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 VASILIEVHISTORIA DEL IMPERIO BIZANTINO
 Capítulo III
                 LA ÉPOCA DE LA DINASTÍA DE
              HERACLIO (610-717)
                  
            
               La dinastía de Heraclio y su origen. La dinastía formada por
              Heraclio y sus inmediatos sucesores en el trono de Bizancio fue, probablemente,
              de origen armenio. Al menos así podemos deducirlo de un texto del historiador
              armenio del siglo VII. Sebeos, fuente valiosa para la
              época de Heraclio. Sebeos escribe que la familia de
              Heraclio estaba emparentada con la famosa casa armenia de los Arsácidas.
              Esta afirmación queda en cierta medida contradicha por los testimonios de
              varias fuentes respecto a la dorada cabellera rubia de Heraclio. Este reinó del
              610 al 641. De su primera mujer, Eudoxia, tuvo un hijo, Constantino, quien solo
              reinó —a la muerte de su padre— algunos meses, muriendo también el 641. Se le
              conoce en la historia por el nombre de Constantino III (el nombre de
              Constantino II reservado a uno de los hijos de Constantino el Grande). A la
              muerte de Constantino III, el trono fue ocupado durante varios meses por Heracleonas (Heracleon) hijo de
              Heraclio y de su segunda mujer Martina. Fue depuesto en el otoño de año 641, y
              el hijo de Constantino III, Constante II, fue proclamado emperador y reinó de
              641 a 668, Es probable que su nombre fuese un diminutivo de Constantino, ya que
              en las monedas bizantinas, en los documentos oficiales de este período en
              Occidente, e incluso en algunas fuentes bizantinas, se le llama Constantino;
              parece que Constante fue el nombre que le dio el pueblo. Tuvo por sucesor a su
              hijo, el enérgico Constantino IV, ordinariamente llamado Pogonato,
              es decir “el Barbudo” (668-685).
               Pero hoy se tiene casi la certeza de que el sobrenombre de Pogonato no debe atribuirse a ese emperador, sino a su padre, Constante II. Con la muerte de Constantino IV (685), termina el mejor periodo de la dinastía heracliana. El último emperador de la dinastía, Justiniano II, el Rhinometa (“nariz cortada”), hijo de Constantino IV, reinó dos veces, de 685 a 695 y de 705 a 711, El período de Justiniano II, notable por sus numerosas atrocidades, no ha sido bastante estudiado. Parece razonable suponer que las persecuciones del emperador contra los representantes de la nobleza no tuvieron por causa pura arbitrariedad, sino el secreto descontento de aquellos aristócratas, que se negaban a aceptar la política autoritaria y autocrática del emperador y procuraban destronarle. Fue depuesto en 695, cortándosele la nariz y la lengua y desterrándosele a Querson, en Crimea, de donde logró huir, refugiándose al lado del kan de los kázaros, con cuya hermana había de casar. Más tarde, ayudado por los búlgaros, pudo recuperar el trono, y su vuelta a la capital fue señalada por crueles represalias contra los que habían contribuido a su caída. Su tiranía provocó, en 711, una revolución durante la cual Justiniano y su familia fueron asesinados. El 711 acabó, pues, la dinastía heracliana. En el intervalo entre los dos reinados de Justiniano II, ocuparon el trono el jefe militar Leoncio (695-698), originario de Isauria, y Apsimar, que a su exaltación al purpurado tomó el nombre de Tiberio III (698-705). Ciertos eruditos ven en Apsimar un hombre de origen godo-griego. Tras la sangrienta deposición de Justiniano II, en 711, el trono bizantino fue ocupado, en seis años, por tres emperadores ocasionales: el armenio Bardanes o Filípico (711-714); Artemio, rebautizado con el nombre de Anastasio al coronarse (Anastasio II, 714-715), y Teodosio III (715-717). La anarquía reinante en el Imperio desde 695 concluyó en 717 con el advenimiento del famoso León III, cuyo reinado abrió un nuevo periodo en la historia de Bizancio. 
               Los eslavos ante los muros de Constantinopla. Las campañas contra los persas. Heraclio fue un emperador
              muy capaz y activo. Tras la tiranía de Focas pareció, en cierto modo, un
              soberano ejemplar. Según el poeta contemporáneo Jorge de Pisidía,
              quien describió en versos excelentes las campañas del nuevo emperador contra
              los persas y la invasión de los avaros, Heraclio declaraba que “el poder debe
              brillar más por el amor que por el terror”.
               Al llegar Heraclio al
              trono la situación del Imperio era grave en extremo. Los persas amenazaban por
              el este, los avaros y eslavos por el norte, y en el interior reinaba la más
              completa anarquía tras el desgraciado gobierno de Focas. El nuevo emperador no
              tenía recursos pecuniarios ni fuerzas militares suficientes. Este conjunto de
              cosas explica los hondos trastornos que conmovieron el Imperio en la primera
              parte del reinado de Heraclio.
                   En 611, los persas
              emprendieron la conquista de Siria, ocupando Antioquía, la ciudad más
              importante de las provincias orientales bizantinas. Damasco no tardó en caer en
              manos persas. Conclusa la conquista de Siria, los persas marcharon sobre
              Palestina y el 614 cercaron Jerusalén, que resistió veinte días. Pasados éstos,
              las torres de ataque y los arietes persas abrieron brecha en las murallas y,
              según una fuente, “los malditos enemigos invadieron la ciudad con rabia
              semejante a la de bestias furiosas o dragones irritados”. La
              ciudad fue entregada al pillaje y los santuarios cristianos destruidos. La
              iglesia del Santo Sepulcro, erigida por Constantino el Grande, fue incendiada y
              saqueados sus tesoros. Los cristianos sufrieron vejaciones intolerables cuando
              no la muerte. Los judíos de Jerusalén se pusieron al lado de los persas,
              participando en las matanzas, en las cuales, según algunas fuentes, perecieron
              sesenta mil cristianos. Muchos tesoros fueron transportados a Persia desde la
              ciudad santa. Una de las reliquias más veneradas de la Cristiandad, la Santa
              Cruz, fue llevada a Ctesifonte. Entre los prisioneros enviados a Persia estaba
              Zacarías, patriarca de Jerusalén.
                 Esta devastadora conquista
              de Palestina por los persas y el pillaje de Jerusalén representan un momento
              crítico de la historia de la provincia palestiniana. Kondakov dice: “Fue un desastre inaudito, tal como no había
              existido desde la toma de Jerusalén bajo el reinado de Tito. Pero esta vez no
              se pudo poner remedio a tal calamidad. Nunca más la ciudad conoció período
              análogo a la brillante época del reinado de Constantino. Desde entonces la
              ciudad y sus monumentos declinaron de manera continua, paso a paso, y las
              mismas Cruzadas, tan ricas en consecuencias y en diversos provechos para
              Europa, no provocaron sino turbación, confusión y degeneración en la vida de
              Jerusalén. La invasión pérsica tuvo como efecto un cambio inmediato de la
              situación creada por la artificial importación de la civilización grecorromana
              a Palestina. La invasión arruinó la agricultura, despobló las ciudades,
              aniquiló gran número de conventos y monasterios, detuvo el desarrollo del
              comercio. Aquella invasión libertó a las tribus merodeadoras árabes de las
              convenciones que las trababan y del miedo que las retenía, y así comenzaron a
              fundar la unidad que hizo posibles las grandes invasiones del período
              posterior... Palestina entra de tal suerte en ese período turbulento que sería
              lícito calificar de medieval si no se hubiese prolongado hasta nuestros días”.
               La facilidad con que los
              persas señorearon Siria y Palestina se explica en parte por las condiciones
              religiosas de la vida de aquellas provincias. La mayoría de los pobladores,
              sobre todo en Siria, no compartía la doctrina ortodoxa oficial sostenida por el
              gobierno de Constantinopla. Los nestorianos, y después los monofisitas, que
              habitaban en aquellas regiones, vivían duramente oprimidos, según vimos, por el
              gobierno de Bizancio, y por tanto preferían la dominación de los persas,
              adoradores del fuego, entre quienes los nestorianos gozaban de una libertad
              religiosa relativamente grande.
                   La invasión persa no se
              limitó a Siria y Palestina. Parte del ejército tras cruzar toda el Asia Menor y
              tomar Calcedonia (a orillas del mar de Marmara, junto
              al Bósforo), acampó cerca de Crisópolis, hoy Escútari, frente a Constantinopla, mientras otro ejército
              persa se preparaba a conquistar Egipto; Alejandría cayó, probablemente, el 618 ó 619. En Egipto, lo mismo que en Palestina, la población monofisita
              no apoyó con calor al gobierno bizantino y aceptó con júbilo el dominio persa.
               Para el Imperio bizantino
              la pérdida de Egipto fue desastrosa. Egipto era en efecto, según ya vimos, el
              granero de Constantinopla, y una suspensión de los suministros de grano egipcio
              debía obrar gravemente sobre el estado económico de la capital.
                   A la vez que el Imperio
              bizantino sufría tan pesadas pérdidas en el sur y el este, a causa de las
              guerras pérsicas, surgía en el norte otro peligro, que constituía también una
              seria amenaza. Las hordas avaro-eslavas de la península balcánica, conducidas
              por el Kan de los avaros, se dirigían hacia el sur, saqueando y devastando las
              provincias septentrionales. Llegaron hasta la misma Constantinopla, donde
              chocaron con los muros de la ciudad. Esta vez la expedición se limitó a
              incursiones que procuraron al kan de los avaros numerosos prisioneros y rico
              botín, que condujo al norte.
                 Tales movimientos de
              pueblos dejaron huellas en los escritos de un contemporáneo de Heraclio, Isidoro,
              obispo de Sevilla, quien observa en su crónica que “Heraclio entró en el sexto
              (o quinto) año de su reinado, al principio cual los eslavos conquistaron Grecia
              a los romanos y los persas se apoderaron de Siria, Egipto y gran número de
              provincias”.
                   Tras alguna vacilación, el
              emperador decidió atacar a los persas. Dada la penuria del tesoro, Heraclio
              apeló a las riquezas de los templos de la capital y las provincias, ordenando
              que se transformasen aquellos bienes en monedas de oro y plata. Como Heraclio previera,
              el peligro que en el norte hacía correr al Imperio el Kan de los avaros se
              alejó mediante el pago de una gruesa suma de dinero y la entrega de rehenes
              distinguidos. Y después, en la primavera del 622, el emperador se trasladó al
              Asia Menor, donde reclutó muchos soldados, instruyéndolos en el arte de la
              guerra durante varios meses. La guerra contra los persas, que tenía por fin
              secundario la recuperación de la Santa Cruz y de la ciudad de Jerusalén, asumió
              formas de Cruzada.
                   Los historiadores modernos
              creen probable que Heraclio sostuviera tres campañas contra los persas entre
              los años 622 y 628, todas coronadas por brillantes éxitos para las armas
              bizantinas. El poeta contemporáneo Jorge de Písidia compuso en ocasión de esos triunfos el Epinikion (“Canto de victoria”) titulado La Heracliada, y en
              uno de sus poemas sobre la creación, el Hexámeron (o
              “Seis días”), aludió a la guerra de seis años en que Heraclio venció a los
              persas. Un historiador del siglo XX, F. I. Uspenski,
              compara la expedición de Heraclio a las gloriosas conquistas de Alejandro
              Magno. Heraclio se aseguró la ayuda de las tribus caucásicas y la alianza de
              los kázaros. Uno de los principales escenarios de las
              operaciones militares fueron las provincias persas del norte, fronterizas al
              Cáucaso.
               En ausencia del emperador,
              ocupado en conducir los ejércitos a aquellas lejanas expediciones, la capital
              corrió un serio peligro. El kan de los avaros, rompiendo el acuerdo concluido
              con el emperador, marchó sobre Constantinopla (626) con inmensas hordas de
              avaros y eslavos. Había llegado también a un pacto con los persas, quienes
              enviaron parte cíe su ejército a Calcedonia. Las hordas avaro-eslavas sitiaron
              Constantinopla, que conoció durante mucho tiempo la mayor ansiedad. Pero la
              guarnición logró rechazar la ofensiva y al cabo hizo huir al enemigo. Cuando
              los persas supieron que el kan avaro, fracasando en su tentativa, se alejaba de
              Constantinopla, retiraron sus tropas de Calcedonia y las enviaron a Siria. La
              victoria de Bizancio sobre el kan en 626 fue uno de los factores principales
              del debilitamiento del reino de los avaros.
                   Hacia la misma época
              (624). Bizancio perdió sus últimas posesiones en España. La conquista de tales
              posesiones fue concluida por el rey visigodo Suintila.
              Sólo quedaron en manos del emperador las Baleares.
               A fines del año 627
              Heraclio deshizo por completo a los persas en una batalla sostenida no lejos de
              las ruinas de la antigua Nínive (en las cercanías de la actual Mosúl, sobre el Tigris), y avanzó hacia el interior de las
              provincias centrales de Persia. Cayó en sus manos un rico botín. El emperador
              envió a Constantinopla un largo y triunfal manifiesto describiendo sus éxitos
              militares sobre los persas y anunciando el final y brillante desenlace de la
              guerra. Su mensaje fue leído desde el púlpito de Santa Sofía. Entre tanto, el
              rey persa, Cosroes fue destronado y muerto, y el
              nuevo soberano,
               Kavad-Siroes, entabló tratos de paz
              con Heraclio. Por las estipulaciones del nuevo acuerdo los persas devolvían al
              Imperio bizantino las provincias que le habían conquistado, es decir, Siria
              Palestina y Egipto, y reintegraban la Santa Cruz. Heraclio volvió, victorioso,
              a Constantinopla y a poco se encaminó a Jerusalén con su mujer, Martina,
              llegando el 21 de marzo del 630. La Santa Cruz, devuelta por los
              persas, fue situada en su antiguo lugar, con gran júbilo de todo el mundo
              cristiano. Un historiador armenio contemporáneo (Sebeos)
              escribe en esta ocasión: “Hubo mucha alegría aquel día a su entrada en
              Jerusalén: ruido de lloros y suspiros, abundantes lágrimas, una inmensa llama
              en los corazones, un desgarramiento de las entrañas del rey, de los príncipes,
              de todos los soldados y habitantes de la ciudad; y nadie podía cantar los
              himnos del Señor a causa del grande y punzante enternecimiento del rey y de
              toda la multitud. El la restableció (la cruz) en su lugar y repuso todos los
              objetos eclesiásticos cada uno en su sitio, y distribuyó a todas las iglesias y
              a los moradores de la ciudad presentes y dinero para el incienso”.
