web counter
cristoraul.org

 

VASILIEV

HISTORIA DEL IMPERIO BIZANTINO

Capítulo II

JUSTINIANO EL GRANDE Y SUS SUCESORES (518-610)

 

Los sucesores de Zenón y Anastasio se atuvieron, en su política exterior tanto como en su política religiosa, a caminos absolutamente opuestos a los adoptados por aquellos dos emperadores: es decir, se volvieron de Oriente a Occidente.

Los emperadores del período 518-610.

Entre los años 518 y 578, el trono estuvo ocupado por los emperadores siguientes: primero, Justino, el Viejo (518-527), jefe de la guardia imperial, que fue elevado fortuitamente a la púrpura a la muerte de Anastasio; después su ilustre sobrino Justiniano el Grande (527-565), y, en fin, un sobrino de este último, Justino II, conocido por Justino el Joven (565-578). A los nombres de Justino y Justiniano está ligado estrechamente el problema de su origen. Muchos sabios han tenido durante largo tiempo como un hecho el origen eslavo de Justino y Justiniano. Esta teoría se fundaba en una biografía del emperador Justiniano debida al parecer al abate Teófilo, profesor de Justiniano, y publicada por el conservador de la Biblioteca Vaticana, Nicolás Alemannus, a principios del siglo XVII. En esa Vida se halla a Justiniano y a sus padres mencionados por diversos nombres, con los cuales habían, según el autor, sido conocidos en sus países de origen. De acuerdo con las más doctas autoridades en materia de estudios eslavos, tales nombres serían eslavos, como el de Justiniano: Upravda (“la verdad”, “la justicia”). El manuscrito de Alemannus fue descubierto y estudiado a fines del siglo XIX (1883) por el sabio inglés Bryce, y éste ha demostrado que tal manuscrito, compuesto a principios del siglo XVII, era de carácter legendario y no tenía valor histórico alguno. Por tanto, hoy se debe eliminar en absoluto la teoría del origen eslavo de Justiniano. Cabe, apoyándose en ciertas fuentes, considerar a Justino y Justiniano como probablemente ilirios o acaso albaneses. En todo caso, Justiniano nació en una población de Macedonia, no lejos de la actual ciudad de Uskub, cerca de la frontera albanesa. Algunos sabios hacen remontar su familia a los colonos romanos de Dardania, esto es, de la Macedonia superior. Así, los tres primeros emperadores de este período fueron ilirios o albaneses, pero ilirios y albaneses romanizados. Su lengua materna era el latín.

El débil Justino II murió sin hijos. A instigación de su mujer, Sofía, adoptó al tracio Tiberio, comandante del ejército imperial, y le designó césar. En esta ocasión Justino pronunció un discurso muy interesante, que ha llegado hasta nosotros en su forma original, esto es, taquigrafiado por los escribas. Este discurso, sincero y contrito, produjo honda impresión en los contemporáneos. He aquí algunos de sus pasajes:

“Sabe que es Dios quien te bendice y te confiere esta dignidad, y no yo (...) Honra como a tu madre a la que ha sido hasta aquí tu reina; no olvides que antes has sido su esclavo y ahora eres su hijo. No te complazcas en derramar sangre; no te hagas cómplice de muertes; no devuelvas mal por mal y te hagas impopular como yo (...) Que este boato imperial no te enorgullezca como me enorgulleció a mí... Presta atención al ejército; no estimules a los delatores y no dejes que los hombres digan de ti: “Su predecesor era tal y tal”; porque te hablo por mi propia experiencia”.

A la muerte de Justino II, Tiberio reinó con el nombre de Tiberio II (578-585). Con él terminó la dinastía de Justiniano. Su sucesor fue su yerno Mauricio (582-602). Las fuentes no están acordes sobre el origen de Mauricio. Algunos pretenden que su familia procedía de la lejana población capadocia de Arabissus —cerca de la actual Elbistán—, mientras otros, aunque llamándole capadocio, declaran que fue el primer griego que ascendió al trono bizantino. En rigor no hay contradicción entre los términos, porque es muy posible que Mauricio fuera en realidad el primer emperador de raigambre griega, aunque naciese en Capadocia. Pero, según otra tradición, era romano. Finalmente, Kulakovski considera probable que Mauricio fuese de origen armenio, porque la población indígena de Capadocia era armenia. El ultimo emperador del período justinianeo fue el tirano tracio Focas (602-610), que destronó a Mauricio.

Justino I.

Desde su exaltación al trono, Justino I abandonó la política religiosa seguida por sus dos predecesores inmediatos, aproximándose definidamente a los adeptos de la doctrina de Calcedonia y abriendo una serle de furiosas persecuciones contra los monofisitas. El gobierno se reconcilió con Roma y así concluyó el desacuerdo entre las Iglesias oriental y occidental, que se remontaba al reinado de Zenón y al Henótico. La política religiosa de los emperadores de este período fue ortodoxa y el Estado se enajenó, una vez más, la simpatía de sus provincias orientales.

Justiniano el Grande. Teodora.

Justino I tuvo por sucesor a su sobrino Justiniano (527-565), la figura más importante de toda su época.

Al nombre de Justiniano está íntimamente vinculado el de su esposa Teodora, una de las mujeres más interesantes de la historia bizantina. La Historia secreta de Procopio, contemporáneo de Justiniano, pinta con colores muy vivos la vida borrascosa de Teodora en sus años juveniles. De creer al autor, la hija del guardián de los osos del hipódromo vivió en la atmósfera viciada del teatro de aquella época, y sus aventuras galantes fueron numerosas. Había recibido de la naturaleza una gran hermosura, gracia, inteligencia e ingenio. Según Diehl, “divirtió, encantó y escandalizó a Constantinopla”. Procopio cuenta que la gente honrada, cuando la encontraba en la calle, cambiaba de camino para no macular sus vestiduras al contacto de ella. Pero estos detalles vergonzosos sobre la juventud de la futura emperatriz deben ser acogidos con las mayores reservas, porque todos emanan de Procopio, quien, en su Historia secreta, se propone, ante todo, difamar a Justiniano y a Teodora. Después de los años tempestuosos de la primera parte de su vida, Teodora desapareció de la capital y permaneció en África algunos años. De vuelta a Constantinopla ya no era la actriz de antes. Había dejado la escena y llevaba una vida de retiro, dedicando gran parte de su tiempo a hilar y testimoniando el interés más vivo por las cuestiones religiosas. En esta época la vio por primera vez Justiniano. Su belleza causó en él viva impresión. Hizo acudir a Teodora a la corte, la elevó al rango de patricia y a poco casó con ella. Al ser hecho Justiniano emperador, su mujer se convirtió en emperatriz. En su nuevo papel, Teodora se mostró a la altura de la situación, manteniéndose fiel a su marido, interesándose en los asuntos del Estado, demostrando gran penetración y ejerciendo considerable influencia sobre Justiniano en materias de gobierno. Durante la sublevación del 532, de la cual hablaremos después, Teodora cumplió un papel de importancia durante la gestión imperial de su marido. Con su sangre fría y su energía extraordinarias, probablemente salvó al Estado de nuevas convulsiones y apoyó a Justiniano en momentos donde las decisiones políticas del emperador, lo hacían dudar por su impacto en el Imperio. En lo religioso, manifestó con franqueza sus preferencias por el monofisismo, en lo que fue opuesta a su marido, que vacilaba y que, si bien haciendo concesiones al monofisismo, se aferró a la ortodoxia en el curso de todo su largo reinado. En este punto Teodora acreditó comprender mejor que Justiniano la importancia de las provincias orientales monofisitas, que eran de hecho las zonas vitales del Imperio.

Teodora murió de cáncer el 548, mucho antes que Justiniano. En el famoso mosaico de la iglesia de San Vital, de Ravena, —mosaico que se remonta al siglo VI—, Teodora aparece en hábitos imperiales, rodeada de su corte. Los historiadores eclesiásticos contemporáneos de Teodora, así como los historiadores posteriores, han juzgado a la emperatriz con gran severidad. No obstante, en el almanaque ortodoxo, en la fecha 14 de noviembre, se lee: “Asunción del soberano ortodoxo Justiniano, aniversario de la reina Teodora”.

La política exterior de Justiniano y su ideología.

Las numerosas guerras de Justiniano fueron en parte ofensivas y en parte defensivas. Las unas fueron sostenidas contra los Estados germánicos bárbaros de la Europa occidental; las otras contra Persia al este y los eslavos al norte.

Justiniano dirigió el grueso de sus fuerzas a Occidente, donde la actividad militar de los ejércitos de Bizancio quedó coronada por brillantes éxitos. Los vándalos y los ostrogodos hubieron de someterse al emperador bizantino. Los visigodos experimentaron también, aunque en menor grado, el poder de Justiniano. El Mediterráneo se convirtió, por decirlo así, en un lago bizantino. En sus decretos, Justiniano pudo darse el nombre de Caesar Flavius Justinianus, Alamannicus, Gothicus, Francicus, Germanicus, Anticus, Alanicus, Vandalicus, Africanus. Pero este anverso brillante de su política exterior tuvo un reverso. El éxito se pagó caro, muy caro para el Imperio, porque tuvo como consecuencia el agotamiento económico completo del Estado bizantino. Además, al trasladarse los ejércitos a Occidente, el Oriente y el Norte quedaron abiertos a las invasiones de los persas, los eslavos y los hunos.

A juicio de Justiniano, los germanos eran los mayores enemigos del Imperio. Así reapareció la cuestión germánica en el Imperio bizantino durante el siglo VI, con la única diferencia de que en el siglo V eran los germanos quienes atacaban al Imperio, mientras en el VI fue el Imperio el que atacó a los germanos.

Justiniano, al subir al trono, se tornó en representante de dos grandes ideas: la idea imperial y la idea cristiana. Considerándose sucesor de los césares romanos, creyó su sacrosanto deber reconstituir el Imperio en sus límites íntegros de los siglos I y II. Como emperador cristiano, no podía tampoco permitir a los germanos arrianos oprimir a las poblaciones ortodoxas. Los emperadores de Constantinopla, en su calidad de herederos legítimos de los césares, tenían derechos históricos sobre la Europa occidental, ocupada por los bárbaros. Los reyes germánicos no eran sino vasallos del emperador bizantino, que había delegado en ellos el poder sobre Occidente. El rey franco Clodoveo había sido elevado a la dignidad de cónsul por el emperador Anastasio, y el mismo Anastasio había confirmado oficialmente los poderes del rey ostrogodo Teodorico. Cuando decidió iniciar la guerra contra los godos, Justiniano escribía: “Los godos, que se han apoderado por la violencia de nuestra Italia, se han negado a devolverla”. Él seguía siendo soberano natural de todos los gobernadores que había dentro de los límites del Imperio romano. Como emperador cristiano, había recibido la misión de propagar la verdadera fe entre los infieles, ya fuesen herejes o paganos. La teoría emitida por Eusebio de Cesárea en el siglo IV conservaba su vigencia en el VI. Ella se halla en la base de la convicción de Justiniano, persuadido de que era su deber restaurar el Imperio romano único, el cual, según los términos de una novela14, alcanzaba antaño las orillas de los dos océanos, habiéndolo perdido los romanos por negligencia. De esta antigua teoría se desprende también la otra convicción de Justiniano de que debía introducir en el Imperio reconstituido una fe cristiana única, tanto entre los paganos como entre los cismáticos. Tal fue la ideología de Justiniano, quien llevó tan ambiciosa política, tal cruzada, al sueño de la sumisión de todo el universo conocido entonces.

Pero no se debe olvidar que esas grandiosas pretensiones del emperador sobre las zonas perdidas del Imperio romano no eran exclusivamente convicciones personales suyas. Análogas reivindicaciones parecían naturales en absoluto a los pobladores de las provincias ocupadas por los bárbaros. Los indígenas de aquellas provincias caídas bajo la dominación arriana veían en Justiniano su único defensor. La situación del África del Norte bajo los vándalos era especialmente difícil de soportar, porque los vándalos habían entablado severas persecuciones contra la población ortodoxa indígena, aprisionando a muchos ciudadanos y representantes del clero y confiscando los bienes de la mayoría. Emigrados y desterrados africanos, y entre ellos numerosos obispos ortodoxos, acudían a Constantinopla implorando al emperador que atacase a los vándalos y asegurándole que un levantamiento general de los indígenas acompañaría semejante tentativa.

Disposiciones análogas se hallaban en Italia, donde la población indígena, a pesar de la persistente tolerancia religiosa de Teodorico y del muy desarrollado gusto de éste por la civilización romana, seguía sintiendo un descontento profundo y volvía sus miradas a Constantinopla, en la esperanza de que ésta ayudaría a librar Italia de la dominación de los invasores y a restablecer la fe ortodoxa. Los propios reyes bárbaros alentaban las ambiciosas aspiraciones del emperador, puesto que continuaban mostrando el más profundo respeto por el Imperio, probando por todos los medios su adhesión al emperador, solicitando títulos honoríficos romanos, acuñando su moneda con la imagen del soberano imperial, etc. De buen grado habrían repetido, con expresión de Diehl, la frase de aquel príncipe visigodo: “El emperador es un dios sobre la tierra y quien levante su mano sobre él debe expiarlo con su sangre”.

Aunque la situación de África e Italia fuese favorable al emperador, las guerras emprendidas por él contra ostrogodos y vándalos habían de ser extremamente difíciles y largas.

Guerras contra los vándalos, ostrogodos y visigodos. Los eslavos. La política exterior de Justiniano

La expedición contra los vándalos no se presentaba muy fácil. Había de transportarse, por mar, al África del Norte, un ejército que debería luchar contra un pueblo posesor de una flota potente, la cual, ya a mediados del siglo V, había tentado, con éxito, un golpe sobre Roma. Además, el traslado del grueso de las fuerzas imperiales a Occidente había de implicar graves consecuencias en Oriente, donde Persia, el más peligroso enemigo del Imperio, mantenía con éste continuas guerras fronterizas.

Procopio da un interesante relato de la sesión del Consejo en que se debatió por primera vez la expedición a África16. Los consejeros más fieles del emperador expresaron dudas sobre las posibilidades de éxito de la empresa y la consideraron precipitada. Justiniano empezaba a titubear, pero acabó triunfando de su breve flaqueza e insistió en su plan primitivo. La expedición se resolvió. A la vez, se producía en Persia un cambio de dinastía y, en 532, Justiniano lograba concluir una paz “perpetua” con el nuevo soberano, mediante la condición, humillante para Bizancio, de que el Imperio pagaría un considerable tributo anual al rey de Persia. Este tratado dejaba a Justiniano las manos libres en Occidente. A la cabeza del ejército y de la flota que debían participar en la expedición puso al famoso Belisario, que poco tiempo antes había reprimido la gran sedición interior conocida por el nombre de sedición Nika, de la cual hablaremos después. Belisario había de revelarse el más valioso auxiliar del emperador en sus empresas militares.

Ha de advertirse que en esta época los vándalos y los ostrogodos no eran ya los peligrosos enemigos de antes. Mal adaptados al clima deprimente del Mediodía, e influidos por la civilización romana, habían perdido muy de prisa su antigua energía y su antiguo valor. Además, las creencias arrianas de estos germanos hacían que sus relaciones con los pobladores romanos de los países que ocupaban no fueran muy amistosas. Las continuas revueltas de las tribus beréberes contribuían mucho a debilitar a los vándalos. Justiniano se daba perfecta cuenta de la situación. Merced a una diplomacia hábil agudizó las discordias interiores de los vándalos, seguro, por ende, de que los reinos germánicos no se unirían contra él. En efecto, los ostrogodos estaban en disensión con los vándalos, los francos ortodoxos mantenían luchas constantes con los ostrogodos, y los visigodos españoles, muy alejados del campo de las hostilidades, difícilmente podían tomar parte activa en una guerra contra Justiniano. Todo ello estimulaba en el emperador la esperanza de poder llegar a batir por separado a sus enemigos.

La guerra contra los vándalos duró, con algunas interrupciones, de 533 a 548. Al principio Belisario sometió, en un período muy corto, y con una serie de brillantes victorias, al reino vándalo en masa. Justiniano triunfante proclamó: “Dios, en su misericordia, no sólo ha liberado África y todas sus provincias, sino también ha devuelto las insignias imperiales apresadas por los vándalos en la toma de Roma”. Considerando terminada la guerra, Justiniano llamó a Belisario a Constantinopla, con lo más del ejército. Pero entonces estalló una terrible insurrección: los moros, tribu indígena bereber, se sublevaron y las tropas de ocupación en África tuvieron que pelear contra ellos una campaña muy dura. Salomón, sucesor de Belisario en África, fue completamente batido y resultó muerto (544). La lucha continuó, agotadora, hasta el 548, en que la autoridad imperial fue restaurada en definitiva. Esta decisiva victoria se debió a Juan Troglita, diplomático y general de talento. Sus éxitos aseguraron en África una tranquilidad absoluta durante cosa de cuarenta años. Juan Troglita, con Belisario y Salomón, son los tres héroes de la reconquista de África por el Imperio. Sus altos hechos son relatados por el poeta africano Corippo en su obra histórica Johannis.

Los planes de conquista de Justiniano en África del Norte no se habían realizado por completo. La zona occidental, próxima al Atlántico, no se había reconquistado, a excepción de la poderosa fortaleza de Septem (hoy fortaleza española de Ceuta), próxima a las columnas de Hércules. Pero la mayor parte de África del Norte, Córcega, Cerdeña y las Baleares se habían vuelto a convertir en regiones integrantes del Imperio. Justiniano se esforzó con máxima energía en restablecer el orden en los territorios recuperados. Aun hoy, las grandiosas ruinas de numerosas fortalezas bizantinas erigidas por Justiniano en África del Norte atestiguan la considerable actividad desplegada por el emperador con miras a la defensa del país.

Más agotadora todavía fue la lucha contra los ostrogodos, que duró, también con algunas interrupciones, desde 535 a 554. Estas fechas acreditan que la guerra con los ostrogodos, en sus trece años primeros, se mantuvo a la par que la guerra contra los vándalos, Justiniano empezó por intervenir en los asuntos internos de los ostrogodos, y luego emprendió una acción militar. Un ejército suyo inició la conquista de Dalmacia, que entonces pertenecía al reino ostrogodo. Otro ejército, conducido por mar a las órdenes de Belisario, ocupó Sicilia sin gran dificultad, y después, pasando a Italia, conquistó Nápoles y Roma. Poco más tarde —540—, Ravena, la capital ostrogótica abrió sus puertas a Belisario. Este regresó a Constantinopla, llevando prisionero al rey ostrogodo. Justiniano añadió a sus títulos de Africano y Vandálico, el de Gótico. Italia parecía definitivamente conquistada para Bizancio.

Entonces apareció entre los godos un jefe valeroso y enérgico, el rey Totila, último defensor de la independencia de los ostrogodos, cuya situación restableció rápidamente. En vista de los éxitos militares de Totila, Belisario fue llamado de Persia y enviado a Italia para asumir el mando supremo. Pero era imposible conseguir la dominación imperial en Italia sin potentes refuerzos. Una tras otra, las conquistas bizantinas en Italia y las islas pasaron a manos de los ostrogodos. La infortunada ciudad de Roma, que cambió de manos varias veces, quedó trocada en un montón de ruinas. Tras tantos fracasos, Belisario fue llamado a Constantinopla. La situación fue al cabo restablecida por otro valeroso general, Narsés, quien sometió a los ostrogodos en una serie de hábiles operaciones militares acreditativas de un verdadero talento estratégico. El ejército de Totila fue derrotado en la batalla de Busa-Gallorum (Gualdo Tadino), en Umbría, en 552. Totila se dio a la fuga y fue muerto. “Sus ropas manchadas de sangre y la toca ornada de piedras preciosas que llenaba fueron recogidas por Narsés, quien las mandó a Constantinopla, donde fueron puestas a los pies del emperador, con el fin de probar a los ojos de este último que el enemigo que había desafiado su autoridad por tanto tiempo había dejado de existir”.

