónico el Viejo, hace olvidar por completo la modesta extensión del territorio imperial, ya que enumera una larga serie de ciudades y regiones sitas en países extranjeros, pero que dependen de Constantinopla en el orden eclesiástico. Entre las metrópolis más alejadas se incluyen en esa enumeración las de las regiones caucásicas, Crimea, Rusia, Galitzia, Lituania. Tal distribución subsiste aun en Constantinopla, con escasas variantes. “La lista de las metrópolis del trono ecuménico — escribe J. Sokolov—, tiene su origen en tiempos remotos y representa hasta cierto punto el legado directo e indiscutible de la época bizantina”.

En la primera mitad del siglo XIV se desarrolló en Bizancio el movimiento hesicasta, en parte religioso y en parte místico y que motivó ásperas discusiones y polémicas.

Los hesicastas, “hombres que viven en el reposo”, se esforzaban en alcanzar la unión íntima y total con Dios, eligiendo como único medio para ello el renunciamiento al mundo, la “hesiquia”, el silencio.

La querella hesicasta, que turbó durante algún tiempo la vida interior del país, nació cuando el Estado atravesaba una situación difícil y compleja, con los turcos —y más tarde los servios— actuando como enemigos exteriores, mientras en el interior se desarrollaban las tenaces luchas de los dos Andrónicos y más tarde de Juan Paleólogo y de Cantacuzeno, hechos que, reunidos, ponían en peligro la misma existencia del Imperio. El cisma arsenita, además, no había terminado sino muy poco antes, después de introducir graves causas de discordia en la Iglesia y el Estado.

El motivador de la querella hesicasta fue el monje griego Barlaam, procedente de Calabria y hombre que desnaturalizó y burlóse de las opiniones de los hesicastas. Éstos tenían como centros principales los monasterios del Athos, y sus doctrinas habían sido comunicadas a Barlaam, a una luz equivocada, por un inculto monje bizantino. En un informe dirigido al patriarca y al concilio leemos: “Hasta los últimos tiempos vivíamos en paz y tranquilidad, aceptando en confianza y con toda sencillez de corazón la palabra de la fe y la piedad, cuando la envidia del demonio y la insolencia de un cierto Barlaam levantaron a este último contra los hesicastas que, con sencillez de corazón, viven una vida pura y próxima a Dios”. El Athos, siempre guardián de la pureza de la ortodoxia oriental y los ideales monásticos, quedó muy afectado por aquella controversia en cuyo desarrollo y desenlace tuvo preponderante papel.

Los historiadores consideran la controversia hesicasta como uno de los sucesos más importantes del siglo XIV. El alemán Gelzer declara, no sin alguna exageración, que tal lucha religiosa fue “uno de los fenómenos más sorprendentes e interesantes que atañen a la civilización de todos los tiempos”. El más reciente investigador de esta cuestión —el griego Papamicael— opina que el movimiento hesicasta fue el fenómeno cultural más importante de la época y que merece el más atento estudio.

El valor intrínseco e importancia de aquel movimiento ha sido motivo de vivas discusiones científicas. Troitzki ve en el hesicastismo la continuación de la pugna de celotas y políticos, o, en otros términos, de los monjes y el clero secular, lucha que con la querella hesicasta condujo al triunfo pleno de los monjes. F. I. Uspenski opina que la querella hesicasta fue el conflicto de dos tendencias filosóficas: el aristotelismo, cuyas doctrinas había adoptado la Iglesia oriental, y el platonismo, cuyos adeptos habían sido anatematizados por 1a misma Iglesia. Más tarde, aquella lucha, nacida en un terreno filosófico, se trasladó al teológico. El importante papel histórico de los voceros del hesicastismo dimana del hecho de que, lejos de limitarse a representar una tendencia nacional griega opuesta a Occidente, estuvieron a la vez a la cabeza del movimiento monástico, siendo sostenidos por el Athos y los conventos balcánicos que dependían del monte sagrado. En su libro publicado en 1911, Papamicael no niega que la lucha de los monjes (celotas) contra los políticos, así como ciertas especulaciones filosóficas, fueran factores importantes, aunque secundarios, del movimiento, pero piensa que la verdadera explicación de la querella hesicasta debe buscarse ante todo en un campo puramente religioso y la halla en la corriente mística, muy fuerte entonces en Occidente, pero también en Oriente, y, sobre todo, en el Athos, y a la vez en el esfuerzo del monje griego, occidental Barlaam, para latinizar el Oriente ortodoxo bizantino mediante sus ataques sarcásticos y racionalistas, que quebrantaban la autoridad monástica en Bizancio.

El proselitismo latino de Barlaam no se ha probado aun de manera fehaciente. Prescindiendo de esa cuestión vemos que el movimiento hesicasta, aunque religioso en su origen, adquiere más amplitud e interés si lo comparamos con el misticismo dominante en la Europa oriental y occidental y con ciertos fenómenos espirituales de la época del Renacimiento italiano. El estudio del movimiento hesicasta en ese sentido pertenece aun al terreno de lo futuro.

El más eminente hesicasta y el mejor teórico de la doctrina de la hesiquia fue Gregorio Palamás, arzobispo de Tesalónica, hombre culto y escritor distinguido, adversario enconado de Barlaam y jefe de un partido que se llamó “palamita”. No sólo Palamás, sino otros, divulgaron y explicaron en sus obras las doctrinas de la hesiquia. Uno de los más notables de esos autores fue Nicolás Cabasilas, místico bizantino, poco conocido por desgracia y cuyas obras y opiniones merecen el más atento estudio.

Con arreglo a la obra de Papamicael y a la exposición de Sokolov, vamos a tratar de dar un breve análisis de la doctrina de la hesiquia.

Los hesicastas se consagraban enteramente al conocimiento y contemplación de Dios, procurando unirse a Él y dirigiendo todas sus fuerzas en ese sentido. Debían alejarse “del mundo en su conjunto y de cuanto lo recordara” y aislarse, “concentrándose y recogiendo su espíritu en sí mismos”. Para alcanzar esa concentración, el hesicasta debía apartarse de toda imaginación, idea y pensamiento; liberar su espíritu de todo conocimiento, a fin de poder fácil y libremente hundirse con impulso absolutamente independiente en las tinieblas auténticamente místicas de la ignorancia. La plegaria más elevada, penetrada y absoluta de los hesicastas era una comunicación “inmediata” con Dios: entre Dios y el orante no existía ni pensamiento, ni opinión, ni imagen del presente, ni consciencia del porvenir. Era la contemplación superior —contemplación de Dios tan sólo—, la abstracción perfecta del espíritu, el abandono de todo lo sensual, la plegaria pura, de la que está ausente todo pensamiento extraño y la inquietud de toda concentración exterior. No cabe imaginar nada más perfecto y elevado. Es un estado de éxtasis, de unión mística con Dios, de divinización. En tal estado extático, el espíritu abandona por entero los límites de lo sensual que le rodea, se aparta de todo pensamiento, adquiere una insensibilidad perfecta, vuélvese sordo y mudo. No sólo abdica de sus impresiones exteriores, sino que franquea los límites de su individualidad, pierde la consciencia de sí mismo, y, por tanto, quien alcanza el éxtasis no vive una vida personal e individual. Su vida anímica y corporal se detiene; el alma permanece inmóvil y unida al objeto de su contemplación... Por consecuencia, el fundamento y esencia de la hesiquia es el amor de Dios con el alma, el corazón y el espíritu, y la aspiración a la contemplación divina por una abdicación total de cuanto, en sus menores detalles, recuerda el mundo y lo que éste encierra. Es la muerte para el siglo.

Los hesicastas alcanzaban su fin a través de un aislamiento y silencio absolutos, mediante el “cuidado del corazón” y la mortificación del espíritu, con penitencia continua, profusión de lágrimas, meditación en Dios y en la muerte, y repetición continua de la plegaria íntima: “Señor Jesucristo, tened piedad de mí, Hijo de Dios, socorredme”. La consecuencia de esta devoción del ánimo era una humildad profunda.

Más tarde la doctrina de la hesiquia fue expuesta más sistemáticamente, sobre todo por los monjes del Athos, donde los religiosos siguieron el camino conducente a una hesiquia perfecta a través de varias etapas o escalas. Hallamos, así, cuatro clases de silenciosos: los novicios, los casi llegados, los ya llegados y los perfectos. Muy pocos alcanzaban la contemplación, grado máximo de la hesiquia. La mayoría quedaban en los primeros grados.

El principal representante del movimiento hesicasta fue Gregorio Palamás, arzobispo de Tesalóníca. Había recibido en Constantinopla, bajo la protección de Andrónico II, una cultura extensa y varia y sintióse atraído desde su juventud por el estudio de las cuestiones monásticas. A la edad de veinte años hízose monje en el Athos y distribuyó su tiempo entre el Athos, Tesalónica y algunos apartados lugares de Macedonia. Pronto superó a todos los monjes del Athos por su ascetismo y sus esfuerzos en lograr la perfección contemplativa. Una vez obtenida una opinión concreta sobre la contemplación, inicia su actividad literaria, consagrada a definir sus ideas sobre el ascetismo. No pudo satisfacer su deseo de retirarse a una soledad completa, porque las turbulencias suscitadas por Barlaam principiaban a conmover el Athos.

No se han esclarecido bien los planes de Barlaam al llegar a Constantinopla. Fuese como fuera, gozaba de tanto favor que obtuvo el nombramiento de abad (higúmeno) de un convento de la capital. Pero el historiador Nicéforo Gregoras púsole en jaque en el curso de una controversia, y entonces Barlaam huyó a Tesalónica, desde donde alcanzó el Athos. Allí conoció, a través de un monje ignorante, la doctrina de la hesiquia. Barlaam acusó a los hesicastas, los cuales al alcanzar el grado supremo de la perfección veían “con ojos corporales una luz divina y no creada brillando en torno a ellos”. Los monjes, según Barlaam, minaban los dogmas fundamentales de la Iglesia al pretender ver, con ojos corporales, la luz divina, puesto que así admitían que la gracia divina es creada y aprehensible. La controversia escrita surgida entre Barlaam y Palamás creó los partidos de palamitas y baarlamitas, pero no tuvo resultados decisivos. La disputa se remitió a Constantinopla, donde se resolvió congregar un concilio.

El concilio debía ocuparse en la naturaleza de la luz que en el Monte Tabor vieron los discípulos de Cristo cuando la Transfiguración. ¿Tratábase de una luz creada o increada? Según Palamás, la luz vista por los hesicastas era igual a la del Tabor, es decir, una luz, como ésta, divina e increada.

En el concilio, reunido en Santa Sofía, se impuso la tesis de Palamás y Barlaam hubo de rectificar en público. Pero las fuentes dan datos contradictorios sobre la asamblea. F. I. Uspenski, por ejemplo, pone en duda que Barlaam fuera condenado. En todo caso Palamás no se satisfizo con la resolución adoptada.

Persistieron las discordias en la Iglesia. En otros concilios se discutieron nuevos puntos litigiosos, mientras los representantes de la Iglesia se mezclaban a los conflictos políticos surgidos de la lucha entre Paleólogo y Cantacuzeno. Palamás fue arrestado por el patriarca, a causa de su intransigencia religiosa, y pasó algún tiempo encarcelado. Palamás halló un fiero adversario en Nicéforo Gregoras, antes enemigo de Barlaam, pero que a la sazón se había adherido al partido de la unión con Roma. Finalmente triunfó la tesis palamita, siendo reconocida como justa y valedera por toda la Iglesia ortodoxa. La decisión del concilio censura “las blasfemias de Barlaam” y le aparta de la comunión cristiana por otros errores, y en particular por llamar a la luz de la Transfiguración del Señor, que se apareció a los discípulos y a los bienaventurados apóstoles ascendidos con él (al monte), creada y descriptible, no diferente de la luz que se percibe con los sentidos”. Pero la larga lucha de Palamás contra sus adversarios había agotado sus fuerzas y murió en 1360, tras una enfermedad dilatada y cruel. En una bella miniatura de un manuscrito de Juan Cantacuzeno, existente en la Biblioteca Nacional de París, se ve a Cantacuzeno, sentado en su trono, resolviendo en el concilio la cuestión de la luz del Monte Tabor.

La querella hesicasta terminó, pues, con la victoria absoluta de la ortodoxia rigurosa y de los monjes del Athos. “La montaña sagrada —escribe Gelzer— se convirtió en la Síón de la Verdadera Fe. Durante la terrible crisis que exterminaba a un pueblo entero, mientras los otomanos aplastaban sin piedad al pueblo romano, el Athos se transformó en un asilo cuyo silencio buscaban los corazones desgarrados. Muchos ánimos fuertes, que se habían extraviado en su vida terrena, prefirieron pasar en el alejamiento del mundo y en la unión con Dios el resto de sus existencias, llenas de conflictos íntimos. La vida monástica, en aquella triste época, ofreció a una nación infortunada el único consuelo verdadero y durable”.

La ciencia no ha esclarecido lo bastante el papel de los hesicastas en los conflictos políticos de la época. De lodos modos, los jefes de corrientes políticas, comprendiendo la importancia del movimiento hesicasta, se apoyaron en él a menudo para sus fines profanos. No obstante, la grave situación política surgida del peligro turco obligó a los monarcas, incluso a los que habían buscado a veces el apoyo del hesicastismo, a separarse de la rigurosa ortodoxia palamita, buscando una aproximación a la Iglesia de Roma, única capaz, a juicio de los basileos, de levantar al Occidente de Europa en defensa del cristianismo. Esta tendencia hízose particularmente acusada al ser depuesto Juan Cantacuzeno al afirmarse en el trono Juan V, emperador semilatino por línea de su madre Ana de Saboya y cuyo nombre va vinculado a la segunda unión.

Ya conocemos los éxitos militares de los turcos en el siglo XIV. Hacia la séptima década de este siglo, los otomanos poseían el Asia Menor y la península europea de Gallípoli y empezaban a progresar en los Balcanes, amenazando Constantinopla. Juan V entonces puso, todas sus esperanzas en el Papa.

Pero el Papado, en el siglo XIV, atravesaba un período de contradicciones y controversias tensas que se manifestaron en dificultades de relación con el poder político local y regional de Europa debido a sus encontrados y pautados intereses sectoriales y así fue como se comenzó a hablar de la “Cautividad babilónica”: o en otras palabras, del sistema papal víctima y preso por sus propias debilidades mundanas, por las mismas relaciones políticas que él mismo había incentivado y que con posterioridad, se había manifestado como incapaz de administrar y resolver ante la variedad de diferentes manifestados entre los gobernantes. De 1305 a 1378, los siete papas que se sucedieron tuvieron su residencia, de manera casi constante, en Aviñón, junto al Ródano, dependiendo prácticamente de los reyes de Francia. Las exhortaciones pontificias a los soberanos para que éstos socorriesen a Bizancio, fueron infructuosas o bien motivaron pequeñas expediciones que, aun cuando lograsen éxitos parciales y momentáneos, no podían solucionar el problema. Occidente no sentía entusiasmo por la Cruzada. Para muchos occidentales de entonces los cismáticos griegos eran más intolerables que los turcos muslimes.

Petrarca escribía: “Los turcos son enemigos, pero los griegos cismáticos son peores que enemigos”.

En 1367 el Papa Urbano VI decidió trasladarse desde Aviñón a Roma. En la ruta halló emisarios bizantinos que le informaron del deseo del emperador de conseguir una unión. Juan estaba incluso dispuesto a ir a Roma. Y emprendió, en efecto, el viaje, llegando a Roma por mar, vía Nápoles.464 En junio de 1367 leyó, en una asamblea solemne, una profesión de fe enteramente conforme a los dogmas católicos. En San Pedro el Papa celebró una misa mayor durante la cual Juan V renovó su profesión de fe, reconociendo que el Espíritu Santo emanaba del Padre y del Hijo y que el Papa era jefe de todos los cristianos.465 El mismo día el emperador comió con el Papa, siendo invitados todos lo cardenales. El emperador regresó por Nápoles y Venecia, en cuya última ciudad atravesó experiencias humillantes. Ya sabemos que los venecianos le retuvieron en concepto de deudor insolvente, siendo menester que Manuel, hijo del emperador, reuniese la suma exigida y se presentara en Venecia para rescatar a su padre. Poco después de conclusa la unión, Urbano V regresó a Aviñón.