               Es interesante notar que
              la victoria de Heraclio sobre los persas está mencionada en el Corán, donde
              leemos: “Los griegos fueron vencidos por los persas... pero después de su
              derrota los vencieron a su vez, pasados pocos años”.
                   La guerra pérsica de
              Heraclio representa para Bizancio una fecha trascendente de su historia. De las
              dos principales potencias que alegaban pretensiones universales en la Alta Edad
              Medía, es decir, Persia y Bizancio, la primera perdió entonces su importancia,
              trocándose en un Estado débil y dejando en breve de tener existencia política a
              consecuencia de las invasiones árabes. En cambio, el victorioso Imperio
              bizantino dio un golpe mortal a su sempiterno enemigo, recuperó sus perdidas provincias orientales, devolvió a la Cristiandad
              la Santa Cruz y todo ello mientras libraba a la capital de la formidable
              amenaza de las hordas avaro-eslavas. El Imperio bizantino parecía en la cúspide
              de su gloria y pujanza. El historiador italiano Pernice escribe al propósito: “En 629 la gloria de Heraclio está en su apogeo; la luz
              de su genio ha disipado la oscuridad suspendida sobre el Imperio; ante los ojos
              de todos parece abrirse una era gloriosa de grandeza y paz. El temido enemigo
              de siempre, Persia, está abatido en definitiva; en el Danubio, la potencia de
              los avaros declina rápidamente. ¿Quién, pues, podía resistir a las armas
              bizantinas? ¿Quién podía amenazar al Imperio?”.
               El soberano de la India
              envió a Heraclio una felicitación tras la victoria bizantina sobre los persas,
              remitiéndole a la vez gran cantidad de piedras preciosas. Dagoberto, rey de los
              francos, expidió a Bizancio enviados extraordinarios y concluyó con Heraclio
              una paz perpetua. Y en 630, Borana, reina de los
              persas, concluyó, parece que por oficios de un embajador especial, una paz en
              regla con Heraclio.
               Tras el feliz desenlace de
              la guerra persa, Heraclio, en 629, tomó por primera vez el nombre oficial de basileo. Tal nombre existía hacía siglos en Oriente, y
              sobre todo en Egipto, y desde el siglo IV habíase hecho corriente en las zonas
              de lengua griega del Imperio, pero sin ser reconocido todavía como título
              oficial. Hasta el siglo VII, el equivalente griego del latino imperator había
              sido la palabra autocrator , es decir, “autócrata”,
              que etimológicamente no correspondía al sentido de imperator. El único soberano
              extranjero a quien el emperador bizantino consentía en titular basileo era el rey de Persia (salvo también el remoto
              monarca abisinio). Bury escribe: “Mientras hubo en el
              exterior un gran basileo independiente del Imperio
              romano, los emperadores se abstuvieron de adoptar un título que hubieran
              compartido con otro monarca. Pero cuando ese monarca hubo sido reducido a la
              condición de vasallo dependiente y dejó de existir competencia entre ambos
              imperios, el emperador indicó al mundo su victoria tornando oficialmente el título
              que oficiosamente hacía siglos que se le daba”. En las provincias recuperadas
              —Siria, Palestina, Egipto—, donde había una proporción dominante de
              monofisitas, se presentó otra vez el angustioso e importantísimo problema de la
              actitud del gobierno hacia los monofisitas. Por otra parte, la larga y
              persistente lucha de Heraclio contra los persas, a pesar de su éxito final,
              produjo un momentáneo debilitamiento del poder militar del Imperio bizantino,
              como consecuencia de las fuertes pérdidas en hombres y dinero. Además, el
              Imperio no obtuvo el período de calma que necesitaba tanto. En efecto, a poco
              de la guerra pérsica apareció una amenaza formidable y completamente
              inesperada, cuya gravedad no se comprendió bien al principio: el peligro árabe.
              Los árabes abrieron una nueva era de la historia del mundo al invadir los
              territorios del Imperio bizantino y de Persia.
               Gibbon, en Historia del
              declive y caída del Imperio romano, habla de este empuje árabe en los términos
              siguientes: “Mientras el emperador triunfaba en Constantinopla o en Jerusalén,
              una oscura ciudad de los confines de Siria era puesta a saco por los
              sarracenos, quienes destrozaron los ejércitos que avanzaban en socorro de la
              población, incidente trivial e irrisorio de no haber preludiado una revolución
              formidable. Aquellos saqueadores eran los apóstoles de Mahoma, su fanático
              valor había surgido en el desierto, v en los últimos ocho años de su reinado,
              Heraclio perdió, a manos de los árabes, las mismas provincias que había
              obligado a los persas a devolverle”.
                   Los árabes. Mahoma y el Islam. Mucho antes de la era
              cristiana, los árabes, pueblo de origen semítico, ocuparon la península arábiga
              y el desierto de Siria, continuación geográfica de la península al norte y que
              se extiende hasta el Éufrates. La península arábiga, equivalente poco más o
              menos a la cuarta parte de Europa, está bordeada por el golfo Pérsico al este,
              el océano Índico al sur y el mar Rojo al oeste, mientras al norte penetra, casi
              sin transición, en el desierto sirio. Las provincias más conocidas de la
              península eran: el Nedj, en la meseta central; el
              Yemen o Arabia Feliz, al sur de la península; el Hedyaz,
              faja estrecha a lo largo del mar Rojo, que se extendía del Yemen al norte de la
              península. Este árido país no era habitable en todas sus partes. Los árabes,
              pueblo nómada, moraban especialmente en el norte y centro de Arabia. Los
              beduinos se consideraban los representantes más puros y auténticos de la raza
              árabe y únicos poseedores de dignidad y de valores personales. A más de los beduinos
              nómadas había algunos sedentarios, establecidos en un corto número de ciudades
              y aldeas y a quienes los beduinos, errantes, trataban con arrogancia cuando no
              con indiferencia.
               El Imperio romano había
              necesariamente de entrar en conflicto con las tribus árabes de la frontera
              oriental siria, y se vio forzado a tomar medidas para proteger territorio
              ocupado por sus enemigos . Con esta intención los emperadores romanos mandaron
              construir una serie de fortificaciones fronterizas, el llamado limes sirio, análogo,
              en menor escala por supuesto, al famoso limes romanus de la frontera danubiana, que se elevó con miras a la defensa del Imperio
              contra las invasiones germánicas. Algunas ruinas de las principales
              fortificaciones romanas de la frontera siria subsisten aún hoy.
               Desde el siglo antes d.C.
              comenzaron a formarse estados independientes entre los árabes de Siria. Tales
              estados sufrieron mucho la influencia de las civilizaciones griega y aramaica. Así se les da a veces el nombre de reinos
              helenísticos arabo-arameos. Entre sus ciudades, Petra se convirtió en
              particularmente floreciente y próspera, gracias a su ventajosa situación en el
              cruce de varios grandes caminos comerciales. Las magníficas ruinas de esta
              ciudad atraen hoy aun la atención de los historiadores y arqueólogos
              contemporáneos.
               Desde el punto de vista de
              la civilización y desde el político, el más importante de todos los reinos
              arabo-sirios de la época del Imperio romano fue el de Palmira, que tuvo por
              soberana a la que los autores romanos y griegos llaman Zenobia. Aquella
              valerosa reina, mujer de cultura helenística, fundó en la segunda mitad del
              siglo III d.C. un gran Estado, conquistando Egipto y la mayor parte del Asia
              Menor. Según B. A. Turaiev, ésa fue la primera
              advertencia de la reacción de Oriente y de la división del Imperio en dos
              partes, oriental y occidental. El emperador Aureliano restableció la unidad del
              Imperio y, en 273, la reina vencida hubo de seguir el carro del emperador
              triunfante a la entrada de éste en Roma. La rebelde Palmira fue destruida. Sus
              imponentes ruinas atraen tanto como las de Petra a los sabios y turistas
              contemporáneos. El famoso monumento epigráfico de Palmira, la “carta” palmiriana, grabada en una piedra enorme y que contiene
              preciosos informes sobre el comercio y hacienda de la ciudad, ha sido
              transportada a Rusia y se halla ahora en el Ermitage de Leningrado.
               Dos dinastías árabes
              habían desempeñado ya cierto papel en el transcurso del período bizantino. La
              primera, la de los gasánidas de Siria, de tendencias monofisitas, vasalla de
              los emperadores bizantinos en algún modo, hízose muy poderosa en el siglo VI,
              bajo Justiniano, al convertirse en auxiliar del Imperio bizantino en las
              empresas orientales de éste. Tal dinastía cesó probablemente de existir a
              principios del siglo VII, cuando los persas conquistaron Siria y Palestina. La
              segunda dinastía árabe, la de los lajmitas, tuvo por
              centro la ciudad de Hira, junto al Éufrates. Por sus
              relaciones de vasallaje con los persas sasánidas, era hostil a los gasánidas.
              Dejó de existir también a principios del siglo VII.
               El cristianismo, bajo su
              forma nestoriana, tuvo en Hira un grupo de adeptos,
              siendo reconocido incluso por algunos miembros de la dinastía lajmita. Ambas dinastías hubieron de defender las fronteras
              de su reino: los gasánidas junto a Bizancio; los Lajmitas junto a Persia. Habiendo al parecer dejado de existir ambos estados vasallos en
              el siglo VII, cuando comenzó la expansión del Islam no había una sola
              organización política digna del nombre de Estado en los límites de la península
              arábiga y del reino de Siria. Por otra parte existía en el Yemen, como vimos
              ya, un reino de sabeoshimiarítas (homeritas),
              fundado a fines del siglo II antes d.C.; pero hacia 570 el Yemen fue
              conquistado por los persas.
               Antes de la época de
              Mahoma, los antiguos árabes estaban organizados en tribus. Lo único que
              engendraba entre ellos comunidad de intereses eran los lazos de sangre, y tal
              comunidad se manifestaba casi exclusivamente por la aplicación de principios
              coercitivos y caballerescos, como ayuda, protección o venganza sobre los
              enemigos cuando la tribu padecía algún insulto. La más ínfima circunstancia
              podía originar una lucha larga y sangrienta entre tribus. Se hallan alusiones a
              esos antiguos tiempos y costumbres en la vieja poesía árabe, así como en la
              tradición prosaica. La animosidad y la arrogancia presidían las recíprocas
              relaciones de las diferentes tribus de la Arabia preislámica.
                   Los conceptos religiosos
              de los árabes de entonces eran muy primitivos. Las tribus tenían dioses propios
              y objetos sagrados, como piedras, árboles, fuentes... Mediante ellos, trataban
              de presagiar el futuro. En ciertas regiones de Arabia predominaba el culto de
              los astros. Según Goldziher, los árabes antiguos, en
              su experiencia religiosa, apenas superaban el fetichismo. Creían en la
              existencia de fuerzas amigas y, con más frecuencia, enemigas, a las que
              llamaban dinns o demonios. Su concepto de un poder
              superior invisible, el de Alá, adolecía de gran imprecisión. Probablemente
              desconocían la plegaria como forma de culto y cuando se dirigían a la divinidad
              su invocación, era de ordinario una petición de ayuda con miras a una venganza
              motivada por alguna injusticia u ofensa padecida. Goldziher afirma que “los poemas preislámicos que nos han llegado no contienen alusión
              alguna a un impulso hacia lo divino, ni siquiera en las almas más sublimes, y
              no nos dan sino muy pobres indicaciones sobre su actitud ante las tradiciones
              religiosas de su pueblo”.
               La vida nómada de los
              beduinos era naturalmente desfavorable al desenvolvimiento de lugares fijos
              consagrados a un culto religioso, aunque fuese en una forma primitiva. Pero al
              lado de los beduinos estaban los habitantes sedentarios de las ciudades y
              aldeas nacidas y desarrolladas junto a los caminos de tráfico, sobre todo a lo
              largo de las rutas caravaneras que iban de sur a norte, es decir, del Yemen a
              Palestina, Siria y la península del Sinaí. La más rica de las ciudades que
              bordeaban este camino era La Meca (Maceraba, en los antiguos escritos), famosa ya
              mucho antes de Mahoma. Seguíala en importancia Yathrib, la futura Medina, harto más al norte. Aquellas
              ciudades constituían excelentes etapas para las caravanas mercantiles que iban
              de norte a sur y viceversa. Había muchos judíos entre los mercaderes de La Meca
              y Yathrib, así como entre los habitantes de otras
              zonas de la península, cual el Yemen y el Hedyaz septentrional. Desde las provincias romano-bizantinas de Palestina y Siria, al
              norte, y desde Abisinia, al sur, acudían a la península numerosos cristianos.
              La Meca se convirtió en el principal centro de contacto de la desigual
              población de la península. Desde época muy remota poseía la ciudad un
              santuario, la Kaaba (el Cubo) cuyo carácter original no era específicamente
              árabe. Consistía en una construcción de piedra, de 35 pies de altura, que
              encerraba el principal objeto de culto, la piedra negra. La tradición declaraba
              que aquella piedra era un don del cielo y asociaba la elevación del santuario
              al nombre de Abraham. Gracias a su ventajosa situación, La Meca era visitada
              por mercaderes de todas las tribus árabes. Ciertas leyendas afirman que, para
              atraer más visitantes a la población, se habían colocado en el interior de la
              Kaaba ídolos de diversas tribus, a fin de que los miembros de cada tribu pudiesen
              adorar su divinidad favorita durante su estancia en La Meca. El número de
              peregrinos aumentaba constantemente, siendo en especial considerable durante el
              período sacro de la Tregua de Dios, práctica que garantizaba más o menos la
              inviolabilidad territorial de las tribus que enviaban representantes a La Meca.
