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VASILIEV

HISTORIA DEL IMPERIO BIZANTINO

Capítulo I

EL IMPERIO DE ORIENTE DESDE EL SIGLO IV A COMIENZOS DEL VI

 

Constantino y el cristianismo.

La crisis de cultura y de religión que atravesó el Imperio romano en el siglo IV, es uno de los fenómenos más importantes de la historia universal. La antigua civilización pagana entró en conflicto con el cristianismo que, reconocido por Constantino a principios del siglo IV, fue declarado por Teodosio el Grande, a fines del mismo siglo, religión dominante y religión del Estado. Cabía suponer que aquellos dos elementos adversarios, representantes de dos conceptos radicalmente opuestos, no podrían, una vez iniciada la pugna, encontrar jamás ocasión de acuerdo y se excluirían el uno al otro. Pero la realidad mostró todo lo contrario. El cristianismo y el helenismo pagano se fundieron poco a poco en una unidad e hicieron nacer una civilización cristiano-greco-oriental que recibió el nombre de bizantina. El centro de ella fue la nueva capital del Imperio romano: Constantinopla.

El principal papel en la creación de un nuevo estado de cosas correspondió a Constantino. Bajo su reinado, el cristianismo fue reconocido, de manera decisiva, como religión oficial. A partir de la exaltación de aquel emperador, el antiguo Imperio pagano empezó a transformarse en Imperio cristiano.

De ordinario, una conversión semejante se produce al principio de la historia de un pueblo o Estado, cuando su pretérito no ha echado aún en las almas cimientos ni raíces sólidas, o cuando no ha creado más que imágenes primitivas. En tal caso, el paso del paganismo grosero al cristianismo no puede crear en el pueblo o Estado crisis profundas. Pero todo sucedía diferentemente en el Imperio romano del siglo IV. El Imperio poseía una civilización de varios siglos de antigüedad que, para su época, había alcanzado la perfección en las formas del Estado, y tenía tras él un gran pasado cuyas ideas y maneras de ver estaban como enraizadas en la población. Este Imperio, al transformarse en el siglo IV en Estado cristiano, es decir, al emprender el camino de un conflicto con su pretérito, e incluso a veces de una negación del tal, debía por necesidad sufrir una crisis aguda y un trastorno profundo. Era evidente que el antiguo mundo pagano, al menos en el dominio religioso, no satisfacía ya las necesidades del pueblo. Habían nacido nuevas exigencias y nuevos deseos que, en virtud de una serie de causas múltiples y diversas, el cristianismo estaba en grado de satisfacer.

Si en un momento de crisis de extraordinaria importancia se asocia a ella una figura histórica que desempeñe en el caso un papel preponderante, es palmario que se forma siempre en torno a esa personalidad, dentro de la ciencia histórica, toda una literatura que trata de apreciar el papel exacto del personaje en su época, así como de penetrar en las capas subterráneas de su vida religiosa. Una figura así es, en el siglo IV, la de Constantino. Desde hace mucho él ha suscitado una literatura inmensa, acrecida sin cesar en estos años últimos a raíz de la celebración, en 1913, del decimosexto centenario de la promulgación del edicto de Milán.

Constantino pertenecía, por parte de su padre, Constancio Cloro, a una noble familia de Mesia. Nació en Naisos, hoy Nisch. Su madre, Elena, era cristiana, y debía ser canonizada más tarde. Elena había hecho una peregrinación a Palestina y, según la tradición, descubierto allí la verdadera cruz donde Jesucristo fuera crucificado. Cuando, en el 305, Diocleciano y Maximiano, para ponerse de acuerdo con su propio sistema, abdicaron, retirándose a la vida privada, Galerio y Constancio Cloro, padre de Constantino, pasaron a ser augustos, el uno en Oriente y el otro en Occidente. Al año inmediato, Constancio Cloro murió en Bretaña y sus legiones proclamaron augusto a su hijo Constantino. A la vez estallaba en Roma una revuelta contra Galerio. La población rebelde y el ejército proclamaron emperador, en lugar de Galerio, a Majencio, hijo de Maximiano. Al nuevo emperador se agregó el viejo Maximiano, que recuperó el título imperial. Empezó una época de guerras civiles en cuyo transcurso murieron Maximiano y Galerio. Al fin, Constantino se alió a Licinio, uno de los nuevos augustos, y en 312, a las puertas de Roma, batió en una batalla decisiva a Majencio, quien, al tratar de huir, se ahogó en el Tíber, en las Piedras Rojas, cerca del Puente Milvio. Los dos emperadores victoriosos, Licinio y Constantino, llegaron a Milán, donde, según la historia tradicional, promulgaron el famoso edicto de ese nombre, del que tendremos nueva ocasión de hablar. Pero la inteligencia entre ambos emperadores no duró mucho. Estallaron, pues, las hostilidades, concluidas con la victoria total de Constantino. El 324, Licinio fue muerto y Constantino se' convirtió en dueño único del Imperio romano.

Los dos hechos del gobierno de Constantino que debían resultar de decisiva importancia para toda la historia ulterior, fueron el reconocimiento oficial del cristianismo y el traslado de la capital desde las orillas del Tíber en a las orillas del Bósforo, desde la Roma antigua a la «Roma nueva», es decir, a Constantinopla.

Al estudiar la situación del cristianismo en la época de Constantino, los sabios han centrado su atención, de modo particular, en los dos puntos siguientes: la “conversión” de Constantino y el edicto de Milán.

La conversión de Constantino.

Los historiadores y los teólogos se interesan, sobre todo, en los móviles de la «conversión» de Constantino. ¿Por qué se inclinó Constantino a favor del cristianismo? ¿No habrá que mirar en ello sino un acto de prudencia política? ¿Vio Constantino en el cristianismo uno de los medios que podían servirle para alcanzar sus fines políticos, que no tenían con el cristianismo nada común? ¿O bien se unió Constantino a los cristianos impelido por una convicción interna? ¿Débense admitir a la vez en él móviles de carácter político y una inclinación de su ánimo hacia el cristianismo?

La principal dificultad que se halla en la resolución de este problema, radica en los datos contradictorios de las fuentes que nos han llegado. Constantino, tal como nos lo describe el obispo Eusebio, escritor cristiano, no se asemeja en nada al Constantino de Zósimo, escritor pagano. Por su parte, los historiadores, en sus estudios sobre Constantino, han encontrado materia lo bastante rica para que les haya permitido aportar a esta cuestión, ya eminentemente enmarañada, sus propios puntos de vista preconcebidos. El historiador francés G. Boissier, en su obra El fin del paganismo, escribe: “Por desgracia, cuando llegamos a esos grandes personajes que desempeñan los primeros papeles de la historia, cuando tratamos de estudiar su vida y hacernos cargo de su conducta, nos cuesta trabajo contentarnos con explicaciones naturales. Como tienen la reputación de ser personas extraordinarias, no queremos nunca creer que hayan obrado como todos. Buscamos razones ocultas a sus actos más sencillos; les atribuimos sutilezas, combinaciones, profundidades, perfidias, de que ellos no se dieron cuenta nunca. Eso sucede con Constantino: estamos tan convencidos de antemano de que su política hábil quiso engañarnos, que cuanto más se le ve ocuparse con ardor de las cosas religiosas y hacer profesión de ser creyente sincero, más tentados nos sentimos a suponer que era un indiferente, un escéptico, que, en el fondo, no se cuidaba de culto alguno y que prefería aquel de que podía obtener más ventajas”.

Durante mucho tiempo, la opinión general que se ha tenido de Constantino hallóse en muy alto grado influida por el juicio escéptico emitido por el célebre historiador suizo Jacobo Burckhardi en una brillante obra titulada Die Zeit Constantin's des Grossen (1853), Según Burckhardt, Constantino, estadista genial, dominado por la ambición y la pasión del poder, lo sacrificó todo al cumplimiento de sus planes universales. “Se trata a menudo —dice Burckhardt— de penetrar en la conciencia religiosa de Constantino y de erigir un cuadro de sus pretendidos cambios de opinión religiosa. Es trabajo perdido. Para un hombre de genio a quien la ambición y la pasión del poder no dejan un instante de tranquilidad, no puede haber cuestión de cristianismo o paganismo, de religión consciente o de irreligiosidad (unreligios). Una persona semejante está, en el fondo, desprovisto de toda religión. Suponiendo que se detenga, siquiera un momento, a examinar su verdadera conciencia religiosa, encontrará allí un fatalismo”. Este “espantoso egoísta”, después de comprender que en el cristianismo residía una fuerza universal, se sirvió de él en ese sentido, y en ello consiste el gran mérito de Constantino. Pero el emperador dio también al paganismo garantías precisas. Sería vano buscar en ese hombre inconsecuente el menor sistema: todo en él es casualidad. Constantino, ese “egoísta vestido de púrpura, hace converger todo, tanto sus propios actos como los que deja cumplir, hacia el acrecentamiento de su propio poderío”. Burckhardt se ha servido, como fuente principal, de la Vida de Constantino, de Eusebio, sin tener en cuenta que esta obra no es auténtica. Tal es, resumida en pocas palabras, la opinión de Burckhardt. Este historiador, como puede verse, no deja lugar alguno a una conversión del emperador fundada en móviles religiosos.

Fundándose en otras fuentes, el historiador religioso alemán Adolfo Harnack, en su estudio sobre Die Mission und Ausbreitung des Christentums in der ersten drei Jahrhunderten (1892), llega a conclusiones análogas. Tras estudiar el estado del cristianismo en las provincias del Imperio, una a una, y aun reconociendo la imposibilidad de determinar la cifra exacta del número de cristianos, Harnack termina opinando que los cristianos, que eran en el siglo IV bastante numerosos y ya representaban un factor considerable en el Estado, no constituían, sin embargo, la mayoría de la población. Pero, observa Harnack, “la fuerza numérica y la influencia real no se corresponden necesariamente. Una minoría puede gozar de gran influencia si se

apoya en las clases dirigentes, y una mayoría tiene poco peso si se compone de las capas inferiores de la sociedad, o, sobre todo, de la población rural. El cristianismo fue una religión urbana: cuanto más grande era la ciudad, mayor era el número de cristianos. Esta fue una ventaja eminente. Además, el cristianismo había ya (en el siglo IV) penetrado profundamente en gran número de provincias hasta las campiñas. Lo sabemos así con exactitud en lo que atañe a la mayoría de las provincias del Asia Menor, Armenia, Siria, Egipto y parte de Palestina y también del África del Norte”. Después de distribuir las provincias del Imperio en cuatro grupos, según la mayor o menor expansión del cristianismo, y tras examinar el problema en cada uno de esos cuatro grupos, Harnack concluye que el centro principal de la Iglesia cristiana a comienzos del siglo IV, se encontraba en el Asia Menor. Constantino, antes de partir para la Galia, había pasado varios años en Nicomedia, la corte de Diocleciano. Las impresiones experimentadas en el Asia Menor, le acompañaron a Galia y se transformaron en una serie de convicciones políticas que implicaban conclusiones radicales: las de que podía apoyarse en la Iglesia y el episcopado, fuertes y poderosos los dos. Preguntarse si la Iglesia habría triunfado sin Constantino, es ocioso. Necesariamente había de llegar un Constantino. De década en década se hacía más fácil ser ese Constantino. En todo caso, la victoria del cristianismo en el Asia Menor era ya muy neta antes de la época constantiniana, y en otras provincias estaba muy bien preparada. No se necesitaban inspiración especial ni invitación celeste para realizar de hecho lo ya latente. Sólo hacía falta un político fuerte y penetrante, cuya naturaleza le llevase a la vez a ocuparse de asuntos religiosos. Ese hombre fue Constantino. Su rasgo de genio consistió en discernir con claridad y comprender bien lo que debía producirse.

Así, según la opinión de Harnack, Constantino no era más que un político de genio. Por supuesto, el método estadístico es, respecto a aquella época, e incluso para quienes se contenten con aproximaciones, casi imposible de emplear. No obstante, los eruditos más serios reconocen hoy que, bajo Constantino, el paganismo representaba un elemento preponderante en la sociedad y el gobierno, mientras los cristianos eran sólo una minoría. Según los cálculos del profesor Bolotov y otros, “puede que hacia el tiempo de Constantino la población cristiana fuese igual a un décimo de toda la población, pero quizá sea incluso necesario reducir esta cifra. Toda afirmación según la cual los cristianos pudieran representar más de un diez por ciento de la población, sería arriesgada”. Hoy casi todos están de acuerdo en que, en la época de Constantino, los cristianos eran minoría en el Imperio. En tal caso, la teoría política de las relaciones de Constantino y el cristianismo debe ser rechazada, en su forma integral al menos. Ningún gran estadista hubiese podido construir sus planes apoyándose en esa décima parte de la población, que además, como se sabe, no se mezclaba entonces en política.

Víctor Duruy, autor de la Historia de los romanos, habla, algo influido por Eurckhardt, del elemento religioso en Constantino como de “un honrado y tranquilo deísmo que formaba su religión”. Según Duruy, Constantino “comprendió muy pronto que el cristianismo correspondía por su dogma fundamental a su propia creencia en un Dios único”. No obstante, las consideraciones políticas desempeñaban en él papel esencial: “Como Bonaparte procurando conciliar la Iglesia y la Revolución, Constantino se proponía hacer vivir en paz, el uno junto al otro, el antiguo y el nuevo régimen, aunque favoreciendo a este último. Había reconocido hacia qué lado marchaba el mundo y ayudaba al movimiento sin precipitarlo. Es una gloria para ese príncipe haber justificado que había puesto en su arco triunfal: Quietis custos... Hemos tratado de penetrar hasta el fondo del alma de Constantino, y hemos encontrado una política más que una religión”. Por otra parte, analizando el valor de Eusebio como historiador de Constantino, Duruy observa: “El Constantino de Eusebio veía a menudo entre el cielo y la tierra cosas que nadie ha notado en ningún sitio”. Entre las muy numerosas obras que aparecieron en 1913 con motivo de la celebración del decimosexto centenario del edicto de Milán, podemos mencionar dos, la de E. Schwartz y los Gesammelte Studien, editados por F. J. Dólger. Schwartz declara que Constantino, “con la diabólica perspicacia de un dominador universal, comprendió la importancia que la alianza con la Iglesia presentaba para la monarquía universal que proyectaba edificar, y tuvo el valor y la energía de realizar esa unión en choque con todas las tradiciones del cesarismo”. Por su parte, E. Krebs, en los Studien editados por Dólger, escribe que todos los pasos dados por Constantino en favor de la Iglesia no fueron más que razones secundarias de la aceleración inevitable del testimonio de la Iglesia misma, cuya razón esencial residía en la fuerza sobrenatural del cristianismo.

P.Batiffol defiende la sinceridad de la conversión de Constantino, y más recientemente, J. Maurice, eminente especialista en la numismática de la época constantiniana, se esfuerza en aceptar como un hecho real el elemento milagroso de su conversión.

G.   Boissier advierte que “lanzarse en aquella época en brazos de los cristianos”, que constituían una minoría y no gozaban de papel político, hubiese sido para Constantino, como político, tentar lo desconocido. De modo que, si cambió de religión sin tener interés en ello, ha de reconocerse que lo hizo por convicción.

M. F. Lot se inclina en favor de la sinceridad de la conversión de Constantino. Y E. Stein expone las razones políticas que Constantino tenía para convertirse al cristianismo. Según el propio Stein, el hecho más importante de la política religiosa llevada a cabo por Constantino fue la adaptación de la Iglesia cristiana a los cuadros del Estado. Stein presume que Constantino estaba influido hasta cierto punto por la religión zoroástrica, que era estatal en Persia.

Téngase en cuenta que no ha de verse en esa conversión de Constantino, que se hace remontar de ordinario a su victoria sobre Majencio, en 312, su verdadera conversión al cristianismo, que no efectuó, como se sabe, sino en su lecho de muerte. Durante todo el tiempo de su gobierno permaneció siendo Pontifex Maximus.

No llamaba al domingo de otra manera que “El Día del Sol” (Dies Solis). Y con el vocablo de “Sol invicto” (Sol invictus) se entendía de ordinario en aquella época al dios persa Mitra, cuyo culto se había expandido prodigiosamente en todo el Imperio, tanto en Oriente como en Occidente, apareciendo a veces como rival serio para el cristianismo. Es un hecho patente que Constantino fue adepto del culto del Sol, culto hereditario en su familia. Según toda probabilidad, aquel “Sol invictus” de Constantino era Apolo. J. Maurice observa con justeza que “esa religión solar le aseguró una inmensa popularidad en el Imperio”.

Aun reconociendo la sincera inclinación de Constantino hacia el cristianismo, no se pueden dejar de lado sus miras políticas, las cuales debieron desempeñar papel esencial en su actitud ante el cristianismo, que podía serle útil de varias maneras. Adivinaba que el cristianismo, en el porvenir, sería el principal elemento de unificación de las razas del Imperio. “Quería —ha escrito el príncipe Trubetzkoi— reforzar la unidad del Estado dándole una Iglesia única”.

Es común vincular la conversión de Constantino a la leyenda de la aparición de una cruz en el cielo durante la lucha entre Constantino y Majencio. Así se introduce un elemento milagroso como uno de los factores de la conversión. Pero las fuentes revelan una completa falta de acuerdo sobre este punto. El testimonio más antiguo acerca de una ocurrencia milagrosa se debe al cristiano Lactancio, quien, en su obra Sobre la muerte de los perseguidores (“De mortibus persecutorum”) habla de una milagrosa inspiración recibida por Constantino en su sueño, intimándole a que grabara en sus escudos el celeste signo de Cristo (“coeleste signum Dei”). Pero Lactancio no dice palabra de una verdadera aparición celeste vista por Constantino.

Otro contemporáneo de Constantino, Eusebio de Cesárea, habla dos veces de la victoria de aquél sobre Majencio. En su primera obra, la Historia eclesiástica, Eusebio observa solamente que Constantino, yendo en socorro de Roma, “invocó en su oración, pidiéndole alianza, al Dios del cielo, así como a su Verbo, el Salvador universal, Jesucristo”. Como se ve, aquí no se trata de sueño ni de signo en los escudos. Finalmente, el mismo Eusebio, unos veinticinco años después de la victoria de Constantino sobre Majencio, y en otra obra (La vida de Constantino), nos da, apoyándose en las mismas palabras del emperador, que se lo “había contado y le afirmaba ser verdad bajo juramento”, el famoso relato en virtud del cual Constantino habría visto, durante su marcha sobre Roma, por encima del sol poniente, una cruz luminosa con las palabras “Triunfa con esto”. Un terror súbito le acometió, así como a su ejército, siempre según la narración. A la siguiente noche, se le apareció Cristo con la misma cruz, ordenándole hacer elaborar un estandarte semejante a aquella imagen, y avanzar con él contra el enemigo. Por la mañana, el emperador relató el milagroso sueño, llamó artistas, les describió el aspecto del signo que se le había aparecido y les dio el encargo de fabricar un estandarte análogo, que se conoció con el nombre de lábaro, labarum. Durante mucho tiempo, se ha discutido el origen de este vocablo. Ahora sabemos que labarum no es sino la deformación griega de laurum, en el sentido de “estandarte laureado, estandarte rematado en una corona de laurel”. El lábaro representaba una cruz alargada. En la antena perpendicular a la lanza iba fijo un trozo de tela, que consistía en un tejido de púrpura cubierto de piedras preciosas, variadas y magníficas, insertas en la trama, donde brillaban los retratos de Constantino y de sus hijos. En la cúspide se hallaba sujeta una corona de oro en cuyo interior aparecía el monograma de Cristo. A partir de la época de Constantino, el lábaro se convirtió en el estandarte del Imperio de Bizancio. Pueden hallarse también en otros autores alusiones a una visión milagrosa o a ejércitos aparecidos en el cielo a Constantino, como enviados por Dios en su socorro. Pero nuestros conocimientos sobre este episodio son tan confusos y contradictorios, que no cabe apreciarlos debidamente desde el punto de vista histórico. Hay incluso quienes piensan que aquel acontecimiento no se produjo durante la marcha contra Majencio, sino con anterioridad, antes de que Constantino hubiese salido de la Galia.

El seudoedicto de Milán.

Bajo el reinado de Constantino el cristianismo recibió el derecho de existir y desarrollarse legalmente. Pero el primer edicto en favor del cristianismo se promulgó bajo el reinado de Galerio, quien, eso aparte, fue el más feroz perseguidor de los cristianos. Galerio publicó su edicto el año 311. En él concedía a los cristianos amnistía completa de la obstinada lucha que habían sostenido contra los decretos del gobierno, tendentes a reunir al paganismo los disidentes, y les reconocía la facultad de existir ante la ley. El edicto de Galerio declaraba: “Que los cristianos existan de nuevo”. Que celebren sus reuniones, a condición de que no turben el orden. A cambio de esta gracia, deben rogar a Dios por nuestra prosperidad y por la del Estado, así como por la suya propia”.

Dos años más tarde, después de su victoria sobre Majencio, Constantino se encontró en Milán con Licinio, que había concluido antes un acuerdo con él. Según la historia tradicional, tras deliberar sobre los asuntos del Imperio, los dos emperadores publicaron un documento de gran interés al que se llamaba edicto de Milán. El texto mismo del documento no ha llegado a nosotros. Se conserva en la obra del escritor cristiano Lactancio, en forma de un reescrito de Licinio redactado en latín y dirigido al gobernador (“praeses”) de Bitinia. Eusebio, en su Historia de la Iglesia, inserta una traducción griega del original latino.

La cuestión de las relaciones entre los textos de Lactancio y Eusebio y el texto original, no llegado hasta nosotros, del edicto de Milán, ha sido muy discutida. Hace ya más de cincuenta años, el alemán Seeck había anticipado la inexistencia del edicto de Milán, afirmando que sólo existió el edicto de Galerio (311). Durante mucho tiempo, la ciencia histórica no compartió el criterio de Seeck. Hoy se ha probado que el documento conocido como edicto de Milán es de Licinio y fue promulgado en Nicomedia (Bitinia), y no en Milán, en la primavera del 313. Pero si el edicto de Milán, como tal, debe ser eliminado, en cambio es cierto que se celebraron en Milán conferencias entre los dos emperadores. “Allí se adoptaron las decisiones más importantes”. En virtud de aquel edicto, los cristianos —así como los adeptos de todas las religiones— obtenían libertad plena y entera de abrazar la fe que habían elegido. Todas las medidas tomadas contra ellos quedaban abolidas. “A partir de este día — declara el edicto— que aquel que quiera seguir la fe cristiana la siga libre y sinceramente, sin ser inquietado ni molestado de otra manera. Hemos querido hacer conocer esto a Tu Excelencia (esto es, el prefecto de Nicomedia) de la manera más precisa, para que no ignores que hemos concedido a los cristianos la libertad más completa y más absoluta de practicar su culto. Y, puesto que la hemos concedido a los cristianos, debe ser claro a Tu Excelencia que a la vez se concede también a los adeptos de las otras religiones el derecho pleno y entero de seguir su costumbre y su fe y de usar de su libertad de venerar los dioses de su elección, para paz y tranquilidad de nuestra época. Lo hemos decidido así porque no queremos humillar la dignidad ni la fe de nadie”.

El mismo edicto ordenaba entregar a los cristianos, sin exigirles indemnización ni promover la menor dificultad, las casas particulares e iglesias que se les habían confiscado.

De este texto del edicto se desprende que Licinio y Constantino reconocieron a la religión cristiana los mismos derechos que a todas las otras religiones, incluso el paganismo. En la época de Constantino todavía no podía tratarse de un reconocimiento completo del cristianismo como la religión verdadera. No cabía más que presentirlo. Los dos emperadores juzgaron que el cristianismo era compatible con el paganismo, y la extrema importancia de su acto reside, no sólo en el permiso de existir que dio al cristianismo, sino también en la protección oficial que le concedió. Este momento es esencial en la historia del cristianismo primitivo.

Ese edicto, pues, no nos da el derecho de afirmar, como lo hacen ciertos historiadores, que el cristianismo, bajo Constantino, fuera puesto por encima de todas las demás religiones, que sólo habrían desde entonces sido toleradas (A. Lebediev), ni que el edicto, lejos de establecer la tolerancia religiosa, proclamara la supremacía del cristianismo (N. Grossu).

Así, cuando se promueve, fundándose en el edicto de Nicomedia, la cuestión de si, bajo Constantino, el cristianismo gozó de derechos paritarios o preponderantes, estamos obligados a inclinarnos en pro de la paridad.

El profesor Brilliantov tiene toda la razón cuando escribe, en su notable obra sobre El emperador Constantino el Grande y el edicto de Milán de 313: “En realidad puede afirmarse, sin exageración alguna, lo que sigue: la gran importancia del edicto de Milán subsiste, incontestable, pues tiene la de un acta que pone fin decisivamente al estado ilegal de los cristianos en el Imperio y que, proclamando una libertad religiosa plena y entera, hace entrar “de jure” el paganismo, de su condición anterior de única religión oficial, en la línea de todas las otras religiones”. Un impresionante testimonio de la libre coexistencia del cristianismo y del paganismo, nos lo dan las monedas.

Pero Constantino no se satisfizo con dar a los cristianismos derechos estrictamente iguales, como hubiese hecho con una doctrina religiosa cualquiera.

El clero cristiano (clerici) obtuvo todos los privilegios que gozaban los sacerdotes paganos. Quedó exento de impuestos, cargos y servicios estatales que hubiesen podido impedirle el ejercicio de sus deberes religiosos (derecho de inmunidad). Se dio a todos el derecho de testar en favor de la Iglesia, la cual recibía, por tanto, “ipso facto”, el derecho a heredar. Así, a la vez que se proclamaba la libertad religiosa, las comunidades cristianas quedaban reconocidas en su personalidad civil. Este último hecho creaba para el cristianismo una situación nueva desde el punto de vista jurídico.

Se concedieron muy importantes privilegios a los tribunales episcopales. Se dio a todos el derecho de transferir, de acuerdo con la parte adversaria, cualquier clase de asuntos civiles a los tribunales episcopales, aunque el asunto hubiese sido entablado ya ante un tribunal civil. A fines del reinado de Constantino todavía se ensanchó más la competencia de los tribunales episcopales. Las decisiones de los obispos habían de ser reconocidas, sin apelación, en asuntos concernientes a personas de toda edad. Todo asunto civil podía ser trasladado a un tribunal episcopal en cualquier momento del proceso, incluso contra la voluntad de la parte adversaria. Los jueces civiles habían de ratificar los veredictos de los tribunales episcopales.

Estos privilegios judiciales de los obispos, aunque realzasen su autoridad a los ojos de la sociedad, eran para ellos una pesada carga y aumentaban sus responsabilidades. La parte perdedora no podía dejar de guardar aún resentimiento o descontento contra la sentencia episcopal, que no por inapelable estaba menos sujeta a error. Además, las funciones seculares de los obispos debían introducir en los medios eclesiásticos numerosos intereses profanos.

La Iglesia recibió del Estado donaciones muy ricas, en forma de propiedades y de gratificaciones materiales (plata y trigo). Los cristianos no estaban obligados a participar en las fiestas paganas. En fin, bajo la influencia del cristianismo, se aplicaron algunas mitigaciones a los castigos de los criminales.

El nombre de Constantino está vinculado con la fundación de gran número de iglesias en todas las provincias de su inmenso Imperio. A Constantino se atribuye la construcción de las basílicas de San Pedro y de Letrán, en Roma. Pero, en ese sentido, su atención se fijó sobre todo en Palestina, donde, según se decía, su madre había descubierto la verdadera Cruz. En Jerusalén, en el lugar donde Cristo fuera enterrado, se edificó la iglesia del Santo Sepulcro y sobre el Monte de los Olivos el emperador hizo levantar la iglesia de la Ascensión. En Belén se construyó la iglesia de la Natividad. Constantinopla, la nueva capital, y sus arrabales, quedaron ornados con numerosas iglesias, las más magníficas de las cuales fueron la de los Apóstoles y la de Santa Irene. Bajo el reinado de Constantino se alzaron muchas iglesias en otros lugares, como en Antioquía, en Nicomedia, en África del Norte, etc.