La unión de Roma de 1369 no produjo más resultados reales que la de Lyon. El Papa no pudo dar al emperador otra cosa que muestras de atención, regalos y promesas de expediciones. El Occidente de Europa, a pesar de las exhortaciones del Papa, no envió socorros contra los turcos. Y en cuanto a la unión religiosa solemnemente aceptada por Juan V, quedó en acto privado y la población de Constantinopla siguió, en masa, afecta a las doctrinas de la ortodoxia oriental. De todos modos, el viaje del emperador constituye un interesante episodio de los contactos espirituales de Bizancio con Occidente en la época renacentista.

La unión más célebre es la de Florencia, conclusa en 1439. En aquel momento el ambiente político era más grave aún en el Oriente cristiano que cuando la unión de Roma. La devastación turca de Servia y Bulgaria, la derrota de los cruzados en Nicópolis, el viaje infructuoso de Manuel II a la Europa occidental y la toma de Tesalónica en 1430, ponían al Imperio en una situación crítica a la que no afectó muy profundamente la derrota turca en Angora a manos de los mongoles. Pero los éxitos de los turcos se transformaban ya en amenaza seria para Occidente. Por tanto en el concilio de Florencia pareció muy obvia la necesidad de una lucha común latinogriega contra los turcos. Más, la indiferencia por la trágica situación política del Imperio, el partido ortodoxo luchó enérgicamente contra la unión, no sólo por temor de que alterase la pureza de la ortodoxia griega, sino también por inquietud de que el socorro occidental comprado a precio de la unión produjera la preponderancia occidental en Oriente. No se quería que el probable yugo turco fuese reemplazado por otro, latino. A principios del siglo XV, el polemista bizantino José Brienne decía: “No creáis que los pueblos occidentales han de ayudarnos antes o después. Si un día se levantasen diciendo que vienen en nuestro socorro, se armarían para aniquilar nuestra ciudad, nuestra raza y nuestro nombre”.

Tal aprensión estaba justificada. Baste recordar los planes conquistadores de Alfonso el Magnánimo.

Hacia la misma época se reunía en Basilea el tercer gran concilio del siglo XV, después de los de Pisa y Constanza. En su programa figuraban la reforma de la Iglesia en su jefe y en sus miembros y la resolución del problema hussita, que después de la muerte de Juan Huss había adquirido considerable extensión. El Papa Eugenio IV no experimentaba simpatía alguna por el concilio. Éste y el Papa abrieron, simultánea y separadamente, negociaciones con Juan VIII. El concilio y Constantinopla cambiaron embajadas. Entre los emisarios griegos enviados a Basilea figuraba Isidoro, higúmeno de un convento de Constantinopla y futuro metropolitano de Moscú. Isidoro, en el concilio, pronunció un discurso en favor de la unión de las Iglesias, lo cual debía “elevar un monumento grandioso, que rivalizaría con el Coloso de Rodas, cuya cúspide alcanzaría los cielos y cuyo brillo esplendería sobre Oriente y Occidente”. Tras discusiones infructuosas sobre el lugar del concilio futuro, los Padres de Basilea decidieron abordar el tema griego después de resuelto el problema hussita. Tal decisión pareció ofensiva a los griegos, representantes, según ellos, de la ortodoxia verdadera, que en aquel caso era puesta en el mismo plano que la herejía hussita. En Constantinopla “se desencadenó una verdadera tempestad”. Entre tanto el emperador se aproximaba cada vez más al Papa, en cuyas manos entregó la dirección de las negociaciones unionistas. Temeroso de las tendencias reformadoras de Basilea, Eugenio IV trasladó el concilio a Ferrara, en Italia del norte, y luego, al declararse la peste, a Florencia. Parte de los miembros del concilio, desobedeciendo al Papa, quedáronse en Basilea y eligieron nuevo pontífice.

El concilio ferraro florentino transcurrió en medio de una solemnidad extraordinaria. Juan VIII y su hermano; José, patriarca de Constantinopla; Marcos, metropolitano de Éfeso y encarnizado enemigo de la unión; Bessarión, metropolitano de Nicea, partidario de la unión y hombre de gran cultura y talento, así como otras muchas personalidades eclesiásticas y laicas, llegaron a Ferrara, pasando por Venecia. El Gran Duque de Moscovia, Basilio II el Ciego, envió como representante a Isidoro, poco antes designado metropolitano de Moscú, y partidario de la unión. Acompañaban a éste muchos clérigos y laicos rusos.

Producíase entonces el florecer del Renacimiento italiano, y Ferrara, bajo los del Este, como Florencia bajo los Medicis, se distinguían por su brillante actividad intelectual y artística.

Las discusiones del concilio, centradas en particular sobre el “filioque” y la supremacía pontificia, arrastráronse con lentitud. Los griegos allí presentes distaban mucho de aceptar tales proposiciones. El emperador, cansado, se dispuso a partir. El patriarca José, adversario de la unión, murió antes de concluir el concilio. Isidoro de Moscú trabajaba activamente por la unión. Y al fin se redactó el decreto unificador, en dos lenguas, promulgándose solemnemente, el 6 de julio de 1439, en la iglesia de Santa María del Fiore (Florencia). Algunos griegos, con Marcos de Efeso a la cabeza, se negaron a firmar el acta.

Aun existen hoy en Italia muchos recuerdos de la unión de Florencia. En la Biblioteca Laurenziana, de Florencia, se conserva y expone una interesante copia contemporánea del Acta de unión, redactada en lenguas latina, griega y eslava. Aparte de las firmas griegas y latinas de ese documento, se halla en él la firma rusa del “humilde obispo Avrami (Abramius) de Suzdal”, quien participó en el concilio. También subsiste la iglesia de Santa María del Fiore. En otro templo florentino, Santa María Novella, se ve el monumento fúnebre del patriarca José. Un fresco le representa en pie sobre ese monumento. En el Palazzo Ricardi se conserva un gran fresco del pintor italiano del siglo XV, Benozzo Gozzoli, representando a los Reyes Magos que van a Belén para adorar al Cristo recién nacido. En los Reyes Magos el pintor ha representado —bastante fantásticamente, desde luego, a Juan Paleólogo y al patriarca José, a quienes había visto entrar en Florencia. Roma guarda algunos recuerdos de la unión. Entre los bajos relieves que representan al Salvador, a la Virgen, a San Pedro y a San Pablo, en la iglesia de San Pedro, relieves que pertenecen al siglo XV, se ven bajos relieves menores, relativos al concilio de Florencia. Tales son el embarque del emperador en Constantinopla, su llegada a Ferrara, una sesión del concilio de Florencia y el embarco de Juan Paleólogo en Venecia. En un museo de Roma hay un soberbio busto de Juan, de tamaño natural. Ese busto, reproducido a menudo, fue, sin duda, tomado del natural durante la estancia del emperador en Florencia.

Como las uniones de Lyon y Roma, la de Florencia no fue aceptada en Oriente. Juan, al regresar, advirtió pronto el fracaso de su intento. En torno a Marcos de Efeso, que no había firmado la unión, reunióse un nutrido partido ortodoxo. Varios de los signatarios retiraron su firma después. Isidoro, de vuelta a Moscú, promulgó solemnemente en la Iglesia de la Asunción el decreto unionista, pero no halló simpatía en nadie. El Gran Príncipe dejó de darle los títulos de Pastor y Maestro y calificóle de “lobo devorador”.

Los patriarcas de Alejandría, Antioquía y Jerusalén se declararon hostiles a la unión y en el concilio de Jerusalén (1443), el concilio de Florencia fue calificado de “impuro”. Pero la Iglesia católica reconoce aún hoy la validez del decreto de Florencia y todavía en el siglo XIX el Papa León XIII le recordaba a los ortodoxos, en su Encíclica sobre la unión de las Iglesias, a que se atuviesen a ese decreto.

Como su hermano Juan, Constantino XI, postrero emperador bizantino, vio en la unión el último recurso del agonizante Imperio. Se ha discutido a menudo la cuestión del concilio de Santa Sofía en 1450. Ciertos historiadores afirman que en ese año se reunieron en Constantinopla numerosos eclesiásticos orientales, entre ellos los patriarcas de Alejandría, Antioquía y Jerusalén. El concilio, tras condenar a la unión y a sus partidarios, había, parece, restaurado la ortodoxia. El famoso sabio italiano León Allatius, que publicó por primera vez, en el siglo XVII, fragmentos de las actas de ese concilio, las consideraba apócrifas. Desde entonces las opiniones de los historiadores se han dividido. Unos, siguiendo a Allatius, dan las actas por apócrifas y el concilio por inexistente, mientras otros, en especial los sabios y teólogos griegos, para quienes el concilio es de capital importancia, aceptan la autenticidad de las actas del concilio como hecho histórico. Últimamente se ha resuelto la cuestión en el sentido de negar la autenticidad de las actas y rechazar la celebración de tal asamblea,aunque hay todavía voces aisladas que se oponen a ese criterio.No tenemos bastantes pruebas para afirmar que se produjera bajo Constantino XI una ruptura oficial de la unión, sancionada por un concilio. Al contrario, Constantino, ante el peligro inminente, pidió socorro de nuevo a la Europa occidental. En vez de la ayuda esperada, presentóse en Constantinopla el cardenal Isidoro, antiguo metropolitano de Moscú. En diciembre de 1452, cinco meses antes de la expugnación de la ciudad, Isidoro hizo proclamar solemnemente la unión en Santa Sofía y celebró una misa unionista en la que mencionó el nombre del Papa. Ello produjo viva agitación en la capital.

Caída Constantinopla, la religión e instituciones religiosas griegas subsistieron bajo el dominio turco. Aparte aislados actos de violencia cometidos por el gobierno turco o la población musulmana contra la Iglesia griega y la población ortodoxa, ha de reconocerse que bajo Mahomet II y sus sucesores inmediatos, los derechos religiosos concedidos a los cristianos fueron respetados con bastante rigor. La persona del patriarca, las de los obispos y las de los sacerdotes fueron declaradas inviolables. Todos los miembros del clero quedaron exentos de impuestos, mientras el pueblo griego debía pagar el “baradch” (contribución anual). La mitad de las iglesias de la capital fueron transformadas en mezquitas y la otra mitad quedaron en manos de los cristianos. Siguieron en vigor todos los cánones eclesiásticos relativos a la administración interior de la Iglesia. Continuó existiendo el Santo Sínodo, que se ocupaba, con el patriarca, en la dirección de los asuntos eclesiásticos. Se permitió la libre ejecución de todos los Oficios religiosos. En todas las ciudades y pueblos autorizóse la celebración solemne de las Pascuas, etc. Tales costumbres religiosas se han mantenido en Turquía hasta nuestra época, aunque con el tiempo haya habido más casos de violación de los derechos de los habitantes cristianos, cuya situación, en ciertos instantes, ha sido difícil.

Bajo la nueva dominación, el primer patriarca de Constantinopla fue elegido por el clero, a poco de la toma de la ciudad, siendo reconocido por el sultán turco. El designado fue Genadio (Jorge) Escolarlo, quien había acompañado a Juan VIII a Ferrara y Florencia, manifestándose partidario de la unión, pero se volvió luego celoso defensor de la ortodoxia. Su advenimiento eliminaba en definitiva la unión grecorromana.

 

Estado Interior del Imperio Bajo los Paleólogos.

 

El problema del estado interior del Imperio bajo los Paleólogos —administración general y situación social, financiera y económica— es uno de los menos estudiados y más complejos de la historia de Bizancio. Las numerosas y diversas fuentes que poseemos al respecto han sido insuficientemente estudiadas y apreciadas. Muchos documentos valiosos, sobre todo las crisobulas imperiales y las cartas monásticas, pertenecen aún a tesoros manuscritos inéditos de las bibliotecas de Oriente y Occidente. En este sentido los manuscritos de los monasterios del Athos tienen inmensa importancia. Pero los monjes ortodoxos athonieses han guardado celosamente sus bibliotecas, y en el siglo XVIII y primera mitad del XIX los manuscritos del Athos sólo han podido ser consultados por historiadores de religión ortodoxa. De modo que los sabios rusos han tenido en este estudio un papel muy importante.

En el siglo XVIII el viajero ruso V. G. Barski visitó dos veces los monasterios del Athos (1725-26 y 1744). Fue el primer sabio moderno que conoció las riquezas históricas del Santo Monte. La detallada descripción que nos ha legado proyecta viva claridad sobre esas valiosas fuentes. En el siglo XIX los sabios rusos Porfirio Uspenski, P. I. Sevastianov, T. O. Florinski y V. Regel han trabajado activamente en los monasterios de la Montaña Sagrada, publicando una larga serie de documentos muy interesantes sobre la situación interior de Bizancio. Tienen particular importancia las cartas aparecidas en los suplementos de varios volúmenes de la revista bizantina rusa Vizantiiski Vremennik, cartas que no han sido aún estudiadas lo suficiente. A fines del siglo XIX el sabio griego Sp. Lambros publicó un catálogo en dos tomos de los manuscritos griegos del Monte Athos (1895­1900). Pero Lambros no pudo incluir en su catálogo dos importantísimas colecciones de manuscritos conservadas en los monasterios de Lavra y de Vatopedi. El catálogo de los manuscritos griegos de Vatopedi ha visto la luz en 1924. El historiador francés G. Millet, enviado en misión al Athos en 1915, ha reunido una serie de documentos de los archivos de Lavra, lugar que, con frase de una crisobula, es “cabeza y Acrópolis de toda la república monástica”. Con escasas excepciones, los textos conseguidos por Millet no se han publicado aún. Actualmente se prepara su edición.

En el proemio del catálogo mencionado leemos: “La Montaña Sagrada ha preservado y conservado intactas la civilización bizantina y las fuerzas espirituales del pueblo heleno”. Otras bibliotecas guardan igualmente una rica documentación sobre la época de los Paleólogos. Indicaremos solamente la importancia de la colección publicada, en seis tomos, por Miklositch y Müller con el título de Acta et diplomata graeca medii aevi y las numerosas ediciones de C. Sathas. Las actas del monasterio de Vazelon, junto a Trebisonda, impresas recientemente, dan nuevos y ricos materiales sobre la historia de la propiedad rústica y monástica no sólo en Trebisonda, sino en Bizancio en general, en los siglos XIV y XV.

El restaurado Imperio griego, ya muy disminuido en extensión y siempre decreciendo, amenazado, además, por los normandos, turcos, servios, venecianos y genoveses, se convirtió bajo los Paleólogos en un Estado secundario, sin vida normal ni estable. La completa desorganización de todos los mecanismos del Estado y la decadencia del poder central son rasgos distintivos de ese período. Las largas luchas dinásticas de los dos Andrónicos y de Juan V con Cantacuzeno; los esfuerzos de los emperadores para ganarse el favor papal mediante una unión nunca aprobada por el pueblo; los viajes, que a veces resultaron humillantes, de los emperadores a la Europa occidental; los intentos de los emperadores, con no menos rebajamientos, para congraciarse con los sultanes, ya pagándoles tributo, ya residiendo por fuerza en sus cortes, ya casando a las princesas imperiales con príncipes muslimes, fueron hechos que debilitaron y degradaron a los ojos del pueblo el poder de los basileos bizantinos.

La misma Constantinopla, saqueada por los latinos, no era, al pasar a manos de los Paleólogos, lo que había sido antaño. Los autores griegos y diversos extranjeros, viajeros y peregrinos, testimonian la decadencia de la capital en aquella época. A principios del siglo XIV el geógrafo árabe Abul-Feda, tras enumerar concisamente los más importantes monumentos de Constantinopla, observa: “En el interior de la ciudad se encuentran campos sembrados, jardines y muchas casas en ruinas”.