              La época de las fiestas religiosas coincidía con la feria grande de La Meca,
              feria en que los mercaderes árabes y extranjeros efectuaban sus transacciones
              comerciales, las cuales dejaban a la ciudad enormes provechos. La ciudad enriquecióse muy de prisa. Hacia el siglo V d.C. empezó a
              dominar en La Meca la poderosa tribu de los Koraichitas.
              Los intereses materiales de los ávidos moradores de La Meca no se descuidaban y
              a menudo las colectas sagradas utilizábanse por ellos
              para satisfacción de sus intereses egoístas. Según Goldziher,
              “con la dominación de la nobleza, encargada de cumplir las ceremonias
              tradicionales, la ciudad tomó un carácter materialista, arrogante y
              plutocrático. No cabía encontrar allí profundas satisfacciones religiosas”.
               Bajo la influencia del
              judaísmo y del cristianismo, que los árabes tuvieron múltiples ocasiones de
              conocer en La Meca, aparecieron, incluso antes de Mahoma, algunos individuos
              realmente inspirados por ideales religiosos muy diversos del árido ritual de
              las viejas costumbres idolátricas. Los conceptos de aquellos modestos apóstoles
              aislados se distinguían por su aspiración hacia el monoteísmo y su aceptación
              de una vida ascética. Pero todos se contentaron con su experiencia propia, sin
              influir ni convertir a quienes les rodeaban.
                   Quien unificó a los árabes
              y fundó una religión universal fue Mahoma, primero humilde predicador de la
              penitencia, profeta después y más tarde jefe de una comunidad política.
                   Mahoma nació hacia el 570.
              Pertenecía al clan hachemita, uno de los más pobres de la tribu koraichita. Sus padres murieron siendo él muy joven y hubo
              de ganarse la vida trabajando. Fue, pues, conductor de camellos en las
              caravanas mercantiles de la acaudalada viuda Jadidya.
              Al casarse con ésta mejoró mucho su situación material. Era hombre de
              temperamento nervioso y enfermizo.
               Habiendo entrado en
              contado con cristianos y judíos, sufrió mucho la influencia de unos y otros y
              empezó a meditar cada vez más sobre la organización religiosa de La Meca. Las
              dudas que surgían frecuentemente en su alma hacían nacer en él momentos de
              desesperación y sufrimiento infinitos. Padecía en ocasiones crisis nerviosas.
              Durante sus paseos solitarios por los arrabales de La Meca le atormentaban visiones
              y al fin concluyó por arraigar en él la convicción de que Dios le había
              designado para salvar a su pueblo, que seguía la senda del error.
                   Mahoma contaba cuarenta
              años cuando se resolvió a expresar sus miras francamente, si bien, con
              modestia, empezó por predicar la moral sólo en el seno de su propia familia.
              Luego predicó ante un grupo reducido de gente de clase inferior, y a poco hubo
              ya ciudadanos distinguidos que le escuchaban. Pero los jefes de los koraichitas se declararon contra él y le hicieron imposible
              la residencia en La Meca. Entonces, acompañado de sus secuaces, abandonó en
              secreto la ciudad (622) y se encaminó a Yalhrib, al
              norte, cuyos moradores, comprendido el elemento judío, le habían rogado a
              menudo que fuese a vivir entre ellos, prometiéndole mejores condiciones de
              existencia.
               El año de la marcha de
              Mahoma a Medina, o como se suele llamar incorrectamente, el año de su huida (hichra en árabe, reformado por los europeos en hégíra) es el punto de partida de la era musulmana.
               Los árabes y todos los
              demás pueblos mahometanos fijan el principio de su era en el año 622 y para
              establecer su cronología se sirven del año lunar, un tanto más corto que el
              solar. De ordinario los musulmanes consideran el viernes 16 de julio del 622
              como el día inicial del primer año de la hégira, pero la práctica no data sino
              de dieciséis años después.
                   La población de Yathrib recibió con entusiasmo a Mahoma y a sus compañeros
              y más tarde cambió el nombre de Yathrib en Medinat el Nabi, o “Ciudad del
              Profeta”.
               No debemos olvidar que la
              insuficiencia de fuentes primitivas referentes al mahometismo nos pone en la
              práctica en tal situación, que no poseemos informe auténtico alguno sobre la
              vida de Mahoma con anterioridad a la hégira. En esa época su enseñanza era tan
              imprecisa que rayaba en lo caótico y no es posible darle aún el nombre de
              religión nueva.
                   En Medina, Mahoma se
              convirtió en jefe de una gran comunidad y comenzó a asentar las bases de un
              Estado político sobre fundamentos religiosos. Después de desarrollar los
              principios esenciales de su religión, creado ciertas ceremonias religiosas y
              reforzado su situación política, levantó un ejército y en 630 tomó La Meca. Ya
              en la ciudad hizo desaparecer todos los ídolos y todas las supervivencias del
              politeísmo. La base de la nueva religión era el culto de un Dios único: Alá.
              Mahoma concedió a todos sus enemigos una especie de amnistía, gracias a lo cual
              la ocupación de La Meca no acarreó muertes ni saqueos. Desde entonces Mahoma y
              sus seguidores pudieron peregrinar libremente a La Meca y practicar sus nuevos
              ritos. Murió Mahoma el 632.
                   Aquel hombre no era un
              lógico y por tanto resulta difícil presentar su doctrina religiosa de manera
              sistemática. Tal doctrina no constituía una creación original, sino que se
              había desenvuelto bajo el influjo de otras religiones: cristianismo, judaismo y
              en parte el parsismo o zoroastrismo, religión del reino persa de los sasánidas
              en aquella época. Modernos historiadores llegan a la conclusión de que “la
              comunidad mahometana primitiva, contrariamente a la opinión extendida antes,
              estaba más profundamente adherida a los ideales cristianos que al judaísmo”.
              Fuese como fuera, Mahoma había conocido otras religiones en su juventud,
              durante sus viajes con las caravanas y más tarde a La Meca y a Yathrib (Medina). El rasgo más típico de su doctrina es el
              dogma de la completa dependencia del ser humano respecto a Dios y la ciega
              resignación a la voluntad divina. La fe es estrictamente monoteísta y se
              considera a Dios como posesor de un poder ilimitado sobre sus criaturas. La
              religión mahometana toma el nombre de Islam, que significa resignación o
              sumisión a Dios74 y los sectarios del Islam fueron llamados
              musulmanes o mahometanos.
               El dogma fundamental de la
              religión islámica es la unidad de Dios, o Alá. La proposición: “Sólo hay un
              Dios y Mahoma es su profeta” constituye uno de los principios esenciales del
              Islam. Moisés y Jesús son reconocidos como profetas. El Cristo es el profeta
              penúltimo; pero la nueva religión proclama que ninguno es tan grande como
              Mahoma. Durante su residencia en Medina, Mahoma declaró que su doctrina
              religiosa era la restauración en su plena pureza de la religión de Abraham,
              corrompida por los judíos y los cristianos. Uno de los primeros problemas que
              se le presentó a Mahoma fue hacer salir a los árabes de su estado de barbarie (dyahiliyya, en árabe), e inculcarles principios morales más
              elevados. Oponiéndose a las crueles costumbres difundidas en el país predicó,
              en lugar de la venganza, la paz, el amor, el dominio de sí mismo. Puso fin de
              la costumbre, existente en ciertas tribus, de enterrar vivas a las recién
              nacidas. Se esforzó asimismo en regularizar las relaciones matrimoniales,
              limitando la poligamia en cierta medida al reducir el número de mujeres
              legítimas. No se podían tener más que cuatro, y en este punto Mahoma no
              permitió a nadie, salvo a sí mismo, tomarse libertades con el dogma. Las viejas
              concepciones de clan se substituyeron en la nueva religión por la idea de los
              derechos personales, incluido el derecho de heredar. Mahoma introdujo
              igualmente ciertas prácticas relativas a la plegaria y el ayuno: durante la
              oración debía volverse la vista en dirección a la Kaaba, y en el noveno mes, el
              de Ramadán, se fijó un largo período de ayuno. El descanso semanal se
              estableció en el viernes. La nueva religión prohibía el uso del vino, de la
              sangre, del cerdo, de la carne de los animales muertos de muerte natural o que
              hubiesen servido para sacrificios a los ídolos paganos. También se prohibía el
              juego. Se establecía la creencia en los ángeles y en el diablo. Los conceptos
              del Cielo y del Infierno, de la Resurrección y del Juicio Final, eran de
              naturaleza netamente materialista. Los elementos esenciales de esas
              concepciones se hallan en la literatura apócrifa judeocristiana. La gracia de
              Dios, el arrepentimiento de los pecadores, la recompensa de las buenas acciones
              formaban parte de la doctrina de Mahoma.
               Las prescripciones
              religiosas y reglas del Islam, tal como existen hoy, se han desarrollado sin
              duda, poco a poco, después de la muerte de Mahoma. Así por ejemplo, en la época
              de los omeyas la oración a horas fijas no estaba instituida de manera rigurosa.
              Las prácticas pueden reducirse a las cinco siguientes: 1) reconocer a un solo
              Dios, Alá, y a su profeta Mahoma; 2) hacer, a las horas fijadas, determinadas
              plegarias siguiendo estrictamente el ritual prescrito; 3) contribuir con cierta
              suma de dinero a los gastos militares y a los de caridad de la comunidad
              mahometana; 4) ayunar durante el mes de Ramadán; 5) efectuar una peregrinación
              a la Kaaba de La Meca (peregrinación que se denomina hadch).
               Los principios
              fundamentales y el conjunto de las reglas de la religión musulmana se consignan
              en un libro sagrado, el libro de las revelaciones de Mahoma, o Corán,
              subdividido en 114 capítulos (Sura, en árabe).
                   Los relatos sobre la
              predicación y los actos de Mahoma, reunidos más tarde en libros diversos,
              llevan el nombre de Sunna.
                   La historia de los
              principios del Islam en el período de Mahoma es oscura y de las que más se
              prestan a la controversia, dado el estado actual de las fuentes que hablan de
              ese período. Sin embargo, tal cuestión es de extrema importancia para la
              historia del Imperio bizantino en el siglo VII, porque su solución puede
              influir mucho en la explicación que se atribuya a los rápidos y asombrosos
              éxitos militares de los árabes cuando éstos tomaron a los bizantinos sus
              provincias orientales y meridionales: Siria, Palestina, Egipto y el África del
              Norte.
                   Para dar una idea de las
              contradicciones que existen en la ciencia respecto al Islam, citaremos las
              opiniones de tres sabios especialistas en la materia. Goldziher escribe: “No puede haber duda: Mahoma pensó en propagar su religión allende las
              fronteras de Arabia y en transformar su doctrina, primero predicada a sus
              cercanos parientes, en una fuerza de dominación universal”. Otro sabio, Grimme, declara que, apoyándose sobre el Corán, se llega a
              la conclusión de que el fin principal del islamismo era (da posesión completa
              de Arabia”. Y un tercer sabio contemporáneo, Caetani,
              afirma que el profeta no soñó nunca en convertir toda Arabia ni a todos los
              árabes.
               En vida de Mahoma, no toda
              Arabia se sometió a su dominio. En general puede decirse que Arabia no ha
              reconocido nunca un señor único. En realidad Mahoma rigió un territorio acaso
              inferior al tercio de la península. Las provincias que dominó quedaron muy
              influidas por los conceptos islámicos, pero el resto de Arabia continuó
              teniendo una organización política y religiosa muy poco diversa a la que había
              conocido antes de Mahoma. Como sabemos, el sudoeste de la península era
              cristiano. Las tribus árabes de la Arabia nordeste habían adoptado también el
              cristianismo, que no tardó en ser la religión dominante en Mesopotamia y en las
              provincias árabes ribereñas del Éufrates. Entre tanto la religión oficial persa
              declinaba de modo acelerada, declinante. De forma que cuando Mahoma murió no
              era el soberano político de toda Arabia ni su jefe religioso.
                   Es interesante notar que
              al principio el Imperio bizantino consideró al Islam como una especie de
              arrianismo, colocándolo en el mismo pie que a las demás sectas cristianas. La
              literatura apologética y polémica de Bizancio discutió con el Islam lo mismo
              que había hecho con los monofisitas, monotelítas y
              sectarios de otras herejías. Juan Damasceno, miembro de una familia sarracena,
              que vivió en la corte musulmana en el siglo VIII, no veía en el Islam una nueva
              religión, sino que la consideraba una especie de cisma, de carácter análogo a
              las otras herejías precedentes. Los historiadores bizantinos testimonian muy
              poco interés por la revelación de Mahoma y el movimiento político que inició.
              El primer cronista que da algunos datos sobre la vida de Mahoma, “soberano de
              los sarracenos y seudoprofeta”, es Teófanes, que
              escribió en la primera mitad del siglo IX.
               Incluso para la Europa occidental del medievo, el Islam no fue una religión distinta, sino una secta cristiana, emparentada, por sus dogmas, con el arrianismo. En el último período de la Edad Media, Dante, en su Divina Comedia, considera a Mahoma como un hereje y le llama “sembrador de escándalo y de cisma” (Inferno, XXVIII, 31-36). 