Después del reinado de Constantino se desarrollaron tres focos importante cristianismo: la Roma cristiana en Italia, donde subsistieron por algún tiempo simpatías y tradiciones paganas; la Constantinopla cristiana, que pronto fue una segunda Roma a los ojos de los cristianos de Oriente, y Jerusalén, que conoció con Constantino un período de renovación. Desde su destrucción por Tito, el 70, y la fundación sobre su emplazamiento de la colonia romana de Elia Capitolina, bajo el reinado de Adriano, en el siglo II, la antigua Jerusalén había perdido su importancia, aunque fuese la cuna del cristianismo y el centro de la primera predicación apostólica. Políticamente, la capital de la provincia no era Elia, sino Cesárea.

Las iglesias edificadas durante este período en los tres centros mencionados se levantaron como símbolos del triunfo de la Iglesia cristiana sobre la Tierra. La Iglesia cristiana iba a convertirse en Iglesia del Estado. La nueva concepción del reino terrestre estaba, por lo tanto, en oposición directa con la concepción inicial del cristianismo, “cuyo reino no era de este mundo”, y con la del próximo fin del mundo mismo.

El arrianismo y el concilio de Nicea

En razón del nuevo estado de cosas nacido en la primera parte del siglo IV, la Iglesia cristiana atravesó una época de hirviente actividad, manifestada sobre todo en el dominio dogmático. De esas cuestiones dogmáticas se ocuparon en el siglo IV, no sólo particulares —como, en el siglo III, Tertuliano y Orígenes—, sino numerosos partidos, notablemente organizados.

Los concilios, en el siglo IV, se convirtieron en fenómeno corriente: se veía en ellos el único medio de resolver los problemas religiosos en litigio.

Pero, en el curso de esos concilios del siglo IV, despierta un carácter nuevo, de extrema importancia para toda la historia posterior de las relaciones del poder espiritual y el temporal, de la Iglesia y el Estado. Desde Constantino, el Estado se mezcla a las discusiones dogmáticas y las dirige según le parece bien. En muchos casos, los intereses del Estado no habían de corresponder siempre a los de la Iglesia.

Hacía mucho tiempo que el principal centro de civilización del Oriente era Alejandría, donde la vida espiritual rebosaba actividad. Es natural que hubiera ardientes discusiones sobre nuevos dogmas en aquella Alejandría que, desde el siglo II, “se había tornado —según el profesor A. Spasski— en el centro del desarrollo teológico de Oriente y había adquirido en el mundo cristiano una reputación particular, la de una especie de iglesia filosófica, donde no se debilitaba nunca el interés que se dedicaba al estudio de los problemas superiores de la fe y la ciencia”. La doctrina herética más importante de la época de Constantino fue el arrianismo. Nació éste en la segunda mitad del siglo III, en Antioquia (Siria), donde Luciano, uno de los hombres más cultos del tiempo, fundió una escuela de exégesis y teología. Esta escuela, como dice Harnack, fue “la cuna de la doctrina arriana”.

Arrio, sacerdote de Alejandría, emitió la idea de que el Hijo de Dios había sido creado. Tal proposición constituyó el fondo del arrianismo. La doctrina de Arrio se expandió aceleradamente. A ella se afiliaron Eusebio, obispo de Cesárea, y Eusebio, obispo de Nicomedia. A pesar de los esfuerzos de los partidarios de Arrio, éste se vio negada la comunión por Alejandro, obispo de Alejandría. Los intentos de las autoridades locales para apaciguar la turbada Iglesia, no produjeron el efecto deseado. Constantino acababa de triunfar sobre Licinio y era único emperador. Llegó en 324 a Nicomedia, donde recibió múltiples quejas de los partidarios de Arrio y de los adversarios de éste. El emperador deseaba, ante todo, conservar en el Estado una Iglesia tranquila y no advertía bien la importancia de tal disputa dogmática. Se dirigió, pues, por escrito a Alejandro de Alejandría y a Arrio, procurando persuadirles de que se reconciliasen y de que se ajustaran al ejemplo de los filósofos, quienes, sin dejar de discutir entre sí, vivían en armonía. Fácil les era a los dos entenderse, pues que ambos reconocían la Providencia divina y a Jesucristo. “Devolvedme el alma de mis días, el reposo de mis noches —les pedía Constantino—; dejadle gustar el placer de una existencia tranquila”. (Eusebio, Vita Constantini)

Para llevar aquella misiva, Constantino envió a Alejandría uno de sus hombres de confianza: Osio, obispo de Córdoba. Éste entregó la carta, examinó la cuestión sobre el terreno donde se debatía y, a su regreso, hizo conocer al emperador la mucha importancia del movimiento Arriano. Constantino decidió entonces convocar un concilio.

Ese primer concilio ecuménico, convocado por cartas imperiales, se reunió el 325 en Nicea (Bitinia). No se conoce con mucha exactitud el número de los que asistieron al concilio. No obstante, de ordinario, se evalúa en 318 el número de los Padres reunidos en Nicea. La mayoría eran obispos de las regiones orientales del Imperio. El obispo de Roma, demasiado anciano para trasladarse se hizo representar por dos sacerdotes. La querella arriana fue, con mucho, la más importante de las cuestiones que se examinaron. El emperador presidió el concilio e incluso dirigió los debates.

No se conservan las actas del concilio de Nicea, hasta no faltan quienes duden de que se redactaran protocolos de las sesiones. Lo que sabemos nos ha llegado merced a escritos de los miembros del concilio y de algunos historiadores. Después de debates muy vivos, el concilio condenó la herejía de Arrio y, tras adoptar algunas enmiendas y adiciones, adoptó el Símbolo de la Fe (el Credo), donde, contrariamente a la doctrina de Arrio, Jesucristo era reconocido como “Hijo de Dios, no creado, consubstancial con el Padre”.

El arcediano de Alejandría, Atanasio, había combatido a Arrio con un celo particular unido a un arte consumado.

El Símbolo de Nicea fue aceptado por varios obispos arrianos. Los más obstinados discípulos de Arrio, y Arrio mismo, fueron expulsados del concilio y puestos en prisión. El concilio resolvió las demás cuestiones pendientes y se disolvió después. En carta solemne que se remitió a todas las comunidades, hízose saber a éstas que la paz y el acuerdo habían sido devueltos a la Iglesia. Constantino escribió: “Todos los proyectos que el demonio había meditado contra nosotros han sido aniquilados a la hora de ahora... El cisma, las disensiones, las turbulencias, el veneno mortal de la discordia, todo eso, por la voluntad de Dios, ha sido vencido por la luz de la verdad”. Uno de los mejores especialistas del arrianismo comenta: “El arrianismo empezó con vigor que prometía una buena carrera; y en pocos años pudo aspirar a la supremacía en Oriente, pero su fuerza se desvaneció ante el concilio, y fue herido por la reprobación universal del mundo cristiano. El arrianismo parecía completamente aplastado y sin esperanza de resurrección”.

La realidad no confirmó las hermosas esperanzas de Constantino. La condenación del arrianismo por el concilio de Nicea, no sólo no puso fin a la disputa arriana, sino que incluso fue causa de nuevos movimientos y nuevas dificultades. En el mismo Constantino se notó luego un cambio muy neto en favor de los arrianos. A los pocos años del concilio, Arrio y sus partidarios más celosos fueron llamados del destierro. La muerte repentina de Arrio impidió su rehabilitación. En vez de él, fueron exilados los defensores más eminentes del Símbolo de Nicea. Si este Símbolo no quedó desautorizado y condenado, se le olvidó a sabiendas y en parte se le sustituyó por otras fórmulas.

Es muy difícil establecer con exactitud cómo se creó esa oposición tenaz contra el concilio de Nicea y cuál fue la causa de tal cambio en el ánimo de Constantino. Examinando las diversas explicaciones que se han propuesto, y donde se hacen intervenir influencias cortesanas, relaciones íntimas o familiares u otros fenómenos, acaso quepa detenerse en la hipótesis de que Constantino, cuando fue solucionado el problema arriano, ignoraba los sentimientos religiosos del Oriente, que en su mayoría simpatizaba con el arrianismo.

El emperador, que había recibido su fe en Occidente y se hallaba bajo el influjo del alto clero occidental —como, por ejemplo, de Osio, obispo de Córdoba— hizo elaborar en ese sentido el Símbolo de Nicea. Más éste no convenía del todo al Oriente. Constantino comprendió que las declaraciones del concilio de Nicea estaban en oposición, en Oriente, con el estado de ánimo de la mayoría de la Iglesia y los deseos de las masas, y desde entonces comenzó a inclinarse hacia el arrianismo. En los últimos años de su gobierno, el arrianismo penetró en la corte. Y de día en día se afirmaba con más solidez en la mitad oriental del Imperio. Varios de los propugnadores del Símbolo de Nicea perdieron sus sedes episcopales y pasaron al destierro. La historia de la predominancia del arrianismo en esta época no ha sido plenamente aclarada por los sabios, a causa de la penuria de las fuentes.

Como todos saben, Constantino, hasta el último año de su vida, fue, oficialmente, pagano. Sólo en su lecho de muerte recibió el bautismo de manos de Eusebio de Nicomedia, es decir, de un arriano. “Pero —observa el profesor Spasski— la última voluntad que expresó al morir fue llamar del destierro a Atanasio, el ilustre rival de Arrio”. Constantino había hecho cristianos a sus hijos.

La fundación de Constantinopla.

El segundo hecho del reinado de Constantino cuya importancia —después del reconocimiento del cristianismo— se ha revelado como esencial, fue la fundación de una capital nueva. Ésta se elevó en la orilla europea del Bósforo, no lejos del mar de Mármara, sobre el emplazamiento de Bizancio (Byzantinum), antigua colonia de Megara. Ya los antiguos, mucho antes de Constantino, habían advertido el valor de la posición ocupada por Bizancio, notable por su importancia estratégica y económica en el límite de Europa y Asia. Aquel lugar prometía el dominio de dos mares, el Mediterráneo y el Negro, y aproximaba el Imperio de los orígenes de las más brillantes civilizaciones de la antigüedad.

A cuanto cabe juzgar por los documentos que nos han llegado fue en la primera mitad del siglo VII antes de J.C. cuando algunos emigrantes de Megara fundaron en la punta meridional del Bósforo, frente a la futura Constantinopla, la colonia de Calcedonia. Varios años más tarde un nuevo contingente de megarios, fundo en la primera ribera europea de la punta meridional de Bósforo, la colonia de Bizancio, nombre que se hace derivar del jefe de la expedición megaria: Byzas. Las ventajas de Bizancio respecto a Calcedonia eran evidentes ya a los ojos de los antiguos. El historiador griego Herodoto (siglo V a. J.C.) cuenta que el general persa Megabaces, al llegar a Bizancio, calificó de ciegos a los habitantes de Calcedonia que, teniendo ante los ojos un emplazamiento mejor —aquel donde algunos años más tarde fue fundada Bizancio— habían elegido una situación desventajosa. Una tradición literaria más reciente, referida por Estrabón (VII, 6, 320) y por Tácito (An. XII, 63), atribuye esa declaración de Megabaces, en forma ligeramente modificada, a Apolo Pítico, quien, en respuesta a los megarios que preguntaban al oráculo dónde debían construir su ciudad, les dijo que frente al país de los ciegos.

Bizancio tuvo un papel importante en la época de las guerras médicas y de Filipo de Macedonia. El historiador griego Polibio (siglo II a. J.C.) analiza brillantemente la situación política y sobre todo económica de Bizancio, reconoce la mucha importancia del intercambio que se mantenía entre Grecia y las ciudades del mar Negro, y escribe que ningún navío mercante podría entrar ni salir de ese mar contra la voluntad de los moradores de Bizancio, quienes, dice, tienen entre sus manos todos los productos del Ponto, indispensables a la humanidad.

Desde que el Estado romano cesó de ser de hecho una república, los emperadores habían manifestado muchas veces su intención de trasladar a Oriente la capital de Roma. Según el historiador romano Suetonio (I, 79), Julio césar había formado el proyecto de instalar la capitalidad en Alejandría o en Ilion (la antigua Troya). Los emperadores de los primeros siglos de la era cristiana abandonaron a menudo Roma durante períodos de larga duración, a causa de la frecuencia de las campañas militares y de los viajes de inspección por el Imperio. A fines del siglo II Bizancio sufrió grandes males. Septimio Severo, vencedor de su rival Pescenio Niger, a cuyo favor se había inclinado Bizancio, hizo padecer a la ciudad estragos terribles y la arruinó casi completamente. Pero Oriente seguía ejerciendo poderoso atractivo sobre los emperadores. Diocleciano (284-305) se complació muy particularmente en el Asia Menor, en la ciudad bitinia de Nicomedia, que embelleció con magníficas construcciones.

Constantino, resuelto a fundar una nueva capital, no eligió Bizancio desde el primer momento. Es probable que pensara por algún tiempo en Naisos (Nisch), donde había nacido, en Sárdica (Sofía) y en Tesalónica (Salónica). Pero atrajo su atención sobre todo el emplazamiento de la antigua Troya, de donde, según la leyenda, había partido Eneas, el fundador del Estado romano, para dirigirse al Lacio, en Italia. El emperador fue en persona a aquellos célebres lugares. E1 mismo trazó los límites de la ciudad futura. Las puertas estaban ya construidas, según testimonio de un historiador cristiano del siglo V (Sozomeno) cuando, una noche, Dios se apareció en sueños a Constantino y le persuadió de que buscase otro emplazamiento para la capital. Entonces Constantino fijó definitivamente su elección en Bizancio. Cien años más tarde, el viajero que recorría en barco la costa troyana, podía ver aún, desde el mar, las construcciones inacabadas de Constantino.

Bizancio no se había repuesto por completo de la devastación sufrida bajo Septimio Severo. Tenía el aspecto de un poblado sin importancia y sólo ocupaba una parte del promontorio que se adelanta en el mar de Mármara. El 324, o acaso después (325), Constantino decidió la fundación de la nueva capital e inició los trabajos. La leyenda cristiana refiere que el emperador en persona fijó los límites de la ciudad y que su séquito, viendo las enormes dimensiones de la capital proyectada, le preguntó, con asombro: “¿Cuándo vas a detenerte, señor?” A lo que él repuso: “Cuando se detenga el que marcha delante de mí”. Daba a entender con esto que guiaba sus pasos una fuerza divina. Se reunieron mano de obra y materiales de construcción procedentes de todas partes. Los más bellos monumentos de la Roma pagana, de Atenas, de Alejandría, de Antioquía, de Éfeso, sirvieron para embellecimiento de la nueva capital. Cuarenta mil soldados godos (foederati) participaron en los trabajos. Se concedieron a la nueva capital una serie de diversas inmunidades comerciales, fiscales, etc., a fin de atraer allí una población numerosa. En la primavera del año 330, los trabajos estaban tan avanzados, que Constantino pudo inaugurar oficialmente la nueva capital. Esta inauguración se celebró el 11 de mayo del 330, yendo acompañada de fiestas y regocijos públicos que duraron cuarenta días. Entonces se vio “la cristiana Constantinopla superponerse a la pagana Bizancio”.

Es difícil determinar con precisión el espacio ocupado por la ciudad de la época de Constantino. Una cosa parece cierta, y es que rebasaba en extensión el territorio de la antigua Bizancio. No hay datos que nos permitan calcular la población de Constantinopla en el siglo IV. Quizá rebasase ya las 200.000 almas, pero ésta es una pura hipótesis. Para defender la ciudad por el lado de tierra contra los enemigos exteriores, Constantino hizo construir una muralla que iba del Cuerno de Oro al mar de Mármara.

Más tarde, la antigua Bizancio, convertida en capital de un Imperio universal, empezó a ser llamada “la ciudad de Constantino”, o Constantinopla, y hasta, a continuación, meramente “Polis” o “La Ciudad”. Recibió la organización municipal de Roma y fue distribuida, como ella, en catorce “regiones”, dos de las cuales se hallaban extramuros.

No nos ha llegado ninguno de los monumentos contemporáneos de Constantino. Sin embargo, la iglesia de Santa Irene, reconstruida dos veces, una (la más importante) bajo Justiniano, y la otra, bajo León III, se remonta a la época de Constantino, existe aún en nuestros días, y en ella está el Museo Militar turco. En segundo lugar, la célebre columna (siglo V a. J.C.) elevada en conmemoración, de la batalla de Platea y transportada por Constantino a la nueva capital, donde la instaló en el hipódromo, se encuentra allí todavía, aunque algo deteriorada, en verdad. El genio intuitivo de Constantino pudo apreciar todas las ventajas que implicaba la situación de la antigua Bizancio desde los puntos de vista político, económico y espiritual. Desde el punto de vista político, Constantinopla, aquella Nueva Roma, como se la llama a menudo, poseía ventajas excepcionales para la lucha contra los enemigos exteriores: por mar era inatacable y por tierra la protegían sus murallas. Económicamente, Constantinopla tenía en sus manos todo el comercio del mar Negro con el Archipiélago y el Mediterráneo, estando, así, destinada a cumplir el papel de intermediaria entre Asia y Europa. Desde el punto de vista espiritual, se encontraba próxima a los focos de la civilización helenística, la cual, a su fusión con el cristianismo, cambió de aspecto, resultando de tal fusión una civilización cristiano-greco-oriental, que recibió el nombre de bizantina.

“La elección del emplazamiento de la nueva capital —escribe F. I. Uspenski—, la edificación de Constantinopla y la creación de una capital mundial, son hechos que prueban el valor incontestable del genio político y administrativo de Constantino. No es en el edicto de tolerancia donde se encuentra la medida de su mérito, de alcance universal, ya que, de no ser él, habría sido uno de sus sucesores inmediatos quien hubiera dado primacía al cristianismo, el cual, en este caso, no habría perdido nada. En cambio, por un traslado oportuno de la capital del mundo a Constantinopla, salvó la civilización antigua y creó a la vez una atmósfera propicia a la expansión del cristianismo”.

A partir de Constantino, Constantinopla se convirtió en el centro político, religioso, económico y moral del Imperio.

Las reformas orgánicas del Imperio en la época de Diocleciano y de Constantino.

Cuando se examinan las reformas de Diocleciano y de Constantino, se comprueba que las más importantes son: establecimiento de una centralización estricta, creación de una administración numerosa, separación de los poderes civil y militar. Pero no han de buscarse instituciones nuevas ni cambios repentinos. El gobierno romano había entrado en vías de centralización desde augusto.

Paralelamente a la absorción por Roma de las regiones orientales helenísticas, de civilizaciones superiores y de formas de gobierno más antiguas, la capital —sobre todo en las provincias del Egipto ptolemaico— imprimió de modo progresivo sus costumbres vivas y sus ideales helenísticos a los países recién conquistados. El rasgo distintivo de los Estados que se fundaron sobre las ruinas del Imperio de Alejandro Magno —el Pérgamo de los atálidas, la Siria de los seléucidas, el Egipto de los Ptolomeos— consistía en el poder ilimitado, divino, de los monarcas, sentimiento particularmente fuerte y arraigado en Egipto. Para los habitantes de Egipto, augusto, conquistador del país, y sus sucesores, fueron soberanos absolutos y de esencia divina, como antes lo habían sido los Ptolomeos. Esto era la exacta oposición al concepto romano de los poderes del princeps, especie de compromiso entre las instituciones republicanas de Roma y las formas gubernamentales desarrolladas desde hacía poco. Bajo la acción de las influencias políticas del Oriente helenístico, el concepto inicial de los poderes imperiales se modificó, y los “príncipes” romanos mostraron muy pronto que preferían a Oriente y su concepción del poder imperial. Desde el siglo I, Calígula, según Suetonio, probó estar presto a aceptar la corona imperial, o diadema , y en 1a primera mitad del siglo III, Heliogábalo, según las fuentes, llevaba diadema en su palacio. Se sabe que Aureliano, en la segunda mitad del siglo III, fue el primero en ostentar la diadema en público, a la vez que monedas e inscripciones le daban los nombres de Dios y Señor (“Deus Aurelianus Imperator Deus et Dominus Aurelianus Augustus”). Aureliano fue quien estableció el gobierno autocrático en el Imperio romano.

Puede decirse que la evolución del poder imperial, primero sobre el modelo del Egipto ptolemaico, después bajo la influencia de la Persia sasánida, estaba casi del todo acabada alrededor del siglo IV. Diocleciano y Constantino quisieron poner el punto final a la organización de la monarquía y, con esta intención, substituyeron pura y sencillamente las instituciones romanas por las costumbres y prácticas que reinaban en el Oriente helenístico y que se conocían ya en Roma, sobre todo desde la época de Aureliano.

Los períodos de desorden y anarquía militar del siglo III habían infiltrado la turbación en la organización interna del Imperio y la habían dislocado y disgregado. Aureliano restableció de momento la unidad. Por esa obra, los documentos e inscripciones de la época le dan el nombre de “Restaurador del Imperio” (“Restitutor Orbis”). Pero a su muerte siguióse un nuevo período de turbulencias. En tales condiciones, Diocleciano acometió la tarea de reconstruir todo el mecanismo del Estado y ponerlo en el buen camino. En el fondo, no hizo sino una gran reforma administrativa. De todos modos, él y Constantino introdujeron en la organización interior del Estado cambios de tanta importancia, que puede considerárseles como fundadores de un nuevo tipo de monarquía, nacido, como hemos observado antes, bajo una fuerte influencia del Oriente.

Diocleciano, que residía a menudo en Nicomedia y se sentía atraído por Oriente de un modo general, adoptó numerosas características de las monarquías orientales. Fue un verdadero autócrata, un emperador-dios, que llevó la diadema imperial. En su palacio penetraron el lujo y el complicado ceremonial de Oriente. En las audiencias, los súbditos habían de prosternarse ante el emperador antes de osar alzar los ojos a él. Cuanto afectaba al emperador recibía el nombre de sagrado: eran sagrada su persona, sagradas sus palabras, sagrado el palacio, sagrado el tesoro, etc. El emperador hallábase rodeado de una numerosa corte que, instalada desde Constantino en la nueva capital, requirió gastos enormes y se convirtió en centro de maquinaciones e intrigas que más tarde hicieron muy complicada la vida del Imperio bizantino. Así, la autocracia, en forma muy próxima al despotismo oriental, fue introducida en el Imperio por Diocleciano y se convirtió en uno de los rasgos típicos de la organización del Imperio bizantino. Para mejorar el gobierno de la inmensa y heterogénea monarquía, Diocleciano implantó el sistema de la tetrarquía, o “poder de cuatro personas”. El gobierno del Imperio fue distribuido entre los augustos con iguales poderes, uno de los cuales debía habitar en la parte occidental y otro en la oriental del Imperio. Los dos augustos debían gobernar nominalmente un solo Imperio romano. El Imperio seguía siendo uno, y la designación de dos augustos mostraba que el gobierno reconocía ya la diferencia existente entre el Oriente griego y el Occidente latino, la administración simultánea de los cuales era tarea que rebasaba las facultades de una sola persona. Cada augusto debía asociarse un césar que a la muerte o abdicación del augusto pasaba a ser augusto el mismo y elegía un nuevo césar. Así se creó una especie de sistema dinástico artificial que debía librar al Imperio de turbulencias y de empresas de los ambiciosos y a la vez quitar a las legiones el poder decisivo que se habían arrogado en la elección de nuevos emperadores. Los primeros augustos fueron Diocleciano y Maximiano, y los césares Galerio y Constancio Cloro, padre de Constantino. Diocleciano se reservó Egipto y las provincias asiáticas, con centro en Nicomedia. Maximiano tomó Italia, España y África, con centro en Mediolanum (Milán). Galerio recibió la Península balcánica y las provincias danubianas vecinas, con centro en Sirmium, sobre el Save (cerca de la actual Mitrovitz). A Constancio Cloro se le adjudicaron la Galia y la Bretaña, con centros en Augusta Trevirorum (Tréveris) y Eboracum (York). Estos cuatro personajes eran considerados gobernadores de un Imperio único e indiviso y las leyes se promulgaban en su cuádruple nombre. No obstante la igualdad teórica de los dos augustos, Diocleciano disfrutaba, como emperador, de una indiscutible supremacía. Los césares estaban bajo la dependencia de los augustos. Al cabo de cierto tiempo, los augustos debían abdicar, dejando poder a los césares. En el año 305, en efecto, Diocleciano y Maximiano abdicaron, pasando a la vida privada. Galerio y Constancio Cloro se convirtieron entonces en augustos. Sin embargo, las turbulencias que estallaron pusieron rápido fin al sistema artificial de la tetrarquía, que dejó de existir a principios del siglo IV.

Diocleciano practicó grandes cambios en el gobierno de las provincias. Con él desapareció la antigua distinción entre provincias senatoriales e imperiales. Todas dependían ya del emperador. Las antiguas provincias del Imperio, relativamente poco numerosas, se señalaban por su vasta extensión y daban gran poderío a quienes las administraban. De esto surgían con frecuencia peligros muy graves para el poder central. Se producían revueltas a menudo, y los gobernadores de provincias, a la cabeza de las legiones provinciales que se unían a ellos, erigíanse muchas veces en pretendientes al trono. Diocleciano, queriendo suprimir el peligro político que representaban las provincias de excesiva extensión, decidió disminuirlas en tamaño. De cincuenta y siete provincias que había al llegar él al trono, hizo noventa y seis, o acaso más.

No sabemos el número exacto de las nuevas provincias de menor extensión creadas por Diocleciano, a causa de los insuficientes informes ofrecidos por las fuentes. La fuente principal que poseemos sobre la organización de las provincias del Imperio en esa época, es la llamada Notitia dignitatum, o lista oficial de las funciones de la corte y de los empleos civiles y militares, con la enumeración de las provincias. Pero, según la opinión de los sabios, ese documento —que carece de fecha— se remonta a primeros del siglo V y a una época en que existían ya todos los cambios operados en el gobierno por el sucesor de Diocleciano. La Notitia dignitatum da una cifra de 120 provincias. Otras listas, de época igualmente incierta, pero anteriores, incluyen un número menor de provincias. Como quiera que sea, debe tenerse en cuenta que varios detalles de la reforma de Diocleciano no se hallan lo bastante aclarados, a causa del mal estado de las fuentes.

El Imperio consistía bajo Diocleciano en cuatro prefecturas, al frente del cada una de las cuales había un prefecto del pretorio (praefecti pretorio). Las prefecturas se dividían en diócesis. La lista de Verona, que es la más antigua, indica doce diócesis. Cada una de éstas se dividía en varias provincias.

Para garantizar mejor su poder contra eventuales complicaciones, Diocleciano separó estrictamente el poder militar del poder civil. Desde él, los gobernadores de provincias no tuvieron sino funciones judiciales y administrativas. Las consecuencias de la reforma provincial de Diocleciano se manifestaron sobre todo en Italia, que, de región dominante que era, pasó a ser una mera provincia.

Tal reforma exigía una administración. Se creó un sistema burocrático muy complicado, que requería empleos múltiples, títulos extremadamente diversos y una estricta jerarquización.

Constantino desarrolló y completó la obra reformadora empezada por Diocleciano. Así, los rasgos más característicos de las épocas de Diocleciano y Constantino fueron el establecimiento del poder absoluto del emperador y la rígida separación de los poderes militar y civil, lo que produjo la creación de una administración numerosa. En la época bizantina se conservó el primer rasgo, esto es, el carácter absoluto del monarca, mientras el segundo sufrió una modificación profunda, en el sentido de una concentración progresiva de los poderes militar y civil en las mismas manos. Pero la administración numerosa pasó a Bizancio y, si bien con modificaciones bastante importantes, tanto en los empleos como en sus calificativos, subsistió hasta los últimos tiempos del Imperio. La mayoría de las funciones y títulos se convirtieron, de latinos, en griegos. Varios se tornaron puramente honorarios y con posterioridad se crearon otros muchos nuevos.