A comienzos del siglo XV, el viajero español Ruy González Clavijo escribía: “En la ciudad de Constantinopla hay muchos palacios, iglesias y monasterios, pero la mayoría de ellos están en ruinas. Es, sin embargo, notorio que antaño Constantinopla era una de las más nobles capitales del mundo. Por lo contrario, la colonia genovesa de Pera no es más que una ciudad pequeña, pero muy populosa. Está rodeada de un poderoso muro y posee casas excelentes, todas bien construidas”.

Hacía la misma época, el florentino Buondelmonti señalaba que la iglesia de los Santos Apóstoles, una de las más famosas de Constantinopla, estaba en completa ruina. No obstante, piadosos peregrinos de diversos países que visitaron Constantinopla en los siglos XIV y XV, quedaron sorprendidos y fascinados ante los ornamentos y reliquias de la iglesia constantinopolitana. En 1287, el monje Rabbon Sauma, enviado por el rey de los mongoles, mantuvo una entrevista con Andrónico II y, autorizado por éste, visitó las iglesias y reliquias de la ciudad.

En 1422, el diplomático y moralista borgoñón Ghillebert de Lannoy recibió del emperador Manuel II y de su joven hijo y heredero muy buena acogida y le fue concedida licencia para visitar las maravillas y antigüedades de la ciudad y de los templos.

En 1437 el viajero español Pero Tafur fue muy cortésmente recibido por Juan VIII. De regreso de Crimea y Trebisonda visitó Constantinopla otra vez. La ciudad estaba gobernada entonces por el “déspota Dragas”, hermano de Juan, en ausencia de éste, que se hallaba en Italia. Tafur dice: “La iglesia que ellos llaman Valayerna (Blanquerna) está hoy tan dañada que no es posible repararla ya”. “El puerto ha debido ser magnífico y aun hoy es bastante para abrigar los bajeles”. “El palacio del emperador ha debido ser magnífico, pero hoy hállase en tal estado que él y la ciudad muestran bien las pruebas que el pueblo ha soportado y soporta aún”. “La ciudad no tiene sino una población diseminada... Los habitantes no van bien vestidos, sino tristes y miserables”. “El Estado del emperador es tan espléndido cual lo ha sido siempre, pues que no omite ninguna de las antiguas ceremonias, mas es, en verdad, como un obispo sin sede”. Constantinopla, con las ciudades tracias que le restaban, se encontró, después de las conquistas turcas y servias de la segunda mitad del siglo XIV en la Península balcánica, rodeada de posesiones osmanlíes y no pudiendo sostener relaciones —y éstas trabajosamente— sino con los territorios que le quedaban: Tesalónica, Tesalia y el despotado de Morea. Por tanto, estas regiones se independizaron de modo paulatino. Cuando los turcos cortaron la ruta marítima del mar Negro, la isla de Lemnos, al norte del Archipiélago, fue durante algún tiempo el granero de Constantinopla.

La feudalización del Imperio, comenzada antes de los Paleólogos, debilitó progresivamente la bien establecida organización centralista. Los organismos del poder central no tuvieron, en ocasiones, cosa alguna que hacer, porque el Imperio estaba disgregado y desorganizado al mayor extremo. Los recursos del país y su capacidad económica, radicalmente destruidas por los latinos, se habían agotado en definitiva. Las provincias devastadas no rendían impuestos, las reservas estaban agotadas, se habían vendido las joyas de la Corona, no se podía alimentar a los soldados y la miseria reinaba por doquier. Nicéforo Gregoras describiendo las solemnidades del matrimonio de Juan V, escribe: “En esta época el palacio estaba en tal desnudez que no se podía encontrar una sola copa o jarro de oro o de plata. Unos eran de estaño, otros de arcilla... y no hablo ya de las coronas y ropas, que solo tenían la apariencia de oro o piedras preciosas (pues en realidad) eran de cuero y se contentaban con dorados, semejantes a las que fabrican a veces los curtidores, y en parte con cristales que reflejaban diversos tintes. Aquí y allá se veían, muy raramente, piedras preciosas que tenían un fulgor verdadero y el brillo de las perlas, que no engaña a la vista. La antigua prosperidad y los esplendores del Imperio romano habían padecido una tal decadencia, se habían extinguido y perecido tan completamente, que no puedo hoy sin vergüenza exponeros el relato”. Las ciudades más amenazadas por los turcos empezaban a despoblarse. Ya vimos que tras la toma de Gallípoli algunos habitantes de Constantinopla habían emigrado a Occidente. En 1425 mucha gente emigró a Tesalónica, y parte de los que huyeron se refugiaron en Constantinopla, juzgándola más segura. El momento, en efecto, era crítico: Tesalónica había sido ocupada por los venecianos y los turcos proyectaban tomar la ciudad, lo que hicieron, como vimos, en 1430.

El restringido territorio del Imperio y la debilidad numérica de su población no permitían sostener un gran ejército nacional, por lo que las tropas de los Paleólogos abarcaban mercenarios de diversas nacionalidades. Aparecieron compañías catalanas, turcas, genovesas, venecianas, servias y búlgaras. Había también, como antes, mercenarios anglosajones, varengos o anglo-varengos y vardariotas de raza turca. No pudiendo pagar bien a sus mercenarios, el gobierno a veces sufría la arrogancia altanera de sus mismos soldados y asistía, impotente, a la devastación de provincias enteras o grandes ciudades. Recuérdese el paso sangriento de los catalanes a través de las provincias del Imperio. Dada la debilidad de su ejército de tierra, los Paleólogos intentaron, en vano, resucitar, aunque sólo fuese en parte, la potencia de la decaída flota bizantina. Miguel VIII hizo algo en tal sentido, pero Andrónico II descuidó de nuevo la flota, y las islas del Archipiélago que aun pertenecían al Imperio no pudieron ser defendidas contra los piratas.La flota bizantina no podía emprender nada contra las numerosas y bien equipadas escuadras de genoveses y venecianos, ni siquiera contra la de los osmanlíes, recién creada. Los mares Negro y Egeo se escapaban por completo del dominio de Bizancio. En el siglo XIV y la primera cincuentena del XV las flotas de las repúblicas mercantiles italianas señorearon aquellos mares en absoluto.

La antigua organización en themas, deshecha por los latinos, no podía funcionar debidamente bajo los Paleólogos. No había territorios bastantes para el sistema de gobierno regional. Ya sabemos que el título de estratega había desaparecido bajo los Comnenos, substituyéndolo el más modesto de duque (dux).

No obstante, algunos historiadores modernos emplean el término thema para designar la provincia de Macedonia y Tesalia en el siglo XIV. Las provincias, separadas de la capital por las posesiones turcas y servias, se convirtieron en “estados déspotas” cuyos gobernadores eran poco menos que independientes. A fines del siglo XIV Tesalónica tuvo como déspota a uno de los hijos de Juan V. El despotado de Morea era también gobernado por hijos o hermanos de los emperadores.

Bajo los Paleólogos, las relaciones entre las clases superiores y las inferiores se volvieron muy tensas. La agricultura, siempre considerada el fundamento de la economía de Bizancio, estaba en profunda decadencia. Se habían perdido muchas provincias fértiles y otras quedaron devastadas por las incesantes luchas civiles y el paso asolador de los catalanes. En Asia Menor, la prosperidad de los colonos fronterizos (acritas), basada también en la agricultura, quedó completamente arruinada por las medidas regresivas de Miguel VIII y los avances turcos.

La época de los Paleólogos señalóse por un amplio desarrollo de la propiedad rural en gran escala. Los campesinos arruinados caían en poder de los señores. A partir de 1261 algunos griegos se convirtieron en poderosos terratenientes en Tesalia. En la zona occidental de Tesalia, ocupada por el déspota del Epiro, y en la región noroeste de la misma Tesalia, perteneciente al emperador, los ricos propietarios rurales desempeñaron muy importante papel y establecieron relaciones feudales con los pequeños propietarios. Pero las represalias catalanas y las invasiones albanesas desorganizaron por completo el régimen agrario de Tesalia.

Muchos albaneses se convirtieron en grandes propietarios. En el régimen del agro sobrevino cierta mejora cuando en 1348, Esteban Dushan, rey de Servia, se apoderó de Tesalia. Ha de notarse que en ciertas comarcas montañosas de Tesalia hubo algunas propiedades individuales y comunidades campesinas libres.

Se hallan en Mazaris interesantes informes sobre el poderío y arrogancia de los grandes propietarios (arcontes) del Peloponeso. Antes, Juan Cantacuzeno había declarado ya que la decadencia interna del Peloponeso no se debía a las invasiones turcas o latinas, sino a las luchas intestinas, que habían tornado “el Peloponeso más desierto que la Escitia”. Manuel, hijo de Juan V, al ser nombrado déspota de Morea, restauró la agricultura hasta cierto punto y entonces “el Peloponeso volvió a ser cultivado por algún tiempo” y la población comenzó a regresar a sus casas. Pero la conquista turca deshizo la labor bizantina en Morea.

Oprimidos por los omnipotentes señores, los campesinos padecían males terribles. La clase agraria estaba arruinada por completo, y si su situación, como afirman algunos, no era desfavorable en exceso durante el siglo XIV, en la región de Tesalónica —al menos en los dominios de los grandes terratenientes—, ello no modifica el cuadro de la miseria general en los campesinos.

El odio de los pobres contra los ricos no sólo desgarraba los campos, sino también las ciudades del Imperio. Durante la revolución de 1328, el populacho de Constantinopla saqueó el magnífico palacio de Teodoro Metoquita.

El movimiento revolucionario que estalló en 1341 en Adrianópolis al ser proclamado emperador Juan Cantacuzeno, tomó la forma de una insurrección, victoriosa al principio, del pueblo contra las clases posesoras, propagándose luego a otras ciudades del Imperio.

La revolución de los celotas en Tesalónica, hacia mediados del siglo XIV, ofrece particular interés.

Las fuentes distinguen en Tesalónica tres clases: los ricos y nobles; la clase media o burguesía, los “medianos” esto es comerciantes, industriales, patronos de talleres, pequeños propietarios y miembros de las profesiones liberales; y en fin, el pueblo, es decir, campesinos humildes, artesanos modestos, obreros, marineros. Mientras la importancia de la clase rica crecía de vez en vez, la situación de la clase inferior, y en especial la de los cultivadores de las tierras más constantemente amenazadas por el enemigo, empeoraba de más en más. Todo el comercio del importante centro económico de Tesalónica y los beneficios que del comercio se dimanaban, estaban en manos de la clase superior. Crecía la animosidad de clases y sólo hacía falta una oportunidad para que estallara.

En aquel momento Cantacuzeno, apoyándose en la nobleza, se proclamó emperador, y, como consecuencia, los elementos demócratas se pronunciaron por los Paleólogos. Un historiador escribe: “No fue una lucha de ambiciones entre personas que se disputaran el poder supremo, sino una lucha de clases: una deseando conservar sus privilegios, otra tratando de sacudir la explotación”. Al frente de la democracia de Tesalónica se pusieron los celotas, quienes en 1343 expulsaron de la ciudad a los nobles, saquearon las casas de los ricos y establecieron una especie de gobierno republicano, compuesto por celotas. Las dificultades interiores produjeron, en 1346, una matanza de la nobleza. Nicolai Cabasilas fue de los pocos que escaparon a la muerte. Incluso después de reconciliarse Juan V y Juan Cantacuzeno continuó el régimen local de los celotas: y Tesalónica, en cierto sentido, “fue gobernada como una república independiente”. Los celotas prescindían por completo de las órdenes emanadas de Constantinopla. Sólo en 1349 los esfuerzos conjuntos de Juan V y Juan Cantacuzeno lograron poner fin al gobierno democrático de los celotas.

No se han esclarecido aún las verdaderas causas de la revolución tesalonicense. Tafrali considera como principal la miseria de la población y juzga a los celotas campeones de la libertad, que lucharon para mejorar la vida social en el porvenir, lo cual los contemporáneos no podían comprender.

Fue aquella, dice Diehl, una lucha de clases, de ricos contra pobres, de aristócratas contra plebeyos”. La atrocidad de esas luchas “aparece en la curiosa, trágica y sangrienta historia de la comuna de Tesalónica”, donde se “oculta una vaga tendencia hacia un movimiento comunista”. El ruso Iakovenko, analizando el libro de Tafrali, escribe: “En la actividad de los celotas, los fines de carácter político, es decir, la lucha contra Cantacuzeno, predominaron sobre los fines sociales, que, por lo demás, nos parecen bastante obscuros”.

El problema merece un estudio más profundo; pero, hasta donde cabe juzgar, parece que la cuestión social desempeñó un papel importante en la revolución de Tesalónica. Al aspecto social se unieron, complicándolo y penetrándolo, las luchas políticas del momento.

Por las mismas circunstancias indicadas, Bizancio perdió la dirección de su propio comercio. No obstante, y hasta su cerco definitivo por los turcos, Constantinopla siguió siendo un centro comercial de importancia y allí se podía encontrar negociantes de todas las naciones.

Francesco Balducci Pegolotti, comerciante y escritor florentino de la primera mitad del siglo XIV y que estuvo al servicio de la dinastía mercantil de los Bardi, nos da preciosos informes sobre las mercancías vendidas en Constantinopla, Gálata y Pera, y sobre los mercaderes occidentales que se encontraban allí. Pegolotti menciona genoveses, venecianos, písanos, florentinos, catalanes, provenzales, anconitanos, sicilianos “e tutti altri strani”. Bertrandon de la Broquiére escribe, por su parte, en la primera mitad del siglo XV, que había visto en Constantinopla numerosos mercaderes de todos los países, pero que los venecianos gozaban “de más autoridad”. Menciona también a los catalanes y a los genoveses. Por supuesto, había en Constantinopla multitud de comerciantes de otros puntos de Occidente —por ejemplo, de Ragusa— y de Oriente. El mercado de Constantinopla era verdaderamente internacional.

Pero el comercio en sí no estaba en manos de Bizancio, sino en las de los mercaderes occidentales, sobre todo los venecianos, genoveses y, en cierta medida, písanos, f lorentinos, etc.

Como sabemos, a partir del reinado de Miguel Paleólogo, Génova ocupó el primer puesto en la vida económica de Bizancio. Los genoveses, exentos de tasas, pudieron construir y fortificar Gálata y organizar factorías y colonias, no sólo en las islas Egeas y el Asia Menor, sino también en las costas del mar Negro: Trebisonda, Caffa (Teodosia) y Tana, en particular, gozó de prosperidad y buena organización. La defendían fortificaciones potentes y un estatuto administrativo detallado reglaba su gobierno. Paquimeres admiraba a los genoveses, quienes, a pesar de las tormentas invernales, surcaban el Mar Negro sin temor, en sus navios. Venecia, igualmente libre de gravámenes mercantiles, rivalizó con Génova, lo que produjo violentos conflictos donde la posición de Bizancio resultó muy delicada. A fines del siglo XIII, Venecia, con la toma de San Juan de Acre por el sultán de Egipto (1291), vio vedado su tráfico en el sudeste del Mediterráneo y desde entonces consagró toda su energía a luchar con Génova, en el norte, a fin de recobrar su antigua situación económica en Bizancio, en el Egeo y en el Negro.

Desde una época relativamente reciente, sabemos que hubo relaciones mercantiles entre Florencia y Constantinopla. Las transacciones fueron, en general, agrarias por el intercambio del grano. Mas todos los beneficios de ese tráfico iban, lo repetimos, a los occidentales y no al Imperio. La dependencia económica de los Paleólogos fue absoluta. En ese sentido no tuvieron dominio alguno sobre su Imperio.

Se advierte la influencia italiana en las monedas bizantinas. En el siglo XIV, bajo Andrónico II, Andrónico III y Juan V, se ensayó una reforma monetaria en el curso de la cual se introdujo en Bizancio el tipo florentino de moneda. También se nota la presencia de monedas de tipo veneciano. La última moneda bizantina de oro se acuñó bajo Manuel II, acaso con motivo de su coronación. Se ve en esa moneda a la Virgen, protegida por los muros de Constantinopla. No hay noticia de monedas acuñadas en tiempos del último emperador bizantino. Algunos historiadores estiman que, bajo Manuel II y Juan VIII, una reforma monetaria introdujo en Bizancio el monometalismo. Pero esto no ha sido demostrado.