                   Causas de las conquistas árabes en el siglo VII. Se menciona habitualmente
              el entusiasmo religioso de los musulmanes, que alcanzaba con frecuencia el
              grado supremo del fanatismo y la intolerancia, y se ve en él una de las causas
              determinativas de los pasmosos éxitos militares logrados por los árabes en su lucha
              contra Persia y contra el Imperio bizantino en el siglo VII. Se pretende que
              los árabes se precipitaron sobre las provincias asiáticas y africanas con la determinación
              de cumplir la voluntad de su profeta, que les había prescrito la conversión de
              todo el mundo a la nueva fe. En resumen, suelen explicarse en general las
              victorias árabes por el entusiasmo religioso que preparaba a los musulmanes
              fanáticos a mirar la muerte con desprecio, haciéndoles así invencibles en la
              ofensiva.
                   Este concepto debe ser considerado
              desprovisto de fundamento. A la muerte de Mahoma no había más que un pequeño
              número de musulmanes convencidos, y por ende ese pequeño número permaneció en
              Medina hasta que las primeras grandes conquistas estuvieron consumadas. Muy
              pocos adeptos de Mahoma combatieron en Siria y Persia. La aplastante mayoría de
              combatientes árabes la formaban beduinos, que solo conocían de oídas el Islam.
              No se cuidaban de nada sino de los beneficios materiales y terrenos, y no
              pedían otra cosa que botín y un desenfreno sin límites. El entusiasmo religioso
              no existía entre ellos para nada. Por otra parte, el Islam, en sus principios,
              era tolerante por esencia. El Corán dice: “No se haga violencia en materia
              religiosa; la verdad se distingue bien del error” (II, 257). Harto conocida es
              la indulgencia del Islam, en sus orígenes, con judíos y cristianos. El Corán
              habla también de la tolerancia de Dios respecto a las obras religiosas: “Si
              Dios hubiese querido, no habría hecho sino un solo pueblo de todos los hombres”
              (XI, 120). El fanatismo religioso y la intolerancia de los musulmanes son
              fenómenos posteriores, extraños al pueblo árabe y explicables por la influencia
              de los prosélitos mahometanos. Así, la teoría de que el entusiasmo religioso y
              el fanatismo fueron causas de las victoriosas conquistas de los árabes en el
              siglo VII debe ser rechazada.
                   Ciertos estudios
              recientes, como el de Caetani, se esfuerzan en
              demostrar que las causas verdaderas del irresistible avance de los árabes
              fueron de orden más práctico, más material. Arabia, reducida a sus recursos
              naturales, no podía satisfacer ya las necesidades físicas de su población y
              entonces, bajo la amenaza de la miseria y el hambre, los árabes se vieron en la
              precisión de hacer un esfuerzo desesperado para librarse “de la ardiente
              prisión del desierto”. Serían, pues, las insoportables condiciones de su vida
              las que habrían motivado aquel incontenible impulso que lanzó a los árabes
              hacia el Imperio bizantino y Persia, y no se debe, en tal caso, buscar el menor
              elemento religioso en su movimiento.
               Pero, aun admitiendo hasta
              cierto punto la exactitud de esa tesis, no pueden explicarse completamente los
              éxitos militares de los árabes por sus necesidades materiales. Se ha de
              reconocer que entre las causas de sus victorias figura también el estado
              interno de las provincias orientales y meridionales de Bizancio —Siria,
              Palestina y Egipto—, tan fácilmente ocupadas por los árabes. Varias veces hemos
              indicado el creciente descontento de aquellas provincias, irritadas por razones
              de orden religioso. Siendo monofisitas y, parcialmente, nestorianas en sus
              convicciones, habían entrado en pugna con el gobierno central, rebelde a toda
              conciliación de tipo capaz de satisfacer las exigencias religiosas de aquellos
              países. Ello se agudizó después de la muerte de Justiniano la política
              inflexible de los emperadores hizo que Siria, Palestina y Egipto se sintieran
              dispuestas a desgajarse del Imperio, y prefirieron someterse a los árabes,
              conocidos por su tolerancia religiosa y de quienes se esperaba que se limitasen
              a percibir impuestos regulares en las provincias conquistadas. Los árabes, en
              efecto, como ya hemos dicho, se cuidaban poco de las convicciones religiosas de
              los pueblos sometidos.
                   La parte ortodoxa de la
              población de las provincias orientales estaba también descontenta del gobierno
              central a causa de ciertas concesiones y ciertos compromisos otorgados a los
              monofisitas, sobre todo en el. siglo VII. Hablando de
              la política monotelita de Heraclio, Eutiquio, historiador árabe cristiano del
              siglo X, escribe que los ciudadanos de Hemesa (Homs),
              declararon al emperador: “Sois un maronita (monotelíta)
              y un enemigo de nuestra fe”. Otro historiador árabe, Beladsori (siglo IX), afirma que los mismos ciudadanos se
              volvieron a los árabes, diciéndoles: “Vuestro gobierno y justicia nos son más
              agradables que la tiranía e insultos que hemos sufrido”. Cierto que el testimonio emana de un escritor musulmán, pero refleja el
              verdadero estado de ánimo de la población ortodoxa durante el período en que
              Constantinopla siguió una política de compromiso religioso. Conviene también
              recordar que la mayor parte de la población de las provincias bizantinas de
              Palestina y Siria era de origen semítico, que muchos de sus habitantes eran de
              extracción árabe y que los conquistadores árabes encontraron en las provincias
              sometidas hombres de su raza y que hablaban su propia lengua. Con expresión de
              un historiador, no se trataba de conquistar un país extranjero, cuyo único
              provecho directo serían los impuestos, sino también de reivindicar una parte
              del propio patrimonio, que declinaba, por así decirlo, bajo el cetro
              extranjero”.
               Además del general
              descontento religioso y del parentesco de la población con los árabes —dos
              hechos muy favorables a los invasores— conviene igualmente recordar que
              Bizancio y su ejército estaban muy debilitados tras las largas campañas contra
              los persas, pese al éxito final, y no podían oponer resistencia seria a las
              tropas frescas de los árabes.
                   En Egipto, causas
              particulares explican la fácil conquista árabe. La primera debe buscarse en el
              estado general de las tropas bizantinas acantonadas en el país. Numéricamente
              acaso fuesen bastante fuertes, pero la organización general del ejército perjudicaba
              mucho el éxito de las operaciones. Porque el ejército egipcio, en efecto, se
              dividía en varios grupos, mandados por cinco jefes diferentes, los duques
              (duces), investidos de poderes iguales. Entre esos generales no había unidad
              alguna de acción. La falta de coordinación a los fines de una tarea común
              paralizó la resistencia. La indiferencia de los gobernadores hacia los
              problemas que se planteaban en la provincia, sus rivalidades personales, su
              falta de solidaridad y su incapacidad militar tuvieron consecuencias nefastas.
              Los soldados valían tanto como sus jefes. El ejército egipcio era numeroso,
              pero la mediocridad de los mandos y de su instrucción hacían que no se pudiese
              contar con él. Los soldados se sentían inclinados a la defección de modo irresistible.
              El sabio francés Maspero, escribe: “Sin duda hay
              causas múltiples que explican los fulminantes éxitos de los árabes: el
              agotamiento del Imperio después de la victoriosa campaña de Persia, las
              discordias religiosas, el odio recíproco de los coptos jacobitas y de los
              griegos calcedonios. Pero el motivo principal de la derrota bizantina en el
              valle del Nilo fue la mala calidad del ejército al que estuvo confiada la
              misión de defenderlos”. Gelzer, por el
              estudio de los papiros, llega a las siguientes conclusiones:
               estima que la clase de
              grandes terratenientes priveligiados nacida en Egipto
              con anterioridad al período de las grandes conquistas árabes se había tornado,
              de hecho, independiente del gobierno central, el cual no había creado
              administración local verdadera, cosa que fue una de las causas principales de
              la caída de la dominación bizantina en Egipto. Otro sabio, el francés Amélineau, apoyándose también en el estudio de los papiros,
              llega a la conclusión de que, además de lo mediocre de la organización militar,
              los defectos de la administración civil de Egipto figuraron entre los más
              importantes factores que facilitaron la conquista árabe.
               El papirólogo inglés H. J.
              Bell, escribe que la conquista de Egipto por los árabes no fue “ni un milagro
              ni un ejemplo de la venganza divina sobre la cristiandad extraviada, sino sólo
              el debilitamiento inevitable de un edificio podrido hasta el meollo”.
                 Así, entre las razones del
              éxito árabe debemos colocar en primer lugar la situación religiosa de Siria,
              Palestina y Egipto; los lazos de parentesco que existía entre los habitantes de
              esos dos primeros países y los árabes; y, lo que no deja de tener importancia,
              en Egipto, la incapacidad de las tropas, la ineficacia de la organización
              militar, la mediocridad de la administración civil y el estado de las
              relaciones sociales.
                   En cuanto a las cifras de
              las fuerzas enfrentadas, téngase en cuenta que la tradición histórica, tanto
              bizantina como árabe, las ha exagerado mucho. En realidad los ejércitos de ambos
              adversarios no eran muy considerables. Ciertos eruditos evalúan los soldados
              árabes que participaron en las campañas de Siria y Palestina en. 27.000, y aun
              temen aumentar el número real. El ejército bizantino era probablemente menos
              numeroso todavía. No olvidemos, en todo caso, que las operaciones militares
              fueron sostenidas, no sólo por los árabes de la península, sino por los del
              desierto sirio, cercano a las fronteras persa y bizantina.
                   Al estudiar con
              profundidad los principios del Islam, se advierte que el elemento religioso
              pasa a segundo termino en todos los sucesos políticos
              de este período. Según el historiador Caetani: “el
              Islam se transformó en fuerza política porque sólo así podía triunfar de sus
              enemigos. Si el Islam hubiera persistido siendo siempre una mera doctrina moral
              y religiosa, su existencia habría terminado pronto en aquella Arabia escéptica
              y materialista, y sobre todo en la atmósfera hostil de La Meca”. Según la
              opinión de Goldziher, “los campeones del Islam no se
              propusieron tanto la conversión de los infieles como su sujeción”.
               
 Conquistas árabes hasta principios del siglo VIII. Justiniano II y los árabes. A la muerte de Mahoma
              (632) su pariente Abu-Bakr fue elegido jefe de los
              musulmanes con el título de califa, es decir, “vicario”. Los tres califas
              siguientes, Omar, Otman y Alí, fueron elevados
              también por elección, y en consecuencia no formaron una dinastía. Existe muy
              arraigada la costumbre de designar a los cuatro sucesores inmediatos de Mahoma
              con el nombre de califas ortodoxos.
               Las conquistas más
              importantes hechas por los árabes en territorio bizantino se desarrollaron bajo
              el califa Omar.
                   Los relatos según los
              cuales Mahoma escribió mensajes a los soberanos de otros países, incluso Heraclío, proponiéndoles convertirse al islamismo, con la
              adehala de que Heraclio contestó favorablemente, deben considerarse invenciones
              sin fundamento histórico. No obstante, hay eruditos que hoy dan valor histórico
              a esa correspondencia.
               En vida de Mahoma, sólo
              aislados destacamentos de beduinos cruzaron la frontera bizantina. Pero bajo el
              segundo califa, Omar, los acontecimientos se precipitaron a una velocidad
              extraordinaria. La cronología de las operaciones militares de la tercera y
              cuarta décadas del siglo VII es muy oscura y confusa. Según toda probabilidad,
              los hechos transcurrieron por este orden: en 634 los árabes se apoderaron de la
              fortaleza bizantina de Bothra (Bosra), allende el
              Jordán; en 635 cayó Damasco; en 636 la batalla de Yarmuk abrió toda la
              provincia siria a la conquista árabe y en 637 ó 638
              Jerusalén se rindió tras un cerco de dos años. En esta última operación se
              distinguió entre los árabes el califa Omar y entre los sitiados el patriarca de
              Jerusalén, Sofronio, famoso defensor de la ortodoxia. El texto de la
              capitulación por la que Sofronio entregaba Jerusalén a Omar, con ciertas
              garantías sociales y religiosas para los pobladores cristianos de la ciudad, no
              quedó en vigor, por desgracia, sino con ulteriores modificaciones. Antes de que
              los árabes entrasen en Jerusalén, los cristianos habían logrado sacar de la
              ciudad la Santa Cruz, transportándola a Constantinopla.
               Con la conquista de
              Mesopotamia y Persia, ejecutada a la vez que esta ocupación de territorios
              bizantinos, terminó el primer período de las conquistas árabes en Asia. A fines
              de la tercera década del siglo, el general árabe Amr compareció en la frontera oriental de Egipto, iniciando la conquista de este
              país. Después de la muerte de Heraclio, en 641 ó 642,
              los árabes ocuparon Alejandría, y hacia el fin de la década 64050 el Imperio
              bizantino se vio obligado a renunciar a Egipto para siempre. La conquista de
              Egipto fue seguida de un avance árabe hacia las costas occidentales de África
              del Norte. Sobre el 650, Siria, parte del Asía Menor, la Mesopotamia Superior,
              Palestina, Egipto y una zona de las provincias bizantinas del África
              septentrional estaban bajo el dominio árabe.
               Sus conquistas habían
              llevado a los árabes hasta las orillas del Mediterráneo, donde se les
              plantearon nuevos problemas, de orden marítimo. No poseían escuadra y se
              hallaban impotentes ante los numerosos bajeles bizantinos, para los que eran
              fácilmente accesibles las provincias árabes del litoral. Los árabes
              comprendieron en seguida el peligro de la situación. El gobernador de Siria, y
              futuro califa, Moawiah se dio a construir con actividad numerosas naves, cuyas
              tripulaciones se reclutaron al principio entre la población indígena grecosiria, hecha a navegar. Recientes estudios de papiros
              han probado que, a fines del siglo VII, la construcción de buenas embarcaciones
              y el reclutamiento de marinos, experimentados fueron uno de los problemas
              esenciales que hubo de resolver la administración egipcia.