Un factor en extremo importante de la historia del Imperio en el siglo IV es la infiltración progresiva de los bárbaros, y concretamente de los germanos (godos). Pero trataremos esta cuestión más tarde, cuando abarquemos en su integridad el siglo IV.

Constantino murió el 337. Su actividad fue póstumamente consagrada por raras marcas de aprecio. El Senado romano, según el historiador Europio (siglo IV) le alineó entre los dioses ; la historia le dio el nombre de Grande; la Iglesia ha hecho de él un santo e igual a los apóstoles.

El lábaro, “colocado en el palacio de Constantinopla, quedó allí como el testimonio de la religión del fundador del Estado cristiano, así como el programa de Milán fue el testamento de su prudencia política”.

Un sabio inglés del siglo XIX hace la siguiente observación: “Si hubiésemos de comparar a Constantino con algún gran hombre de los tiempos modernos, sería más con Pedro el Grande que con Napoleón”.

Eusebio de Cesárea, en su Panegírico de Constantino, escribe que después que el cristianismo triunfante, hubo puesto fin a las creaciones de Satán, es decir, a los falsos dioses, los Estados paganos se encontraron aniquilados. “Se proclamó un día único para todo el género humano. A la vez se elevó y prosperó una potencia universal, el Imperio romano. Exactamente en la misma época, sobre un signo formal del mismo Dios, dos fuentes de beneficios, el Imperio romano y la doctrina de la piedad cristiana, brotaron juntos, para el bien de la humanidad... Dos poderes potentes, partidos del mismo punto, el Imperio romano bajo el cetro de un soberano único, y la religión cristiana, subyugaron y reconciliaron todos aquellos elementos contrarios”.

Los emperadores desde Constantino el Grande hasta principios del siglo VI

A la muerte de Constantino, sus tres hijos, Constantino, Constancio y Constante, tomaron todos el título de augusto y se repartieron el gobierno del Imperio. Pero pronto surgió un conflicto entre los tres emperadores; dos de ellos perecieron en la lucha: Constantino en 340 y Constante en 350. Constancio quedó así único dueño del Imperio y reinó hasta 361. Como no tenía hijos, a la muerte de sus hermanos se inquietó vivamente por su sucesión. De la matanza de los miembros de su propia familia, ejecutada según sus órdenes, sólo dos primos suyos se habían salvado: Galo y Juliano, a quienes se mantenía alejados de la capital. Deseando asegurar el trono a su dinastía, Constancio I designó césar a Galo. Pero éste atrajo sobre sí las sospechas del emperador y fue asesinado el 354.

Tal era la situación cuando el hermano de Galo, Juliano, fue llamado a la corte de Constancio, donde se le designó césar (355), casando con Elena, hermana de Constancio. El muy breve reinado de Juliano (361-363), tras el cual terminó la dinastía de Constantino el Grande, fue seguido del reinado, igualmente corto, de Joviano (363­364), comandante de la guardia imperial antes de su exaltación y elegido augusto por el ejército. A la muerte de Joviano una nueva elección recayó en Valentiniano (364-375), quien inmediatamente después de su designación fue obligado por sus soldados a nombrar augusto y coemperador a su hermano Valente. Valentiniano gobernó el Occidente, y confió el Oriente a Valente. Valentiniano tuvo por sucesor en Occidente a su hijo Graciano (375-385), pero el ejército proclamó augusto a la vez a Valentiniano II (375-392), hermano menor de Graciano, y que no tenía más que cuatro años.

Después de la muerte de Valente (378), Graciano elevó a Teodosio al título de augusto y le confió el gobierno de la “pars orientalis” así como de gran extensión de la Iliria. Teodosio, originario del “Extremo Occidente” (pues era español), fue el primer emperador de la dinastía que había de ocupar el trono hasta el 450 de J.C. es decir, hasta la muerte de Teodosio el Joven.

A la muerte de Teodosio, sus dos hijos Arcadio y Honorio se repartieron el gobierno del Imperio. Arcadio reinó en Oriente y Honorio en Occidente. En los reinados en común de Valente y Valentiniano I, o de Teodosio, Graciano y Valentiniano II, la división de poder no había destruido la unidad del Imperio, y bajo Arcadio y Honorio se mantuvo también esa unidad. Hubo dos emperadores y un solo Estado. Los contemporáneos vieron la situación exactamente a esa luz. Un historiador del siglo V, Orosio, autor de la Historia contra los paganos, escribía: “Arcadio y Honorio comenzaron a tener el Imperio en común, no repartiéndose más que sus sedes”.

Del 395 al 518, los emperadores que reinaron en la “pars orientalis” del Imperio fueron los siguientes: primero el trono estuvo ocupado por la línea de Teodosio el Grande, es decir, por su hijo Arcadio (395-408), que casó con Eudoxia, hija de un jefe germano (franco), y después por el hijo de Arcadio, Teodosio el Joven (408-450), que tomó por mujer a Atenais, hija de un filósofo ateniense, bautizada con el nombre de Eudoxia. A la muerte de Teodosio II, su hermana Pulqueria se desposó con el tracio Marciano, que se convirtió en emperador (450-457). Así terminó el 450 la línea masculina de la dinastía española de Teodosio. Después de la muerte de Marciano, León I (457-474), tribuno militar originario de Tracia, o de “Dacia en Iliria”, es decir, de la prefectura de Iliria, fue elegido emperador. Ariadna, hija de León I, que había casado con el isáurico Zenón, tuvo un hijo, llamado León también, el cual, a la muerte de su abuelo paso a ser emperador (474) a la edad de seis años. Murió pocos meses después, no sin antes haberse asociado al Imperio a su padre Zenón, que era originario del pueblo bárbaro de los isaurios, habitantes de las montañas del Tauro, en el Asia Menor. A este León se le conoce en la historia con el nombre de León II. Su padre, Zenón, reinó de 474 a 491. Cuando murió, su esposa Ariadna contrajo matrimonio con un silenciario, el viejo Anastasio, originario de Dyrrachium (Durazzo) en Iliria (la Albania de hoy). Anastasio fue proclamado emperador el 491, a la muerte de Zenón, reinando con el nombre de Anastasio I desde 491 a 518.

Esta lista de emperadores nos muestra que, desde la muerte de Constantino el Grande hasta el año 518 de J.C., el trono de Constantinopla fue ocupado: primero por la dinastía de Constantino, o más bien de su padre, Constancio I Cloro, que pertenecía, probablemente, a alguna tribu bárbara romanizada de la Península balcánica; luego por cierto número de romanos (Joviano y la familia de Valentiniano I); después por los tres representantes de la dinastía española de Teodosio el Grande, y al fin por emperadores elevados por casualidad y pertenecientes a tribus variadas: tracios, un isaurio, un ilírico (acaso albanés). En todo este período, el trono no fue ocupado nunca por un griego.

Los sucesores de Constantino. Constancio (337-361)

Los hijos de Constantino el Grande, Constantino II, Constancio y Constante, empezaron, después de la muerte de su padre, por gobernar juntos el Imperio, con título de augustos. Pero la enemistad existente entre los tres sucesores de Constantino se complicó más por el hecho de que el Imperio tenía que sostener una guerra ruinosa contra persas y germanos. Las disensiones entre los tres augustos no estallaron solo a propósito de cuestiones políticas, sino también religiosas. Mientras Constantino y Constante eran partidarios de los niceanos, Constancio, continuando y desarrollando el estado de ánimo religioso de los últimos días de su padre, se declaró abiertamente en favor de los arrianos. En el curso de las guerras civiles que siguieron, tanto Constantino como, algunos años más tarde, Constante, perecieron de muerte violenta. Constancio quedó al fin como único emperador.

Partidario convencido del arrianismo, Constancio favoreció a los arrianos de manera persistente, en detrimento del paganismo, que bajo su gobierno sufrió numerosas restricciones. Uno de los edictos de Constancio, declara: “Que cese la superstición y que la locura del sacrificio sea abolida”. Pero los templos paganos subsistían, en su integridad, fuera del recinto ciudadano. Algunos años después se publicó un edicto ordenando la clausura de los templos paganos. Quedaba prohibido acudir a ellos y sacrificar no importaba en qué lugar o ciudad del Imperio, so pena de muerte y confiscación de bienes. Otro edicto, leemos que la pena de muerte estaba suspendida sobre la cabeza de cualquiera que sacrificase a 1os ídolos o los venerara. Cuando Constancio, para festejar el vigésimo aniversario de su gobierno, se encamino por primera vez a Roma, ordenó, después de haber visitado numerosos monumentos de la antigüedad en compañía de senadores que continuaban siendo paganos, que se quitase del Senado el altar de la Victoria, el cual personificaba para el paganismo toda la pasada grandeza romana. Este hecho produjo profunda impresión en todos los paganos, quienes comprendieron que llegaban los últimos días de su religión. Bajo Constancio, aumentaron aún más las inmunidades del clero. Los obispos fueron declarados independientes en absoluto de los tribunales civiles.

Sin embargo, a la vez que se tomaban tan rigurosas medidas contra el paganismo, éste seguía en pie, no por sus propias fuerzas, sino merced a cierta protección que encontraba en el gobierno. Así, Constancio dejó subsistir en Roma las vestales y los sacerdotes oficiales. En uno de sus edictos, ordenó la elección de un sacerdos para África. Hasta el fin de su reinado ostentó el título de Pontifex Maximus.

Pero en conjunto, el paganismo sufrió, bajo Constancio, toda una serie de medidas restrictivas, mientras el cristianismo —si bien bajo forma arriana— se desarrollaba y afirmaba.

La política extremamente arriana de Constancio dio nacimiento a cierto número de conflictos con los niceanos. La larga lucha de Constancio y de Atanasio de Alejandría, el célebre defensor del niceísmo, se caracterizó por un ensañamiento particular. Cuando Constancio murió, el 361, ni niceanos ni paganos lloraron sinceramente al emperador difunto. Los paganos se regocijaron del advenimiento de Juliano, partidario declarado del paganismo. Los sentimientos que despertó en el partido ortodoxo la muerte de Constancio, pueden juzgarse por las palabras siguientes de Jerónimo: “El Señor despierta y domina la tempestad. Muerta la bestia, la tranquilidad renace”.

Los solemnes funerales de Constancio —que sucumbió en Cilicio, en el curso de su campaña contra los persas— se celebraron en presencia del nuevo emperador Juliano, en la iglesia de los Santos Apóstoles, construida por Constantino el Grande. El Senado puso al emperador difunto en el número de los dioses.

Juliano el Apóstata (361-363)

Al nombre de Juliano está indisolublemente ligada la última tentativa de reconstitución del paganismo en el Imperio.

La personalidad de Juliano es interesantísima. Ha atraído desde hace mucho la atención de sabios y literatos y sigue subyugándolos en nuestra época. Se ha escrito enormemente sobre Juliano. Incluso han llegado hasta nosotros las obras del propio Juliano, ofreciéndonos una documentación única para juzgarle. El fin principal de quienes han escrito sobre él ha sido comprender y explicar a aquel entusiasta heleno que, con entera fe en el éxito y justeza de su obra, intentó, en la segunda mitad del siglo IV, hacer renacer el paganismo y colocarlo en la base de la vida religiosa del Imperio.

Juliano había recibido muy buena instrucción. Perdió muy pronto a sus padres y no conoció a su madre, que murió a pocos meses de nacer él. El eunuco Mardonio, de origen escita, hombre muy versado en literatura y filosofía griegas y que había enseñado a la madre de Juliano los poemas de Homero y de Hesiodo, se convirtió en preceptor del muchacho. Mientras Mardonio instruía a Juliano en literatura antigua, Eusebio, obispo de Nicomedia y después de Constantinopla, arriano convencido, así como los eclesiásticos que le rodeaban, iniciaban al joven en el estudio de la Santa Escritura. De este modo, Juliano, según las palabras de un historiador, recibió a la par dos educaciones diferentes, que se instalaron, cercanas, pero sin tocarse, en su espíritu. Juliano fue bautizado. Más tarde, recordaba aquel tiempo como una pesadilla que le era menester olvidar. La juventud de Juliano transcurrió en una larga inquietud. Constancio veía en él un rival posible y le sospechaba pensamientos ambiciosos. Ora le mantenía en provincias en una especie de destierro, ora le hacía ir a la capital, para tenerle bajo su mirada. Juliano no ignoraba que varios de sus parientes habían perecido de muerte violenta por orden de Constancio, y debía temer a diario por su vida. Tras una forzada estancia de varios años en Capadocia, donde continuó, bajo la dirección de Mardonio, que le acompañaba, el estudio de los autores antiguos y donde probablemente adquirió un conocimiento profundo de la Biblia y del Evangelio, Juliano fue enviado por Constancio, para que terminase sus estudios, primero a Constantinopla y luego a Nicomedia, lugar en que por primera vez se patentizó en él su inclinación al paganismo.

En aquella época enseñaba en Nicomedia el mejor retórico del tiempo, Libanio, auténtico representante del helenismo. Libanio no conocía ni quería conocer la lengua latina, a la que trataba con desdén. Despreciaba el cristianismo y sólo en el helenismo veía la razón de todas las cosas. Su entusiasmo por el paganismo era ilimitado. Sus conferencias alcanzaban gran éxito en Nicomedia. Constancio, que le había enviado a Juliano, quizá se diera cuenta de la imborrable impresión que debían producir en un joven los discursos apasionados de Libanio, porque prohibió a Juliano seguir los cursos del célebre retórico. Juliano no transgredió formalmente la prohibición del emperador, pero estudió las obras de Libanio, se instruyó de sus cursos por intermedio de otros oyentes y de tal modo se apropió el estilo y manera de escribir de Libanio, que más tarde pudo pasar por discípulo de él. También en Nicomedia principió Juliano a apasionarse por la doctrina oculta de los neoplatónicos, que en aquella época se presentaba como una doctrina del conocimiento de la vida futura y de la evocación de los muertos, con ayuda de determinadas fórmulas de magia, no limitándose sólo a la evocación de simples muertos, sino de divinidades incluso (teurgia). El sabio y filósofo Máximo de Éfeso ejerció en ese sentido gran influencia sobre Juliano.

Pasada la época peligrosa en que su hermano recibió la muerte por orden de Constancio, Juliano fue llamado a la corte de Milán para justificarse, y en seguida desterrado a Atenas. Esta ciudad, célebre por su grandioso pasado, ofrecía en la época de Constancio un aspecto provinciano y bastante triste. Sin embargo, una famosa escuela pagana recordaba aún allí los siglos pasados. Juliano encontró vivo interés en su estancia en Atenas. En una de sus cartas posteriores, declaraba “acordarse con alegría de los discursos áticos, de los jardines, de los arrabales de Atenas, de las avenidas de mirtos y de la humilde casa de Sócrates”. Según la mayoría de los historiadores, durante esa estancia en Atenas, Juliano fue iniciado por el hierofante en los misterios de Eleusis. Ello fue, con expresión de Boissier, una especie de bautismo del nuevo convertido. Ha de hacerse notar que, en nuestros días, algunos historiadores ponen en duda la conversión eleusiana de Juliano.

El año 355, Constancio declaró césar a Juliano, le casó con su hermana Elena y le envió a mandar las legiones de Galia, donde se mantenía una cruenta lucha, erizada de dificultades, contra los invasores germanos que devastaban el país, destruían las ciudades y asesinaban a los pobladores. Juliano salió con honor de la ingrata tarea, e infligió a los germanos junto a Argentotarum, hoy Estrasburgo, una sangrienta derrota. La residencia principal de Juliano en Galia fue Lutecia (Lutetia Parisiorum, más tarde París). Era ésta entonces una pequeña ciudad situada en una isla del Sena que ha conservado hasta nuestros días el nombre de “Cité” (Civitas) y que estaba unida a las dos orillas del río por dos puentes de madera. En la margen izquierda del Sena, donde había ya gran número de casas y jardines, se hallaba un palacio, construido probablemente por Constancio Cloro y del cual se ven aún vestigios cerca del museo de Cluny. Juliano eligió para su residencia ese palacio. Amaba a Lutecia, y en una de sus cartas posteriores a aquella época asegura recordar el invierno pasado en su “querida Lutecia”.

Los germanos fueron rechazados allende el Rin. “Pasé tres veces el Rin cuando era césar —escribe Juliano— y exigí de los bárbaros transrenanos veinte mil rehenes... Con ayuda de los dioses, me apoderé de todas sus ciudades, unas cuarenta”. En su ejército, Juliano gozaba de gran popularidad.

Constancio veía con envidia y desconfianza los éxitos de Juliano. Al entrar en campaña contra los persas exigió a Juliano que le enviase de Galia legiones auxiliares. Las legiones galas se sublevaron y, alzando a Juliano sobre un pavés, le proclamaron augusto. Juliano pidió a Constancio que reconociese el hecho consumado. Constancio rehusó. Era inminente una guerra civil, pero en aquel momento murió Constancio. En el año 361, Juliano fue proclamado emperador en toda la extensión del Imperio. Los partidarios de Constancio sufrieron a manos del nuevo emperador crueles persecuciones y graves castigos.

Juliano, partidario decidido del paganismo, se había visto obligado a ocultar sus opiniones religiosas hasta la muerte de Constancio. Al pasar a dueño absoluto, resolvió realizar ante todo su mayor deseo: la reconstitución del paganismo. En las primeras semanas de su exaltación, publicó un edicto al respecto. El historiador Amiano Marcelino habla de ese grave momento en los términos siguientes: “Desde su primera juventud había Juliano sentido la más viva inclinación por los dioses. A medida que crecía, había ardido más en el deseo de restaurar la antigua religión. No obstante, impelido por el temor, no cumplía los ritos paganos sino en el mayor secreto. Pero, tan pronto como Juliano se dio cuenta que con la desaparición de la causa de sus temores recibía la plena posibilidad de obrar a su albedrío, desveló sus pensamientos secretos, y, con un edicto claro y formal, ordenó abrir los templos y sacrificar en honor de los dioses”.

Este edicto no fue una sorpresa para nadie. Todos conocían la inclinación de Juliano hacia el paganismo. La alegría de los paganos fue inmensa; para ellos, la restauración de su religión, no sólo significaba la libertad, sino la victoria.

El edicto de Juliano no se aplicó de la misma manera en todas las partes del Imperio, ya que en la occidental había muchos más paganos que en la oriental.

En tiempos de Juliano no existía en Constantinopla un solo templo pagano. Erigirlos nuevos en corto término era imposible. Entonces Juliano hizo un sacrificio solemne, probablemente en la basílica principal, destinada en su origen a paseos y conferencias y ornada, desde tiempo de Constantino, de una estatua de la Fortuna. Según testimonio del historiador religioso Sozomeno, se produjo la siguiente escena: un anciano ciego, conducido por un niño, se acercó al emperador y le trató de impío, de apóstata, de hombre sin fe. Juliano le respondió: “Eres ciego y no será tu Dios de Galilea el que te devuelva la vista”. “Gracias doy a Dios —dijo el viejo— de haberme privado de ella. Eso me ha permitido no ver tu impiedad”. Juliano no contestó a esta insolencia y continuó sacrificando.

Al querer restaurar el paganismo, Juliano comprendía la imposibilidad de hacerlo revivir bajo sus formas antiguas, puramente externas. Era preciso reorganizarlo y mejorarlo, a fin de crear una fuerza capaz de entrar en lucha con la Iglesia cristiana. Para ello, el emperador decidió tomar a la organización cristiana, que conocía bien, algunos de sus rasgos. Organizó, pues, el clero pagano sobre el modelo de la jerarquía de la Iglesia cristiana. El interior de los templos paganos se adornó a imitación de los cristianos. En los templos debían celebrarse reuniones donde se leería el evangelio de la sapiencia helenística (de modo análogo a las prédicas cristianas); se introdujo el canto en el oficio pagano; se exigió de los sacerdotes una vida irreprochable; se estimuló la beneficencia. Las faltas a los deberes religiosos eran sancionadas con privación de las comunicaciones religiosas, penitencia, etc. En una palabra, para reanimar, adaptar y revivificar el paganismo restaurado, Juliano se volvió a la fuente que aborrecía con todas las fuerzas de su alma.

El número de ofrendas animales llevadas a las aras de los dioses fue tan grande que suscitó las burlas de los mismos paganos. El emperador participaba activamente en los sacrificios. No desdeñaba las ocupaciones humildes. Según Libanio, corría en torno al altar, encendía el fuego, manejaba el cuchillo, degollaba a las aves, y sus entrañas no tenían secretos para él. Las hecatombes de bestias inmoladas en los sacrificios abrieron camino a un epigrama dirigido antaño a otro emperador, el filósofo Marco Aurelio: “Los toros blancos saludan a Marco césar. Si vuelve otra vez victorioso, nosotros pereceremos”.

Este triunfo aparente del paganismo tuvo repercusiones en la situación de los cristianos en el Imperio. Al principio pareció que no amenazaban al cristianismo graves peligros. Juliano invitó a acudir a palacio a los jefes de las diversas tendencias que se habían señalado en el cristianismo, y les declaró que de allí en adelante no habría guerras civiles y cada uno podría seguir su fe sin peligros ni molestias. Uno de los primeros actos del gobierno de Juliano fue una declaración de tolerancia. A veces los cristianos reanudaban sus querellas en presencia del emperador, quien les decía: “Escuchadme como me han escuchado los alemanes y los francos”. A poco se promulgó un edicto llamando del destierro a todos los obispos exilados bajo Constancio, de cualquier opinión religiosa que fuesen, y los bienes que se les habían confiscado les fueron restituidos.

Pero los miembros del clero llamados por Juliano pertenecían a diversas tendencias religiosas irreconciliables. No podían vivir en paz juntos, y pronto recomenzaron sus acostumbradas disputas. Probablemente era esto lo que esperaba Juliano. Al conceder una perfecta tolerancia, había mostrado conocer con perfección la psicología de los cristianos. Estaba seguro de que pronto se reanudarían las disputas en la Iglesia cristiana, la cual, así dividida, no presentaría para él un peligro serio. A la vez, Juliano prometió grandes ventajas a los cristianos que renegasen del cristianismo. Hubo muchas abjuraciones. San Jerónimo llamó a este modo de obrar de Juliano “una persecución dulce, que atraía al sacrificio más que obligaba a él”. Pero los cristianos iban siendo alejados gradualmente de la administración y del ejército. En su lugar se nombraban paganos. El famoso lábaro de Constantino, que servía de estandarte a las tropas, fue destruido, y las cruces que brillaban en las enseñas militares quedaron substituidas por emblemas paganos.

El golpe más sensible lo asestó al cristianismo la reforma de la enseñanza. El primer edicto al respecto versó sobre el nombramiento de profesores en las ciudades principales del Imperio. Los candidatos debían ser elegidos por las ciudades, pero la ratificación correspondía al emperador, que podía así rechazar los profesores que no quisiera. Antes, el nombramiento de profesores correspondía sólo a las ciudades. Más importante es el segundo edicto, que se ha conservado en las cartas de Juliano: “Todos —dice tal edicto— los que se consagren a la enseñanza, deben ser de buena conducta y no tener en su corazón opiniones contrarias a las del Estado”.

Por “opiniones conformes a las del Estado” ha de entenderse evidentemente la opinión pagana del propio emperador. El edicto declara absurdo que las personas que explican a Homero, Hesíodo, Demóstenes, Herodoto y otros escritores antiguos nieguen los dioses reverenciados por éstos. “Les dejo la elección —dice Juliano en su edicto— o de no enseñar lo que crean peligroso, o, si quieren continuar sus lecciones, de comenzar por convencer a sus discípulos de que ni Homero, ni Hesíodo, ni ninguno de los escritores a quienes comentan y a quienes acusan a la vez de impiedad, de locura, de error hacia los dioses, son tales. De otro modo, y pues viven de los escritos de esos autores y de ellos sacan su retribución, es menester confesar que dan pruebas de la más sórdida avaricia y que están prestos a soportarlo todo por unas cuantas dracmas. Había hasta ahora muchos motivos para no visitar los templos de los dioses, y el temor que reinaba por doquier justificaba el disimulo de las verdaderas ideas que se formaban sobre los dioses; hoy que los dioses nos han devuelto la libertad, es una falta de sentido, a mi juicio, enseñar a los hombres lo que no se considera verdad. Si los profesores tienen por sabios a los escritores que explican y comentan, es preciso que todos ellos imiten sus sentimientos de piedad hacia los dioses, y si creen que los dioses venerados son falsos, váyanse a las iglesias de los galileos a interpretar a Mateo y a Lucas... Tal es la ley general para los jefes y los profesores”. Respecto a los obstinados “es justo atenderlos contra su propia voluntad, como a los locos; que sean, pues, perdonados los que padecen esta enfermedad, porque, según creo, vale más instruir a los locos que castigarlos”.

Amiano Marcelino, amigo y compañero de armas de Juliano, habla así de este edicto: “(Juliano) prohibió a los cristianos enseñar la retórica y la gramática, a menos de que no reverenciasen a los dioses”. En otros términos, a menos de que no se hiciesen paganos.

Algunos suponen, fundándose en las indicaciones de los escritores cristianos, que Juliano publicó un nuevo edicto que prohibía a los cristianos, no sólo la enseñanza, sino también el estudio en las escuelas públicas. Así, San Agustín, escribe: “Juliano, que prohibió a los cristianos la enseñanza y el estudio de las artes liberales, ¿no persiguió a la Iglesia?”

Pero no poseemos el texto de ese segundo edicto. Puede incluso no haber existido. En cambio, es cierto que el primer edicto, que prohibía a los cristianos la enseñanza, provocó indirectamente la prohibición de estudiar. A contar de la publicación de ese edicto, los cristianos debían enviar a sus hijos a las escuelas de gramática y retórica paganas. La mayor parte de los cristianos se abstuvo de ello, pensando que al cabo de una o dos generaciones de esa enseñanza pagana, la juventud cristiana habría retornado al paganismo. Pero, por otra parte, si los cristianos no recibían cierta instrucción general, iban a convertirse normalmente en inferiores a los paganos. Así, el edicto de Juliano —aun siendo único— contenía para los cristianos una importancia capital, y hasta presentaba para su porvenir un peligro muy grave. Gibbon ha notado con razón que “los cristianos recibieron la prohibición directa de enseñar e indirectamente la prohibición de estudiar, dado que no podían (moralmente) frecuentar las escuelas paganas”. Gran número de retóricos y gramáticos cristianos prefirieron abandonar sus cátedras a abrazar el paganismo por diferencia al emperador. Entre los mismos paganos, el edicto de Juliano fue aceptado de diverso modo. El escritor pagano Amiano Marcelino escribe al respecto: “Se debe pasar en silencio el acto cruel por el que Juliano prohibió a los profesores cristianos enseñar la retórica y la gramática”.

Es interesante observar cómo reaccionaron los cristianos ante el edicto de Juliano. Algunos se regocijaron ingenuamente porque, según ellos, el emperador dificultaba a los cristianos el estudio de los escritores paganos. Para sustituir la literatura pagana prohibida, los escritores cristianos de la época, sobre todo Apolinar el Viejo y Apolinar el Joven, padre e hijo, concibieron la idea de crear para la enseñanza escolar una literatura cristiana. Así, adaptaron los salmos a la manera de las odas de Píndaro; transcribieron el Pentateuco (los cinco libros de Moisés) en hexámetros; hicieron lo mismo con el Evangelio en diálogos platónicos... Nada nos ha llegado de obras tan insólitas. Es notorio que semejante literatura no podía tener valor duradero, y desapareció cuando, con la muerte de Juliano, fue abandonado el edicto de éste.

En el verano del 362, Juliano emprendió un viaje a las regiones orientales del Imperio y llegó a Antioquía, donde la población, según los propios términos del emperador, “prefería el ateísmo”, es decir, era cristiana. Incluso en medio de las ceremonias oficiales se advirtió, y a momentos se vio manifestarse, a más de alguna frialdad, una hostilidad mal contenida. La estancia de Juliano en Antioquía fue esencial, porque le convenció de las dificultades de su obra y hasta de la imposibilidad en que se hallaba de realizar la proyectada restauración del paganismo. La capital de Siria acogió con frialdad los conceptos de su huésped imperial. En ese sentido, el relato del propio 2

Juliano, en su obra satírica Misopogon, o “El odiador de la barba”, presenta vivo interés. En la gran ceremonia pagana del templo de Apolo, en Dafne, en los arrabales de Antioquía, pensaba Juliano encontrar una multitud enorme, una gran cantidad de ofrendas animales, libaciones, incienso y otros atributos de las grandes fiestas paganas. Pero, al llegar al templo, Juliano, con gran sorpresa, no encontró más que un sacerdote que tenía en la mano, para el sacrificio, un único ganso.