La potencia económica occidental en Bizancio concluyó a causa del progreso victorioso de los otomanos. Éstos, poco a poco, se apoderaron del antiguo Imperio bizantino de Trebisonda y de las costas septentrionales del mar Negro.

Si se piensa en el deplorable estado interior y exterior del Imperio, parece extraño leer en un tratado anónimo del siglo XIV sobre las funciones cortesanas —tratado atribuido erróneamente a Codinus— una detallada descripción de los suntuosos vestidos de los dignatarios de la corte, de sus tocados y calzados diversos, de las condecoraciones de los funcionarios, así como una exposición minuciosa del ceremonial de la corte, de la coronación, de la investidura de unas funciones u otras, etc. Este tratado es como un suplemento al famoso manual del siglo X sobre las ceremonias de la corte bizantina. En el siglo X, época del apogeo y máximo esplendor del Imperio, un tratado así parece necesario. Pero que otro semejante apareciese en el siglo XIV, cuando la ruina del Imperio parecía inminente a muchas personas, es cosa ante la cual quedamos perplejos y experimentamos una penosa sensación viendo la ceguera que reinaba en la corte de los basileos de la última dinastía. Krumbacher, no menos perplejo, explica el caso diciendo con ironía. La razón de ello quizá consista en aquel proverbio griego de la Edad Media: “El mundo perecía y mi mujer continuaba comprando vestidos nuevos”.

 

La cultura, la literatura, la ciencia y las artes.

 

Mientras el Imperio de los Paleólogos atravesaba un período tan crítico desde el doble punto de vista político y económico, retrocediendo paso a paso ante los turcos, disminuyendo en extensión y al fin reduciéndose a Constantinopla y sus contornos inmediatos, a tal punto que parecía imposible que se desarrollase vida espiritual alguna en tales condiciones, Constantinopla, sin embargo, así como en general el agonizante Imperio, fue un centro de brillante civilización en lo literario, lo científico y lo artístico, las escuelas de Constantinopla prosperaban como en los mejores tiempos del Imperio, y a ellas acudían para instruirse, no sólo jóvenes de lejanas regiones griegas, cual Esparta y Trebisonda, sino incluso de Italia, a pesar de que ésta se hallaba en el apogeo de su Renacimiento. Los filósofos, con Gemisto a su cabeza, explicaban las doctrinas de Platón y Aristóteles. Retóricos y filólogos que habían estudiado los mejores modelos de la antigüedad clásica y se esforzaban en igualar su estilo, atraían grupos numerosos de entusiastas oyentes y discípulos, presentando, por su actividad e inclinaciones, una sorprendente semejanza con los humanistas italianos. Historiadores en cantidad estimable fijaban con su pluma el recuerdo de los últimos tiempos del Imperio. La intensa vida eclesiástica, con su movimiento hesicasta y el eterno problema unionista, dejó huella muy profunda merced a sus obras dogmáticas, ascéticas, polémicas y místicas. En la literatura y en el pueblo hubo un resurgir de la poesía. Y al renacimiento literario acompañó un renacimiento artístico que dejó monumentos de gran valor.

Además de Constantinopla, Mistra señalóse por un movimiento intelectual muy importante. Y el siglo XIV fue la edad de oro de Tesalónica, tanto en lo literario como en lo artístico.

De modo que en la hora de su agonía política y económica, el helenismo reunió, por decirlo así, todas sus fuerzas para mostrar la vitalidad de la civilización clásica y presagiar el futuro renacimiento helénico del siglo XIX. “En vísperas de sucumbir toda entera —dice un historiador—, la Hélade entera reúne sus energías espirituales para lanzar un último fulgor”.

Varios miembros de las familias reinantes, Paleólogos y Cantacuzenos, se distinguieron por su cultura. Miguel VIII escribió algunos ensayos en pro de la unión religiosa y varios “cánones” sobre los principales mártires. Igualmente nos ha legado una curiosa “autobiografía”,491 cuyo manuscrito se ha descubierto en la biblioteca sinodal de Moscú. Creó, también, una escuela de gramática en Constantinopla. Andrónico II fue muy entendido en arte y letras y protegió a sabios y artistas. Ciertos historiadores opinan que fue su protección la que permitió desarrollarse el ambiente artístico que hizo posible la creación de trabajos tan notables como los mosaicos del monasterio de la Hora (hoy mezquita de Kahrié) en Constantinopla.  Manuel II brilló por su talento de escritor. Teólogo sutil, versado en la lengua clásica, dialéctico refinado, estilista perfecto, nos legó una rica herencia no publicada aún íntegramente. Entre sus escritos podemos citar La Procesión del Espíritu Santo, una apología contra el Islam, una serie de oraciones destinadas a los diferentes casos de la vida. La descripción de la primavera en la cortina recamada del palacio real, gracioso opúsculo escrito en París, y una colección de cartas muy interesantes dirigidas a diversas personalidades eminentes de la época y escritas, en parte, durante la estancia forzosa de Manuel en la corte otomana, y en parte durante su viaje a Occidente. El número de trabajos literarios de Manuel, incluidas sus cartas, asciende a 109.

Pero en el sentido literario, el primer lugar entre los emperadores compétele a Juan VI Cantacuzeno, quien, como vimos, terminó sus días, después de su abdicación forzada, como monje y con el nombre de Josafat, consagrando los ocios de su retirada vida a ocupaciones científicas y literarias. Su obra principal es su Historia, o más bien sus Memorias, en cuatro libros, que comprenden los sucesos ocurridos desde 1320 a 1356, si bien algunos pasajes se refieren a época posterior. El autor declara en la introducción de su obra, que no piensa decir sino la verdad, pero se aparta involuntariamente de su propósito situándose en el centro de los acontecimientos en que ha participado. Se esfuerza en justificar y engrandecer su actividad y la de sus amigos y partidarios y, a la vez, de rebajar, ridiculizar y oscurecer a sus enemigos. Fuera de la corta autobiografía de Miguel Paleólogo, Cantacuzeno ha sido el único emperador bizantino que nos ha dejado unas memorias detalladas, las cuales, a pesar de su carácter parcial, nos aportan un material considerable para el estudio de la turbulenta historia de la Península balcánica en el siglo XIV —y sobre todo para la historia de los eslavos—, así como para la topografía de los lugares. Aparte de sus memorias, Juan Cantacuzeno, en el retiro de su celda, escribió ensayos teológicos, no publicados aun en su mayoría, en forma de ataques contra Barlaam, los judíos y musulmanes, etc. Juan Cantacuzeno transmitió sus inclinaciones a su hijo Mateo, quien, a raíz de la deposición de su padre, fue también obligado a entrar en un convento donde escribió algunos tratados, de teología y retórica. La época de los Paleólogos produjo un grupo de historiadores interesantes y eminentes que se esforzaron en describir y explicar los trágicos sucesos de aquellos días. El historiador Paquimeres, que dejó Nicea y se instaló en Constantinopla al ser expulsados los latinos, fue hombre muy culto. Merced a su elevado cargo público pudo utilizar para sus obras los documentos públicos más fidedignos. Se mostró representante convencido de las opiniones greconacionales en materia unionista. Escribió algunos tratados de retórica y filosofía, su autobiografía, en hexámetros, varias cartas y una importante obra histórica que abarca los sucesos comprendidos entre 1261 y 1307-8. Esa obra es nuestra fuente principal para la historia del reinado de Miguel VIII y comienzos del de Andrónico el Viejo. Paquimeres no es el primer historiador bizantino que se interesa principalmente por las embrolladas y sutiles cuestiones teológicas de la época. “Dijérase —escribe Krumbacher— que aquellas gentes se apartaban con horror de los infortunados asuntos de la vida política del Imperio y buscaban consuelo y confortación en el estudio abstracto de las cuestiones teológicas de la religión que agitaban entonces todos los ánimos”

Uno de los pasajes más interesantes de la historia de Paquimeres es su relato de la expedición de Roger de Flor, donde da una vasta documentación que se puede comparar con el texto del cronista catalán Muntaner. El estilo de Paquimeres es una mezcla de lenguaje homérico con declamación teológica, hallándose salpicado de expresiones extranjeras y populares y estando a tal punto penetrado de la imitación pedantesca del estilo antiguo, que el autor, con gran daño de la claridad expositiva, llega a servirse de los pocos conocidos nombres áticos de los meses, en vez de emplear las designaciones cristianas. Algunos escritos de Paquimeres no han sido publicados aún. Su principal obra histórica es digna de una edición crítica.

A principios del siglo XIV, Nicéforo Calixto Jantópulos escribió una obra compilativa titulada Historia de la Iglesia donde expone los sucesos comprendidos entre el nacimiento de Cristo y el año 911. Sólo nos ha llegado la parte que alcanza hasta el siglo VII. También compuso Jantópulos algunos poemas eclesiásticos y epigramas.

En el siglo XIV vivió uno de los mayores sabios y escritores de los dos postreros siglos de Bizancio: Nicéforo Gregoras, cuya actividad en la querella hesicasta ya conocemos. Por la extensión y diversidad de sus conocimientos, por su espíritu, por su talento dialéctico y por su vigor de carácter, Gregoras superó a todos los bizantinos de la época de los Paleólogos, y merece ser justamente comparado con los mejores representantes del Renacimiento occidental. Estaba muy versado en literatura antigua y era tan entendido en astronomía que una vez presentó al emperador un proyecto de reforma del calendario, cosa que no se llevó a la práctica. Tras algunos años de fructuosa enseñanza, Gregoras participó activamente en las violentas querellas teológicas de la época, escribiendo muchas y diversas obras, considerable parte de las cuales sigue inédita aún. Fue primero adversario encarnizado del monje calabrés Barlaam, pero progresivamente pasóse a la unión.

Estuvo perseguido y preso por las autoridades. Según toda probabilidad, Gregoras concluyó su accidentada vida hacia 1360. Escribió sobre casi todos los dominios de la literatura y ciencia bizantinas: teología, filosofía, astronomía, historia, retórica, gramática. Para nosotros el más apreciable de sus libros es su Historia romana, cuyos 37 volúmenes abarcan los sucesos de 1204 a 1359, es decir, la época de los Imperios niceos y latino y la de los cuatro primeros Paleólogos y Juan Cantacuzeno. Relata también brevemente los sucesos anteriores a 1204, pero la narración detallada —sobre todo de los asuntos teológicos— no empieza sino en ese momento. Gregoras ha llevado a su Historia sus inclinaciones religiosas, y por tanto el libro resulta bastante parcial, teniendo más bien el carácter de unas memorias. Krumbacher llama a la Historia de Gregoras “cuadro pintado sujetivamente, de un notable movimiento de fermentación eclesiástica”. Los historiadores aprecian con mucha diversidad la figura de Gregoras. Krumbacher le califica de “el mayor polihistor de los dos últimos siglos de Bizancio” y Montelatíci de un máximo erudito de su tiempo”. Pero el más reciente biógrafo de Gregoras, R. Guilland, al preguntarse si Gregoras fue el mayor “polihistor” de su época, como dice Krumbacher, resuelve negativamente el problema. Para él Gregoras es uno de los más eminentes escritores bizantinos, pero no el mayor. Aunque poco conocido, Gregoras tiene gran importancia para el estudio de la civilización bizantina e incluso de la civilización europea. Finalmente, la diversidad de sus conocimientos resulta asombrosa. Es difícil hallar en Bizancio hombre que pueda compararse a ese espléndido representante del Renacimiento bizantino. De Juan Cantacuzeno hemos hablado ya en su calidad de historiador.

Los sucesos esenciales de la vida política del Imperio en el siglo XV dejaron honda huella en la literatura histórica de la época.

El infructuoso asedio turco de Constantinopla en 1422, motivó una obra entera de Juan Canano sobre el tema. Canano escribió en lenguaje muy próximo al hablado corrientemente. Atribuye la salvación de la capital a la Virgen. Quizá sea este Juan el autor de un relato breve —atribuido de ordinario a Canano Lascaris— que versa sobre un viaje a Alemania, Escandinavia, Livonia e incluso la lejana Islandia. Juan Anagnostas, por su parte, escribió, con arreglo a todas las leyes de la literatura y en un griego muy esmerado y puro, un verídico relato de la toma de Tesalónica por los turcos en 1430.

El fatal suceso de 1453, que impresionó tan viva y penosamente los ánimos de los contemporáneos, fue descrito por cuatro historiadores de tendencias y valía desiguales. Esos cuatro historiadores, Jorge Phrantzes, Ducas, Laónicos Calcocondilos y Critóbulo, fuentes principales de la caída de Constantinopla, sirven a la vez de fuentes para la historia de los Paleólogos en general.

La Historia de Phrantzes expone los sucesos incluidos entre 1218 y 1476, o sea entre los últimos años del Imperio de Nicea y la época turca. Al ser tomada Constantinopla, el autor fue apresado por los turcos y después de rescatado pasó algún tiempo en Mistra, no ocupada todavía por los osmanlíes. Cuando éstos conquistaron el Peloponeso, el historiador huyó a Corfú, entonces posesión veneciana. Allí se retiró a un convento, asumió el nombre de Gregorio y escribió su Historia a instancias de algunos corfiotas nobles. Phrantzes, dada su carrera oficial y relaciones íntimas con los Paleólogos, tiende a veces a exagerar los méritos de éstos y pasar sus faltas por alto.

Su adhesión a la dinastía, su devoción a la ortodoxia y su odio a los turcos rebosan de sus escritos por doquier. No obstante, su obra posee gran importancia, sobre todo para la época posterior a Juan VIII, ya que está escrita por un testigo ocular que siguió de muy cerca los acontecimientos que se desarrollan.

El estilo de Phrantzes es sencillo y fácil. El autor emplea algunas palabras turcas e italianas. Dada su importancia, la crónica de este historiador merecería una edición mejor que la que tenemos (la bizantina de Bonn). El biógrafo más reciente de Phrantzes observa: “Hombre esencialmente consagrado a los asuntos públicos —y en esto consiste la importancia de su historia— Phrantzes tenía, empero, extensos conocimientos literarios”.

Ducas, griego del Asía Menor, ha dejado una historia del período 1341-1462, o sea desde la coronación de Juan V a la conquista de Lesbos por los turcos. Escribió “en un estilo popular sólo ligeramente pulido”. El autor inicia su obra con un breve resumen de historia universal, en forma de un compendio genealógico desde Adán a los Paleólogos, exponiendo con más detalle los reinados de los tres últimos emperadores. Ortodoxo en el fondo, acepta la unión como un compromiso y como único medio de salvar el Imperio agonizante. Ducas pasó casi toda su vida al servicio del gobernador genovés de Lesbos, pero sin perder el contacto con su patria. Asistió con profunda tristeza a la suerte fatal de Bizancio: su relato de la caída de Constantinopla concluyó con la lamentación de la que hemos citado antes un fragmento. La historia de Ducas, además de en su original griego, nos ha llegado en una antigua traducción italiana, que suple los pasajes que faltan en el original. E. Chernusov, uno de los biógrafos de Ducas, escribe: “Sobrio, modesto, posesor de una vasta cultura, amante de la verdad y relativamente imparcial a pesar de su mucho patriotismo, Ducas es guía excelente para quien desee conocer el verdadero estado de personas y cosas”.

Un biógrafo más reciente de Ducas, observa: “Ducas es un autor digno de ser estudiado, porque es verídico y a menudo testigo ocular. Estas cualidades, en un historiador, bastante para relegar a la sombra la impureza de su estilo, que tanto ofendió a 502 su desdeñoso editor de la edición de Bonn”.

Laónicos Calcocondilos (o también Calcocandilos o Cakondilas) pone en primer término de su obra el joven y poderoso Estado otomano. Escribió una Historia en diez libros, exponiendo los sucesos desde 1298 a comienzos de 1464 y dando, no una dinastía de los Paleólogos, sino la de los sultanes otomanos. Muy serias indicaciones nos permiten suponer que Calcocondilos, forzado a huir de Atenas, pasó al Peloponeso, permaneciendo allí hasta la conquista turca y refugiándose luego en Italia, o más probablemente en Creta) donde escribió su obra. Al tomar como modelos estilísticos a Herodoto y Tucídides, Calcocondilos muestra con su interesante escrito que un griego puede aprender el griego antiguo de una manera puramente exterior, sin conseguir penetrar el espíritu del idioma.