Tras una guerra ruinosa de veinte años, Italia, Dalmacia y Sicilia se hallaron reunidas al Imperio en 554. La Pragmática Sanción, publicada por Justiniano en ese mismo año, restituía a la alta aristocracia terrateniente de Italia y a la Iglesia los dominios que les habían quitado los ostrogodos, así como todos sus antiguos privilegios. En ella se indicaban, además, una serie de medidas destinadas a aliviar las cargas de la arruinada población. A raíz de las guerras ostrogóticas, la industria y el comercio italianos dejaron durante mucho tiempo de desarrollarse y, a causa de la falta de mano de obra, muchas campiñas de Italia permanecieron sin cultivo. Roma, por algún tiempo, sólo fue una ciudad de segundo orden, arruinada, sin importancia política. El Papa la eligió para su refugio.

La última empresa militar de Justiniano se dirigió contra los visigodos de la península Ibérica. Aprovechando las luchas civiles que se habían entablado en España entre diversos pretendientes al trono visigótico, Justiniano, el año 550, envió una expedición naval a aquel país. Aunque las tropas bizantinas no eran muy fuertes, la campaña tuvo éxito. Numerosas ciudades y plazas fuertes marítimas fueron ocupadas.

En definitiva, tras cruentas batallas, Justiniano logró arrebatar a los visigodos el ángulo sudeste de la península, con las ciudades de Cartagena, Málaga y Córdoba. Más tarde extendió los territorios sometidos, que llegaron por el oeste hasta el cabo San Vicente y por el este más allá de Cartagena. La provincia imperial de España, creada entonces, quedó, con algunas modificaciones, bajo el dominio de Constantinopla durante 70 años aproximadamente. No se sabe con exactitud si esa provincia era independiente o subordinada al gobernador de África.

Se han descubierto y descrito recientemente algunas iglesias y otros monumentos arquitectónicos de arte bizantino en España y en sus islas Baleares, pero, hasta donde cabe juzgar, no tienen gran importancia. Son como una prolongación pobre, rústica, del arte difundido en el África Septentrional... El dominio bizantino de España fue, pues, una provincia política, y también una provincia artística de África.

El resultado de todas estas guerras ofensivas de Justiniano fue duplicar la extensión de su Imperio. Dalmacia, Italia, la parte oriental de África del Norte (zonas de Túnez y del oeste de Argelia actuales), el sudeste de España, Sicilia, Cerdeña, Córcega y las Baleares entraron en el Imperio de Justiniano. El Mediterráneo pasó a ser un lago romano. Las fronteras del Imperio iban de las columnas de Hércules (estrecho de Gibraltar) al Éufrates. Pero a pesar de los considerables éxitos obtenidos, los resultados estuvieron lejos de realizar los planes iniciales de Justiniano, puesto que en definitiva no logró reconquistar todo el Imperio romano de Occidente. La mitad occidental del África del Norte, la mayor parte de la península Ibérica, el norte del reino ostrogodo, al septentrión de los Alpes (antiguas provincias de Retia y Nórica), quedaron fuera de los límites de los países sometidos por los ejércitos de Justiniano. En cuanto a Galia, no sólo permaneció independiente en absoluto del Imperio bizantino, sino que incluso triunfó de él en cierta medida, ya que Justiniano, amenazado por los francos, hubo de ceder Provenza al rey de estos. Además, en los vastos territorios reconquistados el poder del emperador no fue igualmente sólido en todas partes. El gobierno no disponía de bastantes tropas ni bastantes medios para establecerse con más firmeza. Y aquellos territorios sólo podían conservarse por la fuerza. De manera que los éxitos, brillantes en apariencia, de las guerras ofensivas de Justiniano, contenían en sí los gérmenes de graves complicaciones para el futuro, tanto en lo político como en lo económico. Las guerras defensivas de Justiniano fueron mucho menos felices y a veces incluso humillantes por sus resultados. Tales guerras se mantuvieron contra los persas, al este, y contra los eslavos y hunos, al norte.

Las dos “grandes potencias” del universo conocido, Bizancio y Persia, sostenían desde siglos atrás guerras agotadoras en la frontera oriental del Imperio bizantino. Después de la paz “perpetua” convenida con Persia y que hemos mencionado antes, el rey persa Cosroes Anushilvan —esto es, el Justo—, príncipe hábil y valeroso, advirtiendo las altas miras del emperador en Occidente, se preparó a la acción. Consciente de la importancia de los intereses que poseía en sus provincias limítrofes de Bizancio, y visitado además por una embajada de ostrogodos que le pedían socorro, denunció la paz “perpetua” y abrió las hostilidades contra el Imperio bizantino. Siguió una guerra cruel, ventajosa para los persas. Belisario, llamado desde Italia, no logró nada contra ellos. Cosroes invadió Siria, saqueó y destruyó Antioquía, “ciudad que era a la vez antigua y de grande importancia y la primera de todas las ciudades que los romanos tenían en Oriente, a la par que por su riqueza y magnitud por su población y por su belleza y por su prosperidad de todo género” (en palabras de Procopio). En su marcha victoriosa, Cosroes alcanzó la costa del Mediterráneo. Al norte, los persas se esforzaron en abrirse camino hacia el mar Negro y tuvieron que combatir a los lazios en la provincia caucásica de Laziquia (hoy Lazístán); que entonces dependía del Imperio bizantino. Tras muchos esfuerzos, Justiniano logró al fin una tregua de cinco años, para obtener la cual hubo de entregar una gran suma de dinero. Pero aquella lucha interminable había fatigado a Cosroes, y en 562 Bizancio y Persia llegaron a un convenio que garantizaba una paz de cincuenta años. Merced al historiador Menandro poseemos informes precisos y detallados sobre las negociaciones y condiciones del convenio. El emperador se comprometía a pagar cada año a Persia una gruesa cantidad en metálico, mientras el rey de Persia prometía garantizar la tolerancia religiosa a los cristianos de Persia, con la estricta condición de que se abstuviesen de todo proselitismo. Los negociantes romanos y persas, cualquiera que fuese su negocio, debían efectuar su tráfico en ciertos lugares prescritos, donde se establecían aduanas, con exclusión de todo otro punto. La estipulación más importante para Bizancio era el abandono por los persas de la provincia de Laziquia, situada en el litoral sudeste del mar Negro y que debía volver a los romanos. Así, los persas no lograban mantenerse en las riberas del mar Negro, que seguía siendo bizantino. El hecho tenía gran importancia política y económica.

Amenazado por el peligro persa, Justiniano, entre tanto, había entrado en negociaciones con los lejanos abisinios y los himiaritas de Arabia. La provincia más avanzada de la península arábiga era el Yemen, al suroeste. Allí había florecido, en tiempos remotos, anteriores a la Era cristiana, el reino de los sabeos (Saba-Shoba), al que se vincula la leyenda de la reina de Saba, que se dice haber visitado al rey Salomón. A fines del siglo II a. de J.C. aquel país se convirtió en el reino de los sábeos himiaritas. El comercio y la vida marítima eran las principales ocupaciones de los habitantes. Las numerosas ruinas e inscripciones que se hallan aún atestiguan el poderío y prosperidad de aquel reino. El cristianismo empezó a propagarse en él a mediados del siglo IV, hallando un serio adversario en el judaísmo, que había hecho muchos prosélitos en el país. En la primera mitad del siglo VI, el rey de los himiaritas u homeritas, que favorecía a los sectarios del judaísmo, comenzó a perseguir con dureza a los cristianos de la Arabia del Sur. En ayuda de éstos acudió el rey cristiano de Etiopía, quien triunfó del rey judío en la lucha que siguió. El rey abisinio ocupó el Yemen, esforzóse en devolver al cristianismo su antiguo rango preeminente, y notificó al patriarca de Alejandría y al emperador bizantino Justino I su victoria sobre el judaísmo. El sucesor de Justino, Justiniano el Grande, envió una embajada a Axum, capital del reino abisinio, y a los homeritas, sobre quienes reinaba a la sazón el monarca abisinio. Justiniano tenía la intención de servirse de aquellos lejanos Estados para sus planes militares y comerciales, y sobre todo para obtener el concurso de tales países contra Persia. El principal servicio que los abisinios podían prestar era poner fin al monopolio persa del comercio de la seda, yendo a buscar la seda a Ceilán y llevándola hasta los puertos del mar Rojo, servicio que les habría reportado muchas ventajas”. El rey de Abisinia consintió en aliarse con Justiniano y prometió hacer lo que se le pedía. Pero ni él ni sus vasallos del Yemen pudieron cumplir sus promesas. Sabemos que, después de la primera embajada, Justiniano envió a Abisinia y al Yemen un tal Nonnosus; mas nada conocemos sobre éste, fuera de que en el curso del viaje corrió grandes peligros provocados por los hombres y por las fieras.

Muy diferentes fueron las guerras defensivas sostenidas al norte, es decir, en la misma península de los Balcanes. Como ya dijimos, los bárbaros del norte —los búlgaros y, según toda probabilidad, los eslavos— habían devastado las provincias de la península desde el reinado de Anastasio. En la época de Justiniano el Grande los eslavos, por primera vez, aparecen con su propio nombre. Procopio en sus escritos los llama “eslavones”. En este periodo, grandes hordas de eslavos y búlgaros, a los que Procopio llama hunos, cruzaban el Danubio y casi cada año adentraban bastante profundo al territorio bizantino, pasándolo todo a sangre y fuego. Por una parte alcanzaron los arrabales de la capital, internándose hasta la región del Helesponto, y por otra entraron en Grecia, que recorrieron hasta el istmo de Corinto. Al oeste llegaron hasta las orillas de Adriático. Tambien en el reinado de Justiniano, comenzaron los eslavos a manifestar sus aspiraciones al mar Egeo. En sus esfuerzos para alcanzar este mar amenazaron Tesalónica, una de las ciudades más importantes del Imperio y cuyos alrededores fueron pronto uno de los focos eslavos de la península. Las tropas imperiales combatieron con encarnizamiento a los eslavos, y muy a menudo les obligaron a retirarse allende el Danubio. Pero puede afirmarse con la mayor certeza que no todos los eslavos eran expulsados. Las tropas de Justiniano, ocupadas en otros lugares importantes, no pudieron poner fin de manera decisiva a las incursiones anuales de los eslavos, y parte de éstos se instaló en el país. La época de Justiniano fue trascendente en el sentido de que asentó los cimientos del problema eslavo en la península balcánica, problema que había de tener máxima importancia para Bizancio a fines del siglo VI o principios del VII.

Además de los eslavos, los gépidos y los cutrigures, rama de la raza huna, invadieron por el norte la península de los Balcanes. En el invierno de 558-59, los cutrigures, mandados por Zabergan, penetraron en Tracia. Desde allí una parte se destacó para devastar Grecia y otra invadió el Quersoneso tracio (Gallípoli). Un tercer ejército, compuesto de jinetes, a las órdenes de Zabergan en persona, marchó hacia Constantinopla. El país fue asolado y el pánico cundió en la capital. Todos los objetos preciosos de las iglesias de las provincias invadidas se enviaron a Constantinopla o se expidieron por mar a la orilla asiática del Bósforo. En esta ocasión crítica, Justiniano recurrió a Belisario para que salvase Constantinopla. Los invasores fueron vencidos en su triple ataque, pero Tracia, Macedonia y Tesalia padecieron muchísimo, desde el punto de vista económico, durante aquella invasión.

El peligro húnico no se notó sólo en los Balcanes, sino también en Crimea, que pertenecía en parte al Imperio. Había allí dos ciudades, Querson y Bósforo, famosas por haber mantenido, en el curso de los siglos, la civilización griega en aquellos parajes bárbaros. Además, cumplían papel esencial en el comercio que mediaba entre el Imperio bizantino y los territorios de la Rusia de hoy. Hacia el fin del siglo V, los hunos habían ocupado la mayor parte de la península y empezaban a amenazar las posesiones bizantinas de aquella región. Por otra parte, existía en las montañas de Crimea una pequeña colonia de godos, cuyo centro principal era Doru, que, como protegido del Imperio, se hallaba amenazado también por los hunos. Para conjurar el peligro húnico, Justiniano mandó reconstruir varios fuertes y edificar largas murallas de las que todavía quedan vestigios hoy. Era una especie de Limes Tauricus. El sistema de fortificaciones establecido por Justiniano en Crimea consiguió alejar el peligro húnico de las posesiones bizantinas y de la colonia goda de la península.

El celo evangelizador de Justiniano y Teodora se extendió a los pueblos africanos que habitaban la región del Alto Nilo comprendida entre Egipto y Abisinia. Allí moraban dos pueblos, los blemmies, más abajo de la primera catarata, y los nobadas, al sur de los primeros. Merced a la energía y a la habilidad de Teodora, los nobadas y su rey Silko se convirtieron al cristianismo, profesando la doctrina monofisita. Luego, los esfuerzos combinados de un general bizantino y de Silko lograron imponer a los blemmies iguales creencias. Para conmemorar su victoria, Silko hizo grabar una inscripción en un templo de los blemmies. “La jactancia de ese reyezuelo —escribe Bury— sería apropiada en boca de Atila o de Tamerlán”. En esa inscripción, Silko se da el título siguiente: “Yo, Silko, soberano de los nobadas y de todos los etíopes”.

Haciendo balance del conjunto de la política exterior de Justiniano, ha de decirse que sus guerras interminables y agotadoras, que en definitiva no realizaron todas sus esperanzas ni todos sus planes, tuvieron fatales consecuencias para la situación general del Imperio. En primer lugar, aquellas gigantescas empresas requirieron gastos enormes. Procopio, en su Historia secreta, cuyo testimonio no debe ser acogido sino con la mayor cautela, declara —quizá con alguna exageración— que Anastasio había dejado reservas enormes para la época, que ascendían a 320.000 libras de oro, todas las cuales Justiniano dilapidó pronto. Según testimonio de otro historiador del siglo VI, el sirio Juan de Éfeso, las reservas de Anastasio no se agotaron en absoluto sino bajo el reinado de Justino II, esto es, después de la muerte de Justiniano. En todo caso, el legado de Anastasio, incluso si restringimos la cifra de Procopio, debió ser de gran utilidad a Justiniano para sus empresas militares. Pero no podía bastarle. En cuanto a los nuevos impuestos, eran superiores a las capacidades de pago de una población extenuada. Los esfuerzos del emperador para reducir los gastos estatales haciendo economías en el sostenimiento del ejército produjeron una reducción del número de soldados, disminución que tornaba muy insegura la suerte de las provincias occidentales conquistadas.

Desde el punto de vista romano de Justiniano, sus expediciones de Occidente son comprensibles y naturales; pero desde el punto de vista de los intereses reales del Estado deben ser consideradas inútiles y nocivas. La brecha abierta entre Oriente y Occidente era ya tan grande en el siglo VI, que la sola idea de reunir ambas regiones constituía ya un anacronismo. No podía existir una unión efectiva. Las provincias conquistadas sólo podían retenerse por la fuerza, y ya hemos visto que el Imperio no disponía de poder ni de medios para ello. Arrastrado por sus sueños irrealizables, Justiniano no comprendió la importancia de la frontera y provincias orientales, donde residían esencialmente los intereses vitales del Imperio bizantino. Las expediciones occidentales, obra sólo de la voluntad del emperador, no podían tener resultados duraderos, y el plan de restauración de un Imperio romano único desapareció con Justiniano, aunque no para siempre tampoco. A causa de la política general exterior de Justiniano, el Imperio atravesó una crisis económica intensa y extremadamente grave.

La obra legislativa de Justiniano. Triboniano.

Justiniano debe su celebridad universal a su obra legislativa, que sobresale por su amplitud. El emperador, según sus propias expresiones, “no sólo debe ser célebre por las armas, sino también estar armado de leyes para hallarse en estado de gobernar, tanto en tiempo de paz como en tiempo de guerra. Debe ser el protector poderoso de la ley, así como el triunfador de los enemigos vencidos”. Es Dios quien da a los emperadores el derecho de hacer e interpretar las leyes, y por tanto, Justiniano piensa que un emperador debe ser un legislador y considera ese derecho como santificado por la divinidad. Pero a Justiniano le impulsaron igualmente preocupaciones de orden práctico. Dábase, en efecto, perfecta cuenta del estado anárquico de la legislación romana en su época.

En el período del Imperio romano pagano, donde el poder legislativo estaba por entero en manos del emperador, la única forma de legislación consistía en publicar constituciones imperiales, llamadas leyes o reglamentos legislativos (leges). En cambio, el conjunto de leyes creadas por una legislación más antigua había recibido el nombre de ius vetus o de ius antiquum. A partir de mediados del siglo III de J.C., la jurisprudencia sufrió una rápida decadencia. Los trabajos jurídicos se limitaron a meras compilaciones destinadas a ayudar a los jueces, incapaces de estudiar toda la innecesaria literatura jurídica, dándoles colecciones de extractos de las constituciones imperiales y de las obras de juristas antiguos de renombre universal. Pero esas colecciones eran privadas y sin valor oficial alguno, y así, en la práctica, el juez debía apelar a todas las constituciones imperiales y a toda la literatura clásica, tarea muy superior a las humanas facultades. No debe olvidarse que no había órgano central que asegurase la publicación de las constituciones imperiales. Estas, creciendo en número de año en año, dispersas en diversos archivos, eran muy difíciles de utilizar, tanto más cuanto que los nuevos edictos frecuentemente abolían o modificaban los anteriores. Todo esto explica la aguda necesidad que se sentía de reunir los edictos imperiales en un corpus accesible a quienes debían utilizarlos. Ya sabemos que antes de Justiniano se había hecho mucho en ese sentido. En su obra legislativa propia, Justiniano fue muy auxiliado por las compilaciones precedentes, a saber, el Codex Gregorianus, el Codex Hermogenianus y el Codex Theodosianus. Además, para hacer más fácil el empleo de las obras clásicas, esto es, del ius vetus, Teodosio II y su contemporáneo en Occidente, Valentiniano III, habían dado un decreto reservando el carácter de autoridad jurídica suprema a las obras de los cinco jurisconsultos más famosos. De lo demás autores podía prescindirse. Pero esto sólo era resolver el problema en apariencia. Por ende, en las obras de los cinco juristas escogidos era difícil encontrar decisiones adecuadas a un caso dado, ya que los jurisconsultos se contradecían a menudo y las condiciones de la vida habían cambiado, con lo que las soluciones propuestas por los juriconsultos clásicos resultaban caducas a veces. En suma, se sentía la necesidad de una revisión, oficial y completa, de todo el sistema jurídico; era menester examinar su desarrollo a través de los siglos.

En los códigos precedentes no se habían reunido sino disposiciones imperiales de cierta época. En aquellas compilaciones no se mencionaban las obras jurídicas. Justiniano emprendió un enorme trabajo legislativo, que consistió en compilar todas las constituciones imperiales promulgadas hasta su época, las cuales hizo fijar en un Código, y en la revisión de todos los antiguos escritos jurídicos. El auxiliar principal del emperador en esta tarea, y el alma de la empresa, fue Triboniano.

La labor avanzó con rapidez pasmosa. En febrero de 528 el emperador reunió una comisión de diez peritos, entre ellos Triboniano, “brazo derecho del emperador en su gran empresa legislativa y probablemente su inspirador hasta cierto punto” (Bury), y Teófilo, profesor de Derecho en Constantinopla. La comisión había de revisar los tres códigos anteriores, y suprimir todo lo caído en desuso, así como ordenar las constituciones imperiales promulgadas después del Código de Teodosio. Los resultados de todos aquellos trabajos debían ser codificados en una compilación. En abril de 529 el Código de Justiniano —Codex Iustinianus— fue publicado. Se dividía en diez libros, que contenían las disposiciones promulgadas desde Adriano hasta la época de Justiniano, y pasó a ser la única colección de leyes obligatoria para todo el Imperio, suprimiéndose así los tres códigos anteriores.