               A mediados del siglo VII,
              bajo Constante II, las naves árabes de Moawiah, empezaron a invadir las aguas bizantinas
              y los musulmanes tomaron el importante centro marítimo de la isla de Chipre. No
              lejos de la costa de Asia Menor deshicieron la flota bizantina, mandada por el
              emperador en persona, se apoderaron de la isla de Rodas, donde destruyeron el
              célebre Coloso, y llegaron hasta Creta y Sicilia, amenazando el Egeo y
              Constantinopla.
                   Los cautivos capturados en
              estas expediciones, sobre todo los de Sicilia, fueron conducidos a Damasco.
                   Las conquistas árabes del
              siglo VII privaron al Imperio bizantino de sus provincias orientales y
              meridionales, haciéndole perder su posición eminente de Estado más poderoso del
              mundo. Territorialmente disminuido, Bizancio se convirtió en un Estado con
              predominio de pobladores griegos, aunque no un predominio tan grande como creen
              ciertos sabios. Los territorios donde los griegos formaban mayoría absoluta
              eran el Asia Menor, las islas vecinas del mar Egeo, Constantinopla y la
              provincia adyacente a la capital. Por entonces, toda la península balcánica,
              Peloponeso incluso, se había modificado mucho en su composición etnográfica, a
              causa de la aparición de grandes colonias eslavas. En Occidente, el Imperio
              bizantino poseía aun partes aisladas de Italia, esto es, las no pertenecientes
              al reino lombardo y que eran la zona meridional de la península, con Sicilia y
              otras islas del Mediterráneo, Roma y el exarcado de Ravena. La población
              griega, especialmente numerosa en la porción meridional de la Italia bizantina,
              creció muy de prisa en el siglo VII al refugiarse en Italia numerosos habitantes
              de Egipto y África del Norte que no quisieron someterse a los árabes. Puede
              decirse que el Imperio romano se transformó entonces en un Imperio bizantino,
              Imperio cuyos problemas vitales se hicieron más angostos y perdieron su
              anterior vastedad. Ciertos historiadores —como Gelzer—
              piensan que las graves pérdidas territoriales de Bizancio fueron convenientes
              para esta nación en el sentido de que eliminaron los elementos extranjeros,
              mientras “la población del Asia Menor y de las partes de la península balcánica
              que reconocían aún la autoridad del emperador, formaba, por su lengua y
              religión, un todo perfectamente homogéneo y una masa perfectamente leal”. Desde
              mediados del siglo VII Bizancio hubo de ocuparse sobre todo de la capital, del
              Asia Menor y de la península balcánica. Por lo demás, aquellos reducidos
              territorios estaban expuestos a la amenaza de los lombardos, los eslavos, los
              búlgaros y los árabes. Según L. Bréhier, ese período
              marca para Constantinopla el principio de su papel histórico de defensa
              perpetua que dura hasta el siglo XV, con alternativas de retroceso y expansión.
               Los progresos de la
              conquista árabe en África del Norte fueron detenidos durante algún tiempo por
              la enérgica resistencia de los bereberes. También interrumpió la actividad
              militar de los árabes el conflicto interno que estalló entre el último califa
              ortodoxo, Alí, y el gobernador de Siria, Moawiah. La sangrienta lucha concluyó
              el 661 con el asesinato de Alí y el triunfo de su adversario, quién subió al
              trono, inaugurando la dinastía de los omeyas. El nuevo califa hizo de Damasco
              la capital de su reino.
                   Una vez afirmado su poder
              en el interior, Moawiah reanudó la ofensiva contra el Imperio bizantino,
              enviando su flota a Constantinopla y prosiguiendo su marcha hacia el oeste en
              territorio africano.
                   El Imperio conoció su
              período más crítico bajo el reinado del enérgico Constantino IV (668-685).
              Entonces la flota árabe atravesó el Egeo y el Helesponto, penetró en la Propóntide y se estableció en el puerto de Cizico. Utilizando este lugar como base de operaciones, los
              árabes asediaron varias veces, y siempre sin éxito, Constantinopla. Todos los
              años recomenzaban el cerco, de ordinario en el estío. La causa esencial de que
              los árabes no tomasen la ciudad fue que el emperador había sabido situarla en
              estado de oponer la necesaria resistencia.
               Entre los principales
              factores del éxito de la defensa bizantina figuró el empleo del fuego griego,
              llamado también “fuego líquido” o “marino”, y cuya invención se debió al
              arquitecto Calínico, un griego de Siria, emigrado. A
              veces suele tenerse una idea falsa de ese invento, dado el término que lo
              designa por lo general. El “fuego griego” era una especie de composición
              explosiva que se proyectaba mediante tubos especiales o sifones y que se inflamaba
              al tropezar con las naves enemigas. La flota bizantina comprendía buques
              especiales denominados sifonóforos, los cuales causaban terrible pánico entre
              los árabes. Había otros procedimientos para lanzar aquel fuego artificial sobre
              el enemigo. La característica de tal fuego era que ardía incluso sobre el agua.
              Durante considerable tiempo el gobierno guardó celosamente el secreto de la
              composición de tal arma nueva, que contribuyó muchas veces al éxito de las
              flotas bizantinas.
               Todos los intentos árabes
              para tomar Constantinopla fracasaron. En 677 la flota enemiga se volvió hacia
              Siria y durante el viaje, al largo de la costa meridional del Asia Menor, fue
              destruida por una violenta tempestad. En tierra tampoco tuvieron éxito las
              operaciones de los árabes. Dadas tales circunstancias, el viejo Moawiah negoció
              un tratado de paz con Bizancio, comprometiéndose a pagar un cierto tributo
              anual.
                   Al rechazar de
              Constantinopla a los árabes y firmar con ellos una paz favorable y ventajosa
              para Bizancio, Constantinopla prestó un gran servicio, no sólo a su propio
              país, sino a toda la Europa occidental, que quedó protegida así contra el grave
              peligro mahometano. El éxito de Constantino produjo viva impresión en
              Occidente. Según un cronista, cuando la noticia de la victoria de Constantino
              llegó al kan de los avaros y a otros soberanos occidentales, éstos “enviaron
              embajadores con regalos al emperador y le pidieron que estableciere con ellos
              relaciones de paz y amistad... y hubo una gran época de paz en Oriente y en
              Occidente”.
                 Durante el primer reinado
              de Justiniano II (685-695), sucesor de Constantino IV, se produjo en la
              frontera árabe un suceso que iba a tener considerable importancia en el
              ulterior desarrollo de las relaciones arábigo-bizantinas. Las montañas sirias
              del Líbano estaban habitadas desde hacía mucho por grupos de mardaítas, es decir, de “rebeldes”, de “apóstatas”, de
              “bandidos”. Estas agrupaciones se hallaban organizadas militarmente y servían,
              por decirlo así, de bastión a las autoridades bizantinas de la provincia. Luego
              que los árabes conquistaron Siria, los mardaítas se
              batieron en retirada hacia el norte y permanecieron en la frontera arábigobizantina, causando a los árabes muchas inquietudes
              y enojos con sus frecuentes incursiones en los distritos vecinos. Según un
              cronista, los mardaítas formaban un muro de bronce,
              que protegía al Asia Menor de las invasiones árabes. Pero, por el tratado de
              paz negociado por Justiniano II ,el emperador se obligaba a establecer a los mardaítas en las provincias interiores del Imperio, a
              cambio de cuyo favor se comprometía el califa a pagar cierto tributo. Tal
              concesión del emperador destruyó el “muro de bronce”. A continuación se halla a
              los mardaítas como marinos de Panfilia (sur del Asia
              Menor), Peloponeso, Cefalonia y otros lugares. Su marcha de la frontera reforzó
              a todas luces la situación de los árabes en las provincias recién conquistadas
              y facilitó sus ulteriores movimientos ofensivos hacia el interior del Asia
              Menor. A mi juicio no tenemos pruebas suficientes para ver este hecho como el
              profesor Kulakovski, que lo explica por
              “consideración del emperador hacia los cristianos sometidos a hombres de otra
              religión”. La emigración de los mardaítas se explica
              por motivos puramente políticos. A la vez que en Oriente se esforzaban en tomar
              Constantinopla, los ejércitos árabes reanudaban, en Occidente, la conquista de
              África del Norte. A fines del siglo VII los árabes ocuparon Cartago, capital
              del exarcado de África y a primeros del VIII tomaron Septena (hoy la fortaleza
              española de Ceuta), no lejos de las Columnas de Hércules. Hacia la misma época,
              los árabes, mandados por Tarik, pasaron de África a España, conquistando a los
              visigodos la mayor parte de la península. Del nombre de Tarik procede el moderno
              nombre de Gíbraltar, o Montaña de Tarik. De tal
              guisa, a principios del siglo VIII la amenaza musulmana reapareció en Europa
              desde una nueva dirección, es decir, desde la península ibérica.
               Las relaciones que se
              establecieron entre los árabes y las poblaciones de Siria, Palestina y Egipto
              difirieron mucho de las que se vio surgir en África del Norte, esto es, en los
              territorios actuales de Tripolitania, Túnez, Argelia
              y Marruecos. En Siria, Palestina y Egipto, los árabes, lejos de encontrar
              resistencia seria, hallaron más bien simpatía y ayuda en la población. Dada
              esta actitud, los árabes trataron a sus nuevos súbditos con gran tolerancia.
              Salvo raras excepciones, dejaron sus templos a los cristianos, les permitieron
              celebrar sus oficios religiosos y no exigieron, en cambio, sino el pago de un
              impuesto regular y la fidelidad política de los cristianos a los soberanos
              árabes. Jerusalén, uno de los lugares más venerados de la cristiandad, quedó abierto
              a los peregrinos que acudían a Palestina desde los más remotos puntos de la
              Europa Occidental para adorar los Santos Lugares. La ciudad conservó sus
              hospederías y hospitales para los peregrinos. En Siria, Palestina y Egipto los
              árabes entraron en contacto con la civilización bizantina, cuyo influjo no
              tardó en manifestarse sobre ellos. En resumen, conquistadores y conquistados
              vivieron en Siria y Palestina en relaciones pacíficas que duraron considerable
              tiempo. En Egipto la situación era algo menos satisfactoria, pero incluso en
              este país los cristianos gozaban de gran tolerancia, al menos al principio de
              la dominación árabe.
               A raíz de la conquista
              musulmana, los patriarcados de las provincias ocupadas cayeron en manos de los
              monofisitas. No obstante, los gobernadores árabes concedieron ciertos
              privilegios a la población ortodoxa de Siria, Palestina Egipto, y al cabo de
              cierto tiempo fueron restablecidos los patriarcados ortodoxos de Alejandría y
              Antioquía, los cuales subsisten aun hoy. Un historiador y geógrafo árabe del
              siglo X, Masudi, declara que bajo el dominio árabe
              las cuatro montañas sagradas—“el Sinaí, el Horeb, el Monte de los Olivos, junto
              a Jerusalén el Monte del Jordán”, es decir, el Monte Tabor— quedaron todas en
              manos de los ortodoxos. Sólo poco a poco los monofisitas y otros herejes, así
              como musulmanes, arrebataron a los ortodoxos el culto de Jerusalén y los Santos
              Lugares. Más tarde Jerusalén fue elevada a ciudad santa musulmana, como la Meca
              y Medina. Para los mahometanos, el carácter sagrado de la ciudad fundaba en que
              Moawiah había asumido allí la calidad de califa.
               La situación en África del
              Norte era muy diferente. La gran mayoría las tribus bereberes, aunque hubiese
              adoptado oficialmente el cristianismo, permanecía en su barbarie de antaño y
              opuso una fuerte resistencia a los ejércitos árabes, que respondieron a tal
              oposición con tremendas devastaciones de territorios bereberes. Millares de
              cautivos fueron llevados a Oriente y vendidos como esclavos. “Aun hoy — escribe
              Diehl—, en las ciudades muertas de Tún que permanecen
              en su mayor parte tal como la invasión árabe las dejó, se encuentran a cada
              paso las huellas de aquellos terribles estragos”. Cuando por fin lograron los
              árabes conquistar las provincias del norte de África, muchos lugareños
              emigraron a Italia y a Galia. La Iglesia africana — antes tan famosa en los
              anales del cristianismo— sufrió enormemente. Al respecto de estos sucesos dice
              Diehl: “Durante cerca de dos siglos había (el Imperio bizantino), al amparo de
              sus fortalezas, asegurado al país una grande e indiscutible prosperidad;
              durante cerca de dos siglos había, en parte de África del Norte, manteniendo
              las tradiciones de la civilización antigua e iniciado, con su propaganda
              religiosa, a los bereberes en una cultura más elevada. En cincuenta años la
              conquista árabe arruinó todos estos resultados”.
               A pesar de la rápida
              propagación del Islam entre los bereberes, el cristianismo siguió existiendo
              entre ellos. En el siglo XIV vemos mencionar algunos islotes cristianos en África
              del Norte.
                   
 Progresos de los eslavos en el Asia Menor. Principios del reino búlgaro. Ya vimos que, desde
              mediados del siglo VI, los eslavos, no contentos con atacar y devastar
              continuamente las posesiones balcánicas del Imperio bizantino, habían avanzado
              hasta el Helesponto, llegando a Tesalónica, a la Grecia del sur y a las orillas
              del Adriático, donde se establecieron en gran número. También hablamos de la
              ofensiva dirigida contra la capital en el 626, por avaros y eslavos, bajo el
              reinado de Heraclio. En la época de la dinastía heracliana los eslavos continuaron progresando en la península y empezaron a poblarla muy
              densamente. Tesalónica quedó pronto rodeada de tribus eslavas y sus moradores
              sólo con dificultad pudieron protegerse de los ataques eslavos, a pesar de las
              fuertes murallas de la ciudad.