Como Tucídides, Calcocondilos pone en boca de sus personajes discursos puramente imaginativos. Da también muchas indicaciones, harto a menudo inexactas, sobre los pueblos y países de la Europa occidental. Con frases de su reciente biógrafo, Laónicos describe, “con imparcialidad rara en una parte del mundo donde los odios raciales son tan feroces, el origen, organización y triunfo del mayor enemigo de su país, y extiende su relato, allende los límites del Imperio griego, a los servios, bosníacos, búlgaros y romanos, con interesantes y curiosas digresiones, a la manera de Herodoto, sobre las costumbres y usos de Hungría, Alemania, Italia, España, Francia e Inglaterra. Esta gran diversidad justifica la observación de un crítico, quien declara que Laónicos tiene el don de despertar nuestra atención, inspirándonos curiosidad e impidiéndonos bostezar durante su lectura”.

Critóbulo, imitando a Tucídides con la misma falta de éxito que Calcocondilos, escribió, en alabanza de Mahomet II, una historia del período 1451-1467.

La época de los Paleólogos, tan abundosa en historiadores, no tuvo casi cronistas, salvo un cierto Efraím, que escribió en el siglo XIV una crónica en diez mil versos, sin interés histórico, abarcando los hechos desde Julio César hasta la restauración del Imperio en 1261.

El problema de la unión, tan candente en la época de los Paleólogos y resuelta oficialmente por tres veces bajo esta dinastía, y, por otra parte, las largas querellas hesicastas, provocaron gran actividad en el campo de la literatura dogmática y polémica. Tal actividad correspondió tanto a los adversarios como a los partidarios de la unión y la hesiquia. Ya hemos tratado de algunos de esos escritores en el examen de la vida religiosa durante los Paleólogos. Entre los unionistas más eminentes debemos citar tres autores que fueron a la vez hombres de acción: Juan Beccus, que murió a fines del siglo XIII, Demetrio Cidonio, que vivió en el siglo XIV, y el famoso humanista del siglo XV, Bessaríon de Nicea.

Juan Beccus, contemporáneo del primer Paleólogo, empezó por oponer viva resistencia a la política unionista, lo que le atrajo la cólera del emperador y le costó ser encarcelado, a pesar de su alta jerarquía religiosa. Según los testimonios históricos, Beccus fue hombre eminente por su talento y saber. Con frase de un historiador griego, “distinguióse por su cultura, por su larga experiencia y por su elocuencia, que pudo poner fin al cisma de la Iglesia”. Gregoras le califica de hombre inteligente, “maestro en la elocuencia y la ciencia, dotado por la naturaleza como ninguno de sus contemporáneos... La penetración de su ánimo, la claridad de su lenguaje, su conocimiento de los dogmas eclesiásticos, hacían que junto a él todos pareciesen pequeños”. Al conocer las obras de Nicéforo Blemmidas, Beccus cambió de opiniones religiosas y se tornó partidario de la unión. Miguel VIII le elevó a la sede patriarcal, que ocupó hasta principios del reinado de Andrónico II. Éste, al romper con la unión, depuso a Juan Beccus y encerróle en una prisión, donde murió. La obra más importante de Beccus es la titulada De la unión y paz entre las Iglesias de la antigua y la nueva Roma. En este tratado el autor se esfuerza en demostrar que los Padres de la antigua Iglesia griega reconocían ya el dogma latino, pero que los teólogos griegos posteriores, empezando por Focío, deformaron la doctrina. Beccus trata con igual tendencia el tema del “origen (de la procesión) del Espíritu Santo”. Ha dejado otros ensayos teológicos inspirados en iguales ideas. Las obras de Beccus, en lo sucesivo, sirvieron de manantial donde bebieron su documentación los partidarios de la Demetrio Cidonio figura entre los teólogos y retóricos distinguidos por su talento en la época de los Paleólogos. Nació en Tesalónica a principios del siglo XIV y murió a comienzos del XV. Su vida, pues, duró un siglo entero. Aprendió el latín y la literatura latina en Milán. Habitó sucesivamente en Tesalónica, Constantinopla y Creta y terminó sus días en un convento. Intervino activamente en los debates religiosos de la época, inclinándose a la aproximación a Roma. Como consecuencia de esta actitud conciliadora, la Iglesia católica le venera como santo y le sitúa en el mismo término que a los primeros Padres de la Iglesia.Demetrio Cidonio, en su obra literaria, tenía una inmensa ventaja sobre la mayoría de sus contemporáneos, y era que, conocedor de la literatura latina, utilizaba los textos de los escritores y eruditos más notables de Occidente.

Cidonio escribió numerosos ensayos sobre diversos temas de teología, filosofía y retórica. Un tratado sobre la procesión del Espíritu Santo, publicado entre las obras de Cidonio, es, con toda evidencia, debido a su discípulo Manuel Calecas.Conviene recordar que Cidonio, entre otras cosas, tradujo al griego la famosa Summa de Santo Tomás de Aquino, versión inédita aún. Un escritor católico observa al respecto: “Esas laboriosas traducciones que hacen hablar a Santo Tomás la lengua de San Juan Damasceno, yacen, desde hace siglos, bajo el polvo de las bibliotecas. ¿Qué suerte les reserva el futuro? ¿No se encontrará algún teólogo, un apóstol, a la vez tomista y helenista, que difunda y propague en la Iglesia griega los tesoros doctrinales conservados en Cidonio para los tiempos futuros? ¿No podría ser esa versión una especie de “guía doctrinal” de la unión”

Entre los discursos de Cidonio cabe notar dos discursos “deliberativos”, que describen el estado de ánimo del pueblo de Constantinopla ante el peligro turco, hablan de la emigración a Occidente y exhortan a latinos y griegos a unir sus fuerzas contra el enemigo común.

La voluminosa correspondencia de Cidonio ofrece considerable importancia para la historia de la civilización del siglo XIV. De sus 454 cartas, sólo cuarenta y nueve se han publicado. Mientras no se editen y estudien todas como conviene, ni la biografía de Cidonio ni la lista completa de sus obras podrán ser expuestas. Entre los corresponsales de Cidonio cabe citar a Manuel II (32 cartas), a Juan Cantacuzeno, con quien mantuvo relaciones muy cordiales, y a muchos otros eminentes y conocidos personajes de su época.

La historia de la civilización griega en los dos siglos postreros de Bizancio no podrá esclarecerse y apreciarse en su plenitud mientras no se someta a estudio hondo y atento la obra de Cidonio. Este estudio proyectará a la vez luz sobre las relaciones intelectuales de Bizancio y el Renacimiento italiano, al que Cidonio estuvo estrechamente ligado.

Poseemos una larga y elogiosa carta dirigida a Cidonio por Coluccio Salutati, uno de los mejores representantes del Renacimiento italiano de fines del siglo XIV.

Partidario del unionismo fue también Bessarión de Nicea, miembro del concilio florentino y más tarde cardenal romano. La importancia de su personalidad y trabajos rebasa con mucho los límites de la literatura teológica, donde le representan algunos tratados dogmáticos escritos con un criterio latino. Por ello le examinaremos al tratar del Renacimiento occidental y Bizancio.

El partido de los adversarios de la unión contó también con escritores, pero éstos no pueden ser comparados a hombres tan eminentes como Cidonio o Bessarión. Gregorio de Chipre (en el siglo, Jorge), patriarca bajo Andrónico el Viejo, fue el principal adversario de Juan Beccus, si bien generalmente con poca fortuna. Gregorio, “famoso por sus conocimientos”, dejó algunas obras dogmáticas donde se esfuerza en resolver, con criterio griego, el problema de la procesión del Espíritu Santo. Los ensayos de retórica de Gregorio —de los que volveremos a hablar— son muy importantes. Marcos Eugénico, metropolitano de Efeso, que participó en el concilio ferraro-fiorentino, donde se negó a firmar el acta de unión, ha dejado algunos pequeños escritos compilativos, a veces polémicos —como un ensayo contra Bessarión—, que le sitúan entre los representantes del criterio antiunionista griego.

El último polemista importante de la Iglesia bizantina y primer patriarca griego bajo la dominación turca, Genadio Escolario (en el siglo, Jorge), fue filósofo y teólogo consumado. Participó en el concilio de Ferrara y Florencia, donde se mostró partidario de la unión, pero gradualmente, e influido sobre todo por Marcos de Efeso, pasóse a los antiunionistas y escribió una serie de obras polémicas en ese sentido. Los escritos filosóficos de Genadio, que tienen por origen su lucha con Gemisto Plethon y por tema el aristotelismo y el platonismo, le acercan a los representantes del humanismo y han permitido al erudito griego Sathas llamarle “el último bizantino y el primer heleno”. Su Lamentación sobre los infortunios de la vida contiene detalles históricos acerca de la vida y obras del autor y en torno a la situación de la Iglesia griega en los primeros años de la dominación musulmana. No se han publicado todas las obras de Escolario. En 1928 se ha iniciado una edición completa de sus escritos.

El movimiento hesicasta produjo una serie de escritos de ambos partidos, empezando por los trabajos de Gregorio el Sinaita, fundador del hesicastismo en el Athos. El principal representante de las ideas hesicastas, Gregorio Palamás, escribió algunos ensayos dogmáticos y muchos discursos. En un monasterio de Meteora, Tesalia, se han descubierto sus 66 oraciones. Ya hablamos de la actividad de Nicéforo Gregoras, que se opuso tan vigorosamente a las ideas hesicásticas.

En el siglo XIV floreció en Bizancio Nicolás Cabasilas, uno de los místicos más notables de la Iglesia oriental. El origen de las ideas de Cabasilas, al igual que las de los místicos occidentales, radica en las obras de Dionisio el Seudo-Areopagita, autor mal estudiado aún, que escribió probablemente a fines del siglo V y principios del VI. Pero el misticismo bizantino había sufrido una importante evolución en el siglo VII gracias a Máximo el Confesor, quien desembarazó el misticismo del Seudo-Areopagita de sus fundamentos neoplatónicos, poniéndolo de acuerdo con la doctrina de la Iglesia oriental ortodoxa. La influencia de Máximo se advierte mucho en las obras de los autores místicos del siglo XIV, a cuyo frente figura Cabasilas.

Nicolás Cabasilas, metropolitano de Tesalónica, es un escritor aun poco conocido e insuficientemente estudiado. Muchas de sus obras, sobre todo discursos y cartas, se conservan en un manuscrito de la Biblioteca Nacional de París, y de ellos se ha servido Tafralí para su estudio sobre Tesalónica. En el sentido místico resaltan dos trabajos de Cabasilas: Las Siete Palabras sobre la vida según el Cristo y La interpretación de la liturgia sagrada. No entraremos en el análisis de la doctrina de Cabasilas y de su tesis — “Vivir según el Cristo y unirse al Cristo”— porque eso nos llevaría demasiado lejos. Pero estimamos que la obra literaria de Cabasilas en la esfera del misticismo bizantino, tanto en sí misma como en sus relaciones con el movimiento hesicasta y los movimientos místicos occidentales, merece ocupar lugar importante en la historia de la civilización bizantina del siglo XIV y atraer particularmente la atención de los eruditos, los cuales, hasta ahora, han dejado, sin razón, en la sombra a ese interesante escritor.

Las opiniones sobre Cabasilas varían. Algunos sabios declaran incluso que no cabe “en modo alguno, reconocerle como místico”.

La filosofía de la época de los Paleólogos está representada por el famoso Jorge Gemís Plethon.

Lleno de entusiasmo por el helenismo antiguo, admirador de Platón, que conocía a través del neoplatonismo, soñador que aspiró a crear, con ayuda de los dioses de la vieja mitología, un nuevo sistema religioso, Plethon fue un verdadero humanista, unido por estrechos vínculos al Renacimiento italiano. Bizancio no había dejado nunca de interesarse por la filosofía clásica, en especial por la de Aristóteles, y, a partir del siglo XI, por la de Platón. Miguel Psellos en el siglo XI, Juan Italos en el XII, Nicéforo Blemmidas en el XIII, habían consagrado mucho de su tiempo al estudio de la filosofía. Psellos se ocupó en especial de Platón y los otros dos de Aristóteles. La lucha de ambas tendencias filosóficas, aristotélica y platónica, tan característica del Medievo en general, fue muy viva en Bizancio con motivo de la querella hesicasta. Por tanto, Gemisto tenía tras él toda una historia que preparaba su obra.

Plethon recibió su primera instrucción en Constantinopla, y pasó la mayor parte de su vida —que duró casi un siglo— en Mistra, centro espiritual del despotado de Morea. Acompañó a Juan VIII al concilio ferraro-florentíno. Plethon murió en Mistra y sus restos fueron transportados —merced a un mecenas italiano de la ilustre familia de los Malatesta, que arrebató Esparta a los turcos— a la pequeña ciudad de Rimini, donde yacen aun en la iglesia de San Francesco.

Plethon, en sus obras filosóficas, se propone esclarecer el papel de la filosofía platónica en sus relaciones con la aristotélica. Plethon abrió una nueva era en la lucha del platonismo y el aristotelismo, transportando con él a Italia sus conocimientos y su entusiasmo platónico, e influyendo profundamente en Cosme de Médicis y en ciertos humanistas italianos. Él fue quien sugirió la idea de fundar la Academia Platónica de Florencia. En esta ciudad escribió su tratado, De la diferencia de Platón y Aristóteles, donde se esfuerza en demostrar la superioridad del primero sobre el segundo. La presencia de Plethon en Florencia puede considerarse como uno de los episodios más interesantes de la historia de la importación a Italia de la ciencia griega antigua, y sobre todo del renacimiento de la filosofía platónica en Occidente. La obra máxima de Plethon fue una especie de utopía titulada Tratado de las leyes que por desgracia no nos ha llegado en su integridad. Tratábase de una tentativa —llamada desde luego al fracaso, pero atrayente como expresión de un estado anímico del siglo XV— para restaurar el paganismo sobre las ruinas del culto cristiano, poniendo a contribución elementos filosóficos neoplatónicos. El autor se proponía dar a la humanidad condiciones ideales de vida. Para definir la esencia de la felicidad, Plethon considera necesario abarcar tanto la naturaleza del hombre en sí como el sistema del Universo, uno de cuyos elementos es el hombre. Ya hablamos antes de los proyectos presentados a Manuel II por Gemisto, con miras a la restauración del Peloponeso.

Por su valía e influjo, la personalidad de Gemisto Plethon rebasa con mucho los límites de la historia intelectual de Bizancio, por cuyo solo hecho merece un estudio detenido. Pero su actividad y papel no han sido aun objeto de estudios científicos profundos.

En la retórica, a menudo ligada a la filosofía, se distinguieron varios escritores, Gregorio de Chipre, patriarca bajo Andrónico el Viejo, compuso una interesante autobiografía, notablemente escrita. Nicéforo Chumnos, discípulo de Gregorio de Chipre, escribió ensayos teológicos y filosóficos y obras retóricas. Ha dejado 172 cartas. En sus trabajos filosóficos se revela como diestro y fervoroso defensor de Aristóteles. Chumnos cambió activa correspondencia con casi todas las personalidades literarias, religiosas y políticas de su época. Aunque inferior en inteligencia, originalidad y saber a su maestro Gregorio, Chumnos desempeñó no desdeñable papel en el Renacimiento bizantino e italiano de su tiempo. “Por su apasionado, aunque algo servil, amor de la antigüedad, y por la variedad de sus conocimientos, Chumnos anuncia el humanismo italiano y el Renacimiento occidental”.

Las obras de Mazaris, como El descenso a los infiernos, imitación de Luciano, y el Sueño despierto, más algunas cartas que se refieren a los acontecimientos del Peloponeso en los comienzos del siglo XV proporcionan, al margen del escaso talento literario del autor, importantes materiales sobre el tema de la imitación de Luciano en la literatura bizantina y dan interesantes detalles sobre la vida intelectual de Bizancio en aquella época.