Si la elaboración del Código de Justiniano fue muy facilitada por los códigos anteriores, el trabajo de revisión del ius vetus perteneció exclusivamente al emperador. En 530 Triboniano fue encargado de reunir una comisión revisora de todos los jurisconsultos clásicos, a efectos de practicar extractos, eliminar todo lo caduco, suprimir todas las contradicciones y clasificar en un orden determinado el conjunto de materiales reunidos. Para ejecutar tal tarea, la comisión hubo de leer y estudiar unos dos mil libros, que encerraban más de tres millones de líneas. Tan gigantesco trabajo, cuya realización, según expresiones del propio Justiniano, “antes de darse orden de hacerla, no había sido esperada ni juzgada humanamente posible por nadie en el mundo” y “libró todo el ius vetus de una palabrería superflua”, se terminó en tres años. El nuevo Código se publicó el 533 y entró en vigor en seguida, siendo conocido por el Digesto o las Pandectas (“Digesta”, “Pandectae”).

A pesar de la importancia de tal obra, ha de reconocerse que la prisa que presidió su ejecución hizo el trabajo defectuoso en ciertos aspectos. Se hallan allí gran número de repeticiones, contradicciones y decretos caídos en desuso. Además, merced a la libertad absoluta que se dejó a la comisión la facultad para abreviar, interpretar y condensar los textos, se comprueba en los resultados finales cierta arbitrariedad y a veces incluso una deformación de los textos antiguos.

En la obra hubo una completa ausencia de unidad. De esto se deriva el que los jurisconsultos del siglo XIX, que daban mucha importancia a la legislación clásica romana, juzgaran con extrema severidad el Digesto de Justiniano. Pero hemos de reconocer que esa obra, a pesar de sus numerosas imperfecciones, prestó en la práctica grandes servicios. Además, ha conservado a la posteridad un rico material extraído de las obras de los jurisconsultos clásicos romanos que de otro modo no nos hubiesen llegado hoy.

A la vez que se elaboraba el Digesto, Triboniano y sus dos eminentes auxiliares Teófilo, el ya mencionado profesor de Constantinopla, y Doroteo, profesor en Beirut, Siria, fueron encargados el 533 de resolver otro problema. Según Justiniano, no todos podían “soportar el peso de tan grande sabiduría” (el Código y el Digesto). Por ejemplo, los jóvenes que “hallándose en la antecámara del Derecho quisieran penetrar sus arcanos” no podían esperar adquirir todo el contenido de aquellas dos voluminosas obras y necesitaban un buen manual práctico. El mismo 533, pues, se publicó un manual de Derecho civil, destinado primordialmente a los estudiantes. Se componía de cuatro volúmenes y fue llamado Instituciones (“Institutiones” o “Institutas”). Según Justiniano, aquel manual tenía por objeto conducir “todas las fuentes turbias del Derecho antiguo a un lago transparente”.

El decreto imperial que sancionaba las Instituciones iba dirigido a la “juventud ávida de instruirse en el Derecho”.

Mientras se desarrollaba aquel trabajo de compilación, la legislación corriente no se interrumpía. Se promulgaron muchos decretos. Hubo que revisar toda una serie de cuestiones. En 529 el Código apareció en varios puntos como anticuado. Se emprendió una nueva revisión del Código y se concluyó en 534. En noviembre del mismo año se publicó la segunda edición del Código, revisada, aumentada y distribuida en doce libros, bajo el título de Codex repetitae praelectionis. Esta edición anulaba la precedente de 529 y contenía los decretos del periodo comprendido entre Adriano y el año 534. Con este trabajo concluyo la ejecución del Corpus. No ha llegado a nosotros la primera edición del Código.

Los decretos posteriores al año 534 fueron llamados Novelas (“Novellae leges”). Mientras el Código, el Digesto y las Instituciones estaban publicados en latín, la inmensa mayoría de las Novelas se publicó en griego. Era una concesión importante a las exigencias de la realidad y la vida práctica, y más proviniendo de un emperador penetrado de la tradición romana. En una de sus Novelas, Justiniano escribe: “No hemos escrito esta ley en la lengua nacional, sino en la lengua común, que es griega, a fin de que sea conocida de todos por la felicidad que tendrán en comprenderla”. Justiniano se proponía reunir todas las Novelas en una compilación, pero no logró cumplir esta tarea, aunque si se hicieron durante su reinado algunas compilaciones particulares de tales leyes. Las Novelas se consideran como la última parte de la obra legislativa de Justiniano y constituyen una de las fuentes más importantes de la historia interior de su época.

Era intención del emperador que el conjunto del Código, Digesto, Instituciones y Novelas formase un corpus legislativo, pero esa compilación única no vio la luz en sus días. Solo en la Edad Media, a partir del siglo XII, cuando reapareció en Europa el estudio del Derecho romano, empezó a ser conocido el conjunto de los trabajos legislativos de Justiniano bajo el título de Corpus iuris civilis, o Cuerpo del derecho civil, como aún se llama hoy.

La enormidad de la obra legislativa de Justiniano y el hecho de que estuviera redactada en latín, lengua poco comprendida por la mayoría de la población, provocaron la publicación inmediata de cierto número de comentarios y abreviaciones griegas de algunas partes del Código, sin contar traducciones más o menos fieles (paráfrasis) de las Instituciones y del Digesto, acompañadas de notas explicativas. Estas compilaciones se debieron a los mencionados auxiliares de Triboniano, Teófilo y Doroteo, y algunos otros. Estos pequeños resúmenes redactados en griego, y necesarios por las exigencias de la época y las circunstancias prácticas, contenían bastantes errores y omisiones respecto a los originales latinos; pero, aun así, se impusieron a estos y los reemplazaron casi del todo.

A la vez que se renovaba la legislación con tales trabajos, se reorganizaba la enseñanza del Derecho. Se compusieron nuevos programas de estudios. Los cursos se repartieron en un periodo de cinco años. En el primero, el principal tema de estudio eran las Instituciones; en el segundo, tercero y cuarto, el Digesto; y en el quinto, el Código. Justiniano escribía acerca del nuevo Derecho: "Cuando todos los arcanos del Derecho se desvelen, nada quedará oculto a los estudiantes, y después de haber leído todas las obras reunidas para Nos por Triboniano y los otros, se convertirán en abogados distinguidos, servirán a la justicia y serán los más capaces y felices de los hombres en todos los lugares y tiempos". Dirigiéndose a los profesores, Justiniano escribía: "Empezad, con la ayuda de Dios, a enseñar el Derecho a los estudiantes y mostrarles la vía que nosotros hemos trazado, de suerte que siguiendo esa vía se conviertan en perfectos servidores de la justicia y del Estado y vosotros merezcáis de la posteridad la mayor gloria posible”. A los estudiantes jóvenes les escribía: "Aprended, con celo y atención, esas leyes que os damos, y mostraos tan instruidos en esa ciencia que podáis estar animados por la muy hermosa esperanza de, después de terminados vuestros estudios jurídicos, gobernar el Estado en las partes que os sean confiadas"26. La enseñanza se reducía a una simple asimilación de las materias del programa y a unos cuantos comentarios sobre ellas. No se permitía ejecutar o proponer una nueva interpretación del texto al referirse al original, es decir a los trabajos de los jurisconsultos clásicos. Los estudiantes sólo estaban autorizados a hacer traducciones literales y componer cortas paráfrasis y sumarios.

A pesar de las naturales imperfecciones de su ejecución y los numerosos vicios del método que presidió su composición, la sorprendente creación legislativa del siglo VI ha tenido una importancia universal y duradera. El Código de Justiniano nos ha conservado el Derecho romano, el cual nos ha dado los principios jurídicos fundamentales que gobiernan la mayor parte de nuestras sociedades contemporáneas. “La voluntad de Justiniano —escribe Diehl— cumplió una de las obras más fecundas para el progreso de la humanidad”. Cuando, en el siglo XII, se empezó a estudiar en la Europa occidental el Derecho romano, el Código de Derecho civil de Justiniano fue en varios lugares la verdadera ley. “El Derecho romano —dice el profesor I. A. Pokrovski— resucitó y unificó por segunda vez el universo. Todo el desarrollo del Derecho occidental se halla bajo el influjo del Derecho romano, incluso hasta nuestra El contenido más precioso del Derecho romano ha sido vertido en los parágrafos de los códigos contemporáneos y obra bajo ale nombre de estos últimos”. La ejecución de tal obra legislativa basta para justificar el sobrenombre de Grande que la historia ha dado a Justiniano.

En la época contemporánea se puede observar un fenómeno muy interesante en el estudio de la legislación justinianea. Hasta ahora ese estudio sólo servía para penetrar mejor en el Derecho romano y su importancia era secundaria. Esto no se aplica a las Novelas. El Código en sí no se estudiaba, ni se practicaban sobre él investigaciones independientes. En tales condiciones, el principal reproche que se podía dirigir a la obra de Justiniano consistía en haber desfigurado el Derecho clásico abreviando o completando los textos originales. Se hacía responsable de ello a Triboniano. Hoy se trata de examinar las modificaciones aportadas a los textos clásicos, no como resultado de la arbitrariedad de los compiladores, sino como el de su deseo de adaptar el Derecho romano a las condiciones de la vida en el Imperio de Oriente en el siglo VI. Así, la cuestión importante pasa a ser ésta: ¿correspondía o no la obra de Justiniano a las exigencias de su época, y en qué medida? El problema debe estudiarse ateniéndose a las condiciones generales de la vida en el siglo VI, a las cuales hubo aquel código de tender a adaptarse. El helenismo y el cristianismo debieron ejercer, ambos a la par, influjo sobre la obra de los compiladores. Las costumbres orientales se mezclaron al trabajo de revisión del antiguo Derecho romano. La tarea de la ciencia histórico-jurídica contemporánea es definir y apreciar las influencias bizantinas en el Código, el Digesto y las Instituciones de Justiniano. Las Novelas, como obras de legislación corriente, reflejan, según es lógico, las condiciones y necesidades de la vida contemporánea.

En relación con la obra legislativa de Justiniano conviene recordar que durante su reinado florecieron las dos escuelas de Derecho de Constantinopla y Beirut. Todas las demás escuelas de Derecho fueron suprimidas, considerándoselas focos de paganismo.

Quinto concilio ecuménico.

Como heredero de los césares, Justiniano considero su deber restaurar el Imperio romano, pero a la vez quería establecer en el interior del Imperio una ley y una fe únicas. Un Estado, una Ley, una Iglesia: tal fue la breve fórmula a que se atuvo la política de Justiniano. Absolutista por principio, estimaba que en un Estado bien organizado todo debía subordinarse a la autoridad del emperador. Notando muy bien que la Iglesia podía ser un arma preciosa en manos del gobierno, se esforzó por todos los medios en subordinarla a él. Los historiadores que tratan de descubrir los principios directivos de la política religiosa de Justiniano, se inclinan en favor del predominio de los móviles políticos y declaran que la religión no fue para él sino la servidora del Estado, ahora dicen que aquel “segundo Constantino estuvo siempre dispuesto a olvidar sus deberes con el Estado tan pronto como intervino la religión”. De hecho, Justiniano, en su deseo de ser dueño de la Iglesia, no sólo se propuso conservar en su mano el gobierno del clero y presidir los destinos de éste (sin exceptuar a sus más eminentes representantes), sino que también consideró derecho que le pertenecía el de definir el dogma para sus súbditos. La opinión religiosa del emperador, cualquiera que fuese, debía ser obligatoriamente seguida por sus vasallos. Por consecuencia, el emperador bizantino tenía el derecho de regular la vida del clero, de nombrar a su albedrío los jerarcas eclesiásticos más elevados, de imponerse como mediador y juez en los debates de la Iglesia. Por otra parte, Justiniano mostró su actitud favorable hacia la Iglesia protegiendo al clero, haciendo construir nuevos templos y monasterios, y concediendo a éstos privilegios particulares. Además dedicó todos sus esfuerzos a establecer la unidad de fe entre todos sus súbditos, participando con frecuencia en los debates dogmáticos e imponiendo soluciones definitivas a las cuestiones doctrinales en discusión. Esta política de preponderancia del poder temporal en los asuntos religiosos y eclesiásticos, extremada hasta hacerse sentir en las raíces de las más hondas convicciones religiosas de los individuos, se conoce en la historia con el nombre de cesaropapismo, y Justiniano puede ser considerado uno de los representantes más característicos de la tendencia césaropapista. A su entender, el jefe del Estado debía ser a la vez césar y Papa, reuniendo en su persona la plenitud de los poderes temporal y espiritual. Para los historiadores que ven especialmente en la actividad de Justiniano el lado político, la razón principal de su césarismo fue el deseo de asegurar su poder político, reforzar su gobierno y dar bases religiosas a su autoridad suprema, que sólo la casualidad le había procurado.

Justiniano había recibido una excelente educación religiosa. Conocía muy bien la Santa Escritura y se complacía interviniendo en los debates religiosos. Incluso escribió algunos himnos de tal carácter. Pero los conflictos religiosos le parecían entrañar peligros, sin exceptuar peligros políticos, ya que, según él, amenazaban la unidad del Imperio.

Vimos que los dos predecesores de Justino y Justiniano, es decir, Zenón y Anastasio, habían entrado en el camino de la reconciliación con la Iglesia oriental monofisita, habiendo, así, roto con la Iglesia romana. Justino y Justiniano se declararon abiertamente por la última y reanudaron las relaciones con ella. En consecuencia, las provincias orientales se apartaron, por así expresarlo, de Justiniano, cosa que, sin duda, no entraba en las miras del emperador, ansioso de establecer una fe única en su vasto Imperio. Pero la restauración de la unidad de la Iglesia en Oriente y en Occidente, en Alejandría, Antioquía y Roma, era imposible. El historiador A. Diakonov dice: “El gobierno de Justiniano, en su política religiosa, semeja un Jano de doble rostro, una faz del cual se volvía al oeste, interrogando a Roma, y la otra, vuelta al este, buscaba la verdad entre los monjes de Siria y Egipto”.

Desde el mismo principio de su reinado, Justiniano situó en la base de su política religiosa la reaproximación a Roma y por consecuencia asumió el papel de defensor del concilio de Calcedonia, a cuyas decisiones eran tan opuestas las provincias orientales. Bajo Justiniano, la Santa Sede gozaba de autoridad suprema en el campo eclesiástico. En las cartas que dirigía al obispo, Justiniano llamábale “Papa”, “Papa de Roma”, “Padre Apostólico”, “Papa y Patriarca”, etcétera, aplicando el título de Papa exclusivamente al obispo de Roma. En una de sus epístolas, el emperador se dirigía al Papa como a la “Cabeza de todas las santas iglesias (“caput omnium sacrarum ecclesiarum”) y en una de sus Novelas declara, de manera muy nítida, que “la bienaventurada sede del arzobispo de Constantinopla, la nueva Roma, ocupa el segundo lugar después de la Muy Santa Sede Apostólica de la antigua Roma”.

Justiniano entró en lucha con los judíos, los paganos y los heréticos. Entre los últimos figuraban los maniqueos, los nestorianos, los monofisitas, los arrianos y los adeptos de otras doctrinas religiosas menos importantes. El arrianismo se había propagado mucho en Occidente entre las tribus germánicas. Existían vestigios de paganismo en diferentes zonas del Imperio y los paganos volvían aun los ojos a la academia de Atenas como foco principal del paganismo. Los judíos y los sectarios de tendencias heréticas de menor importancia se encontraban, al principio, esencialmente en las provincias orientales. El monofisismo era, por supuesto, la doctrina que más adeptos tenía.

La lucha contra los arrianos en Occidente asumió la forma de una serie de operaciones militares que terminaron, como sabemos, por la sumisión parcial o total de los reinos germánicos.

La convicción, honda en Justiniano, de que se necesitaba en el Imperio una fe única no dejaba lugar a la menor tolerancia con los principales representantes de las doctrinas y enseñanzas heréticas, y los tales sufrieron bajo él severas y tenaces persecuciones desarrolladas con ayuda de las autoridades civiles y militares.

Para exterminar de modo radical los últimos vestigios del paganismo, Justiniano, en 529, ordenó la clausura de la famosa Escuela filosófica de Atenas, último baluarte del expirante paganismo y cuya decadencia había precipitado la creación, en el siglo V, bajo Teodosio II, de la universidad de Constantinopla. Muchos profesores fueron desterrados y se confiscaron los bienes de la academia. Un historiador escribe: “El mismo año en que San Benito destruyó el último santuario pagano en Italia, el templo de Apolo del bosque sagrado de Monte Cassino, vio también la destrucción del baluarte del paganismo clásico en Grecia”. Desde entonces, Atenas perdió definitivamente su antigua importancia como foco de civilización, transformándose en una ciudad de segundo orden, pequeña y tranquila. Algunos de los filósofos de la academia de Atenas decidieron emigrar a Persia, donde se afirmaba que el rey Cosroes se interesaba por la filosofía. Fueron muy bien acogidos, pero los griegos no se acostumbraban a vivir en el extranjero y Cosroes resolvió devolverlos a Grecia, previo un acuerdo con Justiniano, quien se comprometía a no perseguir a tales filósofos ni obligarlos a profesar la fe cristiana. Justiniano cumplió su promesa y los filósofos paganos pasaron el resto de sus días en el Imperio bizantino en la más completa seguridad. De todos modos, Justiniano, pese a sus esfuerzos, no logró extirpar por completo el paganismo, que siguió existiendo en secreto en ciertas regiones alejadas.

En Palestina, los judíos, así como los samaritanos, que tenían una religión muy semejante a la de los judíos, no pudieron soportar las persecuciones del gobierno y se sublevaron, siendo cruelmente reprimidos. Se destruyeron muchas sinagogas y en las que quedaron en pie se prohibió leer el Antiguo Testamento en su texto hebreo, que debía ser reemplazado por el texto griego de los Setenta. La población perdió sus derechos civiles. También los nestorianos fueron perseguidos con saña.

Más importante que esto fue la política de Justiniano respecto a los monofisitas. Sus relaciones con ellos tenían gran importancia política, porque se enlazaban estrechamente con la cuestión vital de las provincias orientales; Egipto, Siria y Palestina. Además, los monofisitas estaban apoyados por Teodora, la esposa del emperador, la cual ejercía sobre él influencia considerable. Un escritor monofisita contemporáneo, Juan de Éfeso, la llamaba “la mujer que ama al Cristo y está llena de celo... la emperatriz más cristiana, enviada por Dios en tiempos difíciles para proteger a los perseguidos”.

Por consejo de Teodora, Justiniano, al comienzo de su reinado, quiso reconciliarse con los monofisitas. Los obispos monofisitas desterrados bajo Justino y en los primeros años del reinado de Justiniano, fueron autorizados a regresar. Se invitó a muchos monofisitas a participar, en la capital, en una conferencia religiosa de conciliación, y el emperador, según un testigo ocular, exhortó a discutir con sus adversarios todas las cuestiones dudosas "con toda la dulzura y toda la paciencia que convienen a la ortodoxia y a la religión”. Quinientos monjes monofisitas instalados en uno de los palacios de la capital transformaron tal palacio en “un grande y admirable eremitorio”. El 535, Severo, obispo de Antioquía, cabeza y verdadero legislador del monofisismo, estuvo en Constantinopla, donde permaneció un año. La capital del Imperio, a principios del 535, recuperaba hasta cierto punto el aspecto que había presentado bajo el reinado de Anastasio. El arzobispo de Trebisonda, Antimo, conocido por su actitud conciliadora hacia los monofisitas, fue elevado al patriarcado de Constantinopla. Dijérase que los monofisitas estaban a punto de triunfar.

Pero la situación cambió con mucha rapidez. El Papa Agapito, en su viaje a Constantinopla, así como el partido de los akoimetoi u ortodoxos extremistas, lanzaron tales clamores ante las concesiones religiosas del arzobispo trebisondano, que el emperador, no sin disgusto, hubo de modificar su política. Antimo fue depuesto y substituido por el sacerdote ortodoxo Menas. Según un testimonio histórico hubo la conversación siguiente entre emperador y Papa: “Yo te forzaré a estar de acuerdo con Nos o te desterraré”, dijo Justiniano. “Había —contestó Agapito— deseado visitar al más cristiano de los emperadores, y he aquí que encuentro un Diocleciano. Empero, tus amenazas no me atemorizan”. Es muy probable que las concesiones del emperador al Papa fuesen motivadas por el hecho de que empezaba entonces en Italia la guerra contra los ostrogodos y Justiniano necesitaba un apoyo en Occidente.