               Tripulando sus navíos, los
              eslavos descendían al mar Egeo, atacaban las naves bizantinas y dificultaban no
              poco el abastecimiento de la capital. El emperador Constante II se vio obligado
              a emprender una campaña contra la Eslavonia, con frase de Teófanes. A partir de
              este momento comenzamos a ver mencionadas grandes emigraciones de eslavos hacia
              el Asia Menor y Siria. Bajo Justiniano II, una horda de eslavos no menor de
              ochenta mil hombres88, fue transportada al tema de Opsikion, en el Asia Menor. Unos treinta mil de ellos
              fueron movilizados por el emperador para la guerra contra los árabes, durante
              la cual desertaron pasándose al enemigo. Esta ofensa fue vengada con una
              matanza espantosa del resto de los eslavos en Opsikion.
              Poseemos un sello de la colonia militar eslava de Bitinia (provincia del tema
              de Opsikion), que data de ese período. Es un
              documento de gran importancia, “un nuevo fragmento de la historia de las tribus
              eslavas” que proyecta “un rayo de luz sobre el crepúsculo de las grandes
              emigraciones”, como dice B. A. Pantchenko, que ha
              publicado y comentado dicho documento. Desde el siglo VII, el
              problema de las colonias eslavas del Asia Menor reviste una importancia
              excepcional.
               La segunda mitad del siglo
              VII se señaló también por la formación del nuevo reino de Bulgaria en la
              frontera septentrional del Imperio bizantino, en las orillas del Danubio
              inferior. La historia ulterior de este Estado había de tener extrema
              importancia para los destinos del Imperio. En aquel período primitivo poblaban
              el nuevo reino los antiguos búlgaros, raza de origen húnico (turco).
               Bajo Constante II una
              horda búlgara, conducida por Isperiah, fue obligada
              por los kázaros a dirigirse al oeste de las estepas
              costeñas del mar de Azov y se estableció en la desembocadura del Danubio.
              Después, avanzando más hacia el sur, penetró en la parte del Imperio bizantino
              hoy llamada Dobrudya. Según demuestra V. N. Zlatarski, aquellos búlgaros habían convenido antes con
              Bizancio un acuerdo por el que se obligaban a defender la frontera danubiana
              contra los ataques de otros bárbaros. Es difícil establecer lo fundado o
              infundado de tal aserción, por lo poco que se conoce de la historia búlgara
              primitiva. En todo caso, si existió tal pacto no rigió mucho tiempo. La horda
              búlgara inquietaba mucho al emperador y en 679 Constantino IV emprendió una
              expedición contra ella. La expedición terminó con la completa derrota del
              ejército bizantino y el emperador hubo de firmar un tratado obligándose a pagar
              a los búlgaros un tributo anual y a cederles los territorios comprendidos entre
              el Danubio y los Balcanes, es decir, las antiguas provincias de Mesia y Escitia
              Menor (actual Dobrudya). La desembocadura del Danubio
              y parte del litoral del mar Negro quedaron en manos de los búlgaros. El nuevo
              reino, reconocido así por el emperador de Bizancio, se convirtió en un
              peligroso vecino del Imperio.
               Después de afirmarse
              políticamente, los búlgaros fueron ensanchando de modo gradual sus posesiones
              territoriales y entraron en contacto con la compacta población eslava de las
              provincias fronteras. Los recién llegados introdujeron entre los eslavos la
              organización militar y la disciplina. Obrando como un elemento unificador entre
              las tribus eslavas de la península, que habían vivido hasta entonces en grupos
              separados, los búlgaros fundaron poco a poco un poderoso Estado que Bizancio,
              con razón, estimó indeseable. En consecuencia, los soberanos bizantinos
              organizaron numerosas campañas contra eslavos y búlgaros. Los búlgaros de Isperich, menos numerosos que los eslavos, no tardaron en
              ser influidos por éstos. Entre los búlgaros, pues, se produjeron grandes
              modificaciones que afectaron a su raza. Gradualmente perdieron su nacionalidad,
              turca de origen, y hacia mediados del siglo IX estaban eslavizados del todo. No
              obstante aun llevan hoy su antiguo nombre de búlgaros.
               En 1899-1900, el Instituto
              Arqueológico Ruso de Constantinopla emprendió búsquedas en el supuesto
              emplazamiento de una antigua residencia búlgara (aul)
              y descubrió vestigios interesantísimos. En donde se levantó la antigua capital
              del reino —Pliska o Pliskova—,
              no lejos de la contemporánea población de Aboba, en la Bulgaria del nordeste,
              algo al norte de Chumen, se han descubierto los cimientos del palacio de los
              primeros kanes de Bulgaria y parte de sus muros, con torres y puertas; también
              los cimientos de un templo grande, inscripciones, numerosos objetos de arte y
              decoración, monedas de oro y bronce, sellos de plomo, etc. Por desgracia es
              imposible apreciar y comentar como se debiera los documentos, a causa de la
              penuria de fuentes relativas a ese período. Hemos de limitarnos, por hoy, a
              hipótesis y conjeturas. F. I. Uspenskí, que dirigió
              las investigaciones, declara que “los descubrimientos hechos por el Instituto
              en el campo situado cerca de Chumen han aclarado hechos muy importantes, que
              constituyen una base suficiente para la adquisición de ideas netas respecto a
              la horda búlgara que se estableció en los Balcanes y a las graduales
              transformaciones en ella producidas bajo el influjo de su contacto con
              Bizancio”. Según el mismo historiador, “está demostrado por los primeros
              documentos relativos a los usos y costumbres de los búlgaros y que las que las
              búsquedas efectuadas en el solar de su antigua capital han permitido descubrir
              que los búlgaros sufrieron asaz pronto la influencia de la civilización de
              Constantinopla y que sus kanes adoptaron poco a poco en su corte las costumbres
              y ceremonias de la corte bizantina”. La mayoría de los objetos desenterrados en
              el curso de las excavaciones pertenecen a una época más reciente que la de Isperich, remontándose sobre todo a los siglos VIII y IX.
              Esas investigaciones distan mucho de haber terminado.
               A mediados del siglo VII
              la situación de Constantinopla se modificó del todo. La conquista de las
              provincias orientales y meridionales por los árabes, los frecuentes ataques de
              éstos a las provincias del Asia Menor, las victoriosas expediciones de la flota
              musulmana en los mares Mediterráneo y Egeo y, de otra parte, el nacimiento del
              reino búlgaro en la frontera septentrional y el avance progresivo de los
              eslavos de los Balcanes hacia la capital bizantina, el litoral egeo y el
              interior de Grecia, fueron factores que crearon nuevas y particulares
              condiciones de vida para Constantinopla, la cual cesó de sentirse segura. La
              capital había tomado siempre su potencia de las provincias orientales y ahora
              parte de ellas quedaba desgajada del Imperio y otra quedaba expuesta, en
              múltiples puntos, a peligros y amenazas. Sólo teniendo en cuenta estas nuevas
              condiciones puede comprenderse realmente el deseo de Constante II de abandonar
              Constantinopla y llevar la capital a la antigua Roma u otro punto cualquiera de
              Italia.
                   Los cronistas explican la
              marcha del soberano alegando que huyó de la capital por temor al odio del
              pueblo, indignado ante el asesinato del hermano del emperador, puesto que tal
              asesinato, dicen, había sido ordenado por el último. Esta explicación
              difícilmente puede ser aceptada por los historiadores.
                   La razón verdadera fue que
              el emperador no consideraba ya Constantinopla como residencia segura y volvía
              sus ojos hacia el oeste. Además, es probable que se diese cuenta de que la
              amenaza árabe iba inevitablemente a pasar del África del Norte a Italia y
              Sicilia y decidiese reforzar el poder del Imperio en la zona occidental del
              Mediterráneo, situándose personalmente allí, lo que le permitiría tomar todas
              las medidas necesarias para impedir la expansión de los árabes allende las
              fronteras egipcias. Es probable que el emperador no se propusiera abandonar
              Constantinopla para siempre y que desease sólo dar al Imperio un segundo punto
              central en Occidente, como en el siglo IV, esperando contribuir así a detener
              los progresos de los árabes. En todo caso, la ciencia histórica moderna explica
              la actitud de Constante II respecto al oeste, un poco enigmática a primera
              vista, no por la imaginación emotiva y turbada del emperador, sino por las
              condiciones políticas imperantes entonces en Oriente al sur y al norte.
                   Pero la situación de Italia
              no era muy alentadora. Los exarcas de Ravena, que habían dejado de sentir el
              peso de la voluntad del emperador por la mucha distancia que les separaba de
              Constantinopla y por la extrema complejidad de la situación en Oriente, tendían
              sin ambages a la defección. Los lombardos poseían gran parte del país. La
              autoridad del emperador sólo era reconocida en Roma, Nápoles, Sicilia y casi
              todo el sur de Italia, donde predominaba la población griega.
                   Al partir de
              Constantinopla, Constante II se encamino a Italia, pasando por Atenas. Detúvose en Roma, en Nápoles, en la región meridional de
              Italia y, al fin, en la ciudad siciliana de Siracusa, donde se instaló. Vivió
              en Italia los cinco últimos años de su reinado sin poder cumplir sus proyectos
              iniciales. Su lucha contra los lombardos no fue afortunada. Sicilia estuvo sin
              cesar amenazada por los árabes. Se formó una conjura contra el emperador y éste
              murió miserablemente asesinado en un establecimiento balneario de Siracusa.
               A su muerte se renunció a
              la idea de trasladar a Occidente la capital y su hijo, Constantino IV,
              permaneció en Constantinopla.
                   
 “Exposición de Fe” de Heraclio. Tipo de Fe. Sexto concilio ecuménico. Ya vimos que las campañas
              de Heraclio contra los persas, al devolver al Imperio sus provincias monofisitas
              —Egipto, Siria, Palestina—, pusieron una vez más en su primer plano el problema
              de la política gubernamental respecto a los monofisitas. Durante las mismas
              campañas Heraclio entabló negociaciones con los obispos monofisitas de las
              provincias orientales, a efectos de lograr una cierta unidad para la Iglesia
              mediante algunas concesiones dogmáticas. Resultó que tal unidad sería posible
              si los ortodoxos consentían en reconocer que Jesucristo tenía dos substancias y
              una “operación” o actividad (energía) o una voluntad. De esta última palabra
              procede el nombre de monotelismo que designa aquella doctrina y por el cual se
              la conoce en la historia. Antioquía y Alejandría, representadas por sus
              patriarcas monofisitas nombrados por Heraclio, consintieron en trabajar en la
              conclusión de un acuerdo. Sergio, patriarca de Constantinopla, debía también
              ayudar a la realización de ese proyecto de unidad. Pero Sofronio, monje
              palestino residente en Alejandría, se alzó contra la doctrina monotelista. Sus argumentos contra la nueva doctrina
              causaron viva impresión, amenazando arruinar la política conciliatoria de
              Heraclio. El Papa de Roma, Honorio, comprendiendo el peligro de todas aquellas
              disputas dogmáticas, no resueltas por los concilios ecuménicos, declaró que la
              doctrina de una voluntad única estaba de conformidad con el cristianismo. Pero
              Sofronio, a la sazón elevado a patriarca de Jerusalén, lo que le permitía
              ejercer una influencia aun más extensa y profunda,
              envió una carta sinodal al arzobispo de Constantinopla mostrándole, con gran
              habilidad teológica, la insuficiencia del monotelismo. Previendo la inminencia
              de grandes discordias religiosas, Heraclio publicó la Ecthesis o “Exposición de Fe”, que reconocía dos naturalezas y una voluntad en
              Jesucristo. La parte cristólogica aquel documento
              había sido compuesta por el patriarca Sergio. El emperador esperaba que su Ecthesis haría progresar mucho la idea de reconciliación e
              monofisitas y ortodoxos, pero sus esperanzas se acreditaron de infundadas, una
              parte el nuevo Papa no aprobó la Ecthesis y,
              esforzándose en defender la existencia de dos voluntades y dos actividades en
              Jesús, declaró herética la doctrina monotelista. Este
              acto del Papa irritó al emperador y puso en gran tensión sus relaciones con la
              Santa Sede. Por otra parte, la Ecthesis se publicaba; un momento en que, por fuerza de las cosas, no podía surtir el
              efecto anhelado: el fin principal del emperador era reconciliar las provincias
              monofisitas con ortodoxas, pero en el año 638, fecha de la publicación de su Ecthesis, Palestina y la zona bizantina de Mesopotamia ya
              no pertenecían al Imperio, por haberlas ocupado los árabes. Quedaba Egipto, más
              sus días estaban contados. La cuestión monofisita había perdido importancia
              política y el decreto de Heraclio no tuvo trascendencia. Conviene, además,
              recordar que otros ensayos anteriores de compromiso religioso no habían sido
              satisfactorios ni logrado nunca resolver los problemas esenciales, a causa
              sobre todo de la obstinación de la mayoría de ambos bandos.
               A la muerte de Heraclio el
              gobierno siguió siendo partidario del monotelismo — aunque el movimiento
              hubiese perdido ya importancia política—, pero a la vez procuró mantener
              relaciones amistosas con la Santa Sede. Tras la conquista de Egipto por los
              árabes hacia 640-50 aproximadamente, el Imperio hizo varias tentativas para
              reconciliarse con el Papa, ofreciendo introducir modificaciones en el
              monotelismo. Con tal intención, Constante II publicó en 648 el “Tipo” o “Tipo
              de Fe” que prohibía “a todos los súbditos ortodoxos que estaban en la fe
              cristiana inmaculada y pertenecían a la Iglesia católica y apostólica, luchar o
              querellarse unos con otros sobre una voluntad u operación (energía) o dos
              operaciones (energías) y dos voluntades”. El “Tipo” no prohibía sólo toda controversia
              sobre la unidad o dualidad de la voluntad de Jesucristo, sino que ordenaba
              también que se hiciesen desaparecer las disertaciones escritas sobre la materia
              y, por tanto, la Ecthesis de Heraclio, fija en el nartex de Santa Sofía. Pero con esta medida Constante no
              introdujo la paz deseada.