La filología tuvo también, en tiempos de los Paleólogos, un considerable número de representantes, precursores, por sus tendencias e ideas, de una nueva era intelectual y que tuvieron menos relación con sus predecesores bizantinos —como Focio y Eustacio de Tesalónica— que con los humanistas occidentales del Renacimiento clásico. Pero un aspecto de la obra de estos filólogos es combatido, y no sin razón, por los especialistas de la literatura clásica: ese aspecto es el modo como aquéllos trataron los textos clásicos. Mientras los exégetas y copistas de los siglos XI y XII conservaron en general casi intacta la lección de los manuscritos de época alejandrina y romana, los bizantinos de tiempos de los Paleólogos diéronse a modificar las obras de los autores antiguos siguiendo sus propias ideas preconcebidas sobre la “pureza” del lenguaje helénico e incluso ajustando aquellas obras a modelos versificados debidos a su imaginación. Esta deplorable tendencia obliga a los eruditos a remontarse, siempre que es posible, a los manuscritos anteriores a la época de los Paleólogos. No obstante, y por desastrosa que fuese tal práctica, ha de juzgarse en función de las condiciones de la época. Los filólogos empezaban entonces, si bien de manera ordinaria y sencilla, a no contentarse con los métodos puramente mecánicos de los antiguos eruditos y a buscar nuevos caminos para expresar los resultados de su personal experiencia.

Entre los filólogos de la época de los Paleólogos cabe citar al monje Máximo Planudas (en el siglo Manuel), contemporáneo de los dos primeros monarcas de la dinastía y que consagró sus ocios a la educación y a la ciencia. Visitó Venecia como embajador de Bizancio. Su conocimiento de la lengua y literatura latinas le permitió mantener contacto muy estrecho con el incipiente Renacimiento occidental. Tradujo al griego muchas obras latinas, contribuyendo así al acercamiento espiritual de Occidente y Oriente. Como profesor concienzudo que era, compuso una obra sobre gramática. Sus cartas —más de cien— han llegado a nosotros y nos muestran la personalidad moral del autor, sus gustos y sus ocupaciones científicas. En más de una compilación de extractos de contenido histórico-geográfico de antiguos autores, Planudas nos ha dejado muchas traducciones según los autores latinos, como Catón el Antiguo, César, Cicerón y Ovidio. La abundancia de manuscritos de esas traducciones prueba que en los primeros tiempos del humanismo sirvieron frecuentemente de auxiliares para el estudio de la lengua griega en Occidente.

Manuel Moscópulos, discípulo y amigo de Planudas y contemporáneo de Andrónico II, ilustra, como su maestro, tanto la ciencia bizantina de fines del siglo XIII y albores del XIV, como la importación de los conocimientos clásicos a Occidente. Sus Cuestiones Gramaticales y su Diccionario griego fueron, con las traducciones de Planudas, los libros predilectos de quienes en aquella época se dedicaban en Occidente al estudio de la lengua griega. Los comentarios de Moscópulos sobre cierto número de autores clásicos, así como sus cartas, contienen una documentación muy rica, insuficientemente apreciada y estudiada hasta hoy.

Se adscribe de ordinario a la filología bizantina el nombre de Teodoro Metoquita, contemporáneo de Andrónico II. Pero la variada actividad de Metoquita rebasa con mucho los límites modestos de la filología. Ya hemos señalado antes a este autor a propósito de su Panegírico de Nicea. Muy culto, lector asiduo de los clásicos, admirador de Aristóteles y sobre todo de Platón —a quien califica de “Olimpo de la Sabiduría”, “Biblioteca viviente” y “Helicón de las Musas”—, Teodoro Metoquita, mecenas, estadista, primer ministro de Andrónico II, es un tipo prodigiosamente interesante de humanista bizantino de la primera mitad del siglo XIV. Aparte brillar como hombre de ciencia y vasta cultura, fue un político distinguido, ejerció excepcional influencia en el Imperio y gozó de la plena confianza del emperador. Su contemporáneo Gregoras escribe: “De mañana a tarde dábase, por completo y muy cuidadosamente, a los asuntos del Estado, como si la ciencia no existiese para él. Luego, por la noche, después de dejar el palacio, se sumía en la ciencia de la misma manera que un erudito absolutamente ajeno a toda otra preocupación”. Las opiniones políticas que expresa aisladamente en sus escritos nos permiten hacer algunas observaciones muy interesantes. Tan poco favorable a la democracia como a la aristocracia, Metoquita profesaba un ideal político propio, semejante a una especie de monarquía constitucional. “No fue la menor originalidad de ese bizantino del siglo XIV haber, bajo el régimen absoluto de los basileos de derecho divino, acariciado semejantes sueños”.

Durante la revolución que depuso a Andrónico II, Teodoro perdió su cargo, fortuna y bienes y fue encarcelado. Habiendo contraído una grave dolencia, se le autorizó a terminar sus días en el monasterio de Hora, restaurando por completo y ornando con mosaicos aquel edificio (hoy mezquita Kahrié-Dyamí) que había encontrado en franca decadencia. Aun hoy, en esa mezquita, puede verse, sobre el nartex de la iglesia, un mosaico representando a Cristo en un trono y a sus pies, arrodillado, Teodoro Metoquita, vistiendo el suntuoso atuendo de los altos dignatarios bizantinos y presentando a Cristo una iglesia bizantina en miniatura. En el mosaico se lee el nombre de Teodoro Metoquita. Éste murió en Hora en 1332.

Nicéforo Gregoras, el célebre historiador bizantino que fue uno de sus discípulos, pinta en sus escritos, de manera detallada y entusiasta, la figura de su maestro.

Las numerosas y diversas obras de Metoquita —que distan mucho de haber sido publicadas y estudiadas todas y que comprenden ensayos filosóficos e históricos, escritos de retórica y de astronomía, poemas y cartas a contemporáneos eminentes, etc.—, nos hacen alinear a Teodoro Metoquita con Nicéforo Gregoras y Demetrio Cidonio, entre los más brillantes humanistas bizantinos del siglo XIV. El más reciente investigador de este asunto califica la obra de Metoquita de prodigiosamente variada y opina de él que es “probablemente el escritor más grande del siglo XIV y uno de los máximos escritores de la 522 literatura bizantina”.

Ciertos eruditos (como Sathas y después F. I. Uspenski) ven en Metoquita el predecesor y precursor de los platonístas bizantinos del siglo XV en general y de Gemisto Plethon en particular.

De todas las obras de Metoquita, no hay ninguna tan conocida como sus Comentarios y juicios morales. Ese trabajo es una especie de enciclopedia, "una mina inestimable de ideas" que nos permite apreciar la vasta y profunda erudición de Metoquita. Metoquita cita —y seguramente ha leído— más de setenta autores griegos. Sinesio parece ser su fuente principal y su autor favorito.

La obra de Metoquita está sembrada de numerosos e importantes relatos históricos, no sólo sobre Bizancio, sino también sobre los pueblos vecinos. Tal es el relato detallado que da de su embajada cerca del zar de Servia en 1298 y de las negociaciones entonces 523 entabladas con miras al casamiento de una hija de Andrónico II.

Metoquita escribió veinte poemas, de los que sólo se han publicado dos. El primero, de 1355 versos, describe su propia vida y el monasterio de Hora, el segundo hace una nueva descripción del mismo monasterio. Los otros dieciocho poemas han sido, si no publicados, al menos analizados, y sabemos que contienen numerosos informes sobre la vida del autor y los sucesos de su época. En el poema decimonono, Metoquita pinta con detalle su palacio, tesoros y comodidades, que perdió durante la revolución de 1328. Sus poemas, escritos en estilo pulido, son a veces difíciles de comprender. Mas Metoquita no era solo en adoptar semejante forma. Otros muchos poetas y prosistas bizantinos escribían en un estilo desprovisto de claridad y que requería forzoso comentario. A juicio de aquellas gentes, el estilo más valioso era el más sutil.

Metoquita dejó igualmente algunas cartas, de las que sólo nos han llegado cuatro, sin importancia alguna. Probablemente las demás fueron destruidas por sus enemigos.

Metoquita ejerció gran papel en el aspecto artístico, como lo atestiguan, los mosaicos de Cora. No se engañó al expresar la esperanza de que su actividad artística le aseguraría “hasta el fin del mundo, un recuerdo imperecedero en la posteridad”. La obra de Teodoro Metoquita es, sin duda, uno de los elementos más importantes del Renacimiento de la época de los Paleólogos. Falta mucho aun para conocerla y apreciarla plenamente. Sólo ahora empezamos a comprender la trascendencia de Metoquita en el movimiento espiritual del siglo XIV. Es imprescindible que todos sus escritos sean publicados y estudiados para poder juzgar como conviene a ese gran escritor de una gran época de la civilización.

Entre los filólogos del período de Andrónico II podemos citar a Tomás Magister, que se formó en el ambiente literario de Moscópulos, Metoquita y Gregoras. Escribió discursos, cartas y muchos escolios sobre autores antiguos. Otro eminente filólogo de entonces fue Demetrio Triclinio, excelente crítico de textos y que hubiera podido rivalizar, según Krumbacher, con ciertos eruditos contemporáneos. Conocía los clásicos perfectamente para su época y sobre todo a Píndaro, Esquilo, Sófocles, Eurípides, Aristófanes y Teócrito.

A la época de los Paleólogos se remonta el último gran monumento jurídico bizantino que ha conservado hasta hoy una importancia capital: la vasta compilación jurídica escrita en el siglo XIV por el jurista y juez de Tesalónica Constantino Harmenópulos y conocida como Hexabiblos, a causa de su división en seis libros, y también como Prontuario. Esta compilación abarca el derecho civil y el criminal y contiene suplementos como, por ejemplo, el Código Rural. El autor se sirvió de documentos legislativos anteriores, cual el Proqueiron, las Basílicas, las Novelas, la Égloga, la Epanagogué y otros. Algunos eruditos, a propósito de las fuentes del Hexabiblos, han dirigido su atención a un importante problema todavía mal esclarecido. Se ha demostrado que Harmenópulos utilizó varias fuentes en sus redacciones más antiguas, desprovistas de las adiciones y modificaciones aportadas por la comisión que designó Justiniano. De modo que el Hexabiblos puede ser precioso auxiliar para el estudio crítico de las fuentes del Código de Justiniano, del contenido primitivo de los textos modificados y de los vestigios del derecho romano clásico en los monumentos jurídicos de Bizancio. A partir de 1453, el Hexabiblos se difundió en Occidente, los humanistas estudiaron con atención y cuidado aquel monumento jurídico del caído Imperio. Las instituciones de justicia de Besarabia y de la Grecia moderna utilizan todavía la compilación de Harmenópulos.

A la época de los Paleólogos pertenecen varios tratados de medicina, algo influidos por los árabes. Un manual bizantino de medicina, de fines del siglo, ejerció mucha influencia, a su vez, sobre la medicina occidental, habiendo sido estudiado en la Facultad médica de París hasta el siglo XVII. El estudio de las matemáticas y la astronomía floreció mucho bajo los Paleólogos, y varios sabios enciclopédicos, ya mencionados, consagraron parte de su tiempo a las ciencias exactas, documentándose en las antiguas obras de Euclides y Tolomeo, así como en las obras persas y árabes cuyos fundamentos, empero, descansaban en el conocimiento de los modelos griegos.

La poesía en la época de los Paleólogos estuvo representada por Manuel Holobolo (que vivió bajo Miguel VIII y Andrónico II) y Manuel Filos (1275-1345 aproximadamente). Suele juzgarse la labor de Holobolo como una poesía artificial, sin originalidad, de temas cortesanos y por tanto convencionales, y a menudo aduladora y servil más allá de lo admisible. Pero recientes investigaciones han demostrado que tal opinión es infundada y que los poemas que describen la magnificencia y esplendor de la corte distan mucho de la adulación el servilismo. Holobolo escribió también un Encomio del emperador Miguel VIII. Manuel Filos pasó su vida, en la mayor miseria, viéndose obligado a malbaratar su talento para ganarse el pan cotidiano. A este objeto no escaseó humillaciones y lisonjas. En ese sentido recuerda al poeta griego del siglo XII Teodoro Pródromo.

Una última gran figura literaria del siglo XIV bizantino es la de Teodoro Meliteniota. Hubo varios Meliteniotas conocidos que vivieron a fines del siglo XIV e inicios del XIV, y por tanto es difícil saber a quién atribuir la obra conocida bajo el solo nombre de Meliteniota. No obstante, hoy puede darse como cierto que Teodoro Meliteniota, que vivió en el siglo XIV, fue el autor de la obra de astronomía más vasta y científica de toda la época bizantina, así como de un largo poema alegórico en 3.062 versos “políticos” titulado Sobre la prudencia. Recientemente ha surgido un problema muy interesante a propósito de la obra de Meliteniota: a saber, si su poema fue compuesto o no, bajo el influjo directo de la Amorosa visión, de Boccaccio. Este ejemplo puede servir para ilustrar, una vez más, la importancia del intercambio intelectual de Bizancio y de Italia en la época de los Paleólogos.

Nos han llegado algunas obras muy interesantes de la época de los Paleólogos, escritas en griego popular. La versión griega de la Crónica de Morea, que comprende más de nueve mil versos y de la que hemos hablado a propósito de la conquista del Peloponeso por los latinos, es un curioso ejemplar del lenguaje hablado de la época, ya salpicado de palabras y expresiones tomadas a la lengua romana de los conquistadores. Aun se discute cuál fue la lengua original de la crónica: algunos eruditos se atienen al original francés; otros al griego. Recientemente se ha emitido la opinión de que la Crónica de Morea es italiana y escrita probablemente en dialecto veneciano. El autor de la versión griega de la crónica es considerado ordinariamente como un franco helenizado, muy cercano a los acontecimientos y bien informado de los asuntos del Peloponeso.

A la misma época pertenece la novela versificada (en unos cuatro mil versos) de Libistros y Rhodamne, que por su tema e ideas recuerda la ya mencionada obra de Beltandros y Crisanza. En resumen, el argumento es éste: Libistros conoce por un sueño que ha de casarse con Rhodamne, princesa india. Procura hacerse amar de ella, vence a su rival en singular combate y obtiene la mano de la princesa. Pero, gracias a sortilegios, su rival se apodera de Rhodamne, la cual, tras muchas aventuras, es hallada por Libistros sana y salva. Un rasgo característico de esta obra es la combinación de las influencias francas y orientales. Mientras en Beltandros y Crisanza la cultura franca es aún claramente distinta de la griega, en Libistros cabe ver que la cultura franca ha penetrado profundamente el ambiente bizantino, empezando a sufrir, a su vez, el influjo griego.

Pero se engañaría quien pensase que el poema es mera imitación de algún modelo occidental. “Si la sociedad descrita —dice Diehl— aparece penetrada de ciertos elementos latinos, guarda en conjunto un color netamente bizantino”. La novela de Libistros y Rhodamne nos ha llegado en una forma tardía y retocada.

Debe, con toda probabilidad, atribuirse al siglo XV la versión griega del poema toscano XX cantare di Fiorio i Biancifiore, escrito en el siglo XIV. La versión griega contiene unos dos mil versos en griego popular y metro “político”. El texto griego no indica la identidad del poeta griego. Krumbacher creía que fue un franco helenizado, es decir, un católico. Pero esa hipótesis ha sido abandonada hoy y en el traductor se ve un griego ortodoxo. La versión griega de Florias y Flatzia Flore, tiene gran interés para el estudio del griego popular de la época de los Paleólogos.

Probablemente a fines del siglo XV se compuso la Aquileida bizantina, escrita en versos políticos. Pese a su título, el poema está muy alejado de Homero. El fondo del cuadro se halla constituido por el feudalismo franco. La personalidad del héroe del poema aparece influida por otro héroe épico bizantino, Digenis Acritas. “Aquiles es un Digenis bautizado con un nombre clásico”. No cabe decir con certidumbre si el autor de la Aquileida conoció una de las versiones de la epopeya bizantina, o si bebió en las mismas fuentes que ella, es decir, en los cantos populares. La primera hipótesis parece, sin embargo, más probable. El poema termina con la muerte de Aquiles en Troya, a manos de París y Deífobos, y la ciudad es saqueada por los griegos, vengando así a su héroe.