Pese a tal concesión, Justiniano no abandonó del todo la esperanza de reconciliar al Estado con los monofisitas. Esto se vio en breve cuando el famoso asunto de los Tres Capítulos. Se refería el asunto a tres famosos teólogos del siglo V, a saber, Teodoro de Mopsuestia, Teodoreto de Ciro, e Ibas de Edesa. Los monofisitas reprochaban al concilio de Calcedonia no haber condenado a aquellos tres escritores, a pesar de sus doctrinas nestorianas. El Papa y los akoimetoi oponían sobre ese punto una encarnizada resistencia. Justiniano, muy irritado por ella, declaró que en aquel extremo los monofisitas tenían razón y que los ortodoxos debían aceptar el punto de vista monofisita. El 543 publicó, en consecuencia, un edicto condenando las obras de aquellos tres teólogos y amenazando con iguales rigores a quienes los defendieran o aprobaran.

Justiniano quiso hacer obligatorio el edicto en todo el Imperio y exigió que lo firmasen todos los patriarcas y obispos. Ello no resultó fácil de ejecutar. El Occidente se conmovió a la idea de que consentir en firmar el edicto imperial podía equivaler en algún modo a usurpar la autoridad del concilio de Calcedonia. Un sabio diácono de Cartago escribía: “Si las definiciones del concilio de Calcedonia se ponen a discusión, ¿no puede correr parejo peligro el concilio de Nicea?”. Además, se promovía la siguiente pregunta: ¿cabía condenar a muertos? Porque aquellos tres teólogos ya no existían desde el siglo precedente. Por ende ciertos representantes de la Iglesia occidental entendían que el emperador, con su edicto, atentaba a la libertad de pensamiento de los miembros de la Iglesia. Esta última opinión no existía prácticamente en la Iglesia oriental, acostumbrada hacía mucho a la intromisión del emperador en la resolución de las cuestiones dogmáticas. Lo de la condenación de los escritores muertos estaba, de otra parte, resuelto en las Escrituras, ya que el rey Josías, en el Antiguo Testamento, no sólo había sacrificado sacerdotes paganos vivos, sino profanado los sepulcros de otros muertos mucho antes de su reinado, quemando sus huesos sobre el altar (Reyes, IV, 23; 16). Así, mientras la Iglesia oriental consentía en reconocer el edicto y condenar los tres capítulos, la occidental se pronunciaba contra él. En definitiva, el edicto de Justiniano no fue reconocido nunca por toda la Iglesia.

Para reconciliarse con la Iglesia occidental, Justiniano necesitaba ante todo convencer al Papa de que aprobase el edicto. Invitó, pues, al Papa Virgilio a acudir a Constantinopla, donde el Pontífice hubo de pasar más de siete años. A su llegada el Papa se pronunció resueltamente contra el edicto y excomulgó al patriarca de Constantinopla, Menas. Pero, poco a poco, bajo la acción de diversas influencias, el Papa cedió ante Justiniano y Teodora y, el 548, añadiendo su voz a la de los cuatro patriarcas orientales, publicó una ordenación de los tres teólogos, a la que se llama de ordinario el Judicatum. Este fue el postrer triunfo de Teodora, que murió el mismo año, persuadida de la victoria definitiva e inevitable del monofisismo. El Papa invitó a los sacerdotes de la Europa occidental a orar por “los más clementes de los príncipes, Justiniano y Teodora”.

Pero la Iglesia occidental no aprobó la concesión hecha por el Papa. Los obispos de África, tras reunir un concilio, llegaron a excomulgarle. Influido por los acontecimientos occidentales, el Papa vaciló y concluyó retirando el Judicatum. En tales circunstancias, Justiniano decidió convocar un concilio ecuménico, que se reunió en Constantinopla el 553.

La tarea de aquel quinto concilio ecuménico fue mucho más limitada que las de los precedentes. No se trataba de una herejía nueva, sino sólo de precisar ciertos puntos respecto a las decisiones de los concilios tercero y cuarto, relativas en parte al nestorianismo, pero sobre todo a la doctrina monofisita. El emperador deseaba vivamente que el Papa, que se hallaba entonces en Constantinopla, asistiese al concilio, más el Santo Padre, alegando excusas diversas, rehusó, y todas las sesiones se celebraron sin él. El concilio examinó las obras de los tres teólogos y opinó como el emperador, condenando y anatematizando “al impío Teodoro, que había sido obispo de Mopsuestia, así como a todas sus obras impías, y todo lo que de impío había escrito Teodoreto, y la carta impía atribuida a Ibas, y a todos aquellos que habían escrito o escribían para defenderlos (“ad defensionem eorum”).

Las decisiones del concilio se declararon obligatorias y Justiniano inauguró una política de persecución y destierro contra los obispos que no aprobaban la condena. El Papa fue desterrado a una isla del mar de Mármara. Al fin consintió en firmar la condena y así se le autorizó a volver a Roma. Pero murió en Siracusa, yendo de camino.

Occidente no aceptó las decisiones del concilio de 553, sino a fines del siglo VI, sólo luego que Gregorio I el Grande (590-604) hubo proclamado que “en el sínodo que se había ocupado de los Tres Capítulos, nada había sido violado ni cambiado en lo que atañía a materia de religión”, el concilio de 553 fue reconocido en todo Occidente como ecuménico e igual que los cuatro primeros concilios.

La recia lucha religiosa entablada por Justiniano para reconciliar a monofisitas y ortodoxos no condujo a los resultados apetecidos. Los monofisitas no quedaron satisfechos con las concesiones que se les hacían. J. Maspero llama al período comprendido entre 537 y 570 el terror católico.

Hacia el fin del reinado de Justiniano parece advertirse una orientación nueva en la política religiosa del emperador, pero este punto no está suficientemente dilucidado. El 565 murió el anciano emperador y cambió la política religiosa del gobierno.

Estableciendo un balance de la política religiosa de Justiniano, hallamos que no logró establecer una Iglesia unida en el Imperio. La ortodoxia y el monofisismo no se reconciliaron; el nestorianismo, el maniqueísmo, el judaísmo y, en cierta medida, el paganismo, siguieron existiendo. No hubo unidad religiosa y la tentativa de Justiniano para establecerla debe ser considerada como un fracaso.

Pero al hablar de la política religiosa de Justiniano no debe olvidarse la actividad evangelizadora característica de aquel período. Justiniano, emperador cristiano, creyó su deber extender el cristianismo allende las fronteras del Imperio. En su época se produjo la conversión de los hérulos a orillas del Danubio, la de algunas tribus caucásicas y también la de las tribus indígenas del África del Norte y del Nilo medio.

Política interior de Justiniano. La sedición Nika.

Al llegar Justiniano al trono reinaban en todo el Imperio la sedición y la anarquía. La miseria asolaba lo más del país, en especial las provincias. Los impuestos se percibían con dificultades. Las facciones del circo, los grandes terratenientes, los parientes de Anastasio desposeídos del trono, las disputas religiosas, aumentaban las turbulencias interiores, creando una situación alarmante.

Al subir al trono, Justiniano comprendió que el Estado necesitaba profundas reformas internas. Y se aplicó esforzadamente a la obra. Las principales fuentes que poseemos sobre esta parte de la actividad de Justiniano son, de una parte, sus Novelas; de otra, el tratado contemporáneo de Juan el Lidio, tratado que se intitulaba De la administración del Estado romano, y, en fin, la Historia secreta, contemporánea también, de Procopio, de la que hablaremos más veces. En época reciente se han encontrado preciosos materiales sobre ese tema en los papiros.

Al principio mismo de su reinado, Justiniano hubo de afrontar en la capital una sedición terrible.

El barrio principal de Constantinopla era el del circo o hipódromo, lugar predilecto de reunión para los habitantes de la capital, tan aficionados a las carreras de carros. Por lo común, el nuevo emperador comparecía, tan pronto como era coronado, en el hipódromo y allí, en el palco imperial o Kathisma, recibía las aclamaciones de la multitud. Los conductores de carros llevaban ropas de cuatro colores: verde, azul, blanco o rojo. Las carreras constituían el espectáculo más agradable a la ciudad desde que la Iglesia prohibiera los combates de gladiadores. En torno a los aurigas de cada color se agrupaban facciones muy bien organizadas. Estas facciones tenían su caja propia, pagaban el mantenimiento de los aurigas, de los caballos y de los carros, y rivalizaban y disputaban con los partidarios de otros colores. Pronto se las conoció bajo los nombres de verdes, azules, etc. El circo y las carreras, así como las facciones del circo, provenían del Imperio romano, de donde pasaron a Bizancio; una tradición literaria tardía remontaba su fundación a los tiempos mitológicos de Rómulo y Remo. El sentido inicial de los nombres de las cuatro facciones está poco claro. Las fuentes de la época de Justiniano (siglo VI) declaran que esos nombres correspondían a los cuatro elementos: tierra (verdes), agua (azules), aire (blancos) y fuego (rojos). Los espectáculos del circo tenían extraordinaria magnificencia. Los espectadores a veces llegaban a 50.000.

Poco a poco, las facciones del circo, designadas en la época bizantina por el nombre de demós, se transformaron en partidos políticos expresivos de determinadas tendencias políticas, sociales o religiosas. La voz de la muchedumbre del circo pasó a ser una especie de opinión pública y de voz de la nación. “A falta de una prensa —dice E. I. Uspenski—, el hipódromo se convirtió en el único lugar donde podía expresarse libremente la opinión pública, la cual, en ciertos momentos, dictó órdenes al gobierno”. El emperador aparecía a veces en el circo para dar a la multitud explicaciones de sus actos. En el siglo VI las facciones más influyentes eran la de los azules (venetoi), partidarios de la ortodoxia y a quienes, por lo tanto, también se llamaba calcedonios (partidarios del concilio de Calcedonia); y la de los verdes (prasinoi), que se atenían al monofisismo. Ya bajo el reinado de Anastasio, había estallado una insurrección en la capital y, tras terribles depredaciones, el partido ortodoxo, aclamando un nuevo emperador, se había precipitado en el hipódromo, donde compareció Anastasio aterrado, sin diadema, y ordenó al heraldo declarar al pueblo que estaba dispuesto a deponer el poder. Viendo la multitud al emperador en tan deplorable estado, calmóse y la insurrección concluyó. Tal episodio es característico del influjo ejercido por el hipódromo y la muchedumbre de la capital sobre el gobierno y el emperador. Anastasio, corno monofisita, había tendido a favorecer a los verdes.

Con Justino y Justiniano se impuso la ortodoxia, y con ella los azules. No obstante, Teodora era favorable a los verdes. De modo que en el mismo trono imperial encontraban defensores las facciones diversas.

Numerosas y diversas causas provocaron la terrible insurrección del 532 en la capital. La oposición dirigida contra Justiniano era triple: dinástica, política y religiosa. Los parientes de Anastasio vivían aun y se consideraban defraudados por la exaltación al trono de Justino primero y Justiniano después, y se apoyaban en el partido de los verdes, favorables al monofisismo. Se propusieron, pues, derribar a Justiniano. La oposición política nacía de la irritación general contra la administración superior, y sobre todo contra el famoso jurista Triboniano, de quien hablamos antes, y contra el prefecto del pretorio, Juan de Capadocia, quien había provocado honda indignación en el pueblo con sus abusos, ilegalidades, exacciones y crueldad. Finalmente la oposición religiosa nacía de los monofisitas, que habían sufrido graves vejaciones bajo Justino y Justiniano. Este conjunto de causas motivó una insurrección popular en la capital. Es interesante notar que azules y verdes, olvidando sus querellas religiosas por esta vez, se unieron contra el detestado gobierno. Las negociaciones que a través de un heraldo mantuvo el emperador con el pueblo reunido en el hipódromo, no condujeron a resultado alguno38. La revuelta se propagó muy de prisa por la ciudad. El grito de los sublevados, Nika, o “Victoria”, ha dado nombre a esta rebelión, designada en la historia como sedición Nika. Los edificios más bellos, los monumentos artísticos más admirables fueron incendiados y saqueados. La basílica de Santa Sofía ardió también. En su solar debía elevarse más tarde la famosa catedral de Santa Sofía. La promesa del emperador de destituir a Triboniano y a Juan de Capadocia, su arenga personal a las turbas, en el hipódromo, no surtieron efecto alguno. Un sobrino de Anastasio fue proclamado emperador. Justiniano y sus consejeros, refugiados en palacio, pensaban ya en huir de la capital, pero en aquel momento crítico acudió Teodora en socorro de su marido. Procopio reproduce su discurso, en el que ella, entre otras, expresa las siguientes ideas: “Es imposible al hombre, una vez venido al mundo, evitar la muerte; pero huir cuando se es emperador es intolerable. Si quieres huir, césar, bien está. Tienes dinero, los barcos están dispuestos y la mar abierta... Pero reflexiona y teme, después de la fuga, preferir la muerte a la salvación. Yo me atengo a la antigua máxima de que la púrpura es una buena mortaja”. Entonces se dio a Belisario la tarea de reprimir la insurrección, que duraba ya seis días. Belisario logró rechazar al pueblo sublevado hasta el hipódromo, cercándolo allí y dando muerte a treinta o cuarenta mil rebeldes. Aplastada la revuelta, Justiniano volvía a sentarse en un trono sólido. Los parientes de Anastasio fueron ejecutados.

Una de las características de la política interior de Justiniano es la lucha obstinada —y no explicada del todo— que mantuvo contra los grandes terratenientes. Conocemos esa lucha por las Novelas, por los papiros y por la Historia secreta de Procopio, quien, aun cuando se instituye en defensor de la nobleza y recoge en su obra acusaciones absurdas contra Justiniano, aquel advenedizo al trono imperial, no por eso deja de darnos una pintura muy interesantes de los conflictos sociales del siglo VI. El gobierno advertía que sus rivales más peligrosos eran los grandes terratenientes, que administraba sus dominios sin cuidarse para nada del poder central. En una de sus Novelas, Justiniano deplora la situación alarmante de las propiedades rurales, pertenecientes al Estado o a particulares, en las provincias, bajo el poder arbitrario de los magnates locales, y escribe al procónsul de Capadocia estas significativas líneas: “Hemos sido informados de abusos tan extraordinariamente graves cometidos en las provincias, que su represión difícilmente puede ser tentada por una sola persona revestida de gran autoridad. Incluso nos avergüenza decir la inconveniencia con que los intendentes de los señores se pasean rodeados de guardias personales, la cantidad de gentes que los acompañan y la impudicia con que todo lo roban”. Luego de decir algunas palabras sobre el estado de la propiedad, añade que “la propiedad del Estado se ha transformado casi por completo en propiedad privada, porque ha sido arrebatada y entregada al pillaje, incluso todos los tropeles de caballos, y ni un solo hombre ha elevado la voz para protestar, porque todas las bocas estaban cosidas con oro”. Resulta de estas declaraciones que los señores de Capadocia gozaban de plenos poderes en sus provincias, que poseían tropas propias, hombres de armas y escoltas, y que se apoderaban tanto de las propiedades de los particulares como de las públicas. También es interesante notar que esta Novela se publicó cuatro años después de la sedición Nika. Se encuentran en los papiros indicaciones análogas sobre el Egipto de la época de Justiniano. Uno de los miembros de la famosa familia aristocrática de los Apiones poseía en el siglo VI vastas propiedades rurales en todo Egipto. Poblados enteros pertenecían a sus posesiones. Su organización doméstica era casi real. Tenía secretarios, intendentes, ejércitos de trabajadores, consejeros, recaudadores de impuestos, un tesorero, una policía y hasta un servicio postal. Estos grandes señores empleaban prisiones propias y mantenían tropas personales. Las iglesias y monasterios poseían también extensos territorios.

Justiniano entabló una lucha implacable contra aquellos grandes propietarios rurales. Por medios diversos, como intromisión en las herencias; donaciones forzadas (y hasta falsificadas a veces) al emperador; confiscación merced a falsos testimonios; procesos religiosos tendientes a privar a la Iglesia de sus bienes territoriales, Justiniano se esforzó, consciente y metódicamente, en destruir la propiedad territorial de grandes vuelos. Se ejecutaron numerosas confiscaciones, sobre todo después de la tentativa revolucionaria del 532. Pero Justiniano no logró aplastar por completo a la alta aristocracia terrateniente, que siguió siendo uno de los elementos más peligrosos de la vida del Imperio en las siguientes épocas.

Justiniano advirtió los vicios de la administración, es decir, su venalidad, sus robos y sus exacciones, que entrañaban general empobrecimiento y ruina y daban inevitablemente nacimiento a desórdenes interiores en el Imperio. Comprendía que tal estado de cosas tenía efectos desastrosos sobre la seguridad social, la economía y la agricultura. Comprendió también que el desorden financiero implicaba una confusión general en la vida del Imperio y deseó vivamente poner remedio a tal situación. Estimaba deber del emperador establecer reformas nuevas y profundas, y concebía la misión reformadora del soberano como una obligación inherente a su estado y un acto de gratitud hacia Dios, que le había colmado de beneficios. Pero, representante convencido del absolutismo imperial, Justiniano veía en la centralización administrativa y el empleo de una burocracia perfeccionada y estrictamente obediente, el solo medio de mejorar la situación del Imperio.

Primero dirigió la atención al estado financiero del país, que inspiraba, con motivo, serios temores. Las empresas militares exigían enormes gastos y los impuestos se recaudaban más difícilmente cada vez. Ello inquietaba mucho al emperador, quien en una de sus Novelas escribió que, dados sus grandes gastos militares, sus súbditos debían apagar las tasas del Estado de buen grado e íntegramente”. Así, de una parte se hacía campeón de la inviolabilidad de los derechos del fisco y de otra se proclamaba defensor del contribuyente contra las extorsiones de los funcionarios.

Dos grandes Novelas del año 535 son características de la actividad reformadora de Justiniano, porque exponen los principios esenciales de su reforma administrativa y determinan con precisión las nuevas obligaciones de los funcionarios. Una de ellas prescribe a los gobernadores “tratar como padres a todos los ciudadanos leales, proteger a los súbditos contra la opresión, rehusar todo regalo, ser justos en los juicios y decisiones administrativas, perseguir al crimen, proteger al inocente, castigar al culpable, de acuerdo con la ley, y, en general, tratar a los súbditos como un padre trataría a sus hijos”. Pero, a la vez, los funcionarios, “guardando sus manos puras (es decir, rehusando dádivas) en toda circunstancia”, debían velar atentamente por las rentas del Imperio, “aumentando los tesoros del Estado y poniendo todo su cuidado en defender los intereses de aquél”. La Novela declara que, dada la conquista de África y la sumisión de los vándalos, así como las vastas empresas proyectadas, “es absolutamente necesario que los impuestos sean pagados íntegramente y de buena voluntad en los términos fijados. Así, si queréis dar buena acogida a los gobernadores y si les ayudáis a recaudar los impuestos pronta y fácilmente, Nos loaremos a los funcionarios por su celo y a vosotros por vuestra prudencia y una buena y tranquila armonía reinará por doquier entre gobernantes y gobernados”. Los funcionarios debían prestar juramento solemne de cumplir con honradez sus funciones y a la vez se les hacía responsables del cobro íntegro de los impuestos en las provincias que se les confiaban. Los obispos debían inspeccionar la conducta de los funcionarios. Los culpables de alguna falta incurrían en castigos severos, mientras los que cumplían su cargo con honradez podían obtener mejoras. Así, los deberes de funcionarios y contribuyentes aparecen muy netos en el ánimo de Justiniano: los primeros deben ser gente honrada; los segundos deben pagar sus impuestos de buen grado, con regularidad e íntegramente. En sus decretos posteriores el emperador se refiere a menudo a esos principios fundamentales de su reforma administrativa.