               En presencia de los
              representantes del clero griego, en el sínodo de Letrán, el Papa Martín condenó
              “la muy impía Ecthesis y el malvado Tipo” y declaró
              culpables de herejías a todos aquellos cuyos nombres estaban vinculados a la
              composición de los dos edictos. Por otra parte, el eminente teólogo Máximo el
              Confesor, se opuso resueltamente al “Tipo”, así como a la doctrina monotelista en general. El hondo descontento provocado por
              la política religiosa del emperador hízose asimismo más fuerte cada vez en la
              Iglesia oriental.
               Irritado por la actitud
              del Papa en el sínodo de Letrán, Constante II ordenó al exarca de Ravena
              prender a Martín y enviarlo a Constantinopla. El exarca ejecutó la orden y, ya
              en Constantinopla, Martín fue acusado de haber querido provocar un alzamiento
              contra el emperador en las provincias orientales, siendo sometido a
              humillaciones terribles y puesto en prisión. Poco después se le envió a la
              lejana ciudad de Querson, en la costa meridional de
              Crimea, ordinario lugar de destierro de los personajes que caían en desgracia
              en la época bizantina. Martín murió a poco de su llegada a Querson.
              En sus cartas desde aquel punto se quejaba de las malas condiciones de su vida
              y pedía a sus amigos que le enviasen alimentos, sobre todo pan, “que en Querson es un tema de conversación, pero no se ve nunca”.
              Por desgracia hay pocos pasajes de Martín que nos den informes de interés sobre
              la civilización y estado económico de Querson en el
              siglo VII.
               El emperador y el
              patriarca de Constantinopla prosiguieron negociaciones con los sucesores de
              Martín en el trono pontificio y al fin hicieron la paz con el segundo de dichos
              sucesores, Vitaliano. Así terminó el cisma. La
              reconciliación religiosa con Roma fue políticamente importante para Bizancio
              porque reforzó la posición del emperador en Italia. Máximo el Confesor, que
              había opuesto en Italia una celebérrima resistencia al monotelismo, fue
              apresado por el exarca de Ravena y se le trasladó a Constantinopla, donde se le
              juzgó, se lo condenó cruelmente. Murió, mártir, en el destierro.
               Aunque el monotelismo
              hubiese perdido su importancia política, continuaba sembrando discordia entre
              el pueblo, incluso después de la prohibición ordenada en el “Tipo”. Así, el sucesor
              de Constante II, Constantino IV (668-685) deseando restablecer por completo la
              paz religiosa en el Imperio, convocó en Constantinopla, en 680, el sexto
              concilio ecuménico, el cual condenó el monotelismo y reconoció en Jesucristo
              dos naturalezas desarrolladas en una hipóstasis única y “dos voluntades y
              operaciones (energías) coexistiendo armoniosamente con miras a la salvación de
              la humanidad”.
                   La paz con Roma quedaba
              restablecida. El mensaje enviado por el sexto concilio al Papa le calificaba de
              “Jefe de la Primera Sede de la Iglesia Universal, asentado sobre la sólida roca
              de la Fe” y le decía que el escrito del Papa, al emperador exponía los
              principios verdaderos de la religión.
                   Así, bajo el reinado de
              Constantino IV, el gobierno bizantino se declaró definitivamente contra el
              monotelismo y el monofisismo. Los patriarcas de Alejandría, Antioquía y
              Jerusalén —ciudades arrancadas al Imperio por la conquista árabe—, no dejaron
              de participar en el concilio ecuménico, enviando a él sus representantes.
              Macario, patriarca de Antioquía, que según toda verosimilitud habitaba en
              Constantinopla y no tenía otra jurisdicción real que Cilicia e Isauria, abogó
              en el concilio por el monotelismo y fue, por tal hecho, depuesto y excomulgado.
              Las decisiones del sexto concilio demostraron a Siria, Palestina y Egipto que
              Constantinopla abandonaba el deseo de entrar en el camino de la reconciliación
              religiosa no pertenecían a Bizancio. La paz con Roma se compró, pues, al precio
              de un abandono total de las poblaciones monofisitas y monotelistas de las provincias orientales, hecho que contribuyó mucho al afincamiento futuro
              de la dominación árabe en aquellas provincias. Siria, Palestina y Egipto
              quedaban separadas en definitiva del Imperio.
               No puede decirse que
              durara mucho el acuerdo logrado con Roma en el sexto concilio ecuménico. En
              vida de Justiniano II, sucesor de Constantino IV, las relaciones del Imperio
              con Roma volvieron a ser muy tensas. Deseoso de rematar la obra de los
              concilios ecuménicos quinto y sexto, Justiniano II convocó en Constantinopla
              (692) un sínodo que se reunió en el Palacio Cupulado. Llamóse a ese concilio Concilio en Trullo, (griego “domo” o
              “cúpula”), y también Quinisexto (“Quinisextum”).
              porque concluyó la tarea de los dos concilios precedentes. Aquel sínodo se dio
              a sí mismo el nombre de ecuménico.
               El Papa Sergio negóse a firmar las actas del concilio a causa de ciertas
              cláusulas, como la prohibición del ayuno en sábado, el permiso de contraer
              matrimonio a los sacerdotes, etc. Justiniano, siguiendo el ejemplo de Constante
              II al desterrar a Martín a Crimea, mandó prender a Sergio y llevarle a
              Constantinopla. Pero el ejército de Italia defendió al Papa contra el comisario
              imperial y éste sólo merced a la intercesión del Pontífice pudo salvar la vida.
                   En el segundo reinado de
              Justiniano II, el Papa Constantino, por invitación del emperador, acudió a
              Constantinopla. Éste fue el último Papa a quien se llamó a la capital del
              Imperio.
                   El obispo de Roma fue
              tratado con los mayores honores por Justiniano, quien, según el biógrafo del
              Papa, se prosternó, cubierto con la corona imperial, ante el soberano pontífice
              y besó sus pies. Justiniano y el Papa llegaron a un acuerdo satisfactorio, más
              no poseemos sobre ese punto ningún informe preciso. El historiador religioso
              alemán Hefele observa que el Papa Constantino siguió
              sin duda el mismo camino del justo medio que el Papa Juan VI (872-882) adoptó
              después, declarando que “aceptaba todos los cánones que no estuviesen en
              contradicción con la verdadera fe, las buenas costumbres y los decretos de
              Roma”.
               Con gran alegría del
              pueblo el Papa volvió a Roma sano y salvo. Parecía que la paz religiosa habíase
              afirmado al fin en las considerablemente reducidas fronteras del Imperio.
                   
 Desarrollo de la organización de los themas en la época de la dinastía de Heraclio. En la historia bizantina
              suele hacerse remontar el origen de la organización de los themas a la época de
              la dinastía de Heraclio. Por organización de los themas entendemos la especial
              organización de las provincias dictada por las condiciones de los tiempos y
              cuya característica fue el aumento de los poderes militares de los gobernadores
              de las provincias y, como resultado, la hegemonía completa de éstos sobre las
              autoridades civiles. Conviene recordar que ese cambio no se cumplió de una vez,
              sino mediante una evolución progresiva y lenta. Durante mucho tiempo la palabra
              griega thema, significó un cuerpo de ejército acantonado en una provincia y
              sólo más tarde, y según toda verosimilitud en el siglo VIII, empezó esa
              expresión a emplearse para designar, no sólo las fuerzas militares, sino
              también la provincia ocupada por ellas. Así principió a aplicarse a las
              divisiones administrativas del Imperio.
                   La principal fuente
              bizantina relativa al asunto de los themas es la obra titulada De los themas,
              escrita por Constantino Porfirogénito en el siglo X
              y, en consecuencia, bastante tardía. Esa obra tiene también la desventaja de
              apoyarse a veces en escritos geográficos de los siglos V y VI, utilizados,
              superficialmente o bien copiados a la letra en ocasiones. Pero, aunque ese
              tratado del imperial escritor no nos dé informes de la organización de los
              themas en el siglo VII, establece un vínculo entre la génesis del sistema y el
              nombre de Heraclio. Dice el emperador: “Después de la muerte de Heraclio el
              Libio (es decir, el Africano), el Imperio romano se encontró reducido en
              dimensión y mutilado a la vez en Oriente y Occidente”. Se encuentran datos muy
              interesantes, pero no plenamente explicados, sobre este problema, en las obras
              de dos geógrafos árabes, uno de la primera mitad del siglo IX, Ibn-Khurdadhbah, y otro del principio del X, Kudama. Mas tampoco ellos, naturalmente, son contemporáneos
              de Heraclio. Para el estudio de los orígenes del sistema de los themas, los
              historiadores han utilizado notas incidentales de los cronistas, en especial el
              mensaje latino de Justiniano II al Papa, fechado en 687, relativo a la
              confirmación del sexto concilio ecuménico. Esta misiva contiene una lista de
              los distritos militares de la época, no citados aun como themas, sino con la
              palabra latina de exercitus (ejércitos). Y en las
              fuentes históricas de ese período el término latino exercitus y el griego se emplean en ocasiones para designar un territorio o provincia
              sometido a la administración militar.
               Los verdaderos precursores
              de los themas fueron los exarcados de Cartago y Ravena, creados a fines del
              siglo VI.
                   Como vimos, la ofensiva
              lombarda en Italia y la beréber o mora en África habían provocado cambios
              profundos en la administración. El gobierno central se esforzó en crear un
              sistema de defensa más eficaz contra sus enemigos y para ello constituyó en sus
              provincias fronterizas grandes unidades territoriales con poderes militares
              vigorosos. Por otra parte, las conquistas persas, y después árabes, del siglo
              VII, al privar a Bizancio de sus provincias orientales, modificaron en absoluto
              la situación del Asia Menor. Ésta, que en la práctica nunca había necesitado
              defensa seria, hallóse de pronto gravemente amenazada
              por sus vecinos los musulmanes. Tal estado de cosas obligó al gobierno
              bizantino a tomar medidas decisivas en su frontera oriental, reagrupando las
              fuerzas militares, estableciendo nuevas divisiones administrativas y dando
              predominio las autoridades castrenses, cuyos servicios eran entonces de máxima
              importancia para el Imperio. No menos grave fue la situación creada cuando se
              construyeron la flota árabe, que casi señoreó el Mediterráneo a partir del
              siglo VII, amenazando las costas del Asia Menor, las islas del Archipiélago e
              incluso las riberas de Italia y Sicilia. Al noroeste del Imperio los eslavos
              ocupaban parte considerable de la península balcánica y penetraban en Grecia y
              el Peloponeso. En la frontera del norte se formaba el reino búlgaro (segunda
              mitad del siglo VII). Este conjunto de circunstancias colocó al Imperio en
              condiciones nuevas de todo, obligándole a recurrir a la creación, en las
              provincias más amenazadas, extensos distritos bajo la dirección de una fuerte
              autoridad militar. Asiste: así, a un proceso de progresiva militarización del
              Imperio.
               Como principio general no
              hemos de perder de vista el hecho de que los themas no fueron resultado de un
              acto legislativo concreto. Cada tema tuvo historia propia, a menudo larga. El
              problema general del origen de los themas no puede resolverse sino mediante
              investigaciones particulares sobre cada uno. En este aspecto los escritos de Kulakovski ofrecen vivo interés. Estima Kulakovski,
              por ejemplo, que las medidas militares adoptadas por Heraclio después de su
              victoria sobre Persia fueron el punto de arranque del nuevo régimen
              administrativo. Bréhier sostiene igual opinión. Al
              reorganizar Armenia, Heraclio no nombró un administrador civil. Así, el método
              de themas sería la aplicación a otras provincias del sistema inaugurado por
              Heraclio en Armenia.
               Acaso quepa ver en el
              ejemplo de Armenia un episodio de la militarización progresiva del Imperio en
              Oriente en la época de Heraclio, bajo la presión del peligro persa.
                   Hablando de la
              organización de los themas bajo Heraclio, Uspenski sostiene, que los eslavos, que en aquella época cubrían la península balcánica,
              “contribuyeron a la formación de los themas en el Asia Menor, proporcionando
              considerable número de voluntarios para la colonización de Bitinia”.
              Cabe, por supuesto, no aceptar este juicio del sabio ruso. Nada sabemos de una
              inmigración en masa de eslavos al Asia Menor antes del traslado al tema de Opsikion, bajo Justiniano II, a fines del siglo VII, de más
              de ochenta mil eslavos, como antes dijimos.
               Nos consta que, para
              cerrar el paso a la amenaza inminente, se crearon en Oriente, en el siglo VII,
              cuatro grandes distritos militares, más tarde llamados themas: dos eran el
              Armenio (Armeniakoi), al nordeste del Asia Menor, en
              la frontera armenia y el Anatólico (Anatolikoi, de la palabra griega equivalente a Anatolia,
              "el este”). Estos distritos ocupaban toda la parte central del Asia Menor,
              desde las fronteras de Cilicia, al este, a las costas del Egeo, al oeste, y
              debían proteger al Imperio contra los árabes. “El Opsikion imperial, protegido de Dios”, (en latín obsequium),
              en Asia Menor, no lejos del mar de Mármara, protegía la capital contra otros
              enemigos exteriores.
               El tema marítimo Caravisionorum, llamado más tarde, acaso en el siglo VIII, Cibyraiote (Cibyrrhaeote), en el
              litoral meridional del Asia Menor e islas vecinas, defendía Bizancio contra los
              ataques de la flota árabe. Respecto a la formación de esos primeros cuatro
              themas en Oriente, surge un problema interesante: la sorprendente analogía
              entre esas medidas de los soberanos bizantinos y la militarización del Imperio
              persa de los sasánidas bajo Kavad y Cosroes Anushilan en el siglo VI.
              En Persia, conclusas las reformas, todo el territorio persa se halló igualmente
              dividido en cuatro mandos militares. Stein escribe: “La analogía se revela tan
              completa, que sólo una voluntad consciente pudo crearla”.