El relato de Juliano, reza: “En el décimo mes (que así contáis), al cual creo que llamáis Loos, hay una fiesta cuyo origen se remonta a nuestros antepasados, en honor de ese dios (Helios, Sol, Deus, Apolo), y el deber ordenaba mostrar nuestro celo visitando Dafne. Así, me encaminé a ese lugar a toda prisa, desde el templo de Zeus Kasios, pensando que en Dafne al menos podría regocijarme la vista de vuestra prosperidad y del espíritu público. Y yo imaginaba en mi ánimo el género de procesión que habría, como un hombre que tiene visiones en un sueño; imaginaba las bestias del sacrificio, las libaciones, los coros en honor del dios, el incienso y los jóvenes de vuestra ciudad alrededor del altar, sus almas ornadas todas de santidad y ellos mismos ataviados con blancos y espléndidos vestidos. Pero cuando entré en el santuario no encontré ni incienso, ni siquiera un dulce, ni la más pequeña bestia para el sacrificio. De momento quedé sorprendido y pensaba que estaba aún en el exterior del templo, que vosotros esperabais mi señal y que me hacíais este honor por ser yo gran pontífice. Pero cuando comencé a informarme del sacrificio que la ciudad tenía intención de ofrecer para celebrar la fiesta anual en honor del dios, el sacerdote me contestó: “Yo he traído conmigo de mi propia casa un ganso para ofrendarlo al dios, pero la ciudad hoy no ha hecho preparativo alguno”.

Antioquía, pues, no había respondido a la llamada del paganismo. Hechos semejantes irritaban al emperador y excitaban su odio contra los cristianos. Sus relaciones con ellos hicieron más tensas después del incendio del templo de Dafne, que se les atribuyó. Juliano, exasperado, ordenó, por vía de castigo, que se cerrase la principal iglesia de Antioquia, la cual fue a la vez saqueada y profanada. Parecidos sucesos ocurrieron en otras ciudades. La tensión alcanzó su punto álgido. Los cristianos, por su parte, destrozaron las imágenes de los dioses. Algunos representantes de la Iglesia sufrieron el martirio. Una completa anarquía amenazaba al Imperio.

En la primavera del 363, Juliano, saliendo de Antioquia se puso en campaña contra los persas. En esa expedición fue herido por una jabalina y, llevado a su tienda, sucumbió allí. No se supo con certeza quién había herido al emperador. Más tarde nacieron al propósito varias leyendas. Entre ellas figura la versión de que Juliano murió a manos de los cristianos. Los historiadores cristianos nos relatan la famosa leyenda según la cual el emperador, llevándose la mano a la herida y retirándola llena de sangre, esparció ésta al aire, diciendo a la vez: “¡Tú has vencido, Galileo!” En la tienda del emperador, se reunieron a su cabecera sus amigos y los jefes del ejército, a quienes dirigió un último adiós. Sus postreras palabras nos han llegado por intermedio de Amiano Marcelino (XXV, 3, 15-20), El emperador hace en ellas una apología de su vida y su actividad. Espera, con serenidad filosófica, la muerte inevitable. Al fin, cuando disminuyen sus fuerzas, expresa, sin indicar heredero, el deseo de que le suceda un buen emperador. Quienes le rodean lloran; él, moribundo, les reprende suavemente y dice que es indigno llorar a un emperador que está en paz con el cielo y con las estrellas.

Juliano falleció el 26 de junio del 363, a medianoche. Contaba 32 años. El famoso retórico Libanio compara su muerte a la de Sócrates.

El ejército dio la corona a Joviano, jefe de la guardia y cristiano partidario de la confesión de Nicea. Obligado a la paz por el rey de Persia, Joviano tuvo que concluir un mal tratado, cediendo al enemigo algunas provincias romanas de la orilla oriental del Tigris.

La muerte de Juliano fue acogida por los cristianos con alegría. Los escritores cristianos trataban al emperador difunto de “dragón” del “Nabucodonosor”, de “Herodes” y de “monstruo”.

Juliano ha dejado una serie de obras que permiten estudiar muy íntimamente su interesante personalidad. El centro de su sistema religioso es el culto del sol, y sus conceptos se hallan bajo el influjo directo del culto pérsico del dios de la luz, Mitra, y de las ideas platónicas, deformadas en aquella época. Desde su primera infancia, Juliano había amado la naturaleza y sobre todo el cielo. En su disertación sobre el Sol Rey, la fuente principal que poseemos sobre la filosofía religiosa, escribe que desde su primera juventud sintió un amor violento por los rayos del astro divino. No sólo quería fijar sus miradas en él durante el día, sino que, en las noches claras, abandonaba todas sus ocupaciones para poder admirar las bellezas del cielo. Absorto en esta contemplación, no oía a los que le hablaban, y llegaba hasta a perder la conciencia de sí mismo. Su teoría religiosa, expuesta con bastante oscuridad, se atiene a la existencia de tres mundos bajo la forma de tres soles. El primer sol es el sol supremo, la idea del Todo, una unidad moral inteligible (?????). Es el mundo de la verdad absoluta, el reino de los principios primitivos y de las causas primeras. El mundo tal como se nos aparece, y el sol aparente, no son sino un reflejo del primer mundo, y un reflejo indirecto. Entre esos dos mundos, el mundo inteligente (?????), con su sol. Así se obtiene la tríada de los soles; inteligible o espiritual, inteligente y sensible o material. El mundo pensante es el reflejo del mundo concebible o espiritual, y sirve a su vez de modelo al mundo sensible, que de este modo resulta el reflejo de un reflejo, la reproducción en segundo grado del modelo absoluto. El sol supremo, es, con mucho, inaccesible al hombre. Por tanto, Juliano concentra toda su atención sobre el sol inteligente, intermediario entre los otros dos, y, llamándolo sol rey, lo adora.

A pesar de su entusiasmo, Juliano comprendió bien que la restauración del paganismo presentaba dificultades enormes. Escribió en una carta: “Tengo necesidad de muchos aliados para volver a levantar lo que ha caído tan bajo”. Pero Juliano no se daba cuenta de que el paganismo caído no se podía levantar porque estaba muerto. Así, su tentativa estaba destinada con anticipación al fracaso. “Su obra —dice Boissier— podía fracasar; el mundo no tenía en ello nada que perder.

Aquel heleno entusiasta, dice Geffcken, fue un semi-oriental. Otro biógrafo de Juliano, escribe: “El emperador Juliano es como una aparición fugitiva y luminosa sobre el horizonte tras el cual ha desaparecido ya la estrella de esa Grecia que fue para él la tierra sagrada de la civilización, la madre de cuanto era bello y bueno en el mundo; de esa Grecia a la que él llamaba, con devoción y entusiasmo filiales, su sola patria verdadera”.

La Iglesia y el Estado al final del siglo IV. Teodosio el Grande. El triunfo del cristianismo.

Bajo el sucesor de Juliano, Joviano (363-364), cristiano convencido y niceísta, fue restaurado el cristianismo. Pero tal medida no significó una persecución para los paganos. El temor que éstos sintieran al ser nombrado el nuevo emperador resultó falto de fundamento. Joviano se propuso, tan sólo, restaurar el estado de cosas anterior a Juliano. Se proclamó la libertad religiosa. Se permitió abrir templos paganos y sacrificar en ellos. A pesar de sus convicciones niceas, Joviano no adoptó medida alguna contra los adeptos de otras tendencias religiosas. Los desterrados que pertenecían a las diversas “corrientes” del cristianismo, fueron llamados. El lábaro reapareció en los campamentos. Joviano no reinó más que algunos meses, pero su actividad en el dominio religioso dejó mucha impresión. Filostorgio, historiador cristiano de tendencias arrianas, que escribió en el siglo V, observa: “Joviano restauró en las iglesias el antiguo estado de cosas, y las libró de los ultrajes que las había hecho sufrir el Apóstata”. Joviano murió de repente en febrero del 364. Tuvo por sucesores a Valentiniano I (364­375) y su hermano Valente (364-378), que se repartieron el gobierno del Imperio. Valentiniano se reservó el gobierno de la mitad occidental del Imperio y dio a Valente el Oriente.

En cuestiones de fe, ambos hermanos se atenían a principios opuestos. Mientras Valentiniano era más bien partidario del concilio de Nicea, Valente era arriano. Pero su niceísmo no hacía intolerante a Valentiniano, y bajo su reinado existió la más completa y más segura libertad de opinión. A su exaltación al poder publicó una ley según la cual todos tenían “libertad plena y entera de rendir culto al objeto que desease su conciencia”. El paganismo gozó de cierta tolerancia. No obstante, Valentiniano mostró en toda una serie de medidas que era un emperador cristiano. Así, restauró los privilegios concedidos al clero por Constantino el Grande.

Valente siguió otro camino. Partidario de la tendencia arriana, mostróse intolerante con los demás cristianos, y si bien sus persecuciones no fueron muy severas ni muy sistemáticas, no por eso la población de la mitad oriental del Imperio dejó de atravesar bajo el reinado de Valente tiempos agitados.

En el exterior, los dos hermanos hubieron de sostener una encarnizada lucha con los germanos. Sabido es que Valente encontró muerte prematura peleando con los godos. Pero el problema germánico en los comienzos de la historia de Bizancio será expuesto en el próximo capítulo.

En Occidente, sucedió a Valentiniano su hijo Graciano (375-383), y a la vez el ejército aclamó a su semihermano Valentiniano II, niño de cuatro años (375-392). A la muerte de Valente (378), Graciano nombró augusto a Teodosio y le dio el gobierno de la mitad oriental del Imperio y de la mayor parte de la Iliria.

Si se prescinde de Valentiniano II, joven y sin voluntad y que no desempeño papel alguno, aunque se inclinó hacia el arrianismo, el Imperio abandonó en definitiva, con Graciano y Teodosio, la vía de la tolerancia y se puso al lado del Símbolo de Nicea. En ello, Teodosio, emperador de Oriente, a quien la historia ha dado el sobrenombre de Grande (379-395), tuvo una intervención capital. A su nombre está indisolublemente ligada la idea del triunfo del cristianismo. Era partidario resuelto de la fe que había elegido y no cabía esperar, bajo su reinado, tolerancia para el paganismo.

La familia de Teodosio se había distinguido desde la segunda mitad del siglo IV, merced al padre de Teodosio el Grande, llamado Teodosio también, y que había sido uno de los más brillantes generales de la mitad occidental del Imperio bajo Valentiniano I. Nombrado augusto por Graciano en el 379 y colocando a la cabeza del Oriente, Teodosio, que tenía tendencias cristianas, pero que no había sido bautizado aún, lo fue al año siguiente en Tesalónica, en el curso de una breve dolencia, gracias al interés del obispo de la ciudad, Ascolio partidario del niceísmo.

Teodosio se halló ante dos difíciles tareas: restablecer la unidad interior del Imperio, desgarrado por querellas religiosas a causa de la existencia de múltiples corrientes de tendencia diversa, y salvar al Imperio de la presión continua de los bárbaros germánicos, concretamente de los godos, que amenazaban a la sazón la misma vida del Imperio.

Hemos visto que el arrianismo había ejercido bajo el predecesor de Teodosio un papel preponderante. Después de la muerte de Valente, y sobre todo en el corto interregno provisional que precedió a la exaltación de Teodosio al poder, los conflictos religiosos se habían reavivado, tomando a veces formas muy violentas. Tales turbulencias y disputas se manifestaban sobre todo en la Iglesia de Oriente y en Constantinopla. Las disensiones dogmáticas rebasaban el restringido círculo del clero y se extendían a toda la sociedad de la época penetrando la multitud y llegando a la calle. La cuestión de la naturaleza del Hijo de Dios, se discutía con pasión extraordinaria, durante la segunda mitad del siglo IV, en todas partes, en los concilios, en las iglesias, en el palacio imperial, en las cabañas de los eremitas, en plazas y mercados. Gregorio, obispo de Nisa, habla no sin sarcasmo, hacia la segunda mitad del siglo IV, de la situación surgida de ese estado de cosas: "Todo está lleno de gentes que discuten cuestiones ininteligibles, todo: las calles, los mercados, las encrucijadas... Si se pregunta cuántos óbolos hay que pagar, se os contesta filosofando sobre lo creado y lo increado. Se quiere saber el precio del pan y se os responde que el Padre es más grande que el Hijo. Se pregunta (a los demás) por su baño y se os replica que el Hijo ha sido creado de la Nada”.

Con el advenimiento de Teodosio, las circunstancias cambiaron mucho. A raíz de su llegada a Constantinopla, el emperador hizo al obispo arriano la propuesta siguiente: que abdicara el arrianismo y se alinease en el niceísmo. Pero el obispo se negó a obedecer y prefirió ausentarse de la capital y celebrar reuniones arrianas extramuros de Constantinopla. Todas las iglesias de la ciudad fueron entregadas a los niceanos.

Teodosio se halló ante el problema de la regularización de sus relaciones con heréticos y paganos. Ya bajo Constantino, la Iglesia católica (es decir, universal, “Ecclesia Catholica”) se había opuesto a los herejes, A partir de Teodosio, la distinción entre “católico” y “herético” fue definitivamente establecida por la ley. Con el término de católico se entendió desde entonces partidario de la fe niceana y los representantes de todas las demás tendencias religiosas fueron calificados de heréticos. Los paganos quedaron incluidos en una categoría especial.

Al declararse niceano convencido, Teodosio entabló una lucha encarnizada contra los heréticos y paganos. Los castigos que les infligió acrecieron progresivamente. En virtud del edicto de 380, no debían llamarse “cristianos católicos” más que quienes, de acuerdo con la enseñanza apostólica y la doctrina evangélica, creían en la Trinidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Los demás, aquellos “insensatos extravagantes” que seguían las doctrinas heréticas, no tenían el derecho de llamar Iglesia a su reunión e incurrían en graves castigos. Con este edicto, al decir de un sabio historiador, “Teodosio fue el primero de los emperadores que reglamentó en su propio nombre, y no en el de la Iglesia, el Código de las verdades cristianas obligatorias para sus súbditos. Otros edictos de Teodosio prohibieron a los herejes toda reunión religiosa de carácter público o privado, no siendo autorizadas más que las reuniones de los partidarios del Símbolo de Nicea, a quienes debían ser entregadas las iglesias en la capital y en todo el Estado. Los heréticos sufrieron graves restricciones en sus derechos civiles, como, por ejemplo, en materia de herencias, testamentos, etc.

Deseoso de restablecer la paz y el acuerdo en la Iglesia cristiana, Teodosio convocó, en 381, un concilio en Constantinopla. Sólo participaron en él los representantes de la Iglesia de Oriente. Se califica a ese concilio de segundo concilio ecuménico. Ninguna de tales reuniones nos ha dejado tan pocos documentos como ésta. No se conocen sus actas. Al principio incluso no se la llamó concilio ecuménico, y sólo en el año 451 se le dio sanción oficial. La cuestión principal que, en el dominio de la fe, se discutió en este segundo concilio, fue la herejía de Macedonio, el cual, siguiendo el desarrollo natural del arrianismo, demostraba la creación del Espíritu Santo. El concilio, después de establecer la doctrina de la consubstancialidad del Espíritu con el Padre y el Hijo, y tras condenar al macedonismo o doctrina de Macedonio, y una serie de otras herejías relacionadas con el arrianismo, confirmaba el Símbolo de Nicea, en lo concerniente al Padre y al Hijo y le añadía un artículo sobre el Espíritu Santo.

Esta adición establecía sólidamente el dogma de la identidad y consubstancialidad del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Pero dada, la penuria e imprecisión de nuestros conocimientos sobre tal concilio, algunos sabios de Europa occidental han emitido dudas sobre el Símbolo de Constantinopla, que, sin embargo se cambió en el símbolo más rápidamente extendido e incluso el único oficial en todas las confesiones cristianas, a pesar de la diversidad dogmática de éstas. Se ha declarado que este símbolo, no fue el resultado de los trabajos del segundo concilio; que este no lo compuso ni lo pudo componer, y que, por tanto, semejante símbolo es apócrifo. Otros pretenden que fue compuesto antes o después de dicho concilio. Pero la mayoría de los historiadores — sobre todo la escuela rusa— demuestran que el Símbolo de Constantinopla fue efectivamente compuesto por los Padres del segundo concilio, si bien no quedó reconocido hasta la victoria de la ortodoxia en Calcedonia.

También al segundo concilio correspondió fijar el rango del patriarca de Constantinopla en relación al obispo de Roma. El tercer canon del concilio declara:

“Que el obispo de Constantinopla sea el primero después del obispo de Roma, porque Constantinopla es la nueva Roma”. Así, el patriarca de Constantinopla ocupó entre los patriarcas el primer lugar después del de Roma. Semejante distinción no podía ser aceptada por otros patriarcas de Oriente, más antiguos. Es interesante notar la argumentación del tercer canon, que define la jerarquía eclesiástica del obispo de Constantinopla según la situación de la ciudad, capital del Imperio.

El teólogo Gregorio de Nacianzo, que, elegido para la sede episcopal de Constantinopla, había cumplido un importante papel en la capital al principio del gobierno de Teodosio, no pudo resistir a los múltiples partidos que lucharon contra él en el concilio, y pronto hubo de alejarse de éste y abandonar su sede, así como la propia Constantinopla poco tiempo después. En su lugar fue elegido un laico, Nectario, que no poseía conocimientos teológicos profundos, pero que sabía entenderse con el emperador. Nectario pasó a presidir el concilio, el cual concluyó sus tareas en el estío de 381.

La actitud de Teodosio respecto al clero en general, es decir, al clero católico o niceísta, fue la siguiente: conservó y hasta amplió los privilegios que en el campo de las cargas personales, tribunales, etc., habían sido concedidos a obispos y clérigos por los emperadores precedentes, pero a la vez se esforzó en tornar semejantes privilegios inofensivos para los intereses del Estado. Así, Teodosio, por un edicto, obligó a la Iglesia a soportar ciertas cargas extraordinarias del Estado (“extraordinaria munera”). Se limitó, en razón de los frecuentes abusos, la extensión de la costumbre de acogerse a la Iglesia como a un asilo que protegía al culpable de la persecución de las autoridades, y fue prohibido a los deudores al Estado tratar de substraerse a sus deudas refugiándose en los templos. Al clero le fue vedado ocultarlos.

Teodosio tenía la firme voluntad de organizar por sí mismo todos los asuntos de la Iglesia, y en general lo consiguió. No obstante, tropezó con uno de los representantes más ilustres de la Iglesia de Occidente: Ambrosio, obispo de Milán. Teodosio y Ambrosio encarnaban dos puntos de vista diferentes sobre las relaciones de la Iglesia y el Estado. El primero era partidario de la superioridad del Estado sobre la Iglesia y el segundo pensaba que los asuntos de la Iglesia se abstraían a la competencia del poder secular. El conflicto estalló con motivo de las matanzas de Tesalónica. En esta populosa y rica ciudad, la falta de tacto de jefe de los germanos, numerosos destacamentos de los cuales estaban acantonados allí, hizo estallar una sedición entre los moradores, exasperados por las violencias de los soldados. El jefe germano y varios de sus hombres resultaron muertos. Teodosio, que sentía las mejores disposiciones hacia los germanos (algunos de los cuales ocupaban grados altos en sus ejércitos), se enfureció y se vengó de Tesalónica con una sangrienta matanza de sus habitantes, sin distinción de edad ni sexo. La orden del emperador fue ejecutada por los germanos. Pero este acto cruel del emperador no quedó impune. Ambrosio excomulgó al emperador, quien, a pesar de su poder y autoridad, hubo de confesar en público su pecado y cumplir humildemente la penitencia que le impuso Ambrosio. Mientras duró tal penitencia, Teodosio no llevó ropas reales.

En tanto que mantenía una lucha implacable contra los herejes, Teodosio no dejaba de tomar medidas decisivas contra los paganos. Con una serie de decretos prohibió sacrificar, buscar presagios en las entrañas de los animales y frecuentar los templos paganos. Como consecuencia de tales medidas, los templos paganos se cerraron. Los edificios sirvieron a veces para menesteres del Estado. Otras, los templos paganos, con todas las riquezas y tesoros artísticos que contenían, fueron demolidos por un populacho fanático. Nos consta la destrucción, en Alejandría, del famoso templo de Serapis, o Serapeion, centro del culto pagano en aquella ciudad. El último edicto de Teodosio contra los paganos, emitido el 392, prohibía de manera definitiva los sacrificios, las libaciones, las ofrendas de perfumes, las suspensiones de coronas, los presagios. Allí se trataba a la antigua religión de “superstición gentilicia”. Todos los violadores del edicto eran declarados culpables de lesa majestad y de sacrilegio, amenazándoseles con penas severas. Un historiador llamó al edicto de 392, “el canto fúnebre del paganismo”.

Con este edicto terminó la lucha sostenida por Teodosio contra el paganismo en Oriente.

En Occidente, el episodio más célebre de la lucha entablada contra el paganismo por los emperadores Graciano, Valentiniano II y Teodosio se produjo al ser quitado del Senado romano el altar de la Victoria. Retirado dicho altar ya una vez, por Constantino, como hemos visto, había sido reintegrado por Juliano. Los senadores, que seguían siendo semipaganos, vieron en aquello el fin de la pasada grandeza de Roma. Se envió al emperador un orador pagano, el famoso Símaco, para pedir la restitución del altar al Senado. Como dice Uspenski, aquel fue “el último canto del paganismo moribundo que, tímida y plañideramente, pedía gracia al joven emperador (Valentiniano II) para la religión a la que sus antepasados debían su gloria y Roma su grandeza”. La misión de Símaco no triunfó. El obispo de Milán, Ambrosio, se mezcló en el asunto y obtuvo la victoria.

En 393 se celebraron por última vez los Juegos Olímpicos. Se transportaron a Constantinopla desde Olimpia diversos monumentos antiguos, entre ellos la famosa estatua de Zeus ejecutada por Fidias.

La política religiosa de Teodosio se distingue claramente de la de sus predecesores. Estos últimos se habían unido a tal o cual forma de cristianismo, o al paganismo (como Juliano), adoptando cierta tolerancia para las opiniones o creencias ajenas. La igualdad de las religiones existía “de jure”. Teodosio se situó en una posición diferente. Aceptó la fórmula de Nicea como la única justa, y le dio fundamentos legales prohibiendo por completo las otras tendencias religiosas del cristianismo, y el paganismo también.

Con Teodosio, se vio en el trono romano a un emperador que consideraba la Iglesia y las opiniones religiosas de sus súbditos como asunto de su competencia. No obstante, Teodosio no consiguió dar a la cuestión religiosa la solución que deseaba, esto es, crear una Iglesia niceísta y única. No sólo continuaron las disputas religiosas, sino que se multiplicaron y ramificaron, dando, en el siglo V, origen a una actividad religiosa desbordada y ferviente. Pero sobre el paganismo sí consiguió Teodosio una victoria completa. Su reinado presenció la solidificación institucional del cristianismo. El paganismo, perdiendo la facultad de manifestarse abiertamente, dejó de existir como entidad organizada. Cierto que quedaron paganos, pero eran sólo familias o individuos aislados, que guardaban en secreto los amados objetos del legado de una religión muerta.

Teodosio no incomodó a la escuela pagana de Atenas, que continuó existiendo y haciendo conocer a sus auditores las obras de la literatura antigua.

El problema germánico (godo) en el siglo IV

La cuestión candente que gravitaba sobre el Imperio a fines del siglo IV era la de los germanos, y en especial la de los godos.

Los godos, que al principio de la era cristiana vivían en el litoral meridional del mar Báltico, emigraron, probablemente a fines del siglo II y por causas difíciles de precisar, a los países del sur de la Rusia contemporánea. Llegaron hasta las orillas del mar Negro y ocuparon el territorio comprendido entre el Don y el Danubio inferior. El Dniéster dividía a los godos en dos tribus: los godos del este u ostrogodos, y los godos del oeste o visigodos. Como todas las demás tribus germanas de la época, los godos eran verdaderos bárbaros, pero se encontraron, en la Rusia meridional, en condiciones muy favorables para la civilización. Todo el litoral septentrional del mar Negro había estado, desde mucho antes de la era cristiana, cubierto de ricos focos de civilización, de colonias griegas cuya influencia, a juzgar por los datos arqueológicos, se había remontado bastante lejos hacia el norte, en el interior del país, y se hacía sentir en aquellas regiones desde muchísimo tiempo atrás. En Crimea se hallaba el opulento y civilizado reino del Bósforo o Cimerio. Gracias a su contacto con las antiguas colonias griegas y con el reino del Bósforo, los godos recibieron algún influjo de la civilización antigua, mientras, por otra parte, entraban en contacto también con el Imperio romano en la península balcánica. Más tarde, cuando aparecieron en la Europa occidental, los godos eran ya un pueblo que superaba sin duda en civilización a las otras tribus germánicas de la época.

La actividad de los godos, afincados en las estepas de la Rusia meridional, tomó en el siglo III dos direcciones: por un lado les atraía el mar y las posibilidades que éste les brindaba de emprender incursiones navales por el litoral del Negro; por otro, al sudoeste, se acercaron a la frontera romana del Danubio, chocando así con el Imperio.

Los godos se fijaron primero en el litoral septentrional del mar Negro, apoderándose, a mediados del siglo III, de Crimea, y por tanto del reino del Bósforo, incluido en ella. Empleando los numerosos buques bosforianos, emprendieron, durante la segunda mitad del siglo III una serie de incursiones devastadoras. Pusieron a saco varias veces el rico litoral caucásico y las no menos ricas costas del Asia Menor; avanzaron por el litoral occidental del mar Negro hasta el Danubio y, atravesando el mar, llegaron, por el Bosforo, la Propóntide (mar de Mármara) y el Helesponto (Dardanelos), al Archipiélago. De camino, saquearon Bizancio, Crisópolis (ciudad en la orilla de Asia, frente a Bizancio, hoy Escutari), Cízico, Nicomedia y las islas del Egeo. Los piratas godos no se detuvieron en esto, sino que atacaron Éfeso, Tesalónica y, acercándose con sus barcos a las costas de Grecia, pusieron a saco Argos, Corinto y muy probablemente Atenas. Por suerte, se salvaron las obras maestras de esta última ciudad. La isla de Rodas, Creta y el mismo Chipre —que no estaba en su itinerario, si vale la expresión— sufrieron sus incursiones. Pero estas empresas marítimas se limitaban a saqueos y devastaciones, tras lo cual las naves de los godos volvían al litoral septentrional del mar Negro. Varias bandas de estos piratas, que se aventuraron en tierra, fueron aniquiladas o cautivadas por los ejércitos romanos.

Por tierra, las relaciones de los godos con el Imperio produjeron resultados mucho más importantes. Aprovechando las turbulencias del Imperio en el siglo III, los godos, en la primera mitad de este siglo, comenzaron a franquear el Danubio y a practicar incursiones en territorio romano. El emperador Gordiano llegó a verse obligado a pagarles un tributo anual. Esto no les contuvo. Pronto los godos hicieron una nueva incursión en el Imperio, invadiendo Tracia y Macedonia. El emperador Decio murió en una expedición contra ellos (251). El 269, el emperador Claudio logró causarles una grave derrota cerca de Naisos (Nisch). El emperador hizo gran cantidad de prisioneros, admitió parte de ellos en su ejército y fijó otra, en calidad de colonos, en las tierras romanas despobladas. Su victoria sobre los godos valió a Claudio el sobrenombre de Gótico. Pero a poco, Aureliano, que había restablecido de momento la unidad del Imperio (270-275), se vio obligado a ceder a los godos la Dacia, instalando en Mesia la población romana de esta región. En el siglo IV se veían con frecuencia godos en los ejércitos romanos. Según el historiador Jordanes, un destacamento de godos sirvió lealmente en el ejército de Valerio. Los godos alistados en los ejércitos de Constantino le ayudaron en su lucha contra Licinio. Finalmente los visigodos concluyeron un tratado con Constantino, obligándose a proporcionarle 40.000 guerreros para las luchas emprendidas por el emperador contra diversos pueblos. Juliano tuvo también en su ejército un destacamento de godos.