Todas las provincias del Imperio no fueron gobernadas de la misma manera. Algunas, sobre todo las fronterizas, pobladas por indígenas descontentos, exigían una administración más firme que otras. Ya vimos antes que las reformas de Diocleciano y de Constantino acrecieron desmesuradamente las divisiones provinciales y crearon un enorme cuerpo de funcionarios, produciendo a la par una separación estricta de las jurisdicción militar y civil. Con Justiniano hallamos varios ejemplos de ruptura de ese sistema y de regreso al anterior a Diocleciano. Justiniano, sobre todo en Oriente, reunió varias pequeñas provincias, haciendo que formasen una unidad más considerable, y en determinadas provincias del Asía Menor, donde solían sobrevenir conflictos y disputas entre las autoridades civiles y militares, reunió las funciones militares y civiles en manos de una sola persona, con título de pretor. El emperador prestó particular atención a Egipto, y en especial a Alejandría, que suministraba grano a Constantinopla. Según una Novela, la organización del tráfico de grano en Egipto y de su transporte a Roma, era terriblemente defectuosa. Para reorganizar aquel servicio, importante en grado sumo a la vida del Imperio, Justiniano dio al funcionario civil denominado augustalis (“vir spectabilis augustalis”) poderes militares sobre las dos provincias egipcias, así como sobre Alejandría, ciudad muy populosa y agitada. Pero tales tentativas de reagrupamiento de territorios y poderes no tuvieron en Justiniano un carácter sistemático.

Aunque poniendo en práctica en las provincias orientales la idea de la fusión de poderes, Justiniano hizo subsistir en Occidente la antigua separación de los poderes militar y civil, sobre todo en las recién conquistadas prefecturas de África del Norte e Italia.

Esperaba el emperador que con numerosos y apresurados edictos corregiría todos los defectos de la administración y, según sus propios términos, “daría al Imperio, con sus espléndidas empresas, una nueva flor”. La realidad no respondió a sus esperanzas, porque todos sus decretos no podían cambiar a las personas. Las posteriores Novelas prueban claramente que continuaban las rebeliones, extorsiones y pillajes. Era menester renovar sin cesar los decretos imperiales, recordando su existencia a la población. A veces, en ciertas provincias, hubo de proclamarse la ley marcial.

Falto de dinero y agobiado por necesidades urgentes, el propio Justiniano tuvo que recurrir en ocasiones a las mismas medidas que prohibía en sus edictos. Vendió cargos por gruesas sumas y, a pesar de sus promesas, creó nuevos impuestos, aunque sus Novelas muestran con claridad que le constaba la imposibilidad de la población de atender a sus cargos fiscales. Presionado por dificultades financieras recurrió a la alteración de la moneda y emitió moneda depreciada, pero la actitud del pueblo se volvió tan amenazadora, que hubo, casi inmediatamente, de revocar el edicto que lo disponía (Malalas). Todos los medios posibles e imaginables fueron puestos en obra para llenar las cajas del Estado, el fisco, “que ocupa el lugar del estómago, el cual nutre todas las partes del cuerpo”, según frase de Corippo, poeta del siglo VI. La severidad con que hacía percibir los impuestos alcanzó extremo rigor y produjo un efecto desastroso sobre la población, ya extenuada. Un contemporáneo dice que a una invasión extranjera hubiese parecido menos temible a los contribuyentes que la llegada de los funcionarios del fisco”. Las poblaciones pequeñas se empobrecieron y quedaron desiertas, porque sus habitantes huían para escapar a la opresión del gobierno. La producción del país descendió casi a nada. Estallaron revueltas. Comprendiendo que el Imperio estaba arruinado y que sólo la economía podía salvarlo, Justiniano aplicóse a ello, pero en la esfera donde más peligroso debía resultar. Redujo los efectivos del ejército y con frecuencia atrasó el pago de los soldados. Mas el ejército, compuesto sobre todo de mercenarios, se levantó a menudo contra semejante práctica y se vengó en las indefensas poblaciones.

La reducción del ejército tuvo otras consecuencias graves, pues dejó al descubierto las fronteras y los bárbaros pudieron penetrar impunemente en territorio bizantino y entregarse al pillaje. Las fortalezas construidas por Justiniano no se mantuvieron con la debida guarnición. Incapaz de oponerse a los bárbaros por la fuerza, Justiniano hubo de comprarlos, y ello arrastró a nuevas expensas. Con frase de Diehl, se creó un círculo vicioso. La falta de dinero había engendrado la disminución del ejército, y la insuficiencia de soldados exigió más dinero para pagar a los enemigos que amenazaban a Bizancio.

Si a esto se añaden las frecuentes carestías, las epidemias, los temblores de tierra, cosas todas que arruinaban a la población y aumentaban el presupuesto del gobierno, se puede imaginar el desolador panorama que presentaba el Imperio al final del reinado de Justiniano. De tal panorama hállase un eco en la primera Novela de Justino II, la cual habla “del tesoro público gravado de abundantes deudas y reducido a extrema pobreza”, y de “un ejército que carecía ya tanto de todo lo necesario, que el Imperio era frecuente y fácilmente atacado y devastado por los bárbaros”.

Los esfuerzos de Justiniano en la esfera de las reformas administrativas fracasaron completamente. En lo financiero el Imperio se hallaba a dos pasos de la ruina. Aquí no debemos perder de vista el estrecho lazo que unía la política interna con la externa del emperador. Sus vastas empresas militares en Occidente, con los inmensos gastos que exigían, arruinaron el Oriente y dejaron a los sucesores de Justiniano una herencia pesada y difícil. Las primeras Novelas prueban con claridad que Justiniano deseaba poner orden en la vida del Imperio y elevar el nivel moral de los órganos del gobierno, pero tan nobles intenciones no pudieron cambiarse en realidades vivas porque tropezaron con los planes militares del emperador, planes que le dictaba el concepto que tenía de sus deberes como heredero de los césares romanos.

El comercio bajo Justiniano. Cosmas Indicopleustes. Las fortificaciones.

El período de Justiniano marcó con una huella muy rotunda la historia del comercio bizantino. En el período cristiano, como en los tiempos del Imperio romano pagano, el comercio se mantenía sobre todo con Oriente. Los objetos de comercio más raros y preciosos llegaban de los remotos países chinos e hindúes. La Europa occidental, entonces en el estadio de la formación de nuevos Estados germánicos —algunos de los cuales fueron conquistados por los generales de Justiniano—, vivía en condiciones muy desfavorables para el desarrollo de una vida económica propia. El Imperio romano de Oriente, con su capital, tan ventajosamente situada, se convirtió, por fuerza de las cosas, en intermediario entre Oriente y Occidente, papel que conservó hasta las Cruzadas.

Pero el Imperio bizantino mismo no estaba en relación comercial directa con los países del Extremo Oriente, sino que el Imperio persa de los sasánidas le servía de intermediario, hallando enormes beneficios en las transacciones que practicaba con los mercaderes bizantinos. Hacia el Lejano Oriente existían entonces dos rutas, una terrestre, marítima la otra. Desde las fronteras occidentales de China llegaban las caravanas hasta la Sogdiana (hoy Bukhara) y la frontera persa y las mercancías pasaban de manos de los traficantes chinos a las de los persas, quienes las transportaban hasta las aduanas del Imperio bizantino. La vía marítima comprendía las etapas siguientes: los mercaderes chinos llevaban sus géneros en barcos hasta la isla de Trapobana (Ceilán), al sur de la península del Dekan. Allí las mercancías chinas eran transbordadas a buques, persas en su mayoría, que las llevaban por el océano índico y el golfo Pérsico a las desembocaduras de los ríos Tigris y Éufrates. Remontando este último río, alcanzaban la aduana bizantina sita en sus márgenes. Así que el comercio de Bizancio con Oriente dependía muy estrechamente de las relaciones que hubiera entre Persia y Bizancio, y como las guerras persobizantinas se habían hecho crónicas, las relaciones mercantiles de Bizancio con Oriente sufrían graves trabas y constantes interrupciones. El principal artículo comercial era la seda de China, cuyo secreto de fabricación celaban los chinos muy estrictamente. Las dificultades de la importación de la seda hacían subir mucho su precio y el de sus derivados en los mercados bizantinos. A más de seda, China y la India exportaban a Occidente perfumes, especias, algodón, piedras preciosas y otros artículos que hallaban en Bizancio vasta salida.

Deseoso de sacudir la dependencia económica de Bizancio respecto a Persia, Justiniano trató de encontrar otra vía comercial hacia la India y la China, vía que necesitaba ser exterior a la esfera del dominio pérsico.

Bajo Justiniano se publicó un notable escrito que nos da valiosos informes sobre la geografía de las cuencas del mar Rojo y océano Índico, así como sobre las relaciones comerciales con la India y China. Nos referimos a la Topografía o Cosmografía cristiana, escrita por Cosmas Indicopleustes a mediados del siglo VI.

Cosmas, natural de Egipto —y probablemente de Alejandría—, se dedicó al comercio desde su infancia, pero, descontento de las condiciones del comercio en su propio país, emprendió una serie de viajes lejanos, en cuyo transcurso visitó las orillas del mar Negro, la península del Sinaí, Etiopia (Abisinia), y acaso Ceilán. Cristiano y nestoriano, terminó su vida siendo monje. Su sobrenombre griego de Indicopleustes se encuentra ya en ediciones muy antiguas de su obra.

El objeto fundamental de la Topografía cristiana no ofrece gran interés aquí para nosotros, ya que Cosmas se proponía demostrar a los cristianos que, a pesar del sistema de Ptolomeo, la Tierra no tiene forma de esfera, sino más bien de una caja rectangular alargada semejante al altar del tabernáculo de Moisés. Sostenía, además, que el Universo entero posee una forma semejante a la de dicho tabernáculo. Pero la mucha importancia histórica de esa obra reside en los informes de orden geográfico y mercantil que nos da sobre la época de su autor. Éste informa concienzudamente al lector de las fuentes a las cuales ha apelado y da una apreciación muy completa de cada una de ellas. Separa sus propias observaciones, “hechas por un testigo ocular”, de los informes de otros testigos oculares y de los recogidos de versiones del boca en boca. Describe como testigo de vista el palacio del rey de Abisinia en la ciudad de Axum, en el reino llamado de Axum, y habla detalladamente de varias interesantes inscripciones de Nubia y de las costas del mar Rojo. Habla también de la fauna africana e india y, sobre todo (y este es el punto más importante), nos da importantes datos sobre la isla de Ceilán (Trapobana), explicando la importancia comercial de esa isla en la Alta Edad Media. De su relato se desprende que en el siglo VI, Ceilán era un centro de comercio internacional entre China por una parte y por otra el África, Persia y, a través de Persia, Bizancio. Según Cosmas, “la isla, estando, como está, en una situación central, es muy frecuentada por naves que proceden de todas las partes de la India, y de Persia, y de Etiopía”.

Es interesante notar que, a pesar de la ausencia casi completa de relaciones comerciales directas entre Bizancio y la India, ya desde la época de Constantino el Grande se veían monedas bizantinas en los mercados hindúes. Probablemente no las llevaban allí mercaderes bizantinos, sino persas y abisinios (axumitas). En la India septentrional y meridional se han descubierto monedas con el cuño de los emperadores bizantinos de los siglos IV, V y VI, es decir, Arcadio, Teodosio, Marciano, León I, Zenón, Anastasio y Justino. Y ello se debió a que en la vida económica internacional del siglo VI el Imperio bizantino desempeñaba un papel tan importante que, según Cosmas, “todas las naciones hacen su comercio con la moneda romana (la pieza de oro bizantina, nomisma o solidus), de una extremidad a otra de la Tierra. Esta moneda es mirada con admiración por todos los habitantes, cualquiera que sea el Estado a que pertenezca, porque no hay Estado alguno donde exista otra semejante”.

El mismo autor cuenta al propósito una historia muy interesante que muestra el profundo respeto que inspiraba en la India la nomisma bizantina. La historia, poco más o menos, reza así:

El rey de Ceilán había admitido a audiencia al mercader bizantino Sopatrus y a varios persas. Tras recibir sus saludos les mandó sentarse y les interrogó en qué estado se hallaban sus países y cómo iban sus respectivos asuntos. A lo que le contestaron: “Bien”. Más tarde, en el decurso de la plática, el rey preguntó: “¿Cuál de vuestros reyes es más grande y poderoso?” El decano de los persas, interviniendo con afán, dijo: “Nuestro rey es el más poderoso, el más grande y el más rico. Es, en verdad, el rey de reyes y puede hacer todo cuanto desee”. Sopatrus callaba. El rey le interpeló: “Y tú, romano, ¿nada tienes que decir? “¿Qué puedo yo decir —replicó Sopatrus— cuando tantas cosas ha dicho éste? Pero, si quieres saber la verdad, aquí tienes los dos reyes. Mira los dos tú mismo y verás cuál de ambos es más majestuoso y potente”. Expectante el rey a estas palabras, contestó: “¿Cómo puedes decir que tengo aquí los dos reyes?” “Tienes —argumentó Sopatrus— las monedas de los dos: la nomisma del uno y la dracma del otro. Examina las efigies de ambas y descubrirás la verdad”. Después de haberlas examinado, el rey declaró que los romanos eran una nación grande, poderosa y sabia. Hizo que se rindiesen grandes honores a Sopatrus, y, mandando montarle en un elefante, ordenó que se le condujera, a son de tambores, en torno a la ciudad. Tales sucesos fueron contados por el mismo Sopatrus y los compañeros que iban con él desde Adula. Los persas recibieron no corto disgusto.

Además del interés histórico y geográfico que presenta, la obra de Cosmas tiene también gran interés artístico, debido a las numerosas miniaturas que ilustran su texto. Es probable que algunas de esas miniaturas se deban al mismo autor. El manuscrito original del siglo VI no ha llegado a nosotros, pero los manuscritos posteriores de la Topografía cristiana contienen copias de las miniaturas originales y son, pues, una fuente preciosa para el estudio de la historia del arte bizantino —y especialmente alejandrino-primitivo. “Las miniaturas de la obra de Cosmas —dice N. P. Kondakov— son más características del arte bizantino de la época de Justiniano, o más bien de la parte brillante del reinado de dicho emperador, que ningún otro monumento de ese período, excepto algunos de los mosaicos de Ravena”.

La obra de Cosmas, traducida después a lengua eslava, goza entre los eslavos de gran predicamento. Hay numerosas versiones rusas de la Topografía cristiana, y las acompañan retratos del autor y numerosos grabados y miniaturas de gran interés para la historia del arte de la antigua Rusia.

Corno ya lo indicamos, Justiniano se proponía liberar el comercio bizantino de la dependencia de Persia. Para ello se necesitaba establecer relaciones directas con la India por el mar Rojo. En el ángulo nordeste de ese mar (golfo de Akaba) se abría el puerto bizantino de Aíla, desde donde las mercancías indias podían ser transportadas, por vía terrestre, remontando Palestina y Siria, hasta el Mediterráneo. En el ángulo noroeste del mar Rojo había otro puerto, Clisma (cerca de Suez), de donde partía un camino directo al Mediterráneo. En una de las islas sitas a la entrada del golfo de Akaba, en Jotaba (hoy Tiran), junto al extremo sur de la península del Sinaí, se estableció una aduana durante el reinado de Justiniano. Pero las naves bizantinas que surcaban el mar Rojo no eran bastantes en número para sostener un comercio regular. Por eso Justiniano, como señalamos más arriba, quiso establecer relaciones estrechas con los abisinios cristianos y el reino de Axum y les persuadió de que comprasen seda en la India y la revendiesen al Imperio bizantino. Parece que quería que los abisinios desempeñasen el papel de corredores entre la India y Bizancio, en substitución de los persas. Pero los esfuerzos del emperador no tuvieron éxito, porque los abisinios no lograron contrarrestar la influencia de los persas en la India y el monopolio de la compra de la seda siguió en manos de los mercaderes pérsicos. De manera que Justiniano no pudo abrir nuevas vías mercantiles con Oriente. En los intervalos de paz los persas siguieron siendo intermediarios en la parte más importante del total de transacciones mercantiles bizantinorientales, obteniendo de ellas grandes beneficios.

Pero la casualidad favoreció a Justiniano, ayudándole a resolver el problema del comercio de la seda, tan importante para el Imperio. Unos monjes, o, según otras fuentes, un persa44, lograron, burlando la vigilancia de los aduaneros chinos, pasar algunos capullos de gusanos de seda desde Serinda al Imperio bizantino, donde enseñaron a los griegos el secreto de la cría de dicho gusano. La nueva industria progresó rápidamente y en breve aparecieron grandes plantaciones de moreras. Se crearon y desarrollaron con rapidez fábricas de sedería. La más importante fue la de Constantinopla, pero hubo otras en las ciudades sirias de Beirut, Tiro y Antioquía, y más tarde en Grecia, sobre todo en Tebas. Existió una fábrica de seda en Alejandría y las llamadas sedas egipcias se vendían en Constantinopla. La industria de la seda pasó a ser monopolio del Estado, suministrando al gobierno un importante manantial de ingresos. Las sedas bizantinas se exportaban a toda Europa y ornaban los palacios de los reyes occidentales y las casas particulares de los mercaderes ricos. Justino, sucesor de Justiniano, pudo mostrar la fabricación de la seda en plena actividad a un embajador turco que se hallaba en su corte. Pero por considerables rentas que la industria de la seda produjese, no podían bastar para mejorar la situación general, tan crítica, de la hacienda del Imperio.

Justiniano, preocupado de todo lo que interesaba a la vida del Imperio, emprendió la gigantesca tarea de defenderlo contra los ataques de los enemigos que lo rodeaban y para ello hizo construir una serie de fortalezas. En pocos años levantó en todas las fronteras del Imperio una línea casi ininterrumpida de fortificaciones (castella): en África del Norte, sobre el Danubio y el Éufrates, en las montañas de Armenia, en la lejana península de Crimea... Así restauró y amplió el notable sistema defensivo creado por Roma en épocas anteriores. Con su obra constructora, Justiniano, en frase de Procopio, “salvó el Imperio”. Procopio también escribe en su mismo libro De aedificiis: “Si hubiésemos de enumerar todas las fortalezas elevadas en el Imperio por el emperador Justiniano (mencionándolas) a los hombres residentes en país lejanos y extranjeros e incapaces de comprobar personalmente nuestras palabras, estoy persuadido de que el número de esas construcciones les parecería fabuloso e increíble por completo.”. Aun hoy las ruinas que subsisten de las numerosas fortalezas erigidas en las fronteras del antiguo Imperio bizantino suspenden y pasman al viajero moderno.

Justiniano no limitó su actividad constructiva a trabajos de fortificación. Como emperador cristiano, presidió la erección de una gran cantidad de iglesias, entre ellas la incomparable Santa Sofía, de Constantinopla, de la que hablaremos después como de suceso que señala una época en la historia de Bizancio.

Todas las apariencias indican que fue también Justiniano quien hizo construir en las montañas de la lejana Crimea, en el centro de la colonia gótica que ya hemos mencionado, en Doru (más tarde Kankup), una gran iglesia o basílica donde, en el curso de investigaciones, se ha encontrado un fragmento de inscripción con el nombre de Justiniano.

 

Los sucesores inmediatos de Justiniano. Su política religiosa. Mauricio. Persia. Los eslavos y los ávaros. Creación de los exarcados.

Tan pronto como la poderosa personalidad de Justiniano desapareció de escena, todo el sistema artificial que mantenía el Imperio en un equilibrio provisional, se derrumbó. “A su muerte —dice Bury—, los vientos se escaparon de sus límites; los elementos de disociación comenzaron su obra; el sistema artificial se debilitó y la metamorfosis del Imperio, seguramente empezada hacía mucho, pero velada por los asombrosos acontecimientos del agitado reino de Justiniano, principió a manifestarse rápidamente y en su desnudez”.

El período comprendido entre el 565 y el 610 constituye una de las épocas más desoladas de la historia bizantina. La anarquía, la miseria, las calamidades se desencadenaron en todo el Imperio. Las turbulencias entonces reinantes llevaron a decir a Juan de Éfeso, el historiador del reinado de Justino II, que el fin del mundo se aproximaba. Finlay escribe sobre aquella época: “Quizá no haya habido en la historia período en que la sociedad se haya encontrado en tal universal estado de desmoralización”.