               Podemos deducir como
              conclusión, que teniendo en cuenta ciertas fuentes, de que Heraclio estudió las
              reformas de Kavad y de Cosroes y quizá se sirvió incluso de documentos tomados de los archivos persas.
              “Aprender de los enemigos ha sido en toda época el deseo de todo verdadero
              estadista” (Stein).
               En la península de los
              Balcanes se organizó el distrito de Tracia contra eslavos y búlgaros. Más
              tarde, acaso a fines del siglo VII, se creó el distrito militar griego de la
              Hélade o Heládico (Helladikoi), medida adoptada
              contra la invasiones eslavas en Grecia. En la misma época se creó el distrito
              de Sicilia contra los ataques marítimos de los árabes, que empezaban a amenazar
              el occidente del Mediterráneo. Por lo común, con raras excepciones, aquellos
              distrito o themas fueron gobernados por estrategas (strategoi),
              es decir, generales. El jefe del tema Cybyrrhaeote recibió el título de drungarius (vicealmirante) y el
              gobernador de Opsikion el de comes.
               En el siglo VII, ante la
              gravedad del peligro persa, Heraclio se afanó mucho en aquella militarización
              del Imperio. Pero, a cuanto podemos saber, sólo logró reorganizar Armenia. Tras
              la brillante victoria sobre los persas y la recuperación de Siria, Palestina y
              Egipto, se imponía ante el emperador, y con urgencia, la reorganización de
              aquellas provincias. No tuvo tiempo de ejecutarla, porque a poco las
              conquistaron los árabes. Ya no existía el peligro persa, pero sí otro más grave
              y amenazador: el árabe. Los sucesores de Heraclio, siguiendo las vías trazadas
              por éste, crearon contra la amenaza árabe los distritos militares indicados
              arriba y no llamados themas aún. A la vez, el peligro eslavo y búlgaro en el
              norte del Imperio obligó a los sucesores de Heraclio, en el mismo siglo VII, a
              extender análogos métodos de defensa y protección a la península balcánica y a
              Grecia.
                   En las grandes
              circunscripciones militares señaladas y en los dos exarcados, las autoridades
              civiles no cedieron de momento el paso a los gobernadores militares. La
              administración civil y las provincias civiles (eparquías) siguieron existiendo
              bajo el nuevo régimen en la mayor parte de los distritos. Pero las autoridades
              militares, investidas de plenos poderes para atajar los peligros exteriores,
              adquirieron cada vez más influencia sobre la administración civil, Como nota
              Stein, “lo sembrado por Heraclio se desarrolló maravillosamente a
              continuación”.
                   
 La anarquía de 711-717. Los tres emperadores
              Bardanes o Filípico, Anastasio II y Teodosio III, que
              ocuparon el trono después de Justiniano II, fueron derribados en muy poco
              tiempo. La anarquía y la sedición reinaban en todo el Imperio. Bardanes, al
              favorecer el monotelismo, rompió con Roma, pero Anastasio restableció la paz
              con el Papa. En política exterior el Imperio fue muy desgraciado. Los búlgaros,
              resueltos a vengar la muerte de Justiniano, que les había atestiguado amistad,
              marcharon hacia el sur, alcanzando Constantinopla. Los árabes avanzaban sin
              cesar por tierra, en el Asia Menor, así como por mar en el Egeo y la Propóntide, y amenazaron la capital también. El Imperio
              atravesaba uno de sus más críticos períodos, comparable al que precedió a la
              revolución del 610. Una vez más, las circunstancias exigían un hombre lo
              bastante fuerte y capaz para salvar al Imperio de una ruina inevitable. Hallóse tal hombre en León, estratega del distrito Anatólico, y que tenía muchos partidarios. El débil
              Teodosio III, comprendiendo su absoluta impotencia ante el peligro inminente,
              renunció a su dignidad imperial y el 717 León entró solemnemente en
              Constantinopla, siendo coronado emperador por el patriarca en la iglesia de
              Santa Sofía.
               León perdonó la vida a
              Teodosio III. De este modo se elevó al Imperio uno de los gobernadores de
              themas, investido de grandes poderes militares.
                   
 La literatura, la instrucción y el arte en la época de la dinastía de Heraclio. En letras y arte, el
              período 610-717 es el más sombrío de toda la historia de Bizancio. Dijérase que, tras la notable fecundidad del siglo
              anterior, hubiera desaparecido por completo la potencia creadora del espíritu.
              La razón principal de la esterilidad de ese período debe buscarse en la
              situación política de un Imperio obligado a concentrar todas sus energías en la
              defensa de su territorio contra el enemigo exterior. La conquista por los
              persas —y después por los árabes— de Siria, Palestina, Egipto y África del
              Norte, las regiones más avanzadas en civilización, las más fecundas en lo
              intelectual; la amenaza arábica en Asia Menor, en las islas mediterráneas y
              hasta en Constantinopla; el peligro avaro-eslavo en la península de los
              Balcanes, formaban un conjunto de causas sufucientes para trabar por completo todo empuje intelectual y artístico. Y tan
              desfavorables condiciones no sólo comprendían las provincias desgajadas del
              Imperio, sino las aun pertenecientes a él.
               En todo ese período no
              tuvo Bizancio un solo historiador. Un diácono de Santa Sofía, Jorge de Pisidia (provincia del Asia Menor), que vivió durante el
              reinado de Heraclio, describió, empero, en versos correctos y armoniosos, la
              campañas militares de aquel emperador contra persas y avaros. Tres obras
              históricas nos ha legado ese autor, que versan sobre la expedición del
              emperador Heraclio contra los persas, la ofensiva de los avaros contra
              Constantinopla en el año 626 y su derrota por intercesión de la Santa Virgen, y
              la Heraclíada, panegírico en honor del emperador, con
              ocasión de la victoria final de éste sobre los persas.
               Entre otros libros de
              Jorge de Pisidia, de carácter polémico, elegiaco y
              teológico, podemos citar el Hexamerón (los “Seis Días”), especie de poema
              didáctico filosófico- teológico, que trata de la creación del mundo y alude a
              los sucesos contemporáneos. Esa obra, de tema muy familiar a los escritores
              cristianos, se difundió allende las fronteras del Imperio bizantino. Conocemos,
              por ejemplo, una traducción eslavorrusa del
              Hexamerón, que se remonta al siglo XIV. El talento poético de Jorge de Pisidia fue apreciado en los siglos sucesivos, y en el XI,
              Miguel Psellos, el famoso historiador y filósofo
              bizantino, se halló ante la siguiente pregunta que le formularon: “¿Quién
              escribió mejor en verso, Eurípides o Jorge de Pisidia?”
              La ciencia contemporánea estima a Jorge como el mejor poeta profano de
              Bizancio.
               Entre los cronistas
              debemos mencionar a Juan de Antioquía y al autor anónimo del Chronicon Paschale (“Crónica
              Pascual”).
               Juan de Antioquía, que
              vivió probablemente en la época de Heraclio, escribió una crónica universal que
              empieza por Adán y termina con la muerte del emperador Focas (610). La obra
              sólo nos ha llegado en fragmentos y entre los sabios han surgido grandes discusiones
              sobre la personalidad del autor. Incluso se le ha identificado a veces con Juan Malalas, también de Antioquía. A cuanto cabe juzgar
              por los fragmentos que nos han llegado, la obra de Juan de Antioquía debe ser
              considerada superior a la de Malalas, porque no mira
              la historia universal desde el punto de vista parcial de un habitante de
              Antioquía, sino que tiene miras históricas mucho más elevadas. También utiliza
              con más destreza las fuentes primitivas.
               Asimismo en la época de
              Heraclio, un sacerdote desconocido compuso la referida Chronicon Paschale o “Crónica Pascual”, que es una seca
              enumeración de los hechos ocurridos desde Adán hasta el 629 d.C. y contiene
              algunas observaciones históricas bastante interesantes. El principal atractivo
              de esta obra sin originalidad, consiste en la determinación de las fuentes
              empleadas para la crónica y en la parte que trata de los sucesos contemporáneos
              al autor.
               En teología, la disputa monotelista, como antes la monofisita, produjo una
              literatura muy vasta, que no nos ha llegado, al ser condenada por los concilios
              del siglo VIII y sufrir el destino de desaparecer rápidamente, como los
              escritos monofisitas. Así, si podemos juzgar esa literatura es casi
              exclusivamente por las actas del sexto concilio ecuménico y por las obras de
              Máximo el Confesor, donde, en el curso de su refutación, se hallan citas de
              fragmentos de esas obras desaparecidas.
                   Máximo el Confesor figura
              entre los más notables teólogos de Bizancio. Contemporáneo de Heraclio y de
              Constante II, fue defensor convencido de la ortodoxia en la disputa monotelista. Su fe le costó ser aprisionado y, tras muchas
              torturas, enviado al destierro en la lejana provincia de Laziquia,
              en el Cáucaso, donde pasó el resto de sus días. En sus obras, que versan sobre
              polémica, sobre exégesis de las Escrituras, sobre ascetismo, sobre misticismo y
              sobre liturgia, se refleja en particular la influencia de los tres famosos
              Padres de la Iglesia: Atanasio el Grande, Gregorio Nacianzeno y Gregorio de Nissa, así como los conceptos místicos
              de Dionisio de Areopagita (el “Seudo- Areopagitá”),
              muy difundidos en la Edad Media. Los escritos de Máximo tuvieron mucha
              importancia para el desarrollo del misticismo bizantino. “Combinando el seco
              misticismo especulativo del Áreopagita —escribe un sabio
              contemporáneo que ha estudiado a Máximo— con los problemas éticos vivientes del
              ascetismo contemplativo, el bienaventurado Máximo creó en Bizancio un tipo vivo
              de misticismo que reapareció en las obras de muchos ascéticos posteriores. Así,
              puede considerársele el creador del ascetismo bizantino en toda la acepción del
              vocablo”. Por desgracia Máximo no ha dejado una exposición
              sistemática de sus conceptos, y debemos buscarla, dispersa, en todos sus
              escritos. Además de trabajos teológicos y místicos, Máximo compuso muchas
              epístolas interesantes.
               La influencia e
              importancia de los escritos de Máximo no se refirieron exclusivamente a
              Oriente. También se propagaron a Occidente, donde hallamos un eco de ello: en
              las obras del famoso pensador occidental del siglo IX, Juan Escoto Eriúgena, quien se interesó mucho también por la obra de
              Dionisio el Áreopagita, afirmando, más tarde, que no
              había llegado a comprenderlas “muy oscuras” ideas del Áreopagita sino gracias a la “maravillosa manera” como las explicaba Máximo, a quien Erigena califica de “divino filósofo”, de “omnisciente”, de
              “el más eminente de los maestros”, etc. Una obra de Máximo sobre Gregorio el
              Teólogo fue traducida al latín por Eriúgena. Un
              contemporáneo de Máximo —si bien más joven que él—, Anastasio Sinaít (es decir, “del Sinaí”), escribió obras de polémica
              y exégesis de modo análogo a de Máximo, pero con mucho menos talento.
               En el dominio de la
              hagiografía cabe citar el nombre de Sofronio, patriarca de Jerusalén, quien
              asistió al cerco de la Ciudad Santa por los árabes y escribió un largo relato
              del martirio y milagros de los dos santos nacionales egipcios Ciro y Juan. Su
              obra contiene abundancia de informes sobre la geografía e historia de usos y
              costumbres. Más interesantes todavía son los escritos de Leoncio, obispo de Neápolis de Chipre, quien también vivió en el siglo VII
              Leoncio es autor de varias Vidas, entre ellas la Vida de Juan el
              Misericordioso, arzobispo de Alejandría en el siglo VII, y la cual ofrece
              particular interés para la historia de la vida social y económica de ese
              período. Leoncio de Neápolis se distingue de la
              mayoría de los hagiógrafos en que escribió para la masa de la población, y por
              tanto su lenguaje está muy influido por el vulgarmente hablado entonces.
               En el campo de la himnología religiosa el vil siglo está representado por
              Andrés (Andreas) de Creta, originario de Damasco y que pasó la mayor parte de
              su vida en Siria y Palestina después de la conquista árabe. Más adelante se le
              nombró arzobispo de Creta. Se le conoce principalmente, en cuanto autor de
              himnos, por su Canon Mayor, que se lee aun hoy, en la Iglesia ortodoxa, dos
              veces durante la Cuaresma. Ciertas partes de ese canon testimonian influjos de
              Romanos el Méloda. El canon enumera los principales
              hechos del Antiguo Testamento, empezando por la caída de Adán, y las palabras y
              actos del Salvador.
               Por este breve bosquejo de
              la actividad literaria de los sombríos años de prueba de la dinastía heracliana, cabe ver que la mayoría de los escasos
              escritores bizantinos de la época procedieron de las provincias orientales,
              algunas de ellas ya bajo la dominación musulmana.
               Considerando los hechos
              exteriores ocurridos durante la dinastía de Heraclio, no extrañará que no se
              haya conservado monumento artístico alguno de aquella época. No obstante, lo
              poco que nos ha llegado acredita la solidez de los fundamentos artísticos
              asentados en Bizancio durante la Edad de Oro de Justiniano el Grande.
                   Y si a partir de la
              segunda mitad del siglo VI el arte bizantino no revela sino muy débilmente en
              el Imperio mismo, en cambio su influencia se revela muy clara en el siglo VII
              allende las fronteras imperiales. Cierto número de iglesias armenias, cuya
              fecha nos consta, constituyen ejemplos espléndidos de la influencia bizantina.
              Entre ellas debemos señalar la catedral de Echmiatsin,
              restaurada entre 611 y 628; la iglesia de la ciudadela de Ani (622), etc. La
              mezquita de Omar en Jerusalén, edificada en 687690, es una obra puramente
              bizantina. En fin, ciertos frescos de Santa María la Antigua, de Roma,
              pertenecen al siglo VII y a principios del VIII.
               
               
 
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