En el siglo III, se desarrolló ente los godos de Crimea el cristianismo, exportado allí probablemente por los cristianos del Asia Menor hechos prisioneros por los godos en sus incursiones marítimas. En el concilio de Nicea (325), un obispo godo, Teófilo, participó en las discusiones ecuménicas y firmó el Símbolo de Nicea. En el siglo IV, Wulfila evangelizó a otros godos. Wulfila, de origen griego quizá, pero nacido en territorio godo, había vivido algún tiempo en Constantinopla. Le consagró obispo un obispo arriano. De regreso con los godos, Wulfila, durante algunos años predicó entre ellos el cristianismo según el rito arriano. Para facilitar a los godos el conocimiento de la Santa Escritura, compuso con ayuda de letras griegas un alfabeto godo, y tradujo la Biblia al godo. La forma arriana del cristianismo recibida por los godos tuvo considerable importancia en su historia ulterior, ya que, más tarde, al instalarse sus tribus en territorios del Imperio romano, su doctrina les impidió fundirse con la población indígena, que era niceana. Los godos de Crimea siguieron siendo ortodoxos.

Las relaciones amistosas entre los godos y el Imperio evolucionaron cuando, en 375, los salvajes hunos, pueblo de origen turco, irrumpieron desde Asia en Europa e infligieron una cruenta derrota a los ostrogodos. Continuando su empuje hacia el oeste, comenzaron, en unión de los ostrogodos sometidos, a presionar a los visigodos. Este pueblo, que vivía en los confines del Imperio, no viéndose en situación de oponerse a los hunos, que habían aniquilado ya gran número de ellos, con sus mujeres e hijos, hubo de pasar la frontera y entrar en territorio romano. Las fuentes cuentan que los godos, en la orilla derecha del Danubio, suplicaban a las autoridades romanas, con lágrimas en los ojos, que les permitiesen atravesar el río. Los bárbaros ofrecían, si el emperador se lo autorizaba, instalarse en Tracia y Mesia para cultivar la tierra; prometían al emperador proporcionarle fuerzas militares y se obligaban a obedecer sus mandatos, lo mismo que sus súbditos. Una delegación con instrucciones en tal sentido fue enviada al emperador. En el gobierno romano y entre los generales hubo una mayoría muy favorable a la propuesta de instalación de los godos. Se veía en ella un aumento de la población rural y de las fuerzas militares, tan útiles para el Estado. Los nuevos súbditos defenderían el Imperio, y los habitantes indígenas de las provincias afectadas, que estaban entonces sometidos a reclutamiento, substituirían éste por un impuesto en metálico, lo que aumentaría las rentas estatales.

Triunfó tal punto de vista y los godos recibieron permiso para atravesar el Danubio. “Así fueron acogidos—dice Fustel de Coulanges en su Historia de las instituciones políticas de la antigua Francia— en territorio romano de cuatrocientos mil a quinientos mil bárbaros, cerca de la mitad de los cuales estaban en condición de empuñar las armas”. Incluso si se aminora esa cifra, queda en pie el hecho de que el número de bárbaros establecidos en Mesia era considerable.

Al principio los bárbaros vivieron tranquilos. Pero, poco a poco, un cierto descontento, que gradualmente se tornó en irritación, prendió en sus filas contra los generales y funcionarios romanos. Estos últimos retenían parte del dinero destinado al sustento de los colonos y los alimentaban mal. Los maltrataban e insultaban a sus mujeres e hijos. Incluso mandaron al Asia Menor gran número de godos. Las quejas de éstos no eran atendidas. Entonces, los bárbaros, exasperados, se sublevaron y llamando en su ayuda a los alanos y los hunos, penetraron en Tracia y marcharon sobre Constantinopla. El emperador Valente, que hallaba en guerra con Persia, al tener noticia del alzamiento de los godos, corrió desde Antioquía a Constantinopla. Se libró batalla cerca de Adrianópolis el 9 de agosto del 378. Los godos infligieron una derrota terrible al ejército romano. El propio Valente murió allí. El camino de la capital quedó abierto a los godos, que cubrieron toda la Península balcánica, llegando hasta las murallas de Constantinopla. Pero sin duda no habían concebido un plan general de ataque al Imperio. Teodosio, sucesor de Valente, logró, con ayuda de destacamentos de godos mismos, vencer a los bárbaros y suspender sus pillajes. Este hecho muestra que, mientras parte de los godos hacía la guerra al Imperio, otra consentía en servir en sus ejércitos y batirse contra los demás germanos. Después de la victoria de Teodosio, “volvió la tranquilidad a Tracia, porque los godos que se encontraban allí habían perecido”, con palabras del historiador pagano del siglo V, Zósimo (Historia nova, IV, 25, 4). De modo que la victoria de los godos en Adrianópolis no les permitió fijarse en ninguna región del Imperio.

Pero desde esta época empezaron a infiltrarse en la vida del Imperio por medios pacíficos. Teodosio, comprendiendo que no podría vencer por fuerza de armas a los bárbaros instalados en territorio romano, entró en las vías de un acuerdo amistoso, asociando a los godos a la civilización romana y, lo que fue más importante, atrayéndoles a su ejército. Poco a poco, las tropas que tenían por misión defender el Imperio fueron reemplazadas en su mayor parte por compañías germánicas. Muy a menudo, los germanos hubieron de proteger al Imperio contra otros germanos.

La influencia de los godos se hizo notar en el mando superior del ejército y en la administración, donde los puestos más elevados e importantes fueron reservados a los germanos. Teodosio, que veía en una política germanófila la paz y la salvación del Imperio, no comprendía el peligro que ulteriormente pudiera representar para la misma existencia del Estado el desarrollo del germanismo bárbaro. Es notorio que Teodosio no debió ver la debilidad de semejante política, que fallaba en especial por lo concerniente a la defensa militar del país. Los godos, que habían tomado de los romanos su arte militar, su táctica, su manera de combatir, su armamento, se convirtieron en una fuerza temible que podía en cualquier instante volverse contra el Imperio. La población indígena grecorromana, relegada a segundo plano, sintió vivo descontento contra el predominio de los godos. Se hizo sentir un movimiento antigermano que podía producir muy graves complicaciones internas.

En 395, Teodosio murió en Milán. Su cuerpo, embalsamado, fue conducido a Constantinopla y enterrado en la iglesia de los Santos Apóstoles. Teodosio dejaba dos hijos, muy jóvenes todavía, que fueron reconocidos como sus sucesores: Arcadio y Honorio. Arcadio recibió el Oriente; Honorio, el Occidente.

Teodosio no había conseguido los resultados buscados en la doble tarea que se había propuesto. El segundo concilio ecuménico, que proclamó la preeminencia del niceísmo en el cristianismo, no logró restablecer la unidad de la Iglesia. El arrianismo, en sus diferentes manifestaciones, siguió subsistiendo y su desarrollo creó nuevas corrientes religiosas que habían de alimentar en el siglo V la vida religiosa y la social (ésta íntimamente ligada a aquélla), sobre todo en las provincias orientales, en Siria y en Egipto, lo que debía tener consecuencias de la más alta importancia para el Imperio. Teodosio mismo, al dejar penetrar el elemento germánico en su ejercito, al permitir a aquel elemento arriano adquirir preponderancia, tuvo que hacer concesiones al arrianismo, abandonando así el niceismo integral. Por otra parte, su politica germanófila, que entregaba a los bárbaros la defensa del país y los cargos mas importantes de la administración, dando predominio a los germanos, provocó —ya lo hemos dicho— profundo descontento e irritación indígena grecorromana. Los focos principales de la preponderancia germana fueron la capital la península balcánica y cierta parte del Asia Menor. Las provincias de Oriente, Siria, Palestina y Egipto no sintieron aquel yugo. Desde fines del siglo IV, la influencia de los bárbaros empezó a amenazar seriamente la capital y, con ella, toda la zona oriental del Imperio. De este modo, Teodosio, que se había propuesto establecer la paz entre el Imperio y los bárbaros y crear una Iglesia unida y uniforme, fracasó en ambas cosas, dejando a sus sucesores la misión de resolver aquellos dos complejísimos problemas.

Los problemas nacionales y religiosos en el siglo V.

El interés de este período reside esencialmente en su modo de afrontar el doble problema nacional y religioso. Por “problema nacional”, o “problema de las nacionalidades”, entendemos la lucha de éstas entre sí en el interior del Imperio, así como los conflictos con los pueblos que atacaban desde el exterior.

Parece que el helenismo debiera haber desempeñado en la “pars orientalis” el papel de una fuerza unificadora en medio de una población tan dispar; pero de hecho no fue así. No obstante, su influjo se había ejercido en Oriente hasta el Eufrates y hasta Egipto desde la época de Alejandro de Macedonia y sus sucesores. Alejandro había visto en la creación de colonias uno de los mejores medios de implantar el helenismo: se le atribuye la fundación de más de setenta ciudades en Oriente. En cierta medida, sus sucesores continuaron esta política. Los límites extremos de la helenización estaban, al norte, en Armenia; al sur hacia el mar Rojo; al este en Persia y en Mesopotamia. El helenismo no había rebasado estas provincias. El principal centro de civilización helenística era la ciudad egipcia de Alejandría. A lo largo de todo el litoral mediterráneo, y sobre todo en Asia Menor, Siria y Egipto, la civilización helénica se había impuesto a las demás. De esos tres países, acaso Asia Menor fuera el más helenizado. Hacía muchos siglos que sus costas estaban cubiertas de colonias griegas, desde donde la influencia helena había irradiado, aunque no sin dificultades, hacia el interior del país.

La helenización de Siria era menos profunda. La masa de la población no se hallaba familiarizada con la lengua griega y seguía hablando sus idiomas indígenas, el sirio y el árabe. Un sabio orientalista escribe que “si incluso en una ciudad tan cosmopolita como Antioquía, el hombre del pueblo hablaba el arameo (es decir, el siriaco), cabe con buena razón suponer que en el interior de la provincia el griego no era la lengua de las clases instruidas, sino sólo de los que la habían estudiado especialmente”. Se puede hallar la prueba palmaria de que la lengua indígena siria estaba profundamente implantada en Oriente, en la “Colección de leyes siriorromana del siglo V”.

El manuscrito sirio más antiguo que de esa colección nos ha llegado está compuesto a principios del siglo VI, y por consecuencia antes de Justiniano. Ese texto sirio, probablemente escrito en la parte nordeste de Siria, es una traducción del griego. El original griego no ha llegado a nosotros, pero puede deducirse por algunas indicaciones que fue redactado hacia el 570. Como quiera que fuese, la traducción siria vio la luz casi en seguida de la aparición del texto original. Además del texto sirio, poseemos las versiones árabe y aramea de tal colección legislativa, que, según todas las probabilidades, es de origen eclesiástico, ya que analiza con profusión de detalles los artículos del derecho conyugal y sucesorial y hace resaltar osadamente los privilegios del clero. Pero aquí no nos interesa tanto el fondo de la colección como su gran difusión y corriente aplicación en Oriente, en los territorios comprendidos entre Armenia y Egipto, según lo prueban las numerosas y diversas versiones de estos documentos, así como lo que de ellos han tomado los escritores sirios y árabes de los siglos XIII y XIV. Más tarde, cuando la legislación justiniana se hizo, de modo oficial, obligatoria en todo el Imperio, el Código imperial pareció demasiado voluminoso y harto difícil de comprender para las provincias orientales, y en la práctica se siguió empleando la colección siria, que reemplazó al Codex. Cuando, en el siglo VIII, los musulmanes ocuparon las provincias orientales, aquella legislación siria tuvo igual difusión bajo el dominio mahometano. Que tal compendio legislativo fuera traducido al sirio en la segunda mitad del siglo VI, muestra con claridad que la masa de la población no conocía el griego ni el latín y estaba muy afincada a la lengua indígena siria.

En Egipto, a pesar de la existencia de un foco de civilización de irradiaciones universales, como lo era Alejandría, el helenismo no había afectado tampoco sino a la clase superior dirigente, laica o eclesiástica. La masa de la población seguía hablando la lengua indígena copta.

Estos motivos no fueron los únicos que obraron en el siglo V. El gobierno encontraba dificultades en las provincias orientales, no sólo a causa de las diferencias de nacionalidades y razas, sino también porque una aplastante mayoría de la población sirio-egipcia, y parte de la del Asia Menor oriental, eran profundamente afectas al arrianismo y sus ramificaciones sucesivas. Así, la cuestión de las nacionalidades, ya compleja en sí, se agravó en el siglo V con un problema religioso.

En las provincias occidentales del Imperio de Oriente, es decir, en la península balcánica, en la capital y en la parte occidental del Asia Menor, el problema importante de este período fue el problema germánico, que amenazaba, como se ha visto más arriba, la misma existencia del Imperio. A mediados del siglo V, después de que el problema godo se hubo resuelto, hubo motivos para creer que los salvajes isáuricos iban a ocupar en la capital el puesto de los godos. En la frontera oriental, la lucha contra los persas continuó con algunas interrupciones, mientras en la frontera septentrional de los Balcanes empezaban las devastadoras invasiones de un pueblo de origen único o turco: los búlgaros.

Arcadio (395-408)

Arcadio tenía sólo diecisiete años cuando subió al trono. No poseía la experiencia ni la fuerza de voluntad requeridas por su elevada posición. Pronto se halló bajo el dominio completo de sus favoritos, que monopolizaron todo el poder, haciendo pasar a primer plano sus intereses propios y los de sus partidarios. El primer favorito que tuvo influjo sobre el emperador fue Rufino, que, viviendo Teodosio, había sido preceptor de Arcadio. Rufino no tardó en ser asesinado. Dos años después, pasó a ser favorito el eunuco Eutropio, quien ejerció influencia exclusiva sobre el emperador y alcanzó la cúspide de los honores después que hizo casar a Arcadio con Eudoxia, hija de un general franco del ejército romano. El hermano menor de Arcadio, Honorio, que había recibido el Occidente, tenía a su lado, como consejero designado por su mismo padre, al valeroso general Estilicón, tipo perfecto del bárbaro germano romanizado, que había prestado grandes servicios al Imperio luchando contra sus propios compatriotas.

Bajo el reinado de Arcadio, la principal cuestión que se planteó al Imperio fue la germánica.

Los visigodos, establecidos en el norte de la Península de los Balcanes, estaban entonces mandados por un nuevo jefe: el ambicioso Alarico el Balto. Al principio del reinado de Arcadio entraron en Mesia, Tracia y Macedonia e incluso amenazaron la capital. Merced a la intervención diplomática de Rufino, Alarico abandonó la idea de marchar sobre Constantinopla. La atención de los godos se volvió a Grecia. Alarico atravesó Tesalia y por las Termopilas invadió la Grecia central.

En esta época, la población de Grecia, en conjunto, no estaba contaminada todavía, y era, poco más o menos, la que conocieran Pausanias y Plutarco. “La lengua, la religión, las leyes y las costumbres de los antepasados —dice Gregorovius— permanecían casi invariables en ciudades y campiñas. Si bien el cristianismo había sido reconocido oficialmente como la religión dominante; si bien el culto de los dioses, prohibido por el gobierno, estaba condenado a desaparecer, no por ello la Grecia antigua llevaba menos el sello moral y artístico del paganismo (gracias a los monumentos de la antigüedad, que había conservado.)”

En su marcha a través de Grecia, los godos devastaron y saquearon la Beocia y el Ática. Ocuparon el puerto de Atenas —el Pireo— pero, por suerte, no pasaron a Atenas misma. El historiador pagano del siglo V, Zósimo, se hace eco de una leyenda según la cual Alarico, al acercarse con su ejército a las murallas de Atenas, vio erguirse ante él, armada de punta en blanco, la diosa Atenea y, en pie ante los muros, el héroe troyano Aquiles. Atemorizado por tal aparición, Alarico abandonó la idea de atacar Atenas. Por lo contrario, el Peloponeso sufrió terriblemente. Los visigodos saquearon Corinto, Argos, Esparta y varías otras ciudades. Estilicón avanzó para libertar a Grecia. Desembarcó con su ejército en el istmo de Corinto y así cortó a Alarico la retirada. No obstante, el jefe godo se abrió, con grandes dificultades, camino hacia el norte, y alcanzó el Epiro. El emperador Arcadio no titubeó en honrar al devastador de sus provincias con la elevada dignidad de magister del ejército de Iliria (“magister militum per Illyricum”). Tras esto, Alarico dejó de amenazar el Oriente y dedicó toda su atención a Italia.

El peligro gótico no se hacía sentir sólo en la península balcánica y en Grecia. El predominio de los godos se manifestaba todavía, sobre todo a partir de Teodosio el Grande, en la capital, donde los grados más altos del ejército y gran número de elevadas funciones civiles habían pasado a manos de los germanos.

Al subir Arcadio al trono, era el partido germánico el que ejercía más profunda influencia en Constantinopla. A su cabeza estaba el godo Gainas, uno de los generales más valerosos del ejército imperial. En torno suyo se agrupaban los militares, en especial los de origen godo, y los representantes del partido germánico de la capital. El punto débil del partido consistía en lo religioso, pues ya hemos visto que los godos, en su mayoría, eran arrianos. El segundo partido que desempeñó papel importante en los años primeros del gobierno de Arcadio fue el del eunuco Eutropio, el poderoso favorito. Habíase rodeado Eutropio de ambiciosos y aventureros que perseguían ante todo la satisfacción de sus apetitos personales y para ello se servían de Europio. Gainas y Eutropio no podían entenderse. Ambos aspiraban al poder.

Los historiadores advierten la existencia de un tercer partido, hostil por igual a los germanos y a Eutropio. Este último partido, al que se habían unido los senadores, los funcionarios y la mayoría de los miembros del clero, puede ser considerado como una oposición que se levantaba, en nombre de la idea cristiana y nacional, contra la influencia creciente de los bárbaros y los heréticos. Naturalmente, el favorito, grosero y ávido, no podía despertar simpatías en este tercer partido, el jefe más sobresaliente del cual era Aureliano, prefecto de la ciudad.

Entre los contemporáneos, hubo varios que comprendieron el grave peligro que la influencia germánica podía acarrear al Imperio. El gobierno mismo llegó a presentir el huracán.

Poseemos un documento de altísimo interés que nos muestra de manera vivida el estado de ánimo de cierto medios respecto al problema germánico. Hablamos del tratado de Sinesio Sobre el poder imperial, o, como a veces se traduce. Este tratado quizá fuera presentado al propio Arcadio. Sinesio (370-413), originario de Cirene, ciudad del África del Norte, era un neoplatónico instruido que se convirtió al cristianismo. En 399 se encaminó a Constantinopla para solicitar del emperador algunos desgravámenes de impuestos en favor de su ciudad natal. Más tarde de vuelta a su patria, fue elegido obispo de Ptolemaida, en África del Norte. Durante los tres años de su estancia en Constantinopla, Sinesio se dio perfecta cuenta del peligro que hacían correr los germanos al Imperio, y compuso el tratado a que hemos hecho referencia, que se puede calificar, con expresión de un historiador, de “manifiesto antigermano del partido nacional de Aureliano”. “Bastará el más ligero pretexto —escribía Sinesio— para que los armados (esto es, los bárbaros) tomen el poder y adquieran supremacía sobre los ciudadanos libres”.

“Entonces los civiles deberán combatir contra hombres experimentados al más alto punto en el arte militar. Es preciso ante todo apartar (a los extranjeros) de las funciones superiores y quitarles sus títulos de senadores, porque lo que en la antigüedad pasaba a los ojos de los romanos como el colmo de los honores, se ha convertido en una cosa abyecta para los extranjeros. Nuestra ineptitud para comprender me sorprende en muchos casos, pero sobre todo en éste. En toda casa, por mediocre que sea, se puede encontrar un esclavo escita (es decir, godo); ellos son cocineros, despenseros... Escitas también los que llevan sillas pequeñas a la espalda y las ofrecen a quienes quieren reposar al aire libre. ¿No es hecho digno de provocar sorpresa en el mayor grado ver a los mismos bárbaros rubios, peinados a la moda eubea, que en la vida privada llenan el papel de domésticos, darnos órdenes en la vida pública? El emperador debe depurar el ejército; lo mismo, en un montón de granos de trigo, separamos la paja y cuanto puede ser nocivo al buen grano. Tu padre, por exceso de clemencia, trató (a esos bárbaros) con dulzura e indulgencia; él les dio el título de aliados; él les concedió derechos políticos, honores; él generosamente les donó tierras. Pero no han comprendido y apreciado como convenía la nobleza de este trato. Han visto en ello una debilidad por nuestra parte, y eso les ha inspirado una arrogancia insolente y una jactancia inaudita. Recluta a nuestros nacionales en mayor numero, eleva nuestro ánimo, fortifica nuestros propios ejércitos y cumple lo que el Estado ha menester... Hay que emplear perseverancia. Que esos bárbaros trabajen la tierra, como en la antigüedad los mesenios, que después de haber abandonado las armas sirvieron de ilotas a los lacedemonios, o bien que se vayan por el mismo camino por el que vinieron y que anuncien a las tribus de la otra orilla del río que los romanos no tienen ya la misma dulzura y que entre ellos rige un emperador joven, de noble corazón”.

La significación profunda de este notable documento, contemporáneo de los sucesos de que se trata, reside en la última recomendación de Sinesio. Éste comprende el peligro que amenaza al Imperio por parte de los godos y propone que se los aleje del ejército, que se recluten tropas nacionales y, tras esto, que se convierta a los bárbaros en labradores. Si no lo aceptan, que se limpie del ellos el territorio romano, arrojándolos al otro lado del Danubio, o sea devolviéndolos a su punto de origen.

El jefe más popular del ejército imperial, el godo Gainas, no podía soportar con calma la influencia exclusiva de Eutropio. Pronto se le presentó ocasión de obrar. En aquella época, los godos instalados por Teodosio el Grande en Frigia (Asia Menor), se sublevaron a las órdenes de su jefe Tribigildo, y asolaron el país. Gainas, enviado contra el rebelde, se alió a éste en secreto. Ambos se ayudaron entre sí e infligieron una derrota a las tropas imperiales enviadas contra Tribigildo. Éste y Gainas, dueños ambos de la situación, exigieron al emperador que destituyera a Eutropio y se lo entregase. El favorito tenía contra él a Eudoxia, la mujer del emperador, y al partido de Aureliano. Así acorralado, Arcadio hubo de ceder y desterró a Eutropio (399). Pero tal medida no contentó a los godos victoriosos, que forzaron al emperador a que llamara de nuevo a Eutropio a la capital, le entregase a la justicia y le hiciera ejecutar. Tras esto, Gainas exigió al emperador que se abandonase uno de los templos de la capital a los godos arrianos, para que éstos pudiesen celebrar allí su oficio. Contra este proyecto se alzó Juan Crisóstomo (Boca de Oro, llamado así por sus cualidades como brillante orador que era) obispo de Constantinopla. Gainas, sabedor de que el obispo tenía a su lado no sólo la capital, sino lo más de la población del Imperio, no insistió.

Instalados en la capital, los godos, en cierta manera, eran árbitros de los destinos del Imperio. Arcadio y la población de Constantinopla comprendieron la mucha gravedad de la situación. Por su parte. Gainas, a pesar de sus éxitos, no logró conservar la preponderancia adquirida. Hallándose una vez ausente de la capital, estalló una revuelta. Muchos godos fueron muertos. Gainas no pudo volver a Constantinopla, y Arcadio, que había recuperado el valor, envió contra él a un godo fiel, el pagano Fravitta, que batió a Gainas cuando éste trataba de pasar por mar al Asia Menor. Gainas se refugió en Tracia, donde fue apresado por el rey de los hunos, quien le hizo cortar la cabeza y la envió como obsequio a Arcadio. Así se conjuró el grave peligro germánico, merced a un germano precisamente: el godo pagano Fravitta, que recibió por aquel gran servicio el título de cónsul. El problema godo quedó, pues, resuelto en el siglo V en ventaja del gobierno. Las tentativas ulteriores de los godos para recobrar la influencia perdida no tuvieron importancia alguna.

Juan Crisóstomo.

Sobre aquel fondo de complicaciones germánicas resaltó la poderosa figura del patriarca de Constantinopla, Juan Crisóstomo.

Juan, originario de Antioquía, fue discípulo del célebre retórico Libanio. Se proponía seguir una carrera civil, pero abandonó tal proyecto después de su conversión. Entonces se entregó con fervor a predicar en su ciudad natal, donde oficiaba como sacerdote. El favorito Eutropio, a la muerte del patriarca Nectario, fijó su atención sobre Crisóstomo, ya célebre en Antioquía por sus predicaciones. Temiéndose que la población de Antioquía se opusiese a su marcha, Juan fue llevado en secreto a Constantinopla. A pesar de las intrigas de Teófilo, obispo de Alejandría, Juan fue consagrado obispo y ocupó la sede patriarcal de Constantinopla el año 398. La capital recibió con él un orador notable y valeroso, uno de esos hombres excepcionales cuyas prácticas están acordes con sus principios. Predicador de una moralidad severa, adversario de un lujo excesivo, Juan, convencido niceísta, halló entre sus ovejas muchos enemigos. Entre ellos figuraba la emperatriz Eudoxia3, amante del lujo y los placeres y a quien Juan, en sus prédicas públicas, colmaba de reproches, comparándola a Jezabel y a Herodíadas. Juan adoptó una actitud enérgica ante los godos arrianos que, como vimos, exigían, por intermedio de Gainas, una iglesia para su Oficio. Juan rehusó categóricamente y los godos hubieron de seguir contentándose con la iglesia que se les había otorgado extramuros de la ciudad. Pero Juan se interesó vivamente por la minoría ortodoxa goda. Les cedió una iglesia en la ciudad, los visitaba a menudo y, ayudado por intérpretes, conversaba con ellos.

Su firme religiosidad, su intransigencia con todo aquello que se apartara del mensaje evangélico, su elocuencia severa y persuasiva acrecieron progresivamente el número de sus enemigos. Arcadio sufrió la influencia de los tales y se pronunció abiertamente contra el patriarca Juan, quien se retiró al Asia Menor. Las turbulencias populares que produjo el alejamiento del amado pastor, obligaron al monarca a volver a llamarle. Pero no duró mucho la paz entre el patriarca y el gobierno. La inauguración de un estatua de la emperatriz proporcionó a Juan materia para un nuevo sermón cáustico, en el que censuró los vicios de aquella mujer. Entonces fue privado de su cargo y sus partidarios perseguidos. En el 404 se le desterró a Cúcusa, ciudad de Capadocia, donde llegó tras largo y difícil viaje. “Era —dice el mismo Juan— el lugar más desierto de todo el Imperio”. Tres años después llegó una nueva orden de destierro contra Juan, al que ahora se enviaba a las lejanas riberas orientales del mar Negro. Encaminándose allí, murió (407), quien antes de morir pronunció las siempre recordadas palabras: “Todo sea para la gloria de Dios”. Tal fin tuvo uno de los más eminentes representantes de la Iglesia de la Alta Edad Media. Dejó tras él un rico legado literario y teológico a través de sus tratados y homilías, donde se halla una pintoresca descripción de la vida intelectual, social y religiosa de su época. Defensor obstinado y convencido de los ideales de la Iglesia apostólica, no temió oponerse a las exigencias arrianas del poderoso Gainas. Juan Crisóstomo quedará siempre como uno de los más altos ejemplos morales que la humanidad haya nunca visto. “Era —se ha dicho— implacable para el pecado y lleno de piedad para el pecador”.