Los sucesores inmediatos de Justiniano fueron Justino II el Joven (565-578), Tiberio II (578-582), Mauricio (582-602) y Focas (602-610). El más eminente de estos cuatro emperadores fue Mauricio, soldado enérgico y jefe experimentado. Una mujer, Sofía, la decidida esposa de Justino II, ejerció gran influencia en los asuntos públicos, recordándonos en esto a Teodora.

Los hechos más salientes de la política exterior de los citados emperadores fueron la guerra contra los persas, la lucha contra eslavos y avaros en la península balcánica y la conquista de Italia por los lombardos. Desde el punto de vista interior ha de notarse la política rigurosamente ortodoxa de estos emperadores y la creación de los dos exarcados.

La paz de cincuenta años convenida con Persia por Justiniano fue denunciada bajo Justino II, quien se negó a continuar el pago de la suma anual estipulada. La hostilidad común de bizantinos y turcos contra los persas condujo al desarrollo de relaciones muy interesantes entre los dos primeros de dichos pueblos. Los turcos habían aparecido poco antes en el Asia Occidental y en las proximidades del Caspio. Ocupaban los países comprendidos entre China y Persia y veían en ésta su principal enemiga. Una embajada turca franqueó los montes del Cáucaso y tras largo viaje llegó a Constantinopla, donde obtuvo inmejorable acogida. Se comenzó a pensar en una especie de alianza ofensivo- defensiva contra Persia, entre turcos y bizantinos. Al respecto es de notar la propuesta turca al gobierno bizantino: servir los turcos de intermediarios en el comercio de la seda entre China y Bizancio, sin pasar por Persia. O sea que los turcos proponían a los bizantinos lo que había deseado Justiniano, con la sola diferencia de que el último había querido llegar a su fin por vía marítima y meridional y los turcos, bajo Justino II, proponían la septentrional y terrestre. Pero las negociaciones turcobizantinas no condujeron a la conclusión de una alianza efectiva seguida de una acción concertada contra los persas, porque Bizancio, hacia el 570, estaba más directamente interesada en los asuntos occidentales y sobre todo en los de Italia, que los lombardos habían invadido. Además, las fuerzas militares turcas no parecían muy considerables a Justino. En todo caso, el resultado de aquellos tratos bizantino-turcos fue hacer más tirantes aún las relaciones de Bizancio con Persia.

Durante los reinados de Justino, Tiberio y Mauricio, se sostuvo guerra con Persia. Hubo de abandonarse el asedio de Nisibe, y Darás, plaza fortificada fronteriza, pasó a manos del enemigo. Además de esta derrota en el frente oriental, Bizancio sufrió en sus provincias de la península balcánica una invasión de los avaros, llegados de allende el Danubio. La pérdida de Darás produjo gran impresión sobre el débil Justino, quien enloqueció. Un cronista sirio del siglo XII, citando, naturalmente, una fuente anterior, nota: “Sabiendo que Darás había sido tomada... el emperador fue afligido. Mandó cerrar las tiendas y césar el comercio”. La emperatriz Sofía obtuvo, el 574, una tregua de un año, comprada por 45.000 piezas de oro.

La guerra sostenida bajo Tiberio y Mauricio fue más feliz para el Imperio bizantino, favorecido por los disturbios interiores surgidos en Persia en torno a la posesión del trono. El tratado de paz concluido por Mauricio tuvo gran importancia para el Imperio. La Armenia persa y la Mesopotamia oriental, con la ciudad de Darás, se cedían a Bizancio; el humillante tributo anual qué debía pagarse a los persas se anulaba, y, en fin, el Imperio, libre del peligro persa, podía concentrarse en los asuntos de Occidente y sobre todo en las incesantes invasiones de eslavos y avaros en la península balcánica.

En el reinado de Focas se inició una nueva guerra contra los persas, que tuvo considerable importancia para el Imperio bizantino. De ella hablaremos después, ya que sólo concluyó bajo el reinado de Heraclio. Después de La muerte de Justiniano ocurrieron graves sucesos en la península balcánica. Las fuentes sólo dan sobre esos hechos datos fragmentarios.

Ya indicamos que, bajo Justiniano, los eslavos hacían frecuentes incursiones en dicha península, avanzando bastante hacia el sur e incluso amenazando a veces Tesalónica. Muerto Justiniano, continuaron tales incursiones. Pero entonces muchos eslavos quedáronse en las provincias bizantinas y gradualmente fueron ocupando la península. En su invasión les ayudaron las avaros, pueblo de origen turco, que vivía entonces en Panonia. Eslavos y avaros amenazaron la capital y las orillas del mar de Mármara y el Egeo, penetraron en Grecia y llegaron hasta el Peloponeso. La noticia de aquellas invasiones bárbaras se difundió hasta Egipto, donde Juan, obispo de Nikiu, escribía, en el siglo VII, bajo Focas, lo siguiente: “Se refiere, respecto al Imperio romano, que los reyes de aquel tiempo, con los bárbaros, pueblos extranjeros, y los ilirios, asolaban las ciudades de los cristianos y conducían cautivos a los habitantes. Sólo se salvó la ciudad de Tesalónica, porque sus muros eran sólidos y, gracias a la protección de Dios, los pueblos extranjeros no lograron apoderarse de ella, pero toda la provincia fue despoblada”45. En 1830, un sabio alemán pretendió que a fines del siglo VI los griegos habían sido completamente destruidos por los eslavos. Después discutiremos esta teoría. Digamos de momento que para el estudio del problema del establecimiento de los eslavos en la península balcánica debemos apelar sobre todo a las Actas del mártir Demetrio, protector de Tesalónica, uno de los principales centros eslavos de la península. Uno de los autores del libro de los Milagros de San Demetrio, fue Juan, arzobispo de Tesalónica, que vivió en la primera mitad del siglo VII. Esa fuente contemporánea nos da una verdadera fuente de informes sobre las invasiones ávaroeslavas en la península balcánica. Según tal fuente, Tesalónica fue sitiada dos veces en vano, a fines del siglo VI, por eslavos y avaros.

A fines del siglo VI y principios del VII prosiguió el empuje de eslavos y avaros hacia el sur, sin que los bizantinos pudiesen contenerlo. Ello motivó en la península importantes cambios etnográficos, ya que se encontró ocupada, en su mayoría, por eslavos advenedizos. Ciertas fuentes, al referirse a este período, hablan de los avaros como si fuesen eslavos. Esto se explica porque los escritores contemporáneos tenían informes harto vagos sobre las tribus nórdicas y confundían a eslavos y avaros, viendo que ambos pueblos practicaban juntos sus incursiones.

Muerto Justiniano, Italia no fue protegida lo suficiente contra las invasiones de sus enemigos, y por tanto, cayó fácil y rápidamente en manos de un nuevo pueblo bárbarogermánico: los lombardos, quienes habían aparecido en las inmediaciones de aquellos países sólo pocos años después del aniquilamiento del reino ostrogodo por Justiniano.

A mediados del siglo VI, los lombardos, de concierto con los avaros, destruyeron el reino fundado por la tribu bárbara de los gépidos sobre el Danubio central. Más tarde, acaso por temor a sus propios aliados, los lombardos pasaron de Panonia a Italia mandados por su rey Alburno. Les acompañaban sus mujeres e hijos y sus tropas comprendían tribus diversas, entre las cuales resaltaban por su número las sajonas.

La tradición popular ha cometido la injusticia de acusar al anciano gobernador de Italia y antiguo general de las tropas de Justiniano, Narsés, de haber llamado a Italia a los lombardos. Semejante acusación debe considerarse desprovista en absoluto de fundamento. A raíz de la exaltación de Justino II al trono, Narsés se retiró a causa de su avanzada edad y falleció en Roma.

En 568 los lombardos invadieron el norte de Italia. Avanzaban como una horda salvaje, devastando cuantas localidades atravesaban. Eran arrianos de religión. No tardaron en someter la Italia septentrional, que tomó el nombre de Lombardía. El gobernador bizantino, falto de bastantes fuerzas para resistir a los lombardos, permaneció al amparo de los muros de Ravena. Los bárbaros, luego de conquistado el norte de Italia, se dirigieron hacia el sur, eludiendo Ravena. Sus numerosas hordas se esparcieron por casi toda la península y ocuparon con la mayor facilidad, las ciudades, carentes de defensa. Así llegaron al sur de Italia, tomando Benevento. Si bien no entraron en Roma, ésta se halló rodeada de bárbaros por el norte, el este y el sur. Los bárbaros cortaban toda comunicación entre Ravena y Roma, de suerte que la última no podía contar con socorros del gobernador bizantino de Ravena. Y menos con la ayuda de los emperadores de Constantinopla, más lejanos todavía y atravesando a la sazón, según vimos, uno de los períodos más críticos y turbados de la historia del Oriente. Así, pronto asistió Italia a la fundación de un gran reino germánico: el lombardo. El emperador Tiberio, y más aun Mauricio, trataron de hacer alianza con el rey de Austrasia, Childeberto II (570-595), a fin de inclinarle a emprender las hostilidades contra los lombardos y arrojarlos de Italia. El emperador y el rey cambiaron varias embajadas y el Mauricio envió a Childeberto o a su madre, Brunequilchi, cincuenta mil piezas de oro (solidi), adoptando, además, a Childeberto, que así pasó a ser su hijo, como Justiniano adoptara a Teodoberto. Pero los esfuerzos de Mauricio para asegurarse el auxilio austrasiano fracasaron repetidas veces. Childeberto envió sus tropas a Italia, mas fue con la intención de recuperar las antiguas posesiones francas y no de conquistar Italia para Mauricio. Más de un siglo y medio había de pasar antes de que los reyes francos, llamados esta vez por el Papa y no por el emperador, destruyesen la dominación lombarda en Italia. Abandonada a su destino, Roma hubo de sufrir varios asedios lombardos, pero halló un defensor en la persona del Papa, quien, por la fuerza de las cosas, se vio obligado a ocuparse, no sólo de la vida espiritual de su grey romana, sino de organizar la defensa de la ciudad contra los lombardos. Por entonces —fines del siglo VI— tuvo la Iglesia romana a su cabeza uno de sus hombres más eminentes: el Papa Gregorio I el Grande. El tal había pasado seis años como apocrisiarius o nuncio del Papa en Constantinopla, sin llegar a aprender ni siquiera los rudimentos de la lengua griega, pero, pese a su ignorancia en ese punto, mostró conocer perfectamente, al llegar al Pontificado, la vida y la política del Imperio.

La conquista de Italia por los lombardos demostró con toda evidencia el fracaso de la política exterior de Justiniano en Occidente, donde el Imperio no poseía fuerzas bastantes para conservar el reino ostrogodo sometido. Por otra parte, las invasiones lombardas pusieron los cimientos a la progresiva separación de Italia y del Imperio bizantino, así como del debilitamiento de la influencia del emperador en Italia.

En su política religiosa, los sucesores de Justiniano favorecieron a los ortodoxos, y los monofisitas sufrieron en ciertos momentos persecuciones muy severas. Así sucedió durante Justino II. Es interesante examinar las relaciones del Imperio bizantino y la Iglesia romana bajo Mauricio y Focas. La Iglesia romana, representada por Gregorio el Grande, se pronunció contra el título de “ecuménico” asumido por el patriarca de Constantinopla. En carta a Mauricio, Gregorio acusaba a Juan el Ayunador de excesivo orgullo.

“Me veo obligado —escribía el Papa— a lanzar una gran voz, diciendo: O témpora! O more! Cuando toda Europa ha caído en poder de los bárbaros, cuando las ciudades son destruidas, las fortalezas arrasadas, las provincias despobladas; cuando el hombre ya no labora el suelo, cuando los adoradores de ídolos están desencadenados y reinan para perdición de los fieles, en este momento los sacerdotes, que deberían tenderse, llorando, en tierra y cubrirse de cenizas, ambicionan nuevos títulos profanos, orgullosos de esa gloría vana. ¿Es que en este asunto, muy pío emperador, defiendo mi propia causa? ¿Es que vengo una ofensa personal? No; defiendo la causa de Dios todopoderoso y la causa de la Iglesia universal. Debe ser abatido aquel que ofenda a la santa Iglesia universal, aquel en el corazón del cual arraigue el orgullo, quien quiera ponerse por encima de la dignidad de vuestro Imperio con su título particular”.

Pero el Papa no fue atendido y por algún tiempo se abstuvo de enviar representantes Constantinopla. Cuando el 602 estalló una revolución en la capital contra Mauricio, y Focas fue proclamado emperador, Gregorio le dirigió una carta poco apropiada en forma y fondo al destinatario, tirano absurdo exaltado al trono bizantino. Véase un párrafo de la carta de Gregorio:

“Gloria a Dios en lo más alto de los Cielos... Que el Cielo se regocije; que la tierra se estremezca de alegría (Salmos, 95:2). Que todo el pueblo del Imperio, profundamente entristecido hasta este día, se congratule de vuestras excelentes acciones... Que cada uno se goce en la libertad al fin devuelta bajo el cetro del pío emperador. Porque he aquí la diferencia que existe entre los reyes de otras naciones y los emperadores; y es que los reyes reinan sobre esclavos, mientras los emperadores del Estado romano reinan sobre hombres libres”. Sin duda, la actitud del Papa produjo impresión en Focas, porque el segundo sucesor de Gregorio en el trono pontifical obtuvo que Focas prohibiese al patriarca de Constantinopla llamarse “ecuménico”, así como una declaración según la cual “el trono apostólico del bienaventurado apóstol Pedro era la cabeza de todas las Iglesias”.

De esta manera, mientras en sus empresas exteriores e interiores Focas sufría fracasos y provocaba la irritación de sus subditos, sus relaciones con Roma, fundadas en concesiones por parte del emperador, fueron durante todo su reinado amistosas y apacibles. Para conmemorar tan buenas disposiciones entre Roma y Bizancio, el exarca de Ravena hizo erigir en el Foro romano una columna, que todavía existe hoy, con una inscripción en honor de Focas. Las conquistas lombardas en Italia motivaron importantes cambios en la administración de este país.

Cambios tales, con la reforma análoga y contemporánea de la administración del África del Norte, constituyen la base del régimen de los temas que se desarrolló a continuación en todo el Imperio.

Las autoridades bizantinas de Italia no podían oponer resistencia suficiente a los lombardos, que se habían adueñado de dos tercios de la península. En tales circunstancias, y ante el grave peligro que amenazaba a Italia, el gobierno bizantino decidió fortificar su poder concentrando en manos de los gobernadores las funciones civiles y militares. Al frente de la administración bizantina en Italia fue puesto un gobernador militar con el título de exarca, con residencia en Ravena y al que quedaron subordinados todos los funcionarios civiles. La creación del exarcado de Ravena data de fines del siglo VI, época del emperador Mauricio. La concentración de funciones administrativas y judiciales en manos de la autoridad militar no significaba la supresión inmediata de los funcionarios civiles, que seguían existiendo, paralelos a las autoridades militares, aunque subordinados a ellas. Sólo más tarde las autoridades civiles, según toda probabilidad, desaparecieron, siendo substituidas por las militares. El exarca, como representante de la autoridad imperial, introdujo en su gobierno los rasgos, de esencia imperial, del cesaropapismo, convirtiéndose en arbitro de los asuntos religiosos del exarcado. El exarca, provisto de poderes ilimitados, gozaba de honores imperiales; su palacio de Ravena se llamaba sagrado (Sacrum Palatium, nombre dado tan sólo a las residencias imperiales); cuando el exarca llegaba a Roma se le acogía como a un emperador y el Senado, el clero y el pueblo iban a su encuentro en procesión solemne, extramuros de la ciudad. Todos los asuntos militares, la administración civil, lo judicial y lo financiero dependían del exarca.

Si el exarcado de Ravena debió su creación a la invasión de los lombardos en Italia, el de África del Norte, creado en lugar del antiguo reino vándalo, comenzó a existir en virtud de un peligro análogo, provocado por los lugareños africanos, moros o bereberes, que se sublevaban a menudo contra las tropas bizantinas de ocupación. Los orígenes del exarcado de África, o de Cartago, como se le llama con frecuencia, por el lugar de residencia del exarca, remóntase también a Mauricio. El exarcado de África recibió igual organización que el de Ravena y el exarca africano poseía iguales ilimitadas prerrogativas que su colega italiano.

De cierto, sólo la necesidad forzó al emperador a crear funciones administrativas de poderes tan ilimitados como los del exarca, quien, si lo deseaba y concurrían algunas circunstancias favorables, podía cambiarse en un muy peligroso rival del emperador. Pronto veremos, en efecto, cómo el exarca de África alzó el estandarte de la revuelta contra Focas y cómo el hijo del exarca se convirtió, en 610, en emperador.

Los exarcas de África, hábilmente escogidos por Mauricio, gobernaron el país con talento y lo defendieron con energía y éxito contra los levantamientos de los indígenas; pero los exarcas de Ravena no lograron conjurar el peligro lombardo.

El bizantinista francés Diehl tiene razón al ver en los exarcados el origen de la organización de los temas (provincias o distritos militares), es decir, la reforma territorial del Imperio bizantino, reforma que a partir del siglo VII comenzó a ser aplicada progresivamente a todo el territorio y cuyo rasgo distintivo fue la preponderancia del poder militar sobre el civil.

Así como las invasiones de lombardos y moros causaron cambios tan importantes en Occidente a fines del siglo VI, así las invasiones de persas y árabes habían de producir, algún tiempo después, análogas reformas en Oriente, y las de eslavos y búlgaros otras semejantes en la península balcánica.

La desgraciada política exterior de Focas ante avaros y persas y el sanguinario terror con que esperaba salvar su situación, provocaron el levantamiento de Heraclio, exarca de África. Cuando Egipto se unió al sublevado, la flota africana, a las órdenes del llamado también Heraclio, hijo del exarca y destinado a ser el futuro emperador, marchó hacia la capital, la cual abandonó a Focas, declarándose por Heraclio. Focas, hecho prisionero, fue ejecutado y Heraclio ascendió al trono el 610, inaugurando una nueva dinastía.

La cuestión de los eslavos en Grecia.

La penuria de fuentes relativas a las invasiones eslavas en la península balcánica en la segunda mitad del siglo VI ha dado origen a una teoría que sostiene la completa eslavización de Grecia. Tal teoría, nacida a principios del segundo cuarto del siglo XIX, ha provocado vivas controversias científicas.

Entre 1820-30, toda Europa se apasionó, con profunda simpatía, por la causa de los griegos, que habían empuñado la bandera de la insurrección contra los turcos. Tras una resistencia heroica, aquellos hombres, que luchaban por la libertad, lograron la independencia, creando, con ayuda de las potencias europeas, un reino griego separado. Europa, entusiasmada, vio en aquellos héroes a los hijos de la antigua Hélade, reconociendo en ellos las características de Leónidas, de Epaminondas y de Filopomeno. Mas entonces se elevó, en una pequeña ciudad alemana, una voz que advirtió a la consternada Europa que por las venas de los habitantes del nuevo Estado griego no corría una sola gota de verdadera sangre helena; el magnánimo impulso europeo en pro de los hijos de la sagrada Hélade se fundaba en un equívoco y que el antiguo elemento griego había desaparecido hacía mucho, siendo sustituido por elementos etnográficos nuevos y completamente extraños a Grecia, ya que su origen era principalmente eslavo y albanés. El hombre que pública y valerosamente osó proclamar tan nueva teoría, que quebraba en sus fundamentos las creencias de la Europa de entonces, era Fallmerayer, a la sazón profesor de Historia general en un liceo alemán.