Procede detenerse sobre el impulso artístico, tan maravillosamente como imprevisto, de la época de los Paleólogos. El Renacimiento artístico bizantino, que produjo obras tales como los mosaicos de Hora, Mistra, el Athos, Servia, etc., resulta tan súbito e impensado que los labios no han podido pasar sino de emitir hipótesis sobre el problema de las fuentes de aquellas nuevas formas de arte.

Una hipótesis, occidentalista, admite la posibilidad del influjo de los maestros italianos del “Trecento” sobre el arte bizantino, lo que explica las nuevas formas de éste en el siglo XIV. Si se consideran, en efecto, las influencias occidentales que se ejercieron sobre la vida bizantina a contar de la cuarta Cruzada, y si se cotejan las obras bizantinas con los frescos italianos del “Trecento” en general y los de Giotto y otros contemporáneos en particular, se llega fácilmente a esa conclusión. Pero no cabe aceptarla, porque hoy se ha demostrado lo opuesto, esto es, la influencia de los modelos bizantinos sobre el arte italiano del siglo XIII.

Otra segunda hipótesis, la siria, emitida a principios del siglo XX por el austríaco Strzygowki y por T. Schmidt, sostiene que las mejores obras bizantinas de la época de los Paleólogos no son sino meras copias de antiguos originales sirios, es decir, de obras que, en su época (siglos V al VIII), produjeron, en efecto, bastantes formas nuevas asimiladas por el arte bizantino. Siendo así, no cabe hablar de Renacimiento del arte de Bizancio en el siglo XIV, ni de su originalidad, ni de la imaginación creadora de los artistas, pues todo se reduciría a buenas copias de buenos modelos antiguos, poco conocidos por ende. Esta teoría, que Kondakov califica de “juego arqueológico”, ha hallado pocos defensores en el mundo científico.

En la primera edición de su Manual, publicada en 1910, Diehl refuta ambas teorías y ve las fuentes del renacimiento artístico bajo los Paleólogos en el impulso general de la civilización, característico de la época, en el despertar de un sentimiento profundo de patriotismo helénico y en el desarrollo progresivo de las nuevas corrientes que se manifestaban desde el siglo XI en el arte de Bizancio. “Para quien mira atentamente las cosas, el gran movimiento artístico del siglo XIV no es un fenómeno repentino e insólito, sino nacido de la evolución natural del arte en un medio singularmente activo y vivaz. Si las influencias extranjeras pudieron ayudar parcialmente a su brillante floración, también sacó de sí mismo raíces profundas que hundían en el pasado sus fuertes y originales cualidades”.

El profesor D. Ainalov, en 1917, criticaba el método empleado por Diehl, diciendo que el último no saca sus conclusiones del análisis directo de las obras de arte, sino que las deduce indirectamente de ciertos datos que poseemos sobre el desarrollo de la literatura, la ciencia, etc. Ainalov estima que el problema de la originalidad de las nuevas formas de la pintura bizantina en los siglos XII - XIV no puede resolverse sino por el método comparativo. El examen de las particularidades geográfico-arquitectónicas de los mosaicos de Kahrié-Dyamí, en Constantinopla, y de la iglesia de San Marcos, de Venecia, lleva a D. V. Ainalov a señalar la sorprendente semejanza de estas formas con las de la pintura paisajista del primer Renacimiento italiano, llegando a la conclusión de que la pintura bizantina del siglo XIV no puede considerarse un fenómeno artístico puramente bizantino, pues no es sino el reflejo de un nuevo desarrollo de la pintura italiana, la cual, a su vez, tuvo por origen un arte bizantino anterior. “Venecia es una de las etapas de este influjo del arte del Renacimiento primitivo sobre el del Bajo Imperio bizantino”. Por su parte, O. Dalton, que no conocía la citada obra de Ainalov, escribía en 1925, a propósito del siglo XIV bizantino: “Las novedades venidas de Italia que aparecen en Servía, en Mistra o en Constantinopla son, en conjunto, antiguas obras griegas que retornan a su patria, superficialmente realzadas por el encanto sienes. Hecha esta reserva, puede considerarse la pintura eslavo-bizantina del siglo XIV como dominada por la influencia occidental. Italia había retocado con su gracia un arte no cambiado en esencia”.

Después de discutir las obras recientes de G- Millet, L. Bréhier y D. Ainalov, C. Diehl, en la segunda edición de su Manual, concluye viendo en el siglo XIV un verdadero Renacimiento que desarrolla los gérmenes de los siglos XI y XII con magnífica amplitud y notable continuidad, de suerte que entre el arte del siglo XIV y la época anterior no hay interrupción. Y Diehl aquí repite el pasaje arriba citado.

Tras todo lo dicho, puede parecer sorprendente esta frase de H. Peirce y R. Tyler en 1926: “La historia del arte bizantino termina, en puridad, con el saco de Constantinopla por los francos en 1204”.

El problema del Renacimiento bizantino no ha sido resuelto aún y merece más amplias investigaciones y estudio más a fondo.

Nos han llegado numerosos monumentos del renacimiento bizantino bajo los Paleólogos. Cabe citar, entre los edificios, siete iglesias de Mistra, varias del Athos, muchas de Macedonia (que en el siglo XIV estaba en territorio servio) y unas cuantas de la Servia propiamente dicha. Al prodigioso impulso en materia de frescos y mosaicos bajo los Paleólogos debemos los mencionados mosaicos de Kahrié-Dyami, los frescos de Mistra, los de Macedonia y los de Servia. Hay también en el Athos mosaicos y frescos de fines del siglo XIII, del XIV y del XV, si bien el Athos no alcanzó su apogeo artístico hasta el XVI. Debemos mencionar el nombre del famoso pintor Manuel Panselinos de Tesalónica, llamado el “Rafael” o el “Giotto de la pintura bizantina”. Vivió probablemente en la primera mitad del siglo XVI, y parece que aun subsisten en el Athos algunas de sus obras, pero no puede afirmarse con certeza.

Nos han llegado también muchos iconos y manuscritos iluminados de la época de los Paleólogos. Puede citarse, por ejemplo, el famoso manuscrito de Madrid (siglo XIV), conteniendo la obra del cronista bizantino Skilitzés, con más de 600 curiosas miniaturas que ilustran la historia de Bizancio del año 811 a mediados del siglo XI. Ya mencionamos antes os manuscritos de la Biblioteca Nacional de París, uno del siglo XIV, con la miniatura que representa a Cantacuzeno presidiendo el concilio hesicasta, y otro de principios del siglo XV y en donde se puede ver una miniatura de Manuel II Paleólogo.

El arte de tiempo de los Paleólogos, con sus ramificaciones en los países eslavos en general y Rusia en particular, ha sido muy poco examinado todavía. Los documentos no se hallan agrupados, esclarecidos ni estudiados siquiera. Kondakov, que se ocupó en el estudio comparativo de la iconografía de los siglos XIII y XIV, escribía en 1909: “Entramos aquí en una selva obscura, de caminos inexplorados”. Ainalov, especialista de la pintura bizantina en el siglo XIV, añade en 1917: “No obstante, en esa selva algunos exploradores han abierto ya senderos en direcciones diversas y practicado algunas importantes observaciones positivas”.

En 1919, G. Millet, en su obra sobre las iglesias servias medievales, no se esfuerza en refutar la opinión de que el arte servio no es sino una ramificación del bizantino y procura demostrar la originalidad de dicho arte servio.

Practicando un balance del movimiento espiritual de la época de los Paleólogos, debemos ante todo reconocer una fuerza, intensidad y diversidad que no se hallan en los períodos precedentes, cuando el estado general del Imperio parecía más propicio al florecimiento de una civilización brillante. Pero no debemos considerar tal ímpetu como espontáneo y carente de raíces en el pasado. Esas raíces deben buscarse en el impulso espiritual de Bizancio en la época de los Comnenos. El lazo que une las dos épocas, cortadas por la dominación latina, tan fatal para Bizancio, es la civilización del Imperio de Nicea, con Nicéforo Blemmidas y los ilustrados emperadores de la dinastía lascárida, quienes lograron, en medio de las dificultades exteriores, recoger y desarrollar en Bizancio las mejores fuerzas espirituales de la época, legando tal herencia a los Paleólogos.

Bajo éstos, la vida espiritual brota como una fuente rebosante, a fines del siglo XIII y se prolonga en el XIV, tras lo cual, y al influjo de la amenaza turca, comienza a disminuir en Constantinopla, mientras los mejores intelectos del siglo XV, como Bessarión y Gemisto, trasladan su actividad a Mistra, en el Peloponeso, centro que nos recuerda ciertos focos del Renacimiento italiano y que parecía menos expuesto al peligro turco que Constantinopla y Tesalónica.

Muchas veces hemos comparado los gustos y tendencias intelectuales de Bizancio con los de la época del primer Renacimiento italiano. Como Bizancio, Italia atravesaba entonces una época de intensa actividad espiritual. Los rasgos comunes a ambos países fueron abundantes, y análogos los orígenes, ya que en la base de ambos Renacimientos está la revolución económica e intelectual producida por las Cruzadas. Si se quiere emplear la expresión Renacimiento en su sentido más vasto, no hablaremos de Renacimiento italiano y de Renacimiento bizantino, sino de Renacimiento greco-italiano, o mejor de Renacimiento de la Europa meridional. Sólo después, en el siglo XV, el empuje del sudeste de Europa fue destrozado por el yugo turco, mientras en Occidente, en Italia, las condiciones generales permitieron que la vida intelectual continuara desarrollándose y aun se propagara a otros países.

Pero en Bizancio no hubo un Dante. Porque el Renacimiento bizantino estaba unido al pasado por sus tradiciones, y el poder creador y el espíritu de independencia estaban refrenados por la severa autoridad del Estado y la Iglesia ortodoxa. El formalismo y el convencionalismo eran los elementos distintivos del pasado de Bizancio. Considerando las condiciones de la vida bizantina, sorprenden la intensa actividad espiritual de la época de los Paleólogos y los enérgicos esfuerzos de los mejores representantes de aquella actividad, para trillar nuevas rutas y asegurarse libertad e independencia en la investigación artística y literaria. Pero el destino fatal del Imperio quebrantó prematuramente ese fervor literario, científico y artístico.

 

Bizancio y el Renacimiento italiano.

 

Es nuestro propósito determinar la influencia ejercida sobre el Renacimiento italiano por la tradición griega medieval en general y por los griegos bizantinos en particular. Ha de recordarse, ante todo, que no fueron el gusto y el estudio de la Antigüedad clásica los causantes del Renacimiento, sino, al contrario, las condiciones de la vida italiana las que hicieron nacer y desarrollarse aquel movimiento, generando el interés que comenzó a ponerse en la cultura antigua.

A mediados del siglo XIX ciertos sabios pensaban que el Renacimiento italiano había sido provocado por los griegos huidos de Bizancio ante la amenaza turca, sobre todo a partir de la caída de Constantinopla en 1453. Es notorio que tal hecho es falso en absoluto, bastando atenerse a una cronología elemental para verlo. El Renacimiento se extendía ya a toda Italia en la primera mitad del siglo XV y además los principales representantes del Renacimiento italiano —Boccaccio y Petrarca— vivieron en el siglo XIV.

Al examinar las dos cuestiones que nos hemos planteado —influencia de la tradición griega de la Edad Media e influencia de los griegos bizantinos sobre el Renacimiento— nos detendremos primero en la segunda, procurando empezar por ver qué nombres de griegos están asociados a la época del primer Renacimiento, o sea al siglo XIV y principios del XV.

El primero en el tiempo es el griego calabrés Barlaam, muerto a mediados del siglo XIV y cuya intervención en la querella hesicasta conocemos. Su nombre verdadero era Bernardo. Se ordenó en Calabria, cambió su nombre por el de Barlaam, y pasó algún tiempo en Tesalónica, en el Athos y en Constantinopla. Andrónico el Joven le confió una importante misión en Occidente: la unión de las Iglesias y una Cruzada contra los turcos. Barlaam volvió sin haber logrado frutos. Tras su intervención en las discordias hesicastas regresó a Occidente, donde acabó sus días.

Los primeros humanistas hablan a menudo de Barlaam. Petrarca le conoció en Avíñón, y tomó de él lecciones de griego, con el fin de poder leer a los autores griegos en su idioma original. Petrarca, en una carta, habla así de Barlaam: “Tuve un profesor que, luego de despertar en mí una dulce esperanza, me abandonó al comienzo de mis estudios, arrebatado por la muerte”. En otra carta escribe: “(Barlaam) poseía en grado tan notable el don de la elocuencia en lengua griega como carecía de él en la latina. Rico de ideas, dotado de un espíritu agudo, sentía dificultad para expresar sus emociones con palabras”. En una tercera carta de Petrarca, leemos: “He ardido siempre en el deseo de estudiar la lengua griega, y si la fortuna, envidiosa, no me hubiera atajado en los principios, privándome de un excelente profesor, yo sería ahora un helenista adelantado”. Petrarca no pudo jamás llegar a saber leer el original de una obra literaria griega.

Barlaam ejerció también alguna influencia sobre Boccaccio, quien, en su Genealogía de los dioses, señala a Barlaam como hombre “pequeño de cuerpo, pero de conocimientos enormes”, fiando en él incondicionalmente para cuanto atañe a Grecia.

Los tratados teológicos, ensayos matemáticos, notas y oraciones de Barlaam a que tenemos acceso, no nos permiten calificarle de humanista. Parece que Petrarca no conoció sus escritos, y Boccaccio dice claramente: “No he visto ninguna de sus obras”. Por tanto, no podemos afirmar la extensión de su cultura y saber, y no nos asiste, en consecuencia, motivo para tener a Barlaam por hombre de talento y vigor intelectual capaz de ejercer influencia duradera y honda sobre sus contemporáneos italianos, muy dotados y cultos, y algunos de ellos personalidades tales como Boccaccio y Petrarca. De modo que no nos inclinamos a estimar el influjo de Barlaam, tanto como lo hacen ciertos sabios en obras, que son, eso aparte, excelentes. El erudito alemán Korting escribe: “El griego Barlaam, con su precipitada marcha de Avíñón, quitó a Petrarca la posibilidad de estudiar profundamente la lengua y civilización griegas, arruinando así el imponente edificio del porvenir y determinando durante siglos los destinos de los pueblos de Europa. A pequeña causa, grandes efectos”.

Uspenski dice: “La conciencia neta de la idea e importancia de los estudios helénicos, de que estuvieron imbuidos los hombres del Renacimiento italiano, se debió por entero a la influencia directa e indirecta de Barlaam. Este tiene, pues, un gran mérito en la historia de la civilización de la Edad Media... Ateniéndonos a la esfera de los hechos reales, puede afirmarse, sin disputa, que “combinó las mejores cualidades de la cultura de su época”.

En rigor, el papel de Barlaam en el Renacimiento fue mucho más humilde. No pasó de ser un profesor, bastante malo, de lengua griega, capaz de enseñar los elementos gramaticales y servir de léxico viviente. Y aun en este sentido fue un diccionario que daba, con frase de Korelin, “informes muy poco exactos”. El juicio más equitativo formulado sobre Barlaam es, de cierto, el de Veselovski: “El papel de Barlaam en los destinos del primitivo humanismo italiano es superficial y fortuito... Escolástico medievalista, adversario de la filosofía platónica, no podía compartir con sus amigos occidentales sino su conocimiento del griego y su fragmentos de erudición; pero se le ha agrandado haciendo de él el símbolo de las esperanzas y deseos con los que se expresó la evolución del humanismo y a los cuales, empero, no era capaz de responder”.

El segundo griego que tuvo papel notorio en la época del primer Renacimiento fue Leoncio Pilato, discípulo de Barlaam y, como éste, oriundo de Calabria. Viajando de Italia a Grecia, y viceversa, pasando en Italia por griego de Tesalónica y en Grecia por italiano, incapaz de asentarse en sitio alguno. Pilato vivió tres años en Florencia, junto a Boccaccio, a quien enseñó el griego y quien se documentó de él para su Genealogía de los dioses, Petrarca y Boccaccio hablan de Leoncio en sus escritos. Los dos pintan en términos idénticos su carácter insociable, grosero, insolente, así como el repugnante aspecto exterior de aquel hombre de costumbres, según Petrarca, “tan bestiales y de hábitos tan extraños”.