La intervención del Papa y del emperador de Occidente, Honorio, en favor del perseguido Juan y sus partidarios, no tuvo éxito alguno.

Arcadio murió en 408. Su hijo y sucesor, Teodosio, sólo tenía siete años. Eudoxia, esposa de Arcadio y madre de Teodosio, había muerto también en aquella época.

Teodosio II el Joven (408-450).

Según el testimonio de algunas fuentes, Arcadio, en su testamento, nombró al rey persa Yezdigerdes I tutor de Teodosio, por temor a que los ciudadanos de Constantinopla quitasen su trono al último. Parece que el rey de Persia habría cumplido a la letra sus obligaciones y, por intermedio de un agente suyo, protegido a Teodosio contra las intrigas de quienes le rodeaban. Varios eruditos rechazan la autenticidad de este relato, pero otros no ven en él nada inverosímil. Ejemplos análogos se encuentran en otros períodos de la historia y no hay buenas razones para rechazar la posibilidad.

Las amistosas relaciones que existían a la sazón entre los dos Imperios explican la situación excepcionalmente favorable del cristianismo en Persia durante el reinado de Yezdigerdes I. La tradición persa, reflejando el sentir de los magos y de los nobles, le llama “Apostata”, “Malvado”, amigo de Roma y los cristianos y perseguidor de los magos. Las fuentes cristianas le celebran, en cambio, por su dulzura y magnificencia, y hasta dicen que estuvo a punto de convertirse al cristianismo. En realidad, Yezdigerdes I, como Constantino el Grande, tenía ciertas miras políticas y apreciaba la importancia del elemento cristiano de su Imperio con relación a sus planes. En 409, los cristianos fueron formalmente autorizados a adorar en público a su Dios y restaurar sus templos. Ciertos historiadores llaman a ese decreto el edicto de Milán de la Iglesia cristiana asiría.

El año 410 se reunió en Seleucia un concilio donde se organizó la Iglesia cristiana de Persia. El obispo de Seleucia (Ctesiphon) fue elegido jefe de aquella Iglesia. Ostentaba el título de “Catholicos” y debía morar en la capital del Imperio persa.

Los miembros del concilio hicieron la siguiente declaración: “Suplicamos todos unánimemente a Nuestro Señor misericordioso que aumente los días del victorioso e ilustre rey Yezdigerdes, rey de reyes, y prolongue sus años de generaciones en generaciones y de edades en edades”.

Los cristianos no gozaron mucho tiempo de esta libertad. Ya en los últimos años del reinado de Yezdigerdes se reanudó la persecución.

Teodosio, desprovisto de talentos de estadista, se interesó poco por el gobierno. Durante su reinado se mantuvo, por decirlo así, al margen de los asuntos públicos. Tenía verdadera pasión por la vida retirada, vivía en su palacio como en un convento y consagraba considerable tiempo a la caligrafía, copiando con su bella escritura manuscritos antiguos. Pero se rodeó de hombres llenos de talento y energía que contribuyeron mucho al nombre de su reinado, el cual se distinguió por importantes acontecimientos en la vida interior del Imperio. Así, la ciencia moderna ha dejado de ver en Teodosio II un hombre falto en absoluto de voluntad y talento.

Durante toda la vida de Teodosio fue ejercida sobre él una influencia particular por su hermana, la piadosa Pulqueria, que tenía espíritu de estadista. Gracias a ella, Teodosio casó con la hija de un filósofo ateniense, Atenais, quien se dio en el bautismo el nombre de Eudocia. Esta había recibido en Atenas una excelente instrucción; poseía verdadero talento literario y nos ha legado cierto número de obras que tratan de materias religiosas principalmente, pero donde se halla también un eco de los hechos políticos contemporáneos.

Bajo Teodosio, la “pars orientalis” del Imperio no tuvo que sostener choques tan temibles como la “pars occidentalis”, que atravesaba por entonces una crisis aguda debida a las invasiones germanas. El jefe visigodo Alarico tomó Roma, la antigua capital del Estado romano pagano, suceso que produjo intensa impresión en los contemporáneos. En la Europa occidental y el África septentrional se formaron sobre el territorio romano los primeros estados bárbaros. En la “pars orientalis”, Teodosio tuvo que luchar contra los salvajes hunos, quienes invadieron el territorio bizantino y llegaron, en sus devastadoras, incursiones, al pie de las murallas de Constantinopla. El emperador hubo de pagarles una importante suma y cederles territorios al sur del Danubio. Las relaciones pacíficas que se establecieron a continuación con los hunos, motivaron el envío de una embajada al gran campamento huno de Panonia. Al frente de la embajada iba Maximino. Un amigo de éste, Prisco, que le acompañó a Panonia, ha dejado una relación completa de la embajada y una descripción interesante de la corte de Atila y de los usos y costumbres de los hunos. Tal descripción es particularmente interesante en el sentido de que puede ser considerada un relato, no sólo de la vida de los hunos, sino de las costumbres de los eslavos del Danubio medio, a quienes los hunos habían sometido.

Las disputas religiosas y el tercer concilio ecuménico.

Los dos primeros concilios ecuménicos habían establecido definitivamente el punto de que Cristo era a la vez Dios y hombre. Pero esta solución no satisfacía a los espíritus ávidos de verdad religiosa, los cuales comenzaron a discutir de qué manera convenía entender en Jesús la unión de la persona humana y la sustancia divina, y sus relaciones recíprocas. El fin del siglo IV y vio nacer en Antioquía una doctrina según la cual no existía unión completa de las dos naturalezas en Jesucristo, demostrando a continuación la plena independencia de la naturaleza humana en Jesucristo, tanto antes como después de su unión con la naturaleza divina. Mientras semejante doctrina no rebaso un círculo restringido de personas, no motivó grandes turbaciones en la Iglesia. Pero a contar del día en que la sede episcopal de Constantinopla fue ocupada por Nestorio, partidario convencido de aquella doctrina, las circunstancias cambiaron. El nuevo patriarca quiso imponer la doctrina de Antioquía a toda la Iglesia. Nestorio que era célebre por su elocuencia, dirigió al emperador, a raíz de su consagración, las palabras siguientes: “Dame, Señor, una tierra limpia de herejes y yo te daré en cambio el cielo; ayúdame a exterminar a los herejes y yo te ayudaré a exterminar a los persas”. Con el nombre de herejes, Nestorio comprendía todos aquellos que no compartían sus opiniones sobre la independencia de la naturaleza humana en Jesucristo. Nestorio no llamaba a la Virgen María “Madre de Dios”, sino “Madre del Cristo”, es decir, “Madre de un hombre”.

Nestorio entabló severas persecuciones contra sus adversarios, y con esto trajo a la Iglesia grandes turbulencias. Se levantaron contra su doctrina el patriarca de Alejandría, Cirilo, y el Papa Celestino, quien, en el concilio de Roma, condenó como herética la nueva doctrina. El emperador Teodosio, deseando poner fin a las disputas de la Iglesia, convocó en Éfeso el tercer concilio ecuménico, que condenó el nestorianismo (431). Nestorio hubo de retirarse a Egipto, donde murió.

A pesar de la condenación del nestorianismo, los nestorianos eran bastante numerosos en Siria y en Mesopotamia. El emperador ordenó a las autoridades de aquellas provincias que procedieran contra ellos. El foco principal de nestorianismo era Edesa, donde funcionaba una célebre escuela, difusora de la doctrina de Antioquía. En 489, bajo el emperador Zenón, la escuela fue suprimida y sus profesores y alumnos expulsados. Pero ellos se refugiaron en Persia y crearon una escuela en Nisibe. El rey de Persia acogió de buen grado a los nestorianos, ofreciéndoles su protección. Veía en ellos, en efecto, enemigos del Imperio, de los que podía servirse llegado el caso. La Iglesia persa de los nestorianos o cristianos siriocaldeos, tenía a su frente un obispo denominado Catholicos. Desde Persia, el cristianismo, en su forma nestoriana, pasó a otros países, se propagó por el Asia central y consiguió muchos prosélitos en la India.

Entre tanto, en la Iglesia bizantina —y en Alejandría sobre todo— había surgido, tras el concilio de Éfeso, una nueva corriente nacida y desarrollada por oposición al nestorianismo y en un sentido opuesto. Los partidarios de Cirilo de Alejandría, quien atribuía preponderancia a la naturaleza divina de Jesucristo, llegaron a la conclusión de que la naturaleza humana de Jesús desaparecía en su naturaleza divina, es decir, que Jesucristo no tenía más que una naturaleza divina. Tal doctrina recibió el nombre de “monofisismo” y sus partidarios fueron llamados monofisistas (del griego g????, solo, y f?s??, naturaleza). El monofisismo hizo muy grandes progresos bajo el patriarca de Alejandría, Dióscoro, y el archimandrita de Constantinopla, Eutiques, monofisistas convencidos. El emperador aceptó la doctrina de Dióscoro, viendo en él al heredero de Cirilo de Alejandría. Pero el patriarca de Constantinopla y el Papa León I el Grande se opusieron a la nueva doctrina. A instancias de Dióscoro, el emperador, en 449, reunió en Éfeso un concilio que ha pasado a la historia con el nombre de “Latrocinio de Éfeso”. El partido alejandrino de los monofisistas, con Dióscoro a su cabeza, presidiendo el concilio, hizo reconocer, empleando medios violentos contra los asistentes, la doctrina de Eutiques, es decir, el monofisismo. Ésta pasaba a ser la doctrina ortodoxa y sus adversarios quedaban condenados. El emperador ratificó las disposiciones del concilio y le reconoció la calidad de ecuménico. Semejante solución no podía devolver la paz a la Iglesia. Una muy grave crisis religiosa desgarraba, pues, el Imperio a la muerte de Teodosio II (450), quien dejaba a su hijo el cuidado de resolver el problema monofisista, tan importante para la historia posterior de Bizancio.

La época de Teodosio II no sólo es interesante por los turbulentos sucesos, tan grávidos de consecuencias, de la historia religiosa, sino también por otras características que se refieren a la vida interior del Imperio.

La escuela superior de Constantinopla. El Código de Teodosio. Las murallas de Constantinopla.

La creación de la escuela superior de Constantinopla y la publicación del Código de Teodosio son dos episodios capitales en la historia de la civilización bizantina.

Hasta el siglo V, Atenas había sido el foco principal de la enseñanza de las ciencias paganas en el Imperio romano. Poseía una famosa escuela filosófica. Allí acudían de todas partes los sofistas, es decir, los profesores griegos de lógica, metafísica, y retórica, unos para demostrar sus conocimientos y su arte oratorios, otros con miras a conseguir una buena colocación como profesores. Estos profesores vivían en parte de la caja imperial y en parte del tesoro de diversas ciudades. En Atenas, además, las lecciones particulares y las conferencias estaban mejor remuneradas que en otros sitios.

El triunfo del cristianismo en el siglo IV dio un golpe considerable a la escuela de Atenas. Por ende, la vida espiritual de esta ciudad quedó trastornada a fines del mismo siglo por las invasiones visigóticas en Grecia. Después de partir los godos, la Escuela de Atenas se halló despoblada. Los filósofos eran menos numerosos. Finalmente, la escuela pagana de Atenas recibió un golpe aun más sensible con la creación por Teodosio II de la escuela superior cristiana, o universidad de Constantinopla.

Desde que Constantinopla se había convertido en capital del Imperio, muchos retóricos y filósofos habían acudido a aquella capital, de manera que ya antes del reinado de Teodosio II existía de hecho una especie de Casa de Altos Estudios. Profesores y estudiantes eran invitados a encaminarse a Constantinopla, y afluían de África, de Siria y de otros lugares. San Jerónimo observaba en su Chronicon (360-362): “Evancio, el más sabio de los gramáticos, murió en Constantinopla y para sustituirle se hizo acudir de África a Carisio”. Así, el historiador más reciente de la materia expresa la opinión de que bajo Teodosio la universidad no fue fundada, sino reorganizada.

En 425, Teodosio publicó un edicto disponiendo la creación de una escuela superior. El número de profesores se fijaba en treinta y uno. Debían enseñar gramática, retórica, derecho y filosofía. La enseñanza debía darse parte en latín y parte en griego.

El edicto declaraba que habría tres retóricos (oratores) y diez gramáticos que enseñarían en latín, y cinco retóricos o sofistas (sophistae) y diez gramáticos que enseñarían en griego. Además, se preveía una cátedra de filosofía y otra de jurisprudencia. Aunque la lengua del Estado siguiese siendo la latina, la creación de cátedras en lengua griega indica claramente que el emperador empezaba a comprender los derechos indiscutibles de ese idioma en la capital. El griego era, en efecto, la lengua más corrientemente hablada y mejor comprendida en toda la “pars orientalis” del Imperio. Es interesante notar que el número de retóricos de lengua griega superaba en dos al de retóricos de lengua latina. La nueva universidad fue establecida en un edificio especial, dotado de vastas salas de conferencias. Los profesores no tenían el derecho de dar lecciones particulares, debiendo consagrar todo su tiempo y atención a la enseñanza en la universidad. Recibían un sueldo fijo, pagado por el Estado, y podían alcanzar situaciones muy elevadas. El nuevo foco de enseñanza cristiana de Constantinopla iba a revelarse como un rival muy peligroso para la Escuela pagana de Atenas, más en decadencia cada vez. Pronto la escuela superior de Teodosio II fue el foco en torno al cual se agruparon las mejores fuerzas espirituales del Imperio.

También bajo Teodosio II se publicó el más antiguo compendio de constituciones imperiales que ha llegado hasta nosotros. Hacía mucho tiempo que se sentía la profunda necesidad de efectuar tal compilación. Numerosas constituciones no compiladas se habían perdido o caído en olvido, de donde salían un gran desorden en los asuntos públicos y muchas molestias para los jurisconsultos. Conocemos la existencia de dos compilaciones jurídicas de época anterior a Teodosio: el Codex Gregorianus y el Codex Hermogenianus, probablemente llamadas así por los nombres de sus autores, Gregorio y Hermógenes, a propósito de los cuales no sabemos nada. La primera de ellas data de la época de Diocleciano y probablemente contiene las disposiciones promulgadas desde Adriano a Diocleciano. La segunda, compuesta bajo sus sucesores en el siglo IV, comprende las constituciones promulgadas desde fines del siglo III hasta las inmediaciones del año 360. Esas dos compilaciones no han llegado hasta nosotros y sólo las conocemos por fragmentos insignificantes que se han conservado. Teodosio II concibió la idea de publicar, sobre el modelo de las dos compilaciones precedentes, una compilación de las disposiciones promulgadas por los emperadores cristianos, desde Constantino a él mismo, ambos incluidos. Tras ocho años de trabajos, la comisión convocada por el emperador publicó el Codex Theodosianus, en lengua latina. Este código se publicó en Oriente el año 438, y a poco fue introducido también en Occidente. El Código de Teodosio se divide en dieciséis libros, divididos a su vez en cierto número de títulos (tituli). Cada libro trata de una parte del gobierno: administración, asuntos militares, religiosos, etc. En cada título los decretos se clasifican por orden cronológico. Las disposiciones publicadas después de la aparición del Código fueron llamadas “uevas o Novelas (leges novellae).

El Código de Teodosio tiene gran importancia desde el punto de vista histórico. En primer lugar es la fuente más preciosa que poseemos para estudiar la historia interior de los siglos IV y V. Pero, como abraza igualmente el período en que el cristianismo se convirtió en religión de Estado, tal compilación de leyes puede considerarse también como un resumen de la obra de la nueva religión en la esfera jurídica y de las modificaciones que aportó a la práctica del derecho. Ese Código, así como las compilaciones precedentes, sirvieron de base a la legislación justinianea. En fin, el Código teodosiano, introducido en Occidente en la época de las invasiones germánicas, ejerció, con los dos códigos anteriores, las Novelas posteriores y algunos otros monumentos jurídicos de la Roma imperial (las instituciones de Cayo, por ejemplo), una gran influencia, directa e indirecta a la vez, sobre la legislación bárbara. La famosa “Ley romana de los visigodos” (Lex Romana Visigothorum) destinada a los súbditos romanos del reino visigótico, no es sino una abreviación del Código teodosiano y las otras fuentes que acabamos de mencionar. Por eso la “Ley romana de los visigodos” se denomina también “Breviario de Alarico” (Breviarium Alaricianum), del nombre del resumen publicado por el rey visigodo Alarico II a primeros del siglo VI. Este es un ejemplo de influencia directa ejercida sobre la legislación bárbara por el Código de Teodosio. Pero más grande aun fue la influencia indirecta que ejerció por intermedio del referido Código visigodo. En la Alta Edad Media, siempre que se alude a la Ley romana, es invariablemente la “Ley romana de los visigodos” y no el verdadero Código teodosiano lo que se cita. Durante todo ese período, y hasta la época de Carlomagno incluso, la legislación de la Europa occidental fue influida por el Breviario de Alarico, que se convirtió en la principal fuente de derecho romano en Occidente. También la ley romana, en esta época, influye en la Europa occidental, y no a través del Código de Justiniano, que sólo se propagó en Occidente mucho más tarde, hacia el siglo XIII. Tal hecho ha sido a veces olvidado por los eruditos, y así hasta un historiador tan eminente como Fustel de Coulanges ha podido declarar: “la ciencia ha demostrado que las compilaciones legislativas de Justiniano estuvieron en vigor en Galia en la Alta Edad Media”. Pero la influencia de aquel Código fue aún mayor, porque parece que el Breviario de Alarico desempeñó cierto papel incluso en la historia de Bulgaria. Tal es, al menos, la opinión del sabio croata Bogisic, cuyos argumentos han sido desarrollados y confirmados por el sabio búlgaro Bobtchev. A creer a estos dos historiadores, el Breviario de Alarico fue enviado por el Papa Nicolás I al rey búlgaro Boris, quien había expedido al Papa una delegación, el año 866, pidiéndole que mandase a Bulgaria las “leyes del mundo” (“Leges mundanae”). Contestando a esta petición, el Papa, en su Responsa ad Consulta Bulgarorum, envió a los búlgaros, según sus propios términos, “las venerables leyes de los romanos” (“venerandae Romanorum leges”), que los dos sabios antedichos consideran precisamente haber sido el Breviario de Alarico. Claro que. aun de ser así realmente, no debemos exagerar la importancia de ese Código en la vida de los antiguos búlgaros, porque, muy pocos años después de tal suceso, Boris rompió con la Curia romana y se aproximó a Constantinopla. Pero el mero hecho de que el Papa enviase a Bulgaria el Breviario basta para señalar el papel que éste desempeñaba en la vida europea del siglo IX. Todos estos ejemplos indican bastante la mucha influencia y gran difusión del Codex Theodosianus.

Entre los grandes acontecimientos de la época de Teodosio II, debemos indicar la construcción de las murallas de Constantinopla. Ya Constantino el Grande había rodeado la ciudad con un muro. Pero en la época de Teodosio II la población había rebasado con mucho aquel cinturón, Era indispensable proveer nuevas medidas para defender la capital contra los ataques de sus enemigos. La suerte de Roma, tomada por Alarico el 410, fue una seria advertencia para Constantinopla. que también se vio amenazada, en la primera mitad del siglo V, por los salvajes hunos.

Había entre quienes rodeaban a Teodosio hombres enérgicos y con talento bastante para resolver aquel difícil problema. Las murallas se construyeron en dos veces. Durante la primera infancia de Teodosio, Antemio, prefecto del pretorio, que era entonces regente, hizo construir (413) un muro flanqueado de numerosas torres, que iba del mar de Mármara al Cuerno de Oro. algo más al oeste que la muralla de Constantino. El nuevo muro de Antemio, que salvó a la capital de la ofensiva de Atila, existe aun hoy al norte del mar de Mármara, hasta las ruinas del palacio bizantino conocido con el nombre de Tekfur-Serai. Tras una violenta sacudida sísmica que destruyó la muralla, Constantino, prefecto del pretorio, la reparó, construyendo, además, ante ella, otro muro con numerosas torres, rodeado de un foso ancho y profundo, con agua. De modo que por el lado de tierra Constantinopla tenía una triple línea de fortificaciones: los dos muros, separados por una especie de plataforma, y el profundo foso que se abría al pie del muro exterior. Bajo la administración de Ciro, prefecto de la ciudad, se construyeron nuevas murallas, éstas al borde del mar. Las dos inscripciones, visibles hoy todavía en los muros, que se refieren a ese período, y que son una griega y otra latina, mencionan la actividad constructiva de Teodosio. El nombre de Ciro está asociado también a la organización del alumbrado nocturno en las calles de la capital.

Teodosio II murió el año 450. A pesar de su debilidad y de su falta de capacidades de estadista, su largo reinado presenta un interés considerable para la evolución ulterior del Imperio, sobre todo desde el punto de vista de la historia de la civilización. Gracias a una juiciosa elección de sus altos funcionarios. Teodosio logró obtener resultados muy grandes. La escuela superior de Constantinopla y el Código de Teodosio quedan como monumentos imperecederos en la historia de la civilización del primer cuarto del siglo V. Los muros elevados en aquel período hicieron inexpugnable a Constantinopla durante varios siglos. N.H. Baynes escribe: “En cierto sentido, los muros de Constantinopla fueron para Oriente los cañones y la pólvora que faltaron a Occidente y por cuya falta el Imperio cayó”.

El cuarto concilio ecuménico. Marciano (450-457) y León (457-474).

Teodosio murió sin dejar descendencia. Su hermana Pulqueria, aunque ya entrada en años, consistió en casar con el tracio Marciano, que fue proclamado emperador. Marciano era un soldado capaz, pero modesto. Sólo se le elevó al trono a instancias de Aspar, un jefe militar alano de origen y cuya influencia era grande.

El problema godo, que a fines del siglo IV y principios del V llegó a ser realmente peligroso para el Estado, se había resuelto, como vimos, en favor del gobierno, en tiempos de Arcadio. Sin embargo, el elemento gótico del ejercito bizantino seguía ejerciendo cierta influencia en el Imperio, aunque en una escala bastante reducida. A mediados del siglo V, el bárbaro Aspar, apoyado por los godos, hizo un esfuerzo para resucitar la antigua supremacía de éstos. Por algún tiempo lo logró. Dos emperadores, Marciano y León I, fueron elevados al poder merced a los trabajos de Aspar, a quien sólo sus tendencias arrianas impedían llegar en persona al trono. La capital empezó a expresar descontento contra Aspar, contra su familia y, en general, contra la influencia bárbara en el ejército. Dos hechos acrecieron la tensión existente entre los godos y los moradores de la capital. La expedición marítima organizada contra los vándalos del África del Norte —quienes, según la Vida de San Daniel el Estilita, querían apoderarse de Alejandría— fracasó por completo, no sin implicar grandes gastos y dificultades a León I, que la dirigió. La población acusó de traición a Aspar, que se había opuesto a la expedición contra los vándalos4, germanos de igual origen que los godos. Aspar obligó a León a conferir el rango de césar a uno de sus hijos, es decir, a darle la más alta dignidad del Imperio. El emperador decidió librarse de la influencia germánica. Lo consiguió con ayuda de los belicosos isáuricos, en aquel momento acantonados en gran número en la capital. Aspar fue muerto con parte de su familia, y ello asestó el golpe de gracia a la influencia germánica en la corte de Constantinopla. A causa de esta matanza se dio a León I el nombre de Makelles (Matarife). F. I. Uspenski ve en semejante suceso una etapa trascendental en el sentido de la nacionalización del ejército y del debilitamiento de la preponderancia bárbara entre las tropas, y concluye que ello bastaría para justificar el apelativo de “Grande” que se da a veces a León.

Al principio del reinado de Marciano, los hunos, tras haber sido una amenaza tan terrible para el Imperio, se trasladaron de la región del Danubio central hacia el occidente de Europa, donde después, en Galia, se libró la famosa acción de los Campos Cataláunicos. A poco, Atila murió y su enorme Imperio disgregóse. Así desapareció para Bizancio el peligro huno en los últimos años del reinado de Marciano.

Éste había heredado de su predecesor una situación religiosa muy difícil. Los monofisitas triunfaban. El emperador, partidario de los dos primeros concilios ecuménicos, no podía admitir ese triunfo. En 451 convocó un cuarto concilio ecuménico en Calcedonia. Este concilio tuvo importancia capital para toda la historia ulterior. Asistieron un número grande de eclesiásticos. El Papa se hizo representar por legados.

El concilio condenó las disposiciones del “Latrocinio de Éfeso” y depuso a Dióscoro. Luego elaboró una nueva fórmula religiosa que rechazaba por completo la doctrina de los monofisistas y concordaba en pleno con las opiniones del Papa de Roma. El concilio reconocía “un Cristo único en dos naturalezas, sin confusión ni alteración, división o separación”. Los dogmas aprobados por el concilio de Calcedonia confirmaban solemnemente las principales definiciones de los dos primeros concilios ecuménicos, que se convirtieron así en base de la enseñanza religiosa de la Iglesia ortodoxa.

Las decisiones del concilio de Calcedonia fueron también de gran importancia política para la historia de Bizancio. El gobierno bizantino, oponiéndose abiertamente al monofisismo en el siglo V, se enajenó las provincias orientales de Siria y Egipto, donde la mayoría de la población era monofisista. Los monofisistas persistieron siendo fieles a sus doctrinas religiosas, incluso después de las decisiones del 451, y rehusaron todo compromiso. La Iglesia egipcia abolió el uso del griego en sus oficios y los celebró desde entonces en lengua indígena (copta). Estallaron turbulencias religiosas en Jerusalén, Alejandría y Antioquía, como consecuencia, de la aplicación forzada de las decisiones del concilio, promoviéndose graves sediciones populares que revistieron carácter nacional y exigieron para ser reprimidas, no sin efusión de sangre, el concurso de las autoridades militares y civiles. La represión no resolvió tampoco el problema. Tras los conflictos religiosos, más agudos cada vez, comenzaban a manifestarse los disentimientos nacionales, sobre todo en Siria y Egipto. Gradualmente, las poblaciones indígenas de Egipto y Siria concibieron y desearon la idea de separarse de Bizancio. Los disturbios religiosos de las provincias orientales y la composición de los moradores de esos países crearon las condiciones que, en el siglo VII, facilitaron el paso de aquellas ricas y civilizadas comarcas primero a manos de los persas y luego de los árabes.

Debe notarse también la importancia del canon 28° del concilio de Calcedonia, que provocó un activo cambio de correspondencia entre el emperador y el Papa. Aquel canon no fue reconocido por el Papa, pero sí fue generalmente aceptado en Oriente. Tratábase del rango del patriarca de Constantinopla respecto al Papa de Roma, cuestión ya resuelta por el canon 3° del segundo concilio ecuménico. El canon 28° del concilio de Calcedonia confirmaba la decisión del concilio precedente, y daba “privilegios iguales al muy santo trono de la Nueva Roma, estimando con razón que la ciudad que se honra con la presencia del Gobierno imperial y del Senado y goza de privilegios iguales a los de la antigua Roma imperial, debe, en materia eclesiástica, ser igualmente exaltada y tener rango inmediatamente después de ella”. Además, el mismo canon concedía al arzobispo de Constantinopla el derecho de dar la investidura a los obispos de las provincias del Ponto, de Asia y de Tracia, habitadas por pueblos de tribus diversas5. “Baste recordar —escribe F. I. Uspenski— que esos tres nombres abarcaban todas las misiones cristianas del Oriente, de la Rusia meridional y de la península balcánica, y todas las adquisiciones del clero oriental en las regiones. Tal fue, al menos, la opinión de los canonistas griegos posteriores, que defendieron los derechos del patriarca de Constantinopla. Esta es, en pocas palabras, la importancia histórica, de un alcance universal, del canon 28°. Por este breve resumen se aprecia que Marciano y León I fueron emperadores de espíritu estrictamente ortodoxo.

Zenón (474-491). Los isauricos. Odoacro y Teodorico el Ostrogodo. El Henótico.