Leemos en el primer tomo de su libro Geschichte dar Halbinsel Morca Wdhrend des Mittelalters (“Historia de la península de Morca en la Edad Media”), obra publicada en 1830: “La raza helénica, en Europa, está completamente aniquilada. La belleza del cuerpo, los vuelos del espíritu, la sencillez de las costumbres, el arte, la palestra, las ciudades, la campiña, el lujo de las columnas y de los templos, el nombre mismo del pueblo han desaparecido del continente griego. Una doble capa de ruinas y de fango dejadas por dos razas nuevas y diferentes recubre las tumbas de los antiguos griegos. Las inmortales creaciones del espíritu de la Hélade y algunas ruinas antiguas sobre el suelo natal constituyen hoy el único testimonio de la existencia, en el pasado, del pueblo heleno. Y sin esas ruinas, sin esos montículos funerarios y esos mausoleos, sin su suelo y sin la desgraciada suerte de sus habitantes, sobre quienes los europeos de nuestra época han derramado, en un impulso de humana ternura, su admiración, sus lágrimas y su elocuencia, menester sería decir que sólo un vano espejismo, una imagen sin alma, un ser colocado fuera de la naturaleza de las cosas, ha emocionado las fibras más íntimas de sus corazones. Porque no hay una sola gota de verdadera sangre helena, pura de toda mezcla, en las venas de la población cristiana de la Grecia moderna. Una tempestad terrible dispersó sobre toda la extensión comprendida entre el Ister y los más apartados rincones del Peloponeso, una raza nueva, emparentada con el gran pueblo eslavo. Los eslavos-escitas, los arnauta-ilirios, los hijos de los países hiperbóreos, parientes de sangre de servios y búlgaros, dálmatas y moscovitas, tales son los pueblos que hoy llamamos griegos y cuyo origen hacernos remontar, con gran sorpresa de ellos mismos, a Feríeles y Filopomeno... La población, de rasgos eslavos, de cejas en forma de media luna, de pómulos pronunciados, de los pastores de las montañas albanesas, no es, a buen seguro, la posteridad de sangre de Narciso, de Alcibíades y de Antinoo. Sólo una imaginación romántica y desbordada puede en nuestros días soñar en el renacimiento de los helenos antiguos, con su Sófocles y su Platón”.

Fallmerayer pensaba que las invasiones eslavas del siglo VI habían producido en el Imperio bizantino una situación tal que éste, sin haber perdido una sola provincia, no podía considerar como sus súbditos propiamente dichos sino los habitantes de las provincias costeras y de las ciudades fortificadas. La aparición de los avaros en Europa habría sido un hecho histórico de máxima importancia para Grecia, puesto que con ellos llegaron también los eslavos, impulsados por los primeros a la conquista del sacro suelo de la Hélade y el Peloponeso.

Fallmerayer fundaba principalmente su teoría en las indicaciones que se hallan en Evagrio, historiador eclesiástico de fines del siglo VI, y el cual escribe en su historia: “Los avaros, habiéndose aproximado dos veces a las fortificaciones llamadas Murallas Largas, se apoderaron de Singidunum (Belgrado), de Anchialo y de toda Grecia, con otras ciudades y fortalezas, poniéndolo todo por doquier a sangre y fuego, en un momento en que las más de las fuerzas del Imperio estaban peleando en Oriente”.

La expresión toda Grecia permite a Fallmerayer hablar del exterminio de los griegos en el Peloponeso. Que Evagrio hable de avaros no le obstaculiza, ya que entonces avaros y eslavos practicaban juntos sus incursiones. Fallmerayer sitúa esa invasión concreía en el 589. Pero tal invasión, dice, no exterminó por completo a los griegos. Según Fallmerayer, el golpe final a la población griega lo asestó la peste, llegada de Italia el 746. Se halla mención de ese acontecimiento en un famoso pasaje de aquel escritor coronado del siglo X que se llamó Constantino Porfirogénito. Hablando del Peloponeso en una de sus obras, este autor observa que, después de aquella terrible peste, “todo el territorio fue eslavizado y se transformó en bárbaro”. Según Fallmerayer, el año de la muerte del emperador Constantino Coprónimo (775) puede considerarse como la fecha en que el desolado país se pobló de eslavos, esta vez de manera completa y definitiva, comenzando poco a poco a cubrirse de ciudades y aldeas nuevas.

En una obra posterior, Fallmerayer extiende sus conclusiones al Ática, sin aducir pruebas sólidas. En el segundo tomo de su Historia de la península de Morea presenta una nueva teoría “albanesa”, según la cual los grecoeslavos que habitaban Grecia fueron reemplazados y sometidos por colonos albaneses en el segundo cuarto del siglo XIV con lo que, según él, la revolución griega del siglo XIX ha sido, en realidad, obra de albaneses.

El primer adversario serio de Fallmerayer fue el historiador alemán Carlos Hopf. Éste había estudiado con agudeza el problema del establecimiento de los eslavos en Grecia, y en 1867 publicó una Historia de Grecia desde el principio de la Edad Media hasta nuestros días. Pero Hopf cae en otro extremo al querer disminuir a toda costa el papel del elemento eslavo en Grecia. Según él, las colonias eslavas en Grecia no existieron sino del 750 al 807. Antes de 750 Grecia no tuvo tales colonias. Respecto a la eslavización del Ática, Hopf demostraba que la teoría de Fallmerayer fundábase en un documento apócrifo.

La abundante literatura sobre este tema, aunque a menudo contradictoria y divergente, nos permite llegar a las siguientes conclusiones: hubo en Grecia colonias eslavas muy importantes a partir de fines del siglo VI, pero su fundación no produjo la eslavización total del país ni el exterminio de los griegos. Además, diversas fuentes mencionan la presencia de eslavos en Grecia, sobre todo en el Peloponeso, durante toda la Edad Media y hasta el siglo VI. La fuente más importante relativa a los principios de la eslavización de la península balcánica —las Actas de San Demetrio— no ha sido utilizada debidamente por los sabios, incluyendo a Fallmerayer y Hopf.

Los sabios han discutido a menudo la originalidad de la teoría de Fallmerayer, cuya opinión, en rigor, no era una novedad. Ya antes de él se había hablado del influjo eslavo en Grecia. Fallmerayer se redujo a expresar su opinión de manera directa y tajante. Hace poco un sabio ruso (N. Petrovski) ha expuesto el criterio de que el verdadero instigador de la teoría de Fallmerayer fue el eslavista Kopitar, sabio vienés del siglo XIX. Kopitar desarrolló en sus escritos la idea de que el elemento eslavo había tenido importante papel en la formación de la nueva nación griega. En verdad, Kopitar no profundizaba con detalle su teoría, porque no deseaba emitir una paradoja anticientífica y chocar a sus contemporáneos.

“Las proposiciones extremas de la teoría de Fallmerayer —dice Petrovski— no pueden hoy defenderse, después del profundo estudio que se ha hecho del problema; pero la teoría en sí, expuesta por el autor de manera tan armoniosa y aguda, merece con buen derecho atraer la atención de los mismos historiadores que no admiten esa teoría en su integridad o parcialmente”. Y, de hecho, tal teoría, a pesar de sus evidentes exageraciones, ha cumplido una gran misión en la ciencia histórica, dirigiendo la atención de los sabios sobre una cuestión interesante pero no por eso oscura que es el problema de los eslavos en Grecia durante la Edad Media. Finalmente, los escritos de Fallmerayer adquieren una importancia histórica general más considerable aun si se tiene en cuenta que el autor es el primer sabio que puso su atención en las transformaciones etnográficas experimentadas en la Edad Media, no sólo por Grecia, sino por la península balcánica en general”.

Literatura. Instrucción y arte en la época de Justiniano. Examen de conjunto.

La época comprendida entre 518 y 610 lleva la huella de la múltiple actividad de Justiniano, que pasmó a sus contemporáneos mismos. En los diversos campos de la literatura y la instrucción, tal actividad legó a la posteridad una herencia muy rica. El propio Justiniano escribió obras de tipo dogmático o himnológico. Uno de sus sucesores, Mauricio, mostró también un vivo gusto por las letras, favoreció y alentó la literatura y tenía la costumbre de pasar las veladas discutiendo o meditando cuestiones poéticas e históricas.

Aquel período tuvo varios historiadores, a quienes las empresas de Justiniano proveyeron de ricos materiales para sus narraciones.

El historiador principal del período Justiniano fue Procopio de Cesárea, quien en sus escritos nos da un cuadro muy completo de un complejo reinado rico en sucesos. Tras estudiar Derecho, Procopio pasó a ser secretario y consejero del famoso Belisario, con quien participó en las. campañas contra vándalos, godos y persas. Procopio es notable a la vez como historiador y como escritor. Como historiador se hallaba en situación muy favorable respecto a fuentes e informaciones directas. Su intimidad con Belisario le permitía consultar todos los documentos oficiales conservados en despachos y archivos, y, por otra parte, su intervención activa en las campañas militares y el perfecto conocimiento que tenía del país, le dieron ocasión de obtener una documentación del más alto precio, merced a sus observaciones personales y a los testimonios que recogió de boca de sus contemporáneos.

En estilo y composición, Procopio imita a menudo a los historiadores clásicos, sobre todo a Herodoto y Tucídides. Pero, aunque su lenguaje dependa del antiguo griego de los clásicos historiadores y aun cuando la exposición resulte un tanto artificial, Procopio nos presenta un estilo lúcido, vigoroso, lleno de imágenes. Tres obras se deben a la pluma de Procopio. La más considerable es la Historia en ocho libros, que relata las guerras de Justiniano contra persas, vándalos y godos. El autor muestra en esta obra otros numerosos aspectos del gobierno de Justiniano. Aunque el espíritu general de la obra sea algo laudatorio respecto al emperador, no obstante ofrece repetidas veces la expresión de la amarga verdad. La Historia puede considerarse una historia general de la época de Justiniano.

La segunda obra de Procopio, Sobre las construcciones es un panegírico ininterrumpido del emperador y fue probablemente escrita por orden de este. El fin principal del libro es dar una lista y descripción de la multitud de edificios erigidos por Justiniano en las diversas partes de su vasto Imperio. Prescindiendo de las exageraciones retóricas y las alabanzas excesivas, la obra contiene una rica documentación geográfica, topográfica y financiera y es una fuente valiosa para la historia económica y social del Imperio. La tercera obra de Procopio, sus Anécdotas o Historia secreta, difiere en absoluto de las otras dos, y constituye un libelo grosero contra el gobierno despótico de Justiniano y de Teodora, su mujer. El autor se propone difamar al emperador, a Teodora, a Belisario y a la esposa de éste, y Justiniano aparece como autor de todos los males que afligieron al Imperio en aquel período. Esta obra presenta tan impresionantes contradicciones con las otras dos, que los críticos empezaron dudando de la autenticidad de la Historia secreta, pues parecía imposible que los tres libros hubiesen sido compuestos por una misma persona. Sólo tras un estudio profundo y comparativo de la Historia secreta y de otras fuentes sobre la época de Justiniano se ha admitido en definitiva que la obra es un escrito auténtico de Procopio. Bien utilizada, la Historia secreta es una fuente importante para la historia interior del Imperio bizantino en el siglo VI. De modo que todos los trabajos de Procopio, a pesar de sus exageraciones sobre las cualidades o vicios de Justiniano, son documentos contemporáneos de la mayor importancia y nos permiten conocer de manera directa e íntima la historia de ese período. Pero esto no es todo. La historia y la antigüedad eslavas hallan en Procopio informes de valor inapreciable sobre la vida y creencias de los eslavos, así como los pueblos germánicos pueden espigar en las obras de ese autor numerosos hechos tocantes a su historia primitiva.

Un contemporáneo de Justiniano y Procopio, Pedro el Patricio, hombre de leyes y diplomático brillante, fue enviado varias veces como embajador al Imperio persa y a la corte ostrogótica donde estuvo prisionero algunos años. Sus escritos comprenden historias, o bien una historia del Imperio romano donde se relatan, según los extensos fragmentos que nos han llegado, los hechos comprendidos entre el segundo triunvirato y la época de Juliano el Apóstata; y además un tratado que se intitula Sobre la Constitución del Estado (“Katastasis” o “Libro de las Ceremonias”), parte del cual aparece incluida en la famosa obra denominada Libro de las Ceremonias de la Corte, escrita en la época de Constantino Porfirogénito (siglo X).

Desde Procopio hasta principios del siglo VII se halla una serie continua de escritos históricos, donde cada autor prosigue la obra de sus predecesores.

Procopio fue directamente continuado por Agatías, instruido jurista del Asia Menor, quien, aparte breves poemas y epigramas, dejó un escrito algo artificial: Sobre el reinado de Justiniano; que abraza el período de 552 a 558. Menandro el Protector, continuador e imitador de Agatías, escribió una en la época de Mauricio, relatando los sucesos del lapso 558-582 y deteniéndose en la exaltación de Mauricio al trono. De esta obra sólo nos han llegado fragmentos, pero bastantes para permitirnos apreciar su importancia como fuente, sobre todo desde el punto de vista geográfico y etnográfico. Tales fragmentos indican que Menandro fue mejor historiador que Agatías. La obra de Menandro fue continuada por Teorilacto Simocatta, egipcio que vivió bajo Heraclio y que fue secretario imperial. Escribió una obra pequeña sobre historia natural, algunas epístolas y una historia del período de Mauricio (582-602). El estilo de Teofilacto está sobrecargado de alegorías y expresiones artificiales en mucha más medida que el lenguaje de sus inmediatos predecesores. “Respecto a Procopio y Agatías —dice Krumbacher— se encuentra en una rápida cultura ascendente. El historiador de Belisario, a pesar de su estilo ampuloso, es aun sencillo y natural. Más rico en expresiones floridas y lenguaje poético es el vate Agatías; pero ambos escritores parecen en absoluto desprovistos de afectación si se les compara con Teofilacto, quien sorprende al lector a cada paso con nuevos rasgos inesperados, imágenes sacadas por los cabellos, alegorías, aforismos y sutilezas mitológicas y otras”.

Pese a esos defectos, la obra de Teofilacto es una fuente de primer orden, excelente para la época de Mauricio. También contiene preciosos informes sobre Persia y los eslavos en la península de los Balcanes a fines del siglo VI.

Nonnosus, embajador enviado por Justiniano a los abisinios y a los sarracenos, escribió una narración de su remoto viaje. No nos ha llegado de ella sino un fragmento que se halla en la obra del patriarca Focio, más ese solo fragmento da excelentes indicaciones sobre la naturaleza y etnografía de los países visitados por el autor. Igualmente debemos a Focio el habernos conservado un fragmento de la historia de Teófanes de Bizancio, quien escribió a fines del siglo VI y probablemente incluyó en su obra el período comprendido entre el reinado de Justiniano y los primeros años del de Mauricio. Ese fragmento es importante por contener un testimonio sobre la introducción de la sericicultura en el Imperio bizantino. También ofrece igualmente una de las primeras alusiones que se hacen a los turcos. Una fuente particularmente importante para la historia eclesiástica de los siglos V y VI es la obra de Evagrio de Siria, que murió a finales del siglo VI. Su Historia eclesiástica en seis libros, continúa las historias de Sócrates, Sozomeno y Teodoreto y contiene un relato de los hechos comprendidos entre el Concilio de Éfeso, en 431, y el año 593. A más de sus informes de orden eclesiástico, ofrece también interesantes indicaciones sobre la historia general del período.

A Juan el Lidio, que se distinguió por sus brillantes estudios, le propuso Justiniano escribir un panegírico en su honor. Dejó, Juan, entre otras obras, la titulada De los magistrados del Estado romano la cual no ha sido suficientemente estudiada en su justo valor. Contiene numerosos informes interesantes sobre la organización interior del Imperio y puede considerársela como un precioso complemento de la Historia secreta de Procopio.

Ya hablamos de la múltiple importancia de la Topografía cristiana de Cosmas Indicopieustes, cuya amplitud geográfica correspondía tan bien a los vastos planes de Justiniano. Debemos incluir también entre las obras geográficas un estudio estadístico sobre el Imperio romano de Oriente en la época de Justiniano. Ese estudio se debe a la pluma del gramático Hierocles y se titula Vademécum (“Synecdemus”). El autor no tiene por objeto principal la geografía eclesiástica del Imperio, sino su geografía política, donde incluye las 64 provincias y 912 ciudades comprendidas dentro de los límites bizantinos. No cabe decir con certeza si tal trabajo se debió a iniciativa de Hierocles o a los trabajos de una comisión nombrada por el gobierno. En todo caso, el seco estudio de Hierocles es para nosotros una excelente fuente que nos permite determinar la situación política del Imperio a principios del reinado de Justiniano. Como veremos después, Hierocles es, en lo geográfico, la fuente principal de Constantino Porfirogénito.

Además de estos historiadores y geógrafos, el siglo VI tuvo también cronistas. No obstante, la época de Justiniano está estrechamente vinculada a la literatura clásica y el tipo de áridas crónicas universales que había de desarrollarse ampliamente en el período bizantino posterior no aparece sino como rara excepción en la época que estudiamos ahora.

Hay un escritor que ocupa puesto intermedio entre historiadores y cronistas: Hesiquio de Mileto, quien, según toda verosimilitud, vivió durante el reinado de Justiniano.

Sólo conocemos su obra por los fragmentos conservados en los escritos de Focio y Suidas, lexicógrafo del siglo X. De esos fragmentos cabe concluir que Hesiquio escribió una historia universal en forma de crónica, comprendiendo los hechos sucedidos desde la época de la antigua Asiria a la muerte de Anastasio (518). De esta obra subsiste un amplio fragmento que trata de la historia primitiva de la ciudad de Bizancio incluso antes del tiempo de Constantino el Grande. Hesiquio escribió asimismo una historia de la época de Justino I y principios del reinado de Justiniano. Esta obra difería mucho, en estilo y concepción, de la primera y contenía un relato detallado de los sucesos contemporáneos al autor. La tercera obra de Hesiquio fue un diccionario de todos los escritores griegos célebres en todas las ramas del saber, con excepción de los cristianos. Esto último ha llevado a ciertos eruditos a suponer que Hesiquio debió de ser pagano. Pero de ordinario no se acepta esta opinión.

El verdadero cronista del siglo VI fue el ignorante Juan Malalas, un sirio de Antioquía, autor de una crónica del mundo donde relata, según parece, a juzgar del único manuscrito que nos ha llegado, los sucesos incluidos entre la época legendaria de la historia de Egipto y el fin del reinado de Justiniano. Pero la obra contenía probablemente narraciones de una época posterior.

Su fondo es muy mezclado; las fábulas se entreveran con la realidad y aparecen de pronto hechos importantes en medio de otros accesorios. La crónica de Malalas, cristiana y apologética en sus propósitos, deja ver con claridad las tendencias monárquicas del autor. No estaba destinada a selectos, sino más bien a las masas, eclesiásticos o laicos, para quienes el autor transcribió muchos diversos y pasmosos hechos. Según Krumbacher, ese libro “es una obra histórica popular en el sentido más completo de la palabra”.

El estilo del autor merece particular atención, porque su obra es en realidad la primera escrita en el griego comúnmente hablado entonces, es. decir, en el dialecto griego vulgar, popular en Oriente, que resultaba de una combinación de elementos griegos y de expresiones latinoorientales. Merced a esas particularidades, muy apropiadas a los gustos y mentalidad de las masas, la crónica de Malalas ejerció enorme influencia sobre la cronografía bizantina, oriental y eslava. Los muy numerosos trozos escogidos y traducciones eslavas de los escritos de Malalas son de gran valor para la restauración del texto original de esta crónica. A más de la multitud de obras en griego que aparecieron entonces, la época de Justiniano (518-610) es también notable por los escritos sirios de Juan de Éfeso, que murió a fines del siglo VI (probablemente el 586). Juan había nacido en la Mesopotamia Superior y era monofisita convencido. Pasó muchos años en Constantinopla y en el Asia Menor, donde ocupó la sede episcopal de Éfeso. Conoció personalmente a Justiniano y Teodora. Escribió las Vidas de los Santos orientales, o Comentarios sobre los bienaventurados en Oriente (“Commentarii de Beatibus Orientalibus”) y una Historia eclesiástica (en sirio cuyo original abarcaba desde Julio césar al año 585). De esta última obra sólo nos ha llegado la parte más importante y original, relativa a los sucesos del período 521-585, respecto a los que es fuente inapreciable. Aunque escrita desde el punto de vista monofisita, la historia de Juan de Éfeso no revela tanto los fundamentos dogmáticos de las disputas monofisitas como su fondo nacional y espiritual. Según la expresión del sabio historiador que se ha consagrado especialmente al estudio de la obra de Juan, la Historia eclesiástica, “proyecta mucha luz sobre las últimas fases de la lucha entre el cristianismo y el paganismo, revelando los fundamentos “culturales” de esa lucha”. Es también “de gran importancia para la historia política y espiritual del Imperio bizantino en el siglo VI, especialmente para determinar la expansión de las influencias orientales. En su relato, el autor entra en todos los detalles y minucias de la vida, dando así una abundante documentación que permite un conocimiento íntimo de las costumbres y arqueología del período”.