En una de sus cartas a Boccaccio, Petrarca le dice que Leoncio, después de haberle abandonado profiriendo muchas injurias contra Italia y los italianos, le había enviado, de camino, una carta “más larga y más repugnante que su barba y sus cabellos, en la cual eleva a las nubes la Italia que detestaba tanto, denigra y critica a Grecia y a Bizancio, a los que tanto ensalzaba, y a la vez me ruega que le llame a mi lado, y me conjura y suplica que lo haga, con más ardor que el apóstol Pedro suplicó a Cristo cuando flotaba sobre las aguas”. En la misma carta leemos después: “Y ahora escucha y ríete. Entre otras cosas me ruega que le recomiende por escrito al emperador de Constantinopla, a quien no conozco de nombre ni de vista; pero lo desea porque imagina que (ese emperador) es tan benévolo y favorable conmigo como el emperador romano, cual si la semejanza de títulos los identificase. A menos que no sea porque los griegos llaman a Constantinopla la Segunda Roma, osando considerarla, no sólo pareja a la Roma antigua, sino incluso superior a ella por su población y sus riquezas”. Boccaccio, en su Genealogía de los dioses, describe a Leoncio como un hombre feo, de rostro truculento, siempre sumido en sus pensamientos, mal educado y poco sociable, pero muy versado en la literatura griega, compendio viviente e inagotable de fábulas y leyendas griegas. Trabajando en común con Boccaccio, Leoncio hizo en latín la primera traducción literal de Homero. Pero fue una traducción tan insatisfactoria, que los humanistas inmediatamente posteriores consideraron preciso substituirla por otra nueva, puesto que Leoncio, según Boccaccio, debía su saber a su maestro Barlaam, "la importancia de este último —dice Uspenski— debe aumentar más a nuestros ojos”.

Aun reconociendo la considerable influencia de Pilato sobre Boccaccio, quien con aquél aprendió a conocer la lengua y literatura griegas, hemos de decir que el papel de Pilato en la historia general del Renacimiento se refiere a la propagación en Italia del idioma y letras griegas mediante sus lecciones y traducciones. Por otra parte, Boccaccio dista mucho de deber su inmortalidad a su documentación griega.

Así, el papel de los dos primeros griegos —que, además, no eran oriundos de Bizancio, sino de la Italia del sur— en la historia del Humanismo, se reduce a una sencilla transmisión de informes técnicos sobre el idioma y la literatura.

Hemos repetido, adrede, que Barlaam y Pilato procedían de Calabria, donde la tradición y lengua griegas habían persistido durante todo el Medievo. Sin remontarse a la antigua Magna Grecia de la Italia meridional, cuyos elementos helénicos no fueron totalmente absorbidos por Roma, ha de recordarse que las conquistas de Justiniano en el siglo VI introdujeron en Italia, y particularmente en la del sur, elementos griegos bastante numerosos. Los lombardos, que tras Justiniano conquistaron la mayor parte de Italia, sufrieron también la influencia griega, convirtiéndose hasta cierto punto en campeones de la civilización griega. La evolución del helenismo en la Italia meridional y en Sicilia, donde la población griega aumentó en varias ocasiones con sucesivos aflujos, es de mucha importancia para nosotros. En el siglo VII se advierte una considerable emigración griega a Sicilia y sur de Italia, como consecuencia de las conquistas y devastaciones realizadas por árabes y persas en suelo bizantino. En el siglo VIII muchos monjes griegos huyeron a Italia para substraerse a las persecuciones de los emperadores iconoclastas. Y, finalmente, en los siglos IX y X, numerosos fugitivos griegos de Sicilia, al ser ésta sometida por los árabes, pasaron a la Italia meridional.

Tal fue probablemente el origen de la helenización bizantina del sur de la Península Itálica, ya que la civilización de Bizancio no comienza a prosperar allí sino a partir del siglo X, “como si no fuese más que la prolongación y herencia de la civilización griega de Sicilia”. De este modo, escribe Veselovski, “se crearon en Italia del sur islotes étnicos griegos muy densos, con una nacionalidad y una sociedad unidas por el idioma, por la religión y por una tradición espiritual conservada en los monasterios. El florecimiento de esta civilización abarca el período comprendido entre la segunda mitad del siglo IX y la segunda del X, pero continuó más tarde también, en la época de los normandos... Los conventos griegos más importantes se crearon en la Italia del sur en el siglo XII. Su historia es la misma del helenismo en el mediodía de Italia. Tuvieron “su período heroico: el de los anacoretas de las cavernas, que preferían la contemplación a la cultura, y luego vino el período de las comunidades organizadas, con escuelas, escribas, bibliotecas y actividad literaria”. La Italia meridional helenizada tuvo en la Edad Media una serie de escritores que consagraron su tiempo, no sólo a la literatura profana, sino también a la poesía religiosa, conservando a la vez “las tradiciones del saber”.

En la segunda cincuentena del siglo XII Roger Bacon escribía al Papa, refiriéndose a Italia, que “el clero y el pueblo son allí, en varios lugares, griegos puros”.

Un cronista francés de la época afirma también que los campesinos de Calabria y Apuria no hablaban más que el griego.En el s glo XIV, Petrarca habla de un joven que, por consejo suyo, marchaba a Calabria. El joven quería ir directamente a Constantinopla, “pero habiendo sabido que Grecia, que había abundado antaño en grandes talentos, era de ellos tan pobre hoy, creyó mis palabras... Informado por mí de que en nuestros días había en Calabria algunos hombres muy versados en la lengua griega, resolvió ir allí”.

Por tanto, los italianos del siglo XIV no necesitaban dirigirse a Bizancio para adquirir un primer conocimiento técnico del idioma griego y dar los pasos iniciales en la literatura griega, ya que tenían a su alcance una fuente en Italia del sur, y esta fue la que proporcionaron Barlaam y Leoncio Pilato. La influencia efectiva de Bizancio sobre Italia comenzó a fines del siglo XIV y duró todo el siglo XV, época de los verdaderos humanistas bizantinos, Manuel Crisoloras, Gemisto Plethon y Bessarión de Nicea.

Manuel Crisoloras, nacido en Constantinopla a mediados del siglo XIV, gozaba fama, en su patria, de filósofo y eminente profesor de retórica. El joven humanista italiano Guarino fue a Constantinopla para aprender con Crisoloras y, un vez que éste le enseñó el griego, Guarino dióse a estudiar los autores griegos. Crisoloras marchó a Italia con una misión política del emperador, siendo acogido con entusiasmo en la península, donde le había precedido su fama. Los centros del humanismo italiano se disputaban la sabiduría del griego. Éste enseñó durante algunos años en la Universidad de Florencia, donde tuvo por auditores numerosos humanistas de la época. Estuvo en Milán algún tiempo, a instancias del emperador Manuel II, que se hallaba entonces en Italia, y luego fue profesor en Pavía. Tras una corta estancia en Bizancio, Crisoloras, por orden imperial, volvió a Italia, hizo un largo viaje a Inglaterra, Francia y acaso España, y trató con la curia pontificia. Enviado a Alemania por el Papa, a fin de entablar negociaciones sobre el concilio proyectado, llegó a Constanza coincidiendo con el concilio y murió allí en 1415. Por sus enseñanzas y por el talento con que supo transmitir a sus auditores los vastos conocimientos que poseía sobre literatura griega. Crisoloras desempeñó en el humanismo un papel importante. Sus obras, como son algunos tratados teológicos, una gramática griega, varias traducciones, entre ellas una literal de Platón, y diversas cartas, nos permiten descubrir en Crisoloras un gran talento literario. El influjo que ejerció sobre los humanistas fue enorme, y ellos le correspondieron acumulando sobre el profesor bizantino las mayores alabanzas y el entusiasmo más sincero. Guarirlo le compara a un sol que iluminó a Italia, sumida en profundas tinieblas. El mismo Guarino proponía que Italia, reconocida, erigiese en honor de Crisoloras arcos triunfales. Se le dio el título de “príncipe de la elocuencia y de la filosofía griega”.

Tuvo por discípulos a los hombres más eminentes del Renacimiento. Un historiador francés del Renacimiento (Monnier) escribe, tras citar los juicios emitidos por los humanistas sobre Barlaam y Pilato: “Manuel Crisoloras no era un cerebro obtuso, un barbudo piojoso, un calabrés grosero, que riera bestialmente con las admirables agudezas de un Terencio. Manuel Crisoloras es un verdadero griego, noble, erudito, excelso en el griego, conocedor del latín, hombre grave, benigno, religioso y prudente, que parece nacido para la virtud y la gloria, que posee una doctrina extremada y la ciencia de las cosas grandes, que es un maestro. Él es el primer profesor griego que, reanudando la tradición, se sentó de nuevo en una cátedra de Italia”.

Pero Gemisto y Bessarión ejercieron un influjo más hondo todavía en la Italia del siglo XV. Ya hablamos antes del primero, instigador de la creación de la Academia Platónica de Florencia y hombre que hizo renacer la filosofía platónica en Occidente. El segundo fue personalidad de primer orden en el movimiento intelectual de su época. Bessarión nació a principios del siglo XV, en Trebisonda, donde estudió las primeras letras. Enviado a Constantinopla para completar su instrucción, estudió los poetas, oradores y filósofos griegos y conoció al humanista italiano Filelfo, quien estudiaba a su vez a orillas del Bósforo e hizo conocer a Bessarión el movimiento humanista italiano y el profundo interés que empezaba a dedicarse en Italia a la literatura y el arte antiguos. Habiendo tomado las órdenes, Bessarión continuó sus estudios en Mistra (Peloponeso), bajo la dirección del célebre Gemisto. Siendo arzobispo de Nicea, Bessarión acompañó al emperador al concilio ferraroflorentino, donde intervino con eficacia en el curso de las negociaciones, inclinándose progresivamente a los partidarios de la unión. “No creo justo —escribió en el discurso del concilio— separarnos de los latinos contrariamente a todas las buenas razones”.

Durante su estancia en Italia, coincidente con el período más brillante y fervoroso del Renacimiento, Bessarión, no inferior por sus conocimientos y talentos a los humanistas italianos, mantuvo relaciones estrechas con ellos y, gracias a sus opiniones unionistas, se congració con la curia pontifical. Vuelto a Constantinopla, advirtió pronto el disfavor con que la masa del pueblo griego miraba el unionismo y comprendió la imposibilidad de imponer la unión en Oriente, como él deseaba. Por entonces recibió la noticia de su nombramiento de cardenal romano y, ante lo ambiguo de su situación, y cediendo al deseo que sentía de hallarse otra vez en Italia, hogar del humanismo, abandonó Bizancio, camino de Roma.

En esta ciudad, la casa de Bessarión se convirtió en centro de reunión de los humanistas. Bessarión tuvo por amigos a los humanistas más eminentes, como Poggio y Valla. Este último llamaba a Bessarión, aludiendo a su perfecto conocimiento de las dos lenguas antiguas, “el más griego de los latinos, el más latino de los griegos”. Comprando o haciendo copiar libros, Bessarión se procuró una excelente biblioteca, donde las obras de los Padres de ambas Iglesias y los libros teológicos en general se alineaban junto a los frutos de la literatura humanista. Al final de su vida donó su biblioteca, muy rica para aquel tiempo, a la ciudad de Venecia, donde había de constituir uno de los principales fondos de la famosa “Biblioteca Marciana” (de San Marcos). En la puerta de esta biblioteca se ve en nuestros días la efigie de Bessarión.

La actividad literaria de Bessarión no le impidió ocuparse en la Cruzada contra los turcos. Al saber la caída de Constantinopla escribió sin demora al dux de Venecia, haciéndole ver el peligro que los turcos hacían correr a Europa y exhortándole a armarse contra ellos. En aquella época Europa no podía comprender otras razones. Bessarión murió en Ravena en 1472 y sus restos fueron transportados a Roma, donde se le rindieron exequias solemnes.

Bessarión desarrolló lo más de su actividad literaria en Italia. Aparte muchas obras teológicas sobre la unión, un Discurso Dogmático, una Refutación de Marcos Eugénico (Marcos de Efeso) y varios escritos de polémica y exégesis, Bessarión dejó traducciones de algunos autores clásicos (Demóstenes, Jenofonte, la Metafísica de Aristóteles) que le caracterizan bien como humanista. Aunque admirador de Platón, Bessarión, en su obra Contra un calumniador de Platón, logra mantenerse dentro de los límites de cierta imparcialidad que no se halla en otros adalides del platonismo y el aristotelismo. Recientemente se ha publicado su largo Elogio de su ciudad natal (Trebisonda), obra muy importante históricamente.

Bessarión representa mejor que cualquier otro de los hombres eminentes de su época un ejemplo de la síntesis de los dos genios, griego y latino, de los que dimanó el Renacimiento. Griego de origen, tornóse latino; cardenal, protege a los sabios; teólogo escolástico, rompe lanzas en favor del platonismo; admirador entusiasta de la antigüedad, contribuye más que nadie al florecer de la Edad Moderna. Se afinca a la Edad Media por su ideal de unión cristiana y de Cruzada, que se esfuerza en realizar; pero supera a su época y la impulsa con ardor por nuevas vías, hacia el progreso, hacia el Renacimiento.

Miguel Apostolios, contemporáneo de Bessarión, le convierte en su entusiasmo en una especie de semidiós. En su “oración fúnebre” consagrada a Bessarión, escribe: “(Bessarión) era el reflejo de la verdadera sabiduría divina”.

Varias obras de Bessarión están inéditas todavía. La Italia contemporánea, que honra mucho la memoria de aquel sabio bizantino, edita un periódico católico que tiende a la unión de las dos Iglesias y se titula Bessarione.

Pero Bizancio no contribuyó sólo a la historia del Renacimiento, dando a conocer la lengua y literatura griegas en lecciones y conferencias, y gracias a la actividad de hombres de talento como Plethon y Bessarión, que abrieron a Italia nuevos horizontes. No: Bizancio procuró, además, a Occidente gran abundancia de preciosos manuscritos griegos, que contenían los escritos de los mejores representantes de la literatura antigua, sin hablar ya de los textos de la época bizantina y de las obras de los Padres de la Iglesia griega.

Los humanistas italianos, con el célebre bibliófilo Poggio en primer lugar, habían recorrido Italia y la Europa occidental, reuniendo hacia 1440, época del concilio de Florencia, casi todos los escritos de los clásicos latinos que conocemos hoy. Pero a raíz de la llegada a Italia de Manuel Crisoloro, quien despertó una admiración entusiasta por la antigua Hélade, empezaron a adquirirse en Italia libros griegos. Para ello hubo que recurrir a los tesoros literarios que eran los manuscritos de Bizancio. Los italianos que iban a Bizancio, deseosos de instruirse en la sabiduría griega, regresaban cargados de libros griegos. El primero en hacerlo fue Guarino, discípulo de Crisoloras en Constantinopla. Lo que Poggio realizara en el sentido de reunir los manuscritos de la literatura romana, hízolo Juan (Giovanni) Aurispa con la literatura griega. Marchando a Bizancio, trajo de Constantinopla, el Peloponeso y las islas 238 volúmenes, es decir, toda una biblioteca que comprendía las mejores obras clásicas griegas.

Según la vida en Bizancio se tornaba más difícil y peligrosa, como consecuencia de las conquistas turcas, los griegos iban trasladándose en gran número a Occidente, llevando consigo las obras maestras de su literatura. Esta afluencia de tesoros del mundo clásico a Italia creó en Occidente condiciones muy favorables para el estudio del pasado y de la antigua Hélade y el conocimiento de las riquezas de su imperecedera civilización. Al transmitirlas a Occidente y salvarlas así de la destrucción turca, Bizancio cumplió una gran 548 obra espiritual, rindiendo a la Humanidad un servicio inmenso.