A la muerte de León I (474). le sucedió su nieto León, niño de seis años. León II murió el mismo año que su abuelo, después de haberse asociado al Imperio a su padre, Zenón (474-491). Bajo éste, a la antigua influencia germánica sustituyó en la corte otra nueva influencia bárbara, la de los isáuricos, raza salvaje a la que pertenecía el emperador por su origen. Los isáuricos ocupaban los mejores puestos y las dignidades más elevadas de la capital. Pero pronto advirtió Zenón que entre sus propios compatriotas había conjuraciones contra él, y, dando muestras de gran decisión, ahogó la revuelta en las montañas de la misma Isauria, donde hizo demoler la mayoría de las fortalezas. Sin embargo, la influencia isaúrica en el Imperio persistió hasta la muerte de Zenón.

La época de Zenón fue señalada en Italia por graves acontecimientos. En la segunda mitad del siglo V, la influencia de los jefes de las compañías germánicas había crecido mucho. Llegó el momento en que pudieron hacer y deshacer a su albedrío emperadores de Occidente. En 476, uno de esos jefes bárbaros, Odoacro (Odovacar), derribó al último emperador de Occidente, el joven Rómulo Augústulo, y se apoderó del trono de Italia. No obstante, quiso legitimar su nombramiento y, en nombre del Senado romano, envió una embajada a Zenón, asegurándole que Italia no necesitaba un monarca distinto y que su emperador debía ser Zenón. Al mismo tiempo, Odoacro pedía a Zenón que le confiriese la dignidad de patricio romano, dándole, por delegación, el gobierno de Italia. La petición fue otorgada y Odoacro se convirtió en legítimo señor de Italia. Hasta hace cierto tiempo, se ha considerado el año 476 como el de la caída del Imperio romano de Occidente, pero esto es falso, porque en el siglo V no existía aún un Imperio romano de Occidente diferente al de Oriente. Había habido, como antes, un Imperio romano gobernado por dos emperadores, uno en la zona occidental y otro en la oriental. En el año 476 hallamos que sólo hubo un emperador: Zenón, el de la “pars orientalis”.

Odoacro, dueño de Italia, se conducía de una manera cada vez más independiente. Zenón no lo ignoraba. Pero no le pareció oportuno marchar contra él en persona a la cabeza de sus tropas y decidió castigarle por medio de los ostrogodos. Éstos, a partir de la disgregación del Imperio de Atila, vivían en Panonia, desde donde, conducidos por su rey Teodorico, ejecutaban incursiones devastadoras en la península balcánica, amenazando la misma capital del Imperio. Zenón logró desviar la atención de Teodorico hacia las ricas provincias de Italia. Así daba dos golpes con una piedra, desembarazándose de sus peligrosos enemigos del norte y resolviendo, con ayuda de una fuerza extranjera, las dificultades suscitadas por el indeseable gobernador de Italia. En cualquier caso, Teodorico era menos peligroso en Italia que en los Balcanes.

Teodorico marchó sobre Italia, batió a Odoacro, se apoderó de Ravena, principal plaza fuerte del vencido, y, a la muerte de Zenón, fundó en la península itálica un reino ostrogodo con capital en la misma Ravena. La península balcánica se había desembarazado definitivamente de los ostrogodos.

El principal problema interior durante el reinado de Zenón6 fue el religioso, que siguió provocando trastornos en todo el Imperio, a causa de las diversas corrientes nacidas en la Iglesia. Egipto, Siria, parte de Palestina y del Asia Menor, seguían firmemente adeptas del monofisismo. La rigurosa política ortodoxa de los dos predecesores de Zenón no había sido aprobada en las provincias orientales. Los jefes de la Iglesia se daban perfecta cuenta de la gravedad de la situación, y el patriarca de Constantinopla, Acacio —que al principio alabara las decisiones del concilio de Calcedonia— así como el patriarca de Alejandría, Pedro Mongo, sentíanse muy deseosos de hallar una salida conciliadora a una situación tan difícil. Propusieron, pues, a Zenón hacer un esfuerzo para reconciliar a los adversarios mediante concesiones recíprocas. Zenón, aceptando la propuesta, publicó el 482 el Edicto de Unión o Henótico, que fue dirigido a las iglesias de la jurisdicción del patriarca de Alejandría. El fin principal del edicto era no ofender a los ortodoxos ni a los monofisistas sobre la cuestión de la unión en Jesucristo de las dos naturalezas, divina y humana. El Henótico reconocía como imprescriptibles los principios religiosos desarrollados en los dos primeros concilios ecuménicos y confirmados en el tercero; anatematizaba a Nestorio y 7

Eutiques7 y a sus partidarios, y declaraba que Jesucristo era “de la misma naturaleza que el Padre en su naturaleza divina y también de la misma naturaleza que nosotros en su naturaleza humana”, pero a la vez evitaba emplear las expresiones “una naturaleza” o “dos naturalezas” y pasaba en silencio la declaración del concilio de Calcedonia respecto a la unión de las dos naturalezas en el Cristo. El concilio de Calcedonia sólo era mencionado una vez y en estos términos: “Y aquí anatematizamos a todos aquellos que han sostenido, ahora o en otro momento, en Calcedonia o todo otro sínodo, toda otra opinión diferente”.

El Henótico parecía en principio tender a una unión con los disidentes pero al cabo no satisfizo ni a los ortodoxos ni a los monofisistas. Los primeros no podían aceptar las concesiones hechas a los monofisístas y los otros consideraban éstas como insuficientes, dado lo impreciso de las expresiones del Henótico. Con ello, el Henótico aportó nuevas complicaciones a la vida religiosa de Bizancio, aumentando el número de las sectas. Parte del clero hizo suya la idea reconciliatoria, y mantuvo el edicto de unión, mientras los extremistas del lado ortodoxo y los del monofisista se negaban a todo compromiso. Los ortodoxos intransigentes fueron llamados Akoimetoi, o “Veladores”. En efecto, en sus conventos se celebraban oficios de manera ininterrumpida, de modo que ellos habían tenido que distribuirse en tres “equipos”. Los monofisistas extremistas fueron llamados Akephaloi o “Sin Cabeza”, puesto que no reconocían la autoridad del patriarca de Alejandría, que había aceptado el Henótico. El Papa de Roma protestó también contra el Henótico. El mismo Papa examinó con detenimiento los males que afligían al clero oriental, descontento del edicto; luego estudió el edicto de unión en sí mismo y decidió excomulgar y anatematizar al patriarca de Constantinopla, Acacio, en un concilio reunido en Roma. Acacio replicó dejando de nombrar al Papa en sus oraciones. Éste fue, hablando en puridad, el primer cisma real entre las Iglesias de Occidente y Oriente, y se prolongó hasta 518, fecha de la exaltación de Justino I. Así, la escisión política de las partes oriental y occidental del Imperio, ya acusada en el siglo V con la fundación de los reinos bárbaros de Occidente, se agravó más en el reinado de Zenón a causa del cisma religioso.

Anastasio I (491-518). La guerra pérsica. Las incursiones búlgaras y eslavas. Las relaciones con Occidente.

A la muerte de Zenón, su viuda, Ariadna, fijó su elección en un hombre de bastante edad (61 años), llamado Anastasio, originario de Dyrrachium y que ejercía en la Corte el empleo harto humilde de silenciario. Anastasio no fue coronado emperador sino después de firmar una declaración donde se comprometía a no introducir novedad alguna en la Iglesia. El patriarca de Constantinopla, partidario convencido del concilio de Calcedonia, insistió en obtener esta garantía.

El primer problema que Anastasio hubo de resolver fue el de los isáuricos, que habían adquirido bajo Zenón tanto poder. Su situación privilegiada irritaba a los moradores de la capital. Al descubrirse que, a la muerte de Zenón, habían organizado una conjura contra el nuevo emperador, Anastasio resolvió a obrar y lo hizo con celeridad. Les quitó los cargos importantes que ocupaban, les confiscó sus bienes y los arrojó de la capital. Esta medida fue seguida de una lucha extremamente larga y difícil y sólo tras seis años de combates fueron los isáuricos sometidos por completo en su país de origen. A muchos de ellos se les deportó a Tracia. Anastasio rindió al Imperio un gran servicio al resolver por completo la cuestión isáurica.

Entre los hechos de la historia exterior son de notar, de una parte, la larga e infructuosa guerra contra Persia, y de otra, los sucesos de la frontera danubiana, que debían tener consecuencias muy graves para la historia ulterior. Después de la partida de los ostrogodos hacia Italia, la frontera del norte sufrió, durante el reinado de Anastasio, incursiones devastadoras de los búlgaros, los getas y los escitas.

Los búlgaros, que invadieron las fronteras bizantinas en el siglo V, eran, como vimos, un pueblo de origen húnico (turco). Su nombre aparece por primera vez en la península balcánica durante el reinado de Zenón, en conexión con las emigraciones ostrogóticas al norte del Imperio bizantino.

En cuanto a los nombres, asaz poco precisos, de getas y escitas, ha de recordarse que los cronistas de la época no estaban bien informados sobre la composición etnográfica de los pueblos del norte, por lo cual es probable que esos términos se aplicaran a agrupaciones heterogéneas. Los historiadores consideran verosímil que ciertas tribus eslavas entren en tal apelativo.

Teofilacto, escritor bizantino del siglo VII llega a identificar por completo a los getas con los eslavos. Así, durante el reinado de Anastasio los eslavos inician sus incursiones en los Balcanes, a la vez que los búlgaros. Según un historiador, “jinetes géticos” devastaron Macedonia, Tesalia, el Epiro y llegaron hasta las Termópilas. Ciertos sabios opinan que los eslavos penetraron en la península balcánica en un período más remoto. El sabio ruso Drinov, por ejemplo, apoyándose en el estudio de los nombres geográficos y de personas en la península, coloca los principios de la colonización eslava en la zona de los Balcanes a fines del siglo II de J.C. Hoy esta teoría ha sido abandonada.

Las invasiones de búlgaros y eslavos bajo Anastasio no tenían importancia grande: aquellas bandas de bárbaros volvían a sus lugares de procedencia después de haberse entregado al pillaje entre la población bizantina. Pero semejantes incursiones fueron precursoras de las grandes invasiones eslavas que hubo en los Balcanes en el siglo VI, bajo el reinado de Justiniano.

A fin de proteger la capital contra los bárbaros nórdicos, Anastasio hizo construir en Tracia, cuarenta kilómetros al oeste de Constantinopla, la Muralla Larga, que iba del mar de Mármara al mar Negro, “haciendo —dice una fuente— de la ciudad una isla en vez de una península”. Pero aquel muro no justificó las esperanzas que se habían fundado en él, porque en virtud de su edificación acelerada y de las brechas que en él abrieron los temblores de tierra, no constituyó un obstáculo serio ni impidió a los enemigos acercarse a la capital. Las modernas fortificaciones turcas de Chataldya, elevadas casi en el mismo lugar, son en cierto modo una reedición de la obra de Anastasio, de la que aun hoy existen algunos vestigios.

En la Europa occidental estaban en vías de producirse nuevos e importantes cambios. Teodorico se había hecho rey de Italia. En el lejano noroeste, Clodoveo había fundado un reino franco antes de que Anastasio ascendiese al trono. Aquellos dos reinos estaban establecidos en territorios pertenecientes al emperador romano, que era, de hecho, bizantino. En rigor, no cabía hablar de una dependencia verdadera del lejano reino franco a Constantinopla, pero, ante los ojos de los pueblos sometidos, el poder de los conquistadores debía, para ser legitimado, recibir una confirmación oficial en las orillas del Bósforo. Así, cuando los godos proclamaron rey de Italia a Teodorico, “sin esperar —dice un cronista contemporáneo— las instrucciones del nuevo príncipe”, es decir, de Anastasio, Teodorico pidió a este último que le enviase las insignias del poder imperial, devueltas antes a Zenón por Odoacro.

Tras largas negociaciones y previo el envío de varias embajadas a Constantinopla, Anastasio reconoció a Teodorico como soberano de Italia, y el godo se hizo así monarca legítimo a los ojos del pueblo. Pero los sentimientos arrianos de los godos impedían un acercamiento más íntimo entre ellos y los representantes populares de Italia.

A Clodoveo, rey de los francos, Anastasio le envió un diploma confiriéndole el título de cónsul. Clodoveo lo recibió con gratitud. No era, por supuesto, más que un consulado honorífico, que no implicaba el ejercicio de las funciones inherentes a aquel grado. Pero para Clodoveo tenía, con todo, una gran importancia. La población romana de la Galia consideraba al emperador de Oriente como la encarnación del poder supremo, y único que podía dispensar todos los demás poderes. El diploma de Anastasio demostró a la población gala la legitimidad del poder que Clodoveo ejercía sobre ella. Clodoveo pasaba a ser una especie de virrey de Galia, que teóricamente pertenecía al Imperio romano. Estas relaciones del emperador bizantino con los reinos germánicos demuestran que a fines del siglo V y principios del VI la idea de un Imperio único era muy fuerte todavía.

La política religiosa de Anastasio. Reformas interiores.

A pesar de la promesa hecha al patriarca de Constantinopla de no introducir innovación alguna en la Iglesia, Anastasio, en su política religiosa, empezó por favorecer al monofisismo y a poco se alineó abiertamente al lado de los monofisistas. Esta actitud fue acogida con alegría por Egipto y Siria, donde el monofisismo estaba muy extendido. Pero en la capital las simpatías monofisistas del emperador suscitaron gran conmoción, y cuando Anastasio ordenó que, a ejemplo de Antioquía, se cantase el Trisagio (“Santo, Santo, Santo, Señor de los ejércitos”), añadiendo las palabras “que fue crucificado por nosotros”, es decir, “Dios Santo, Santa y única Potencia, Santa y única Divinidad inmortal, crucificado por nosotros, ten piedad de nosotros”, se produjeron en Constantinopla graves desórdenes. ''Acusado de monofisismo, y bajo la amenaza de ser destronado, el emperador hubo de excusarse en el circo”.

Una de las consecuencias de la política religiosa de Anastasio fue el levantamiento de Vitaliano, en Tracia. Al frente de un ejército inmenso, compuesto de hunos, búlgaros y acaso eslavos, y apoyado por una flota considerable, Vitaliano marchó sobre la capital. Su fin. esencialmente político, consistía en deponer al emperador; pero declaró a todos que se alzaba para defender a la oprimida Iglesia ortodoxa. Tras lucha larga y cruenta, la rebelión fue aplastada. Este levantamiento no tuvo una importancia mínima en la historia de Bizancio. Según Uspenski, “al conducir por tres veces bajo los muros de Constantinopla su heterogéneo ejército, y al obtener del gobierno enormes sumas de dinero, Vitaliano reveló a los bárbaros la debilidad del Imperio y las grandes riquezas de Constantinopla, y los habituó a movimientos combinados por tierra y mar”.

La política interior de Anastasio, aun no estudiada y apreciada lo suficiente en las obras históricas, está señalada por una actividad intensa que se fijó en los problemas más importantes de la vida económica y financiera del Imperio.

Una de sus más importantes reformas financieras consistió en la abolición del odiado crisargirio. Este impuesto, pagado en oro o plata, se llamaba en latín lustralis collatio, o, con nombre más completo, lustralis auri argentive collatio. Desde principios del siglo IV alcanzaba a todos los oficios y profesiones del Imperio, sin exceptuar los sirvientes, los mendigos, las prostitutas, etc. Es posible que incluso afectase los instrumentos de trabajo y el ganado doméstico de las mujeres; caballos, mulos, asnos, perros... Las clases pobres eran las más castigadas por aquel impuesto. Oficialmente debía cobrarse cada tres años, pero de hecho la administración le daba un carácter arbitrario e irregular. Las frecuentes exacciones desesperaban a veces a la población. Anastasio, sin considerar los grandes ingresos que el fisco obtenía con aquel impuesto, lo suprimió en definitiva y quemó públicamente todos los documentos relativos a él.

La gente acogió con júbilo tal abolición. Un historiador del siglo VI dice que para describir la grandeza del favor imperial “ haría falta la elocuencia de Tucídides e incluso un estilo aún más grave y bello”. Una fuente siríaca del siglo VI describe en estos términos la alegría que acompañó a la promulgación del edicto en la ciudad de Edesa: “La ciudad entera se regocijaba; todos, pequeños y grandes, se habían puesto vestidos blancos; se llevaban antorchas encendidas e incensarios llenos de incienso humeante; se iba, entonando salmos e himnos de gracias al Señor y loando al emperador, a la iglesia de San Sergio y San Simón, donde se comulgó. Luego se volvió a la ciudad y durante toda la semana se celebró una alegre fiesta, y se decidió que esta fiesta se celebrara todos los años. Todos los artesanos descansaban y manifestaban su júbilo, se bañaban y festejaban en el patio de la iglesia grande y en todos los pórticos de la ciudad”.

El producto del impuesto abolido ascendía en Edesa a 140 libras de oro cada cuatro años. La abolición satisfizo sobre todo a la Iglesia, porque aquel impuesto, al gravitar sobre los ingresos de las prostitutas, sancionaba legalmente el vicio.

Naturalmente, la supresión de tal tasa privó al Tesoro de una renta considerable, pérdida compensada en breve con la creación de un nuevo impuesto, la crisotelia, “impuesto-oro”, o impuesto en metálico en vez de en especies. Probablemente fue una contribución territorial cuyos ingresos destino Anastasio al sostenimiento del ejército y que gravitó también pesadamente sobre las clases pobres. De suerte que la reforma financiera consistió antes en un reparto más regular de la carga de los impuestos que en una desgravación. La reforma financiera más importante quizá de las aplicadas por Anastasio, fue la abolición—hecha a propuesta de su hombre de confianza, el sirio Marino, prefecto del pretorio— del sistema según el cual las corporaciones de las ciudades (curiae) eran responsables de la recaudación de los impuestos, que gravaban las municipalidades. Anastasio confió esa tarea a funcionarios llamados vindices, probablemente designados por el prefecto del pretorio. El nuevo sistema de recaudación acreció considerablemente las rentas imperiales, pero fue modificado por los sucesores de Anastasio.

El problema de las tierras incultas parece haber sido bajo Anastasio más angustioso que nunca. Durante su reinado, toda la carga de los impuestos suplementarios, tanto los correspondientes a los contribuyentes imposibilitados de pagar como los adscribibles a las tierras improductivas, recaía sobre los propietarios rurales, que de este modo pasaban a ser responsables del total de las contribuciones devengadas al fisco. Esos impuestos suplementarios, llamados en griego epibolé, es decir, “el suplemento”, la “supertasa”, eran una institución muy antigua, que se remontaba a la época ptolemaica. Estaban llamados a ser percibidos con particular rigor bajo Justiniano el Grande.

Hay un edicto de Anastasio que ofrece particular interés para la historia del colonato: el que declara que un labrantín libre que hubiese vivido treinta años en el mismo lugar se convertía en colono, o sea, en hombre afecto a la gleba, sin por eso perder su libertad personal ni su derecho de poseer.

La época de Anastasio estuvo señalada también por una trascendental reforma monetaria. El 498 se creó la gran follis de bronce, con sus subdivisiones. La nueva moneda fue bien acogida, sobre todo entre los ciudadanos pobres. porque la moneda de cobre en circulación, además de haberse hecho escasa, era de mala ley y no llevaba indicado su valor. Las nuevas piezas se acuñaron en las tres fábricas que bajo Anastasio funcionaban en Constantinopla, Antioquía y Nicomedia. La moneda de bronce creada por Anastasio persistió siendo la moneda imperial típica hasta mediados del siglo VII (época de Constantino IV).

Entre las reformas humanitarias de Anastasio debe incluirse su edicto prohibiendo los combates entre hombres y fieras en los circos.

Aunque Anastasio concediese a menudo exenciones de impuestos a muchas provincias y ciudades, especialmente en el Oriente devastado por la guerra pérsica; aunque, por otra parte, realizara un importante programa de construcciones, como la Muralla Larga, el acueducto, el faro de Alejandría, etc., el gobierno, a fines del reinado de Anastasio, disponía de reservas en metálico bastante considerables. El historiador Procopio, quizá con alguna exageración, las computa en 320.000 libras de oro. La economía de Anastasio desempeñó importante papel en la múltiple actividad de su segundo sucesor, Justiniano, el Grande. La época de Anastasio sirvió de brillante introducción a la de Justiniano.

Conclusión general.

El principal interés de la época que empieza con Arcadio y termina con Anastasio (395-518), reside en las cuestiones nacionales y religiosas que se plantean entonces y en los sucesos políticos que se desarrollan en ese período, siempre en íntima ligazón con los procesos religiosos. La tiranía que los germanos —o, más exactamente los godos— implantaron en la capital, amenazó al fin del siglo IV al Estado entero y se complicó, además, con las tendencias arrianas de los godos. La amenaza cesó de existir al comienzo del siglo V, bajo Arcadio, y fue aniquilada por completo, tras una postrera rebelión ya mucho menos grave, a mediados del siglo V y bajo León I. A fines del mismo siglo se levantó al norte del Imperio la amenaza de los ostrogodos, pero gracias a Zenón se volvió hacia Italia. Así, el problema germánico se resolvió, en la parte oriental del Imperio, a favor del gobierno.

La pars orientalis logró solucionar también, en la segunda mitad del siglo V, otro problema nacional, menos angustioso en verdad: el de la preponderancia isáurica. Respecto a las incursiones de los pueblos septentrionales —búlgaros y eslavos— conviene recordar que, en la época que estudiamos, esos pueblos no hacían más que comenzar sus invasiones de las fronteras imperiales, y no cabía predecir el importante papel que los eslavos, y más tarde los búlgaros, llegarían a desempeñar en la historia bizantina. El período de Anastasio no debe ser mirado en ese sentido, sino como una introducción a la penetración de los eslavos en la península balcánica.

El problema religioso reveló en esa época dos aspectos sucesivos: uno, ortodoxo, antes de Zenón; otro, monofisista, bajo Zenón y Anastasio. La actitud de Zenón, favorable a la doctrina monofisista, y las simpatías declaradas de Anastasio por el monofisismo, deben ser examinadas desde un punto de vista a la vez religioso y político. A fines del siglo V, la parte occidental del Imperio, a pesar de su unidad teóricamente reconocida, se había desgajado de Constantinopla. En Galia, en España, en África del Norte, se habían formado reinos bárbaros nuevos. En Italia gobernaban jefes germánicos. A fines del siglo V se fundó allí un estado ostrogodo. Tal situación explica que las provincias orientales —Egipto, Palestina, Siria— pasasen a tener una importancia esencial para la “pars orientalis” del Imperio. El gran mérito de Zenón y de Anastasio consiste en que advirtieron el sentido en que se trasladaba el centro de gravedad de su Imperio y procuraron, dándose cuenta de la importancia vital que tenían para el Imperio las provincias orientales, estrechar los vínculos de éstas con la capital.

Como esas provincias, Egipto y Siria sobre todo, habían, en su mayor parte, abrazado al monofisismo, sólo se abría un camino para el gobierno del Imperio: hacer la paz a toda costa con los monofisistas. Esto explica la imprecisión y la oscuridad consciente del Henótico de Zenón, primer paso en la ruta de la reconciliación con los monofisitas. No dando ese ensayo el resultado perseguido, Anastasio decidió seguir una política monofisita franca. Aquellos dos emperadores fueron políticos más clarividentes que los basileus de la época sucesiva. Pero tal tendencia monofisita chocó con la ortodoxia reinante en la capital, en la Península de los Balcanes, en la mayor parte del Asia Menor, en las islas y en ciertos lugares de Palestina. La ortodoxia fue igualmente defendida por el Papa, quien, a raíz del Henótico, rompió sus relaciones con Constantinopla. La política y la religión entraban en pugna y ello explica las turbulencias internas, de la época de Anastasio. Éste, mientras vivió, no pudo restablecer la deseada paz y concordia en el Imperio. Sus sucesores habían de arrastrar al Estado por vías muy diferentes. Pero el espíritu de separatismo de las provincias orientales empezaba a manifestarse ya.

Así, pues, hubo conflictos harto violentos, suscitados por las diversas nacionalidades, cada una de las cuales obedecía a móviles muy diferentes. Los germanos y los isáuricos se esforzaban en obtener la supremacía política; los coptos egipcios y la población siria buscaban el triunfo de sus conceptos religiosos.

Literatura, ciencia, educación y arte desde Constantino el Grande hasta Justiniano.

El desarrollo de la literatura, la ciencia y la educación en el período comprendido entre el siglo IV y el principio del VI, está estrechamente ligado a las relaciones que se establecieron entre el mundo cristiano y el antiguo mundo pagano y su civilización. Las discusiones de los apologistas cristianos de los siglos II y III acerca de si estaba permitido a un cristiano servirse de una herencia pagana, no habían conducido a una conclusión neta. Mientras algunos hallaban cierto mérito a la cultura griega y la juzgaban conciliable con el cristianismo, otros, al contrario, declaraban que la antigüedad pagana no tenía sentido para los cristianos y la repudiaban. Diferente actitud prevaleció en Alejandría, antiguo foco de ardientes controversias filosóficas y religiosas, donde las discusiones sobre la compatibilidad del antiguo paganismo con el cristianismo disminuyeron el rigor del contraste que existía entre aquellos dos elementos, irreconciliables en apariencia. Así, hallamos en la obra de Clemente de Alejandría, el famoso escritor del siglo II, la proposición siguiente: “La filosofía, como guía, prepara a los que son llamados por el Cristo a la perfección”. Empero, el problema de las relaciones entre la cultura pagana y el cristianismo no había sido en modo alguno resuelto por las discusiones de los tres primeros siglos de la era cristiana.

Mas la vida hizo su obra y la sociedad pagana se convirtió progresivamente al cristianismo, que así recibió un impulso nuevo, particularmente enérgico en el siglo IV, momento en que fue reforzado de una parte por la protección del gobierno y de otra por las numerosas “herejías”, que suscitaron controversias, provocaron discusiones apasionadas y dieron nacimiento a una serie de cuestiones nuevas e importantes. El cristianismo absorbía poco a poco muchos elementos de la civilización pagana, por que, con palabras de Krumbacher, “los cristianos adquirieron, sin duda, hábitos paganos”.

La literatura cristiana se enriqueció en los siglos IV y V con obras de muy grandes escritores, tanto en el dominio de la prosa como en el de la poesía. A la vez, las tradiciones paganas eran continuadas y desarrolladas por representantes del pensamiento pagano.

En el marco del Imperio romano, dentro de las fronteras que subsistieron hasta las conquistas persas y árabes del siglo VII, el Oriente cristiano de los siglos IV y V poseyó numerosos e ilustres focos de literatura, cuyos escritores más representativos ejercían gran influencia en comarcas muy alejadas de la suya natal. Capadocia, en Asia Menor, tuvo en el siglo IV los tres famosos “capadocios”, a saber: Basilio el Grande, Gregorio el Teólogo y Gregorio de Nisa.

En Siria, los focos intelectuales más importantes en la historia de la civilización, fueron las ciudades de Antioquía y Berytus (Beirut) en el litoral. Esta última fue particularmente célebre por sus estudios jurídicos, desde los aledaños del 200 hasta el 551 de J.C.. En Palestina, Jerusalén no se había repuesto aun en aquella época de la ruina total sufrida bajo Tito, y por tanto, no ejerció gran papel en la vida intelectual de los siglos IV y V. Pero Cesárea, y más tarde Gaza, en la Palestina meridional, con su próspera escuela de retóricos y famosos poetas, contribuyeron mucho a aumentar los tesoros científicos y literarios de aquel período. La urbe griega de Alejandría fue, sobre todas esas ciudades, el foco que desarrolló influencia más vasta y profunda en todo el Oriente asiático.

La ciudad nueva de Constantinopla, destinada a un brillante futuro y cuyo empuje debía manifestarse en la época de Justiniano, sólo comenzó a dar señales de actividad literaria en este período. La protección oficial de la lengua latina, algo apartada de la vida corriente, se acusaba muy en especial allí.