Las disputas monofisitas, proseguidas durante todo el siglo VI, motivaron gran actividad literaria en el dominio de la dogmática y la polémica. El propio Justiniano no dejó de participar en aquellas discusiones escritas. Las obras de los monofisitas no nos han llegado en su original griego. Sólo podemos formar juicio sobre ellas merced a las citas que hacen las obras del campo opuesto o a las traducciones sirias o árabes conservadas hasta hoy. Entre los escritores partidarios de la ortodoxia debemos mencionar a un contemporáneo de Justino y Justiniano: Leoncio de Bizancio, quien dejó varias obras dirigidas contra los monofisitas, los nestorianos y otros. Sólo poseemos escasos informes sobre la vida de este dogmatista y polemista,quien testimonia un fenómeno interesante de la época de Justiniano: a saber, que la influencia de Platón sobre los Padres de la Iglesia empezaba a ceder ya el lugar a la de Aristóteles.

El desarrollo de la vida monástica y eremítica en Oriente, en el siglo V: ha dejado huellas en las obras ascéticas, místicas y hagiográficas. Juan Clímaco vivió solitario en el Sinaí varios años y escribió la obra conocida por el nombre de Climax o Escala espiritual (“Scala Paradisi”), compuesta de treinta capítulos o escalones, y en los cuales el autor describe logrados de la ascensión del espíritu hacia la perfección moral. Esta obra se convirtió en lectura favorita de los monjes bizantinos, sirviéndoles de guía en su busca de la perfección ascética y espiritual. Pero la difusión del libro no se limitó a Oriente, ya que tuvo muchas traducciones en sirio, griego moderno, latín, español, francés y eslavo. Algunos de los manuscritos de esta obra contienen abundantes e interesantes miniaturas reproduciendo escenas de la vida religiosa y monástica.

A la cabeza de todos los escritores hagiográficos del siglo VI debemos situar al palestino Cirilo de Escítópolis, quien pasó los últimos años de su vida en el famoso convento palestiniano de San Sabas. Cirilo se proponía escribir una vasta colección de Vidas de monjes, pero no logró llevar a buen fin lo proyectado, probablemente a causa de su muerte prematura. Nos han llegado varias de sus obras, entre ellas las vidas de Eutimio y de San Sabas. así como varias vidas de santos de menor importancia. Lo cuidado del relato, la precisión con que el autor entiende la vida ascética, la sencillez del estilo, hacen de todas las obras de Cirilo que conocemos preciosas fuentes para el estudio de la historia de Alto Imperio bizantino.

Juan Moco, palestino también, vivió a fines del siglo VI y principios del VII. Publicó en griego su famoso Prado espiritual (“Pratum spirituale”), resultado de las observaciones que hiciera en sus numerosas visitas a los monasterios de Palestina, Egipto, Monte Sinaí, Siria, Asia Menor e islas del Egeo y Mediterráneo. En su obra, a más de las impresiones del autor sobre sus viajes, se hallan informes diversos acerca de monjes y monasterios. En ciertos sentidos, el texto del Pratum spirituale es de gran interés para la historia de la civilización. Llegó a convertirse en una de las obras favoritas, no sólo del Imperio bizantino, sino de otros países, especialmente la antigua Rusia.

La literatura poética de este período tuvo varios representantes. Ya indicamos como cierto que Romanos el Méloda, famoso por sus cantos eclesiásticos, estuvo en el apogeo de su carrera y fecundidad en la época de Justiniano. En el mismo período, Paulo el Silenciario compuso sus dos descripciones poéticas (en versos griegos) de Santa Sofía y su magnífico púlpito (“ambo”). Estas obras son de gran interés para la historia del arte. Se hallan comentarios elogiosos sobre la descripción de Santa Sofía en la obra de un contemporáneo: Agatías, de quien hablamos ya. Finalmente, Corippo, oriundo del África del Norte, pero establecido en Constantinopla, escribió dos obras en versos latinos, a pesar de sus limitadas dotes poéticas. La primera obra, escrita en alabanza y honor del general bizantino Juan Troglita, que reprimió la revuelta de los indígenas africanos contra el Imperio, contiene un conjunto de inapreciables datos sobre la geografía y etnografía de África septentrional, así como sobre la guerra con los bereberes. En lo que concierne a esta guerra, los datos de Corippo son a veces más seguros que los de Procopio. La segunda obra de Corippo, el Panegírico o Elogio de Justino (“In lauden Justini”), describe en estilo ampuloso la exaltación de Justino II el Joven y los primeros hechos de su reinado y, aunque es muy inferior al primer poema, contiene muchos detalles interesantes acerca del ceremonial de la corte bizantina en el siglo VI..

Los papiros nos han revelado la existencia de un tal Dióscoro, aue vivió en el siglo VI en Afrodita, pueblecillo del Egipto superior. De nacimiento copto, parece haber recibido una buena cultura general y una seria educación jurídica. Tuvo también ambiciones literarias. Sus numerosas obras, unidas a otros papiros, nos dan preciosos informes sobre la vida social y administrativa de aquel período. Desde luego los poemas dejados por Dióscoro no contribuyen en nada a la reputación de la poesía helenística, ya que son obra de un aficionado y están “llenos de las más monstruosas faltas de gramática y de prosodia”. Según H. Bell, leyó “una cantidad considerable de obras literarias griegas y escribió versos execrables”. J. Maspero llama a Dióscoro "el último poeta griego de Egipto y uno de los últimos representantes del helenismo en el Valle del Nilo"

La clausura de la academia pagana de Atenas durante el reinado de Justiniano no ejerció una influencia demasiado nociva sobre la literatura y la instrucción, porque aquella academia había pasado ya su tiempo y no podía desempeñar un papel importante en un Estado cristiano. Los tesoros de la literatura clásica penetraban progresivamente, aunque a menudo en forma superficial, en la literatura cristiana. La universidad de Constantinopla, organizada por Teodosio II, persistió en su actividad bajo Justiniano. Continuaba el estudio del Derecho, en función de los nuevos trabajos de jurisprudencia. No obstante, tal estudio se confinó a la adquisición formularia y restringida de traducciones literales de textos jurídicos y a la composición de breves paráfrasis y extractos.

No poseemos informes precisos sobre el desenvolvimiento de la instrucción jurídica después del reinado de Justiniano. El emperador Mauricio testimonió vivo interés por aquellos estudios, pero Focas, su sucesor, puso freno, según parece, a los trabajos de la universidad.

En el campo artístico, la época de Justiniano ha recibido el sobrenombre de Primera Edad de Oro. La arquitectura de aquel período creó un monumento único en su clase: la iglesia de Santa Sofía.

Santa Sofía, o la Iglesia Grande, como se la llamó en todo Oriente, fue construida, por orden de Justiniano, en el emplazamiento de la pequeña basílica de Santa Sofía (Hagia Sophia: Sabiduría divina), incendiada, como indicamos, durante la sedición Nika (532). Para hacer de aquel templo un edificio de esplendor extraordinario, Justiniano, de creer a una tradición tardía, mandó a los gobernadores de las provincias que enviasen a la capital los más bellos retazos de los monumentos antiguos. Enormes cantidades de mármol de diferentes colores y matices fueron transportadas desde las más ricas canteras a la capital. Oro, plata, marfil, piedras preciosas, fueron llevados en abundancia a Constantinopla para añadir más magnificencia al nuevo templo.

Para la ejecución de su grandioso plan el emperador eligió a dos arquitectos de talento: Antemio e Isidoro, ambos originarios del Asia Menor. Antemio era de Tralles e Isidoro de Mileto. Los dos se pusieron a la obra con entusiasmo, dirigiendo con habilidad el trabajo de diez mil obreros. El emperador acudía en persona a los trabajos, seguía los progresos de la obra con vivo interés, daba consejos y estimulaba el celo de los operarios. Al cabo de cinco años quedó acabado el edificio. El día de Navidad del 537 se inauguró solemnemente Santa Sofía, en presencia del emperador. Fuentes tardías relatan que Justiniano, encantado de lo cumplido, pronunció las siguientes palabras al entrar en el templo: “¡Gloria a Dios, que me ha juzgado digno de cumplir esta obra! ¡Te he vencido, Salomón!” Con motivo de aquella inauguración triunfal, se dieron grandes fiestas en la capital y el pueblo recibió numerosas liberalidades.

El exterior de Santa Sofía es muy austero, ya que sus muros, de simple ladrillo, carecen de toda ornamentación. La propia famosa cúpula parece desde fuera un tanto pesada y algo sumida. Hoy, además, Santa Sofía pierde mucho porque la rodean por doquier casas turcas. Para apreciar su grandeza y magnificencia ha de visitarse su interior.

Antaño el templo poseía un patio espacioso, el atrio, rodeado de pórticos y en cuyo centro se veía una magnífica fuente de mármol. El cuarto lado del atrio, adyacente a la iglesia, ofrecía una especie de porche exterior o galería (nártex), que comunicaba por cinco puertas con el segundo pórtico interior. Nueve puertas de bronce conducían desde este porche al interior del templo. La de en medio, más alta y ancha —la Puerta Real— se reservaba para el emperador. La iglesia, por su arquitectura, se aproxima al tipo de las basílicas cupuladas, formando un rectángulo muy grande con una magnífica nave central sobre la cual se comba una cúpula de 31 metros de diámetro, alzada, con extraordinarias dificultades, a la altura de 50 metros sobre el suelo. Cuarenta ventanales abiertos en la base de la cúpula difundían en todo el templo abundante luz. A ambos lados de la nave central se construyeron dos dobles arquerías ricamente adornadas, con columnas. Éstas y los enlosados son de mármol policromo. Los muros, en parte, fueron recubiertos de igual manera. Los maravillosos mosaicos, ocultos por estuco desde la época turca, hechizaban las miradas de los visitantes. La impresión producida en los peregrinos y fieles por la enorme cruz colocada en la cúpula, brillando sobre un estrellado cielo de mosaico, era particularmente poderosa. En nuestros días aun se pueden distinguir, en la parte inferior de la cúpula, bajo el estuco turco, vastas siluetas de ángeles alados.

La dificultad principal que encontraron los constructores de Santa Sofía era un problema que la arquitectura contemporánea no ha resuelto aún: la erección de una cúpula a la par enorme y muy ligera. Los constructores consiguieron levantarla, pero la sorprendente cúpula que edificaron no duró mucho tiempo. Se desplomó, todavía en la época de Justiniano, y hubo de ser reedificada a finales del mismo reinado, pero con formas menos audaces. Los contemporáneos de Justiniano hablaron de Santa Sofía con tanto entusiasmo como las generaciones posteriores, incluida la nuestra. Un peregrino ruso del siglo XIV, Esteban de Novgorod, escribía en sus Viajes a Tsargrad (Constantinopla): “En cuanto a Santa Sofía, la Sabiduría Divina, el ánimo humano no puede decir nada de ella ni hacer su descripción”. A pesar de los frecuentes y violentos terremotos, Santa Sofía se ha conservado en pie hasta hoy. Fue transformada en mezquita en 1453.

En una de sus obras recientes, Strzygowski declara que “por su concepción, la iglesia (Santa Sofía) es puramente armenia”.

Con el tiempo, la verídica historia de !a edificación de Santa Sofía fue transformada por la literatura en una especie de leyenda con profusión de detalles milagrosos. Desde el Imperio bizantino, tales leyendas se abrieron camino en la literatura de los eslavos del sur y en las obras rusas. Las versiones eslavonas suministran una documentación interesante para la historia de las influencias literarias internacionales.

La segunda famosa iglesia erigida por Justiniano en la capital fue la de los Santos Apóstoles. Este templo había sido construido primeramente por Constantino el Grande, pero en el siglo VI se hallaba en completa ruina. Justiniano lo hizo derribar y reconstruirlo en mayor escala y magnificencia. La iglesia tenía forma de cruz, con cuatro alas iguales y una cúpula central entre otras cuatro cúpulas, Los arquitectos fueron el Antemio apodado también Isidoro el Joven. Al ser tomada Constantinopla por los turcos, en 1453, la iglesia fue destruida para edificar en su lugar la mezquita de Mahomet II el Conquistador. Se comprenderá con más precisión lo que fue el templo de los Santos Apóstoles si nos referimos a San Marcos, de Venecia, erigido según el mismo modelo. Igual iglesia copiaron los constructores de los templos de San Juan de Éfeso y de la Santa Eaz, de Périgueux. Los magníficos mosaicos, hoy perdidos, de la iglesia de los Santos Apóstoles, fueron descritos por Nicolás Mesaritas, obispo de Éfeso, a principios del siglo XIII, habiendo esa descripción sido objeto de cuidadoso estudio por A. Heisenberg. La iglesia de los Santos Apóstoles es célebre por haberse enterrado en ella a los emperadores bizantinos desde Constantino el Grande hasta los del siglo XI.

La influencia de las construcciones de Constantinopla repercutió en Oriente, como, por ejemplo, en Siria, y en Occidente en Parenzo, en Istria y, sobre todo, en Ravena.

Santa Sofía puede hoy impresionarnos y encantarnos con su cúpula, con las esculturales ornamentaciones de sus columnas, con los revestimientos de mármol policromo de sus muros y pavimento y, en especial, con la habilidad de su ejecución arquitectónica; pero los maravillosos mosaicos de ese templo nos quedan ocultos (esperemos que sólo provisionalmente) por el estucado turco. De todos modos, esa pérdida queda compensada en cierta medida, ya que podemos hacernos magnífica idea de lo que eran los mosaicos bizantinos merced a los de Ravena, en Italia del Norte.

Hace quince siglos Ravena figuraba entre las ciudades prósperas del litoral Adriático. En el siglo V sirvió de refugio a los últimos emperadores romanos de Occidente; en el VI fue capital del reino ostrogodo y de mediados del VI a mediados del VIII constituyó el centro administrativo de la Italia bizantina reconquistada a los ostrogodos por Justiniano. Allí tuvo su residencia el virrey o exarca. Ese último período fue el más brillante de Ravena, cuya vida política, económica, intelectual y artística alcanzó entonces su plenitud.

Los monumentos de arte de Ravena se vinculan a la memoria de tres personas: Gala Placidia, hija de Teodosio el Grande y madre del emperador de Occidente Valentiniano III; Teodorico el Grande, y Justiniano. Dejando de lado los monumentos, más antiguos, de la época de Gala Placidia y de Teodorico, hablaremos brevemente de los de la Ravena del tiempo de Justiniano. En todo el curso de su largo reinado, Justiniano se interesó vivamente por la construcción de monumentos artísticos laicos y religio sos y estimuló su edificación en toda la vasta amplitud de su Imperio. A raíz de la toma de Ravena, hizo terminar las iglesias comenzadas bajo los ostrogodos. Entre ellas debemos mencionar dos de particular importancia artística: la de San Vital y de San Apolinar in Classe (Classe era el puerto de Ravena). El principal valor artístico de esos templos consiste en sus mosaicos.

A unos cinco kilómetros de Ravena, en un lugar desierto y malsano ocupado en la Edad Media por el rico puerto mercantil de la ciudad, se alza la iglesia, muy sencilla de aspecto, de San Apolinar in Classe, verdadera basílica cristiana primitiva, por su forma. Junto a la iglesia se ve un campanil redondo, de construcción más tardía. El interior de la iglesia comprende tres naves. Antiguos sarcófagos ornados de imágenes escultóricas y alineados a lo largo de los muros, contienen los restos de los más célebres arzobispos de Ravena.

En la parte inferior del ábside se ve un mosaico del siglo VI, representando a San Apolinar, patrón de Ravena, en pie, alzadas las manos, rodeado de corderos, con un apacible paisaje como fondo. Encima de él, sobre el azul cielo estrellado del amplio medallón, resalta una cruz cubierta de piedras preciosas. Los otros mosaicos de la iglesia son de época más reciente.

Para el estudio de la obra artística del período justinianeo, es la iglesia de San Vital de Ravena la que contiene material más precioso. Los mosaicos del siglo VI se han conservado en ella casi intactos hasta nuestros días.

La iglesia cupulada de San Vital está, en el interior, cubierta casi enteramente, de arriba abajo, de maravillosas ornamentaciones, escultóricas y de mosaicos. Es notable en especial el ábside, por los dos famosísimos mosaicos de sus dos muros laterales. Uno representa a Justiniano rodeado por el obispo, los sacerdotes y la corte; otro a Teodora, su mujer, con las damas de su séquito. Las vestiduras de los personajes de estos mosaicos relucen con brillo y esplendor maravillosos.

Ravena, a la que antaño se llamó la Pompeya italobizantina, o la Bizancio occidental, suministra los más valiosos materiales para nuestro estudio y nos permite apreciar el arte bizantino de la primera época, es decir, de los siglos V y VI.

La actividad constructiva de Justiniano no se limitó a templos y fortificaciones. Hizo construir también numerosos conventos, palacios, puentes, cisternas, acueductos, baños y hospitales.

En las provincias remotas del Imperio, el nombre de Justiniano está vinculado a la erección del monasterio de Santa Catalina, en el Monte Sinaí. En el ábside de la iglesia de ese monasterio se halla un famoso mosaico, llamado de la Transfiguración y que se hace remontar al siglo VI.

También nos ha legado esa época varios miniaturas y tejidos historiados. Aunque, bajo la influencia de la Iglesia, la escultura estuviese entonces en un período decadente, hallamos profusión de graciosas y magníficas esculturas y cincelados, en especial en los dípticos, sobre todo consulares, cuya serie comienza en el siglo V, terminando con la abolición del consulado, en 541.

Es interesante, en fin, observar que casi todos los escritores de esc período, así como los constructores de Santa Sofía y de los Santos Apóstoles, eran oriundos de Asia o de África del Norte. La civilización del Oriente helenístico continúa fecundando la vida intelectual y artística del Imperio bizantino.

Dirigiendo un examen de conjunto a las facetas, complejas y múltiples, del largo reinado de Justiniano, llegaremos espontáneamente a la conclusión de que en la mayoría de sus empresas no obtuvo los resultados perseguidos. Obvio es, que sus brillantes campañas militares en Occidente, consecuencia directa de su ideología de emperador romano empeñado en reconquistar los territorios perdidos por su Imperio, no fueron, en resumen, coronadas por el éxito. Aquellas guerras no correspondían para nada con los verdaderos intereses del Imperio, cuyo centro se hallaba en Oriente, y contribuyeron mucho a la decadencia y ruina del país. La falta de dinero, seguida de una reducción de los efectivos militares, imposibilitó a Justiniano la ocupación firme de las provincias nuevamente sometidas, y las consecuencias de ese hecho repercutieron de modo muy claro en los reinados de sus sucesores. La política religiosa del emperador fue también un fracaso, porque no produjo la unidad y sólo implicó nuevas turbulencias en las provincias orientales, monofisitas. Más completo todavía fue el fracaso en las reformas administrativas, que, si bien emprendidas con intenciones puras y sinceras, llevaron al empobrecimiento y despoblación de las campiñas, a causa sobre todo de los excesivos impuestos y de la rapiñas de los funcionarios locales.

Pero dos de las obras de Justiniano han dejado huella honda en la historia de la civilización humana y justifican con plenitud el sobrenombre de “Grande” que se le ha dado. Esas dos obras son su Código civil y la catedral de Santa Sofía.

 

Capítulo III

LA ÉPOCA DE LA DINASTÍA DE HERACLIO (610-717)