Otros dos focos espirituales de la parte oriental del Imperio tuvieron alguna importancia en el desenvolvimiento general de la civilización y literatura de la época: Tesalónica y Atenas, cuya Academia pagana fue eclipsada a poco por su triunfante rival, la universidad de Constantinopla. Si se compara el desarrollo de la civilización en las provincias orientales y en las occidentales del Imperio bizantino, se puede hacer la siguiente interesante observación: en Grecia, de muy antigua población, la actividad espiritual y la potencia creadora eran infinitamente reducidas en comparación a las provincias asiáticas y africanas. Sin embargo, la mayor parte de esas provincias, según Krumbacher, no habían sido “descubiertas” y colonizadas sino desde la época de Alejandro Magno. El mismo sabio, recurriendo a “nuestro lenguaje favorito moderno, el de los números”, afirma que el grupo europeo de las provincias bizantinas no contaba sino en un diez por cien la actividad general de la cultura de aquel período.

En verdad, la mayoría de los escritores de esa época procedían de Asia y de África, mientras que cuando se fundó Constantinopla casi todos los escritores eran griegos.

La literatura patrológica tuvo su apogeo en el siglo IV y comienzos del V. El Asia Menor produjo en el siglo IV los ya indicados tres capadocios: Basilio el Grande, su amigo Gregorio de Nacianzo —el Teólogo—, y Gregorio de Nisa, hermano menor de Basilio. Basilio y Gregorio de Nacianzo recibieron una educación muy notable en las mejores escuelas de retórica de Atenas y de Alejandría. Por desgracia, no poseemos informe alguno sobre la primera educación de Gregorio de Nisa, el pensador más profundo de los tres. Muy versados en la literatura clásica, aquellos eruditos representaron el movimiento que se llamó “neoalejandrino”, movimiento que, utilizando las adquisiciones del pensamiento filosófico, insistía en el papel de la razón en el estudio de los dogmas religiosos y se negaba a aceptar las conclusiones del movimiento místico-alegórico de la escuela llamada “alejandrina”. El neoalejandrinismo no se separa de la tradición eclesiástica. En las más de sus valiosas obras literarias sobre temas puramente teológicos y donde defienden con ardor la ortodoxia contra el arrianismo, esos tres escritores nos han dejado una cantidad considerable de discursos y cartas cuyo conjunto constituye una fuente de las más preciosas de la cual aún no se ha sacado todo el partido posible. Gregorio Nacianceno ha dejado también cierto número de poemas, en especial teológicos, dogmáticos y didácticos, pero asimismo históricos. Entre esos poemas debemos mencionar particularmente el largo trozo que versa sobre su propia vida y que contiene abundante documentación acerca de la biografía del autor. Por su forma y contenido, ese trabajo merecería figurar entre las obras más bellas de la literatura general. “Cuando aquellos tres genios se extinguieron, la Capadocia volvió a la oscuridad de que ellos la habían sacado”.

Antioquía, capital intelectual de Siria, hizo nacer un movimiento original, opuesto a la escuela alejandrina y que defendía la aceptación literal de la Santa Escritura, sin recurrir a la interpretación alegórica. Dirigieron este movimiento hombres de acción tan notables como Juan Crisóstomo, discípulo de Libanio y predilecto de Antioquía. Ya analizamos antes su actividad. Escritor y orador prodigiosamente dotado, había recibido una cumplida educación clásica. Escribió numerosos libros que figuran entre las más puras obras literarias maestras. Le admiraron con entusiasmo las generaciones siguientes, prendidas en el hechizo de su genio y de sus altas cualidades morales, y los literatos de los períodos sucesivos recogieron en sus obras, como en una fuente inextinguible, ideas, imágenes y expresiones. Sus sermones y discursos, a los que han de añadirse diversas obras especiales y más de doscientas cartas, escritas por él principalmente en su exilio, constituyen una fuente de extremo valor para el estudio de la vida interna del Imperio. Más tarde, muchas obras de autores desconocidos fueron atribuidas a Juan Crisóstomo. Nicéforo Calixto, escritor bizantino de principios del siglo XIV, escribe: “He leído más de un millar de sermones suyos, y difunden una indecible dulzura. Desde mi juventud le amé y escuché su voz como si fuese la de Dios. Y lo que sé, así como lo que soy, a él se lo debo”.

La ciudad palestina de Cesárea produjo al padre de la historia de la Iglesia, Eusebio de Cesárea, quien vivió en la segunda mitad del siglo III y la primera del IV (murió hacia el 340). Ya le hemos mencionado como la fuente más importante, que poseemos acerca de Constantino el Grande. Eusebio fue testigo de dos épocas históricas de la mayor importancia: las persecuciones de Diocleciano y sus sucesores, en las que sufrió personalmente a causa de sus convicciones cristianas, y bajo Constantino el Grande a raíz del edicto de Milán. Eusebio participó en las discusiones amenas, inclinándose a veces hacia los arrianos. Más tarde fue favorito del emperador y uno de sus amigos más íntimos. Eusebio escribió muchos libros teológicos e históricos. Su gran obra, Preparación Evangélica (“Praeparatio evangelica”), donde defiende a los cristianos contra los ataques de los paganos; la Demostración Evangélica, en la que discute el sentido puramente provisional de la ley de Moisés y el cumplimiento de las antiguas profecías en Jesucristo: sus escritos de crítica y de exégesis sobre la Santa Escritura, así como varias otras obras, le colocan en un lugar muy elevado en la esfera de la literatura religiosa. No es superfluo mencionar de paso que contienen preciosos extractos de obras más antiguas perdidas hoy.

Para nuestro presente estudio, los trabajos históricos de Eusebio son de la mayor importancia. La Crónica, escrita por él, según parece, antes de las persecuciones de Diocleciano, contiene un resumen histórico de Caldea, Asiria, los hebreos, los egipcios, los griegos y los romanos y da tablas cronológicas de los sucesos históricos más importantes. Por desgracia no nos ha llegado sino a través de una traducción armenia y, fragmentariamente, mediante una adaptación latina de San Jerónimo. Así, no tenemos idea exacta de la forma y contenido del original, ya que las traducciones que nos han llegado no han sido vertidas del original griego, sino de una adaptación aparecida a poco de la muerte de Eusebio.

La más sobresaliente obra de Eusebio es su Historia eclesiástica, que abarca diez libros comprendiendo el período transcurrido desde la época de Cristo a la victoria de Constantino sobre Licinio. Según sus propias expresiones, no se propone describir las guerras y victorias de los generales, sino más bien “recordar en términos imperecederos las guerras más pacíficas hechas en nombre de la paz del alma, y hablar de los hombres que ejecutan valerosas acciones por la verdad más que por su país, por piedad más que por sus amigos más queridos”. Por tanto, bajo la pluma de Eusebio, la historia de la Iglesia es la historia de los mártires y las persecuciones, así como de los horrores y atrocidades que las acompañaron. La abundancia de los documentos que utiliza Eusebio nos obliga a ver en su obra una de las fuentes más importantes de la historia de los tres primeros siglos de la era cristiana. Recientemente se ha discutido muy a fondo el problema del valor de Eusebio en cuanto historiador de su propio tiempo, es decir, la importancia de los tres últimos libros de su Historia eclesiástica (VIII-X).

Como quiera que sea, no debemos olvidar que Eusebio fue el primero en escribir una historia del cristianismo, abarcando el tema en todos los aspectos posibles. Su Historia eclesiástica, que le valió gran renombre, fue la base de los trabajos de muchos historiadores posteriores de la Iglesia, los cuales imitaron a Eusebio muy a menudo. En el siglo IV dicha historia se propagó con amplitud en Occidente, merced a la traducción latina de Rufino.

La Vida de Constantino, escrita por Eusebio más tarde, ha sido muy diversamente interpretada y apreciada por los sabios. No se debe incluirla tanto entre las obras puramente históricas como entre las panegíricas. Constantino está en ella presente siempre como el elegido de Dios: es un nuevo Moisés predestinado a conducir el pueblo de Dios a la libertad. Según Eusebio, los tres hijos de Constantino simbolizan la Santísima Trinidad. Constantino es el verdadero bienhechor de los cristianos, quienes entonces alcanzaron el elevado ideal que nos les cabía soñar en los años precedentes. Tal es la idea general del libro de Eusebio. Para no romper la armonía de su obra, Eusebio deja aparte los lados sombríos de la época, no señala los hechos desgraciados de su tiempo y, por lo contrario, da libre curso a su pluma para ensalzar y glorificar a su héroe. Sin embargo, utilizando su trabajo con precaución se puede conocer, de manera muy interesante, el período constantiniano, sobre todo por el elevado número de documentos oficiales que se hallan allí y que fueron probablemente insertados en la primera versión.

Juzgando en conjunto la obra de Eusebio de Cesárea, ha de reconocerse que, a pesar de su mediocre talento literario, Eusebio fue uno de los mayores eruditos cristianos de la Alta Edad Medía y un escritor que influyó poderosamente la literatura cristiana medieval.

Todo un grupo de historiadores prosiguió la obra empezada por Eusebio. Sócrates de Constantinopla llevó su Historia eclesiástica hasta el año 439. Sozomeno, originario de los alrededores de Gaza, escribió otra Historia eclesiástica que llegaba hasta el mismo año 439. Teodoreto, obispo de Ciro y originario de Antioquía, redactó una historia semejante comprendiendo el período entre el concilio de Nicea y el año 428, y, en fin, el arriano Filostorgio. cuyos trabajos sólo conocemos por los fragmentos que han subsistido, expuso los acontecimientos, desde su punto de vista arriano, hasta el 425.

La vida intelectual más intensa y rica de la época se encuentra, tomo ya lo hemos advertido, en Egipto y especialmente en Alejandría.

En la vida literaria del siglo IV y comienzos del V hay un hombre que presenta un caso interesante y extraordinario: el obispo y filósofo Sinesio de Cirene. Descendiente de una muy antigua familia pagana, educado en Alejandría e iniciado después en los misterios de la filosofía neoplatónica, se convirtió del platonismo al cristianismo, casó con una cristiana y llegó, en sus años últimos, a ser obispo de Ptolemaida. A pesar de todo, Sinesio debía sentirse probablemente más pagano que cristiano. Ya hemos mencionado de pasada su viaje a Constantinopla y su tratado sobre las obligaciones imperiales. No fue esencialmente un historiador, aunque haya dejado una cantidad muy importante de materiales históricos en sus 156 epístolas, las cuales reflejan sus brillantes cualidades de filósofo y orador. Esas epístolas se convirtieron más adelante en modelos de estilo para la Edad Media bizantina. Sus himnos, escritos en estilo y metro clásicos, muestran la originalidad de la mezcla de los conceptos filosóficos y las creencias cristianas de Sinesio. Aquel obispo-filósofo comprendía que la cultura clásica, que tan cara le era, se aproximaba gradualmente a su fin.

En el curso de la larga y ruda lucha entre ortodoxos y arrianos, se distinguió la brillante personalidad del niceano Atanasio, obispo de Alejandría, que dejó muchos escritos consagrados a las controversias teológicas del siglo IV. También escribió una vida de San Antonio, es decir, de uno de los creadores del monaquismo oriental, pintando a este último sistema como el ideal de la vida ascética. Tal obra ejerció gran influjo en el desarrollo del monaquismo. El siglo V produjo al historiador más grande del monaquismo egipcio, Paladio de Helenópolis, originario del Asia Menor y conocedor perfecto de la vida monástica egipcia merced a los diez años que pasó aproximadamente en los monasterios de Egipto. Bajo la influencia de Atanasio de Alejandría, Paladio expuso también los ideales de la vida monástica, introduciendo en su obra un cierto elemento de leyenda. Cirilo, obispo de Alejandría y enemigo implacable de Nestorio, vivió también en aquel período. En el curso de su vida férvida y borrascosa, escribió considerable cantidad de epístolas y sermones que ciertos obispos griegos de una época posterior aprendieron de memoria. Dejó también un número de tratados dogmáticos y de obras de polémica y exégesis que constituyen una de las principales fuentes de la historia eclesiástica del siglo V. Según su propia confesión, sólo poseía una educación oratoria insuficiente y no podía gloriarse de la pureza ática de su estilo.

Otra figura muy interesante de la época es la filósofa Hipatia, asesinada por el fanático populacho alejandrino a principios del siglo V. Era mujer de belleza excepcional y tenía extraordinarios talentos intelectuales. Merced a su padre, famoso matemático de Alejandría, le eran familiares las ciencias matemáticas y la filosofía clásica. Adquirió gran renombre con su notable actividad docente. Entre sus discípulos hubo hombres como Sinesio de Cirene, quien menciona a Hipatia en varias de sus cartas. Una fuente habla de cómo, “envuelta en su manto, tenía la costumbre de andar por la ciudad y exponer a los oyentes de buena voluntad las obras de Platón, Aristóteles u otro filósofo”.

La literatura griega floreció en Egipto hasta 451, fecha de la condena de la doctrina monofisita por el concilio de Calcedonia. Siendo aquella doctrina la religión oficial de Egipto, la decisión del concilio fue seguida de la supresión del griego en las iglesias y su substitución por el copto. La literatura copta que se desarrolló a continuación, ofrece alguna importancia, incluso en el campo de la literatura griega, ya que ciertos trabajos griegos perdidos nos han sido conservados en traducciones coptas.

El período que estudiamos asistió al desarrollo de otro género literario: el de los himnos religiosos. Los autores de himnos cesaron poco a poco de imitar los ritmos clásicos y aplicaron otros, propios, que no tenían nada de común con los antiguos y fueron durante mucho tiempo calificados de prosa. Sólo en una época relativamente reciente se ha explicado en parte esa versificación. Los himnos de tal período contienen tipos diversos de acrósticos y rimas. Por desgracia se conocen muy poco los himnos religiosos de los siglos IV y V, y la historia de su evolución gradual en este primer período permanece para nosotros muy oscura. No obstante, no cabe duda de que ese desenvolvimiento fue vigoroso. Mientras Gregorio el Teólogo seguía, en la mayor parte de sus himnos poéticos, la versificación antigua, las obras de Romanos el Méloda (es decir, el autor de himnos), que, según se ha demostrado, aparecieron en el siglo VI, bajo el reinado de Anastasio I, fueron todas escritas en versos nuevos, utilizando acrósticos y rimas.

Los sabios han discutido mucho la cuestión de si Romanos vivió en el siglo VI o a comienzos del VIII. Esas discusiones se fundan en una alusión que se halla en su breve Biografía, donde menciona su llegada a Constantinopla en el reinado del emperador Anastasio. Durante mucho tiempo ha sido imposible determinar si se trataba de Anastasio I (491-518) o de Anastasio II (714-715). Hoy, tras prolongados estudios de la obra de Romanos, el mundo científico está de acuerdo en reconocer que se trata del período de Anastasio I.

Romanos fue el mayor poeta de Bizancio. Aquel “Píndaro de la poesía rítmica”, fue autor de un número considerable de himnos soberbios, entre ellos el famoso de Navidad: Hoy la Virgen ha dado nacimiento al Cristo.

Nació en Siria, y es muy probable que el período de su actividad literaria haya de colocarse en el reinado de Justiniano, porque, según su Biografía, siendo joven diácono, pasó de su Siria natal a Constantinopla durante el reinado de Anastasio, y en Constantinopla recibió milagrosamente del cielo el don de componer himnos. La maravillosa obra escrita por Romanos en el siglo VI nos inclina a suponer que la poesía religiosa debía estar muy desarrollada en el siglo V, pero desgraciadamente no poseemos sobre este punto sino informes muy imperfectos. Es difícil concebir la existencia de tan extraordinario poeta en el siglo VI sin imaginar un desarrollo anterior de la poesía eclesiástica.

Pero no olvidemos que sólo tenemos aún una idea incompleta de la obra de Romanos, puesto que muchos de sus himnos no han sido editados todavía.

Lactancio, eminente escritor cristiano del África del Norte, escribió en latín a principios del siglo IV y murió hacia el 325. Es importante para nosotros como autor del libro De mortibus persecutorurii, que ciertos sabios niegan que sea obra suya. Recientemente esta cuestión ha sido zanjada en pro de la autenticidad. El susodicho libro nos da informes muy interesantes sobre la época de Diocleciano y de Constantino y concluye con el edicto de Milán.

Si la literatura cristiana de este período está representada por escritores tan notables, la literatura pagana no se queda a la zaga. También en su esfera encontramos una serie de hombres interesantes y llenos de talento.

Entre ellos se distinguió Temistio de Paflagonia (segunda mitad del siglo IV), hombre versado en filosofía, que dirigió la escuela de Constantinopla y fue, a la vez, un orador y un senador muy estimado, tanto por los paganos como por los cristianos de la época. Escribió una importante serie de Paráfrasis de Aristóteles, en las que se esforzó en esclarecer las más complejas ideas del filósofo griego. Es también autor de unos cuarenta discursos que contienen abundantes informes sobre los sucesos importantes de la época y sobre su vida personal.

Pero el mayor de los escritores paganos del siglo IV fue Libanio de Antioquía, que ejerció sobre sus contemporáneos más influencia que cualquier otra persona. Entre sus discípulos hubo hombres como Juan Crisóstomo, Basilio el Grande y Gregorio Nacianceno. Ya dijimos que el joven Juliano, antes de ascender al trono, estudió con entusiasmo los cursos de Libanio. Entre los numerosos escritos de Libanio tienen particular interés sus 65 discursos públicos. En ellos hay abundante material que permite estudiar la vida interior de la época. No menos importante es la colección de sus cartas, que por la riqueza de su contenido y su notable ingenio pueden compararse con justicia a las de Sinesio de Cirene.

El emperador Juliano fue también uno de los escritores más brillantes del siglo IV. A pesar de su breve carrera, dio pruebas magníficas de su talento en diversas esferas de la literatura. Los discursos en que refleja sus oscuras especulaciones filosóficas y religiosas (su Discurso al Sol Rey), sus epístolas, su obra Contra los cristianos, de la que sólo nos han llegado fragmentos, su libelo satírico contra el pueblo de Antioquía, Misopogon (el que odia la barba), importante desde el punto de vista biográfico, concurren a demostrar que fue un escritor muy dotado, a la vez pensador, historiador, satírico y moralista. Ya hemos dicho en qué medida se mezclaban sus escritos a las realidades actuales de la época. No debemos olvidar que el extraordinario genio de aquel joven emperador no pudo alcanzar su pleno desarrollo a causa de su muerte prematura y repentina.

Al siglo IV pertenece la célebre colección de biografías de emperadores romanos redactada en latín y conocida por el nombre de Historia Augusta. La cuestión de la personalidad de los autores, la época de la compilación de ese libro y su valor histórico, son muy discutibles y han motivado una literatura considerable. A pesar de tantos esfuerzos, un historiador inglés ha podido escribir en 1928: “El tiempo y trabajo gastados sobre la Historia Augusta son enormes; el resultado práctico, la utilidad histórica, equivalen a cero”.

Recientemente, N. Baynes ha tratado, de un modo muy interesante, de demostrar que esa colección se escribió bajo Juliano el Apóstata, con un fin determinado: hacer propaganda de Juliano el Apóstata, del conjunto de su administración y de su política religiosa. Tal opinión no ha sido juzgada aceptable por los sabios y el mismo autor comenta que su sugestión ha tenido, en conjunto, mala prensa.

La literatura pagana de los siglos IV y V está representada también por varios escritores que sobresalen en el campo de la historia pura. Sólo citaremos los más importantes.

Ya mencionamos a Prisco de Tracia, historiador del siglo V, que relató la embajada a los hunos. Su Historia bizantina, que nos ha llegado fragmentariamente, y sus informes sobre la vida y costumbres de los hunos son muy interesantes y valiosos. Prisco es la fuente principal de que se sirvieron los historiadores latinos del siglo VI, Casiodoro y Jordanes, para la historia de Atila y los hunos.

Zósimo. que vivió en el siglo V y comienzos del VI, escribió una Historia Nueva, que abarca hasta el sitio de Roma por Alarico el 410. Sectario entusiasta de los dioses antiguos, explica la caída del Imperio por la ira de las divinidades desdeñadas por los romanos y censura más que a nadie a Constantino el Grande. Tiene muy alta opinión de Juliano.

Amiano Marcelino, grecosirio nacido en Antioquía, escribió a fines del siglo IV, en latín, su Res Gestae, historia del Imperio romano. Se esforzó en continuar en cierto modo la historia de Tácito, llevando su relato desde Nerva a la muerte de Valente (96­378). Sólo nos han llegado los dieciocho últimos libros de su historia, que abarcan los sucesos comprendidos entre 353 y 378. El autor aprovecha su ruda experiencia militar y su participación en las campañas de Juliano contra los persas, y relata acontecimientos contemporáneos sobre los que poseía informes directos. Fue pagano hasta el fin de su vida, pero mostró mucha tolerancia hacia el cristianismo. Su historia es una fuente muy importante para el período de Juliano y Valente, así como para la historia de los godos y el principio de la de los hunos. Recientemente se ha emitido sobre su talento literario una opinión favorable. E. Steín le llama el mayor genio literario que ha visto la historia de Tácito al Dante. N. Baynes le califica de “último gran historiador de Roma”.

Atenas, centro del decadente pensamiento clásico, fue en el siglo V residencia del último representante eminente del neoplatonismo, Proclo de Constantinopla, que escribió y enseñó en aquella ciudad durante muchos años. Allí nació también la esposa de Teodosio II, Atenais-Eudoxia, que tuvo algún talento literario y compuso varias obras.

No hablaremos aquí de la literatura de la Europa occidental en este período, que está representada por las notables obras de San Agustín y otros prosistas y poetas.

Después del traslado de la capital a Constantinopla, el latín siguió siendo a lengua oficial del Imperio, y así continuó durante los siglos IV y V. El latín de empleó en todos los decretos imperiales compilados en el Código de Teodosio, así como en los decretos posteriores del siglo V y albores del VI. Pero, según ya notamos, a medida que se desarrollaba la escuela superior de Constantinopla, la preponderancia del latín declinó y se prefirió decididamente emplear el griego, que era, al cabo, el idioma más extendido en la “pars orientalis” del Imperio. Además, la tradición griega había sido nutrida por la escuela pagana de Atenas, cuya decadencia fue precipitada, sin embargo, por el triunfo del cristianismo.

En el campo artístico, los siglos IV y VI representaron un período de síntesis. Los diversos elementos que contribuyeron a la formación de un arte nuevo se fundieron entonces en un todo orgánico. Aquel arte nuevo llevó el nombre de arte bizantino o cristiano-oriental. A medida que la ciencia histórica estudia más hondamente las raíces de ese arte, se va haciendo más notorio que Oriente y sus tradiciones tuvieron un papel preponderante en el desarrollo del arte bizantino. A fines del último siglo, ciertos sabios alemanes sostuvieron la teoría de que “el arte del Imperio romano”, desarrollado en Occidente durante los dos primeros siglos del Imperio, substituyó a la antigua cultura helenística oriental, que se hallaba en decadencia, y proporcionó, por decirlo así, la piedra angular sobre la que había de erigirse más tarde el arte cristiano de los siglos IV y V. A la sazón, esa teoría ha sido abandonada. Desde la aparición, en 1900, de la célebre obra de D. B. Ainalov sobre El origen helenístico del arte bizantino y la publicación, en 1901, del libro El Oriente y Roma, del austríaco J. Strzygowski se discute esa influencia ejercida por el antiguo Oriente. En sus obras, muy numerosas e interesantes, Strzygowski, después de buscar el centro de tal influjo en Constantinopla, se vuelve hacia Egipto, Asia Menor y Siria y, remontando hacia el este y el norte, rebasa las fronteras de Mesopotamia y busca las raíces de dicha influencia en as mesetas y montañas de Armenia y el Irán. Según él, “todo que la Hélade fue para el arte de la antigüedad, lo es el Irán para el arte del nuevo mundo cristiano”. También cuenta con la India y el Turkestán chino para que le proporcionen datos ulteriores capaces de dilucidar el problema. Aunque reconociendo los grandes servicios prestados por Strzygowski en el campo de las investigaciones sobre el origen del arte bizantino, la ciencia histórica contemporánea se mantiene aún reservada acerca de las más recientes hipótesis de dicho autor. El siglo IV fue un período de la mayor importancia en la historia del arte bizantino. El nuevo régimen del cristianismo dentro del Estado romano provocó una expansión rápida de aquella religión. Tres elementos —el cristianismo, el helenismo y el Oriente— se encontraron en el siglo IV y de su unión salió el arte cristiano-oriental.

Constantinopla, ya centro político del Imperio, se convirtió gradualmente en centro intelectual y artístico. Ello no fue instantáneo. Constantinopla no tenía una civilización preexistente que le permitiera resistir a la invasión de las fuerzas exóticas o gobernarlas.

Tuvo, al principio, que pesar y asimilar nuevas influencias, tarea que exigía al menos un centenar de años.

Siria y Antioquía, Egipto y Alejandría, el Asia Menor, que veían reflejarse en su vida artística las influencias de tradiciones más antiguas, ejercieron influjo muy fuerte y provechoso en el desarrollo del arte bizantino. La arquitectura siria prosperó durante el curso de los siglos IV, V y VI. Ya vimos que las magníficas iglesias de Jerusalén y Belén, y algunas de Nazaret, fueron edificadas bajo Constantino el Grande. Un esplendor insólito caracterizó a las iglesias de Antioquía y Siria. Antioquía, como centro de una civilización brillante, asumió naturalmente la dirección del arte cristiano en Siria.

Por desgracia sólo poseemos muy pocos datos sobre el arte de Antioquía. Las “ciudades muertas” de la Siria central, descubiertas en 1860-61 por De Vogué, nos dan alguna idea de lo que fue la arquitectura cristiana en los siglos IV, V y VI. Una de las obras arquitectónicas más notables de fines del siglo V fue el célebre monasterio de San Simeón Estilita (Kalat-Seman), entre Antioquía y Alepo. Aun hoy resultan impresionantes sus majestuosas ruinas. El famoso friso de Mschatta (al este del Jordán), actualmente en el Museo del emperador Federico, en Berlín, parece ser una obra de los siglos IV, V, VI. Al principio del siglo V pertenece igualmente una muy bella basílica elevada en Egipto por Arcadio sobre el emplazamiento de la tumba de Menas, uno de los más renombrados santos egipcios. Las ruinas de esta basílica han sido estudiadas recientemente por C. M. Kaufman.

En el campo del mosaico, del retrato, de la tapicería (escenas pintadas sobre telas: primeros siglos del cristianismo), etc., poseemos varios ejemplares interesantes correspondientes a este período.

Sabemos que en el siglo v, bajo Teodosio II, Constantinopla fue rodeada de fortificaciones que subsisten aun en nuestros días. La Puerta de Oro (“Porta Aurea”) se edificó a fines del siglo IV o comienzos del V. Por ella entraban oficialmente los emperadores en Constantinopla. Esa puerta, notable por la belleza de su arquitectura, existe todavía. Al nombre de Constantino está vinculada la edificación de las iglesias de Santa Irene y de los Santos Apóstoles, en Constantinopla. Santa Sofía, cuya construcción se inició en esa época, fue acabada bajo Constancio, hijo de Constantino. Estos templos fueron reconstruidos en el siglo VI por Justiniano. En el siglo V la nueva capital se ornó con otra iglesia, la basílica de San Juan de Studion, hoy mezquita de Imr Ahor.

En las regiones occidentales del Imperio se han conservado cierto número de monumentos del arte bizantino primitivo. Entre ellos cabe citar algunas iglesias de Tesalónica o Salónica; el palacio de Diocleciano en Spalato (Dalmacia), de principios del siglo IV; varias pinturas de Santa María la Antigua, de Roma, que parecen datar de fines del siglo V; el mausoleo de Gala Placidia y el baptisterio ortodoxo de Ravena (siglo V), así como algunos monumentos de África del Norte.

En la historia del arte, los siglos IV y V bizantinos pueden considerarse como el período preliminar que prepara la época de Justiniano el Grande, bajo quien la capital había de sentir plena consciencia de sí misma y asumir un papel director. Se ha descrito justamente esta época como la primera edad de oro del arte bizantino.

 

Capítulo II

JUSTINIANO EL GRANDE Y SUS SUCESORES (518-610)